Jasmine bajó del autobús y se detuvo en la acera antes de echar a andar hacia su edificio de apartamentos. El corazón le latía con fuerza en el pecho. ¿Cómo demonios le iba a comunicar a Greg la noticia? Le había caído encima como un rayo y a él lo iba a dejar totalmente estupefacto. No quería ni pensarlo.
Al entrar en el apartamento que compartía con Greg desde hacía siete años y medio, notando en el rostro las primeras gotas de lluvia de noviembre, vio que, como de costumbre, Greg tenía compañía en el salón. Jasmine se alegró de que aquella noche hubiera sólo hombres. Algunas veces los amigos se presentaban con sus esposas y sus novias y entonces ella cedía al antiguo impulso de atraer a las mujeres a la cocina y dejar a los hombres en el salón, un vestigio de sus viejos tiempos. A menudo, las mujeres se reunían a tomar café con ella en la cocina, pero, en general, preferían quedarse con los hombres y ella imitaba su ejemplo aunque siempre lo hacía a regañadientes y se sentía incómoda.
En cierta ocasión se lo había comentado a Rachel Misrahi, la cual ejercía como médica en el Valle, y ésta le había contestado:
—Eres una mujer con estudios. Jas. Nada menos que una médica. Tienes que adaptarte a los tiempos y aceptar el hecho de la igualdad entre hombres y mujeres. Se acabaron los malditos papeles.
Aquella noche se alegró de que sólo estuvieran allí los habituales compinches de la camarilla de aspirantes al doctorado del departamento de Antropología, unos eternos estudiantes como el propio Greg que sonrieron y le dijeron «hola» cuando la vieron entrar y dejar el maletín médico al lado del teléfono antes de dirigirse a la cocina para quitarse la blanca bata del laboratorio y enchufar la cafetera eléctrica.
Al ver la docena de claveles rojos y blancos en un sencillo jarrón de floristería, Jasmine esbozó una triste sonrisa. Su querido Greg cada año por aquella fecha le compraba sin falta unos claveles en recuerdo de la muerte de su madre. Y, cada vez, Jasmine pensaba que ojalá no lo hubiera hecho, aunque en el fondo se alegraba.
Su querido Greg jamás había conseguido encender en ella la chispa del amor.
Repasó la correspondencia que Greg había dejado sobre la mesa: facturas, anuncios de seminarios médicos, ofertas de empleo de dos hospitales, una nueva petición de dinero para el Fondo de Ex Alumnos Universitarios y una postal de Rachel desde Florida. De Egipto, nada.
Siete años atrás, una carta que ella le había escrito a su madre le había sido devuelta junto con una carta de Amira: «Nuestra querida Alice ha muerto, Alá la tenga en su Paraíso. Murió en un accidente de tráfico». Y Zacarías, añadía Amira, se había ido en busca de Sahra, la cocinera, la cual también había dejado a la familia.
De este modo, se había roto no sólo el único y frágil eslabón que la unía a los suyos, sino también la única esperanza de que su hijo Muhammad la recordara. Jasmine sabía que, tal como había ocurrido con Fátima, no habría en la casa ninguna fotografía suya ni nadie mencionaría jamás su nombre. Para Muhammad, ahora que su abuela Alice había muerto, su madre también estaría muerta. Sólo seis años y medio más tarde, en la primavera pasada, Jasmine había recibido una noticia y una fotografía enviada por Amira en la que aparecía Muhammad en la ceremonia de su graduación en el instituto de enseñanza media. La fotografía mostraba a un joven asombrosamente guapo con unos grandes y líquidos ojos como los de las figuras de los primitivos sarcófagos cristianos. Sin embargo, Muhammad no sonreía, en un visible intento de no mostrar su vulnerabilidad ante la cámara.
En los trece años transcurridos desde que Jasmine se fuera de Egipto, su hijo no le había escrito ni una sola vez.
Jasmine se alegró mucho de que el último objeto de su correspondencia fuera un paquete de Declan Connor. Era la última edición de Cuando usted es el médico e incluía una instantánea en blanco y negro del propio Connor, su mujer Sybil y su hijo, y una carta en la que el profesor le describía su labor en Malasia y su lucha contra la malaria. La misiva era breve y amistosa y no contenía la menor alusión al idilio que había estado a punto de florecer entre ambos siete años atrás. Jasmine no había vuelto a ver a Connor desde entonces, pero ambos se habían mantenido en contacto.
La puerta de la cocina se abrió de repente y Jasmine vio fugazmente en la pantalla del televisor la escena de la liberación de los rehenes norteamericanos, descendiendo de un aparato procedente de Irán.
—Hola —le dijo Greg, besándola en la mejilla—. ¿Qué tal ha ido el trabajo?
Jasmine estaba agotada. Era el miembro más reciente del equipo de una clínica pediátrica de una barriada muy pobre y, como tal, trabajaba más horas que sus compañeros, pero le daba igual. El cuidado de los hijos de otras mujeres la ayudaba a satisfacer la necesidad de hijos propios. Su hijo Muhammad estaba muy lejos y se lo habían arrebatado y la niñita deforme que había nacido muerta… «No. No recuerdes el pasado». Rodeó con sus brazos la cintura de Greg y le dijo:
—Gracias por los claveles. Son preciosos.
—Espero que no te moleste la presencia de los chicos. —Greg la estrechó un instante en sus brazos—. Estamos haciendo unos planes.
Jasmine asintió con la cabeza apoyada en su hombro. Greg siempre estaba haciendo planes, pero muy pocos de ellos fructificaban. Jasmine ya había desistido hacía mucho tiempo de darle consejos sobre la forma de terminar su tesis doctoral.
—No te preocupes —dijo—. Tengo que ir al hospital a pasar unas visitas. Sólo he venido a casa para ducharme y cambiarme y tomar el coche.
Greg se acercó al frigorífico y sacó una cerveza, diciendo:
—Me alegro de que estés aquí. Tengo una noticia.
Jasmine le miró fijamente a los ojos.
—Qué casualidad. Yo también.
Mientras Greg echaba la cabeza hacia atrás para ingerir unos sorbos de cerveza, Jasmine pensó una vez más en la ironía del destino que la había llevado a casarse con un hombre estando enamorada de otro. Siete años después, seguía casada con uno y todavía enamorada del otro. Sin embargo, apreciaba sinceramente a Greg y entre ambos había surgido un profundo afecto que a veces los había conducido incluso a las relaciones sexuales. Jasmine sospechaba que hacían el amor por pura necesidad de contacto humano; no experimentaban la menor pasión el uno por el otro y tanto menos la emoción que en ella solía despertar una sola mirada de Connor. Una vez en que le confesó a Rachel que su matrimonio con Greg estaba basado más bien en el respeto mutuo que en el amor, su amiga había elogiado aquel matrimonio auténticamente liberado en el que no existían ni las anticuadas expectativas ni los juegos que solían entorpecer la mayoría de relaciones. Sin embargo, Jasmine anhelaba un matrimonio anticuado y seguía envidiando a Sybil Connor.
—Estoy embarazada —dijo.
Greg estuvo a punto de escupir la cerveza.
—¡Santo Cielo! —exclamó—. Y lo dices así, sin avisar.
—Perdona. ¿De qué otra forma quieres que te lo diga? —replicó Jasmine, escudriñando su rostro—. ¿Estás contento?
—¡Contento! Espera un poco, que la cabeza me está dando vueltas. ¿Cómo ha podido ocurrir?
—Tuve que dejar la píldora, como ya sabes, porque me provocaba dolor de cabeza.
—Lo sé, pero hay otros medios. No sé cuándo…
—Durante la barbacoa del Día del Trabajador.
Fue la última vez en que ambos habían hecho el amor. Greg se estaba bebiendo una cerveza junto a la piscina donde un grupo de amigos se había reunido para asar a la parrilla unas hamburguesas y unos bistec. De pronto, Greg convenció a Jasmine de que «entrara en la casa un momento».
—Bueno, supongo que es estupendo —dijo Greg, rodeándola de nuevo con sus brazos—. Pues claro que es estupendo. Sé lo mucho que te gustan los niños. Lo que ocurre es que nunca hablábamos de eso. Pero ¿no tendrás que dejar el trabajo? —preguntó, apartándose un poco—. ¿Cómo vamos a pagar el alquiler?
Los gastos de sus estudios de medicina habían obligado finalmente a Jasmine a vender su casa de Inglaterra y los siete años de convivencia con un hombre que no tenía trabajo habían vaciado sus fondos bancarios. Ahora ambos vivían de lo que ella ganaba en la clínica y aquel embarazo amenazaba la seguridad de sus existencias. Jasmine se sintió de repente en aquella relación «igualitaria» menos libre de lo que jamás se hubiera sentido en cualquier otro momento de su vida. Procuró conservar un tono despreocupado mientras contestaba:
—Supongo que ahora te tocará a ti buscarte un trabajo. Tendrás una familia que mantener.
Greg apartó el rostro y tomó un buen trago de cerveza.
—Por Dios, Jasmine, eso no va conmigo. Tengo que consolidar mi situación antes de que pueda pensar en tener hijos. Aún no sé quién soy ni lo que quiero.
—Tienes treinta y siete años.
Greg soltó una carcajada.
—Sí, la misma edad de mi papá cuando dejó embarazada a mi madre. Qué coincidencia, ¿verdad? —De pronto, Greg miró a Jasmine directamente a los ojos y le dijo—: Te voy a ser sincero, Jasmine. No quiero que ningún hijo mío tenga la clase de educación que tuve yo en todas aquellas escuelas privadas sin ver jamás a mis padres.
Jasmine cerró los ojos y se sintió súbitamente muy cansada.
—Entonces, ¿qué me aconsejas que haga?
Greg arrancó un imán de la puerta del frigorífico y empezó a manosearlo. Era un pequeño tomate de plástico con una sonriente cara en su parte superior.
Al ver que Greg no contestaba, Jasmine empezó a inquietarse.
—Bueno pues, ¿cuál es tu noticia?
Greg volvió a dejar el imán en su sitio, pero éste se cayó al suelo.
—Los chicos y yo estamos organizando una expedición a Kenia. Roger está haciendo un estudio sobre los masáis…
—Comprendo —dijo Jasmine. El año anterior había sido Nueva Guinea y el otro la Tierra del Fuego. Al final, Greg nunca había ido a ninguno de los dos sitios, pero puede que esta vez lo hiciera. Jasmine se dio cuenta de que, en realidad, le daba igual—. Tengo que volver a la clínica —añadió—. ¿Dónde están las llaves del coche?
—Esta mañana llevé el coche para que lo revisaran, ¿no te acuerdas? Ya te lo dije. Mira, Jas… —dijo Greg, extendiendo las manos hacia ella.
—Sí, ya lo sé. Pero dijiste que estaría listo a las cinco. ¿No fuiste a recogerlo?
—Pensé que lo recogerías tú. Es lo que siempre hemos hecho… yo lo llevo y tú lo recoges.
Sí, pensó Jasmine. Igualdad total. Es lo más justo.
—No importa, tomaré el autobús.
—Jasmine —dijo Greg, asiéndola del brazo—. Por favor, no sé qué puedo decirte. Jasmine se apartó.
—Ya hablaremos más tarde. Tengo que tomar el autobús para llegar al garaje antes de que cierren.
Mientras circulaba por la autovía de la Costa del Pacífico, Jasmine contempló las gotas de lluvia en el parabrisas y pensó en sus relaciones con Greg. La situación apenas había cambiado desde que ambos se conocieron. Habían vivido juntos, pero su propia existencia había estado tan ocupada con los estudios de medicina, después las prácticas y finalmente la clínica, que apenas le había quedado tiempo para el matrimonio. Aun así, ella había hecho el esfuerzo de intentar comprender al hombre con quien se había casado, aunque todo había sido en vano. Había buscado las profundidades de Greg y había descubierto para su asombro que éste no las tenía. No había más que la superficie que inicialmente la había atraído. Había intentado acercarse a él, pero incluso cuando hacían el amor notaba en él una cierta reticencia. La única vez en que había visto a la madre de Greg, durante una escala del vuelo de la doctora Mary Van Kerk desde las cuevas de la India a las cuevas de Australia Occidental, Jasmine había descubierto a una mujer tan dura como las rocas que estudiaba y una relación madre-hijo tan rígida y envarada que ambos protagonistas parecían haber olvidado el texto de su guión.
A partir de aquel momento, Jasmine empezó a comparar a Greg con los hombres árabes y recordó la afición a la vida, la espontaneidad y el agudo sentido del humor de estos últimos, amén de su fama de amantes expertos y considerados. Lo que más echaba de menos eran sus pasiones desatadas. Los hombres árabes lloraban sin rebozo, se besaban mutuamente y entre ellos no existían las llamadas carcajadas improcedentes. Y, por si fuera poco, cuando un hombre dejaba embarazada a una mujer, se sentía obligado y consideraba un honor reconocer al hijo y responsabilizarse de él.
Jasmine se apoyó la mano en el vientre y se extrañó de repente. El sobresalto inicial se había disipado y ahora estaba descubriendo con asombro que se sentía realmente feliz. De hecho, llevaba mucho tiempo sin sentirse tan a gusto, prácticamente desde su embarazo de Muhammad y después del de aquella pobrecita que no había sobrevivido. Puede que esta vez fuera una niña, pensó, cediendo finalmente a la emoción. La llamaré Ayesha, se dijo, en recuerdo de la esposa preferida del Profeta. Y, si Greg se va a Kenia, ya encontraré la manera de criar a mi hija yo sola.
Mientras alargaba la mano para encender la radio, oyó un sonido amortiguado en el exterior del automóvil y, de pronto, el volante empezó a vibrar. Aminorando la marcha, consiguió desviarse hacia la cuneta de la resbaladiza autovía. Cuando bajó, cubriéndose la cabeza con una revista porque había olvidado tomar el paraguas, vio que la rueda delantera derecha estaba pinchada.
Le dio un puntapié y empezó a mirar arriba y abajo. Circulaban muy pocos automóviles en aquel momento. Comprendió que, si quería llegar a tiempo al hospital, tendría que cambiar ella misma la rueda.
Mientras colocaba el gato bajo el resbaladizo guardabarros, se enfureció con Greg, pensando que él hubiera tenido que encargarse de ir a recoger el automóvil. El gato no quería colaborar. Empujó con fuerza y su creciente furia se extendió a Hassan por haber abusado de ella y a su padre por haberla expulsado de casa. Mientras seguía forcejeando, su furia se transformó en rabia y entonces se echó a llorar y la lluvia se mezcló con sus lágrimas de impotencia.
De pronto, el gato resbaló y ella cayó hacia atrás sobre el duro asfalto.
—Allah! —gritó mientras un agudo dolor le traspasaba el vientre.
Jasmine llevaba un buen rato mirando a través de la ventana de su habitación de hospital. Como era de noche, el cristal reflejaba la luz que había sobre la cabecera de su cama y las luces amortiguadas del pasillo, más allá de la puerta abierta. Había llegado a tiempo al hospital, pero en calidad de paciente y en una ambulancia. Un motorista se había detenido al verla y había avisado a la policía desde una cabina telefónica de la autovía. Inmediatamente la trasladaron al departamento de cirugía con un diagnóstico de aborto incompleto. Los cirujanos lo completaron y, tras despertar de la anestesia, Jasmine no había hecho otra cosa sino pensar.
Cuando llegó Rachel y le dijo: «Oh, Jas, no sabes cuánto lo siento», Jasmine ya había llegado a unas cuantas conclusiones.
—¿Necesitas algo? —le preguntó Rachel, sentándose—. ¿Te atienden bien? Aunque sea médica, me fastidia mucho visitar a mis amigos en el hospital.
—¿Dónde está Greg?
—Abajo, en la tienda de regalos, comprándote unas flores. Se siente fatal, Jas.
—Yo también. ¿Sabes una cosa? Mi madre perdió dos hijos… uno murió en la infancia y con el segundo tuvo un aborto. Es curioso, ¿verdad?, que las hijas repitan las vidas de sus madres. —Jasmine se sorbió las lágrimas. Hablar le costaba un esfuerzo y se sentía muy cansada—. He estado pensando en mi padre y en los tiempos en que él y yo estábamos juntos. Ojalá le tuviera aquí ahora, porque hay muchas cosas que quiero decirle y explicarle. Y, además, le quiero hacer unas cuantas preguntas. —Jasmine hizo una mueca y se apoyó una mano en el vientre—. Miro hacia atrás —añadió— y veo que, cuando estaba con mi padre atendiendo a las fellahin sin hogar y a sus hijos, yo había emprendido un camino… el camino de mi vida. Pero después me desvié. Olvidé las razones por las cuales me había casado con Greg y permanecí a su lado. Pero ahora debo irme, Rachel, tengo cosas que hacer.
—Lo primero que tienes que hacer es descansar y dejar que sane tu cuerpo. Ya tendrás tiempo de ser una supermujer.
Jasmine esbozó una leve sonrisa.
—Tú sí eres una supermujer, Rachel. Con tu marido, tu hijo y tu profesión de medica.
—Tendría que estar un poco más delgada con esta vida tan ajetreada que llevo. Ahora me voy para que descanses un poco. Si me necesitas, estoy en la sala del fondo del pasillo.
Cuando Greg entró con rostro afligido sosteniendo en sus manos un ramo de flores, Jasmine ya no estaba enojada con él y ni siquiera se sentía decepcionada. Era simplemente un desconocido que había compartido su vida durante algún tiempo y que, como tal, se alejaría de ella.
Greg permaneció largo rato sentado junto a la cama sin poder hablar.
—Siento que hayas perdido al niño —dijo al final.
—Tenía que ser. Es la voluntad de Dios.
Consolándose con la idea de que todo estaba preordinado, Jasmine reparó en otra verdad: la palabra islam significa en árabe «sumisión», y el hecho de rendirse en aquellos momentos a los proyectos de Alá le producía una profunda sensación de paz.
—Lo que ocurre es que no hacía mucho que tú sabías lo del niño —añadió Greg, retorciéndose los dedos—. No habíamos comprado ningún mueble para él ni nada de todo eso. No habíamos hecho ningún plan.
La miró con lágrimas en los ojos y Jasmine vio en ellos desconcierto y necesidad de ser perdonado, aunque, en realidad, no supiera por qué razón. Después Jasmine se dio cuenta de que Greg soportaba una pesada carga y le estaba suplicando en silencio que se la quitara de encima. Comprendiéndolo así, le dijo:
—Tú y yo nos casamos por un motivo concreto, ¿recuerdas? No nos casamos por amor ni con la intención de traer hijos a este mundo, sino para resolver una situación legal. La situación ya está resuelta y eso constituye una señal de Dios de que ha llegado la hora de que nos separemos. —Al ver que él iniciaba una leve protesta, añadió—: Ahora creo que no estoy hecha para el matrimonio y los hijos, pues Dios me los ha arrebatado. Tiene otros proyectos para mí.
—Lo siento, Jasmine —dijo Greg—. En cuanto recuperes las fuerzas, me iré. El apartamento es tuyo.
Siempre lo había sido y Greg había sido simplemente un huésped.
—Hablaremos mañana, cuando me den de alta. Ahora estoy muy cansada.
Greg vaciló sin poder apartarse de la cama ni comprender exactamente lo que había ocurrido. Un niño, su hijo, se había perdido. ¿No hubiera tenido que sentir algo? ¿No hubiera tenido que pronunciar unas palabras determinadas? Trató de rebuscar en su interior algún programa oculto, un manantial de compasión que tal vez su madre le hubiera inculcado años atrás sin que él se diera cuenta. Pero no había nada.
Y ahora, contemplando su relación con Jasmine, se dio cuenta de que allí tampoco había nada. Cierto que tenían algunos recuerdos en común…, la celebración del primer aniversario de su boda en el paseo marítimo de Santa Mónica, cuando ambos todavía esperaban que el amor floreciera en sus vidas; el descorche de la botella de champán cuando ella terminó sus estudios de medicina; el consuelo que Jasmine le ofreció a Greg cuando a él le rechazaron una vez más la tesis doctoral. Pero ¿qué eran en el fondo aquellos momentos?
De pronto, se dio cuenta de que ella siempre había sido una extraña para él y siempre lo sería.
Se inclinó y le besó la fría frente.
—Aquí tienes las cosas que me has pedido que te traiga —dijo.
En cuanto él hubo cerrado la puerta a su espalda, Jasmine abrió la maleta.
Sacó el libro que Greg había colocado encima de los artículos de aseo, la nueva edición de Cuando usted es el médico que Connor le había enviado desde Malasia. Lo abrió y leyó la dedicatoria que el profesor había escrito en la portada al lado de los nombres de ambos: «Jasmine, si necesita usted alguna vez una oración, recuerde este pequeño músculo que tiene junto a la nariz». Y firmaba «Con amor, Declan». Esbozó una sonrisa.
Después introdujo de nuevo la mano en la maleta y sacó el ejemplar encuadernado en cuero del Corán que había viajado con ella desde Egipto. Estaba escrito en árabe y ella llevaba mucho tiempo sin abrirlo.
Ahora lo abrió.