La gente bailaba por las calles y los cañones y cohetes estallaban por todas partes mientras todo el mundo gritaba:
—Ya Sadat! Yahya batal el ubur! Viva Sadat, viva el héroe del paso del Canal.
Egipto había ganado la guerra y un gigantesco cartel en la plaza de la Liberación mostraba los tanques egipcios cruzando el Canal, a los soldados egipcios plantando una bandera al otro lado y a Sadat de perfil contemplándolo todo. Él había redimido Egipto. Él había devuelto el orgullo a su pueblo.
Desde la más humilde calle hasta la más soberbia mansión, las familias celebraban el regreso del favor de Alá sobre Egipto. En el jardín y a lo largo de los altos muros que rodeaban la casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso se habían encendido unos farolillos y, a través de las ventanas abiertas, la música y las risas se escapaban hacia la tibia noche de noviembre mientras la familia festejaba el alto el fuego entre Egipto e Israel.
En el salón, los hombres fumaban, hablaban de política y contaban chistes mientras las mujeres entraban y salían incesantemente de la cocina con fuentes de comida y vasos de té. Casi toda la familia se hallaba reunida en la casa, aunque Ibrahim había tenido que salir urgentemente para atender al hijo de un vecino a quien le había estallado un petardo en una mano.
Zacarías estaba escuchando los comentarios de su primo Tewfik acerca del lamentable estado de la industria del algodón.
—El plan de Nasser no dio resultado. El gobierno paga tan poco por el algodón que la gente abandona su cultivo y se dedica a los productos cuyo precio no está tasado por el gobierno como, por ejemplo, el trébol para forraje. ¿Y qué hace entonces el gobierno para compensar la caída de la producción de algodón? Elevar los precios del mercado internacional para que los costes de nuestro algodón dupliquen el precio que cobran los norteamericanos por la mejor variedad de pima. ¡No me extraña que estemos en bancarrota!
Mientras se servía unos cuantos trozos de hígado frito, pensando que el plato hubiera mejorado considerablemente con la adición de un poco de cebolla, Zacarías se preguntó qué habría sido de Sahra. Al parecer, nadie sabía por qué se había ido tan de repente ni adonde. Echaba de menos sus platos especiales de hígado frito y cordero con salsa de menta y también sus sencillas historias de la vida aldeana. ¿Se habría asustado por lo del cólera?
Hakim Rauf, hablando con su sonora voz de director, empezó a contar un chiste:
—Mi amigo Farid estaba presumiendo el otro día de lo alta que era su falúa, tanto que no podía pasar por debajo del puente de Tahir. Mi amigo Salah le replicó que su barca de pesca tampoco podía pasar por debajo del puente de Tahir debido a su altura. Entonces yo decidí avergonzarlos a los dos diciéndoles que había intentado nadar bajo el puente de Tahir y no había podido.
»—¿Y eso cómo es posible, Rauf?— me preguntaron.
»Y yo les contesté:
»—¡Pues porque nadaba de espaldas!
Mientras los hombres se partían de risa, las mujeres en la cocina pusieron los ojos en blanco.
—¿Habéis oído a este marido mío? —dijo Dahiba—. ¡Presume del tamaño de su nariz!
Las mujeres se rieron y reanudaron sus chismorreos mientras amontonaban hogazas de pan de pita y, con las mejillas arreboladas por el calor de los hornos, vigilaban los enormes pollos que se estaban asando en ellos. Los niños jugaban sentados en el suelo o bien eran amamantados por sus madres o, como la pequeña Zeinab, se entretenían sentados junto a una de las mesas.
La niña había llevado consigo el álbum de recortes de Camelia, que nunca se cansaba de mirar, fascinada por las fotografías y los recortes de periódicos y revistas que hablaban de su madre y que ella, a sus seis años, apenas podía leer. El primer recorte, ya un poco amarillo, correspondía al año 1966 y Zeinab sólo podía leer algunas palabras sueltas: «gracia… gacela… mariposa». Y una parte del nombre del autor: Yacob No Sé Qué.
Mientras señalaba la página con el dedo, Zeinab les dijo a sus primos, sentados también alrededor de la mesa:
—Algún día seré bailarina como mamá.
—No podrás —le contestó el pequeño Muhammad, de diez años—. Tienes una pata coja.
Al ver que las lágrimas asomaban a sus ojos, Muhammad experimentó una secreta satisfacción. Le encantaba hacer llorar a sus primas y especialmente a Zeinab. Había llegado a la conclusión de que las mujeres eran unos seres estúpidos, aunque ciertos detalles le llamaban poderosamente la atención, como, por ejemplo, los voluminosos pechos de tía Basima y las fugaces visiones que a veces tenía de la suavidad de sus muslos cuando bailaban. Por desgracia, ahora ya se estaba haciendo demasiado mayor como para estar con sus tías y primas en la cocina; pronto le llegaría el momento de tener que reunirse con los hombres. Ya no podría tocar a las niñas siempre que le apeteciera ni sentarse en los anchos y voluptuosos regazos de las mujeres. La cercanía de las mujeres le estaría vedada hasta que creciera, cosa para la cual le parecía que faltaba mucho tiempo.
Camelia entró en la cocina con una fuente llena de huesos de pollo. Al ver las lágrimas que surcaban las mejillas de Zeinab y la expresión triunfal del rostro de Muhammad, se arrodilló al lado de la niña y le enjugó el rostro con un pañuelo.
—¿Sabes que eres un niño muy malo, Muhammad? —le dijo a su sobrino—. Te portas muy mal con tu prima —añadió, mirando a Nefissa, la cual siempre se apresuraba a salir en defensa del niño.
Pero Nefissa estaba ocupada en la tarea de colocar en una bandeja pastelillos de almendras, avellanas azucaradas y tartitas dulces de pistachos.
A Camelia le pareció que la curva descendente de la boca de su tía se había intensificado. A sus cuarenta y ocho años, Nefissa tenía todo el aire de una mujer de mediana edad que no acepta el paso del tiempo. Camelia no pudo por menos que comparar a Nefissa con su hermana Dahiba, la cual, a pesar de llevarle un año, parecía infinitamente más joven y poseía una belleza espectacular.
Camelia se preguntó si la amargura que desde hacía tantos años parecía formar parte de la personalidad de Nefissa se habría intensificado a raíz del regreso de Dahiba a la familia. ¿O acaso aquella expresión de eterno reproche se había iniciado mucho antes?
Camelia sabía que había sido Nefissa la que, en vísperas de la última guerra con Israel, había informado a la familia sobre lo ocurrido entre Yasmina y Hassan al-Sabir. También sabía que Amira le había hecho jurar a Nefissa no volver a hablar jamás de aquel asunto y tanto menos relacionarlo con Zeinab. La familia conocía la verdad acerca del parentesco de la niña, pero los extraños jamás deberían conocerla y la propia niña menos que nadie. El secreto se había divulgado, pero ahora se había vuelto a sellar. Zeinab y los demás niños no sabían que Yasmina era la verdadera madre y Zeinab creía que Muhammad era su primo y no su hermanastro.
Camelia le ofreció un pastelillo a Zeinab mientras las alegres risas y las conversaciones llenaban la cocina. ¿Quién hubiera podido imaginar que aquellas mujeres supieran tantos secretos? Incluso la propia Dahiba: muy pocos miembros de la familia conocían la existencia de su explosivo libro, prohibido en Egipto. A las mayores y más conservadoras y a las más jóvenes, como, por ejemplo, Narjis, que estaban adoptando la nueva vestimenta islámica, nadie les había dicho nada. Sin embargo, las primas más modernas e instruidas habían podido ver un ejemplar de La sentencia de la mujer y habían aplaudido en secreto la valentía de Dahiba y Camelia al hablar con tanta claridad. Pero, por encima de todo, habían procurado que Amira no se enterara. Alice, que había estado ayudando a Nefissa a colocar los pastelillos en la bandeja, se retiró a su habitación para descansar un momento. La última carta de Yasmina aún estaba encima de su cama. «Es curioso, madre —le había escrito su hija—, pero resulta que es el esperma del hombre el que determina el sexo de los hijos. ¡Y pensar que un hombre egipcio se puede divorciar de su mujer si ésta no le da un varón, siendo así que la culpa es del marido!».
Alice pensó: «Qué distintas hubieran sido las cosas si tú hubieras sido un varón…». De pronto, se llevó una sorpresa al ver entrar a Ibrahim en su habitación.
—Ah, estabas aquí, Alice. ¿Has visto los fuegos artificiales? —le preguntó Ibrahim, tomándola de la mano—. ¡Ven, sube a la azotea! ¡El Cairo parece estar girando en medio de las estrellas!
—¡Ibrahim! —exclamó Alice en un susurro.
¿Cuándo había estado su marido por última vez en su habitación?
Ibrahim la acompañó a la escalera, comentándole que el chico de Abdel Rahman «tendría que andarse con mucho cuidado con los petardos a partir de aquel momento». Al llegar a la azotea, los ojos de ambos pudieron contemplar el impresionante espectáculo de los fuegos artificiales que, estallando sobre El Cairo, estaban arrojando una lluvia de oro y plata sobre las cúpulas y los alminares de la ciudad.
Casi gritando, Ibrahim le dijo a su mujer:
—¿Qué mayor prueba podemos tener de que Alá ha vuelto a nosotros que esta victoria sobre nuestro enemigo? ¿Qué mayor demostración de que Él ha perdonado a sus hijos? —Tras una breve pausa, añadió en un susurro—: Hubiera tenido que perdonar a Yasmina. Alice, ¿tú me odias por haberla expulsado?
Alice le miró a los ojos y se sorprendió al ver en ellos una expresión de ternura.
—No, Ibrahim, no te odio. A nuestra hija le van muy bien las cosas donde está. Y creo que es feliz.
—Lamento haberla expulsado. La sigo queriendo y deseo que vuelva. —Una enorme bola de estrellas azules y plateadas estalló casi por encima de sus cabezas. Ibrahim levantó los ojos diciendo—: Puede que le escriba y le pida que regrese a casa.
Alice contempló sus ojos clavados en los fuegos artificiales que estaban estallando en el cielo y el orgulloso gesto de su cabeza mientras las luces multicolores le iluminaban el rostro. Estaba muy guapo y seguía siendo el apuesto joven de quien ella se había enamorado en Montecarlo años atrás.
Sin embargo, cuando Ibrahim se volvió finalmente a mirarla, Alice vio en su semblante una repentina seriedad que la alarmó.
—Alice, te he pedido que subieras aquí porque quiero hablar contigo en privado. Hay algo que debo decirte.
—¿De qué se trata, Ibrahim?
—La única manera de anunciártelo es decírtelo sin rodeos. Alice, voy a tomar una segunda esposa.
Por la calle de abajo pasó un camión militar abarrotado de soldados que gritaban:
—Ya Sadat! Ya Sadat! ¡Con nuestra sangre y nuestras almas nos entregamos en sacrificio por ti!
Alice se dio cuenta de que el humo de los fuegos artificiales estaba empezando a llenar el aire nocturno como si todo Egipto estuviera ardiendo.
—¿Una segunda esposa? ¿Me vas a repudiar?
—Yo jamás te repudiaría, Alice. Te amo y te respeto. Y quiero que vivas siempre aquí y seas mi mujer. Pero necesito un hijo varón y tú no me lo vas a dar.
—¿Un hijo varón? ¡Pero si ya tienes a Zacarías!
Tomando la mano de su esposa. Ibrahim le contó con voz entrecortada lo ocurrido la noche en que nació Yasmina. Al terminar su relato, añadió:
—Yo quería a Yasmina, Alice, pero necesitaba un hijo varón. En su lecho de muerte, mi padre me hizo prometer que le daría hijos varones. Tuve miedo y por eso adopté al hijo bastardo de una pordiosera, Sahra, nuestra antigua cocinera.
Alice se puso a temblar.
—¿Que Zacarías no es hijo tuyo? Pero si se parece a ti, Ibrahim.
—Sahra me dijo que yo tenía cierto parecido con el padre del niño. Puede que eso formara parte de mi locura. Sabía que lo que estaba haciendo era contrario a la ley de Alá, pero yo había pronunciado una maldición contra Alá y pensé que Él querría castigarme. Ahora me arrepiento profundamente de haberlo hecho. Nosotros no tenemos que inmiscuirnos en los planes de Alá, Alice. Yo hice mal en cambiar el curso del destino que Alá tenía previsto para Sahra y su hijo. Pero creo que hoy he sido perdonado como lo ha sido Egipto y que el mañana estará lleno de una nueva esperanza.
—¿Con quién… —preguntó Alice en un leve susurro—, con quién te vas a casar?
—Con mi enfermera Huda. Procede de una familia en la que abundan los varones y eso es lo que yo quiero. Sabe que no la amo y ya le he explicado por qué deseo casarme con ella. Y está de acuerdo. —Apoyando las manos en los hombros de su mujer, Ibrahim la besó con dulzura—. Por favor, no te aflijas, cariño.
De pronto, Alice dejó de estar en la azotea entre los fuegos artificiales y se encontró de nuevo en el jardín, contemplando con asombro los capullos de ciclamen que habían brotado milagrosamente. Ibrahim y Eddie se habían ido al fútbol con Hassan; ella no había sido invitada porque era una mujer. Dos chiquillas estaban con ella en el jardín, Camelia y Yasmina, jugando a vestirse con las melayas desechadas de Nefissa. Querían cubrirse con velos y ocultar sus cuerpos y sus rostros como hacían las mujeres egipcias. Las niñas creían estar jugando, pero ella había adivinado la seriedad que entrañaba su juego. Los británicos iban a abandonar Egipto y se hacían comentarios por doquier acerca de la vuelta a las antiguas costumbres.
Las antiguas costumbres de los velos, pensó Alice ahora, de la circuncisión femenina y de las segundas esposas. Y se dio cuenta de que el futuro que ella tanto temía ya había llegado.
—No te preocupes, cariño —le dijo a Ibrahim—. No me importa. Tú necesitas un hijo varón, por supuesto. Baja a reunirte con los demás, yo me quedaré aquí un ratito.
Ibrahim se perdió en la oscuridad y Alice le siguió al poco rato. En cuanto ambos se hubieron retirado, Zacarías emergió de las sombras desde las cuales había estado contemplando los fuegos artificiales.
Tahia miró consternada a Zacarías. Ambos se encontraban sentados en el mismo banco de mármol en el que por primera vez se habían confesado su amor la noche de la boda de Yasmina con Omar.
—¿Cómo que te vas? —preguntó Tahia—. ¿Por qué? ¿Adónde piensas ir?
—Tahia, esta noche he descubierto que mi padre no es realmente mi padre y que toda mi vida ha estado basada en una mentira.
El muchacho le reveló a Tahia lo que había escuchado en la azotea y ésta replicó:
—Allah! No puede ser cierto. ¡Seguro que no lo has entendido bien!
Zacarías no estaba disgustado; en realidad, experimentaba una extraña sensación de paz, como si una larga y denodada lucha hubiera tocado repentinamente a su fin.
—Ahora comprendo muchas cosas —dijo en voz baja—. Por qué mi padre nunca me quiso. Por qué, en algunas ocasiones, yo intuía en él una especie de resentimiento hacia mí. Y por qué sorprendía muchas veces a Sahra mirándome fijamente. Siempre pensé que nos contaba aquellas historias de su infancia en la aldea para distraernos, pero ahora comprendo que, en cierto modo, trataba de hablarme de mi verdadera familia. Tahia, yo te quiero con todo mi corazón, pero no puedo casarme contigo hasta que averigüe la verdad sobre mí mismo. Iré en busca de mi madre. Encontraré la aldea donde fui concebido. Puede que allí tenga hermanos y hermanas, toda una nueva familia esperándome.
—Pero ¿cómo la vas a encontrar, Zakki? ¡Hay cientos de aldeas a la orilla del Nilo! ¡Sahra nunca dijo de dónde era!
Tahia tuvo miedo. Justamente el mes anterior, durante el Ramadán, Zacarías había hecho un ayuno tan drástico que había sufrido uno de sus ataques y había caído al suelo, soltando espumarajos por la boca y orinándose encima. ¿Y si sufriera uno de aquellos ataques, yendo de aldea en aldea?
—¡Por favor! Pídeles a Tewfik o a Ahmed que te acompañen…
—Éste es un viaje que tengo que hacer yo solo. —Zacarías tomó la mano de Tahia entre las suyas y le dijo con una sonrisa—: No temas por mí, Alá me acompaña. Puede que ése sea el significado de la revelación que tuve en el desierto. Puede que fuera una señal del Todopoderoso para indicarme que tendría que emprender una búsqueda. Nadie puede acompañarme en este camino, Tahia. Ni siquiera tú, a quien amo más que los latidos de mi propio corazón. Por favor —añadió—, procura ser feliz por mí. Podré abrazar a Sahra, mi madre. Y encontraré a mi padre y le rendiré mi homenaje.
Tahia rompió en sollozos y se enjugó las lágrimas de las mejillas con un delicado gesto de la mano.
—¿Cuándo volverás a mí, mi querido Zakki?
—Volveré, mi preciosa Tahia. Ante Alá y el Profeta y todos los santos y ángeles del Cielo, te juro que volveré.
En las estancias privadas de Amira, Qettah consultó una vez más las hojas de té y el aceite que sobrenadaba en el agua. Al final, la astróloga esbozó una sonrisa, diciendo:
—Te has recuperado por completo de tu enfermedad, sayyida. La suerte te sonríe como sonríe a Egipto. Es un tiempo propicio para viajar. Ya es hora de que hagas la peregrinación a La Meca y encuentres al joven que te llama en tus sueños.
Amira acompañó a la anciana a la puerta y le pagó la visita. Después, demasiado emocionada como para poder esperar hasta la mañana del día siguiente, decidió comunicarle inmediatamente a Alice que ya podían iniciar los preparativos para su viaje a Arabia Saudí.
Alice se sentó delante de su tocador envuelta en una nube de esencias de baño de almendras y rosas. Se había puesto uno de sus antiguos vestidos de la época en que solía acudir al Cage d’Or, un elegante y sedoso modelo de color blanco. ¿Cuánto tiempo hacía que no se lo ponía? Esbozó una sonrisa. Las sombras de la depresión que la había dominado durante tantos años habían desaparecido como por arte de ensalmo, como si alguien hubiera encendido de pronto una poderosa lámpara y las hubiera disipado, rodeándola por todas partes con su dorada luminosidad. Jamás se había sentido tan serena.
Se levantó y abandonó la estancia. Mientras bajaba por el pasillo y pasaba por delante de la habitación antaño ocupada por su hermano, recordó con asombrosa claridad las últimas dos veces en que le había visto allí: la primera, cometiendo un acto indecente con Hassan al-Sabir; y la segunda con el cerebro traspasado por una bala. No le extrañó ver a Edward en el pasillo con su blanco traje de franela y su bate de jugar al cricket. No había envejecido para nada, era como si ella no llevara más de veinte años sin verle. Claro. Estaba viendo su fantasma.
—Es una noche muy templada para el mes de noviembre —le dijo su hermano—. Perfecta para dar un paseo.
—Sí, Eddie —dijo Alice.
Bajó por la escalera y, al llegar al pie de la misma, sintió de nuevo en sus oídos el fragor del río de la melancolía.
Avanzó entre la gente que celebraba el triunfo por las calles y junto a grupos de hombres que, arracimados alrededor de los aparatos de radio y de televisión, estaban escuchando las palabras del presidente Sadat. El paseo que bordeaba el río estaba lleno a rebosar de automóviles; los peatones se reían y pegaban brincos por las aceras sin apenas prestar atención a la mujer envuelta en un blanco vestido de noche que estaba bajando hacia la orilla del río, donde los pescadores entonaban canciones sentados alrededor de sus fogatas.
Alice vio unas luces reflejadas en el agua y se percató de que procedían del Cage d’Or, situado en la otra orilla. Trató de evocar a la deslumbradora muchacha que antaño fuera, de pie en la terraza del club, totalmente subyugada por la romántica emoción de su fantasía de las Mil y Una Noches.
De pronto, se encontró en un lugar desierto, lejos de las falúas y de las casas flotantes, lejos del ruidoso hotel Hilton y de su embarcadero en el que estaban amarradas las embarcaciones de recreo del Nilo. Le extrañó que el agua estuviera tan fría y que el barro le resultara tan desagradable bajo sus pies desnudos. Siempre había imaginado en cierto modo que el Nilo estaría templado. ¿Acaso Amira no lo llamaba la Madre de Todos los Ríos? La falda se apartó de sus rodillas, se arremolinó alrededor de sus muslos y después flotó unos minutos sobre la superficie cual si fuera una blanca medusa. Cuando el agua le llegó a la altura del pecho, la falda ya se había hundido y se había enredado alrededor de sus piernas, azotada por la corriente del río. El agua le cosquilleó las axilas y la barbilla. Mientras se hundía, experimentó la curiosa ilusión óptica de que era el Cage d’Or y no ella el que se estaba ahogando.
Cuando el agua le cubrió la cabeza y vio su rubio cabello extendiéndose a su alrededor cual unos suaves zarcillos, oyó la voz de Ibrahim:
—¿Me odias por haber declarado muerta a nuestra hija y haberla expulsado?
—No —contestó ella con toda sinceridad—, porque la liberaste de esta prisión en la que yo he estado cautiva. Gracias, Ibrahim, por haber liberado a mi hija.
Alice abrió la boca y un agua de acre sabor penetró en ella de inmediato. Extendió los brazos, levantó los pies y sintió que la dulce corriente la acunaba. Le pareció que estaba volando; su cuerpo se mecía suavemente mientras el agua seguía penetrando por su garganta. Después, su cabeza se golpeó contra una superficie dura.
Sintió un agudo dolor, vio una explosión de estrellas y pensó que eran unos fuegos artificiales que celebraban la victoria de Egipto.