Yacob le daba miedo.
Mejor dicho, lo que le daba miedo era la idea de enamorarse de él y de que él correspondiera a su amor. Camelia había procurado por todos los medios luchar contra ella, pasándose largas horas en los ensayos de su espectáculo, sumergiéndose en la coreografía y el vestuario, llenando por completo su vida de tal forma que por la noche cayera rendida en la cama y se sumiera en un profundo sueño en el que ni siquiera Yacob Mansur pudiese penetrar. Sin embargo, cuando despertaba por la mañana, lo primero que veía era la imagen de un hombre discreto y ligeramente grueso con gafas de montura metálica y cabello ligeramente ralo. Y, más tarde, cuando danzaba en el Hilton y sonreía y recibía los aplausos, le buscaba entre el público hasta que, al fondo de la sala, más allá de las luces y de los espectadores enardecidos, le veía de pie, observándola en silencio.
¿Sentiría él lo mismo por ella?, se preguntaba. Estaba claro que debía de sentir algo. ¿Por qué, si no, hubiera estado entre el público tan a menudo? Y, sin embargo, ni una sola vez la había visitado en su camerino ni le había enviado flores o inundado de billetes de una libra tal como hacían otros hombres. En los cuatro meses transcurridos desde que le conociera en la redacción del periódico, Camelia no había vuelto a intercambiar una sola palabra con Mansur.
No sabía nada de él, pero adivinaba, por el traje que llevaba siempre que iba a verla actuar, que no debía de andar muy sobrado de dinero, aparte el hecho de que su periódico a duras penas podía sobrevivir y sólo se sostenía gracias a las donaciones. Ni siquiera sabía si estaba casado, pues había evitado deliberadamente averiguar nada sobre él en la esperanza de que se le pasara el enamoramiento. Pero no se le había pasado, sino que cada vez era más fuerte.
A lo largo de los años, Camelia había levantado una defensa contra el amor de tal manera que, en las pocas ocasiones en que se había sentido atraída por alguien, el sentimiento había muerto antes de que ella le diera la oportunidad de florecer. Sin embargo, por una extraña razón, Yacob Mansur había encontrado el medio de superar aquella defensa. Y ahora ella no sabía qué hacer.
Sospechaba que no era muy sensato enamorarse de un judío en los tiempos que corrían. Años atrás, antes de que estallaran las guerras con Israel, los judíos egipcios habían convivido pacíficamente con los musulmanes. ¿Acaso las familias Misrahi y Rashid no estaban unidas? Sin embargo, las tres humillantes derrotas sufridas por los egipcios a manos de los israelíes habían provocado la animadversión de los egipcios hacia sus hermanos semitas; las íntimas relaciones de amistad entre los miembros de ambas comunidades eran objeto de reproche y la situación resultaba especialmente intolerable cuando el hombre era judío y la mujer musulmana.
Pero Camelia no podía quitarse a Yacob de la cabeza.
Compraba cada día su periódico y leía su columna. Le parecía que escribía con brillantez sobre temas polémicos, exigiendo audazmente que el gobierno llevara adelante las necesarias reformas, mencionando nombres con temeraria valentía e incluso describiendo casos concretos de injusticia. Mansur también solía publicar elogiosas reseñas de sus actuaciones; jamás se refería a su cuerpo, cosa que se hubiera considerado altamente ofensiva, pero se deshacía en alabanzas al hablar de su habilidad y su talento. ¿Había leído Camelia la palabra «amor» entre aquellas líneas encomiásticas? ¿O eran sólo figuraciones suyas? ¿Se estaría enamorando de verdad de un hombre con el cual sólo había mantenido un breve diálogo y al que únicamente había entrevisto fugazmente al fondo de la sala dónde ella actuaba? ¿Cómo podía saberlo si jamás había conocido lo que era el amor? Hubiera querido pedirle consejo a Umma, pero la norma de Amira era siempre la misma: primero viene el matrimonio y después el amor.
Mientras su limusina avanzaba entre el denso tráfico de las calles de El Cairo y su guardaespaldas permanecía sentado en el asiento delantero al lado del chofer, Camelia miró a través de la luna tintada de oscuro de la ventanilla y se sorprendió de que aquella tarde se sintiera más emocionada que una colegiala. ¿Cuándo se había sentido tan aturdida? En realidad, se dirigía a la redacción del periódico de Yacob en la calle al-Bustan para cumplir un encargo y había tardado tres horas en prepararse.
Sacudió la cabeza pensando: «Tengo treinta y cinco años y nunca he mantenido una íntima relación con un hombre. Estoy tan nerviosa como cuando era pequeña y Hassan venía a casa y yo pensaba que me iba a morir de amor».
Hassan al-Sabir, cuyo asesinato todavía constaba en los archivos de la policía como crimen no aclarado y que, en opinión de Camelia, se merecía lo que le había ocurrido por lo que le había hecho a Yasmina.
Apartó aquel oscuro recuerdo de su memoria mientras la limusina se detenía delante de un gran edificio de piedra gris del que estaban saliendo en tropel numerosas niñas vestidas con un uniforme azul. Desde que leyera en la prensa que una niña musulmana había sido secuestrada por unos cristianos coptos, Camelia se encargaba personalmente de ir a recoger cada día a su hija a la escuela.
Zeinab se encontraba frente a la entrada, despidiéndose de una niña pelirroja. De no haber sido por el aparato ortopédico que le rodeaba la pierna, hubiera sido como cualquiera de aquellas adolescentes desbordantes de energía, un poco desgarbada y con dos largas trenzas que le bajaban por la espalda. Sólo su forma de andar, cuando se acercó renqueando al automóvil, la diferenciaba de las demás.
—¡Hola, mamá! —dijo la niña, besando a Camelia mientras subía al vehículo.
—¿Con quién estabas hablando, cariño?
—¡Es Angelina, mi mejor amiga! Quiere que vaya mañana a su casa. ¿Me dejarás?
—¿Angelina? ¿Es extranjera?
Zeinab soltó una carcajada.
—¡Es egipcia, mamá! Y es la única niña de la escuela que es amable conmigo y no se burla de mí.
Camelia se conmovió en lo más hondo de su corazón y recordó que, en cuestión de dos meses, Zeinab cumpliría quince años y terminaría sus estudios secundarios. ¿Qué ocurriría entonces? ¿Cuál sería su futuro? ¿Cómo podría andar por la vida una niña tullida? Seguramente Zeinab jamás se casaría y necesitaría a alguien que la protegiera. Hakim Rauf, aunque se portaba maravillosamente bien con ella, ya se estaba haciendo mayor.
Necesita un padre, pensó Camelia.
—¿Mamá? —dijo Zeinab mientras el automóvil se adentraba en el caótico tráfico de la calle al-Bustan y el chofer, siguiendo la costumbre egipcia, hacía sonar el claxon en lugar de pisar el freno—. ¿Puedo ir a casa de Angelina?
—¿Dónde vive?
—En Shubra. Camelia frunció el ceño.
—Es un barrio cristiano. Puede que no sea muy seguro.
—¡No me puede pasar nada! ¡Angelina es cristiana! Camelia miró a través de la ventanilla. ¿Qué iba a decir ahora?
Había tratado de proteger a su hija del odio que dividía El Cairo y que ella misma estaba empezando a sentir hacia las personas que le habían hecho daño a tío Hakim. Dentro de los seguros muros de su lujoso apartamento del decimoctavo piso, Camelia había visto terribles reportajes filmados de incendios de mezquitas y asesinatos de coptos en una escalada atizada por las leyes de la venganza. Al pedirle el presidente Sadat al pope copto Shenuda que se sentara a negociar en una conferencia de paz y haberse negado éste a acceder a la petición, los coptos habían aparecido como los malos y Camelia pensó: «Quieren seguir matando». Entonces su desconfianza y su temor hacia ellos se intensificó.
—No quiero que vayas, cariño —dijo ahora, apartando unos mechones de cabello del rostro de Zeinab—. En estos momentos no es seguro.
Zeinab ya casi esperaba aquella respuesta de su madre. Desde que le hicieran daño al pobre tío Hakim, todo el mundo hablaba mal de los cristianos. Pero Angelina no era mala sino encantadora y divertida y, además, tenía un hermano tremendamente guapo que a veces acudía a recogerla a la escuela.
—A ti no te gustan los cristianos, ¿verdad, mamá? —preguntó.
Camelia eligió cuidadosamente las palabras, tratando de no transmitir a su hija sus propios prejuicios.
—No es una cuestión de que me gusten o no me gusten, cariño, sino una realidad. Hasta que las autoridades resuelvan esta disputa entre los coptos y los musulmanes, nadie estará a salvo. No tienes que mantener tratos ni con Angelina ni con ningún otro cristiano hasta que haya seguridad. ¿Lo has entendido?
Al ver la expresión cariacontecida de Zeinab, Camelia rodeó los frágiles hombros de la niña con su brazo y la atrajo hacia sí. La pobre Zeinab estaba tan preocupada por su propio aspecto que le resultaba difícil tener amigas en la escuela. Camelia comprendía el ansia de los ojos de la niña y su secreto anhelo de que los demás la aceptaran y le ofrecieran su amistad. Mi hija y yo somos iguales, pensó. Zeinab quiere ser amiga de una cristiana y yo estoy enamorada de un judío.
—Mira, ahora pararé un momento para hacer un recado y después nos iremos a merendar al Groppi’s. ¿Qué te parece? ¡Las dos nos hincharemos de comer pasteles!
—Será estupendo —dijo Zeinab, sumiéndose inmediatamente en el silencio.
No era justo que unas pocas personas malas gobernaran los asuntos de todas las demás. Deseaba con toda su alma visitar la casa de Angelina, por lo que, a pesar de haber prometido no ir, ya estaba tratando de buscar algún medio de poder hacerlo. Si su madre no se enterara, no ocurriría nada, pensó.
Al llegar a la callejuela, el chofer introdujo hábilmente el enorme vehículo en un espacio entre un vendedor ambulante de falafel y un carro lleno de naranjas tirado por un borrico. Camelia dudó un poco antes de bajar.
Trató de convencerse de que lo hacía por Dahiba, cuyo último trabajo guardaba en su bolso. Lo hacía por la justicia social y las reformas, para ayudar a sus hermanas oprimidas. Sin embargo, mientras se retocaba una vez más el maquillaje y sentía los furiosos latidos de su corazón en el pecho, comprendió la verdadera razón por la cual se había ofrecido a entregarle directamente en mano a Mansur el artículo de Dahiba.
Raduan abrió la portezuela y los peatones la miraron en el momento de bajar. Cuando le pidió al guardaespaldas que se quedara en el automóvil con Zeinab, él frunció el ceño; Camelia sabía que Raduan no estaba muy conforme con la idea de dejarla bajar por la angosta callejuela sin escolta. Cruzando los poderosos brazos, Raduan se apoyó contra el vehículo y la vio adentrarse en la callejuela, alta, elegantemente vestida, calzada con zapatos de tacón y con los labios pintados de rojo y el rostro enmarcado por una nube de negro cabello que atraía las miradas de hombres y mujeres por igual.
La ventana de la redacción del periódico aún estaba cubierta con cartón, pero Camelia observó con inquietud que la puerta había sido arrancada de sus goznes. Al entrar, vio que los escritorios habían sido golpeados con un hacha y que había papeles manchados con pintura diseminados por doquier.
Encontró a Yacob en la estancia de atrás, examinando unas páginas empapadas de pintura.
—¿Cómo está usted? —le preguntó.
—¡Señorita Rashid!
—¿Quién lo ha hecho? ¿Los coptos?
—Puede ser —contestó Mansur, encogiéndose de hombros—. A ambos bandos les encantaría dejarme sin trabajo. Y parece que, de momento, lo han conseguido. Nos han robado los archivos y las máquinas de escribir:
Camelia se encendió, de cólera. Primero Hakim y ahora Yacob. Por supuesto que no iba a permitir que Zeinab visitara a Angelina y a su familia cristiana.
—Quizá convendría que dejara usted de publicar el periódico durante algún tiempo —dijo—. Su vida corre peligro. Piense en su familia… en su mujer y sus hijos.
—No tengo hijos. —Mansur la miró un instante y se volvió a colocar las gafas como si no pudiera dar crédito a sus ojos y le pareciera imposible que ella estuviera allí—. No estoy casado.
Camelia clavó de pronto la mirada en la fotografía del presidente Sadat que colgaba en la pared. Qué imprevisibles son los misteriosos caminos de Alá, pensó. ¿Acaso no había pensado ella hacía unos momentos que Zeinab necesitaba un padre? ¿Y acaso no estaba ocurriendo algo precisamente en aquel instante entre ella y aquel hombre? Volvió a mirar a Mansur y observó que le faltaba el primer botón de la camisa. No se parecía en absoluto a los acaudalados hombres de negocios y los príncipes saudíes a los que ella estaba acostumbrada a tratar.
«¿Podría yo casarme con un hombre semejante?».
Sí. Sí.
—No me daré por vencido, señorita Rashid —estaba diciendo Mansur—. Amo este país. Egipto fue grande en otros tiempos y puede volver a serlo. Si usted tuviera un hijo indisciplinado, intentaría corregirlo, ¿no es cierto? No lo abandonaría ni siquiera si este hijo se revolviera contra usted, ¿verdad? —Tomó una silla y trató de enderezarla, pero vio que tenía una pata rota—. Tengo un título de periodista, señorita Rashid —añadió mientras buscaba algún lugar donde ella pudiera sentarse—. Trabajé durante algún tiempo en grandes periódicos de El Cairo, pero allí me decían lo que tenía que escribir y eso yo no podía hacerlo. Hay cosas que deben denunciarse. —Miró a Camelia en medio de la débil luz que penetraba desde la estancia exterior—. Usted lo comprende, pues se vio obligada a publicar su ensayo en el Líbano. Sin embargo, yo, como egipcio, quiero publicar mis escritos en Egipto.
En aquel pequeño y abarrotado cuarto, Camelia percibió una sensación de intimidad y se dio cuenta de lo cerca de ella que estaba Mansur.
—¿Aún a riesgo de su vida? —le preguntó.
—¿De qué me sirve la vida si no me mantengo fiel a mis convicciones? Mientras pueda escribir y encuentre a alguien dispuesto a imprimir mis palabras, lo seguiré intentando.
Camelia asintió con la cabeza.
—En tal caso, le ayudaré —dijo—. Me comentó usted que sobreviven gracias a las donaciones. Haré una donación. Mañana recibirá usted nuevas máquinas de escribir y nuevos escritorios y podrá volver a escribir.
Los ojos de ambos se cruzaron y, por un instante, la ruidosa y antigua ciudad que los rodeaba pareció desvanecerse.
—Estoy olvidando las buenas maneras —dijo Mansur en voz baja—. Venga, pediré que nos sirvan el té —añadió, extendiendo el brazo para indicarle la estancia exterior.
Al hacerlo, la manga de la camisa se le subió un poco y Camelia le dijo:
—Tiene una magulladura en la muñeca…
Sin embargo, al mirar con más detenimiento, experimentó un sobresalto. No era una magulladura sino un tatuaje.
De una cruz copta.
Amira no hubiera querido hacer lo que estaba a punto de hacer, pero no tenía más remedio. Buscó bajo las blancas prendas dobladas que aún esperaban la peregrinación a La Meca que ella estaba a punto de emprender y sacó el estuche de madera con incrustaciones de marfil en cuya tapa figuraba grabada la inscripción Alá, el Misericordioso.
La cólera de Alá con Ibrahim resultaba evidente en la hija que Huda acababa de dar a luz, la quinta; en el aborto de Fadilla; en su propia imposibilidad de encontrarle a Ibrahim una segunda esposa idónea; en su incapacidad de encontrar un marido para Camelia; y, finalmente, en el insensato plan de Ibrahim de partir la casa, convirtiendo una mitad de la misma en apartamentos de alquiler y dejando la otra mitad para la familia.
Amira no estaba dispuesta a consentirlo.
Ésa era la razón de la visita que iba a recibir de un momento a otro y para la cual se tenía que preparar. Cerró con un suspiro el cajón que contenía sus prendas de peregrina y se dirigió con el estuche a una salita contigua al gran salón, una estancia decorada con gusto exquisito destinada a recibir a los invitados especiales sin interferencias de la familia. Amira había arreglado la estancia y ella misma había preparado los refrescos…, se trataba de una reunión de la que su familia no debería enterarse. Mientras inspeccionaba la cafetera de cobre y la fuente con pastelillos y fruta natural, oyó sonar el timbre de la puerta. Momentos después, una criada acompañó al visitante de Amira a la salita y se retiró, cerrando la puerta.
Amira evaluó a Nabil al-Fahed en un instante: un hombre de cincuenta y tantos años, muy elegante a su juicio, sin apenas hebras grises en su negro cabello y con una buena figura enfundada en un traje confeccionado a la medida; un hombre muy apuesto, que le recordaba al difunto presidente Nasser, con una poderosa nariz y una pronunciada mandíbula. Rico, pensó, extremadamente rico. Y, por consiguiente, sin apuros económicos.
—La paz y la compasión de Alá sean contigo, Nabil al-Fahed —le dijo, invitándole a sentarse mientras vertía café en las tazas—. Honra usted mi casa.
—Sean contigo la paz y la compasión de Alá junto con sus bendiciones —contestó él sentándose—. El honor es mío, sayyida.
Amira había oído hablar por primera vez de Nabil al-Fahed a través del señor Abdel Rahman, el cual se lo había mencionado en términos extremadamente elogiosos tras haberle ella comprado un sofá y un sillón antiguos. Todo el mundo decía que era uno de los mejores expertos en antigüedades de El Cairo y que era un hábil tasador de joyas. Y, por si fuera poco, honrado a carta cabal. Por consiguiente, en su desesperado afán de impedir que partieran la casa y la alquilaran a unos extraños, Amira había llegado a la conclusión de que ya era hora de separarse de las joyas que en otros tiempos jurara no permitir que jamás salieran de la familia…, entre ellas, la antigua sortija de cornalina que Andreas Skouras le había regalado como prenda de su amor.
—Pronto empezarán a soplar los jamsins —dijo Amira, ofreciéndole a Fahed la tacita de café y la bandeja.
—En efecto, sayyida —dijo el visitante, sirviéndose un cuadrado de baklava, una naranja.
Amira lanzó un suspiro.
—Entonces habrá polvo y arena por toda la casa.
Fahed sacudió compasivamente la cabeza.
—Los jamsins son un verdadero azote para las amas de casa.
Siendo un tasador profesional, Nabil al-Fahed hizo también una rápida valoración por su cuenta. En Amira Rashid vio de inmediato a una mujer de fuerza y voluntad, cuya belleza física procedía de un poder interior, sentada como una reina en su dorado sillón tapizado de brocado. Su ropa era cara y tenía muy buen corte; las joyas no eran excesivas, lo justo para demostrar su buen gusto y su clase; era sin duda una exponente de la antigua generación de nobles y aristocráticas mujeres que habían conocido el harén y el velo…, una raza en fase de extinción, cuya desaparición lamentaba profundamente Nabil al-Fahed, amante de las antigüedades y de los fastos de otros tiempos.
Al entrar en la estancia, lo primero que había visto Fahed había sido una fotografía del rey Faruk en compañía de un joven, colgada en la pared del otro lado. El hijo de la mujer, dedujo, a juzgar por el parecido físico. El anticuario se frotó mentalmente las manos, imaginándose los deliciosos objetos que la señora Amira le invitaría a tasar, probablemente con la intención de venderlos. A juzgar por las dimensiones, la antigüedad y la magnificencia de la casa, la edad de la mujer y la fotografía del Rey, Fahed dedujo que le iban a mostrar insólitos objetos de incalculable valor. ¿Recuerdos tal vez de la familia real? Tales trofeos eran cada vez más escasos y su valor subía como la espuma, pues todos los coleccionistas estaban deseando poseer alguna reliquia del glorioso y escandaloso pasado de Egipto. Nabil al-Fahed hincó el diente en la pegajosa y dulce baklava y tomó un sorbo de dulce café, preguntándose con qué suerte de tesoro lo iba a deslumbrar la señora Amira.
Mientras ambos proseguían su conversación intrascendente, haciendo comentarios sobre toda suerte de cosas menos sobre el propósito de aquella reunión, Fahed estudió discretamente las demás fotografías que colgaban en la pared. Al ver una fotografía de Camelia, exclamó:
—Al hamdu lillah! —E inmediatamente añadió—: Mil perdones, sayyida, pero ¿acaso esta joven es pariente tuya?
—Es mi nieta —contestó Amira con orgullo. Fahed sacudió la cabeza en gesto de admiración.
—Es la luz que ilumina tu familia, sayyida. Amira arqueó las cejas.
—¿Has visto actuar a mi nieta, Nabil al-Fahed?
—Alá me ha otorgado esta bendición. Perdona mi atrevimiento, pues tú y yo acabamos de conocernos, pero ¿has visto alguna vez la luz del sol danzando sobre el Nilo o los pájaros danzando entre las nubes? Pues no son nada comparados con las danzas de la Camelia.
Amira le miró fijamente. La había llamado «la Camelia».
—Tengo entendido que su esposo murió como un héroe en la guerra de los Seis Días, Alá lo tenga en su Paraíso. Y que dejó a la encantadora Camelia sola con una hija.
—Loado sea Alá, Zeinab es una niña muy buena —contestó Amira muy despacio, un poco sorprendida ante aquella alusión un tanto incorrecta a Camelia en la conversación. Todos los diálogos tenían unas reglas de etiqueta muy precisas y Nabil al-Fahed estaba bordeando los límites de la incorrección.
—Hace mucho tiempo que deseo conocerla, pero no quería ofenderla acercándome a ella sin haber sido debidamente presentado.
Amira parpadeó. ¿Estaba diciendo aquel hombre lo que ella creía que había dicho? Amira se recuperó serenamente del sobresalto y, siguiendo aquel inesperado hilo, comentó:
—Debes de tener una esposa muy comprensiva, Nabil al-Fahed; de otro modo, podría estar celosa.
—Mi esposa es una mujer maravillosa, sayyida, pero ya no estoy casado con ella. Hace cinco años nos divorciamos por mutuo acuerdo cuando el mayor de mis hijos se casó y se fue a vivir por su cuenta. Alá me ha bendecido con ocho hijos espléndidos, pero todos ellos son independientes. Y ahora que he completado esta parte de mi vida y gozo de excelente salud, loado sea Alá, me dedico a coleccionar objetos hermosos. —Al-Fahed posó la taza de café sobre la mesita y sacudió la cabeza—. Me sorprende que tu bellísima nieta no se haya vuelto a casar, sayyida.
O. sea que no se había equivocado, pensó Amira. Nabil al-Fahed acababa de abrir el diálogo para la negociación de una boda. Mientras dejaba la taza en su platito, Amira pasó revista a los puntos esenciales que Fahed acababa de revelarle: no estaba casado, no le interesaba tener más hijos, gozaba de buena salud; disfrutaba de una desahogada posición económica y le interesaba Camelia.
—A los hombres les gusta contemplar a una danzarina, Nabil al-Fahed —dijo Amira para asegurarse un poco más—, pero pocos desean casarse con ella.
—¡Una debilidad de los celosos, mi estimada señora! Por el Profeta, la paz de Alá sea con él. ¡Yo no soy de ésos! ¡Cuando poseo un objeto de insólita belleza, lo exhibo ante el mundo!
Esbozando una gentil sonrisa, Amira se inclinó hacia la cafetera, añadiendo mentalmente otros dos puntos favorables a la lista de Nabil al-Fahed: no era celoso y permitiría que Camelia siguiera ejerciendo su profesión.
Los ojos de al-Fahed volvieron a posarse en la fotografía de Camelia.
—Claro que una mujer tan bella y de tan impecable reputación como Camelia, viuda nada menos que de un héroe de guerra, exigirá sin duda una elevada compensación. Otra cosa sería un insulto.
Amira volvió a llenar de café las delicadas tazas de porcelana y pensó: «Éste es el punto definitivo, pagará generosamente».
Después, preguntándose bajo qué estrella habría nacido Fahed, ocultó disimuladamente el joyero detrás de un almohadón de raso y dijo:
—Mi querido Nabil al-Fahed, si lo deseas, tendré sumo gusto en presentarte a mi nieta…
Yacob observó la expresión consternada del rostro de Camelia.
—No sabía usted que soy cristiano —dijo.
Se encontraban todavía en la pequeña estancia de la parte de atrás en la que Camelia se había quedado petrificada.
—Yo… pensaba que era usted judío.
—¿Y eso cambia las cosas?
—No. Por supuesto que no. Estas cuestiones jamás deben interferir en los negocios.
—¿Negocios?
Camelia abrió el bolso con trémula mano. ¿Cómo era posible que se hubiera equivocado hasta tal extremo?
—Ésta no es una visita social, señor Mansur. Mi tía me ha pedido que le muestre un ensayo que ella ha escrito para ver si usted podría publicarlo en su periódico.
Como no quería mirarle a la cara, Camelia no vio la decepción que afloró a los ojos de Mansur.
—Tendré mucho gusto en leerlo —dijo éste en voz baja, tomando las hojas.
Camelia apartó la mirada mientras trataba de asimilar aquel terrible e inesperado hecho: Yacob Mansur pertenecía a aquel grupo de atizadores del odio que había intentado matar a tío Hakim.
Mansur leyó en voz alta la primera página mecanografiada de Dahiba: «Las mujeres no pretenden subvertir la Ley Sagrada, pues está escrita en el Corán, sino reparar las injusticias que se cometen fuera de esta ley. Consideramos sagrado lo que está escrito en el Corán, pero exigimos que se corrija lo que no lo está. Las mujeres de Egipto exigen una ley que obligue al hombre a informar de inmediato a su mujer cuando se divorcie de ella; exigen también que un hombre informe a su mujer cuando haya tomado una segunda o una tercera esposa; el derecho de una primera esposa de divorciarse en caso de que su marido haya tomado una segunda esposa; el derecho de una mujer de divorciarse en caso de que su marido le cause daños físicos; y, por último, el término de la brutal práctica de la circuncisión femenina».
Mansur miró a Camelia con expresión enigmática.
—Lo que exige su tía es muy razonable —dijo—, pero no será considerado así por los hombres. Algunos afirman que el feminismo es un arma del Occidente imperialista destinado a desestabilizar la sociedad árabe y destruir nuestra identidad cultural.
—¿Y usted lo cree?
—Si lo creyera, no habría publicado su ensayo. ¿Sabía usted que la edición que publicamos en noviembre con su ensayo recibió una acogida tan favorable que tuvimos que sacar una segunda edición y nos llovieron las peticiones? Sobre todo por parte de mujeres, pero también de muchos hombres. —Mansur hizo una pausa y, al ver que ella no decía nada, añadió—: ¿Por qué nos peleamos? Todos somos árabes, tanto los musulmanes como los coptos.
—Perdone —dijo Camelia sin poder mirarle—. Mi tío fue maltratado por los cristianos. Intentaron ahorcarle…, fue algo horrible.
—Hay gente mala en todos los grupos. ¿Creyó usted entonces que todos éramos asesinos? Señorita Rashid, el cristianismo es la religión de la mansedumbre, una religión de paz…
—Tengo que irme —dijo Camelia, encaminándose hacia la estancia exterior—. Perdóneme, por favor, pero…
De pronto, dos jóvenes vestidos con galabeyas blancas bajaron por la callejuela gritando:
—¡Fuera los cristianos!
Camelia se volvió sorprendida justo en el momento en que los jóvenes arrojaban unas piedras, rompiendo los cristales que todavía quedaban en la ventana, cuyos trozos se esparcieron por el suelo. Lanzó un grito y Yacob la apartó rápidamente a un lado para protegerla. Mientras las pisadas se alejaban calle abajo, ambos permanecieron abrazados y no se soltaron ni siquiera cuando se restableció el silencio.
—¿Se encuentra bien? —musitó Yacob, estrechando fuertemente en sus brazos a Camelia.
—Sí —contestó ella en un susurro, sintiendo los latidos del corazón de Yacob contra el suyo.
De pronto, Mansur le cubrió la boca con la suya y la besó y ella le correspondió.
—¡Zeinab! —exclamó súbitamente Camelia—. ¡Mi hija está aquí fuera!
Encontró a Raduan en la calleja corriendo hacia ella con la mano en el interior de la chaqueta, a punto de extraer el arma que siempre llevaba.
—Un momento —le dijo casi sin resuello—. ¡Estoy bien! No ha sido más que… una travesura.
Al ver la recelosa mirada que el gigantesco sirio le dirigía a Yacob, el corazón le dio un vuelco en el pecho. Había estado a solas con un hombre que no era pariente suyo y había permitido que éste la besara. Como Raduan lo supiera, mataría a Mansur.
—No pasa nada, Raduan —añadió—. El señor Mansur es un viejo amigo. De veras, estoy bien. Por favor, vuelve al automóvil y dile a Zeinab que en seguida voy. —En cuanto el guardaespaldas se retiró, Camelia se volvió hacia Yacob diciendo—: No volveré más. Y, por favor, no vengas a ver mis actuaciones. Lo nuestro jamás podría ser. Es demasiado peligroso y… —Se le quebró la voz al decir—: Debo pensar en mi hija. Alá te guarde, Yacob Mansur. Que el Señor te proteja. Allah ma’aki.