Cuando Jasmine oyó la llamada a la oración, se sintió invadida por unos sentimientos tan hondos de calor, seguridad y hogar que rompió a reír. Y su propia risa la despertó.
Permaneció tendida en la cama un instante, tratando de evocar las sensaciones de su sueño: una brumosa mañana de El Cairo, unos pájaros gorjeando ruidosamente sobre los tejados de las casas para celebrar el nacimiento del nuevo día, y unas calles que en seguida se empezaron a llenar de automóviles Fiat y de carros tirados por asnos. Y, por encima de todo, la penetrante y terrosa fragancia del Nilo.
Aunque ningún almuédano hubiera elevado su voz por encima del océano Pacífico para dirigir sus plegarias, Jasmine efectuó las abluciones rituales en el cuarto de baño y después se arrodilló y se postró bajo las primeras luces del amanecer. Al terminar, permaneció de hinojos, escuchando la sinfonía de las gaviotas y de las olas que rompían contra los acantilados en medio de la brisa de septiembre. Sabía que tardaría mucho tiempo en volver a escuchar la llamada a la oración sobre El Cairo.
Camelia jamás le había escrito.
Para su familia, seguía estando muerta; ni siquiera su hermana la perdonaba. Que así fuera. Aunque no pudiera regresar a Egipto, Jasmine estaba a punto de abandonar los Estados Unidos. Y ahora tenía que terminar de hacer el equipaje que había empezado la víspera, pues Rachel llegaría de un momento a otro para acompañarla al aeropuerto.
Jasmine hizo la maleta con sumo cuidado, siguiendo las indicaciones que le había facilitado la Fundación Treverton. Puesto que su destino era el Oriente Próximo, llevaría ligeras prendas de algodón, lociones para protegerse del sol y de los insectos y calzado cómodo. Encima de todo colocó la fotografía de su hijo Muhammad a los diecisiete años y una fotografía suya con Greg en el paseo marítimo de Santa Mónica cuando ambos eran dos personas esperanzadas que todavía se preguntaban cuándo se iba a encender la chispa de la magia entre ellos. Puso también en la maleta un ejemplar de La sentencia de una mujer que Maryam Misrahi le había regalado y otro de Cuando usted es el médico, en el cual había introducido un artículo doblado del Los Angeles Times publicado al día siguiente de la manifestación antinuclear en el Emplazamiento de Pruebas del Desierto de Nevada. El artículo iba acompañado de una fotografía del doctor Declan Connor en el momento de su detención.
Cerró la maleta justo en el momento en que Rachel aparecía en la puerta, llamando y entrando a la vez.
—¿Ya estás lista? —preguntó Rachel con las llaves todavía en la mano.
—Voy por el sombrero y el bolso.
Rachel la siguió a un dormitorio que, totalmente vacío, no daba la impresión de que alguien lo hubiera ocupado recientemente.
—¿Qué vas a hacer con tus cosas? —preguntó, observando una funda de almohada llena de sábanas y toallas. En el salón había visto unas cajas de cartón con ollas, cacerolas, platos y un tocadiscos.
Jasmine se encasquetó en la cabeza un sombrero de paja de ala ancha adornado con un largo y anticuado alfiler, y contestó:
—La casera lo entregará al Ejército de Salvación. Allí donde voy no necesitaré nada de todo eso, desde luego.
Rachel contempló la solitaria maleta, la bolsa de mano de lona y el bolso de Jasmine y se asombró de que una médica de treinta y cinco años pudiera condensar su vida en tan reducido espacio. La casa que Rachel compartía con su marido Mort estaba tan llena de muebles y otras pertenencias que ya habían empezado a pensar en mudarse a otra más grande.
—¡El Líbano! —musitó, sacudiendo la cabeza—. ¿Por qué demonios has elegido ir al Líbano? Y nada menos que a un campo de refugiados.
—Porque los refugiados palestinos son unas víctimas y yo sé lo que significa ser una víctima. —Jasmine miró a su amiga a través del espejo—. En Egipto, la expulsión de alguien de su familia, tal como me expulsaron a mí, equivale a una sentencia de muerte. Y una mujer sin familia tiene una vida durísima. Los palestinos son unos proscritos y las mujeres y los niños son los que sufren las peores consecuencias. Cuando en la Fundación me dijeron que estaban organizando este proyecto conjunto con la Agencia de Bienestar y Socorro de las Naciones Unidas, sentí la necesidad de ofrecerme como voluntaria. Pero no te preocupes, no me va a pasar nada.
En el momento en que recogió la bolsa de lona, algunos objetos se esparcieron sobre la cama, entre ellos, una fotografía.
Rachel la tomó y la estudió. La había visto en otra ocasión; era una fotografía de cinco niños y niñas sonriendo con entusiasmo en un jardín.
—Dime otra vez quiénes son. Sé que una de las niñas eres tú. Jasmine la estudió un instante y después señaló al mayor de los niños.
—Éste es Omar, mi primo; fue mi primer marido. Ésta es Tahia, su hermana. Ella y mi hermano Zakki hubieran tenido que casarse, pero mi abuela casó, no sé por qué razón, a Tahia con un pariente de más edad llamado Jamal. Y ésta es Camelia…
Jasmine admiró la morena belleza de la niña que, en la fotografía, le rodeaba los hombros con su brazo.
—¿Y éste es tu hermano?
—Éste es Zacarías. Zakki. Estábamos muy unidos. Me llamaba Mishmish porque me gustaban con locura los albaricoques.
—¿No me dijiste una vez que había desaparecido?
—Fue en busca de una cocinera que teníamos en casa. Nadie sabe qué fue de él.
Jasmine lo volvió a colocar todo en la bolsa. Al ver que incluía también un ejemplar del Corán, Rachel le preguntó:
—¿Estás segura de que te quieres llevar eso? Jasmine miró a su amiga y contestó:
—No recuerdo que nunca haya estado más segura de nada.
—Pues entonces, ¿por qué tengo yo esta sensación de que estás intentando demostrar algo? Jasmine, tú tienes que reconciliarte con tu pasado. Creo que andas por la vida con mucha cólera dentro del cuerpo y que necesitas librarte de ella. Reconcíliate con tu familia, Jas, antes de huir a los campos de batalla.
—Tú eres una ginecóloga, Rachel, no una psiquiatra. Puedes creerme, me he reconciliado con el pasado. Camelia jamás contestó a mis cartas.
—A lo mejor, está arrepentida de haber revelado tu secreto y de haber provocado tu desgracia. Quizá convendría que lo volvieras a intentar.
—Cualquiera que sea la razón de su silencio y del de toda mi familia durante los últimos catorce años, yo tengo que seguir mi camino en esta vida. Sé lo que hago y adonde voy.
—Pero… eso de haber elegido el Líbano. ¡Te pueden pegar un tiro!
Jasmine sonrió diciendo:
—Mira, Rachel, es curioso pensarlo, pero el niño hubiera nacido alrededor de mi cumpleaños y, si hubiera vivido, ahora yo tendría un hijo de cuatro meses y tú y yo estaríamos hablando de pañales y no de armas de fuego.
—¿Crees de veras que Greg te hubiera dejado sola con el niño? Es un tipo honrado.
—Honrado, sí. Pero hubieras tenido que ver la cara de terror que puso cuando le dije que estaba embarazada.
—En fin —dijo Rachel, tomando la maleta y comprobando que ésta era sorprendentemente ligera—. Ya encontrarás a alguien algún día.
Ya lo he encontrado, pensó Jasmine, evocando la imagen de Declan, que en aquellos momentos se encontraba en Irak tratando de prestar ayuda médica a los kurdos. Declan, a quien ella jamás podría tener.
Al final, se detuvo para mirar a la que había sido su mejor amiga durante sus horas más solitarias, la que la había consolado en los oscuros días que siguieron a su aborto y la que antes la había ayudado a entrar en el extraño y desconocido mundo de la universidad, suavizando el trauma del choque cultural.
—Gracias por preocuparte por mí, Rachel —le dijo.
—¿Sabes una cosa? —dijo Rachel con lágrimas en los ojos—. Te voy a echar de menos una barbaridad. No te olvides de mí, Jas. Y recuerda siempre que tienes una amiga si alguna vez tropiezas con dificultades y necesitas ayuda. ¡El Líbano! ¡Madre mía!
—Será mejor que nos pongamos en marcha —dijo Jasmine, abrazando a su amiga—. ¡Voy a perder el avión!