39

El Land Cruiser Toyota avanzó velozmente por el camino sin asfaltar que discurría paralelo a la acequia, asustando a las cabras y las gallinas y levantando una roja nube de polvo. Las fellahin que se encontraban a la orilla del río colocándose unas altas jarras sobre la cabeza se volvieron al paso del conocido vehículo con el despintado logotipo de la Fundación Treverton apenas visible en las portezuelas. Al ver con cuánta velocidad conducía el nubio Nasr, las mujeres pensaron: «Será una urgencia para el doctor».

En la galería de su pequeña vivienda que daba a los verdes campos y a las azules aguas del Nilo, el doctor Declan Connor oyó el rumor del vehículo acercándose mientras terminaba de aplicar unos puntos de sutura y un vendaje al pie de un hombre que se había hecho un corte con un azadón. Ambos se volvieron mientras el Toyota se acercaba a ellos rugiendo por el camino. Cuando el fellah vio el polvo que levantaba el vehículo de tracción en las cuatro ruedas, exclamó:

—¡Por mis tres dioses, Su Presencia! ¡Éste tiene prisa por llegar cuanto antes al Paraíso!

El Toyota se detuvo en medio de un chirrido de neumáticos y el negro y sudoroso rostro de Nasr asomó entre el polvo que ya se estaba volviendo a posar en el suelo.

—¡Ya llega el avión, saíd! —gritó el nubio, esbozando una sonrisa—. Al hamdu lillah! ¡Ya han llegado finalmente los suministros!

—¡Gracias a Dios! ¡Corre a la pista de aterrizaje! ¡No permitas que nadie ponga las manos en el cargamento!

Nasr aceleró la marcha del motor y el Toyota se alejó velozmente por el camino sin asfaltar.

—Bueno, Muhammad —dijo Connor—, eso ya está. Procura que no se te ensucie el pie.

Entrando en la casa para recoger el sombrero que había colgado de un gancho al lado de un calendario con todos los días marcados, Connor observó que la X de aquel día indicaba que faltaban exactamente once semanas para su despedida de Egipto y del ejercicio de la medicina.

Mientras rodeaba la casa por la parte de atrás donde otro Land Cruiser se encontraba estacionado, el fellah se le acercó cojeando y le preguntó con una sonrisa:

—¿Va a llegar hoy el nuevo ayudante? A lo mejor, esta vez será una bonita enfermera, Su Presencia. Con un trasero muy gordo.

Connor se rió sacudiendo la cabeza.

—Se terminaron las enfermeras, Muhammad —dijo, subiendo al Toyota—. Ya he aprendido la lección. Esta vez me han prometido un médico. Mi sustituto. El hombre que se hará cargo de todo eso cuando yo me vaya.

Jasmine se preguntó si se habría mareado a causa del turbulento vuelo del aparato o si todavía no estaría plenamente restablecida.

El médico de Londres ya le había dicho que todavía era demasiado pronto para viajar, pero, sabiendo que finalmente podría volver a trabajar con el doctor Connor, Jasmine decidió hacer el viaje sin pérdida de tiempo. Se había jurado a sí misma no regresar jamás a Egipto, pero, durante su recuperación en un hospital de Londres tras haber caído enferma en Gaza, un representante de la Fundación la visitó, explicándole que necesitaban a un médico con conocimientos de árabe para trabajar como ayudante del doctor Connor en el Alto Egipto. Y entonces ella se ofreció a ocupar el puesto.

Se le antojaba muy extraño viajar a bordo de aquel bimotor y sobrevolar a baja altura los fértiles campos y las acequias donde los búfalos hacían girar incesantemente las norias con los ojos vendados para que no se marearan; le parecía raro volar en una moderna máquina sobre una tierra antigua e infinita a la vez y tenía la impresión de estar viajando en una alfombra mágica sobre las minúsculas aldeas con sus pequeñas cúpulas y sus alminares… sin formar parte de nada de todo aquello. Al llegar al aeropuerto internacional de El Cairo, pensó que iba a experimentar una especie de sacudida psicológica o tal vez una recaída mental en la furia y la depresión. Y, cuando puso los pies en la pista y aspiró la primera bocanada de aire egipcio después de veintiún años de ausencia, se preparó para recibir un impresionante golpe espiritual.

Pero no sucedió nada. Corrió con los demás pasajeros hacia el control de aduanas y la cinta de los equipajes como si se encontrara en cualquier aeropuerto del mundo y se dispusiera a enlazar con otro vuelo. Aun así, se sintió ligeramente aturdida, como si se encontrara en la cama y estuviera soñando cosas raras. Tenía la sensación de que, si se mirara a un espejo, descubriría que era transparente.

Eran los efectos de la medicación, pensó, combinados con los efectos de la enfermedad que ya estaba tocando a su fin, pero todavía influía en su mente. ¿Por qué otra razón hubiera imaginado, dos horas después de despegar del mismo aeropuerto a bordo de aquel pequeño aparato, que era un fantasma flotando sobre El Cairo? Miró hacia abajo y vio el desierto, el verdor de la vegetación y después, a lo lejos, la ciudad en la que había nacido y había muerto tras recibir una maldición. Y se le ocurrió pensar que había dado un largo rodeo para regresar finalmente allí y encontrarse en las nubes en compañía de los pájaros y los ángeles y los fantasmas de los muertos.

¿He regresado?, se preguntó mientras percibía la súbita vibración del bimotor De Havilland. ¿De veras he vuelto? ¿O no es más que una alucinación provocada por la enfermedad? En Londres, entre el ardor de la fiebre, había imaginado que se encontraba de nuevo en la sala de autopsias de la facultad de Medicina disecando por una extraña razón el cadáver de Greg.

Era un día de febrero más bien fresco, pero ella tenía calor. Tomando el periódico que había comprado en el aeropuerto y cuyo titular de primera plana decía: LLEGA EL NUEVO EMBAJADOR DE LA ADMINISTRACIÓN BUSH, Jasmine empezó a abanicarse. Previamente había echado un vistazo a sus páginas, leyendo los editoriales, las críticas de las películas y una novedad: los anuncios por palabras de mujeres solteras que buscaban pareja para casarse. Los anuncios especificaban los datos acostumbrados, es decir, la edad, la educación y la familia, pero incluían también una sutil discriminación relativa al color, pues las mujeres se describían a sí mismas en orden decreciente de calidad desde el color blanco y «trigueño» hasta el aceitunado y, finalmente, el negro. En la primera plana se publicaba un reportaje sobre un joven que había viajado al extranjero con una beca de estudios y que, al regresar a casa, había descubierto un frasco de medicamento en el dormitorio de su hermana soltera. Al decirle un farmacéutico que aquello era un abortivo, el joven había matado a su hermana. La autopsia había revelado que la muchacha no sólo no estaba embarazada sino que seguía siendo virgen. Después se supo que la víctima tenía algunos problemas menstruales y que el farmacéutico de su barrio le había facilitado aquel «remedio». El defensor había afirmado en el juicio por asesinato que su cliente era inocente, alegando que el móvil había sido la defensa del honor de la familia, razón por la cual el joven había sido absuelto del delito que se le imputaba.

Jasmine apartó a un lado el periódico y contempló el panorama que se divisaba a través de la ventanilla…, el gran océano amarillo del desierto, dividido en dos por la brillante franja verde del valle del Nilo. La línea divisoria entre el desierto y la vegetación era tan nítida que, desde el aire, daba la impresión de que una persona hubiera podido permanecer con un pie en la tupida hierba y otro en la arena. Jasmine se vio a sí misma de la misma manera, dividida en dos y deseando por un lado regresar a Egipto y, por otro, temiendo hacerlo. Había tenido que hacer un enorme esfuerzo para distanciarse de su cruel pasado y de sus insoportables recuerdos. ¿El hecho de encontrarse de nuevo allí volvería a abrir las viejas heridas?

Sin embargo, no quería pensar en su familia de El Cairo ni en Hassan al-Sabir, el culpable de su exilio. Sólo quería pensar en Declan Connor. Habían transcurrido casi quince años desde que ambos terminaran la traducción del manual sanitario, y ahora volverían a trabajar juntos.

El piloto dijo algo sobre el trasfondo del rugido de los motores y, cuando el aparato empezó a perder altura, Jasmine vio unas cremosas dunas de arena, unas formaciones rocosas, un amasijo de ruinas que tal vez pertenecieran a una antigua necrópolis, un primitivo camino abierto en el desierto y, finalmente, un cobertizo, una manga eólica y una pista de aterrizaje.

Después vio dos vehículos que, acercándose en medio de una nube de arena y brincando sobre el áspero camino, se detenían al final de la pista donde no había más que un cobertizo de radiocomunicaciones y un letrero despintado que decía AL-TAFLA en árabe y en inglés. A continuación, los conductores de los Toyota descendieron de los vehículos y corrieron hacia el aparato, sujetándose los sombreros con las manos mientras el avión se iba aproximando a ellos. Vestían prendas de color caqui y llevaban sombreros de ala ancha. Un negro nubio y un inglés con la cara requemada por el sol. ¡Connor! El corazón de Jasmine empezó a galopar.

Cuando el aparato se detuvo, ambos hombres se acercaron corriendo y un fellah vestido con una galabeya salió del cobertizo de comunicaciones y llamó por señas a unos beduinos vestidos de negro que estaban sentados con sus camellos a la sombra de una enorme roca.

Al hamdu lillah! —le gritó Connor al piloto, el cual agitó la mano a través de la ventanilla abierta de la cabina—. Salaamat!

Salaamat! —contestó el hombre.

Como Nasr, el piloto trabajaba para la Fundación Treverton, volando con su aparato hasta remotas zonas desérticas o hasta las más alejadas regiones del Alto Nilo siempre que se necesitaban suministro médico o personal.

Mientras el nubio abría la escotilla posterior de carga, Connor ayudó al fellah a calzar las ruedas y sujetar el aparato. Después se dirigió a la portezuela del pasaje, rezando para que su sustituto se encontrara a bordo. Al ver salir a una mujer vestida con camiseta y pantalones vaqueros y con el largo cabello rubio recogido en una sedosa cola de caballo, frunció el ceño. De pronto, abrió enormemente los ojos con expresión de sorpresa.

—¿Jasmine?

—Hola, doctor Connor —dijo ella, saltando al suelo—. No sabe cuánto me alegro de volver a verle.

—Dios mío —exclamó Connor, estrechando su mano—. ¡Jasmine Van Kerk! ¿Qué demonios está usted haciendo aquí?

—¿No le dijo la oficina de Londres que yo iba a venir?

—Me temo que las comunicaciones en esta apartada región del Nilo no son muy de fiar. ¡Supongo que recibiré la noticia de su llegada dentro de una o dos semanas! ¡Eso es fantástico! ¿Cuánto tiempo llevábamos sin vemos?

—Seis años y medio. Nos vimos por última vez en Nevada, en el emplazamiento de pruebas, ¿no lo recuerda?

—¿Cómo hubiera podido olvidarlo? —dijo Connor, sosteniendo un instante su mano en la suya. Después añadió—: Bueno pues, será mejor que procedamos al traslado del cargamento. Espero que hayan enviado las vacunas antipolio que les pedí.

Mientras Connor se adelantaba para ayudar a Nasr a cargar en uno de los Toyota las cajas de aluminio con la etiqueta de la Organización Mundial de la Salud, Jasmine se volvió hacia el este en dirección al Nilo, cerró los ojos y percibió la sensación del aire fresco en el rostro. Se encuentran a ochocientos kilómetros de distancia, pensó. Están en la lejana El Cairo; no pueden hacerme daño.

Al final, Connor regresó y le preguntó:

—¿Ése es todo su equipaje?

—Sí, sólo esta maleta.

Connor la colocó en la parte posterior del segundo Toyota y dijo:

—Será mejor que regresemos. Tenemos que colocar estas vacunas en el frigorífico.

Jasmine tuvo que agarrarse al salpicadero cuando Connor pisó el acelerador y el vehículo de tracción en las cuatro ruedas derrapó en la arena y se alejó velozmente de la pista de aterrizaje. Al llegar a un camino muy mal asfaltado que discurría entre las dunas de arena, Connor dijo:

—O sea que ha regresado finalmente a Egipto. Si no recuerdo mal, la idea no le hacía demasiada gracia. Su familia se habrá alegrado mucho de verla.

—No saben que estoy aquí. No me detuve en El Cairo.

—Ah, ¿no? La última vez que la vi se dirigía usted al Líbano. ¿Qué tal fue aquello?

—Decepcionante. Después me destinaron a los campos de refugiados de Gaza y todavía fue peor. Al parecer, el mundo se ha olvidado de los palestinos.

—Al mundo le importan un bledo muchas cosas.

Jasmine miró a Connor sorprendida. Aunque todavía conservaba el acento británico y hablaba con la misma vehemencia de siempre, se advertía en su voz un insólito filo cortante. Físicamente, Connor también había cambiado, pensó Jasmine contemplando su perfil sobre el telón de fondo del amarillo desierto sin árboles. Daba la impresión de que por él hubieran pasado más de siete años desde la última vez que ella le había visto. Como si, durante aquel tiempo, la vida le hubiera tratado con mucha dureza. Connor siempre había sido alto y delgado, pero ahora su delgadez era más acusada y tanto los pómulos como la mandíbula estaban más perfilados que antes. Seguía conservando la intensidad, la energía y la contagiosa vitalidad de antaño. Pero ahora se percibía por debajo de ellas una corriente subterránea de cólera.

—No sabe lo que me alegro de volver a verla, Jasmine. Y de que haya decidido venir aquí. He tenido muchos quebraderos de cabeza con el personal. Londres me sigue enviando mujeres solteras y yo siempre acabo enviándolas de nuevo a casa. No es que causen problemas, usted ya me entiende, pero bueno, ya sabe cómo son las fellahin. Las mujeres libres siempre son una fuente de dificultades.

—¿Y los hombres? —preguntó Jasmine sin saber si Connor hablaba realmente en serio o si eran sólo figuraciones suyas.

Observó también que Connor sujetaba con fuerza el volante como si quisiera domesticarlo.

—He tenido dos colaboradores varones —añadió Connor, entornando los ojos para protegerlos de la brillante luz del parabrisas con expresión casi de rabia—. El primero fue un estudiante de medicina egipcio que estaba haciendo las prácticas que exige el gobierno. Se pasó un mes tratando con desprecio a los fellahin y después se fue repentinamente, alegando falsos motivos de salud. El segundo era un entusiasta voluntario norteamericano que vino con la esperanza de convertir a los fellahin al cristianismo y yo le tuve que enviar a casa al cabo de una semana. —Connor sacudió la cabeza—. La verdad es que no se lo reprocho. No es fácil tratar con los fellahin. Son como niños y hay que vigilarlos. A veces, creen que tomar un medicamento de golpe es mejor que tomarlo espaciado. Y que, si una vacuna es buena, cinco tienen que ser cinco veces más eficaces. —Enfilando con el Toyota un camino sin asfaltar que bordeaba el límite de la vegetación, Connor añadió—: El año pasado un fellah regresó de La Meca con agua sagrada y la echó en el pozo de la aldea, confiando en que fuera una bendición para todo el mundo. Resultó que el agua estaba infectada con el bacilo del cólera y estuvimos a punto de sufrir una epidemia regional, por lo que hubo que actuar con rapidez y vacunar a todos los habitantes de la zona. Lo malo es que a esta gente le aterran las inyecciones y hacen cualquier cosa por evitarlas. Un desgraciado que no le tenía miedo a la aguja vio en ello un medio fácil de ganar dinero. A cambio de una tarifa, ocupaba el lugar de otros hombres en la cola de la clínica móvil. Le administramos veinte vacunas del cólera antes de darnos cuenta, pero para entonces él ya había muerto.

Jasmine bajó la luna de su ventanilla y percibió en las mejillas el fresco y seco aire del desierto. Respiró hondo para aclararse la cabeza. Todo aquello le parecía demasiado…, encontrarse de nuevo en Egipto y volver a estar con Connor.

—En tal caso, me alegraré de poder ayudarle —dijo.

—No ha venido usted aquí para ser simplemente mi ayudante, Jasmine. Es usted mi sustituta.

—¿Su sustituta?

—Pero ¿es que no se lo han dicho? Va usted a ocupar mi lugar cuando yo me vaya.

—No, no me lo han dicho. ¿Cuándo se va?

—Lo siento, pensé que ya lo sabía. Me voy dentro de once semanas. La Knight Pharmaceuticals de Escocia me ha ofrecido el puesto de director de su subdivisión de Medicina Tropical.

—¡Escocia! ¿Será un trabajo de investigación y desarrollo?

—Puramente administrativo. Un trabajo burocrático de nueve a cinco. Se acabaron los pacientes y los hospitales de campaña donde hay que colocar a dos personas en una misma cama. Le seré sincero, Jasmine, estoy harto de intentar ayudar a personas que no quieren ayudarse a sí mismas. También estoy cansado del sol y de las palmeras. Casi todo el mundo sueña con retirarse a vivir en los trópicos. Yo, en cambio, me voy a un lugar donde siempre llueve y abunda la niebla.

Jasmine le miró fijamente.

—¿Y su esposa? ¿Qué hará ella?

Connor asió con fuerza el volante mientras circulaba velozmente por la carretera del desierto.

—Sybil murió hace tres años en Tanzania.

—Oh, cuánto lo siento.

Jasmine volvió el rostro hacia la ventanilla y cerró los ojos, aspirando el vigorizante aire que ya estaba empezando a transportar las húmedas fragancias del barro, la hierba y el río. Declan estaba enojado; se le notaba en los nudillos y en el tono de su voz. Pero enojado, ¿por qué y contra quién?

Dejaron atrás el desierto y empezaron a circular entre campos de trigo y alfalfa invernales, vigilados por unos andrajosos espantapájaros y unos fellahin que, inclinados sobre los azadones y con las galabeyas recogidas hacia arriba, interrumpieron su labor para saludar alegremente con la mano el paso del vehículo.

—¿Cómo está su hijo David? —preguntó Jasmine.

—Ahora tiene diecinueve años y estudia en un colegio universitario de Inglaterra. Un chico muy inteligente. Me asombra que haya salido tan bien con la educación tan rara que ha tenido. Pero tengo intención de compensarle. En cuanto me instale en mi nuevo trabajo, me lo llevaré a casa y saldremos juntos a pescar truchas.

—Habla usted como si quisiera dejar por entero la Fundación.

—En efecto. Quiero dejarlo todo. Se acabaron las visitas domiciliarias.

Mientras el vehículo brincaba sobre la carretera entre campos de altas cañas de azúcar, pasaron junto a un viejo montado a mujeriegas en un asno al que arreaba con un bastón. El anciano levantó la mano a modo de saludo y preguntó en árabe:

—¿Es su nueva novia, señoría? ¿Cuándo será la noche de bodas?

A lo cual Connor contestó:

—¡Bokra fil mishmish, Abu Aziz! El viejo se echó a reír.

Bokra fil mishmish —musitó Jasmine, pensando en Zacarías, que por primera vez la había llamado mishmish, mientras se preguntaba qué habría sido de él. En la única carta que le había escrito, Amira le decía que Zacarías se había ido en busca de Sahra, la cocinera. ¿Por qué? ¿Qué tenía él que ver con ella?

Declan dijo casi hablando para sus adentros:

—Mañana, cuando florezcan los albaricoqueros. Una bonita manera de decir: «No te metas en lo que no te importa».

Jasmine observó la tensión de su cuello y su mandíbula. Hubiera querido preguntarle cómo había muerto Sybil.

—Parece que su árabe ha mejorado mucho, doctor Connor.

—Me he dado mucha maña. Recuerdo cómo se burlaba usted de mi acento cuando traducíamos el manual.

—Confío en que no se ofendiera.

—¡En absoluto! Me gusta su forma de reírse. —Connor la miró brevemente, pero en seguida apartó los ojos—. Mi acento era realmente atroz. Pese a ello, siempre se me dio mejor hablar el árabe que leerlo o escribirlo. El hecho de haber nacido en Kenia y haberme criado hablando el suajili, idioma fuertemente influido por el árabe, siempre fue una ventaja. Es un idioma muy hermoso. ¿No dijo usted una vez que el árabe sonaba como el agua que fluye sobre las rocas?

—Sí, es cierto. Pero era simplemente una cita de otra persona. ¿O sea que sigue usted recitando los nombres de los músculos cuando reza la acción de gracias?

Connor se rió y a Jasmine le pareció que se relajaba un poco y volvía a ser en parte el mismo de antes.

—Conque se acuerda de eso, ¿eh? —dijo.

«Me acuerdo de muchas cosas de aquellos meses que pasamos haciendo la traducción», hubiera querido contestar Jasmine. «Y me acuerdo especialmente de nuestra última noche juntos, cuando estuvimos a punto de besarnos».

Llegaron a las afueras de la aldea donde unas achaparradas edificaciones de adobe miraban a las vías del tren. Muchas de las viviendas tenían las puertas pintadas de azul o unas huellas de manos aplicadas con pintura azul, el símbolo de la buena suerte de Fátima, la hija del Profeta. Algunas fachadas mostraban dibujos de barcos, aviones y automóviles para indicar que el afortunado ocupante había realizado la peregrinación a La Meca y casi todas las casas estaban adornadas con el nombre de «Alá» escrito en complicados caracteres para alejar a los yinns y evitar el mal de ojo. Mientras pasaban por delante de mujeres de pie en las puertas de sus casas y de ancianos sentados en los bancos para ver pasar el tiempo, aspirando los conocidos aromas de las alubias fritas con aceite, el pan cocido en los hornos y las boñigas puestas a secar en los tejados, Jasmine sintió que sus veintiún años de ausencia empezaban a caer poco a poco como los pétalos de una flor. Centímetro a centímetro, Egipto le estaba volviendo a penetrar en los huesos, la sangre y los músculos. ¿Qué iba a ocurrir, se preguntó, cuando llegara al corazón?

Tras despedirse de Nasr, que se estaba alejando en otra dirección, Connor se dirigió con el Land Cruiser hacia el extremo sur de la aldea donde un camino de tierra más ancho permitía el paso de carros tirados por asnos y camellos cargados con cañas de azúcar.

—Primero quiero enseñarle la residencia de la Fundación.

Pasaron por delante de un cartel que decía: CADA VEINTE SEGUNDOS NACE UN NIÑO. Lo había colocado la Asociación de Planificación Familiar de El Cairo.

—Aquí está nuestro mayor problema. El crecimiento demográfico. Mientras la gente siga teniendo tantos hijos, jamás podremos derrotar la pobreza y la enfermedad. Y es un problema de alcance mundial, doctora, no un simple fenómeno del Tercer Mundo, donde la gente se reproduce sin el menor sentido de la responsabilidad. Un desarrollo equilibrado de la población significa una familia reducida, con un hombre, una mujer y dos hijos. ¿Para qué más? ¿Cómo se puede salvaguardar el futuro del planeta si las familias tienen más de dos hijos? —Connor señaló con la mano el cartel—. Eso no sirve de nada, por supuesto. La radio y la televisión pasan anuncios sobre el control de la natalidad cada media hora, pero la propaganda del gobierno no resulta demasiado eficaz, especialmente aquí, en el Alto Egipto, donde se producen niños con más rapidez de la que empleamos nosotros para vacunarlos. El año pasado, las clínicas de planificación familiar de todo Egipto repartieron cuatro millones de preservativos para controlar la natalidad, pero la gente acabó vendiéndolos como si fueran globos para los niños, puesto que un preservativo cuesta sólo cinco piastras, ¡mientras que un globo cuesta treinta!

Connor descendió por una callejuela lo bastante ancha como para permitir el paso de un asno con sus alforjas y salió a un espacio abierto donde Jasmine vio ante sus ojos la vasta extensión del Nilo bajo el anaranjado esplendor del ocaso. Mientras detenía el Land Cruiser delante de una pequeña casa de piedra rodeada de plátanos, Connor dijo:

—Allí detrás está la clínica donde usted trabajará. Cuando yo me vaya, se trasladará usted a vivir a esta casa que es propiedad de la Fundación. Hay tres habitaciones, electricidad y una criada. —Hizo una momentánea pausa para mirar a Jasmine—. Me ha encantado volver a verla, Jasmine —añadió en tono más pausado—. Sólo lamento que no dispongamos de más tiempo para estar juntos antes de que yo me vaya. En fin —añadió, extendiendo el brazo hacia atrás para tomar la maleta de Jasmine—. La acompañaré a la clínica. Tenemos que dejar el vehículo aquí.

Mientras atravesaban la aldea, el sol poniente pareció inundar el día de mil tonalidades distintas y Jasmine contempló con deleite las fachadas pintadas de brillantes colores turquesa, amarillo limón y melocotón que alegraban la vista después del interminable color beige de las sencillas viviendas de adobe. Cuando llegaron a la clínica, escondida entre una minúscula mezquita encalada y una barbería, el sol ya se había ocultado tras las rojas colinas del otro lado del Nilo y en la calle se estaba congregando una muchedumbre, integrada sobre todo, según Jasmine pudo observar, por hombres, niños y ancianas. Jasmine sabía que las muchachas y las esposas jóvenes estaban encerradas en sus casas. Se habían colocado bancos y tiras de bombillas de colores, de las cuales colgaban lienzos de saludo escritos tanto en árabe como en inglés: BIENVENIDA LA NUEVA DOCTORA, AHLAN WAH SAHLAN (bancos instalados por cortesía del Café de Walid). Jasmine vio también unas grandes ollas de humeantes alubias, bandejas de hortalizas frescas y fruta, pirámides de hogazas de pan y enormes recipientes de cobre cuyo contenido Jasmine sabía que era de regaliz y zumo de tamarindo.

—Han organizado una recepción en su honor —dijo Connor mientras ambos se abrían paso entre la gente que miraba respetuosamente a la recién llegada. Al ver a las mujeres envueltas en las negras melayas y con los niños pegados a sus piernas y a los hombres vestidos con galabeyas y casquetes, Jasmine experimentó finalmente la sacudida que esperaba sentir en el aeropuerto de El Cairo. De pronto, se encontró de nuevo en El Cairo, recorriendo las viejas calles con Tahia, Zakki y Camelia, riéndose con ellos, comiendo bocadillos de shwarma y pensando que el futuro era una cosa que sólo les ocurría a los demás. Por un instante, se sintió aturdida y se comprimió la nuca con la mano.

Los habitantes de la aldea se apartaron tímidamente a su paso y la miraron sonriendo, aunque ella advirtió una cierta perplejidad en sus ojos. Un fellah con cuerpo de toro, vestido con una limpia galabeya de color azul, dio un paso al frente y les gritó a todos que se callaran.

—Bienvenida a Egipto, sayyida —dijo en inglés, volviéndose hacia la nueva doctora—. Bienvenida a nuestra humilde aldea que usted hace resplandecer con su honor. La paz y las bendiciones de Alá sean con usted.

Jasmine vio en sus ojos una expresión de desconcierto y oyó los murmullos de los aldeanos: ¿Qué es eso? ¿Al saíd lo va a sustituir una mujer? ¡Pero mira qué joven es! ¿Dónde estará su marido?

—Gracias, me siento muy honrada de estar aquí —contestó Jasmine. Todos la miraron con actitud expectante en medio de un silencio roto tan sólo por el rumor de los lienzos de bienvenida agitados por el viento. Jasmine contempló los rostros que la rodeaban y adivinó las preguntas que los aldeanos no se atrevían a hacerle. Buscando alguna manera de romper el recelo inicial, se volvió hacia una mujer que sostenía en brazos a una niña junto a la puerta de la clínica. Estaba claro que no era su madre, tratándose de una anciana cuyo cabello gris asomaba por debajo del negro velo. Al ver que Jasmine miraba a la chiquilla, la mujer la estrechó con fuerza contra sí y la cubrió con la melaya. Jasmine esbozó una sonrisa y le preguntó en árabe:

—¿Es tu nieta, Umma? Haces bien en esconderla porque es muy feúcha, la pobrecilla.

La mujer contuvo la respiración y los demás emitieron un jadeo de asombro.

—Me ha caído encima la desgracia de unos nietos muy feos, sayyida. Es la voluntad de Alá —contestó la anciana con un destello de respeto en los ojos.

—Tienes toda mi comprensión, Umma. —Después, Jasmine se volvió hacia Jalid, el portavoz de cuerpo de toro, y le dijo—: Con todo el debido respeto y honor, Jalid, te he oído decir que soy joven. ¿Cuántos años crees que tengo?

—¡Por mis tres dioses, sayyida! ¡Eres joven, muy joven! ¡Más joven que la menor de mis hijas!

—Jalid, cumpliré cuarenta y dos años cuando empiecen a soplar los jamsins.

Un murmullo se propagó entre la muchedumbre mientras Declan decía:

—Acompañaré a la doctora Van Kerk al interior de la clínica, Jalid. Ha tenido un viaje muy largo.

Jasmine le siguió a una pequeña sala de recepción con las paredes recién pintadas de blanco, apenas amueblada con un frigorífico Ideal, reliquia de los tiempos de Nasser, cuyo lema era «Compremos productos egipcios», un mapa del Oriente Próximo fechado en 1986 con el área de Israel indicada como «territorio palestino ocupado» y unos cuantos textos de medicina, entre ellos Cuando usted es el médico. El gigantesco nubio estaba guardando las últimas vacunas en el frigorífico. Al enderezar la espalda, pareció llenar con su figura todo el reducido espacio de la estancia.

—Bienvenida, doctora —dijo en un suave susurro—. Ahlan wah sahlan.

—Éste es Nasr —dijo Connor—. Nuestro chofer y mecánico. Jalid, el fellah de la galabeya azul, también forma parte del equipo. Jalid estudió en la escuela y habla inglés; por consiguiente, es nuestro intermediario cuando visitamos las aldeas. Es nuestro embajador y nos allana el camino, por así decirlo.

Nasr se inclinó tímidamente antes de retirarse.

—Su vivienda está por aquí —añadió Declan—. Me temo que no es de lujo precisamente.

—Esto es un palacio comparado con… —dijo Jasmine, tambaleándose sin poder terminar la frase.

—¿Qué ocurre? —preguntó Connor, tomándola del brazo—. ¿Se encuentra mal?

—No es nada. Contraje la malaria en Gaza. Me he sometido a tratamiento en un hospital de Londres.

—Se fue de allí demasiado pronto.

—Tenía prisa por venir aquí, doctor Connor. Él la miró sonriendo.

—¿No cree que ya sería hora de que me llamara Declan?

Jasmine sintió su mano en su brazo; estaba tan cerca que le podía ver una pequeña cicatriz por encima de una ceja y se preguntó cómo se la habría hecho.

—No se preocupe… Declan —dijo Jasmine.

La sensación de su nombre en la lengua le supo a ella a gloria.

Los ojos de Connor se clavaron en los suyos durante una décima de segundo. Después, éste se dirigió a la puerta diciendo:

—Los habitantes de la aldea están esperando para darle la bienvenida.

—Dígales, por favor, que salgo en seguida.

Tras cerrar Connor la puerta a su espalda, Jasmine permaneció de pie en la penumbra, pensando: «Ha cambiado». Pero ¿cómo? ¿Y por qué? La última carta que había recibido de él cuatro años atrás se la había escrito el Connor de siempre… divertido, ambicioso, idealista. Pero algo había ocurrido desde entonces. Se intuía una amargura en su forma de hablar; sus palabras rezumaban un pesimismo que ella jamás hubiera imaginado en Declan Connor. ¿Tendría ello algo que ver con la muerte de su esposa?, se preguntó. ¿Cómo habría muerto Sybil?

Miró a su alrededor en la pequeña clínica y empezó a hacer planes para colocar más sillas, un biombo plegable y tal vez algunas plantas. De pronto, pensó en su padre y se extrañó. A pesar de los años que llevaba trabajando para la Fundación Treverton en distintas clínicas, hospitales y ambulatorios ubicados en remotas zonas del mundo, casi todas ellas con escasez de personal y de equipos médicos, aquélla era la primera vez que pensaba en su padre. Se preguntó ahora si éste seguiría ejerciendo la medicina y tendría todavía su consultorio en la acera de enfrente del cine Roxy. Y más si cabe le extrañó su repentino deseo de que él estuviera a su lado en aquella pequeña estancia y ella pudiera pedirle consejo sobre la manera de sacar el mejor provecho posible de lo que allí había.

¿Por qué pienso ahora en él?, se preguntó.

Pero en seguida supo la razón: «Porque he regresado a Egipto y estoy en casa».

Jasmine se dirigió al dormitorio y abrió la maleta. Sobre la ropa había dos cartas que tenía intención de contestar en cuanto estuviera instalada. La primera era de Greg, el cual se había ido a vivir a Australia Occidental con su madre, viuda desde hacía poco tiempo. Le había escrito para decirle que seguía pensando en ella. La segunda era de Rachel e incluía una fotografía de sus dos hijas pequeñas.

A través de la ventana abierta, Jasmine oyó a los habitantes de la aldea hablando con Declan Connor.

—Respetamos a la nueva doctora, Su Presencia, pero una mujer de cuarenta y tantos años sin marido y sin hijos, ¿para qué sirve? Debe de tener algún fallo.

Después, Jasmine reconoció la voz de Jalid, el representante del equipo de colaboradores.

—Esa mujer con pantalones vaqueros, ¡por mis tres dioses, saíd! Por su culpa los chicos no querrán ir a trabajar a los campos y las mujeres se pondrán celosas. Eso está muy mal, saíd.

Declan trató de tranquilizarlos, diciéndoles que la doctora Van Kerk era una médica experta y los atendería muy bien. Sin embargo, ellos estaban preocupados por la condición moral de Jasmine y temían que influyera en la ordenada vida de la aldea. Los pocos que, como Jalid, tenían televisor y vídeo lo sabían todo sobre las mujeres norteamericanas. Exceptuando las que aparecían en «La casa de la pradera», todas eran descaradas y no se podía uno fiar de ellas.

Sin embargo, cuando Jasmine salió momentos después, todos enmudecieron de golpe y se la quedaron mirando boquiabiertos de asombro.

Había cambiado los pantalones vaqueros azules por un caftán, se había ocultado el cabello rubio bajo un pañuelo y sostenía en la mano un ejemplar del Corán y una fotografía.

—Me siento muy honrada por poder vivir aquí con vosotros. Pido a Alá, el único dios —añadió, tocando con la otra mano el Corán mientras los lugareños la miraban sin dar crédito a sus ojos—, que nos conceda a todos salud y prosperidad. Mi nombre es Yasmina Rashid y mi padre era un bajá. Pero me llaman Um Muhammad. Éste es mi hijo —añadió, mostrando la fotografía.

Las exclamaciones de «Bismillah!» y de «¡Por mis tres dioses!» llenaron el aire del anochecer mientras en los ojos de todos se encendía un destello de admiración. ¡Qué hijo tan crecido y tan apuesto, se dijeron unas a otras las mujeres, y ella es hija nada menos que de un bajá!

Una anciana con los blancos ropajes propios de las personas que habían peregrinado a La Meca preguntó:

—Con el debido respeto, Um Muhammad, ¿eso quiere decir que tu marido está en El Cairo?

—He tenido dos maridos y el segundo se divorció de mí cuando perdí al hijo que esperaba. Soy la madre de este hijo y de dos niños que no sobrevivieron.

Allah! —exclamaron las mujeres, musitando condolencias y chasqueando la lengua.

La nueva doctora había conocido todas las tragedias y los dolores que podían afligir a una mujer. Tomándola del brazo, la acompañaron a un sillón de honor cuyo almohadón estaba adornado con borlas; después, sacaron la comida y los hombres prepararon los instrumentos musicales. Sentados a un lado de la callejuela, los hombres encendieron los narguiles y empezaron a contarse chistes mientras las mujeres se arracimaban alrededor de la nueva doctora, instándola a que probara esto y bebiera aquello, comentando sus desgracias y añadiendo que todos los hombres eran unos sinvergüenzas, pues no se podía calificar de otra cosa a un marido que abandona a su mujer porque sus hijos no sobreviven.

Declan contempló la fotografía que los fellahin se estaban pasando unos a otros. El hermoso rostro del joven árabe mostraba una inequívoca expresión de inquietud. Su boca estaba levemente torcida en una mueca de desafío, sus ojos denotaban infelicidad y la frente aparecía fruncida, como si el muchacho estuviera perplejo en el momento en que se disparó la cámara. Sus facciones evidenciaban también un acusado parecido con Jasmine.

Jalid se sentó al lado de Connor y soltó un gruñido diciendo:

—Por mis tres dioses, saíd, la nueva doctora nos ha dado una buena sorpresa.

—Desde luego —convino Declan, contemplando cómo Jasmine conversaba con las mujeres y cómo se formaban en sus mejillas, al sonreír, aquellos hoyuelos que él recordaba de quince años atrás.

Jasmine jamás le había comentado que tuviera un hijo; el joven árabe de la fotografía había constituido una sorpresa para él. Se preguntó qué otras sorpresas le esperaban todavía.