Por la sangre de Muhammad Rashid corría veneno…, un veneno que tenía el cabello rubio, los ojos azules y un cuerpo como de crema batida. Se llamaba Mimí, bailaba en la sala de fiestas Cage d’Or y no tenía ni idea de quién era Muhammad.
Pero él sí sabía quién era ella. Luchando contra aquella nueva obsesión, el joven miró a su alrededor con expresión enfurruñada en el pequeño despacho que compartía con unos archivadores, varios montones de papeles que se apilaban desde el suelo hasta el techo y un ventilador que no funcionaba. Se preguntaba de qué forma podría conseguir que la deslumbrante Mimí se fijara en un ser tan insignificante como él.
Aquello no era en absoluto lo que él había imaginado cuando estudiaba en la universidad. Sin embargo, él no tenía la culpa; todo el mundo decía que el plan de Nasser de facilitar puestos de trabajo en la Administración a todos los licenciados universitarios estaba resultando un fracaso, a pesar de que, en un principio, la idea hubiera sido buena. Cuando el padre de Muhammad era más joven, había sido un proyecto viable… pues Omar había conseguido un puesto prestigioso y muy bien remunerado. Pero ya habían transcurrido más de veinte años desde entonces y ahora las universidades estaban produciendo unas hornadas tan enormes de licenciados que la Administración no podía absorberlas y los licenciados tenían que apretujarse en una burocracia en la cual a los hombres se les ofrecía empleo, pero muy pocas cosas que hacer. El cometido de Muhammad consistía en llevarle el té a su jefe, sellar montones ingentes de inútiles impresos y encauzar a los ciudadanos y sus quejas a través del laberinto burocrático con un «Bokra. Vuelva usted mañana».
Poca cosa para un joven que cumpliría veinticinco años en cuestión de dos meses. De pronto se imaginó a los treinta e incluso a los cuarenta años todavía atrapado en aquel mísero despacho, todavía soltero y virgen y todavía ardiendo por Mimí.
Estaba obsesionado con ella y quería tenerla al precio que fuera. Si por lo menos pudiera casarse, tal vez conseguiría librarse de aquel veneno. Sin embargo, el matrimonio era algo casi tan inasequible como la propia Mimí, pues, como todos los jóvenes de El Cairo, Muhammad tenía que ahorrar dinero para demostrar que estaba en condiciones de mantener una familia, tras lo cual tendría que apuntarse a la interminable lista de espera para conseguir un apartamento en aquella ciudad cada vez más abarrotada de gente. Con su mísero sueldo, ¿cómo podría realizar tan prodigiosa hazaña? No podía pedirle ayuda a su padre, pues Omar aún tenía un montón de hijos que mantener. Y el tío Ibrahim bastantes responsabilidades tenía ya con la cantidad de gente que vivía en la calle de las Vírgenes del Paraíso.
Muhammad hubiera estado dispuesto a hacer cualquier sacrificio con tal de poder estrechar a Mimí entre sus brazos…
Cuando sonó el teléfono, despertándole bruscamente de su ensueño, apartó a un lado los papeles que ya hubiera tenido que clasificar varias semanas atrás, pero ¿para qué molestarse en hacerlo?, y contestó:
—Despacho del saíd Yusuf.
Ya se estaba disponiendo a añadir la consabida frase de «El saíd Yusuf es un hombre muy ocupado» y a insinuar que una gratificación especial podría acelerar los trámites. El bakshish era el único medio de que un funcionario mal pagado de la Administración pudiera salir adelante.
Para su asombro, era su tío Ibrahim, hablando en tono muy nervioso y alterado.
—Muhammad, he estado intentando comunicarme con tu tía Dahiba, pero los teléfonos de su edificio vuelven a estar averiados. Pásate por allí al volver a casa y dile que venga a mi consultorio en seguida. Es muy importante.
—Sí, tío —contestó Muhammad, colgando el aparato y preguntándose a qué vendría aquello.
Como no le apetecía ir al estudio de su tía, tomó el teléfono y marcó su número al estilo cairota, marcando una cifra y escuchando para ver si había conexión, marcando la siguiente y escuchando, y así sucesivamente. Pero, al llegar a la última cifra, se encontró con el habitual silencio de una línea telefónica averiada.
Consultó su reloj. Era apenas la una. Su horario de trabajo era de nueve a dos, con una pausa de una hora para el almuerzo. Sin embargo, sabía que nadie le echaría en falta, por lo que decidió marcharse y dirigirse al único lugar de la ciudad donde podía perderse en sus ensueños protagonizados por Mimí.
Ibrahim colgó el teléfono y miró a través de la ventana de su consultorio desde la cual se podía contemplar una vista del masificado El Cairo. Las calles estaban llenas de automóviles Fiat, taxis, limusinas, carritos de mano, carros tirados por asnos y autobuses que avanzaban muy despacio y peligrosamente inclinados. Por las aceras caminaban hombres vestidos con trajes de calle o galabeyas y mujeres vestidas con modelos de París o melayas. Ibrahim había oído decir que la ciudad había alcanzado los quince millones de habitantes y que, en cuestión de diez años, dicho número se duplicaría… y treinta millones de almas ocuparían una ciudad construida para albergar la décima parte de aquel número. Recordó con nostalgia los apacibles días de reinado de Faruk, en que apenas había tráfico y se podía caminar con comodidad por las aceras y la ciudad tenía un aire de elegancia y amplitud. ¿De dónde había venido toda aquella gente?
Se apartó de aquel deprimente espectáculo, sabiendo que su sombrío estado de ánimo no era fruto de la contemplación de la ciudad a la que tanto seguía amando, sino de los resultados que acababa de recibir del laboratorio.
Los análisis habían dado positivo.
Ahora la cuestión era cómo comunicarle la noticia a la familia. Contempló las dos fotografías que había en su escritorio: Alice, joven, vibrante y enamorada, y Yasmina, cuyo nacimiento parecía haber ocurrido justo la víspera. Se le conmovió el corazón. De todas sus hijas, incluidas Camelia y las cinco hijas que le había dado Huda, Yasmina seguía siendo la preferida. Su destierro de la familia había sido prácticamente su muerte. Y él la lloró como sí la hubiera enterrado. Experimentó un cierto consuelo mientras Alice mantuvo un vínculo con su hija en California. Sin embargo, el suicidio de Alice había cortado aquel frágil nexo y ahora Ibrahim contemplaba de vez en cuando el cielo y se preguntaba qué cielo protegería a Yasmina en aquel momento y en qué lugar del mundo estaría su hija.
Pese a todo, su vida era muy satisfactoria. Recordó ahora que de nada le servía a un hombre pensar en las desgracias del pasado y que a veces era necesario detenerse a pensar en los beneficios de que uno disfrutaba. Ibrahim Rashid había llegado a la conclusión de que era un privilegiado. Al fin y al cabo, era un hombre rico y un médico prestigioso, es decir, un componente vital de la sociedad. En un país donde la pobreza y el incremento de la población constituían un lastre para el servicio de atención sanitaria, los buenos médicos que atendían con eficacia a sus pacientes no abundaban demasiado, por lo que Ibrahim estaba muy solicitado. Cada día le agradecía a Alá la salud y el vigor que le había otorgado, pues, a pesar de haber cumplido los setenta años, podía presumir de poseer la constitución de un hombre mucho más joven. Qué mejor prueba de ello que el hecho de que su nueva esposa hubiera quedado finalmente embarazada.
El breve instante de euforia se esfumó en un santiamén. Recordando los resultados del laboratorio, Ibrahim marcó de nuevo el número de Dahiba, pero se encontró una vez más con el silencio.
—La cadera oscila en ocho fases que terminan con un brusco movimiento —dijo Dahiba. Vestida con falda y leotardos, hizo una demostración ante su alumna, extendiendo los brazos y haciendo oscilar las caderas sin mover los hombros ni la caja torácica—. Ahora escucha el taqsim. Deja que la música te penetre como la luz del sol, siéntela correr por las venas y los huesos hasta que te conviertas tú misma en la luz del sol. Es un tipo de música muy difícil, tienes que sentirla para poder bailar a su compás.
Dahiba y su alumna contemplaron la grabadora mientras escuchaban la música, como si esperaran ver surgir de ella las notas musicales. Eran las únicas que se encontraban en el estudio, pues Dahiba ya no daba clases sino que tan sólo enseñaba coreografía a danzarinas individuales, especialmente elegidas por ella. Todo el mundo quería recibir lecciones de Dahiba, pero no todo el mundo era elegido. Mimí se consideraba una privilegiada.
—Bueno pues —dijo Dahiba, pulsando el botón de detención y el de retroceso de la cinta—. ¿La has sentido? ¿Podrías danzar con este acompañamiento?
—¡Oh, sí, señora!
A sus veintiún años, Mimí ya tenía un historial de ocho años de danza oriental precedidos por diez años de ballet clásico. Lo hacía muy bien y tenía ambición. Aunque sólo actuaba en salas de fiestas y no en los hoteles de cinco estrellas, se estaba abriendo rápidamente camino en el competitivo mundo de la danza y la ambición le brillaba en los ojos azules cuando se ajustó el chal alrededor de las caderas y se dispuso a imitar a su maestra. El verdadero nombre de Mimí era Afaf Fawwaz, pero ella había decidido seguir la última moda de usar nombres franceses.
Mientras pulsaba el botón de puesta en marcha de la grabadora y se volvía para mirar a Mimí, Dahiba vio a su sobrino Muhammad en la puerta, mirando a la chica con unos ojos abiertos como platos.
—¡Sal de aquí, chico! —le gritó, haciendo ademán de cerrarle la puerta en las narices—. ¿Es que no tienes vergüenza?
Muhammad retrocedió, desconcertado.
Mimí.
Con leotardos rojos y mallas negras.
—Bueno, ¿qué pasa? —le preguntó Dahiba.
—Mmm… ha telefoneado tío Ibrahim… tienes que ir en seguida a su consultorio. Ha dicho que es importante…
Muhammad dio media vuelta y se alejó a toda prisa mientras la expresión burlona de Mimí le perseguía como un yinn.
El café de Feyruz daba a la placita que había al final de la calle de Fahmy Pasha, a dos pasos del bloque de edificios de la Administración donde Muhammad trabajaba. Era un pequeño y vetusto establecimiento con una fachada de azulejos decorada con elegantes caracteres árabes. En el oscuro interior había unos bancos adosados a las paredes en los cuales los hombres pasaban el día bebiendo café fuertemente azucarado y jugando a los dados o las cartas mientras se burlaban de los dirigentes políticos, de sus propios jefes y de sí mismos. El café de Feyruz era un habitual lugar de reunión de los jóvenes burócratas; otros cafés de la ciudad eran frecuentados por artistas, intelectuales, fellahin desplazados, acaudalados hombres de negocios u homosexuales. Había un café para cada grupo y casi todos ellos eran dominio exclusivo de los hombres.
Mientras abandonaba el amplio paseo y entraba en la estrecha callejuela, Muhammad no vio las paredes llenas de pintadas ni la roja motocicleta montada por cuatro hombres sino la sonrisa y los hoyuelos de Mimí mientras él tartamudeaba como un colegial delante de ella. Sólo la había visto personalmente en dos ocasiones: cuando bajaba de un taxi delante del Cage d’Or con unas piernas impresionantemente largas precediendo su voluptuoso cuerpo, y en el Jan Jalili mientras corría entre la gente con un traje de danzarina colgado del brazo. Antes sólo la había visto en la televisión, interpretando un pequeño papel en un serial. Pero había sido suficiente para que se enamorara de ella.
Ahora, en cambio, la había visto de cerca. Con mallas y leotardos. Prácticamente desnuda.
En el momento en que entraba en la plaza, una egipcia vestida con prendas occidentales salió de una tienda de lencería, taconeando sobre la agrietada acera delante de él. La atención de Muhammad se desvió desde Mimí hacia el voluminoso trasero apresado por una ajustada falda y, al llegar a la altura del café, donde sus amigos ya estaban sentados junto a una de las mesas del interior, el joven alargó súbitamente la mano y agarró un buen cacho de firmes nalgas femeninas.
—¡Ay! —gritó la mujer, dando media vuelta y golpeándole con el bolso. Muhammad se cubrió la cabeza para protegerse, mientras los viandantes agitaban los puños y proferían insultos contra él y sus amigos sentados junto a la entrada del café, que soltaban aullidos y carcajadas.
—¡Ya, Muhammad! —gritó un apuesto joven mientras la mujer se alejaba calle abajo y la muchedumbre se dispersaba—. «Dicen que en el Paraíso moran las vírgenes / y mana vino de las fuentes —cantó—. Si se las puede amar en la otra vida / ¡cómo no se las podrá amar en ésta!».
Con la cara colorada como un tomate, Muhammad entró en el local y soportó con buen ánimo las bromas de los parroquianos y del dueño del establecimiento.
Feyruz, un mutilado veterano de la guerra de los Seis Días que se distraía jugando al chaquete con sus amigos excombatientes como él, le sirvió un té al avergonzado joven mientras su esposa, la oronda mujer vestida de negro y cubierta por una melaya, que atendía la caja mientras escuchaba los chistes subidos de tono que contaban los jóvenes, le gritaba:
—¡Por Alá, Muhammad Bajá! ¡Dónde a ti te hace falta la cremallera es en la mano!
Todos se echaron a reír, incluido el propio Muhammad, el cual, sentándose junto a sus amigos, aceptó el té que le ofrecía Feyruz. Mientras escuchaba los últimos chismorreos y chistes de sus amigos, sus pensamientos volaron de nuevo hacia Mimí. Bismillah! ¡Su tía Dahiba le estaba dando clases! En tal caso, ¿no sería posible que se la presentara? ¡La cabeza le empezó a dar vueltas!
Salah, un apuesto joven que trabajaba como administrativo en el ministerio de Bienes Culturales y era famoso por los divertidos chistes que solía contar, dijo:
—Un alejandrino, un cairota y un fellah se habían perdido en el desierto y se estaban muriendo de sed. De pronto, se les apareció un yinn y ofreció a cada uno de ellos el cumplimiento de un deseo. El alejandrino dijo: «Envíame a la Costa Azul en compañía de bellas mujeres». Y, zas, el alejandrino desapareció. El cairota dijo: «Colócame en una espléndida embarcación en el Nilo, llena de comida y mujeres». Zas, el cairota también desapareció. Finalmente, le tocó el turno al fellah. «Oh, yinn —dijo éste—, me siento muy solo, ¡te ruego que me devuelvas a mis amigos!».
Los jóvenes rompieron a reír mientras se tomaban un té tan fuertemente azucarado que casi parecía melaza.
—¡Ya, Muhammad Bajá! —dijo el bigotudo Habib, utilizando afectuosamente el antiguo título, como previamente había hecho la rolliza esposa de Feyruz—. Tengo un premio para ti —añadió, sacándose del bolsillo una conocida revista cinematográfica y arrojándosela a Muhammad.
Los cuatro jóvenes se inclinaron hacia delante y Muhammad empezó a pasar las páginas, preguntándose qué premio sería aquél hasta que llegó a una fotografía en color y todos estallaron en gritos de entusiasmo.
Muhammad contempló la fotografía boquiabierto de asombro.
Era una imagen de Mimí vestida con un modelo que cortaba la respiración.
—¡Es una auténtica bomba! —afirmó Salah.
—¿A que te gustaría casarte con ella? —dijo otro, dándole un codazo a Muhammad.
—¡Nos conformaríamos con cualquier mujer! —exclamó Salah, el cual, como Muhammad y los demás chicos, necesitaba ahorrar dinero para poder casarse—. Pero tú tienes suerte, Muhammad Bajá. Tu tío es un hombre muy rico que vive en una casa muy grande de la Ciudad Jardín. Podrías irte a vivir allí con tu esposa.
Muhammad se rió con sus amigos, pero se sintió invadido por la misma angustia de siempre. Salah sólo contaba cuentos de hadas y fantasías. La casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso estaba gobernada por su bisabuela Amira y a él no le apetecía demasiado estar bajo su dominio. La casa de su propio padre no era mejor, pues Omar estaba siempre de viaje y la abuela Nefissa se pasaba la vida dando órdenes a Nala y a sus hermanastros y hermanastras. ¡Por Alá, que un hombre necesitaba disfrutar de un poco de intimidad con su esposa!
—Bokra. Mañana —dijo en tono abatido—. Inshallah.
Salah le dio a su amigo una palmada en la espalda diciendo:
—¡Se comenta que hoy en día Egipto está dirigido por la IBM! —Enumerándolo con tres dedos, añadió—: Inshallah. Bokra. Ma’alesh!
Todos le rieron la gracia, pero la risa de Muhammad era un poco forzada. No podía dejar de pensar en Mimí. La fotografía de la revista correspondía a una escena de una película en la cual ella interpretaba el papel de una perversa mujer que seducía a un hombre piadoso. Muhammad no podía apartar los ojos de su largo y sedoso cabello rubio, capaz de quitarle a un hombre el sentido. Por Alá que las leyes antiguas que obligaban a las mujeres a cubrirse el cabello estaban plenamente justificadas. ¿De qué otro modo hubiera podido un hombre llevar una vida casta y piadosa?
Los rizos color platino de Mimí le hacían evocar la imagen de su propia madre, la cual, por una razón que él ignoraba, había sido declarada muerta por su familia. Jamás tenía noticias suyas excepto por su cumpleaños, en que siempre recibía una postal de felicitación. Las había guardado todas y ahora tenía una colección de veinte. Muhammad procuraba no hacerse las preguntas más inquietantes y significativas: ¿por qué se había ido su madre, por qué no regresaba y por qué nadie en la familia hablaba de ella?
—¡Por Alá! —exclamó Salah—. ¡Vamos al cine a ver esta película de Mimí!
—La dan en el Roxy —dijo Habib, apurando su té y dejando sobre la mesa un billete de cinco piastras.
Mientras los jóvenes se levantaban apresuradamente y los parroquianos más viejos hacían comentarios sobre la impaciencia de la juventud y la inutilidad de las prisas siendo la vida tan corta, Muhammad reparó en un hombre que le estaba observando desde la calle. Frunció el entrecejo. Le conocía de algo. Pero ¿de qué? Entonces le recordó de sus tiempos en los Hermanos Musulmanes, organización a la cual él había pertenecido brevemente antes de que su padre le obligara a dejarla. ¿Cómo se llamaba aquel hombre?
—Y’Allah! —gritó Salah, tirando de su manga—. ¡Vámonos!
Mientras los exuberantes jóvenes, tomados del brazo, abandonaban la plaza entre risas, Muhammad sintió los ojos de aquel hombre clavados en él. Al llegar al abarrotado paseo, recordó súbitamente cómo se llamaba. Se llamaba Hussein y siempre le había infundido un cierto temor.
En el momento de entregarle el bakshish a un chiquillo que le había vigilado el automóvil mientras ella subía al consultorio de Ibrahim, Dahiba vio una enorme cantidad de gente entrando en el cine Roxy de la acera de enfrente. Al ver a su sobrino Muhammad, casi estuvo a punto de llamarle, pero lo pensó mejor. Se sentó al volante de su Mercedes, hizo sonar el claxon y se adentró en el tráfico de la calle; cuando, a los pocos minutos, se produjo un embotellamiento y tuvo que detenerse bajo un anuncio de la marca Rolex, apoyó la cabeza sobre el volante y se echó a llorar.
Las tías, primas y sobrinas Rashid se hallaban reunidas en la glorieta, disfrutando de la fresca temperatura y de las delicias culinarias de Umma mientras la propia Amira supervisaba la recolección del romero recién florecido, cuyas delicadas flores azules y hojas verde-grises iban a parar a dos cestos distintos sostenidos por dos de sus bisnietas; la hija mediana de Nala, una niña de trece años que no tenía la menor afición a las hierbas ni a las artes curativas, y la hija de diez años de Basima, que sí la tenía. De la misma manera que la madre de Alí Rashid le había transmitido a Amira los antiguos conocimientos curativos que ella había aprendido a su vez de su madre, Amira había procurado, a lo largo de los años, transmitir todos aquellos secretos a las mujeres Rashid. Algunas de las recetas de sus remedios eran tan antiguas que se decía que las había inventado la Madre Eva en los albores de la humanidad.
—¿Sabíais —les dijo Amira a las niñas— que la planta del romero no crece más allá de ciento ochenta centímetros en treinta y tres años para no ser más alta que el profeta Jesús?
—¿Y para qué se usa, Umma? —preguntó la niña de diez años.
Amira pensó con nostalgia: «Yasmina también tenía esta sed de conocimientos y siempre preguntaba para qué dolencia servían las distintas hierbas. Yasmina, a quien siempre lloro cuando me acuerdo de nuestros queridos difuntos».
—Las flores nos dan un linimento y con las hojas hacemos una infusión para las indigestiones.
Contempló el plomizo cielo de febrero y se preguntó si llovería. Le pareció recordar que antaño no llovía tanto. Alguien había dicho en la televisión que ya empezaban a dejarse sentir los inesperados efectos de la presa de Asuán, terminada en 1971, y que uno de ellos era el mayor índice de precipitaciones del valle del Nilo causado por la evaporación del inmenso lago Nasser que había detrás de la presa. Ahora llovía donde antes no llovía jamás; las pinturas de los antiguos sepulcros estaban siendo atacadas por la humedad y los hongos; los charcos de agua estancada que había a lo largo del Nilo y que en otros tiempos desaparecían durante la estación de las crecidas, ahora eran permanentes y provocaban enfermedades. No sólo estaban cambiando los tiempos sino también el mundo físico, pensó.
Ahora los días pasaban volando. ¿Acaso no fue ayer cuando nació Zeinab y la semana pasada cuando vinieron al mundo Tahia y Omar? La artritis se había apoderado de las manos de Amira y, de vez en cuando, ésta sentía una opresión en el pecho. Pero había entrado en los ochenta años con donaire. Gracias a los cuidados que había prodigado a su cuerpo, utilizando antiguos secretos de belleza, poseía un cutis y un porte extremadamente juveniles. Pero se notaba el alma cansada. ¿Cuántas páginas le quedarían en el gran libro de Alá?
En los últimos tiempos había recuperado nuevos recuerdos y sus sueños eran cada vez más frecuentes. Tenía la sensación de estar nadando en una especie de gran círculo cósmico como si, cuanto más se acercara al final de su vida, tanto más cerca estuviera de su principio. Ahora veía los detalles de aquella caravana de tantos años atrás: las multicolores borlas de los arreos de los camellos; las sólidas tiendas levantándose hacia las estrellas; unos hombres cantando alrededor de una hoguera de campamento: «Ya, rayo de luna, derrámate sobre mi almohada y caliéntame el cuerpo…».
A la visión del alminar cuadrado se añadía ahora el recuerdo de una dulce fragancia celestial. ¿Se encontraba tal vez en un cenador cuando contemplaba aquella humilde torre? ¿O aspiraba quizá el perfume de alguien? ¿Cuándo lo averiguaría? Durante años había pensado: «Este año viajaré a Arabia». Pero el tiempo se le había escapado a través de los dedos como la arena. Siempre había dicho: «Mañana iré», pero ahora los mañanas ya eran menos que los ayeres.
—El romero es bueno para los calambres —dijo Camelia, sacando una delicada florecita azul de uno de los cestos.
Estaba sentada en la glorieta con su hijo de seis años Najib, un chiquillo muy guapo que había heredado los ojos color ámbar de su madre y la tendencia a la gordura de su padre. Aunque el niño ostentaba el tatuaje de una cruz copta en la muñeca, Camelia y Yacob le estaban educando simultáneamente en las religiones cristiana y musulmana. Debido a su profesión de danzarina, Camelia no había querido tener más hijos después de Najib, pero Yacob estaba muy contento con el niño y con su hija adoptada Zeinab. Sus temores de un futuro turbulento no se habían hecho realidad. A pesar de que seguían produciéndose brotes de violencia entre los musulmanes y los coptos, Camelia y su marido disfrutaban de una nueva prosperidad, la circulación del periódico estaba aumentando, el prestigio de Yacob como periodista era cada vez mayor y Camelia se había convertido en la mejor danzarina de Egipto. Sus admiradores no la habían abandonado por el hecho de haberse casado con un cristiano. «Ma’alesh —decía todo el mundo—. No importa. Es voluntad de Alá que estéis juntos».
Camelia echó un vistazo a las exquisiteces que acababan de servir las criadas, pero no tomó nada. Había empezado la Cuaresma y, a partir de aquel momento hasta Pascua, a los cristianos coptos les estaba vedado comer cualquier cosa que tuviera alma. De hecho, se limitaban a comer alubias, verduras y ensaladas, pues el queso procedía de la vaca, y los huevos, de las gallinas. Pero a ella le daba igual. Su vida se había enriquecido al casarse con Yacob, el cual la había atraído al místico y hermoso mundo de un pueblo asentado en Egipto desde antes de los tiempos de Mahoma. Los coptos, seguidores del evangelista san Marcos, tenían una historia cuajada de leyendas y milagros; el propio Yacob se llamaba así en honor del primer hombre a quien el Niño Jesús había sanado durante la huida a Egipto de la Sagrada Familia.
Camelia contempló a Zeinab sentada bajo una cascada de glicinas con una primita en su regazo. A los veinte años, Zeinab era una muchacha encantadora. Sólo el aparato ortopédico de la pierna empañaba la belleza de su rostro y su cautivadora sonrisa. Y además, pensó Camelia, qué bien se estaba portando con su hermanito Najib. Desde que naciera el niño, Zeinab había sido como una madre para él. ¿No podría haber en algún lugar de Egipto un hombre que quisiera casarse con Zeinab, un hombre que no se fijara en su defecto físico y viera sólo el corazón rebosante de amor que había debajo?
Algunas veces, cuando Zeinab se reía o agitaba sus bucles castaños claro, Camelia veía fugazmente la imagen de Hassan al-Sabir y recordaba los orígenes de la joven. Entonces experimentaba una punzada de su antigua desazón, temiendo que Yasmina apareciera un día de repente y le dijera a Zeinab la verdad, es decir, que era fruto de una unión adúltera, que su padre había sido asesinado y que su madre había sido desterrada. A lo largo de los años no había habido el menor peligro de que el secreto se divulgara entre la familia: los Rashid más jóvenes creían que Camelia era efectivamente la madre de la chica y los mayores ocultaban la verdad. Sin embargo, la aparición de Yasmina hubiera destruido aquella ilusión tan cuidadosamente construida y ella temía que la verdad destrozara a Zeinab.
Siempre dispuesta a rebatir las opiniones de los demás, Nefissa replicó:
—¡El romero! ¡Todo el mundo sabe que el mejor remedio para los calambres es la infusión de manzanilla!
Después contempló sonriendo a la chiquilla que sostenía en sus brazos, su nueva bisnieta, la hija de Asmahan. A sus sesenta y dos años, la curva descendente de su boca había adquirido un carácter tan permanente que, incluso cuando sonreía, sus labios se curvaban hacia abajo en lugar de hacia arriba. La arrogancia también se evidenciaba en sus facciones a través de sus enarcadas cejas cuidadosamente pintadas, pues ahora había alcanzado la venerada condición de bisabuela.
Cuando la niña se echó a llorar, Nefissa se levantó para llevársela a Asmahan, la cual estaba chismorreando con Fadilla. Al bajar los peldaños de la glorieta, vio a través de la verja abierta un automóvil aparcado junto al bordillo…, el Mercedes de su hermana. Inmediatamente sintió curiosidad. ¿Por qué razón Dahiba y su marido permanecían sentados en el interior del vehículo y no salían?
—Iremos a los Estados Unidos —dijo Hakim Rauf en un susurro mientras las lágrimas le bajaban por las mejillas—. Iremos a Francia, a Suiza. Buscaremos los mejores especialistas y el mejor tratamiento. Por el Profeta, amor mío, que, si tú te mueres, yo también me moriré. Eres toda mi vida, Dahiba.
Al verle estallar en sollozos, Dahiba le estrechó en sus brazos diciendo:
—Eres el hombre más maravilloso que jamás ha vivido en este mundo. Yo no podía tener hijos y no te importó. Quería bailar y me lo permitiste. Escribía artículos peligrosos y tú me apoyabas. ¿Cuándo ha creado Alá un hombre más perfecto?
—¡Yo no soy perfecto, Dahiba! ¡No he sido el mejor marido para ti!
Dahiba tomó su rostro entre sus manos.
—El marido de Alifa Rifaat le prohibió escribir y ella escribía sus relatos en secreto encerrada en el cuarto de baño y sólo después de la muerte de su marido los pudo publicar. Tú eres un hombre bueno, Hakim Rauf. Tú me rescataste de la calle Muhammad Alí.
—¿Quieres que entre contigo?
—Prefiero ver a mi madre a solas. Regresaré a casa más tarde.
Dahiba entró en el jardín y le hizo señas a su madre con la mano desde el camino. Amira la miró extrañada. No era propio de su hija ser tan mal educada.
Ya en el interior de la casa, Dahiba le comunicó serenamente la noticia:
—Fui a visitar a Ibrahim porque tenía un problema, Umma. Me ha hecho unos análisis. Y los análisis dicen que tengo cáncer.
—¡En el nombre de Alá el Misericordioso!
—Ibrahim cree que quizá ya es demasiado tarde para atajarlo. Me tendrán que operar, pero él no me ha dado demasiadas esperanzas.
Amira la rodeó con su brazo, murmurando:
—Fátima, hija de mi corazón.
Mientras Dahiba le hablaba de cirugía, quimioterapia y radiaciones, los pensamientos de Amira consideraron otra forma de tratamiento.
El tratamiento de Alá.
Muhammad entró corriendo en la casa, confiando en poder subir al piso de arriba sin que le vieran. Oyó un guirigay de voces en el gran salón donde todas las mujeres estaban hablando a gritos simultáneamente y pensó que debía de haber ocurrido algo, pero le dio igual. Él quería encerrarse en su habitación del ala de la casa reservada a los hombres. Tras haberse pasado dos horas sentado en un cine a oscuras en medio de un público integrado por hombres que no paraban de gritar, el fuego lo devoraba por dentro. ¡Mimí allí en la pantalla, tan hermosa y tan necesitada de que alguien la amara! Una vez en su habitación, se sentó en la cama, fijó la fotografía de la chica al lado de la de su madre y experimentó un sobresalto. Como la fotografía de su madre era muy antigua, ambas mujeres parecían más o menos de la misma edad e incluso tenían una inquietante semejanza física, aunque él jamás hubiera reparado en ello anteriormente. Mientras contemplaba los dos bellos rostros, se preguntó cómo era posible que la belleza fuera tan destructiva. ¿Cómo era posible que aquel encanto provocara tanta desdicha? ¿Acaso su madre no le había hecho desgraciado durante casi toda su vida? Y ahora, ¿acaso aquella segunda belleza rubia no le estaba haciendo igualmente desgraciado?
Las lágrimas le empañaron los ojos hasta que ambas fotografías se confundieron y Muhammad no pudo distinguir entre una y otra.