38

Ibrahim entró corriendo en el salón.

—¡Las he encontrado! —gritó—. ¡He encontrado a mi hermana y a mi hija!

—¡Alabada sea la misericordia de Alá! —exclamó Amira.

La miríada de parientes Rashid que ocupaban los divanes y las alfombras del suelo repitieron como un eco su exclamación.

En medio del sofocante calor de septiembre, Ibrahim tuvo que sentarse y enjugarse el sudor de la frente. Las tres semanas que se había pasado buscando el paradero de Dahiba y Camelia habían sido una auténtica pesadilla y le habían hecho recordar los meses que él había pasado en la cárcel casi treinta años atrás. Los demás miembros de la familia también estaban destrozados. Al enterarse de la detención, todos los parientes, incluso los que vivían en lugares tan alejados como Asuán y Port Said, se congregaron en la casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso, donde una vez más, como en otras ocasiones pasadas, ocuparon todos los dormitorios y mantuvieron las cocinas en marcha día y noche. Los tíos y los primos que tenían amistades en El Cairo trataron inmediatamente de averiguar adónde habían sido conducidas Dahiba y Camelia: algunas mujeres también colaboraron… como Sakinna, cuya mejor amiga estaba casada con un alto funcionario del gobierno; Fadilla, cuyo suegro era juez; y Amira, entre cuyas amigas se contaban varias mujeres muy influyentes.

Sin embargo, al cabo de tres semanas de pesquisas, de pagos de sobornos y propinas y de perder horas y horas en las salas de espera para que al final les dijeran bokra, mañana, no habían conseguido obtener la menor información sobre Dahiba y Camelia. Hasta aquel momento.

Mientras Basima le servía a Ibrahim un vaso de limonada fresca, éste explicó:

—Uno de mis pacientes, el señor Ahmed Kamal, que ocupa un alto cargo en el ministerio de Justicia, me presentó a su hermano, cuya esposa tiene a un hermano en el departamento de Prisiones. —Ibrahim apuró rápidamente el vaso de limonada y volvió a enjugarse la frente. Tenía mucho calor y sus sesenta y cuatro años le estaban empezando a pesar—. Dahiba y Camelia fueron conducidas a la cárcel de mujeres de al-Kanatir.

Todos le miraron sobrecogidos de espanto, pues conocían muy bien el impresionante y siniestro edificio amarillo de las afueras de El Cairo que paradójicamente se levantaba entre verdes prados y jardines floridos. Todos conocían los relatos de horror que circulaban a propósito de aquel lugar.

Amira también había oído contar historias y rumores sobre algunas mujeres que se habían pasado varios años encerradas en al-Kanatir sin juicio y sin condena oficial… por el simple hecho de ser «presas políticas». Justamente lo que eran Camelia y Dahiba.

Amira empezó a organizar inmediatamente a la familia. Las mujeres ya habían vendido sus joyas para pagar los sobornos; ahora prepararían cestas de comida y maletas llenas de prendas de vestir y ropa de cama y reunirían dinero para pagar propinas en la cárcel. Amira se movía con enfurecida energía… ¡su hija y su nieta en aquel lugar tan monstruoso!

Mientras Amira ordenaba a los sobrinos y primos que empezaran a redactar cartas de protesta dirigidas al presidente Sadat, Ibrahim se apartó con ella y le dijo:

—Madre, hay otra cosa que los demás no deben saber. Camelia… —Hizo una pausa y miró a su alrededor para asegurarse de que nadie le podía oír—. Madre, mi hija fue detenida en compañía de un hombre.

Amira arqueó las cejas delicadamente pintadas.

—¿Un hombre? ¿Qué clase de hombre?

—El director de un periódico. Bueno, es el propietario del periódico, él mismo escribe los artículos y los imprime. Un pequeño periódico de tendencias radicales. Ha publicado algunos escritos de Camelia y Dahiba.

—¿Escritos? Pero ¿de qué me estás hablando?

—Escribían ensayos y poesía. Ése fue el motivo de las detenciones. Camelia y Dahiba escribían artículos muy polémicos.

—¿Estaba Camelia en la redacción del periódico cuando los detuvieron?

—No —contestó Ibrahim, mordiéndose el labio—. Ambos estaban en el apartamento de Camelia. Solos y ya pasada la medianoche.

Antes de que Amira pudiera decir algo, oyeron la sonora voz de Omar en el salón.

—¿Dónde está el tío? ¡Me he enterado de la noticia a través de mi supervisor, que es amigo de Ahmed Kamal! Bueno pues, ¿vamos a al-Kanatir o qué?

—Ya hablaremos de eso después. No les digas nada a los demás —dijo Amira en voz baja a su hijo.

—¡Las gracias y las bendiciones de Alá sean contigo! —dijo Omar, al ver a su abuela—. ¡No tengas miedo, Umma, sacaremos a nuestra prima y a nuestra tía de esa cochina cárcel! —A sus casi cuarenta años, Omar estaba un poco grueso debido a su notoria afición a la vida nocturna de Damasco, Kuwait y Bagdad. Tras haberse pasado dieciocho años dando órdenes a gritos a los hombres de los campos petrolíferos, había adquirido la costumbre de gritar incluso cuando estaba en casa—. ¿Dónde está mi hijo? Ya es hora de que espabile y haga algo. Quiero que vaya al despacho de Samir Shoukri, el mejor abogado de El Cairo…

El joven de dieciocho años entró vestido con la larga galabeya blanca y el casquete, que se habían convertido en el uniforme característico de los Hermanos Musulmanes, una organización recientemente legalizada por el presidente Sadat.

—¿Qué es este disfraz? —dijo Omar, agarrando a su hijo por el brazo—. ¿Es que pretendes que nos detengan a todos? ¡Por Alá que tu madre y yo debíamos de estar dormidos cuando te engendramos! ¡Vístete como es debido!

Nadie se escandalizó ante aquella muestra de prepotencia y tanto menos Muhammad, el cual se fue a cambiar inmediatamente de ropa. ¿Cómo hubiera podido un hombre ganarse el respeto de su hijo sin enseñarle quién era el amo? Ibrahim recordó las muchas veces que su padre Alí le había abofeteado e insultado.

Mientras todos empezaban a subir a los automóviles para visitar a los funcionarios del gobierno y tratar de negociar la puesta en libertad de sus dos familiares, Ibrahim decidió ir a ver al abogado Shoukri y otros parientes tomaron sus vehículos para desplazarse directamente a la cárcel. Amira se apartó con su hijo en el vestíbulo y le dijo:

—Tráeme los escritos por los cuales mi hija y mi nieta fueron detenidas. Y averigua todo lo que puedas sobre el hombre que fue detenido con Camelia…, su apellido y su familia. Tenemos que evitar que se divulgue esta información y, sobre todo, el hecho de que ambos estuvieran solos en el apartamento de mi nieta cuando los detuvieron. Está en juego el honor de Camelia.

Las habían encerrado con otras seis mujeres en una celda para cuatro. Sólo una de ellas había sido detenida, como Camelia y Dahiba, por motivos políticos; las demás, acusadas de distintos delitos, compartían una historia similar: abandonadas por sus maridos y sin medios para subsistir, se habían visto obligadas a mendigar, robar o vender sus cuerpos. Una era prostituta y había asesinado a su proxeneta, motivo suficiente para que la hubieran ejecutado. Sin embargo, el psiquiatra de la cárcel había apelado al presidente Sadat, consiguiendo que la pena de muerte le fuera conmutada por la de cadena perpetua. La chica se llamaba Ruhiya y tenía apenas dieciocho años.

La noche en que tuvieron lugar las fulminantes redadas políticas, Dahiba y Hakim fueron los primeros en ser detenidos en su apartamento. Aunque irrumpieron inesperadamente en la vivienda y lo registraron todo, confiscando papeles y libros, los agentes les permitieron enviar a Zeinab con Raduan a la calle de las Vírgenes del Paraíso. Dahiba vio por última vez a su marido en la comisaría de policía, donde la arrestaron y le tomaron las huellas dactilares sin ninguna acusación formal. Después se la llevaron en un vehículo mientras Hakim gritaba sus protestas a la indiferente noche. Al amanecer, llegó a la cárcel donde, sin darle la menor explicación, la despojaron de su ropa y sus joyas, le entregaron una áspera túnica de color gris y una manta, y la introdujeron a empujones en la celda que ahora compartía con otras siete mujeres. En los veinte días transcurridos desde entonces, no había recibido la menor noticia del exterior y no había hablado con ningún abogado y ni siquiera con ningún funcionario de la prisión.

Camelia fue conducida allí un poco más tarde aquella misma mañana. La habían separado de Yacob en su apartamento y posteriormente se los habían llevado a los dos en distintos vehículos. Le habían quitado su preciosa galabeya con bordados de oro y le habían entregado a cambio una áspera túnica y una manta. Su único consuelo en las tres angustiosas semanas transcurridas desde entonces había sido el hecho de saber que su hija se encontraba a salvo con su familia.

Pero ¿y Yacob?, se preguntaba incesantemente en sus momentos de vela en aquella celda de piedra en la que sólo había cuatro catres. ¿Se encontraría en una situación similar en una celda de prisión con otros hombres? ¿O acaso ya lo habrían juzgado y sentenciado? ¿Habría sido condenado a cadena perpetua por traición? ¿Estaría vivo?

¿Y qué habría sido de tío Hakim?

En aquellas primeras y aterradoras horas de confusión, Camelia y Dahiba habían conseguido sacar fuerzas de flaqueza para consolarse mutuamente en la confianza de que las iban a poner en libertad de un momento a otro. Su familia no las dejaría allí, se decían, tenía muchos amigos importantes.

Las horas se convirtieron en días, pero ellas siguieron pensando que su liberación sería sólo cuestión de tiempo, a pesar de que una de sus compañeras de celda era también una presa política y llevaba allí más de un año sin mantener el menor contacto con el exterior. Por consiguiente, decidieron depositar su confianza en Alá y en la familia y procuraron sacar el mejor provecho de aquella terrible situación.

Las demás reclusas habían reconocido a las recién llegadas y se consideraban en la obligación de dispensarles un trato preferente en atención a su fama.

—Son unas auténticas señoras —les decía Ruhiya a las demás en tono reverente—. Mejores que nosotras.

Las demás estaban de acuerdo. En cambio, la fellaha que vigilaba la galería y creía que alguien le había echado el mal de ojo en el momento de nacer, no veía ningún motivo para tratar a las recién llegadas con mayor consideración. Que suelten dinero como las otras, pensaba.

Pero Dahiba y Camelia habían sido despojadas de todos sus objetos de valor y, por consiguiente, tenían que vivir como todas las demás reclusas.

En la cálida noche de septiembre, cuando se apagaban las luces y la rabia o el miedo les impedían dormir, las mujeres se pasaban el rato hablando en voz baja de sus cosas y, de este modo, Camelia y Dahiba empezaron a conocer poco a poco a sus compañeras de celda, unas pobres proscritas a las que se les negaba el amparo de la justicia legal por el simple hecho de ser mujeres.

A través de sus relatos, las mujeres Rashid averiguaron que la ley ejecutaba a una mujer que matara a un hombre, aunque lo hiciera en legítima defensa, pero raras veces se molestaba en detener tan siquiera a un hombre que hubiera matado a una mujer en defensa de su propio honor.

La ley perseguía a la prostituta, pero jamás al hombre que solicitaba sus servicios.

La ley cerraba los ojos ante el hombre que abandonaba a su mujer y su familia, pero castigaba a la mujer abandonada por robar comida para alimentar a sus hijos.

La ley era muy dura con una esposa que abandonara a su marido, pero reconocía al marido el derecho de abandonar a su mujer cuando quisiera y sin previa advertencia ni obligación de mantenerla.

La ley establecía que, cuando una niña cumplía nueve años y un niño cumplía siete, éstos pasaban a convertirse en propiedad legal de su padre aunque éste ya no estuviera casado con su madre, otorgándole su custodia y reconociéndole el derecho de no permitir que la madre volviera a verlos jamás.

La ley permitía que un hombre golpeara a su mujer o utilizara cualquier otro medio para someterla.

De las seis mujeres que compartían la celda con las Rashid, cinco eran analfabetas, jamás habían oído hablar del feminismo y no acertaban a imaginar por qué razón aquellas dos actrices cinematográficas estaban allí.

«Qué arrogancia poseen los hombres —leyó Ibrahim en voz alta— al ejercer su dominio sobre nosotras. Una arrogancia que, combinada con su ignorancia, los convierte en unos matones. Un niño, cuando se siente impotente, se abalanza sobre la víctima inocente que tiene más cerca. Lo mismo hacen los hombres. Un ejemplo es el marido que golpea a su mujer por el hecho de haberle dado sólo hijas. Sin embargo, el sexo de un hijo lo determina el esperma del marido y no el óvulo de la mujer; por consiguiente, el culpable de que no tenga hijos es el marido. ¿Se enoja éste consigo mismo? Ni hablar, vuelca sus sentimientos de cólera e impotencia sobre la inocente».

Ibrahim dejó el periódico.

Amira se levantó y se acercó a los peldaños de la glorieta en la que ambos se encontraban, deteniéndose allí para contemplar el jardín cuyos árboles ya eran viejos cuando ella llegó a aquella casa sesenta y cinco años atrás.

Cerró los ojos, aspiró las exóticas fragancias que llenaban el aire y pensó: «Mi nieta es muy valiente».

—¿Por qué nunca se me dijo nada de todo esto? —preguntó, volviéndose para mirar a Ibrahim. Ambos se encontraban solos en la glorieta, pues los restantes miembros de la familia o bien se habían desplazado a la cárcel en un intento de pasarles dinero y comida a Camelia y Dahiba o bien estaban recorriendo los intrincados laberintos burocráticos de El Cairo para tratar de conseguir la liberación de sus parientes—. ¿Cómo ha podido ocurrir todo esto sin que yo me enterara?

—Madre —contestó Ibrahim, reuniéndose con ella bajo el rosal que formaba la entrada de la glorieta—. Mi hija pertenece a una nueva generación de mujeres. No las entiendo, pero están dejando oír su voz.

—¿Y tú tuviste miedo de hablarme de estos escritos? Ibrahim, cuando yo era joven no tenía voz ni voto y me trataban como si fuera un objeto sin inteligencia ni alma. En cambio, mi hija y mi nieta tienen un valor que me llena de orgullo. Y ahora háblame de este hombre que fue detenido con Camelia. ¿Dónde está?

—No lo sé, madre.

—Búscalo. Tenemos que averiguar qué ha sido de él.

El rumor de las llaves en el pasillo las despertó bruscamente de su siesta. Después, el rostro de la carcelera apareció en la pequeña abertura de la sólida puerta de hierro. Como no era la hora de la comida ni la de los ejercicios, las mujeres se pusieron de inmediato en estado de alerta. A veces, se llevaban a una reclusa sin previo aviso y jamás la devolvían ni se volvía a saber de ella. La puerta chirrió al abrirse y la carcelera, una rechoncha mujer con los rasgos típicos de una fellaha, vestida con un manchado uniforme, les dijo a Camelia y Dahiba:

—Vosotras dos. Venid conmigo.

Dahiba tomó a Camelia de la mano mientras abandonaban la celda y las otras mujeres les gritaban:

—¡Buena suerte! ¡Que Alá os acompañe!

Para su gran asombro, las condujeron a una celda del final del pasillo, lo suficientemente grande como para albergar a cuatro personas, pero vacía y con dos camas pulcramente hechas, una mesa, unas sillas y una ventana desde la cual se veían las palmeras y los verdes prados.

—Ésta es vuestra nueva habitación —dijo la carcelera.

—¡Gracias a Alá, la familia nos ha localizado! —exclamó Camelia.

Unos minutos después la carcelera entró con cestas de comida, ropa, sábanas, artículos de aseo, material de escritorio y un ejemplar del Corán. Dentro del Corán había un sobre lleno de billetes de diez y cincuenta piastras y una carta de Ibrahim.

Como la comida era excesiva para ellas dos, Dahiba eligió una hogaza de pan, queso, pollo frío y algunas piezas de fruta, se volvió hacia la carcelera y, entregándole un billete de cincuenta piastras, le dijo:

—Por favor, repártelo entre las mujeres de la otra celda. Y comunica a mi familia que estamos bien.

Una vez ya solas, leyeron la carta de Ibrahim. Hakim Rauf, decía, también había sido detenido, pero no había sufrido daños y el abogado señor Shoukri ya había iniciado los trámites para su pronta liberación.

Nadie sabía qué había sido de Yacob Mansur, detenido en compañía de Camelia.

Los miembros de la familia empezaron a montar guardia en la cárcel adonde llegaban cada día poco después de la puesta del sol, aparcando junto a la puerta en la esperanza de poder entrar y ver a Camelia y Dahiba. De vez en cuando, algún administrador de la prisión permitía la entrada de Amira o Ibrahim y entablaba con ellos un cortés diálogo lleno de disculpas («No está permitido visitar a las presas políticas») y de seguridades de que al día siguiente quizá habría mejores noticias, inshallah.

Ibrahim y Omar trabajaban sin descanso para la liberación de Dahiba y Camelia, recorriendo despachos oficiales, solicitando favores y reuniéndose con hombres influyentes en cafés o en sus domicilios particulares. Puesto que no habían sido detenidas por delitos comunes, para los cuales existían unas normas y unos procedimientos muy concretos y precisos, sino por confusos motivos políticos, la defensa tenía que moverse en terrenos mucho más peligrosos. Hacer una petición en su favor colocaba al interesado en una situación arriesgada; todo el mundo conocía casos de abogados que habían presentado peticiones de libertad en favor de presos políticos y habían acabado ellos mismos en la cárcel. Los más temerosos, le decían a Ibrahim:

Bokra. Vuelve mañana.

Otros comprendían su apuro, pero tenían miedo y le decían:

Ma’alesh. Lo siento. No puedo.

Y los que no veían el menor provecho en la tarea de echar una mano a los Rashid, se encogían de hombros diciendo:

Inshallah. Resígnate. Es la voluntad de Alá.

Incluso Nabil al-Fahed, el acaudalado anticuario que tantos amigos tenía entre los altos funcionarios del Estado, se había vuelto sospechosamente escurridizo tras la detención de Camelia.

Al parecer, para sacar a Dahiba y Camelia de la cárcel, tendría que ocurrir un milagro.

Amira se dispuso a dirigir los rezos de las mujeres, las cuales extendieron unas pequeñas alfombras sobre el agrietado pavimento del parking de la cárcel y se arrodillaron de cara a La Meca. A pesar del calor de octubre, las veintiséis mujeres Rashid, con edades comprendidas entre los doce y los ochenta años, efectuaron las inclinaciones en perfecta sincronía; dos vestían atuendos islámicos, Amira llevaba la tradicional melaya negra y las demás vestían faldas, blusas y prendas occidentales. La hija mayor de Omar y Nala se arrodilló con pantalones vaqueros y una camiseta Nike.

Una vez finalizada la plegaria, las mujeres regresaron a sus automóviles, sillas y parasoles, reanudando sus labores de calceta, sus deberes escolares o sus chismorreos mientras Amira se acomodaba en la silla colocada bajo un álamo con los ojos clavados en los siniestros muros amarillos de la cárcel. Aquél era el cuadragésimo sexto día del encarcelamiento de su hija y su nieta.

De pronto, vio el vehículo de su hijo acercándose al parking.

—He localizado a Mansur —dijo Ibrahim en voz baja para que los demás no le oyeran—. Está en la cárcel que hay junto a la carretera de salida de la ciudad. La misma donde yo estuve en 1952.

Amira se levantó y extendió la mano hacia su hijo.

—Llévame allí —dijo—. Quiero hablar con él.

Camelia estaba indispuesta. Tendida en la cama, procuraba reprimir las náuseas mientras evocaba con estremecedora claridad el antiguo brote de cólera. Aunque había evitado cuidadosamente la comida de la cárcel, no había tenido más remedio que beber el agua que les llevaban cada día en un cubo. No había posibilidad de hervirla, pues las cerillas estaban prohibidas, y las manos de la fellaha nunca estaban limpias.

Dahiba se sentó junto a la cama y tocó la frente de su sobrina.

—Estás ardiendo —le dijo, mirándola con inquietud sin poder quitarse de la cabeza la epidemia de cólera que había sufrido su familia en otros tiempos.

—Cualquier cosa que sea —dijo Camelia con un hilillo de voz—, ¿por qué no la has pillado tú también?

—Debiste comer algo que yo no comí. Algo picante que te ha revuelto el estómago. Estoy segura de que no será nada… Camelia se inclinó súbitamente hacia un lado y vomitó. Dahiba corrió a la puerta y llamó a gritos a la carcelera.

—¡Necesitamos un médico! ¡En seguida!

La mujer se acercó presurosa, esperando el bakshish, la propina. Miró a Camelia y dijo con aspereza:

—El médico no visita las celdas. Es un hombre importante. Tendré que llevársela yo a la enfermería.

Mientras ayudaba a Camelia a cruzar la puerta, la carcelera empujó a Dahiba hacia el interior de la celda.

—Tú te quedas aquí —dijo.

El director de la cárcel de hombres de la carretera de Ismailía era más tolerante y permitía que los presos recibieran visitas bajo determinadas condiciones. En el caso de Yacob Mansur, las condiciones fueron una generosa recompensa por parte de Ibrahim Rashid.

Amira le pidió a su hijo que permaneciera en el despacho del director. Un guarda la acompañó a una mugrienta estancia con mesas y sillas cuyas paredes estaban llenas de signos árabes que ella no pudo descifrar.

Al oír que abrían la puerta, se volvió y vio a un hombre pálido y demacrado que caminaba renqueando con los pies descalzos e iba atado de pies y manos. Cuando los carceleros le empujaron de cualquier manera hacia la otra silla, Amira se quedó estupefacta.

Tenía el rostro magullado y lleno de cortes y las heridas se le estaban empezando a infectar; cuando el hombre abrió la boca para hablar, Amira observó que le habían hecho saltar dos dientes. Las lágrimas asomaron inmediatamente a sus ojos.

Sayyida Amira —dijo el hombre con voz chirriante, como si tuviera la boca reseca o hubiera gritado demasiado—. Me siento muy honrado. La paz de Alá sea contigo.

—¿Me conoces? —preguntó Amira.

—Sí, te conozco, sayyida —contestó el hombre en un susurro—. Camelia me habló de ti. Os parecéis y veo en tus ojos la misma fuerza que en los de Camelia. Perdona —añadió, entornando los ojos—, me quitaron las gafas.

—Te han maltratado —dijo Amira.

—Por favor, ¿qué sabes de Camelia? ¿Sabes si se encuentra bien? ¿La han puesto en libertad?

Amira se sorprendió de sus gentiles modales y de la dulzura que reflejaban sus ojos a pesar de sus sufrimientos. Le miró las manos y vio la quemadura de un cigarrillo en una muñeca; en los bordes exteriores se observaban unos restos de tatuaje.

—Mi nieta se encuentra en la cárcel de al-Kanatir —contestó—. Estamos intentando sacarla de allí.

—Pero ¿la han tratado bien?

—Sí. Nos escribe notas y nos dice que está bien. Ha… Preguntado por ti.

—Tu nieta es muy valerosa e inteligente, sayyida —dijo Mansur, encorvando la espalda—. Quiere corregir las injusticias de este mundo. Sabía que estaba haciendo algo muy peligroso y, sin embargo, decidió hablar. Amo a Camelia, sayyida, y ella me ama a mí. Queremos casarnos. En cuanto…

—¿Cómo puedes hablar de matrimonio si lo que le ofreces a mi nieta es una vida de peligros y de temor a las detenciones y a la policía? Y además tú eres cristiano, Mansur, y mi nieta es musulmana.

—Me han dicho que tu propio hijo se casó con una cristiana.

—Es cierto.

Yacob ladeó la cabeza.

—¿Acaso no somos todos Pueblos del Libro, sayyida? ¿Acaso no somos primero árabes y después egipcios? Tu profeta, la paz sea con él, habló de mi Señor en el Corán. Y nos relata cómo el ángel se apareció a María y le dijo que ella, que jamás había conocido varón, concebiría muy pronto un hijo que sería llamado Jesús, el Mesías. Si tú crees lo que está escrito en el Corán, sayyida, ¿acaso no creemos todos lo mismo?

Amira hizo una pausa en cuyo transcurso oyó los distantes rumores de la cárcel…, una puerta cerrándose ruidosamente de golpe, unos hombres riéndose, un grito enfurecido.

—Sí, Yacob Mansur —contestó Amira—. Así es, en efecto.

Dahiba paseaba arriba y abajo en la celda, deteniéndose de vez en cuando para prestar atención por si podía oír los pasos de Camelia.

Cuando al final apareció una carcelera, se extrañó que no fuera la misma fellaha de siempre, sino una mujer a la que jamás había visto.

—¿Cómo está mi sobrina? —preguntó alarmada.

—Recoge tus cosas —dijo la carcelera, consultando con gesto impaciente su reloj.

—¿Adónde me llevas? ¿Es que se va a celebrar el juicio?

—No habrá juicio. Eres libre de irte.

Dahiba la miró fijamente.

—¡Libre de irme!

—Por orden del presidente. Se os ha concedido la amnistía.

—¡Pero si fue Sadat quién precisamente nos mandó detener! ¿Por qué nos concede ahora la amnistía?

La mujer la miró con expresión sorprendida.

—Pero ¿es que nadie te lo ha dicho? ¡Sadat fue asesinado hace cinco días! Ahora hay un nuevo presidente llamado Mubarak que ha concedido la amnistía a todos los presos políticos.

Recogiendo rápidamente sus cosas mientras algunas se le caían al suelo en su prisa por salir de allí antes de que la carcelera o Mubarak cambiaran de opinión, Dahiba chocó con Camelia, que regresaba de la enfermería.

—¿Cómo estás? —preguntó Dahiba, arrojando un hato de ropa a los brazos de su sobrina—. ¿Qué te ha dicho el médico? ¿Por qué estás indispuesta?

—Tía, ¿qué es lo que ocurre?

—¡Nos han concedido la libertad! ¡Date prisa antes de que se arrepientan y digan que ha sido un error!

Al salir, vieron a toda la familia esperándolas. Las perplejas tía y sobrina fueron acogidas con vítores y aplausos.

—¡Hakim! —gritó Dahiba, corriendo hacia su marido—. Santo cielo, ¿cómo estás?

Amira abrazó a Camelia, murmurando entre lágrimas:

—Alabado sea Alá en su misericordia.

Al ver que Zeinab se acercaba a su madre, Dahiba dijo:

—Camelia no se encuentra bien. Tenemos que llevarla al médico en seguida.

—No, me encuentro perfectamente —dijo Camelia—. ¡Lo que ocurre es que estoy embarazada! ¡Umma, aquellos médicos de años atrás se equivocaron! ¡Puedo tener hijos!

Las mujeres la miraron escandalizadas. Después, en medio de un profundo silencio, todos los ojos se posaron en Amira. Ésta tomó las manos de Camelia, diciendo:

—A cada cual el destino que Alá le concede, nieta de mi corazón. Hágase su voluntad, inshallah.

Umma, hay un hombre, Yacob Mansur…

Justo en aquel momento, el automóvil de Ibrahim entró rugiendo en el parking y se detuvo en medio de un chirrido de neumáticos. Al ver a Yacob, más delgado, con barba y con la cara llena de cicatrices, Camelia corrió hacia él riendo y llorando a la vez.

—Pero ¿cómo estás aquí? —le preguntó.

—Gracias a tu padre. De no haber sido por él, hubiera podido morir en la cárcel.

—Nos vamos a casar, Umma —anunció Camelia. Mientras todos los rodeaban para felicitarlos, Amira dio silenciosamente gracias a Alá y dedicó un pensamiento a su otra nieta, Yasmina, rezando para que, dondequiera que estuviera, ella también hubiera encontrado la felicidad y el amor.