Todo el país estaba conmocionado por la blasfemia de aquella mujer. En las calles y en los cafés era el único tema de que hablaba la gente: primero asesina a su hermano, decían, y después se pone una barba postiza y asume los deberes y privilegios de un hombre. ¿Cómo se podía permitir que siguiera viviendo semejante engendro de la naturaleza? ¡Aquella criatura era la indecencia personificada!
—Esta mujer está loca —masculló un recaudador de impuestos, tomando un sorbo de cerveza—; negar su sexo de esta manera y burlarse del papel que la naturaleza le ha asignado en la vida.
—Pero ¿quién se habrá creído que es? —dijo el propietario del café—. Pretender comportarse como un hombre y exigir unos derechos que jamás estuvieron destinados a las mujeres. ¿Qué sería del mundo si todas las mujeres pensaran como ella?
Un exportador de tejidos levantó el puño gritando:
—¡El día menos pensado nos van a decir que tengamos los hijos nosotros!
Dahiba se echó a reír sin poderlo evitar.
Al ver que Hakim se volvía a mirarla con expresión de reproche, le dijo:
—Perdona, cariño. Pero es que esto es tan… gracioso. Los hombres pariendo hijos.
Los actores del improvisado café al aire libre levantado en el exterior del Museo Egipcio iniciaron una pausa de descanso y se sacaron unas cajetillas de cigarrillos de debajo de los taparrabos y de las largas túnicas plisadas. La gente apretujada detrás de las cuerdas de protección empezó a silbar al ver a unos antiguos egipcios encendiendo unos cigarrillos.
—Perdona, cariño —repitió Dahiba, acercándose a su marido y acariciándole la calva con la mano—. Repite la escena. Esta vez te prometo no decir nada.
Sabía lo importante que era aquella película para él y también el peligro que entrañaba. Hasta entonces, los censores del gobierno no se habían entrometido, pero lo vigilaban todo muy de cerca. ¿Serían lo bastante perspicaces como para adivinar el significado del truco de Hakim?
—¡Es una película sobre nuestro glorioso pasado! —les había explicado éste—. ¿Qué puede haber de vergonzoso en una película sobre nuestros faraones? Aquí no entra para nada la política y prometo que las escenas de danzas respetarán la moral y la decencia.
Sin embargo, lo que los censores no habían captado era el significado oculto de la película, la cual giraba aparentemente en torno a una joven del moderno El Cairo que se quedaba dormida en el interior del Museo Egipcio y soñaba que era Hatsepsut, la única mujer faraón de Egipto. Pero el sueño no era, en realidad, más que una parábola. La joven estaba casada con un sádico que la torturaba y ella no podía recurrir a la ley para que la defendiera: en su sueño, los papeles se invertían, ella alcanzaba el poder y, al final, imponía el castigo de la castración. Lo que los censores no sabían era que el actor que encarnaba al marido iba a interpretar también el papel del esclavo castrado.
En aquellos momentos, estaban filmando la secuencia del sueño en las primeras horas de una mañana de noviembre antes de que en El Cairo empezara a haber demasiado ruido. Aunque se habían colocado unas cuerdas para contener a los mirones, la multitud había aumentado tan inesperadamente que habían tenido que solicitar la presencia de unos guardias con porras para que no se alterara el orden.
Hakim y su equipo de filmación andaban con pies de plomo. Los cineastas de El Cairo habían sido últimamente el blanco de los grupos integristas islámicos, que protestaban contra la producción de «películas inmorales cuyos mensajes iban en contra de las enseñanzas del Islam». El propio Hakim había recibido amenazas por haber rodado películas en las que se presentaban unos personajes femeninos de fuerte carácter que preferían vivir solas en lugar de casarse. La creciente ola de integrismo que se había ido consolidando a partir de la victoria egipcia en la guerra del Ramadán de 1973 exigía un regreso al papel tradicional y «natural» de las mujeres y, según habían declarado los conservadores islámicos, las películas de Hakim Rauf inculcaban ideas revolucionarias en las mentes de las jóvenes.
Sin embargo, los enemigos de Hakim y otros directores no eran solamente los musulmanes, sino también los cristianos coptos, los cuales habían manifestado su oposición a las películas que, según ellos, mostraban a miembros estereotipados de su comunidad bajo un prisma constantemente negativo. Rauf había sido atacado en concreto por una película acerca de una relación amorosa entre una musulmana y un copto, declarada por ambas partes ofensiva y tan traída por los pelos que lindaba incluso con la parodia.
—No es posible complacer a todo el mundo —decía Hakim—. Soy responsable ante Alá y ante mi conciencia. Si hago comedias musicales y melodramas, no podré estar en paz conmigo mismo. Como cineasta, estoy obligado a ser sincero.
Dahiba apreciaba su valentía, pero aquel día los mirones le daban mala espina. Justo la víspera habían estallado unos disturbios en el barrio copto de El Cairo donde, según se decía, un cristiano había violado a una niña musulmana de cinco años. Varias personas habían resultado muertas, se habían incendiado diversos edificios y habían sido necesarios más de cien policías para restablecer el orden.
—Hakim —dijo Dahiba en voz baja, estremeciéndose bajo el sol de noviembre a pesar de la suave temperatura matinal—, creo que por hoy sería mejor que lo dejaras. Veo rostros enfurecidos entre la gente. El otro día recibiste una amenaza de muerte firmada con una cruz copta.
Ambos habían recibido también amenazas por el libro de Dahiba, La sentencia de la mujer, el cual seguía estando prohibido en Egipto, pero había provocado un gran revuelo en todo el mundo árabe a lo largo de los siete años transcurridos desde su publicación. Tras retirarse de la danza seis años atrás, Dahiba había empezado a concentrarse en sus escritos de carácter feminista, pero hasta entonces no había conseguido publicarlos ni siquiera en el Líbano.
—¿Quieres que vivamos como topos? —replicó Hakim—. Alá nos dio mente e inteligencia y capacidad para expresar nuestros pensamientos. Si cedemos, otros imitarán nuestro ejemplo hasta que Egipto se convierta en un lugar de silencio.
Dahiba no tuvo más remedio que darle la razón. Aun así, tenía miedo.
En el interior de su caravana, aparcada junto a una parada de autobuses delante del hotel Hilton, Camelia estaba dando los últimos toques a su maquillaje de Hatsepsut. Iba a interpretar el papel de la mujer faraón renegada, pues ella era la principal protagonista de la película. Mientras alargaba la mano hacia la barba regia que se tenía que poner en último lugar, vio, a través de la pequeña ventana que había al lado del espejo, varios camiones llenos de jóvenes de aspecto airado, acercándose a la muchedumbre de mirones. Varios de ellos portaban pancartas con la cruz copta. Camelia frunció el ceño y se volvió a mirar a su hija de catorce años, la cual estaba haciendo los deberes sentada junto a una mesita.
Al contemplar la pieza ortopédica que le rodeaba la pierna por debajo del uniforme escolar, Camelia se sintió invadida por una oleada de amor y, recordando a la niña no deseada que habían depositado en sus brazos catorce años atrás, se sorprendió de nuevo de que, por la infinita misericordia de Alá, le hubiera sido dado gozar de la dicha de la maternidad. Aquellas reflexiones le hicieron recordar también a Yasmina. Los años no habían borrado la cólera que sentía hacia su hermana; es más, su furia había aumentado a la par que su amor por Zeinab. ¿Cómo era posible que Yasmina hubiera abandonado a su hija?
—Dice que no la quiere —le había explicado Alice cuando Yasmina se marchó de Egipto—. Traté de convencerla de que se quedara con ella, pero dice que le recuerda demasiado a Hassan.
Bismillah! ¡No se castiga a un hijo por los pecados del padre! Sin embargo, la cólera de Camelia se mezclaba también con el miedo…, el miedo de que algún día Yasmina regresara y reclamara a su hija. «Que se vaya preparando mi hermana para luchar, porque Zeinab es mía».
—Zeinab, querida —dijo al ver que los jóvenes empezaban a saltar al suelo desde los camiones—, llama por favor a Raduan. Dile que quiero verle. Date prisa, cariño.
Raduan era uno de los guardaespaldas personales de Camelia, un gigantesco sirio que llevaba siete años a su servicio. Cuando éste se presentó en la caravana, Camelia le dijo:
—Raduan, ¿quieres acompañar, por favor, a Zeinab a casa de mi madre en la calle de las Vírgenes del Paraíso?
—Pero, mamá —protestó la niña—, ¿por qué no puedo quedarme a ver cómo haces la película?
Camelia abrazó a su hija. El cabello de la pequeña y bonita Zeinab, de estatura más bien baja para su edad, se iba aclarando de año en año y, en aquellos momentos, ya era como el del bronce antiguo.
—Va a ser un día muy largo, cariño, y aquí te distraes demasiado y no puedes hacer los deberes. Ve a casa de la abuela y yo iré por ti más tarde. —Camelia se volvió hacia Raduan y le indicó con un gesto de la cabeza la dirección del Nilo—. Llévala por ese camino y date prisa.
El guardaespaldas asintió con la cabeza mientras sus ojos oscuros parpadeaban para dar a entender que lo había comprendido.
Poniéndose una bata encima de su túnica plisada de lino y de su antiguo collar egipcio, Camelia salió a la brumosa mañana de El Cairo y contempló la insólita muchedumbre que se apretujaba al otro lado de las cuerdas de seguridad. Se aspiraban disturbios en el aire.
—En el nombre de Alá —musitó.
¿Cómo era posible que ocurriera semejante cosa precisamente cuando Egipto se estaba adentrando finalmente por la senda del progreso? Gracias a la diligencia del señor Sadat, el Parlamento había aprobado las leyes del Estado que garantizaban más derechos a las mujeres y aumentaban el número de representantes del pueblo en el gobierno. Pero ahora estaba surgiendo aquella inquietante ola de conservadurismo y las jóvenes empezaban a adoptar voluntariamente el velo.
Camelia miró hacia la izquierda y vio a Raduan acomodándose en el asiento trasero de su limusina blanca. Mientras el reluciente automóvil se alejaba de la multitud, Camelia se preguntó si su apuesto guardaespaldas estaría todavía enamorado de ella, como en cierta ocasión había tenido la imprudencia de confesarle.
Ahora que ya era una estrella de la danza y actuaba con un conjunto de veinte danzarinas y una orquesta en toda regla, la joven recibía a menudo declaraciones de amor, pero siempre rechazaba amablemente a sus admiradores, como había rechazado a Raduan. No quería enamorarse y no le interesaban los amantes.
Mientras se abría paso entre los cables hacia el lugar donde se estaba rodando la escena, Camelia sintió cientos de ojos mirándola. Sabía lo que estaba pasando por la mente de aquellos mirones y lo que éstos pensarían de ella en los exagerados términos a que tan aficionados eran los egipcios: «Ésta es Camelia Rashid, nuestra amada diosa, la más bella mujer del mundo, la mujer más deseable desde los tiempos de Cleopatra, la que deslumbra incluso a los ángeles». Cuando actuaba en el Hilton, los hombres del público le gritaban:
—¡Eres como la miel! ¡Eres como los brillantes!
Una vez en que una gota de sudor le bajó por la mejilla y el cuello y fue a alojarse entre sus pechos, un apasionado Saudí se encaramó a una mesa y gritó:
—¡Oh, dulce lluvia de Alá!
Camelia ya estaba acostumbrada a tales halagos. A lo que no estaba acostumbrada era al amor; jamás había estado enamorada, pese a que los periódicos de El Cairo solían llamarla «la diosa del amor de Egipto». El título era simbólico, pues la prensa sabía muy bien que la vida privada de Camelia era casta y decente. Había, sin embargo, ciertas cosas que la prensa ignoraba: que Zeinab no era realmente su hija, que Camelia jamás había estado casada y tanto menos con un héroe muerto en la guerra de los Seis Días, y que, a los treinta y cinco años, en un secreto celosamente guardado, Camelia seguía siendo virgen.
—Tío Hakim —dijo Camelia en voz baja, acercándose a éste y a Dahiba—, no me gusta la pinta de esta gente. Unos chicos muy raros acaban de bajar de unos camiones.
—Deberíamos irnos —dijo Dahiba.
Al ver el temor que reflejaban los ojos de ambas, Hakim contestó:
—Muy bien, ángeles míos. No tenemos por qué ser temerarios.
Al fin y al cabo, cuanto más valiente es el pájaro tanto más gordo se pone el gato. Enviaré al equipo de rodaje a casa. Podemos filmar esta escena en los estudios.
Justo en el momento en que le hacía una seña al cámara, alguien de entre la muchedumbre gritó:
—¡Muerte al engendro de Satanás!
De repente, la multitud, integrada en su mayoría por jóvenes, empujó hacia delante, rompiendo las cuerdas. Los jóvenes, agitando los puños y blandiendo palos, arrojaron al suelo a los guardas de seguridad y se abalanzaron sobre las cámaras y el equipo de rodaje, destruyendo a golpes cuanto encontraban a su paso antes de que los colaboradores de Hakim pudieran reaccionar. Los guardas de seguridad trataron de contraatacar, pero el número de los asaltantes era abrumador. Al ver que un grupo de enfurecidos jóvenes empezaba a golpear al cámara con unos palos, Hakim corrió en su ayuda. Uno de los atacantes tomó un trozo de cuerda y lo pasó alrededor del cuello de Hakim. Otros se unieron a él y lo arrastraron por el suelo. Después lanzaron el extremo libre de la cuerda sobre una jirafa y, mientras empezaban a levantarlo, el rostro de Hakim adquirió un color púrpura encendido y los ojos se le salieron de las órbitas.
—¡Basta! ¡Basta! —gritó Camelia, tratando de abrirse paso entre la chusma—. ¡Tío Hakim! Oh, Alá misericordioso… ¡Hakim!
Muhammad sintió que le ardía la piel de emoción al ver a tantos jóvenes vestidos con galabeyas blancas efectuando juntos las postraciones de la plegaria. ¿Cuántos habría? ¿Centenares? Un simple puñado en comparación con los miles de muchachos a los que estaban impidiendo cruzar el campus de la universidad.
—Ahora ocurre todos los días —dijo uno de los presentes—. Ocupan el patio central y se ponen a rezar. ¿Cómo se los puede dispersar? Pero nosotros tenemos que ir a clase.
Muhammad, a sus diecisiete años, también tenía que ir a clase, pues acababa de matricularse en la universidad de El Cairo. Pese a todo, le gustaba aquel orante bloqueo de los alumnos y pensaba que ojalá tuviera el valor de unirse a ellos y adoptar su uniforme: una galabeya blanca, barba y casquete en la cabeza. Cuánto envidiaba a aquellos devotos jóvenes que recorrían el campus y aporreaban las puertas de las aulas para anunciar la hora de la oración, provocando la ira de los profesores y el desconcierto a los estudiantes. Tenían un propósito y defendían una noble causa. Pero ¿acaso no ardían como él?
Cuando terminó la plegaria y los jóvenes integristas se dispersaron, Muhammad cruzó el campus y pasó por delante de los tenderetes en los que se vendían libros de tipo religioso a precios de saldo. Unos devotos jóvenes entregaban gratuitamente galabeyas o velos a cualquier alumno que se detuviera a escucharles. No todos eran varones; había también algunas apasionadas muchachas, vestidas con largas prendas y cubiertas con velos, que repartían octavillas y folletos en los que se explicaba la necesidad de rechazar las corruptas costumbres de Europa y América y regresar a Alá y el Islam. Los estudiantes adquirían cintas con grabaciones de los sermones de los imanes integristas; si veían a un hombre y una mujer juntos, les exigían el certificado de matrimonio; muchachos con barba golpeaban con palos a las chicas en caso de que la falda no les llegara hasta los tobillos; pedían que todas las tiendas y comercios cerraran durante la llamada a la oración; reclamaban la liberación de Jerusalén de las manos de los israelíes y afirmaban que cualquier música, y especialmente la de Occidente, era sacrílega. Por último, los extremistas exigían un regreso a la segregación de los sexos, sobre todo en la escuela, entre las vírgenes y los solteros; los jóvenes señalaban que los chicos y las chicas no podían sentarse juntos en las aulas y los estudiantes de medicina integristas se negaban a estudiar la anatomía del sexo contrario. Al fin y al cabo, decían, ¿acaso la devota religiosidad de los egipcios no les había dado la victoria en la guerra del Ramadán en 1973? ¿Acaso no constituía todo ello una demostración palpable de que aquél era el camino que Alá deseaba para Egipto?
Sí, pensó Muhammad Rashid, en la creencia de que el objeto de su ardor era Alá.
Aquella tarde, al regresar a casa y reunirse con las mujeres de su familia en el gran salón de la calle de las Vírgenes del Paraíso, el muchacho siguió confundiendo el ardor que sentía con el fervor religioso. Sin embargo, sus pensamientos no giraban en torno a Alá sino a una estudiante cuyos ojos eran como charcos de tinta. En el nombre de Alá, ¿cómo podía un joven concentrarse en los pensamientos religiosos habiendo a su alrededor chicas con tales ojos, tales cabellos y tan generosas caderas? Los estudiantes estaban en lo cierto, las mujeres tenían que permanecer apartadas. Se las tenía que refrenar con más fuerza para que su agresiva sexualidad no constituyera una amenaza para los hombres.
Muhammad se hundió en uno de los divanes, pensando: «No hay que fiarse de las mujeres. Y tanto menos de las guapas». ¿Acaso no era guapa su propia madre y no le había traicionado, dejándolo abandonado? Jamás escribía a Yasmina y no quería tener nada que ver con ella. Para que la familia la hubiera declarado muerta tenía que haber cometido un terrible pecado y, por consiguiente, tenía merecido el ostracismo. Sin embargo, siempre que llegaba una carta de California, la leía en secreto varias veces y después, cuando se acostaba por la noche, contemplaba entre lágrimas la fotografía de su madre, ansiando acariciar su blanca piel y su rubio cabello, sin dejar por ello de maldecirla.
Mientras aguardaba a que una de las chicas le sirviera el té, miró a su madrastra Nala, haciendo tranquilamente calceta en uno de los divanes. Estaba nuevamente embarazada. Le había dado siete hijos a Omar, había sufrido un aborto y se le había muerto un hijo a causa de una lesión cardiaca. Nala había soportado sus numerosos embarazos sin una queja y a Muhammad le parecía lo más lógico y natural.
Cuando Zeinab le sirvió el té, no pudo mirarla a los ojos. Pobre chica, su madre bailaba danzas obscenas en presencia de hombres desconocidos. ¿Cómo era posible que Zeinab se pareciera tanto a su propia madre Yasmina?, se preguntó Muhammad, incómodo como siempre en presencia de la que él creía su prima.
Mientras bebía el té caliente aromatizado con azúcar y menta y se le llenaba la cabeza con su vapor y su aroma, recordó unos negros y aterciopelados ojos y unas anchas caderas y comprendió de repente lo que tenía que hacer. Al día siguiente en la universidad cambiaría sus pantalones vaqueros por la larga galabeya blanca de los Hermanos. Éste sería su escudo contra los peligros de las mujeres.
En el jardín, Amira estudió la posición del sol, pensando que casi todos los chicos ya deberían de haber regresado a casa de la escuela y ya tendrían que estar empezando a reunirse en el salón para rezar todos juntos la oración del ocaso. Recogió las hierbas que acababa de arrancar y regresó por el camino a la casa, pasando por delante de lo que antaño fuera el jardín de Alice.
Ya no quedaba ni rastro del Edén inglés; los papiros, las adormideras y los lirios silvestres de Egipto habían ocupado el lugar donde antaño crecieran milagrosamente las begonias y los claveles. En siete años, Amira no había dejado de llorar ni un solo momento la pérdida de Alice y de Zacarías. Sin embargo, se consolaba pensando que lo que les había ocurrido estaba predestinado y que los destinos de ambos se habían juntado en el momento en que nació Yasmina y ella envió a su hijo Ibrahim a la ciudad para que hiciera una obra de caridad.
Amira entró en la cocina inundada por los dorados rayos del sol de la tarde y por los celestiales aromas del musaka que se estaba cociendo en el horno y del pescado que se estaba friendo en mantequilla en una sartén. Mientras depositaba las hierbas sobre la mesa y escuchaba los parloteos y las risas de las mujeres ocupadas en distintas tareas, Amira pensó en su buena suerte: tenía setenta y seis años, estaba en pleno uso de todas sus facultades físicas y mentales y la rodeaban dieciocho bisnietos y dos más en camino. ¡Alabado fuera el nombre de Alá! La casa volvía a estar llena, ahora que Tahia y sus seis hijos vivían en ella junto con los ocho de Omar y la mujer de este último, la cual siempre se instalaba en la casa cuando su marido se encontraba de viaje en el extranjero cumpliendo alguna misión por encargo del gobierno, tal como ocurría en aquellos momentos. Todos los hijos, tanto los mayores como los pequeños, cualquiera que fuera su relación con Amira, la llamaban Umma por ser la madre de la familia. Como tal, Amira los tenía bajo su responsabilidad, pues, aunque el deber de buscar maridos a las muchachas correspondiera a sus madres, era Amira en último extremo la que tomaba la decisión.
Allí estaba Asmahan, la hija de catorce años de Tahia, con la vestimenta islámica del hijab, un velo que cubría el cabello, el cuello y los hombros, una niña muy piadosa y muy parecida físicamente a su abuela Nefissa. Amira le había oído decir una vez a Zeinab que su madre Camelia ardería en el fuego del infierno por ser una danzarina. Otras chicas de la casa llevaban también el hijab y pertenecían a un fervoroso grupo de estudiantes universitarias que se autodenominaban Mohajibaat, es decir, «mujeres del velo», y se negaban a sentarse al lado de los chicos en clase. Gracias a su religiosidad, Amira podría arreglarles fácilmente las bodas. Sin embargo, algunas de sus hermanas y primas no serían tan fáciles. Sakinna, rechazada por el hijo de Abdel Rahman, aún estaba soltera a los veintitrés años. Basima, todavía divorciada y con dos hijos, hubiera tenido que vivir en su propia casa. Y Samia, la hija menor de Jamal Rashid, nacida de su unión con su primera esposa, antes de su boda con Tahia, estaba demasiado delgada y, por consiguiente, no era una buena candidata al matrimonio.
Tahia, por su parte, llevaba más de siete años viuda y, a sus treinta y cinco años, era una encantadora joven capaz de hacer feliz a cualquier hombre. Sin embargo, siempre que Amira le planteaba el tema, Tahia contestaba con firmeza que esperaba a Zakki. En los siete años transcurridos desde su desaparición, nadie había tenido la menor noticia de Zacarías, pero Tahia seguía creyendo que algún día regresaría.
Amira no estaba tan segura. Dondequiera que hubiera ido el chico, ella estaba segura de que estaría sirviendo a Alá.
Entró en el salón, donde algunos miembros de la familia se habían congregado alrededor del televisor para escuchar el noticiario del atardecer. Aquel día el tema principal era la escalada del conflicto entre los cristianos coptos y los musulmanes. En represalia por el asesinato de un jeque musulmán en una aldea del Alto Egipto, los musulmanes habían arrojado una bomba incendiaria contra una iglesia copta, causando la muerte de diez personas.
Amira contempló el ceño fruncido de su nieto Muhammad y la autoritaria manera con que éste recibió el té que acababa de servirle Zeinab. Eran hermano y hermana, pero se creían primos. Se parecían mucho físicamente, pero sus temperamentos eran tan distintos como el eneldo de la miel. Amira estaba preocupada por Muhammad, tras haberle sorprendido varias veces mirando con ojos de halcón a sus primas. Aquel muchacho llevaba el sexo en la mente. Y no es que fuera distinto de su padre a su edad. Amira recordaba cómo había exigido Omar que le buscaran una esposa. Sin embargo, Muhammad parecía encerrar un cierto peligro, como si por sus venas fluyera una corriente de violencia. Amira se preguntó si ello sería una consecuencia del hecho de haberse visto privado de su madre a una edad todavía muy temprana. Tras la partida de Yasmina, el niño se había puesto tan histérico que Ibrahim no había tenido más remedio que administrarle unos medicamentos para que se calmara. Tal vez fuera conveniente buscarle una esposa a Muhammad antes de que su hambre de sexo le impulsara a cometer alguna barbaridad.
Finalmente, estaba la ardua tarea de la boda de la pobre y lisiada Zeinab.
¡Cuántas cosas pendientes! Últimamente Amira sentía con más fuerza que nunca la llamada de Arabia. Sus sueños eran cada vez más frecuentes y lo mismo le ocurría con los recuerdos. Curiosamente, ya no había vuelto a soñar con el joven que la llamaba. Amira no sabía por qué. ¿Quizá porque estaba vivo cuando ella soñaba con él y ahora ya había muerto? Sin embargo, a pesar de que el intrigante muchacho había desaparecido, su memoria había recuperado otros fragmentos. Ahora la perseguía una voz del pasado: «Seguiremos el camino que tomó el profeta Moisés cuando sacó a los israelitas de Egipto. Nos detendremos en el pozo donde conoció a su mujer…». Debía de ser el camino que seguía la caravana de su madre al ser atacada por los traficantes de esclavos. El oasis de sus sueños… ¿sería acaso el pozo de Moisés?
Todos aquellos fragmentos y sueños iban completando poco a poco el mosaico del pasado. Sin embargo, Amira seguía sin poder recordar la llegada a la casa de la calle de las Tres Perlas; no conservaba ningún recuerdo de sus primeros días en el harén. Era como si se hubiera cerrado una puerta que bloqueara no sólo los días de aquel período sino también sus primeros años. Amira se veía en el pasado como una prisionera en una estancia cerrada. Pero ¿dónde estaba la llave?
A causa de la muerte de Alice, no había podido ir a La Meca siete años atrás, según lo previsto. Después, la familia se había dedicado a buscar a Zacarías y ella se había quedado a la espera de las noticias. Más adelante, una epidemia de fiebre estival infantil había asolado El Cairo y, al año siguiente, la astróloga Qettah sentenció que el momento no era propicio para los viajes. Sin embargo, ahora los signos volvían a ser favorables; Qettah había señalado que el año sería favorable para Amira.
En cuanto resolviera los asuntos pendientes de la familia, Amira emprendería la peregrinación a la ciudad santa de La Meca. Y, a la vuelta, seguiría el camino que habían seguido los israelitas. Tal vez encontrara el alminar cuadrado y el sepulcro de su madre…
Abajo, en la calzada particular, Ibrahim, con aire profundamente cansado, abrió la portezuela para bajar de su automóvil, pensando que un hombre de sesenta y tres años no hubiera tenido que sentirse tan viejo. Puede que la sensación de fracaso le hubiera envejecido prematuramente, pues no cabía la menor duda de que un hombre sin un hijo varón era un fracasado.
El remordimiento también se había cobrado un tributo, pensó. Desde el suicidio de Alice, su conciencia no había conocido ni un solo momento de paz. Hubiera tenido que seguirla, recordando sobre todo el historial de su familia: su madre y su hermano se habían suicidado. Tal vez la hubiera podido salvar. Ahora comprendía el error que había cometido al casarse con Huda, la cual le había dado cuatro hijas, agudizando más si cabe con ello su sensación de fracaso.
Ibrahim apoyó la cabeza en el volante.
Faltaban cuatro días para el aniversario de la muerte de Alice y se sentía acosado por el recuerdo de su pálido rostro, sus violáceos párpados cerrados y su enmarañado cabello rubio entremezclado con el barro del Nilo. Unos turistas la habían pescado en el río desde su falúa. Puesto que había acudido solo al depósito de cadáveres para identificarla, Ibrahim pudo ocultar la verdadera causa de su muerte: sólo Amira conocía la verdad. El resto de la familia creía que Alice había muerto en un accidente de tráfico.
«Oh, Alice, mi queridísima Alice. Yo tuve la culpa; yo te aparté de mi lado».
A Yasmina, el fruto de su unión con Alice, también la había apartado. La había abandonado tras haber sucumbido a la maldad de Hassan en lugar de recurrir a él en demanda de ayuda. Se había prometido a sí mismo escribirle una carta a California, pidiéndole que regresen a casa. Pero nunca encontraba las palabras adecuadas. «Perdóname, Yasmina, dondequiera que estés».
No obstante, a la persona a quien más creía haber decepcionado era a su padre. Mirando desde el Cielo, Alí Rashid sólo vería un nieto: Omar, el hijo de su hija Nefissa. Y unos bisnietos nacidos de Omar y Tahia. Pero ningún nieto nacido de su hijo; Ibrahim había fracasado.
Había otros problemas que también le preocupaban. La fortuna de los Rashid ya no era lo que antaño fuera. El algodón de Egipto, antiguamente llamado el «oro blanco», había perdido tanto peso en el mercado mundial a causa de la mala gestión y planificación del gobierno que los expertos predecían el total hundimiento de la industria algodonera egipcia. La fortuna amasada por Alí Rashid gracias al algodón había menguado considerablemente y ahora Ibrahim contaba con unos ingresos cada vez más escasos, con los cuales tenía que hacer frente a unas responsabilidades familiares cada vez mayores.
Al cruzar la enorme puerta de doble hoja labrada a mano e importada de la India más de cien años atrás, Ibrahim contempló el vestíbulo con su pavimento de mármol y su impresionante lámpara de bronce como si lo viera por primera vez. Jamás había reparado en lo grande que era la casa. Mientras admiraba la soberbia escalinata que se dividía en dos al llegar al primer rellano, una para el ala de la casa reservada a los hombres y otra para la de las mujeres, se le ocurrió de pronto una idea.
—Ah, ya estás aquí, hijo de mi corazón —dijo Amira, entrando en el vestíbulo para recibirle.
Ibrahim se sorprendía de que su madre siguiera siendo tan guapa a su edad y siguiera gobernando aquella extensa familia con la misma eficiencia con que siempre lo había hecho. Amira le sonrió con sus labios cuidadosamente pintados de rojo. Llevaba el cabello blanco recogido hacia atrás en un moño francés sujeto con unos pasadores de brillantes. Ibrahim sintió el vigor de la juventud en las manos que ahora estaban comprimiendo las suyas.
—Madre, tengo que pedirte un favor. Amira se rió.
—¡No hay favores entre madres e hijos! Haré de todo corazón cualquier cosa que tú me pidas.
—Quiero que me busques una esposa. Necesito tener un hijo varón.
La sonrisa de Amira se transformó en una expresión de inquietud.
—¿Acaso has olvidado la desgracia que cayó sobre nuestras cabezas cuando te apropiaste de Zacarías convirtiéndole en tu hijo?
—Una esposa me dará un hijo legítimo —dijo Ibrahim, negándose a hablar del muchacho que había desaparecido de su casa siete años atrás.
Otros miembros de la familia le habían buscado, pero fue en vano.
—Tú tienes medios para saberlo, madre, tienes poderes. Búscame una mujer que me dé hijos varones.
—Alá recompensa a los perseverantes. Huda está embarazada. Esperemos a ver y no nos precipitemos.
Ibrahim tomó las manos de su madre entre las suyas y le dijo:
—Madre, con todo el respeto y el honor que te debo, esta vez no quiero seguir tu consejo. Perdóname, pero tus decisiones no siempre son las mejores.
—¿Qué quieres decir?
—He estado pensando en Camelia. ¿Te has parado alguna vez a pensar en cómo sería ahora su vida si tú no la hubieras llevado a aquella curandera de la calle del 26 de Julio?
—Sí, y ahora veo que, de no haber sido por aquel paso en falso, puede que hoy Camelia estuviera felizmente casada y fuera madre de muchos hijos. Lo siento en el alma.
—Una mujer necesita un marido, madre. Y una niña no se tiene que educar en las salas de fiestas y los estudios cinematográficos. Zeinab necesita una vida como es debido. Le hace falta un padre. Yo soy el responsable de Camelia y de Zeinab. Quiero que me ayudes a buscarle un marido a Camelia.
—Ya es casi la hora de la oración —dijo Amira en un susurro—. ¿Quieres dirigir a la familia, hijo mío? Yo deseo rezar sola.
Amira subió a la azotea bañada por el resplandor que precedía al ocaso. Mientras contemplaba las cúpulas y los alminares iluminados por los anaranjados rayos del sol, imaginó que la luz que se extendía más allá del Nilo no era la del sol poniente sino una suave mano de mujer teñida de alheña que estaba cerrando el día.
Cuando se inició la llamada a la oración, desdobló su alfombra de oración y empezó a rezar.
Allahu akbar. Alá es grande.
Pero su corazón no estaba concentrado en Alá.
Mientras se arrodillaba y rozaba la alfombra con la frente, pensó en lo que Ibrahim le acababa de decir acerca de Camelia. Su hijo tenía razón. Ella no había cumplido con su deber de velar por la felicidad y el futuro de su nieta.
Ash hadu, la illaha illa Allah. Proclamo que no hay más dios que Alá.
Reflexionó acerca de la urgente necesidad de Ibrahim de tener un hijo varón y se sintió vagamente molesta. Se hablaba mucho del linaje de Alí Rashid, pero existía también otro linaje, el de Amira Rashid. Ella había tenido una hija, unas nietas y unas biznietas… pero todas aquellas hermosas muchachas y mujeres no habían sido suficientes. Un varón valía más.
Ash hadu, Annah Muhammad rasulu Allah. Proclamo que Mahoma es el Profeta de Alá.
Amira se preguntó por primera vez en su vida por qué los linajes familiares pasaban por los varones, siendo así que la única certeza procedía de la maternidad. Pensó en los fraudes de los últimos años… la hija de la tercera esposa de Alí Rashid se había acostado con un hombre y había sido casada rápidamente con otro, el cual había creído que el hijo era suyo; Safeya Rageb había presentado una niña a su marido, diciéndole que él la había engendrado cuando, en realidad, la niña era de su hija; Yasmina llevaba en su seno un hijo que todo el mundo creía de Omar hasta que Nefissa reveló el secreto. ¿Cuántos engaños y mentiras se habrían fraguado, se preguntó Amira, a lo largo de los siglos y los milenios desde la madre Eva por el simple hecho de que los linajes familiares no pasaban por las mujeres sino por los hombres? ¿Era lógico que fuera así, teniendo en cuenta que en la maternidad no cabía el engaño mientras que la paternidad sólo era en el mejor de los casos una suposición?
Hi Allah ash Allah.
Si la línea familiar se transmitiera a través de las mujeres, la niña de Yasmina hubiera sido acogida con júbilo quienquiera que fuera su padre, Zeinab tendría en aquellos momentos a su lado a su verdadera madre y la familia no se hubiera quebrado.
Sorprendida ante sus propios pensamientos, Amira trató de centrar su atención en Alá y repitió la plegaria a pesar de que los almuédanos ya habían terminado.
La illaha illa Allah.
Pero una vez más se distrajo pensando: «Una esposa para Ibrahim, un marido para Camelia…».
Se encontraban en el apartamento de Camelia porque Dahiba se había negado a ingresar a su marido en un hospital, aunque fuera de carácter privado. Tan pronto como la policía consiguió reprimir los disturbios y un médico examinó a Hakim en la caravana de Camelia, ambas mujeres le trasladaron al último piso de un edificio del tranquilo y elegante barrio de Zamalek, donde esperaban ponerle a salvo de los fanáticos. Los elevados ingresos que percibía Camelia le habían permitido comprarse una vivienda en la octava planta de un edificio de El Cairo con vistas panorámicas sobre la ciudad, el Nilo y las lejanas pirámides. Un refugio de doce habitaciones con criados y costoso mobiliario para Zeinab y para sí misma. En aquellos momentos, la joven estaba ayudando a Hakim a acomodarse en un sillón de cara a un enorme ventanal que daba a las brillantes luces de la ciudad y a las estrellas que parpadeaban en el cielo.
—Menudo susto me has dado, tío. ¡Pensé que te iban a ahorcar! —dijo Camelia, enjugándose las lágrimas de los ojos.
Hakim le dio unas palmadas en la mano sin poder hablar. Una dolorosa quemadura provocada por el roce de la cuerda le rodeaba todo el cuello.
—Oh, tío, ¿cómo es posible que hayan querido hacerle daño a un hombre tan encantador como tú? ¡Los cristianos son muy sanguinarios! ¡Adoran a un hombre clavado en una cruz! ¡Les debe de gustar ver sufrir a la gente! ¡Los odio por lo que te han hecho!
Una criada entró portando una bandeja de té con pastas. Conociendo la afición de Hakim, como la de casi todos los cairotas, por la serie Dallas, Camelia encendió el televisor. La pantalla se iluminó en el momento en que estaban dando los habituales anuncios de la Administración. Dallas, la serie más popular de televisión en Egipto, hacía que los jueves por la noche El Cairo se convirtiera en una ciudad desierta, por cuyo motivo el gobierno aprovechaba los minutos previos al inicio de los capítulos para transmitir importantes mensajes a la población. Aquella noche se hablaba de la campaña de planificación familiar y se instaba a las mujeres a acudir a los hospitales públicos para que les colocaran gratuitamente dispositivos de control de la natalidad, asegurándoles, con citas del Corán, que una familia reducida era más feliz.
Dahiba se sentó y empezó a repasar las ediciones nocturnas de todos los periódicos que había podido encontrar para ver si publicaban alguna noticia sobre los incidentes habidos delante del museo.
—Aquí está —dijo—. Los disturbios los provocaron unos estudiantes cristianos coptos. Y nadie sabe cuál fue el motivo.
—¡El tío nunca ha ofendido a los coptos! —dijo Camelia.
—Santo cielo —exclamó súbitamente Dahiba.
—¿Qué pasa?
—Éste es uno de esos pequeños periódicos intelectuales —contestó Dahiba, entregándoselo a Camelia al tiempo que le señalaba con el dedo el artículo de la primera plana—. ¡Mira lo que han publicado!
Camelia leyó:
—«Los hombres nos dominan porque nos temen. Nos odian porque nos desean». —La joven miró a Dahiba—. ¡Pero si eso es de mi ensayo! ¡Han copiado el ensayo que incluí en tu libro! —Camelia siguió leyendo las palabras que ella misma había escrito diez años atrás—: «Nuestra sexualidad amenaza su virilidad y por eso sólo nos conceden tres medios de ser respetables: como vírgenes, como esposas y como ancianas que ya no pueden tener hijos. No nos queda ningún otro camino. Si una soltera tiene amantes, la llaman puta. Si rechaza a los hombres, la llaman lesbiana porque constituye una amenaza para la virilidad de los hombres. Es propio del hombre reprimir todo aquello que lo amenaza o le da miedo».
Hakim soltó un gruñido y dijo con un áspero hilillo de voz:
—¿Por qué me habrá favorecido Alá con unas mujeres tan inteligentes?
—Sí, es tu ensayo, palabra por palabra —exclamó Dahiba—. ¿Mencionan tu nombre?
—No —contestó Camelia. Al leer el nombre que encabezaba el artículo, le pareció que le sonaba de algo—. Yacob Mansur —dijo.
—Ah, Mansur —terció Hakim en un susurro, acercándose la mano a la garganta—. He oído hablar de él. Lo detuvieron hace algún tiempo por haber escrito un artículo favorable a Israel.
—Un judío —dijo Dahiba—. Eso no está muy bien visto en Egipto últimamente.
—Los judíos. —Hakim lanzó un suspiro—. ¡Deben de ser los únicos que no me persiguen!
Camelia frunció el ceño, tratando de recordar de qué le sonaba el nombre de Mansur. De pronto, le vino a la memoria. Abandonó el salón y regresó con uno de sus álbumes de recortes, abriéndolo por la primera página, en la que figuraba una amarillenta reseña fechada en noviembre de 1966. Las palabras «gacela» y «mariposa» parecieron saltar de la página. La reseña estaba firmada por Yacob Mansur.
—¡Es el mismo! —exclamó Camelia—. ¿Por qué ha publicado mi ensayo?
—Hace falta mucho valor para eso —dijo Dahiba.
—¿Dónde está la redacción de este periódico? —preguntó Camelia, consultando su reloj.
Hakim tomó un sorbo de té y consiguió contestar con una especie de graznido:
—En una pequeña travesía de la calle al-Bustan, cerca de la Cámara de Comercio.
—No pensarás ir ahora, ¿verdad?
—Le diré a Raduan que me acompañe. Todo irá bien, inshallah.
La redacción del pequeño periódico era muy modesta y constaba de dos pequeñas habitaciones atestadas de papeles en las que apenas había espacio para pasar entre los escritorios. Daba a una tienda de alfombras de la acera de enfrente y la ventana de la fachada, cuyos cristales habían sido rotos a pedradas, aparecía cubierta con unos cartones.
Diciéndole a Raduan que esperara en la puerta, Camelia entró y vio a dos hombres inclinados sobre sendas máquinas de escribir y a una joven de pie junto a un archivador. Los tres se volvieron simultáneamente a mirarla.
—Al hamdu lillah! —exclamó la muchacha, acercándose presurosa para quitar el polvo de una silla con la mano y ofrecérsela a Camelia, diciendo—: ¡La paz y la benevolencia de Alá sean contigo, sayyida! ¡Nos sentimos muy honrados! —Después se volvió y gritó por encima del hombro hacia una puerta protegida por una cortina—: ¡Oye, Aziz! Corre al señor Shafik. ¡Trae té en seguida!
—La paz y la misericordia de Alá y sus bendiciones —contestó Camelia—. He venido a ver al señor Mansur. ¿Está aquí?
Un hombre se levantó de uno de los escritorios y se inclinó respetuosamente. Debía de tener unos cuarenta y tantos años, estaba algo grueso, era medio calvo y llevaba unas gafas de montura metálica y una camisa que estaba pidiendo a gritos un golpe de plancha. Camelia recordó a Suleiman Misrahi y se dio cuenta de que en El Cairo apenas quedaban judíos.
—Su presencia es un honor para nuestra redacción, señorita Rashid —dijo el hombre con una sonrisa.
Acostumbrada a que los desconocidos la reconocieran, Camelia contestó:
—El honor es mío, señor Mansur.
—¿Sabe que yo escribí una reseña de una de sus actuaciones hace catorce años? Yo tenía treinta años por aquel entonces y pensé que era usted la danzarina más exquisita que jamás hubiera habido en la tierra. —Mansur miró a Raduan, de pie en la entrada, y añadió bajando un poco la voz—: Y lo sigo pensando.
Camelia miró también a Raduan, confiando en que éste no hubiera escuchado las palabras de atrevida familiaridad de Mansur. Quebrantamientos de la etiqueta mucho más leves que aquél habían inducido al guardaespaldas sirio a salir inmediatamente en defensa del honor de su señora.
El joven que había salido a escape del despacho momentos antes regresó con una bandeja y dos tazas de té de menta. A pesar de su ardiente deseo de averiguar por qué razón había reproducido Mansur su ensayo, Camelia pasó por el habitual formalismo de los comentarios sobre el tiempo, los resultados de los encuentros de fútbol y el milagro que había supuesto la presa de Asuán para Egipto. Al final, abrió el bolso, sacó el periódico con el artículo de Mansur marcado con un círculo y preguntó:
—¿De dónde ha salido este ensayo?
—Lo copié del libro de su tía —contestó Mansur. Al ver la mirada de asombro de Camelia, añadió—: Sé que usted escribió estas palabras. Su mensaje me parece importante y por eso lo he publicado. Puede que con ello consigamos abrir algunas mentes.
—¡Pero el libro de donde usted ha sacado el ensayo está prohibido en Egipto! ¿Acaso no lo sabe?
Mansur abrió un cajón de su escritorio y sacó un ejemplar de La sentencia de la mujer.
Camelia contuvo la respiración.
—¡Le pueden detener por la posesión de este libro!
El hombre sonrió y Camelia observó que, al hacerlo, se le levantaban las gafas.
—El presidente Sadat afirma creer en la democracia y en la libertad de expresión. De vez en cuando es bueno ponerlo a prueba.
Camelia pensó que, a pesar de lo explosivos que eran sus escritos y del atrevimiento de que estaba haciendo gala con una mujer a quien no conocía, el señor Mansur hablaba con una curiosa suavidad. Hubiera sido más lógico que hablara a gritos.
—Pero ¿no corre usted peligro al publicar mi ensayo?
—En cierta ocasión oí hablar a Indira Gandhi. Dijo que, a pesar de ser cierto que a veces una mujer va demasiado lejos, sólo cuando va demasiado lejos consigue ser escuchada por los demás.
—No menciona usted mi nombre en el artículo.
—Oh, no quería causarle problemas. Los extremistas… —Mansur señaló con un gesto de la mano los cristales rotos de la ventana—. Especialmente los miembros jóvenes de los Hermanos Musulmanes, esos fanáticos que andan por ahí vestidos con galabeyas blancas, no se alegrarían demasiado de saber que el ensayo lo había escrito una mujer. Pensé que, no siendo yo musulmán, me tratarían con menos dureza que a alguien de su propio credo. De esta manera, las palabras que usted escribió serán leídas y usted estará a salvo.
Mansur miró a Camelia con sus risueños ojos castaños y ésta se preguntó algo que no se había preguntado acerca de un hombre desde que tenía diecisiete años y se había enamorado de un censor del gobierno.
¿Estará casado?