29

A pesar del fuerte jamsin, habían levantado una gran tienda funeraria al final de la calle de Fahmy y, a lo largo de todo el día, una procesión ininterrumpida de ilustres personajes había entrado y salido para escuchar las lecturas del Corán y rendir homenaje al difunto. Más tarde, la procesión hasta el cementerio estuvo tan concurrida como la de los estadistas y los astros del cine; hasta el presidente Sadat había enviado a un representante suyo para acompañar el féretro por la calle de al-Bustan. Mientras sostenía sobre su hombro una de las esquinas del pesado féretro, Zacarías pensó: «¿Quién hubiera podido imaginar que Jamal Rashid fuera tan apreciado?».

Zacarías era uno de los dos únicos miembros de la familia presentes en el sepelio por parte de la viuda; ni siquiera Tahia había podido asistir a la ceremonia. Cuando la noticia del ataque al corazón sufrido por Jamal Rashid llegó a la calle de las Vírgenes del Paraíso, su joven esposa embarazada estaba en la cama, aquejada de cólera. Y allí seguía, junto con casi todos los demás habitantes de la casa.

Por una misteriosa razón, Zacarías no había contraído la enfermedad y era el único miembro de la familia, aparte de Ibrahim, que no estaba confinado detrás de unas puertas cerradas en las que se habían fijado las preceptivas notificaciones de cuarentena del ministerio de Sanidad. Zacarías había sido examinado y, tras comprobarse que no era portador de la enfermedad, había sido autorizado a asistir al entierro.

No hubiera querido separarse del lado de Tahia, pero un hombre no podía eludir el deber de portar los restos mortales de un pariente hasta su tumba. Mientras avanzaba bajo el peso del ataúd, agotado por las muchas horas transcurridas junto al lecho de Tahia y ayudando a las mujeres en la agobiante tarea de atender a tantos familiares enfermos, Zacarías se extrañó que pudiera llevar a hombros con tanta reverencia el cuerpo del hombre que le había robado a Tahia. Sin embargo, en los casi diez años que había vivido al lado de Jamal, Tahia había sido sinceramente feliz con él e incluso le había amado en cierto modo, según ella misma le había confesado a su primo, el cual quería ahora rendirle un respetuoso homenaje. Pero Tahia se había quedado sola con cuatro hijos y un quinto en camino y él tenía que pensar en su bienestar.

Cuidaré de ella, se juró a sí mismo, ahora que somos libres de casarnos. La promesa que Alá le había hecho en los momentos en que estuvo muerto en el desierto del Sinaí y vislumbró la vida futura que esperaba a los creyentes, unos momentos, por cierto, en cuyo transcurso él no sintió el menor deseo de regresar a la tierra, aquella promesa divina según la cual él y Tahia estaban destinados a vivir juntos se iba finalmente a cumplir. Antes del Ramadán, pensó, se casaría con ella.

Caminando detrás de Zacarías bajo el peso del féretro de su lejano pariente, Ibrahim estaba luchando con el misterio de aquel repentino brote de cólera.

En toda la ciudad, la familia Rashid había sido la única en contraer la enfermedad. Cuarenta y dos miembros de su familia estaban enfermos y, durante los tres días transcurridos desde que Alice se desplomara al suelo en su consultorio, los investigadores del ministerio de Sanidad no habían logrado identificar la causa.

El viento jamsin empujaba la arena contra el féretro y sus portadores, y los hombres que estaban siguiendo a Jamal Rashid hasta su tumba se cubrían el rostro con pañuelos y tosían para expulsar la arena alojada en sus gargantas. Mientras el cortejo fúnebre, integrado exclusivamente por varones, pues las mujeres no podían participar en ellos, seguía adelante bajo una especie de velo pardusco que el sol a duras penas conseguía atravesar, Ibrahim pensó: «¿Por qué mi hermana, mi madre y mi mujer y todas las tías y sobrinas y primas han caído víctimas de la enfermedad mientras que yo y Zacarías nos hemos librado de ella?».

Bajo el cálido viento del desierto que los azotaba y parecía querer derribar el féretro, Ibrahim mantenía los ojos clavados en la espalda de Zacarías, el muchacho que era para él un constante recordatorio de cosas que hubiera querido olvidar. El pobrecillo ni siquiera había podido ir a la guerra como todo el mundo, combatiendo en ella con valentía y regresando a casa herido, como había hecho Omar. No, Zacarías había avergonzado a la familia, contándoles la extraña historia de su muerte y su subida al Cielo.

Al final, llegaron al cementerio y el féretro de Jamal Rashid fue depositado en la sepultura al lado de los de sus padres y hermanos. Hicieron rodar la lápida para cubrir la tumba y arrojaron tierra y arena sobre ella. Mientras el imán de la mezquita de Jamal leía un pasaje del Corán, Ibrahim recordó que un hombre tenía que entregarse a reflexiones devotas durante un funeral.

Por consiguiente, encauzó sus pensamientos hacia el hombre al que acababan de enterrar y después pensó en su viuda Tahia, enferma en una cama de la calle de las Vírgenes del Paraíso sin saber que su marido había muerto. Ibrahim sería el encargado de comunicarle la noticia, cosa que haría en cuanto ella se recuperara. Después, tratándose de la hija de su hermana, su deber sería el de cuidar de ella y de sus hijos. Lo cual significaba que tendría cinco bocas más que alimentar y una sexta en camino. Los niños pequeños necesitaban ropa y comían muchísimo y, por si fuera poco, los gastos escolares se habían disparado. ¿Cómo se las iba a arreglar con los pocos beneficios que le reportaban sus plantaciones de algodón y las pocas inversiones que le quedaban después de los años de gobierno de Nasser?

Mientras contemplaba el cielo y observaba el curioso fenómeno del sol «azul» que a veces se producía durante el jamsin, Ibrahim tomó una decisión: esperaría algún tiempo, aunque no demasiado, y, antes de que comenzara el Ramadán, le buscaría un marido a Tahia.

Un grupo de reporteros se encontraba en el aeropuerto de El Cairo aguardando la llegada de Dahiba, la famosa danzarina egipcia. Nadie sabía por qué se había trasladado al Líbano y los rumores corrían por toda la ciudad: una operación secreta, una relación amorosa ilícita; sin embargo, sólo una historia era cierta: había encontrado en Beirut a un editor lo bastante valiente como para publicar sus polémicas poesías, las cuales serían indudablemente prohibidas en Egipto.

La artista pasó majestuosamente por delante de los reporteros, esquivando sus preguntas con una sonrisa y un gracioso mohín, y se dirigió al lugar donde la estaba aguardando Camelia con Hakim y Zeinab.

Primero abrazó y besó a su marido y después a la pequeña Zeinab. Finalmente, se volvió hacia Camelia.

—¿Qué es lo que pasa? Me has dicho por teléfono que había una emergencia en la familia.

Camelia le explicó brevemente lo ocurrido, añadiendo:

—La enfermera de papá está en casa junto con una enfermera enviada por el ministerio de Sanidad, pero Umma no quiere dejar entrar a nadie más. Tía Nazirah y sus hijas vinieron desde Asyut para echar una mano, pero Umma no quiso. La prima Hosneya también lo intentó. Umma ni siquiera me permite entrar a mí. Dice que no quiere que nadie más contraiga la enfermedad.

—Mi madre siempre quiere hacerlo todo ella sola —dijo Dahiba mientras los cuatro se dirigían a la limusina que los aguardaba.

—Ella también está enferma —añadió Camelia—. La vi un momento en la puerta. Pero se levanta de la cama aunque le cueste. Ya sabes cómo es.

—Si sabré yo cómo es mi madre. ¿Dónde está Ibrahim ahora?

—Papá ha ido al entierro de Jamal Rashid esta mañana. Ya te dije por teléfono que sufrió un repentino ataque al corazón…

—Sí, sí.

—Papá dijo que después ira a visitar a tía Alice. Cuando se puso enferma en su consultorio hace tres días, la ingresó en un hospital privado. Al ver que todo el resto de la familia empezaba a sentirse indispuesto, puso la casa en cuarentena. ¡Casi todo el mundo está dentro, Dahiba! La familia se había reunido para celebrar el Shamm el-Nessim. ¡Todas las camas están ocupadas!

—¿En qué hospital? —preguntó Dahiba. Cuando Camelia se lo dijo, añadió, dirigiéndose al chofer—: A la calle del Canal de Suez, por favor. Dése prisa.

Alice abrió los ojos y creyó estar todavía soñando, pues Ibrahim se encontraba a su lado acariciándole el cabello con una sonrisa en los labios. Estaba muy débil y tenía la sensación de haber emprendido un largo y agotador viaje del que sólo recordaba unos fragmentos… una enfermera colocándole una silleta, alguien lavándole el cuerpo con una esponja, una suave y rítmica voz recitando unos versículos del Corán. Miró a su marido y vio que llevaba unos guantes de cirujano y una blanca bata quirúrgica. Ibrahim parecía haber envejecido de repente. ¿Acaso se había pasado varios años durmiendo?, se preguntó.

—¿Cómo…?

—El peligro ya ha pasado, querida —le dijo cariñosamente Ibrahim.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Tres días. Pero ahora ya estás mejor. La enfermedad suele durar seis días o menos.

Vio la botella de suero intravenoso suspendida por encima de la cama y el tubo que le penetraba en el brazo.

—¿Qué es lo que tengo? ¿Qué me pasa?

—Tienes cólera. Pero te vas a curar. Te estoy sometiendo a terapia antibiótica.

—¡Cólera! —exclamó Alice, tratando de levantarse, pero sin fuerzas para poder hacerlo—. ¿Y los demás? ¿Y la familia? ¡Muhammad! ¿Cómo está el niño?

—El niño está bien, Alice. En casa todos han contraído la enfermedad en distintos grados, algunos están peor que otros porque se les declaró en diferentes momentos. Excepto Zacarías. Él no está enfermo.

—¿Cuál ha sido la causa?

—Todavía no lo sabemos; el ministerio de Sanidad está investigando. Han tomado muestras del agua y de la comida de la cocina. Así se transmite la enfermedad, comiendo o bebiendo algo contaminado por las bacterias del cólera. Hasta ahora todo ha sido negativo. Y lo más misterioso es que sólo nuestra casa ha resultado afectada. —Ibrahim tomó la mano de Alice y la comprimió con cariño—. Al hamdu lillah. Gracias a Dios, lo descubrimos a tiempo. Cuando el cólera se diagnostica en su fase inicial y se empieza inmediatamente el tratamiento, no tiene graves consecuencias.

—¿Cuándo podré volver a casa?

—En cuanto te recuperes.

Ibrahim volvió a acariciarle el cabello, pensando que ojalá pudiera quitarse el guante quirúrgico y sentir aquella rubia suavidad. Cuando la vio desplomarse al suelo en su consultorio, se sorprendió del súbito temor que se apoderó de él y del estremecimiento que sintió al pensar que pudiera perderla. Entonces decidió ingresarla en un caro hospital privado donde la estaban atendiendo de maravilla, en lugar de llevarla a uno de los grandes hospitales públicos donde los pacientes tenían que dar propinas a las enfermeras para que los atendieran. ¿Cómo era posible que hubiera olvidado lo mucho que todavía significaba Alice para él?

Alice sostuvo un buen rato su mano en la suya, consolada por su presencia. Al ver que Ibrahim era el único que la había visitado, comprendió que se encontraba en una sala de aislamiento cuyas tres camas restantes estaban vacías. Allí no se permitían las visitas. Pero había flores y tarjetas.

—De tus amigos —le dijo Ibrahim—. Madeline y la señora Florny habían acampado en el vestíbulo. Al final, las convencí de que se fueran a casa. Las rosas son de, ¿cómo se llama?, la señora de Michigan. Madre quería enviarte flores de su propio jardín, pero ha tenido miedo de que el cólera viajara con ellas. No sabes el susto que me has dado, Alice.

Ella esbozó una débil sonrisa y empezó a recordar detalles de los tres días pasados: Ibrahim de pie junto a su cama, dando órdenes a la enfermera, administrándole inyecciones, cambiando la posición de las almohadas y mirándola con inquietud. Al verle tan solícito y preocupado, pensó que no le hubiera costado demasiado volver a enamorarse de él. Así era Ibrahim años atrás en Montecarlo. Casi lo había olvidado. Ahora pensaba que el amor tal vez podría renacer de su enfermedad como el ave fénix de las cenizas. Sin embargo, a diferencia del mítico pájaro, su amor no tenía adonde volar. ¿La amaba Ibrahim de verdad o era igual de cariñoso con todos sus pacientes?

—Ahora te voy a dejar descansar —musitó Ibrahim, besándola en la frente—. Que Alá te guarde y te proteja —añadió, retirándose.

En el vestíbulo, se quedó de piedra al ver a Dahiba y Camelia.

Miró a su hermana boquiabierto de asombro. Toda la familia sabía que Camelia trabajaba con Fátima, expulsada años atrás de la familia, pero él no había vuelto a ver a su hermana desde el día en que Alí la desterró de la casa treinta y tres años atrás. Sabía que algún día se tendría que tropezar con ella, pero no esperaba encontrarla allí.

Dahiba se arremangó una manga y dijo:

—No te quedes ahí plantado como un asno, Ibrahim. Vacúname contra el cólera.

El viento jamsin envolvía la ciudad de El Cairo como una arenosa bruma semejante a una niebla de color pardusco en medio de la cual se elevaban los alminares cual si fueran místicos chapiteles. Y, desde ellos, los almuédanos entonaban la antigua llamada a la oración, inalterada desde los tiempos de Mahoma, trece siglos atrás:

Alá es grande.

Alá es grande.

Proclamo que no hay más Dios que Alá.

Proclamo que no hay más Dios que Alá.

Soy testigo de que Mahoma es su Profeta.

Soy testigo de que Mahoma es su Profeta.

Venid a la oración…

Venid a la oración…

Venid al triunfo…

Venid al triunfo…

Alá es grande.

Alá es grande.

No hay más Dios que Él.

Mientras Huda, la enfermera de Ibrahim, bajaba presurosa por el pasillo con una silleta, vio a Amira a través de la puerta abierta de su dormitorio, prosternándose para rezar, a pesar de que apenas se tenía en pie. A la joven enfermera no la impresionó. Cualquiera podía hacer aquella comedia sin que ello significara forzosamente que fuera una persona devota. ¿Acaso no lo hacían también su padre y sus hermanos? Si de algo se alegraba era de poder verse libre de vez en cuando de sus interminables exigencias…, seis hombres que se pasaban las tardes perdiendo el tiempo en un café mientras ella tenía que permanecer todo el día de pie en el consultorio del doctor Ibrahim y, encima, le pedían que les preparara la cena en cuanto regresaba a casa. Sonrió al pensar en cómo se las estarían arreglando el viejo y los holgazanes de sus hijos con las ollas y las cacerolas. Con un poco de suerte, la familia del doctor Ibrahim la necesitaría todavía una semana por lo menos y quizá más tiempo, en cuyo transcurso su padre y sus cinco hermanos tendrían ocasión de darse cuenta de lo que significaba el trabajo que ella les hacía.

Encontró a Muhammad sentado en la cama con los brazos cruzados y una expresión enfurruñada en el rostro.

La enfermedad no le había atacado con tanta dureza como a los demás y su recuperación estaba siendo muy rápida; ahora el chiquillo estaba furioso porque no se había organizado ninguna fiesta para celebrar su cumpleaños. Al ver que aún no se había tomado el desayuno, Huda trató de convencerle de que comiera un poco. Pero él quería que le diera la comida su abuela Nefissa.

—Tu abuela está enferma —le dijo Huda exasperada.

Estaba agotada y le era preciso descansar. Atender el «hospital» de la calle de las Vírgenes del Paraíso le daba mucho trabajo. Aunque algunas de las mujeres Rashid se habían recuperado lo bastante como para cuidar a los demás, necesitaban que alguien las guiara; se tenía que controlar la técnica del aislamiento para que no se produjeran reinfecciones, las silletas se tenían que vaciar con sumo cuidado y las sábanas sucias se tenían que hervir o bien quemar para evitar que el contagio se extendiera más allá de la casa. Huda les había enseñado también a detectar las señales de peligro: fiebre intensa, ojos hundidos, pulsó acelerado, respiración rápida y fiebre, todo lo cual le debería ser comunicado inmediatamente. El cuidado más crucial era el de la terapia de rehidratación que sólo una experta enfermera podía llevar a cabo y que consistía en la alternancia de soluciones salinas con bicarbonato sódico y suplementos intermitentes de potasio. Y también la vigilancia de la ingestión de líquido de cada paciente y de su excreción urinaria, puesto que el mayor peligro del cólera era la deshidratación, la cual provocaba acidosis, uremia, fallo renal y muerte. Huda se sentía muy importante supervisándolo todo, tal como hacían las jefas de las enfermeras en el hospital donde había hecho sus prácticas. Sin embargo, la tarea tema también sus facetas desagradables.

Todo el mundo sufría diarrea y vómitos; se tenía que cambiar constantemente la ropa de las camas y las habitaciones apestaban. Sin embargo, como estaba soplando el jamsin, la señora Amira no quería que se abriera ninguna ventana, temiendo que los yinns del desierto les causaran ulteriores desgracias. Ojalá el doctor Ibrahim le hubiera permitido administrar Lomotil o uno de los remedios antidiarreicos de la señora Amira, pensó Huda. Pero Ibrahim decía que la enfermedad se tenía que expulsar del cuerpo. Si se quedaba dentro, todo el mundo se pondría peor. Huda también le había pedido al doctor Ibrahim que llevara a la casa a alguna otra enfermera, aparte la que había enviado el ministerio de Sanidad, la cual, por cierto, era una holgazana tremenda. Pero la madre de Ibrahim no quería; aquella terca mujer estaba rechazando ayuda del exterior, lo cual era una insensatez, pues, con tal de que una persona estuviera vacunada, no había peligro de contagio.

Incluso así, Huda se alegraba de estar allí. Cuando Ibrahim le pidió que atendiera a su familia, no pudo negarse. Estaba enamorada de él y sería una oportunidad de ver cómo vivía. La joven enfermera ya imaginaba que su jefe vivía muy bien, pero no esperaba ver una mansión tan llena de objetos valiosos por todas partes. La casa del doctor Ibrahim parecía un palacio. Ahora estaba segura de que le pagaría bien el sacrificio y de que tal vez incluso le haría un bonito regalo.

Mientras trataba de convencer al niño de que comiera un poco de judías con huevo, Huda contempló la fotografía de una rubia muy guapa que colgaba sobre su cama. Sabía que era la hija del doctor Ibrahim, la que se había ido a América. Aunque Muhammad fuera moreno, Huda le veía un parecido con su madre en la forma del rostro y los hoyuelos que se le formaban en las mejillas, incluso cuando no sonreía. Sus ojos eran del mismo color azul, lo cual constituía un rasgo muy atractivo, combinado con su cabello oscuro y su morena tez. A los diez años, Muhammad ya permitía entrever lo apuesto que sería algún día.

—¡Muy bien, pues! —dijo Huda, levantándose—. Si no quieres comer, no te obligaré.

Mientras alargaba la mano hacia la bandeja de la mesilla, experimentó un repentino calambre en el vientre. Sin previa advertencia, se le doblaron las rodillas, se desplomó al suelo y empezó a vomitar.

Muhammad gritó pidiendo auxilio y Amira entró corriendo en la habitación. Mientras ayudaba a la enfermera a levantarse, Amira le preguntó:

—¿Habías sentido algún mareo?

Huda sacudió tristemente la cabeza. Los vómitos no precedidos por sensación de náusea eran uno de los primeros síntomas de la enfermedad. Ahora ella también había contraído el cólera.

La limusina negra, cuyo brillo había sido oscurecido por el polvo del jamsin, se acercó al bordillo, y Dahiba y Camelia descendieron antes de que se detuviera por completo delante de la casa. Hakim no las tenía todas consigo y no hubiera querido que rompieran la prohibición de la cuarentena impuesta por las autoridades sanitarias, pero se limitó a decir que él cuidaría de Zeinab mientras ellas estuvieran dentro. Dahiba ni siquiera llamó. Avanzó por el camino y abrió la puerta de entrada como si acabara de dejar la casa justo la víspera.

Bismillah! —exclamó—. ¡Pero qué mal huele aquí!

Mientras subían rápidamente por la escalinata para dirigirse al ala de la casa reservada a las mujeres, vieron montones de sábanas limpias, palanganas de agua con jabón, batas de hospital y mascarillas quirúrgicas delante de las puertas de las habitaciones. El fuerte olor a desinfectante no bastaba para disipar el hedor de la enfermedad.

Amira, con una bata quirúrgica sobre el vestido negro y el cabello protegido por un pañuelo blanco, estaba en el pasillo, tratando de acarrear un montón de sábanas sucias. Dahiba lanzó un suspiro y sacudió la cabeza.

—Mi madre, la sayyida Zeinab de la calle de las Vírgenes del Paraíso.

Amira levantó la vista, sobresaltada. Miró un instante a su hija y después exclamó:

—Fátima, alabado sea Alá.

—Mi hermano dice que no permites que se abran las ventanas, madre.

—La enfermedad la lleva el viento. Los yinns del desierto han traído el cólera a esta casa.

—El cólera lo provocan unas bacterias, madre, unos minúsculos gérmenes que no se ven.

—¿Acaso se ven los yinns? Por favor, hija mía, vete antes de que te pongas enferma.

—Ibrahim nos ha vacunado, Umma.

—También vacunó a la enfermera y se ha puesto enferma.

—No a todo el mundo le hace efecto. Pongo mi confianza en Alá. Ahora quiero que te acuestes.

—Debes irte —dijo Amira con menos convicción.

—¿Desde cuándo un miembro de una familia no puede cuidar a sus parientes? Ésos son los momentos que dan significado a una familia, de lo contrario, ¿qué somos, qué nos queda? —Quitándose el pañuelo y arremangándose las mangas, Dahiba ayudó a su madre a acostarse—. Ahora yo me voy a encargar de lodo, Umma —dijo—, y empezaré por ti. Y no quiero discusiones.

Amira ya no dijo nada más. Apoyó la cabeza en la almohada, cerró los ojos y pensó: «Alabado sea el Eterno, mi niña ha vuelto a casa…».

Al llegar a casa, lo primero que hizo Ibrahim fue visitar los dormitorios para examinar a los pacientes y administrarles tetraciclina en caso necesario. Lamentó encontrar a Huda postrada en cama; le había advertido de que la vacuna sólo era eficaz en un ochenta por ciento de los casos. Pero la joven resistía bien y se había tomado la situación con estoicismo.

Al final, bajó a la cocina donde las criadas estaban hirviendo enormes calderas de agua para esterilizarla y planchando impresionantes cantidades de sábanas recién lavadas. Sahra, cansada y con rostro macilento, se encontraba junto a una mesa, preparando las bandejas del almuerzo para los enfermos Ibrahim raras veces visitaba la cocina, que era el reino de las mujeres, pero anota había bajado como médico en un intento de descubrir la causa de aquella limitada epidemia.

Estaba muy desanimado. Acababa de hablar con el inspector de Sanidad y éste le había dicho que aún no habían identificado el origen de la enfermedad. El doctor Jeir le explicó que otras seis familias del barrio también la habían contraído. Ibrahim no comprendía cómo era posible que todas las personas adultas de la casa se hubieran puesto enfermas con la excepción de él mismo y de Zacarías. Los más pequeños tampoco habían resultado afectados. ¿Por qué? ¿Qué habían comido todos los demás menos los más pequeños, Zacarías y él?

Examinó la cocina tratando de descubrir al culpable agazapado en algún rincón… un yinn, como decía su madre. Después miró a Sahra, que sólo había resultado levemente afectada y había respondido inmediatamente al tratamiento con tetraciclina.

—Sahra —le dijo—, ¿te has lavado las manos con jabón antes de preparar las comidas, tal como te dije que hicieras?

—Sí, mi amo. Me las lavo cien veces al día —contestó Sahra, extendiendo la mano derecha para que viera lo áspera que la tenía.

Ibrahim contempló el cuenco que Sahra sostenía en las manos y cuyo contenido estaba a punto de echar en los platos de las bandejas.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Es kibbeh, mi amo. Muy bueno para los enfermos. A ti te gusta mucho.

Ibrahim frunció el ceño.

—Sí, pero el kibbeh siempre se cuece, ¿verdad?

—Ésta es una nueva receta en la que no hace falla cocer la carne, mi amo. El mismo carnicero me lo dijo. Me dijo que es un plato muy popular en Siria. Pero la carne es muy fresca, como puedes ver él mismo la corto en trocitos delante de mí.

Ibrahim se acercó el cuenco a la nariz y olfateó la mezcla de carne de cordero, cebolla, pimienta y trigo machacado.

—Es muy bueno, mi amo —añadió Sahra con inquietud—. A todo el mundo le gustó mucho. No dejaron ninguna sobra.

—¿Qué dices? ¿Habías preparado antes este plato?

—Hace cuatro noches, mi amo. Como la familia se había reunido para celebrar la fiesta, quise preparar algo especial…

—¿La víspera del día en que mi mujer cayó enferma?

Sahra asintió con la cabeza e Ibrahim pensó en aquella noche y de pronto recordó que no había cenado en casa debido a una urgencia en el hospital. Zacarías tampoco habría probado el kibbeh, teniendo en cuenta la aversión que le inspiraba la carne.

Ibrahim abandonó rápidamente la cocina y telefoneó al ministerio de Sanidad.

—Doctor Rashid, estaba a punto de llamarle —dijo el doctor Jeir desde el otro extremo de la línea—. Hemos localizado el origen de la enfermedad en un carnicero de su barrio, un sirio. Llegó hace una semana de Damasco y hemos descubierto que es portador. Las bacterias están en la carne. ¿Alguien de su casa le ha comprado carne recientemente?

Ibrahim regresó a la cocina, le arrancó a Sahra el cuenco de las manos y lo arrojó al suelo.

—¿No te he dicho cientos de veces que la carne hay que cocerla siempre? ¡Nos hubieras podido matar a todos!

—Perdón, mi amo —dijo Sahra—. Era un plato especial para la fiesta. El nuevo carnicero…

—Es portador de la enfermedad. ¡Él nos ha contagiado la enfermedad!

Sahra miró a Ibrahim con los ojos muy abiertos.

—¡Pero el señor Gamal no estaba enfermo!

—Un portador no está enfermo, simplemente transmite la enfermedad a los demás. ¿No sabes que nos hubieras podido matar a todos?

Sahra rompió a llorar.

—Perdóname, mi amo Te juro ante Alá que no quería hacerlo.

Ibrahim se pasó las manos por el cabello sintiéndose súbitamente muy cansado.

—Mira lo que nos ha costado tu equivocación. Y ahora mi enfermera se ha puesto enferma y mi madre también.

—¿La sayyida está enferma?

—Reza para que consigamos llegar a tiempo. A su edad, esta enfermedad puede ser mortal.

—Sí, mi amo —musitó Sahra con el rostro surcado por las lágrimas.

Zacarías se despertó antes del amanecer y ya no pudo conciliar nuevamente el sueño. Aquel día le iban a comunicar a Tahia la muerte de su mando. Sabía que su padre tenía previsto decírselo, pero él quería adelantarse y darle la noticia. Decidió desayunar con ella y, al bajar a la cocina, observó que las criadas estaban dominadas por una gran agitación. No habían encendido los hornos, le dijeron, y la masa de pan no se había puesto a fermentar durante la noche.

Sabiendo que Sahra, la jefa de la cocina, prefería encargarse personalmente de aquellas tareas y que, por consiguiente, era la primera en levantarse por la mañana, el muchacho se dirigió a su habitación situada detrás de la cocina, preguntándose si ella también habría sido victima del cólera. Para su asombro, la cama de Sahra no estaba deshecha y sus ropas habían desaparecido junto con las fotografías de la familia que siempre tenía prendidas con chinchetas en la pared. Y a Sahra no se la veía por ninguna parte.