30

—¡Desde luego, aquí no ha quedado nadie! —dijo Declan Connor mirando a través de la ventana de su despacho—. En mi vida había visto el campus tan vacío.

Un cálido viento vespertino soplaba entre los pinos, los alisos y los jacarandas del jardín de la facultad de Medicina, empujando las hojas secas hacia los caminos iluminados mientras unos pequeños remolinos de brisa agitaban el polvo y los desperdicios del suelo. Aunque faltaban unos cuantos días para la víspera de Todos los Santos, en una ventana del laboratorio de anatomía del otro lado del camino brillaba un cráneo humano pintado de color anaranjado para que pareciera una calabaza con una vela encendida dentro como las que solían utilizarse en aquella fiesta…, una macabra broma de algún estudiante.

Jasmine levantó la vista de la máquina de escribir y le dio un vuelco el corazón al ver la imagen del profesor por partida doble, el verdadero Connor y su figura reflejada en el cristal de la ventana. Era un hombre demasiado serio y conservador para una universidad tan liberal como aquélla, pero siempre parecía generar una energía personal que Jasmine percibía incluso de lejos. O, a lo mejor, pensó Jasmine, no eran más que figuraciones suyas. Tras haberse pasado seis meses trabajando con Connor, sabía lo ambicioso y decidido que era aquel hombre.

—¡Bueno! —dijo Connor, apartándose de la ventana—. ¿Dónde estamos ahora? En el último capítulo, ¿verdad?

El último capítulo. A Jasmine no le gustaba pensarlo. Significaba que la colaboración entre ambos muy pronto tocaría a su fin.

—Ha sido una idea muy brillante —añadió Connor, situándose a su espalda para ver lo que había mecanografiado—. Voy a añadir un capítulo similar a la versión africana.

El nuevo capítulo había sido idea de Jasmine. Se titulaba «Respeto a las costumbres locales», iba dirigido a los no árabes y exponía toda una serie de sencillas pero importantes normas para que los cooperantes sanitarios extranjeros se pudieran llevar bien con los habitantes de las aldeas. Tras unas cuantas recomendaciones bastante obvias, como, por ejemplo: «Muéstrese amable y servicial» o «No discuta con el curandero nativo», Jasmine había enumerado unas normas específicas de la cultura árabe: no preguntarle jamás a un hombre por su mujer; no comer jamás con la mano izquierda; no felicitar jamás a una mujer por sus hijos.

—No tiene usted idea —añadió Connor inclinándose hacia Jasmine con la mano apoyada en el respaldo de su silla de tal forma que ella podía aspirar la fragancia de su Old Spice— de la cantidad de problemas que pueden surgir cuando los cooperantes bienintencionados cometen errores tan sencillos como quebrantar alguna costumbre tribal. Los kikuyu, por ejemplo, consideran un gran honor que apoyes la mano sobre la cabeza de un niño. Si alguien no lo hace, se sienten ofendidos. Eso que ha escrito usted aquí, Jasmine, sobre la necesidad de no felicitar jamás a una mujer por sus hijos…

Mientras le explicaba todo lo relacionado con el mal de ojo y el temor que la envidia les producía a los fellahin, Jasmine empezó a soñar. Si su mano resbalara un poco y la rozara accidentalmente…

Greg, pensó. Tenía que pensar constantemente en su marido Greg. Lo malo era que Greg Van Kerk, con quien se había casado para evitar que la expulsaran, no era realmente su marido.

Tal como ya esperaban, el Servicio de Inmigración y Nacionalización había hecho averiguaciones y había interrogado a la casera y a los profesores, a los amigos de Greg y a la familia de Rachel. Los agentes se presentaban de vez en cuando en su domicilio con sus placas, sus cuadernos de notas y sus preguntas de carácter personal, y tanto ella como su marido, siempre dispuestos a colaborar, los recibían amablemente y disipaban todas sus dudas. Legalmente, eran marido y mujer desde hacía casi siete meses; Jasmine se apellidaba oficialmente Van Kerk, pero, a pesar del certificado de matrimonio, ambos seguían siendo simplemente compañeros. Tal como Greg había dicho, ni siquiera el SIN podía colocar un espía en su alcoba.

Jasmine pensó en aquellos seis meses y medio en cuyo transcurso había dicho «buenas noches» y había cerrado la puerta del dormitorio mientras los muelles del sofá del salón crujían bajo el peso de Greg. Seis meses de cómodas relaciones con un hombre inteligente y considerado que la había salvado de la expulsión y que se había ganado todo su respeto. Si, por lo menos, pudiera enamorarse de Greg…

Lo malo era que se había casado con un hombre y se había enamorado de otro.

Declan regresó a su escritorio y, mientras revisaba por última vez el manuscrito, Jasmine no pudo evitar establecer una comparación entre ambos… Declan con su energía y su contagiosa vehemencia, y Greg con aquella indolencia que parecía surgir de la filosofía árabe del bokra, es decir, mañana, una actitud que a ella no le desagradaba del todo, pues le hacía recordar su casa. Declan vestía con esmero y Greg todo lo contrario; Declan había alcanzado el éxito y tenía ambición y Greg aún estaba bregando sin demasiado entusiasmo con la tesis de licenciatura. Pero ambos eran amables y la hacían reír y ella apreciaba a éste y amaba a aquél, cuando hubiera tenido que hacer justo al revés.

No tenía ni idea de cuáles eran los sentimientos de Declan con respecto a ella.

Pero no importaba, se decía cada vez que empezaba a pensar en él y a preguntarse qué tal seria vivir a su lado. Connor estaba casado y tenía el camino trazado. Y ella también lo tenía. Aunque no estaba segura de cuál iba a ser su futuro con Greg ni en qué pararía todo aquello, sabía adonde iría ella: a estudiar medicina y llevar sus conocimientos allí donde fueran necesarios. Y eso se lo debía a Declan Connor. Trabajando a su lado, sintiendo la fuerza de su energía y viendo con cuánta claridad tenía definidos sus objetivos, ella había aprendido a definir sus propios propósitos, los cuales no eran otros que los de ejercer la clase de medicina que había visto ejercer a su padre en El Cairo. Ibrahim había sido en otros tiempos el médico personal de un rey y seguía cobrando unos honorarios muy elevados, pero también atendía a la cada vez más numerosa población campesina que afluía a la ciudad. Y allí, trabajando con él en su consultorio y aprendiendo de él el ejercicio de la medicina, había nacido su sueño de convertirse en médica.

Jasmine sabía que tenía que concentrarse en eso, sobre todo en los momentos en que la invadía la tristeza al pensar que Connor dejaría la universidad cuando finalizara el semestre.

—Sybil y yo no podemos estarnos quietos mucho tiempo en ningún sitio —le había explicado Connor al principio del proyecto, allá en el mes de marzo—. Nos conocimos en un barco hospital. Sé que es muy bonito enseñar a la gente a ser médico y me ha gustado mucho trabajar en esta facultad, pero echo de menos la práctica. En cuanto la traducción esté lista, Sybil y yo nos iremos a Marruecos.

Jasmine había conocido a su mujer, profesora de inmunología, un día en que Sybil acudió al despacho con su hijo de cinco años David, un chiquillo de huesudas rodillas vestido con pantaloncitos cortos, que hablaba con acento inglés y que a ella le había hecho recordar a su hijo Muhammad. En aquel momento, envidió a la esposa de Connor.

El profesor pasó la última página del manuscrito, un glosario básico de términos árabes, diciendo:

—¡Parece que lo hemos conseguido! Al hamdu lillah!

Jasmine se rió como siempre hacía cuando él hablaba en árabe, pero con acento británico. Una vez Connor le contó su anécdota preferida y su postura personal con respecto a los idiomas:

—Fue en la misión de Kenia donde me invitaron a rezar la oración de acción de gracias durante un importante almuerzo en honor de unos representantes de la Iglesia que estaban visitando la misión. Me recordaron en voz baja que debería pronunciar la oración en latín, pero, como yo no conocía ninguna oración en latín, empecé a pensar rápidamente. Incliné la cabeza y recité:

»—Levator labii superioris alaeque nasi —que es el nombre del pequeño músculo de la parte lateral de la nariz.

»Todos dijeron:

»—Amén.

»Y nos pusimos tranquilamente a comer.

Y ahora habían terminado ya de traducir el libro. En cuanto insertaran el nuevo capítulo de Jasmine, podrían enviar el manuscrito al editor de Londres. Poco después, Declan también se iría.

—Se me ocurre una idea —dijo Connor de repente—, la voy a invitar a cenar esta noche. No le he pagado ni con mucho lo que vale su trabajo y me sentiría un poco más tranquilo si, por lo menos, me permitiera invitarla a cenar.

Jasmine contempló sus dedos sobre el teclado. ¡A cenar! Se habían pasado seis meses trabajando juntos en un proyecto casi siempre en aquel despacho y generalmente por las tardes y a veces hasta bien entrada la noche. Sin embargo, la colaboración, por muy íntima que hubiera sido, no había pasado de ser una relación de tipo profesional y Jasmine siempre había conseguido mantener las distancias. En cambio, una cena los colocaría a un nivel distinto y más peligroso.

—No puede negarse —dijo Connor acercándose a su escritorio y apagando la máquina de escribir eléctrica—. Sé que no ha comido desde el amanecer porque es Ramadán. No comprendo cómo se las arregla —añadió, esbozando una sonrisa—. Los judíos son más razonables en eso del ayuno, un solo día en ocasión del Yom Kippur. Hacerlo treinta días me parece una barbaridad.

Jasmine apoyó las manos en su regazo para ocultar su repentino nerviosismo.

—¡El Ramadán es todavía más duro en verano porque los días son más largos! —dijo.

—Sí, ya me acuerdo. Hasta el viejo y simpático Habib perdía la paciencia mientras planchaba. Entonces me dije que sería mejor no ir jamás a Egipto durante el Ramadán. Bueno pues, elija usted el restaurante —añadió Connor—. El más caro que se le ocurra.

—¿Vendrá también su esposa?

—Sybil tiene una clase esta noche.

Jasmine vaciló. En Egipto las normas estaban muy claras: una mujer no salía sola con un hombre que no fuera pariente suyo. Y tanto menos una mujer casada. Pero ¿estaba ella realmente casada? Ella y Greg habían firmado un papel y él le había dado su apellido. Eso era todo. Sin embargo, por mucho que pensara que sólo iba a ser una cena amistosa con Connor en un lugar público, tenía miedo…, miedo de sus sentimientos y miedo de que se le notaran.

—Además, tengo una sorpresa para usted —dijo Connor, mirándola con un brillo travieso en los ojos, el mismo brillo que ella le vio el día en que le gastó una broma al doctor Miller de Parasitología.

—¿Una sorpresa?

El profesor se dirigió a la parte de atrás del archivador y sacó un gran sobre cuadrado.

—Lo guardaba para un momento especial. Ahora me parece una buena ocasión. Ábralo.

Jasmine vio los sellos británicos y la dirección de Declan en Marina. Mientras abría el sobre, Connor añadió:

—Pedí que me lo mandaran a casa porque no quería que usted lo viera antes que yo.

Jasmine sacó el contenido del sobre y vio la fotocopia de la sobrecubierta de un libro con un título en grandes letras negras: «CUANDO USTED ES EL MÉDICO, de la DOCTORA GRACE TREVERTON. Manual de sanidad rural para los países árabes».

—Les propuse varios esbozos —explicó Connor— porque no podíamos utilizar la misma ilustración que figura en la versión original. Como ve, la madre y el niño tienen rasgos árabes y, en lugar de la choza de paja del fondo, ahora hay una casa de adobe. Ésta será la cubierta definitiva.

Jasmine descubrió la sorpresa al fondo, bajo la ilustración: Revisado y traducido por el doctor Declan Connor y Jasmine Van Kerk.

—Me temo que eso no le va a reportar dinero ni derechos de autor, pero su nombre lo verán muchas personas. Las Fuerzas de Pacificación acaban de hacer un pedido y lo mismo ha hecho la organización francesa de Médicos sin Fronteras.

Jasmine mantuvo los ojos clavados en la fotocopia porque no podía mirarle.

—No sé qué decir —musitó en voz baja.

—No hay nada que decir. Yo, en cambio, doy gracias a Dios de que no se presentara la estudiante que contraté. —Connor observó a Jasmine en silencio y después le dijo—: Por supuesto que hizo usted muy bien en casarse.

Jasmine no había entrado en detalles ni le había explicado que Greg y ella eran unos extraños entre sí. Connor debía de suponer que ambos ya eran amantes y ella quería que lo siguiera pensando para conservar las distancias y mantener a raya sus propios sentimientos.

—¿Y bien? ¿Qué le parece? ¿Cenamos en la ciudad?

Cuando al final levantó los ojos y vio su atractiva sonrisa y la forma en que la iluminación del techo perfilaba las bien cinceladas facciones de su rostro, Jasmine sintió que se le aceleraban los latidos del corazón y contestó:

—Sí, sería muy agradable.

En el momento en que se disponían a salir, sonó el teléfono. Jasmine lo tomó; era Rachel.

—Perdona que te moleste. Jas —le dijo ésta en tono apremiante—, ya sé que estás trabajando, pero ¿podrías venir en seguida? La abuela Maryam pregunta por ti.

Jasmine miró a Connor.

—Pero si es el Yom Kippur, Rachel. ¿Queréis recibir visitas?

—No se encuentra bien, Jas. Lleva varias semanas en cama y dice que tiene que hablar contigo inmediatamente. ¿Podrías venir?

Jasmine vaciló.

—Un momento —solicitó, cubriendo el teléfono con la mano—. Doctor Connor, una amiga mía está enferma y pide que vaya a verla inmediatamente.

—Por supuesto que debe usted ir. Podemos dejar la cena para otra noche.

—De acuerdo, Rachel. Dile a tía Maryam que vendré en cuanto pueda.

Jasmine colgó el teléfono experimentando una mezcla de alivio y decepción, pues ahora sabía que ya no tendría otra ocasión de salir a cenar con Connor.

—Espere, Jasmine —dijo Connor—. Antes de que se vaya, quiero decirle una cosa. Pensaba decírselo esta noche durante la cena, pero se lo diré ahora porque puede que no se me ofrezca otra oportunidad. —El profesor hizo una pausa con las manos metidas en los bolsillos y Jasmine tuvo la sensación de que había ensayado previamente lo que le iba a decir—. Trabajar con usted en este proyecto ha significado mucho para mí —añadió—, más de lo que pueda expresar con palabras. Será usted una médica extraordinaria, Jasmine, y sé que llevará sus conocimientos allí donde sean necesarios. Espero… bueno, espero que algún día tengamos la ocasión de volver a trabajar juntos.

—Gracias, doctor Connor, yo también lo espero. Cuando dio la vuelta para marcharse, él se le acercó y apoyó la mano en su brazo.

—Jasmine…

Ambos se miraron un instante a los ojos mientras el viento de octubre hacía crujir los resecos árboles del exterior. Connor inclinó la cabeza y ella levantó el rostro.

—Disculpe, Jasmine. Si usted supiera… —dijo Connor, apartándose de ella.

—No, por favor —dijo ella—. Tal vez nuestros caminos vuelvan a cruzarse algún día, doctor Connor. Si Dios quiere. Ma salaama.

Ma salaama —repitió él.

Rachel la estaba esperando en la calzada.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Jasmine, entornando los ojos bajo el sol del atardecer.

—No lo sé muy bien. Es algo muy misterioso. La abuela dice que tiene una cosa para ti. Al parecer, la recibió por correo hace unos días.

Jasmine sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho. ¡Algo de la familia tal vez! ¿Una carta? ¿Su padre, pidiéndole que regresara a casa?

Mientras entraban en la casa, a Jasmine le gruñó repentinamente el estómago.

—Perdón —dijo riéndose—, es que estoy ayunando.

—Hoy es una fiesta judía. ¿Por qué has ayunado tú?

—Es el décimo del Ramadán.

Rachel no contestó; siempre se sentía vagamente incómoda cuando recordaba que Jasmine era musulmana. Y ahora experimentaba un nuevo sentimiento de celos por la especial relación que unía a Jasmine con su abuela. Pese a su ascendencia judía egipcia, Rachel se sentía muy poco identificada con el país que Jasmine y Maryam compartían; jamás había estado en Egipto, el país natal de su padre, y apenas sabía nada de él. Sin embargo, sabía que el corazón de su abuela Maryam seguía estando allí y por eso Jasmine ocupaba en él un lugar especial que ella, su propia nieta, jamás podría ocupar.

La casa estaba muy tranquila.

—Los demás se han ido al templo —dijo Rachel—. Yo me he quedado en casa con la abuela Maryam. Se ha debilitado mucho en los últimos meses, Jas. Sólo tiene setenta y dos años y no le encuentro nada. Todos estamos muy preocupados.

Era la primera vez que Jasmine entraba en el dormitorio de Maryam, repleto de objetos personales suyos de El Cairo, entre los cuales figuraban algunas cosas que Jasmine recordaba haber visto tiempo atrás en casa de los Misrahi. Sin embargo, lo que más le llamó la atención fue un gran retrato colgado en la pared. Era de Maryam y Amira años atrás, dos jóvenes con el cabello ondulado a lo Marcel, Maryam en actitud levemente descocada y Amira con un cutis extraordinariamente terso y juvenil y unos ardientes ojos oscuros semejantes a los de una estrella de cine mudo. Y no iba de negro tal como siempre la había visto Jasmine, sino que lucía un vestido blanco que parecía de gasa.

—Te pareces mucho a ella, ¿sabes? —dijo una voz desde la cama—. Si te cubres el cabello rubio, eres Amira.

Jasmine jamás se había dado cuenta del predominio que tenía en ella su mitad árabe. El cabello rubio y los ojos azules eran lo único que había heredado de la familia de Alice. Se sorprendió ahora al observar que la joven del retrato hubiera podido pasar por su hermana gemela.

Se acercó a la cama y se asombró de lo mucho que había envejecido Maryam en pocos meses. Contempló su cabello blanco y recordó a la llamativa pelirroja a la que tan a menudo solía ver por su casa cuando era pequeña.

—Hola, tía —dijo, sentándose—. ¿Qué te pasa? Maryam habló en árabe.

—Yo estaba presente la noche en que tú naciste. Tu abuela y yo siempre nos ayudábamos mutuamente en nuestros partos. Yo ayudé a venir al mundo a tu tía Nefissa y Amira ayudó a venir al mundo a mi Itzak. Ha pasado mucho tiempo. Entonces la calle de las Vírgenes del Paraíso era otro mundo.

—Es cierto —dijo Jasmine en un susurro, recordando la preciosa fuente turca del jardín y la glorieta donde Amira solía tomar el té con sus visitas cual si fuera una reina recibiendo a sus cortesanos.

—¿Te gusta estudiar en la facultad de Medicina? —preguntó Maryam.

—Tengo mucho que aprender, tía. Estoy muy ocupada.

Jasmine hubiera querido hablarle de Connor. Pero ni siquiera a Rachel le había revelado su secreto.

—Serás una médica estupenda. Siendo hija de Ibrahim Rashid y nieta de Amira, ¿cómo podría ser de otro modo? ¿Qué noticias tienes de la familia? Llevo algún tiempo sin saber nada de tu abuela.

Jasmine le contó lo que le había escrito Alice en su última carta sobre la epidemia de cólera que se había declarado en la casa.

—Temen que el niño de Tahia tenga la dentadura manchada a causa de la tetraciclina. Y nuestra cocinera Sahra ha desaparecido y nadie sabe adónde ni por qué.

Jasmine no comentó lo mucho que la había preocupado la carta, por más que Alice le hubiera asegurado que Muhammad apenas había resultado afectado por la enfermedad. La aterrorizaba pensar que su hijo pudiera ponerse enfermo y morir sin que ella estuviera a su lado.

—¿Por qué me has mandado llamar, tía?

—No expulses de tu corazón el pasado, Yasmina. Veo en tus ojos que no quieres hablar de tu familia. Te he pedido que vengas porque hoy es el Día de la Expiación. Quiero que hagas las paces con tu padre. La familia lo es todo, Yasmina. Amira me escribe, bueno, le pide a su nieto Zacarías que escriba lo que ella le dicta, y me habla de todos los miembros de la familia y me pregunta por ti. Yo no sé lo que ocurrió entre tú y tu padre, Yasmina, pero tienes que hacer las paces con él.

—Tía Maryam, mi padre y yo jamás podremos ser amigos. Él no me quiere…

—¿Que no te quiere, dices? Ay, hija mía, tú no sabes lo que es querer. —Maryam extendió la mano para tomar la de Jasmine—. Ya sé por qué te has casado con un americano, cariño. Sé que quieres quedarte en los Estados Unidos. Pero yo te pido que me escuches. Esta tierra no nos corresponde ni a ti ni a mí. Tú y yo pertenecemos al lugar en el que tenemos el corazón y que no es otro que la calle de las Vírgenes del Paraíso. Tú tienes un hijo allí, un niño que necesita a su madre.

—Jamás me permitirían verle —dijo Jasmine, contemplando la envejecida mano que sostenía en la suya—. Omar me quitó a Muhammad y la ley dice que no puedo ver a mi hijo.

«Para mi familia, estoy muerta».

—¿Qué sabrá la ley sobre el corazón de una madre? Regresa allí, Yasmina, Dios te ayudará a encontrar un camino. —Maryam le dirigió a Jasmine una larga mirada inquisitiva y después alargó la mano hacia la mesita de noche—. Eso lo recibí el otro día. Me lo envió mi hermana desde Beirut.

Jasmine vio que era un libro escrito en árabe, La sentencia de la mujer. El nombre de la autora era Dahiba Rauf.

—Es tu tía Fátima, ¿lo sabías?

—Sí —musitó Jasmine con asombro mientras pasaba las páginas y echaba un vistazo a los poemas.

Cuando llegó al final del libro y leyó el título «Ensayo de Camelia Rashid», sintió que un estremecimiento le recorría el cuerpo de arriba abajo.

Maryam lanzó un suspiro.

—Vosotras las mujeres Rashid siempre habéis sido muy testarudas. No sé si Amira sabrá algo de este libro.

Jasmine se quedó de una pieza al leer lo que había escrito su hermana:

«En materia sexual —decía Camelia— el hombre se lanza a la batalla completamente armado. Su armadura es el respaldo de la sociedad en cualquier cosa que haga. Sus armas son las leyes. La mujer, en cambio, no tiene nada; está indefensa. Entra en combate sin un escudo tan siquiera. Por eso está condenada a perder.

»Los hombres son los exclusivos propietarios del planeta. Son dueños de la tierra, de los mares y de las estrellas; son dueños de la historia y del pasado; son dueños de las mujeres y del aire que respiramos. Incluso son los amos de la gota de semen que dejan en nuestro interior; ellos son los propietarios de los productos del vientre de una mujer. Nada es nuestro. Ni siquiera somos dueñas del sol que nos alumbra».

Jasmine estaba asombrada. ¿De dónde habría sacado Camelia semejantes ideas? ¿De qué manera, en una sociedad como la de Egipto, había aprendido a pensar de aquella forma y a expresar por medio de palabras y frases sus sentimientos y opiniones?

Siguió leyendo:

«Un hombre tiene la posibilidad de reconocer la paternidad de un hijo o de negarla. Puede decir “Este niño no es mío”. Qué arrogantes han sido los hombres al otorgarse a sí mismos este poder, siendo la mujer la que desarrolla la nueva vida en su cuerpo con su sangre, su oxígeno y sus células; ella la lleva en su vientre, la siente, le canta y alimenta el nuevo espíritu con el suyo propio. Y, sin embargo, el hombre, para quien el acto sexual no fue más que un momento de placer, puede reclamar la propiedad de la nueva vida que está creciendo en el cuerpo de otra persona. Tiene el poder de reconocerla y permitir que viva o de negarla y dejar que muera».

Jasmine contempló la página. ¿Se estaría refiriendo Camelia a ella, su propia hermana, y a su hijo? ¿O acaso pensaba en Hassan al-Sabir y en la desgracia que se había abatido sobre su pobre hermana por el hecho de que el hijo fuera de éste y no de su marido? Jasmine cerró los ojos y evocó el negro cabello y los ojos color ámbar de Camelia. ¡Qué valiente había sido al escribir aquellas palabras! Pero ¿cómo era posible que pudiera escribir con tanta sinceridad y hubiera sido al mismo tiempo tan falsa con ella? ¿Acaso estaba tan enamorada de Hassan que los celos la habían impulsado a revelarle el secreto de su hermana a Nefissa?

Un recorte doblado de periódico cayó al suelo de entre las páginas del libro. Correspondía a un periódico de Beirut y alguien había anotado al margen: «Reproducido del Paris Match». Era una entrevista con Camelia, «la estrella naciente del firmamento de Egipto».

—¿Me lo quieres leer, por favor? —dijo Maryam—. Tengo muy mala vista y en esta casa ya nadie lee el árabe —añadió tristemente.

El artículo giraba en torno a las dificultades con que había tropezado una celebridad como Camelia, mujer y soltera, para proteger su reputación. «No es fácil ser soltera en Egipto —le había dicho Camelia al reportero del Match—. En Egipto, si un desconocido le dirige la palabra a una mujer por la calle y ésta le contesta aunque sólo sea para decirle: “No. Váyase. Déjeme en paz”, él lo toma como una indicación de que está disponible, y la sigue acosando. La reacción adecuada es no hacerle caso y fingir no haberle visto; entonces él capta el mensaje y se retira, respetándola y comprendiendo que es una mujer decente. Es difícil tratar a un ser humano como si fuera invisible o no existiera. En Francia, eso se consideraría una grosería, pero así son las costumbres árabes».

—Yasmina —dijo Maryam—, ¿por qué no sois amigas tú y tu hermana? Una hermana es algo muy valioso, Yasmina.

Jasmine sintió la mirada de Maryam escrutando su rostro, pero no deseaba hablar de cosas en las que ni siquiera quería pensar. Si negara el pasado con la energía suficiente, podría librarse de él y sería como si jamás hubiera existido.

—Camelia traicionó un secreto —contestó finalmente— y, por su culpa, me expulsaron de la familia y me quitaron a mi hijo.

—Ay, los secretos —dijo Maryam, pensando en su propio hijo, el padre de Rachel, que en aquellos momentos estaba en el templo con la familia asistiendo a las ceremonias del Yom Kippur, el que se creía hijo de Suleiman Misrahi y llamaba «tío» a Musa Misrahi. Apoyando una mano en el libro, añadió—: Yo sé mucho de secretos, Yasmina. Pero escúchame, hoy es el Día de la Expiación. Y el Ramadán es el mes de la expiación. Regresa a Egipto. Ibrahim te recibirá con un beso. Y te perdonará.

—Ya es tarde, será mejor que me vaya, tía. Volveré a verte muy pronto.

Maryam sacudió la cabeza.

—He hecho esperar demasiado tiempo a Suleiman. Ya es hora de que me reúna con él. Este nuevo mundo en el que el árabe odia al judío… no puedo entenderlo. No quiero formar parte de él. Adiós, Yasmina. Ramadan mubarak aleikum. Que tengas un feliz Ramadán.

Cuando entró en el apartamento, Greg estaba sentado junto a la mesa del comedor pasando a máquina su tesis de licenciatura. A su alrededor, todo el suelo estaba lleno de libros, papeles arrugados y tazas de plástico de café del Dunkin’ Donuts.

—Hola —le dijo—. ¿Ya habéis terminado el libro?

Jasmine se apoyó contra la pared, momentáneamente aturdida a causa del prolongado ayuno.

—He ido a casa de Rachel. Tía Maryam quería verme.

—¿Está enferma?

—Me quería dar una cosa.

—Por cierto, hace un rato vino un agente del SIN. Por lo visto, no tienen nada mejor que hacer que hostigarnos. Me hizo las preguntas de rigor, intentó fisgonear un poco… Pero bueno. —Greg se levantó y se acercó a ella—, ¿qué te ocurre?

—Perdona. Es que ver a tía Maryam… me ha trastornado.

—¿No has comido nada todavía? Tendré mucho gusto en preparar la cena. Me apetece una enchilada. ¿Qué te parece si esta noche abro dos latas en lugar de una? Sé lo mucho que te gustan los exquisitos platos que yo guiso.

Jasmine hubiera querido regresar a la facultad para ver si Declan estaba todavía allí. Hubiera querido salir a cenar con él y quedarse con él y llorar en sus brazos. Sin embargo, contestó:

—Gracias, Greg, me encantará.

—Ven a sentarte. La cena estará lista en pocos minutos —dijo Greg, encaminándose hacia la cocina.

Mientras abría las latas, sintió que ella le estaba mirando desde la puerta. Últimamente lo solía hacer muy a menudo, deteniéndose a mirarle a hurtadillas cuando creía que él estaba distraído. Intuía su perplejidad e inquietud y se preguntaba si sentiría el mismo deseo que él sentía por ella. Era una mujer virginal, pero, al mismo tiempo, sexualmente experta, una combinación que a él le hacía el efecto de un potente afrodisíaco. Estaba tan triste y parecía tan vulnerable y desamparada que él experimentaba el profundo deseo de cuidarla.

—No sé en qué lugar me corresponde estar —le había confesado una vez—. Mi madre y yo éramos las únicas rubias de la familia. Nunca llegamos a encajar del todo; la gente se volvía a mirarnos. Pensé que, a lo mejor, podría encontrar un lugar entre la raza de mi madre, pero en Inglaterra no me sentía vinculada a nada. Por fuera parezco occidental, pero mi corazón es árabe. Y, sin embargo, jamás podré regresar allí. ¿Habrá algún lugar en el mundo para mí?

Greg comprendió ahora que deseaba ayudarla a encontrar aquel lugar e incluso convertirse él mismo en aquel lugar.

Era la primera vez que experimentaba semejantes sentimientos hacia una persona. Siendo el único hijo de unos desarraigados progenitores de formación científica, educado por unas indiferentes monjas, Greg Van Kerk nunca había sabido lo que significaba que alguien lo necesitara o lo apreciara. La fría ciencia y la religión habían sido su alimento; la «familia» significaba para él recibir felicitaciones navideñas y postales de cumpleaños desde exóticos lugares cuya geología resultaba más fascinante que un hijo. Pero, de pronto, su «tropismo», tal como él lo llamaba, hacia Jasmine había descarrilado por completo.

El televisor estaba encendido. De repente, un boletín interrumpió la programación para decir: «Las tropas egipcias están aplastando a los soldados israelíes a lo largo de la línea Bar Lev en la orilla oriental del canal de Suez».

Jasmine se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar.

—Pero bueno, ¿qué te pasa? —preguntó Greg, apagando el televisor. Después se sentó a su lado y apoyó una mano sobre su hombro—. Perdona. Estás preocupada por tu familia, ¿verdad?

No podía soportar verla estremecerse de aquella manera. Se la veía tan frágil y desvalida… Una vez más experimentó el abrumador deseo de consolarla y protegerla. Le rodeó los hombros con su brazo y se llevó una sorpresa cuando ella se volvió hacia él y hundió el rostro en su pecho. Entonces la estrechó con sus brazos y la atrajo hacia sí.

Los labios de ambos se juntaron en un apasionado beso sazonado con la sal de las lágrimas. Los libros de medicina y antropología cayeron al suelo desde el sofá y Greg empezó a hablar a trompicones entre ardientes besos.

—No puedo soportar… No sabes cuánto te he deseado… Jasmine no dijo nada. Estaba imaginando que Greg terminaba el beso que Declan había iniciado.

Acabaron en el suelo, donde Jasmine apenas se dio cuenta de la mancha de humedad de una coca cola derramada bajo su espalda desnuda. Hicieron el amor con tanta violencia que volcaron la mesita auxiliar y le rompieron una pata.

Jasmine vio que el techo empezaba a dar vueltas; estaba pensando en Declan.