36

Toda la casa estaba revuelta y emocionada ante el inminente regreso de Camelia de Europa. Las criadas se habían pasado toda la mañana limpiando, sacando brillo y barriendo, en tanto que Amira se había dedicado a supervisar los arreglos florales, planificar los menús del almuerzo y de la cena y asignar habitaciones a los parientes que estaban llegando desde fuera de la ciudad.

Sólo Nefissa, examinando en el vestíbulo la correspondencia que acababan de entregarles, no sentía ninguna emoción especial ante el regreso de su sobrina. Sin prestar atención al bullicio de la casa, a los gritos de las niñas ni a los dos aparatos de radio sintonizados con emisoras distintas, repasó metódicamente los sobres y las postales, tomando mentalmente nota de quién recibía qué y de parte de quién, un ritual diario que ella consideraba un honroso privilegio, pues por algo era nada menos que la hija de Amira y la madre de su único nieto varón. En aquella calurosa tarde de agosto se alegró de encontrar entre los sobres precisamente una postal desde Bagdad del nieto de Amira e hijo suyo, Omar, diciendo que regresaría a casa a la semana siguiente. Al hamdu lillah!, pensó. «Loado sea Alá. Que él le conceda a mi hijo un venturoso retorno».

El regreso de Omar significaría que ella, su nuera Nala y los niños regresarían a su apartamento con jardín de Bulaq. Aunque se encontraba a gusto en la mansión de la calle de las Vírgenes del Paraíso cuando Omar estaba de viaje, allí no era la dueña de la casa. En Bulaq, en cambio, gobernaba la casa como una reina, asumiendo la responsabilidad de los ocho niños, supervisando las tareas de la servidumbre, organizando las comidas y dando órdenes a la sumisa Nala. Pero lo que más le gustaba era poder mimar de nuevo a Omar y también a su nieto Muhammad, el cual también regresaría con ellos a Bulaq. Nefissa estaba un poco preocupada por la forma en que su madre miraba a Muhammad últimamente; a Amira se le había vuelto a poner cara de «casamentera». Sin embargo, el chico tenía apenas dieciocho años y aún estudiaba en la universidad; además, Nefissa consideraba que el privilegio de buscarle una esposa a su nieto le correspondía a ella y no a Amira.

Siguió examinando la correspondencia: había cartas de Basima y Sakinna con matasellos de Asyut, una factura de un sastre muy caro de la calle Kasr al-Nil para Tewfik y una nueva nota del padre de Huda, el vendedor de bocadillos, para Ibrahim, en la que seguramente le pediría más dinero. Nefissa pensaba que su hermano había atentado a la dignidad de la familia casándose con alguien de tan baja condición. ¡Nada menos que con su enfermera! ¿Y qué le había dado a cambio la muy holgazana? Allah! ¡Cinco hijas!

Al oír el timbre de la puerta, Nefissa levantó la vista y vio en la entrada al acaudalado amigo de Amira, Nabil al-Fahed. Mientras una criada le acompañaba a través del gran vestíbulo hacia el salón, Nefissa volvió a preguntarse qué asunto se llevaría su madre entre manos con aquel hombre. Parecía un buen material de matrimonio, era extremadamente apuesto, tenía la vida asegurada y ganaba un montón de dinero con su negocio de antigüedades, según le habían contado. Pero, material de matrimonio, ¿para quién?, se preguntó. ¿Cuál de las numerosas muchachas Rashid tendría reservada Amira para aquel cincuentón?

Al llegar a la última carta, Nefissa se quedó helada. Iba dirigida a Camelia y llevaba sellos de los Estados Unidos y un matasellos de California. Otra carta de Yasmina. Nefissa la asió con tanta fuerza que estuvo a punto de arrugarla.

Sabía qué le diría Yasmina en su carta a Camelia, lo mismo que en la carta que se había recibido en mayo junto con una postal de felicitación de cumpleaños y que ella había abierto antes de romperla. Yasmina no lo había dicho con claridad, pero era evidente que se proponía regresar a Egipto. Y ella no quería que regresara. Le estaba costando un gran esfuerzo borrar del corazón de Muhammad el recuerdo de su madre y conseguir de este modo que el muchacho fuera enteramente suyo. Era su nieto preferido por ser hijo de Omar. Y no estaba dispuesta a compartirle con una madre que cada año le enviaba una postal de felicitación por su cumpleaños y que había decidido presentarse como llovida del cielo al cabo de catorce años. Ibrahim había declarado muerta a Yasmina, y muerta seguiría estando.

Dejó las cartas en el cesto para que otros las clasificaran y abandonó el vestíbulo con la carta de Yasmina en el bolsillo. Al entrar en el salón donde Amira, tomando el té con al-Fahed, le estaba comentando a su invitado el calor que estaba haciendo en aquel mes de agosto y explicándole que antaño la familia solía veranear en Alejandría, «en tiempos de Faruk», Nefissa vio a su sobrina Zeinab, de quince años, sentada junto a una ventana con los ojos clavados en la calle de abajo. Experimentó una súbita oleada de envidia y nostalgia al recordar que muchos años atrás ella también había permanecido sentada en aquel mismo lugar, mirando ansiosamente a través de aquella misma antigua celosía de mashrabiya. Después, se dirigió a toda prisa a la cocina, donde las dos cocineras estaban discutiendo a gritos la cantidad de puerros que había que echar en la sopa de espinacas, y se preguntó una vez más qué sesgo hubiera tomado su vida en caso de que hubiera podido casarse con su teniente inglés.

Zeinab no estaba esperando a ningún hombre en aquella calurosa tarde estival, sino a Camelia. Su madre llevaba casi cinco meses ausente y tenía que regresar aquel día tras haber recorrido toda Europa con su orquesta.

Mientras seguía con la mirada todos los automóviles que bajaban por la calle de las Vírgenes del Paraíso, Zeinab jugueteó con el collar que Nabil al-Fahed le había regalado para su cumpleaños, una perla en forma de lágrima colgada de una cadena antigua de plata. Zeinab estaba un poco desconcertada ante las nuevas sensaciones que experimentaba su cuerpo. De pronto, había empezado a fijarse en lo musculosos que eran algunos de sus primos y a admirar sus cuadradas mandíbulas cuando hablaban. Cada vez que su primo Mustafá abandonaba una estancia, no podía por menos que contemplar sus nalgas tan perfectamente perfiladas por los ajustados pantalones que siempre llevaba.

Se sentía escandalizada y avergonzada de sus pensamientos. ¿Por qué se le ocurrían aquellas cosas? ¿Acaso porque ella no había sido sometida a la secreta operación que a veces comentaban en susurros las niñas en la escuela…, aquella ablación purificadera que les habían practicado siendo pequeñas? Zeinab recordaba que, a los cinco años, una noche había sido despertada por un grito; entonces, mirando a hurtadillas a través de la puerta entornada del cuarto de baño, había visto a su prima Asmahan en el suelo sujetada por su tía Tahia y a Umma sosteniendo en la mano una cuchilla de afeitar. ¿Qué le habían hecho a su prima Asmahan de cinco años? ¿Por qué razón no se lo habían hecho a ella también?

Siempre se había sentido distinta del resto de la familia, no a causa de su pierna y del aparato ortopédico que llevaba, sino por otras razones. Los Rashid eran todos morenos, incluida su madre Camelia; en cambio, ella tenía la tez pálida y el cabello se le aclaraba de año en año de tal forma que ahora ya lo tenía del mismo color que el de tía Yasmina, a quien ella jamás había visto, pero cuya fotografía podía contemplar cada vez que le hacía la cama a su primo Muhammad. A veces, sorprendía a Umma o al abuelo Ibrahim mirándola con expresión pensativa como si ella fuera un enigma que estuvieran tratando de resolver. Zeinab estaba llena de preguntas. ¿Por qué en los álbumes de la familia no figuraba ninguna fotografía de su padre, el que había muerto en la guerra? ¿Ni tampoco ninguna fotografía de la familia de su padre? ¿Dónde estaban sus otros abuelos y primos? Preguntar tales cosas, le había dicho cariñosamente Umma en cierta ocasión, era una falta de respeto hacia los muertos y por esa razón Zeinab se había guardado las preguntas.

Pero ahora tenía otras preguntas, «un mercadillo de preguntas», hubiera dicho tío Hakim. Y éstas giraban en torno a los chicos, el amor y el sexo.

De pronto, sus ojos se posaron en una figura que bajaba por la calle… su prima Asmahan. Experimentó una punzada de envidia. Asmahan, también de quince años, poseía una belleza impresionante; todo el mundo decía que era el vivo retrato de su abuela Nefissa a su edad. Pero, curiosamente, Asmahan había optado por ocultar su belleza. A pesar de aquel caluroso atardecer en que los viandantes paseaban por la calle de las Vírgenes del Paraíso vestidos con atuendos estivales, pantalones deportivos y camisas con el cuello desabrochado, la prima de Zeinab llevaba un vestido largo hasta los tobillos, un hijab alrededor de la cabeza, las manos cubiertas por guantes, los pies protegidos por calcetines y…

Zeinab no podía dar crédito a sus ojos.

¡El rostro de Asmahan estaba totalmente cubierto por un velo! ¡No se le veían tan siquiera los ojos! ¿Cómo podía ver adónde iba?

Mientras Asmahan desaparecía en el interior de la casa, Zeinab se preguntó si su prima también se sentiría turbada por inquietantes pensamientos a propósito de los chicos. Y no sólo de los chicos, descubrió Zeinab consternada mientras unas risas masculinas llenaban el salón. Nabil al-Fahed, el acaudalado anticuario, le estaba contando un chiste a Umma entre risas. Zeinab se había enamorado locamente de él. Desde el día en que el anticuario le regaló el collar de la perla y le dijo que era muy guapa. Y ahora, cada vez que soñaba con su boda, siempre era con alguien como Nabil al-Fahed.

Al final, apareció un taxi al fondo de la calle y se detuvo junto al bordillo delante de la casa. Al ver bajar a Camelia, Zeinab se apartó de la ventana y gritó:

Y’Allah! ¡Ya están aquí! ¡Ya han vuelto de Europa!

Amira se levantó y musitó, mirando con una sonrisa a Nabil al-Fahed:

—Loado sea Alá.

Le había invitado a la fiesta de bienvenida en honor de Camelia con una secreta intención: para que él pudiera comprobar por sí mismo lo buena madre que era.

Camelia, Dahiba y Hakim llegaron con un montón de maletas esbozando unas cansadas sonrisas mientras los miembros de la familia, sobre todo las ancianas y las niñas, se congregaban a su alrededor alabando a Alá por su feliz retorno. Aquella noche, cuando los hombres regresaran del trabajo y los chicos volvieran de la escuela, se iba a celebrar una gran fiesta tras la cual Camelia ofrecería un espectáculo especial en el hotel Hilton.

Mientras se arrojaba en brazos de su madre, la estrechaba con fuerza y aspiraba su dulce fragancia, Zeinab se mordió la lengua para que no se le escaparan otras preguntas. ¿Por qué había decidido su madre hacer una gira por Europa tan de repente? Lo había anunciado a su regreso de la visita a la pequeña redacción de un periódico situada en una callejuela de las inmediaciones de la calle al-Bustan. Zeinab ignoraba lo que había ocurrido…, oyó ruido de rotura de cristales, vio que Raduan echaba a correr y, al final, su madre regresó al automóvil con el rostro pálido y desencajado. Tres horas después, Camelia había anunciado su decisión de llevar su espectáculo a Europa.

Sin embargo, ahora ya no importaba el motivo del viaje, pensó Zeinab abrazada a su madre. Mamá había vuelto y ahora ya podrían irse a casa.

Mientras estrechaba a su hija en sus brazos, Camelia pensó: «¡Cuánto ha crecido Zeinab en tan sólo cuatro meses! ¡Ya es casi una mujer! Tan guapa y tan cariñosa».

Después sus pensamientos se ensombrecieron. ¿Qué hombre aceptaría a una esposa minusválida? ¿Qué hombre podría contemplar su pierna encogida sin temer que la misma enfermedad pudiera transmitirse a sus hijos? A partir de la hora en que nació Zeinab, todo el mundo supo cuál sería su destino y por esa razón no la habían sometido a aquella operación especial en su infancia. El propósito de la circuncisión femenina era el de reducir el deseo sexual y conseguir con ello que una esposa fuera fiel a su marido. En el caso de Zeinab, tal preocupación sería innecesaria.

Sin embargo, aunque Camelia no tuviera que pensar en buscarle un marido a su hija adoptada, Zeinab necesitaba un protector, sobre todo en aquellos momentos en que estaba entrando en la plenitud de la feminidad y sería doblemente vulnerable. Camelia sabía muy bien los peligros a que estaban expuestas en el mundo incluso las mujeres más protegidas. ¿Acaso su propia hermana no estaba casada y era una respetable esposa y madre cuando fue víctima de Hassan al-Sabir?

La súbita evocación de Yasmina le hizo recordar a Camelia un temor que había ido progresivamente en aumento a medida que Zeinab se acercaba a la edad adulta: el temor de que Yasmina regresara inesperadamente algún día y exigiera la devolución de su hija.

Es mía, pensaba ahora Camelia mientras ocupaba el asiento de honor en el salón. Yasmina la abandonó. Zeinab es mi hija, jamás la cederé y nadie deberá decirle nunca la verdad sobre su verdadero padre, aquel monstruo depravado de Hassan al-Sabir.

Todos los miembros de la familia le dieron la bienvenida a Camelia con un beso, incluso Nefissa, que todavía guardaba la carta de Yasmina en su bolsillo; más tarde, la destruiría como había destruido la otra. Cuando todos se sentaron y las criadas empezaron a servir el té con pastas, Amira presentó a Nabil al-Fahed a Camelia, Dahiba y Hakim, calificándole de «viejo amigo» a pesar de que ellos jamás habían oído pronunciar su nombre.

—Bienvenido a nuestra casa, señor al-Fahed —dijo Camelia—. Que Alá le conceda la paz.

Pero miró a su abuela con recelo. ¿Por qué había invitado Amira a aquel desconocido precisamente en aquella ocasión? Tenía que haber sin duda una razón; Camelia nunca había visto actuar a su abuela sin un motivo.

—Nabil al-Fahed es un tasador de objetos de arte —explicó Amira con inequívoco orgullo.

—Ah ¿sí? —dijo Camelia, preguntándose si su abuela habría decidido vender algunas de las antigüedades de la familia—. Debe de ser una tarea muy interesante, señor al-Fahed.

Nabil al-Fahed contestó sonriendo:

—Es una tarea que, gracias a Alá, me permite gozar de la compañía de personas tan deliciosas como la sayyida Amira. Disfruto tasando objetos bellos a la vista. Y además —añadió con intención—, soy coleccionista. Dedico mi vida a rodearme de belleza, señorita Camelia. Por eso he tenido el placer de asistir muchas veces a su espectáculo.

Se produjo una breve pausa de silencio durante la cual los adultos del salón, incluida Nefissa, cuyo rostro mostraba una expresión escandalizada, empezaron a comprender el verdadero propósito de la visita de al-Fahed.

—Precisamente Nabil al-Fahed me estaba comentando con extrañeza que no estés casada, querida —dijo Amira.

Hakim Rauf, pillado también por sorpresa, terció hábilmente en la conversación. El deber de salvaguardar el honor de una mujer en unas negociaciones matrimoniales correspondía normalmente al padre, pero, como Ibrahim no estaba presente, el tío decidió asumir su papel.

—Por desgracia, señor al-Fahed —dijo Rauf sin apenas poder disimular la alegría que sentía por Camelia—, a los hombres les gusta ver danzar a una hermosa mujer, pero no desean casarse con una danzarina.

Los ojos de al-Fahed se posaron en Dahiba, la cual se había retirado de la danza, pero poseía una espléndida belleza a sus cincuenta y siete años.

—Por lo visto, es usted una excepción, señor Rauf —dijo, evitando referirse directamente a la esposa de Hakim o mirarla con excesivo detenimiento, cosas ambas consideradas altamente ofensivas—. Como yo lo sería también si estuviera casado con una danzarina adorada en todo Egipto. Y no sería tan egoísta como para ocultarla de aquéllos que la veneran.

Camelia, escuchando en silencio las palabras que Hakim estaba pronunciado en su nombre, se sorprendió de que, después de tantos años de haber sido menospreciada como material de matrimonio y de haber sido testigo de las negociaciones matrimoniales de sus primas, aquella conversación, oh, prodigio de los prodigios, ¡se estuviera centrando precisamente en ella! Mientras prestaba atención con sobrecogido asombro a la hábil discusión del tema por parte de Hakim y al-Fahed sin que éstos lo mencionaran explícitamente, pues la menor referencia directa al mismo por cualquiera de ambas partes hubiera sido considerada una grave incorrección, pensó en lo curiosa que era aquella coincidencia. Porque, ¿acaso ella no había estado pensando últimamente en el matrimonio por el bien de Zeinab? Sin embargo, sus pensamientos se habían quedado sólo en eso, pues, ¿con quién hubiera podido ella casarse y quién se hubiera casado con una danzarina? Pero ahora al-Fahed se le estaba declarando a través de su familia y ella empezaba a preguntarse qué tal sería estar casada con semejante hombre. No cabía duda de que era atractivo y estaba bien situado y, a juzgar por la forma en que Zeinab le sonreía, resultaba evidente que también se había ganado la aprobación de su hija.

Mientras Hakim le arrancaba diplomáticamente a al-Fahed los detalles vitales —una casa en el lujoso barrio de Heliópolis, unos antecedentes familiares en los que figuraban dos bajas y un bey y una sólida base económica que impresionó incluso al riquísimo Rauf—, Camelia estudió al apuesto anticuario por el rabillo del ojo.

Al-Fahed no buscaba una esposa que le diera hijos. «Soy un coleccionista de objetos bellos», había dicho.

Pero ¿quería ella a semejante marido?

Se había ido a Europa para quitarse de la cabeza a Yacob Mansur. Durante cuatro meses, mientras danzaba ante el enfervorizado público de los hoteles y las salas de fiestas de París, Munich y Roma, no había conseguido olvidar la sensación del cuerpo de Yacob contra el suyo y la forma en que éste la había estrechado protectoramente entre sus brazos cuando aquellos bárbaros rompieron la luna de la ventana de la redacción de su periódico. Yacob olía a jabón y a tabaco y a una embriagadora especia que ella no había podido identificar. Incluso en aquellos momentos, mientras evocaba su imagen ligeramente gruesa, su ralo cabello y sus anticuadas gafas de montura metálica, seguía sintiendo el ardor de su beso en sus labios y su cuerpo permanentemente grabado en el suyo. Pero había tomado la decisión de no volver a verle nunca más.

Y tanto menos en aquellos momentos en que la violencia religiosa estaba causando estragos en El Cairo. Durante su ausencia, la situación entre los musulmanes y los cristianos coptos se había agravado. La policía montaba guardia delante de todas las iglesias coptas de El Cairo, los musulmanes exhibían el Corán en los salpicaderos de sus automóviles, los cristianos llevaban fotografías del pope Shenuda en su guardabarros y los musulmanes aplicaban a sus vehículos unas pegatinas que decían: «No hay más dios que Alá». Durante el trayecto en taxi desde el aeropuerto, el taxista le había comentado las detenciones que se estaban practicando en todo El Cairo… «Se detiene a cualquier persona que sea sospechosa de estar vinculada con estos actos de violencia religiosa».

Sí, por el bien de todos, le convenía olvidar a Yacob Mansur.

Al ver que la conversación estaba tocando a su fin y que tanto Hakim como al-Fahed parecían satisfechos, Camelia se volvió hacia el invitado de su abuela y le preguntó:

—¿Asistirá usted a mi actuación especial de esta noche en el hotel Hilton, señor Fahed?

—¡Por las barbas del Profeta, la paz de Alá sea con él! ¡No me la perdería por nada del mundo! ¿Querrán usted y sus amigos hacerme el honor de cenar conmigo después?

Camelia vaciló durante una décima de segundo, en cuyo transcurso vio el rostro de Yacob Mansur y las gafas que se levantaban sobre sus mejillas cuando sonreía. Pero en seguida contestó:

—Será un honor para nosotros cenar con usted, señor Fahed.

Nada más salir al escenario, Camelia se adueñó de él. El público, tras haber esperado durante dos horas el comienzo del espectáculo, al ver a su adorada Camelia vestida de oro, plata y pedrería, estalló en una atronadora ovación. Ella era la diosa y ellos los adoradores. Mientras se deslizaba por el escenario y agitaba el velo en el aire como si quisiera apresar toda la fulgurante luz que la rodeaba, los hombres se levantaron y gritaron:

Allah! ¡Oh, más dulce que la miel!

Y ella sonrió extendiendo los brazos como para abarcarlos a todos, prestando una especial atención a los que se encontraban más cerca del escenario, pues se había jurado a sí misma no buscar a Yacob entre el público; buscaría a Nabil al-Fahed y le dedicaría una sonrisa especial. Pero no intentaría localizar a Yacob.

Soltó el velo e inició una sensual danza, controlando todos los músculos mientras su abdomen y sus caderas se ondulaban en rápidos círculos y sus brazos flotaban sin esfuerzo hacia arriba y hacia abajo. Primero coqueteó y jugó con el público, pero después se apartó y se convirtió en el ideal árabe de la feminidad: deseable pero inaccesible. Al ver a al-Fahed sentado a una de las codiciadas mesas de la primera fila, rico, refinado y elegante, vestido con un traje azul oscuro a la medida y luciendo un reloj de oro Rolex y varias sortijas de oro, le dirigió una sonrisa especial. Después evolucionó por el escenario, recorriendo con los ojos los rostros de sus adoradores hasta que, al final, sin poder evitarlo, miró hacia el fondo de la sala.

Yacob no estaba.

Cuando cesó repentinamente la música y sólo se oía una flauta, el antiguo nai de madera del Alto Egipto que producía un obsesivo y melancólico sonido semejante al de una serpiente, las luces de la sala se apagaron y Camelia quedó iluminada por un solo foco. Los hipnóticos balanceos que inició a continuación y que hacían evocar a la gente los sinuosos movimientos de las cobras y de las volutas de humo no fueron fruto de la coreografía sino que le brotaron de lo más hondo del corazón.

Al terminar el número, Camelia se retiró entre ensordecedores aplausos. Mientras las veinte danzarinas de su espectáculo salían vestidas con galabeyas al escenario para interpretar una movida danza popular en medio de estridentes gritos y zagharits, Camelia regresó corriendo a su camerino donde sus ayudantes y una peluquera la ayudaron a cambiarse de traje.

Hakim las sorprendió, irrumpiendo repentinamente en la estancia.

—¡La redacción del periódico de Mansur ha sufrido un atentado con bomba hace una hora! —gritó.

—¡Cómo! ¿Había alguien dentro? ¿Ha resultado herido Mansur?

—No lo sé. ¡Que Alá se apiade de nosotros, eso es terrible! Publicó el artículo de Dahiba y ahora…

—Tengo que irme —dijo Camelia, tomando la negra melaya que se ponía para interpretar su número folklórico—. Encárgate de Zeinab, llévala a tu casa y dile a Raduan que se quede con ella y no la deje sola en ningún momento.

—¡Camelia, espera! ¡Voy contigo! Pero ella ya se había ido.

La callejuela estaba sumida en el caos y la muchedumbre la tenía bloqueada e impedía el paso de los vehículos de la policía. Camelia aparcó al fondo de la calle y avanzó a pie entre la gente. Al ver el destripado edificio y los cristales y papeles diseminados por la calzada, echó a correr.

Yacob estaba dentro, todavía ligeramente aturdido, caminando entre los cascotes.

—¡Loado sea Alá! —gritó Camelia, arrojándose en sus brazos.

La gente se quedó boquiabierta de asombro al reconocerla. El nombre de Camelia se propagó entre la muchedumbre entre gritos de «Allah!» mientras todo el mundo se preguntaba qué tenía que ver su adorada Camelia con aquel periodista subversivo.

Camelia examinó el rostro de Yacob. Se le habían roto las gafas y la sangre le manaba de una herida en la cabeza.

—¿Quién te lo ha hecho?

—No lo sé —contestó él, todavía trastornado.

—¿Por qué no podemos vivir todos en paz?

—No se pueden estrechar las manos cuando se aprietan los puños. —Yacob miró a Camelia como si se hubiera percatado repentinamente de su presencia—. ¡Has regresado de Europa! —Al ver el brillo de las perlas y la gasa de color rosa de su traje asomando bajo el negro manto, añadió—: ¡Tu espectáculo! ¡Era esta noche! ¿Qué estás haciendo aquí?

—Cuando me dijeron… —Camelia le tocó la frente—. Estás herido. Deja que te acompañe a un médico.

Yacob tomó sus manos entre las suyas y le dijo en tono apremiante:

—Escúchame bien, Camelia. Tienes que irte de aquí en seguida. Se han estado practicando detenciones por todas partes desde que te fuiste. Sadat ha mandado peinar El Cairo en busca de los intelectuales y liberales que, según dicen ellos, son los responsables de estas contiendas. Los están deteniendo de conformidad con la llamada ley para la Protección de los Valores contra el Deshonor. Con esta nueva ley, cualquiera puede ser detenido durante un período de tiempo indefinido. Mi hermano fue detenido la semana pasada. Y ayer detuvieron al escritor Yusuf Haddad. No sé quién ha puesto la bomba en mi redacción, Camelia. Puede que lo hayan hecho los Hermanos Musulmanes. Puede que haya sido el propio gobierno. Sólo sé que corres peligro si te ven conmigo.

—¡Por Alá que no te dejaré! No puedes irte a tu casa, no es segura. Ven conmigo —dijo Camelia saliendo con él a la callejuela—. Tengo el coche aparcado en la calle al-Bustan. Date prisa. La policía secreta podría llegar de un momento a otro.

De pie en el balcón del apartamento del último piso de Camelia, Yacob sintió la refrescante brisa del Nilo contra su rostro. Ella le había limpiado y vendado la herida y ahora estaba en el salón, encendiendo la radio para escuchar las noticias. Yacob asió la barandilla de hierro y contempló el negro Nilo en el que las falúas llenas de turistas estaban surcando las aguas en todas direcciones. Pensó que ojalá no hubiera acompañado a Camelia. La gente de la callejuela los había visto marcharse juntos. Ahora ella también corría peligro.

—En el noticiario no han hecho ningún comentario —dijo Camelia, saliendo al balcón.

Se había cambiado el traje de danzarina y se había puesto una blanca galabeya de lino con bordados de oro en las mangas y el cuello. Llevaba el cabello suelto y se había quitado el maquillaje de teatro. Esperaba que el agua fresca con que se había lavado el rostro la enfriara por dentro, pero se sentía febril, como si el calor de agosto hubiera penetrado a través de su piel y se hubiera aposentado en sus huesos. Una vez lavada y vendada la herida de Yacob, ambos se sentaron en el sofá, rozándose ligeramente las rodillas. Y, cuando rozó la piel de Yacob con las yemas de los dedos, Camelia experimentó un estremecimiento por todo el cuerpo.

Pensó en el refinado y riquísimo Nabil al-Fahed y llegó a la conclusión de que éste había despertado en ella tanta pasión como la que hubiera podido provocarle uno de sus sillones antiguos. En cambio, Yacob Mansur, que todavía no había conseguido coserse el botón que le faltaba en la camisa…

Y ahora, ¿qué?, se preguntó, contemplando el perfil de Mansur y comprendiendo que, al haberle ella conducido allí, ambos habían dado un peligroso paso irreversible.

Yacob levantó la vista hacia las estrellas estudiando sus arcanos mensajes hasta que, al final, dijo en un susurro:

—Mañana, Sirio efectuará su salida anual. Puedes ver el lugar por donde asomará en el horizonte, siguiendo las tres estrellas de la cinta de Orión. Son las que señalan el camino, ¿ves?

Se encontraba muy cerca de ella, con el brazo levantado y señalando con el dedo la constelación. Camelia asintió con la cabeza sin poder hablar.

—En la antigüedad —añadió Yacob mientras el susurro de su voz parecía surcar la brisa del Nilo—, antes del nacimiento de Jesucristo, Sirio era la estrella de Osiris, un joven dios salvador, y cada año los egipcios contemplaban la primera aparición de la estrella en el horizonte como un signo de la inminente resurrección de Osiris. Y esas tres estrellas de la cinta de Orión que apuntan directamente hacia el lugar del horizonte donde surgirá la estrella recibían el nombre de los Tres Sabios. Si las sigues —dijo, trazando con un gesto de la mano un camino en el cielo desde Orión hacia el horizonte—, encontrarás la estrella de Osiris. Te quiero, Camelia —añadió, mirándola—. Quiero tocarte.

—Por favor, no lo hagas —dijo Camelia—. Hay cosas de mí que no sabes…

—Sé todo lo que necesito saber. Quiero casarme contigo, Camelia.

—Escúchame, Yacob —dijo Camelia, hablando rápidamente antes de que perdiera el valor—. Zeinab no es mi hija sino mi sobrina. No soy viuda y nunca he estado casada. Ni siquiera he estado nunca… con un hombre —añadió, apartando la mirada.

—¿Y de eso te avergüenzas?

—¿Una mujer como yo a quien todos los egipcios llaman la Diosa del Amor?

—¿Cómo puedes avergonzarte si todas las santas de la historia han sido vírgenes?

—Pero es que yo no soy una santa.

—Mientras estuviste en Europa, cada día fue una tortura para mí. Te quiero, Camelia, y deseo casarme contigo. Eso es lo único que me importa.

Camelia abandonó el balcón y regresó al salón donde la radio estaba dejando escapar los sones de una melodiosa canción interpretada por la seductora voz de Farid al-Attrach, la cual estaba llenando el cálido aire nocturno con dulces palabras de romántico amor.

—Hay más —dijo, volviéndose para mirar a Yacob—. La razón de que jamás me haya casado es que no puedo tener hijos. Estuve enferma cuando era pequeña, pillé unas fiebres.

—Yo no quiero tener hijos —dijo Yacob, asiéndola por los hombros—. Te quiero a ti.

—¡Pero pertenecemos a religiones distintas! —gritó Camelia, apartándose.

—Incluso el Profeta tuvo una esposa cristiana.

—Yacob, es imposible que nos casemos. Tu familia jamás aceptaría que tuvieras una danzarina por esposa y mi familia no aprobaría que yo eligiera a un no musulmán como padre de Zeinab. ¿Qué pensarían mis admiradores y tus fieles lectores? ¡Ambos bandos nos acusarían de traidores!

—¿Acaso es una traición seguir los impulsos del propio corazón? —preguntó Yacob en voz baja, atrayéndola de nuevo hacia sí—. Te juro, Camelia, que te amo desde el día en que escribí, hace años, mi primera crítica sobre tu actuación. Te quiero desde aquel día y, ahora que te tengo, amor mío, no pienso perderte.

Cuando él la besó, ya no hubo más resistencia. Camelia le devolvió el beso y le abrazó con fuerza. Primero hicieron el amor en el suelo en el mismo lugar donde estaban, cayendo sobre la alfombra que antaño adornara uno de los soberbios salones del palacio del rey Faruk. Se amaron con la urgencia y el ansia de quienes ven que sus días se acaban. Después, Camelia acompañó a Yacob al dormitorio, cuya cama estaba cubierta por unas sábanas de raso del color del amanecer. Esta vez hicieron el amor muy despacio para saborear con fruición todas las sensaciones, en la certeza de que, a partir de aquel momento, iban a pasar todos los días de su vida juntos.

Más tarde, tras haberse bañado y vestido y haber recuperado el resuello, ambos examinaron la realidad y decidieron afrontar juntos el futuro, a pesar de todos los obstáculos y dificultades. Cuando Yacob estaba a punto de hacerle por tercera vez el amor bajo la luz de la jorobada luna de agosto que penetraba a través de los vaporosos cortinajes del balcón, la cálida noche fue repentinamente desgarrada por unos violentos golpes en la puerta.

Antes de que cualquiera de ellos tuviera tiempo de reaccionar, la puerta fue derribada y unos hombres armados que ostentaban unas placas y sostenían en sus manos unas esposas irrumpieron en la estancia y los detuvieron en virtud de la ley de la Protección contra el Deshonor.