35

Cuando rompió el alba sobre el desierto de Nevada, Rachel se volvió hacia Jasmine, que iba al volante, y le dijo:

—Ya no puedo soportar por más tiempo el suspense. ¿Me puedes decir, por favor, adónde vamos?

Jasmine esbozó una sonrisa y pisó el acelerador.

—Ya lo verás. Ya casi estamos llegando.

¿Llegando adónde?, pensó Rachel, contemplando el yermo paisaje. Cuando, dos horas antes, se acercaban a las luces de Las Vegas, había pensado: ¡Jasmine me ha traído aquí para jugar! Pero resultó que sólo se detuvieron para desayunar. Una hora más tarde regresaron a la autovía, atravesando unos desolados eriales en dirección norte. Y ahora el sol estaba empezando a asomar por encima de las colinas de la derecha, iluminando el rojo desierto, los espectrales cactos y las desnudas montañas en cuyas paredes occidentales las sombras parecían haber sido labradas con un cincel. Todo era muy hermoso, pero Rachel tenía miedo porque no sabía dónde estaban ni por qué estaba allí.

—Últimamente te has estado comportando de una manera muy rara, Jas —le dijo a su amiga—. Y yo debo de estar loca por haber accedido a acompañarte. ¿Adónde vamos?

Jasmine soltó una carcajada.

—Vamos, mujer, llevas varias semanas diciéndome que necesitas escaparte, aunque sólo sea por un día. Confiesa que te lo estás pasando bien.

Rachel no tenía más remedio que reconocer que aquel largo viaje había sido extrañamente terapéutico, siguiendo la luz de los faros delanteros del Thunderbird por la impresionante autovía construida exclusivamente para unir Las Vegas con Los Ángeles. Habían pasado otros vehículos, coches de la patrulla de tráfico de California, algunos automóviles que se dirigían al río Colorado remolcando embarcaciones de recreo y un considerable número de autocares de alquiler llenos de gente que se dirigía a fiestas o a jugar en los casinos. Habían cruzado pequeñas ciudades sumidas en el silencio de la noche y habían visto algún que otro bar con las chillonas luces encendidas, pero, más que nada, habían circulado velozmente a través de la silenciosa oscuridad, corriendo hacia un horizonte cuajado de estrellas. Mientras recorrían el laberinto de autovías de Los Ángeles, Rachel y Jasmine habían hablado sobre todo de pacientes y de medicina, pero, cuando los edificios y las señales de vida empezaron a ser cada vez más escasos, Rachel se alegró de haber aceptado la repentina invitación de Jasmine a emprender aquel viaje nocturno a través del desierto. Al fin y al cabo, aquel día no tenía que acudir al trabajo y Mort se había ofrecido a cuidar del niño en su ausencia.

—Te prometo que estaremos de vuelta antes del último telediario —le había dicho Jasmine.

Y ahora, finalmente, tras haber cruzado rápidamente el Mojave, entre el asfalto y la noche, el sol estaba asomando por detrás de las rojas colinas cual si fuera un gran globo amarillo. En un abrir y cerrar de ojos, el mundo quedó inundado de luz y Rachel pudo distinguir a escasos metros de la carretera una valla metálica en la que unos letreros decían: Propiedad estatal. Prohibido el paso. Momentos después, vio otros vehículos y Jasmine aminoró la velocidad del Thunderbird.

—¿Dónde estamos? —preguntó Rachel, bajando la luna de la ventanilla y sintiendo en el rostro el frío mordisco del aire del desierto.

Jasmine situó el automóvil entre otros que estaban aparcados en la arena y señaló un letrero a su izquierda. Rachel lo leyó y exclamó:

—¡Emplazamiento de Pruebas de Nevada! Jas, ¿qué demonios estamos haciendo aquí? ¿Y quién es toda esta gente?

—¡Estamos en una concentración, Rachel! —contestó Jasmine—. Una concentración antinuclear. Vi un anuncio en el periódico. Hoy el gobierno va a realizar una prueba nuclear subterránea y todos hemos venido aquí para impedirlo. ¡Vamos!

Rachel vio una brecha en la valla, abierta por una furgoneta; otros vehículos la habían cruzado y un considerable número de personas se había congregado bajo el gélido amanecer. Mientras ella y Jasmine pisaban la crujiente escarcha del suelo, subiéndose el cuello y las cremalleras de las chaquetas acolchadas para protegerse del frío, Rachel calculó que debía de haber varios centenares de personas y otras que seguían llegando. Casi todas ellas estaban entrando a través de la brecha abierta en la valla y la alambrada de espino. Algunas portaban pancartas que decían: «Fuera las bombas» y «Nuclear, no», pero la concentración estaba muy bien organizada y Rachel observó que casi todos los presentes eran intelectuales y profesionales, entre los cuales se mezclaban algunos tipos sospechosos con pinta de pertenecer a la CÍA, provistos de cámaras fotográficas. También había vehículos de varias cadenas de televisión y de distintas publicaciones y muchos reporteros tomando fotografías, aparte un considerable número de hombres uniformados…, policías del estado de Nevada y miembros de la policía de las Fuerzas Aéreas. Unos helicópteros militares rugían por encima de sus cabezas. Cuando estaban a punto de cruzar la brecha de la valla, Jasmine dijo:

—Será mejor que no entremos aquí. Es una zona de seguridad que pertenece al gobierno federal. No está permitido entrar. Si lo hiciéramos, nos podrían detener.

—Pero toda esta gente ha entrado.

—Hay personas que quieren que las detengan para que haya más publicidad. Mira, los federales no pueden llevar a cabo la prueba nuclear si hay personas en algún lugar del emplazamiento. No estamos muy cerca del auténtico emplazamiento de la prueba, pero estos pocos metros que hay a ese lado de la valla son suficientes para impedir la realización de la prueba.

—Entonces, ¿por qué estamos aquí tú y yo? Jasmine sonrió misteriosamente.

—Ya lo verás.

Rachel sacudió la cabeza y se ajustó un poco más la chaqueta acolchada de color anaranjado alrededor de su voluminoso cuerpo. Desde su incorporación al consultorio de medicina de su padre, Rachel había engordado hasta el extremo de que ahora, con tan sólo treinta y tres años, poseía una figura que su marido calificaba cariñosamente de Madre Tierra supersexy.

Acercándose un poco más a la valla, Jasmine buscó con la mirada entre la gente.

—Uy, cuánta gente famosa hay por aquí —exclamó Rachel sorprendida al ver tantas caras conocidas: allí estaban el astrónomo Carl Sagan, el doctor Spock y el premio Nobel Linus Pauling.

—¿A quién buscas? —preguntó.

Antes de que Jasmine pudiera contestar, le vio de pie al lado del vehículo con un periódico y un vaso de plástico en la mano.

—Oye —dijo—, ¿no es ése el doctor Connor, el de la facultad de Medicina?

—Sí —contestó Jasmine, estudiándole—. Llevo siete años sin verle.

Rachel la miró fijamente.

—¿Él es la razón de que hayamos venido?

—Y allí está su mujer, Sybil.

Jasmine mantuvo los ojos clavados en Connor hasta que le vio mirar en la dirección en la que ella se encontraba y apartar los ojos. Después, él la volvió a mirar como si reaccionara tardíamente a lo que antes había visto. Al ver la expresión de alegría de su rostro, a Jasmine le dio un vuelco el corazón.

—Hola —gritó Connor, acercándose—. ¡Jasmine! Me estaba preguntando si hoy estaría usted aquí.

—Hola, doctor Connor. Creo que no conoce usted a mi amiga Rachel.

Mientras pronunciaba aquellas palabras, Jasmine recordó que había sido Rachel la que había interrumpido la última noche en que ambos estaban juntos, justo en el momento en que iban a besarse. Se preguntó qué habría ocurrido si ella y Declan hubieran salido a cenar juntos. Hubiera dado cualquier cosa por saber si él también recordaba aquella noche y se preguntaba qué hubiera podido ocurrir.

Apenas había cambiado, pensó; si acaso, estaba más atractivo que nunca, con la piel curtida y bronceada y unas arrugas alrededor de los ojos. Pero aún no tenía ni una sola hebra gris en el cabello y sus enérgicas zancadas demostraban que seguía conservando la misma fuerza y el mismo vigor que ella recordaba. En siete años, había recibido nueve cartas suyas desde nueve países distintos.

—¿Dónde está su hijo, doctor Connor? —le preguntó, apartándose a un lado para permitir el paso de la gente que acababa de llegar y estaba entrando a través de la brecha de la valla.

—Hemos preferido no traer a David. Sybil y yo hemos venido con la esperanza de que nos detengan. —Su sonrisa se ensanchó—. Es la única manera de conseguir que se haga una buena publicidad de esta causa. —Mirando más allá de Jasmine y de Rachel, preguntó—: ¿Ha venido con su marido?

—No, ya no estoy casada. Greg y yo nos divorciamos este año. Declan la miró largo rato a los ojos como si quisiera penetrar en su alma y Jasmine se preguntó si aún estaría vivo el sentimiento que antaño hubo entre ambos.

—Ya sabía yo que usted estaría aquí, doctor Connor —dijo Jasmine con la voz ligeramente entrecortada—. Su nombre figuraba en la lista del periódico. He venido porque quería comunicarle una noticia. Y a ti también —añadió, volviéndose hacia Rachel.

—¿La gran sorpresa que me habías prometido?

—Me he incorporado a la Fundación Treverton.

—¿Cómo? —dijo Connor—. Pero, bueno, ¡eso es fabuloso! —Por un instante, Jasmine temió que la abrazara. En su lugar, Connor le dijo—: Sybil y yo estamos sólo de pasada en los Estados Unidos en nuestro camino hacia Irak. Como llevo varias semanas sin tener contacto con la Fundación, nadie me lo había dicho. O sea que se va a Egipto, ¿eh? Tenemos un programa muy activo de vacunaciones en el Alto Nilo.

—Oh, no. —Se apresuró a contestar Jasmine—. No voy a Egipto.

Me he ofrecido voluntaria para ir al Líbano… a los campamentos. Parece que allí tienen muchas necesidades sanitarias.

—Sí, las necesidades son muchas en todas partes —dijo Connor, haciendo otra pausa para mirarla. Jasmine vio en sus ojos un fugaz destello de inquietud o preocupación, pero en seguida se desvaneció—. Me alegro de que haya decidido unirse a nosotros —añadió—. Temía que los de la competencia nos la quitaran. Uno de esos buques-hospital que ofrecen tantas ocasiones de vivir aventuras. Ah, mire, ya está empezando el programa. —Mientras se volvían hacia la furgoneta, Connor dijo entre risas—: ¡Hemos echado pajas para establecer el orden de intervención de los oradores porque no cabe duda de que sólo los primeros serán escuchados!

De pronto, se propagó un murmullo entre los presentes y todo el mundo guardó silencio. Jasmine vio que una mujer se había encaramado a la capota de la furgoneta y estaba hablando a través de un micrófono.

—Es la doctora Helen Caldicott —explicó Connor—, la fundadora de Médicos por la Responsabilidad Social. La llaman la madre del movimiento antinuclear. Su teoría es la de que los misiles son símbolos fálicos y los dirigentes militares están enzarzados en una contienda que ella califica de «envidia del misil». Una utilización muy inteligente de las teorías de Freud, ¿no le parece?

Jasmine se acercó un poco más a la valla y escuchó la furibunda diatriba de la pediatra australiana contra las armas nucleares.

—¡Hay que contemplar el planeta como si fuera un niño! —dijo Caldicott, levantando la voz por encima de los presentes—. ¡Y a este niño se le ha diagnosticado leucemia! Imagínense que es su hijo. ¿No removerían ustedes cielo y tierra para asegurar la vida de ese niño?

Mientras escuchaba las palabras de la pediatra cuarentona, Jasmine sintió la proximidad de Connor, casi rozándole la ropa. Éste mantenía una mano en la valla y sus dedos estaban doblados con tanta fuerza alrededor de los eslabones metálicos que los nudillos se le habían quedado blancos. Jasmine tuvo que hacer un esfuerzo para no apoyar la mano en la de Connor.

—Bueno, ahora me toca a mí —dijo Connor al ver que Caldicott terminaba su intervención en medio de unos atronadores aplausos—. Crucen los dedos para que pueda pronunciar por lo menos dos palabras —dijo, guiñándole el ojo a Jasmine.

Connor se acercó a la doctora Caldicott en la parte posterior de la furgoneta y ésta le entregó el micrófono. Empezó a hablar con su marcado acento británico y con un tono de voz tan convincente que hasta los agentes de la policía del estado y los hombres de la CÍA le prestaron atención.

—La actual proliferación de armamento nuclear no sólo es una irresponsabilidad, sino también una muestra de sorprendente locura. Es una vergüenza que en este país los gastos destinados a la sanidad pública no lleguen ni siquiera al diecisiete por ciento de lo que se dedica a gastos militares. —Jasmine, con los ojos clavados en él, observó cómo el viento del desierto le agitaba el cabello castaño oscuro y el cuello de su chaqueta de tweed—. ¿Qué puede presagiar eso para el futuro del planeta? —se preguntó Connor—. ¿Qué legado les dejaremos a nuestros hijos? ¿Un legado de bombas, radiaciones y temor?

Cuando él la miró por encima de las cabezas de la gente, Jasmine sintió que se le aceleraba el pulso. Un solitario halcón sobrevoló en círculo la zona, contempló la silenciosa asamblea y se apartó del camino de un helicóptero.

—¡Somos responsables de los niños de todo el mundo! —añadió Connor casi a gritos—. El deber de que nuestros hijos e hijas hereden un planeta pacífico y saludable no corresponde sólo a los padres sino a todas y cada una de las personas que habitan en este mundo.

Jasmine contuvo la respiración. No creía posible enamorarse de él más de lo que ya estaba.

Un agente de la policía local interrumpió súbitamente la reunión, hablando a través de un megáfono.

—Están ustedes ocupando una propiedad del Estado. La concentración es ilegal. Si no desocupan de inmediato la zona, serán detenidos.

Connor no le hizo caso y siguió hablando.

El agente repitió la advertencia y, al negarse Connor a bajar, se iniciaron las detenciones. Jasmine se sorprendió de que los manifestantes se dispersaran con tanto orden, sin armar alboroto ni oponer resistencia. Connor bajó de la capota de la furgoneta y un miembro de la policía de las Fuerzas Aéreas le asió del brazo. Jasmine le vio caminar con serena dignidad hacia el vehículo militar estacionado allí cerca. Le seguía Sybil Connor.

—Bueno pues —dijo Rachel—, ¡ya ha conseguido que lo detengan!

Un reportero de la televisión acercó un micrófono al rostro de Connor.

—¿Algún comentario para nuestros espectadores? Connor le miró con expresión enfurecida.

—Es una vergüenza que en esta época en que vivimos haya en todo el mundo niños que todavía siguen muriendo de poliomielitis. Ves a un pobre niño tullido en Kenia y le tienes que decir que así tendrá que vivir toda la vida. Eso no tiene ninguna justificación. Y, mientras se siguen fabricando estas malditas cabezas nucleares tan enormemente caras y tan peligrosas para el planeta, cuarenta mil niños inocentes del Tercer Mundo mueren cada día por culpa de enfermedades corrientes que se podrían prevenir fácilmente por medio de la vacunación.

—¡Pero vacunar a todos los niños del mundo es un objetivo imposible, doctor Connor! —gritó el reportero a su espalda mientras el agente sujetaba al profesor por el brazo.

—Con recursos y el personal… —contestó Connor sin poder terminar la frase, pues en seguida lo empujaron hacia el vehículo de la policía y la portezuela se cerró ruidosamente a su espalda.

—Tenías razón, me alegro de haber venido —dijo Rachel contemplando cómo se dispersaban los manifestantes antes de regresar con Jasmine a su automóvil—. ¡Mort se alegrará de que haya tenido el sentido común de no dejarme detener! —Mientras esperaba a que Jasmine abriera las portezuelas, añadió—: Pero lo que ha dicho el doctor Connor me parece lo más natural. Jas, ¿por qué no regresas a Egipto?

—Me prometí a mí misma no regresar jamás —contestó Jasmine, subiendo al vehículo y abriendo la portezuela del otro lado.

—Pero ¿por qué? Jasmine miró a su amiga.

—Rachel, te voy a decir una cosa que jamás le he dicho a nadie, ni siquiera a Greg. Me fui de Egipto con deshonor. De hecho, mi padre me echó de casa porque me acosté con un hombre que no era mi marido y quedé embarazada. No éramos amantes sino enemigos. Aquel hombre había amenazado con provocar la ruina de mi familia si yo no me acostaba con él. Intenté resistir, pero él fue más fuerte. Así fue como abandoné Egipto.

—Pero ¿tu familia no sabe que no tuviste la culpa?

—A sus ojos, la tuve. En Egipto el honor lo es todo. Una mujer tiene que preferir la muerte antes que la propia deshonra y la de su familia. Me quitaron a mi hijo y me dijeron que era como si hubiera muerto. No regresaré junto a ellos.

—Pero ¿cómo sabes que no se arrepienten de lo que hicieron? —preguntó Rachel—. ¿Cómo sabes que no desean tu vuelta? Jasmine, eso por lo menos tendrías que averiguarlo. No puedes pasarte la vida enojada con ellos.

Jasmine vio pasar los vehículos de la policía militar y se preguntó adónde llevarían a los Connor. Recordó la expresión de alegría del rostro de Declan al decirle ella que se había incorporado a la Fundación. Tal vez él quiso abrazarla en aquel momento, pero reprimió el impulso.

—¿No echas de menos a tu familia, Jas? —le preguntó Rachel. Jasmine miró a su amiga. El negro cabello que Rachel llevaba recogido hacia atrás se había soltado un poco y algunos mechones le enmarcaban el rostro.

—Echo de menos a mi hermana —contestó—. Camelia y yo estábamos muy unidas cuando éramos pequeñas. —Giró la llave de encendido del vehículo e hizo lentamente marcha atrás hacia la carretera, uniéndose a los demás automóviles que también se estaban retirando—. ¿Te apetece almorzar en Las Vegas? —preguntó.

—Por supuesto que sí —contestó Rachel, soltando una carcajada—. Y de paso me podrás hablar de estos emocionantes campos de refugiados a los que piensas ir como voluntaria.

Mientras el Thunderbird se adentraba en el tráfico, Jasmine contempló los vehículos militares a través del parabrisas y se sintió electrificada. En realidad, no colaboraría con Connor, puede que jamás lo hiciera, pero ambos trabajarían por las mismas causas y para la misma Fundación. Hubiera querido encaramarse sobre la aplanada formación rocosa que tenía más cerca y gritarle al mundo su felicidad. En su lugar, asió el volante y experimentó de pronto el deseo de escribirle una carta a Camelia.