—¿Qué voy a hacer? Sólo me faltan tres meses para obtener el título. ¿Es justo que me rechacen ahora?
Jasmine contempló los aterrorizados ojos de su vecina, una joven estudiante en régimen de intercambio procedente de Siria, y vio en ellos sus propias preocupaciones. Los Estados Unidos, tras haber roto sus relaciones diplomáticas con distintos países árabes, estaban anulando los visados y devolviendo a los estudiantes a Siria, Jordania y Egipto. Aunque todavía no le habían enviado la notificación, Jasmine temía recibirla de un momento a otro. No podía regresar a Egipto. Su familia la consideraba muerta; en seis años, no se había comunicado con ninguno de sus parientes, exceptuando las cartas que regularmente le escribía su madre.
—¡Nos envían a todos a casa! —dijo la chica de pie delante de la puerta de Jasmine bajo una fina lluvia—. ¿Ya te han enviado la notificación?
Jasmine sacudió la cabeza, pero sabía que era sólo cuestión de tiempo. Como a su vecina, a ella también le faltaban únicamente tres meses para la obtención del título y, por si fuera poco, acababan de aceptarla en la facultad de Medicina.
—¿Conoces a Hussein Sukry, el que vivía en el apartamento al lado del mío? —preguntó la chica—. Se fue la semana pasada. Esperaba poder mantener a su familia en cuanto terminara sus estudios de ingeniería química. Pero ahora ha vuelto a Ammán sin título y sin trabajo. ¿Qué vamos a hacer? Si te enteras de alguna solución, ya me lo dirás. Ma salaama, Dios te guarde —añadió, cruzando el patio del edificio de apartamentos en cuya piscina las gotas de lluvia estaban creando unos leves escarceos.
Tratando de dominar su temor, Jasmine consultó su reloj y, viendo que llegaría tarde a la cita como no se diera prisa, tomó el bolso, el jersey y las llaves del automóvil y salió, cerrando cuidadosamente la puerta a su espalda.
Un cielo metálico cubría desde hacía varios días aquella comunidad estudiantil del sur de California encaramada a un peñasco sobre el océano Pacífico. Mientras coma al ascensor para bajar al parking subterráneo, Jasmine contempló el cielo color peltre y pensó que era como un reflejo de su estado de ánimo. Desde que se habían empezado a recibir las notificaciones de la oficina de Inmigración y Nacionalización, una fría y negra depresión se había apoderado del reducido grupo de estudiantes musulmanes que asistían a la cercana universidad. ¿Por qué los castigaban a ellos por las acciones políticas de sus países? ¿Qué tenía que ver el conflicto entre Egipto e Israel con nada o con nadie de más allá de sus fronteras?
Mientras entraba en el ascensor, pensó que en Egipto ya estarían empezando a soplar los jamsins, las tormentas de arena que siempre anunciaban su cumpleaños y el de su hermana. Jasmine cumpliría veintisiete y Camelia veintiocho.
Cuando se abrieron las puertas del ascensor, salió sin mirar y chocó con un joven.
—Perdón —dijo, agachándose para ayudarle a recoger los libros y papeles que se le habían escapado de las manos al sufrir el encontronazo—. ¡No te he visto!
—No te preocupes —contestó él, entregándole el bolso que se le había caído al suelo—. Oye, tú eres Jasmine, ¿verdad? La del apartamento de enfrente…
Apartándose el rubio cabello de la cara, Jasmine contempló un sonriente y conocido rostro. Pertenecía a un joven de cabello y barba dorados rojizos, gafas de montura de concha, remendados pantalones vaqueros y sandalias. Se llamaba Greg Van Kerk y vivía cuatro puertas más abajo.
—Sí, Jasmine Rashid —contestó ella. Cinco años atrás, en el momento de solicitar el visado para los Estados Unidos, había modificado la grafía de su nombre—. Perdona, por poco te tiro al suelo.
—No se me ocurre ninguna manera mejor de empezar el día —dijo el muchacho con una sonrisa—. Como no fuera tal vez la de conseguir poner en marcha mi coche. Cuando llueve, no falla —añadió, señalando con un gesto de la mano un viejo Volkswagen a su espalda—. En los meses que tienen una erre nunca se pone en marcha. Y, ¿sabes una cosa?, hoy es el único día en que necesariamente tengo que ir a clase. —Contempló las llaves que ella sostenía en la mano—. Supongo que vas al campus, ¿verdad?
Jasmine vaciló. Aunque ella y Greg Van Kerk eran vecinos desde hacía un año y se intercambiaban saludos junto a los buzones de la correspondencia o cuando cruzaban el patio, el joven era para ella un desconocido. A pesar de llevar seis años viviendo entre los occidentales, Jasmine aún no había aprendido a relajarse en compañía de un hombre que no perteneciera a su familia.
Recordando que se encontraba en otro país en el que imperaban otras normas y que estaba en presencia de una persona que necesitaba ayuda, contestó tímidamente:
—Te puedo llevar si quieres.
Dos minutos más larde, ambos circulaban por la autopista de la Costa del Pacífico en dirección al verde promontorio desde el cual una universidad de veinte mil alumnos contemplaba las embravecidas olas que se estrellaban contra las rocas.
—No parece que estemos en primavera, desde luego —dijo Greg tras una pausa de silencio—. Quiero decir que, en el sur de California, nunca suele llover tanto.
La primavera, pensó Jasmine, asiendo con fuerza el volante. Shamm el-Nessim. Su familia habría bajado al Nilo o a los Jardines de la Presa para comer al aire libre y lucir los vestidos recién estrenados. Faltaban diez días para el décimo cumpleaños de su hijo Muhammad.
—Bonito automóvil —dijo Greg, tocando el tablero de instrumentos del flamante Chevrolet.
Jasmine recordó que Greg Van Kerk vivía en uno de los apartamentos más baratos del edificio y trabajaba a horas como chico de recados para pagarse en parte la manutención. Pensando en su abollado Volkswagen y contemplando sus vaqueros remendados y el agujero del codo de su jersey, Jasmine se alegró de su suerte. La casa y los fondos que su abuelo le había legado en Inglaterra le reportaban unos buenos ingresos. Era el dinero del remordimiento del anciano conde, pensó, tras haber desheredado a su hija por su boda con un árabe.
De pronto, se produjo un atasco y vieron unas rojas luces de emergencia un poco más allá.
—Lo que faltaba —dijo Greg—. Cuando caen dos gotas, los californianos del sur se asustan y sacan el automóvil.
—Bismillah! —exclamó Jasmine por lo bajo, recordando la urgente cita que tenía.
—¿Cómo?
—He dicho «En el nombre de Dios». Es árabe.
—Ah, sí, alguien me dijo que procedías de Egipto. No tienes pinta de árabe.
Al llegar a los Estados Unidos por invitación de Maryam Misrahi tras haberse pasado un año en Inglaterra. Jasmine descubrió la escasa popularidad de que gozaban los egipcios en Norteamérica. A raíz de la guerra de los Seis Días, incluso había habido peleas en la universidad entre los estudiantes árabes y los judíos y pintadas hostiles contra los egipcios en las paredes. Durante los primeros días que pasó en casa de los Misrahi en el valle de San Fernando, oyó una discusión entre Rachel, la nieta de Maryam, y su hermano, un sionista que había manifestado su oposición a alojar en su casa a una egipcia.
—¡Papá nació en El Cairo! —replicó Rachel—. ¡Nosotros somos egipcios, Harun!
—Yo me llamo Aarón —dijo el joven— y, en primer lugar, somos judíos.
Fue entonces cuando ella decidió abreviar su visita y buscarse un apartamento donde vivir. Pero ahora que la situación se había vuelto a agravar y el rumor de sables había aumentado a ambos lados del canal de Suez, Jasmine se alegraba de poderse mezclar como un camaleón con los occidentales.
—Tengo entendido que el departamento de Estado está expulsando a los estudiantes árabes. ¿Eso también te va a pasar a ti? —preguntó Greg mientras el tráfico de la autopista de la costa se interrumpía casi por completo.
—Pues no lo sé —contestó Jasmine en un susurro—. Espero que no.
Al observar con cuánta fuerza asía Jasmine el volante, Greg se preguntó si la causa sería el resbaladizo piso de la autopista, el accidente que se había producido un poco más allá o el departamento de Estado.
—Te debes de sentir un poco desplazada aquí —dijo—. Quiero decir que Egipto debe de ser muy distinto de los Estados Unidos, ¿verdad?
Jasmine advirtió que la voz de Greg le gustaba y procuró relajarse. Sin embargo, aparte su hermano y sus primos, tenía muy poca experiencia en el trato con los representantes del otro sexo.
Jasmine miró de soslayo a Greg, repantigado indolentemente en el asiento, y pensó en la despreocupada manera de vivir de los norteamericanos. Al lado de aquel joven, no experimentaba ninguna sensación de amenaza o de peligro para su virtud. Recordó la advertencia preferida de Amira («Cuando un hombre y una mujer están juntos a solas, Satanás es su compañero») y se preguntó dónde estaría metido Satanás en aquel automóvil que trataba de avanzar en la congestionada autopista en una lluviosa mañana primaveral. «Se ha quedado en Egipto con mi padre y con la maldición que él me echó». Un recuerdo afloró de pronto a la superficie de su mente: «Será como si hubieras muerto…». Jasmine lo empujó hacia abajo para enterrarlo, como siempre hacía. «Borra el pasado, no pienses en él».
—Oh, no, los Estados Unidos no son como Egipto —dijo mientras un agente de la patrulla de tráfico los obligaba a desviarse alrededor de las señales luminosas que indicaban el lugar del accidente.
Al ver que ella no añadía nada más, Greg la estudió detenidamente y observó por primera vez sus ojos intensamente azules y la oscura tonalidad rubio miel de su cabello.
—Me gusta tu acento —dijo—. Un poco británico, pero sazonado con especias.
—Viví algún tiempo en Inglaterra antes de trasladarme a los Estados Unidos. Y mi madre es inglesa.
—¿Cómo era la palabrota que has dicho hace unos minutos?
—Bismillah, pero no es una palabrota. El Corán nos exhorta a tener siempre el nombre de Dios en nuestros labios. Pero a los norteamericanos no les gusta pronunciar el nombre de Dios. Y eso a los musulmanes nos resulta un poco raro, porque el Profeta nos enseñó a invocar el nombre de Dios tan a menudo como fuera posible para tenerle de este modo en nuestros pensamientos. Y, además, como los malos espíritus temen el nombre de Dios, nosotros lo pronunciamos a menudo para alejarlos.
—Pero ¿tú crees en los malos espíritus? —le preguntó Greg, mirándola con asombro.
—Casi todos los egipcios creen en ellos.
Al observar que Greg la miraba con una sonrisa burlona, Jasmine notó que se le encendían las mejillas.
—Pero, entonces, ¿qué clase de médica vas a ser? —preguntó el joven.
—Quiero llevar la medicina a las personas que, de otro modo, no tendrían acceso a ella. Mi padre tiene un consultorio en El Cairo…, Muchos pobres acuden a él porque los médicos de la sanidad pública les dan miedo y porque la gente que trabaja en los hospitales públicos suele pedir sobornos. Mi padre atiende gratuitamente a muchas personas y, a veces, algunos pacientes le pagan con gallinas o cabras.
—¿Y tú regresarás allí para trabajar con él?
—No, yo me iré a otro sitio. Hay necesidades en muchos lugares del mundo. —Jasmine esbozó una tímida sonrisa—. Me parece que hablo demasiado.
—¡Qué va! Además, todo esto me interesa mucho. Soy antropólogo… bueno, estoy haciendo la licenciatura.
—Me da un poco de vergüenza —dijo Jasmine, hablando tan bajo que su voz apenas podía oírse sobre el trasfondo del rumor de la lluvia—. Allí de donde yo vengo, una soltera no puede hablar libremente con un hombre con quien no esté emparentada porque la reputación de una soltera en Egipto es algo muy frágil.
Contempló la marejada del grisáceo océano y vio a lo lejos una densa muralla de lluvia acercándose a la costa.
—En los Estados Unidos —añadió, intuyendo que Greg estaba esperando que prosiguiera—, si una mujer quiere vivir sola sin estar casada, puede hacerlo. En cambio, los egipcios creen que todas las mujeres quieren casarse y no conciben que pueda haber alguna que no lo quiera. —Pensó en Camelia que, según la última carta de Alice, todavía no se había casado—. Aquí, en California, he visto a algunas chicas que incluso persiguen a los hombres que les interesan. En Egipto, la persecución está reservada al hombre y la mujer que es objeto de su interés tiene que andarse con mucho cuidado. Si un hombre la quiere y le pide una cita y ella la acepta, el hombre le pierde inmediatamente el respeto y deja de interesarse por ella. En cambio, sí ella le rechaza, su respeto y su deseo se intensifican. Al final, el hombre le pide a la chica que se case con él en la esperanza de que ella acepte. Y ahí está lo más difícil porque, si ella rechaza finalmente su proposición, él se siente insultado y ofendido y entonces la llena de improperios. Incluso hace correr rumores sobre su reputación y ella no puede impedirlo. Egipto es un mundo de hombres —añadió en un susurro.
Greg la miró largo rato antes de decir:
—Me parece que echas mucho de menos tu tierra.
Jasmine pensaba que era mucho más que eso; no sólo echaba de menos Egipto, sino que experimentaba constantemente un apetito físico y espiritual. Estaba hambrienta de aquella cultura en la que la oración dividía la jornada en cinco partes; echaba de menos a los vendedores callejeros de las ruidosas esquinas de El Cairo, los olores y las fiestas, las risas, el llanto y los gritos de la gente. Viviendo sola en un apartamento, no experimentaba la consoladora sensación de tener a su alrededor una gran casa animada por los espíritus de las generaciones que habían vivido allí antes que ella y por las risas de los niños y las primas, todos pertenecientes a la familia Rashid, con unas mismas creencias, temores y alegrías. En su apartamento se sentía aislada, como un miembro mutilado de aquel cuerpo, casi como si sólo fuera un espíritu y ya hubiera muerto. Como si ya se hubiera cumplido la sentencia de muerte pronunciada por su padre.
—O sea que tú eres la única que vive aquí, ¿verdad? —dijo Greg—. Quiero decir que toda tu familia sigue todavía en Egipto, ¿no?
¿Cómo hubiera podido explicarle a Greg Van Kerk el castigo de su padre? ¿Con qué palabras hubiera podido revelarle que, de haber vivido en una aldea, su padre y sus tíos hubieran estado legalmente autorizados a matarla por el hecho de haberse acostado con un hombre que no era su marido? ¿Cómo hubiera podido transmitirle el terror que le inspiraba la posibilidad de que la devolvieran a Egipto, siendo así que se había convertido en un fantasma entre los vivos y sería una proscrita en su propio país, donde sufriría un aislamiento y una soledad mucho peores que los que había sentido en Inglaterra o los Estados Unidos?
Cuando aparecieron ante sus ojos los edificios y los altos pinos de la universidad, Jasmine pensó: «¿Acaso los muertos también lloran?». Porque, aunque ahora la separaran seis años de aquella terrible muerte, no pasaba ni un solo día sin que ella llorara la pérdida de su hijo nacido muerto y de su hijo vivo.
A través de Alice mantenía un frágil vínculo con el niño, pero temía que éste la estuviera olvidando rápidamente. Cada año le enviaba postales y regalos el día de su cumpleaños y Alice le enviaba a ella a su vez fotografías de Muhammad en el zoo, con el uniforme de la escuela o montando a caballo en las pirámides. Pero la carta que ella siempre esperaba encontrar en su buzón, garabateada con mano infantil y encabezada con un «Mi querida mamá…», esa jamás la recibiría.
Muhammad nunca fue mío, pensó mientras se dirigía al parking. Nunca me perteneció a mí, sino tan sólo a Omar y a los Rashid.
—Sí —dijo, girando la llave del encendido—, mi familia vive en Egipto.
Antes de descender del vehículo, Greg se detuvo un instante para mirarla. Cuando un año atrás había visto a la joven rubia que ocupaba en solitario el caro apartamento de la parte anterior del edificio y que se mantenía apartada sin asistir jamás a ninguna de las barbacoas que se organizaban junto a la piscina, pensó que era una esnob. Tras cruzar con ella algunas palabras en la lavandería y en el garaje, llegó a la conclusión de que era simplemente tímida. Ahora modificó una vez más su opinión y pensó: «No es tímida sino recatada». Le extrañó no haber aplicado jamás aquel calificativo a ninguna otra persona. No es que pareciera exactamente una monja, pero su forma de comportarse, su conservadora manera de vestir e incluso su cabello, que hubiera podido ser un poco indómito sin aquellos pasadores que lo refrenaban, le hacían recordar a las monjas de los colegios católicos a los que había asistido de niño. Sin embargo, había en ella algo más que su exótico aspecto, su acento británico y su aire de misterio; era una expresión de infinita tristeza y de profunda desdicha. Por un instante, Greg se olvidó de los alquileres atrasados y de su viejo Volkswagen para preguntarse cuál sería la razón de la honda tristeza que embargaba a aquella joven.
—¿Te apetecería salir alguna noche? —le preguntó—. ¿Al cine y a tomar alguna pizza por ahí?
Jasmine le miró asombrada.
—Gracias, pero no creo que fuera posible. Me paso todo el día estudiando y tengo que prepararme para el ingreso en la facultad de Medicina.
—Sí, claro. Lo comprendo. Gracias por traerme —dijo Greg, bajando del vehículo—. Bueno pues, ¿qué vas a hacer?
—¿Cómo dices?
—Me refiero a lo del departamento de Estado. ¿Y si te ordenan que abandones los Estados Unidos? ¿Qué harás entonces?
—Tengo una cita con el decano de la facultad de Medicina —contestó Jasmine en tono esperanzado, aunque la expresión de sus ojos dejara traslucir un cierto temor—. Puesto que me han aceptado para el curso que empieza en otoño, puede que me echen una mano, inshallah.
—Inshallah —murmuró también Greg, observándola mientras cruzaba el césped en dirección al imponente edificio de ladrillo rojo de la facultad de Medicina de la universidad.
Viendo que amenazaba lluvia, Jasmine decidió tomar un atajo a través del Lathrop Hall. Cuando las puertas de cristal se cerraron a su espalda, vio ante sus ojos un largo pasillo lleno de personas con batas de laboratorio corriendo de un lado para otro con tablillas sujetapapeles y estetoscopios, solas o bien formando animados grupos. A través de las puertas abiertas se veían laboratorios y despachos cuyas placas decían: Parasitología, Medicina Tropical, Educación en Sanidad Pública, Enfermedades Infecciosas. En el aire se aspiraba una sensación de urgencia y determinación; Jasmine sabía que aquél era el mundo que le correspondía.
Mientras bajaba por el transitado pasillo, pensó que, si el decano de la facultad no pudiera ayudarla, tal vez alguien de aquellos departamentos podría hacerlo. No le era posible hablar con todo el mundo, pero podía ponerse en contacto con los que iban a ser sus profesores; estaba segura de que éstos tendrían interés en que se quedara a estudiar allí.
Al llegar al final del pasillo, le llamó la atención un anuncio escrito a mano, fijado a una puerta abierta… y, concretamente, la palabra «árabe». Se acercó un poco más para leerlo: «Se necesita ayudante para trabajar en un proyecto editorial: traducción de un manual sanitario para el Tercer Mundo. La tarea incluirá mecanografía, investigación médica y manejo de la correspondencia. Conocimientos de árabe preferibles, pero no esenciales. Tardes y fines de semana». Firmaba el doctor Declan Connor, Departamento de Medicina Tropical.
Miró hacia el interior y vio un despacho muy pequeño en el que apenas había espacio para un escritorio, una silla y unos archivadores, con publicaciones, libros y papeles por todas partes. Había una máquina de escribir entre varias cajas de fichas. El único ocupante del despacho, un hombre que debía de ser el doctor Connor, estaba tratando de explicarle a alguien por teléfono que necesitaría un ordenador.
Al ver a Jasmine en la puerta, le indicó por señas que entrara mientras le decía a su interlocutor:
—Me están apretando las tuercas. Se lo explicaré todo en seguida. Me temo que nos tendremos que dar mucha prisa… el editor ha adelantado la fecha de publicación y la Organización Mundial de la Salud me comunica que casi todos los organismos sanitarios del mundo árabe están solicitando el libro.
Jasmine observó inmediatamente dos cosas: que aquel hombre hablaba con acento británico y que era muy atractivo.
—Mientras espera —le dijo el hombre a Jasmine, sosteniendo el teléfono entre la barbilla y el hombro—, puede que le interese echarle un vistazo.
Depositó un libro en sus manos y, antes de que ella pudiera decir nada, reanudó su conversación telefónica.
Le había entregado un libro de gran tamaño semejante a una guía telefónica cuyo título era CUANDO USTED TIENE QUE HACER DE MEDICO. En la ilustración de la cubierta se veía a una madre africana con su hijo delante de unas cabañas de paja. Pasando las páginas, Jasmine vio ilustraciones de personas enfermas, lesiones, microbios, instrucciones sobre vendajes, formas de medir y administrar medicamentos y diagramas de la ordenación ideal de una aldea. Aunque se utilizaba terminología médica y farmacéutica, el texto estaba redactado en un lenguaje muy sencillo. Alguien había hecho unas anotaciones al margen: en una página que hablaba del sarampión, figuraba escrita la palabra mazla seguida de un punto interrogativo.
Jasmine miró a su alrededor y sus ojos se detuvieron en los numerosos certificados y cartas enmarcadas que colgaban al azar en las paredes. Un desconcertante póster mostraba a un joven africano vestido con pantalones y camisa y visiblemente embarazado. Debajo, en grandes caracteres, figuraba la pregunta: «¿Te gustaría verte así?». La pregunta se repetía en lo que ella supuso que debía de ser suajili, pues unas letras pequeñas al fondo del póster indicaban que éste había sido producido por la Comisión de Planificación Familiar de Kenia.
Entre los papeles que se amontonaban sobre el escritorio, una nota decía: «Definición de vacuna: una sustancia que, cuando se inyecta a un ratón blanco, se transforma en un trabajo científico». En otro trozo de papel pegado al borde del escritorio, alguien había escrito: «Los viejos profesores nunca mueren; se limitan simplemente a perder facultades». Después Jasmine vio una fotografía de un hombre, una mujer y un niño, de pie delante de una puerta en la que un letrero decía: MISIÓN GRACE TREVERTON[2]. En segundo plano se distinguían unos edificios de bloques de hormigón con tejados de hojalata y unas mujeres africanas portando cestos en la cabeza.
Jasmine estudió al doctor Connor, el cual seguía hablando por teléfono. Le calculaba unos treinta y tantos años, aunque la chaqueta de tweed, la corbata marrón y el conservador corte de su cabello castaño oscuro le hacían aparentar más edad, parecía un ser surgido del pasado. Casi todos los hombres del campus eran como Greg Van Kerk y habían optado por los pantalones vaqueros, las sandalias y el pelo largo. A pesar de su edad, el doctor Connor no parecía haber experimentado la menor influencia del movimiento hippy.
Jasmine trato de llamar su atención, pero él le indicó con un gesto de la mano que en seguida estaría con ella. Consultó su reloj, tenía que ir a ver al decano. Estuvo tentada de marcharse, pero la curiosidad la indujo a quedarse.
—No, un momento —le dijo el doctor Connor a su invisible interlocutor—. No me pase a nadie, yo sólo quiero… —Miró a Jasmine como pidiéndole disculpas y añadió—: Me siento como una rata en un laberinto. ¿Sí? ¿Oiga? Mire, no me pase a nadie. Soy el doctor Connor, de Medicina Tropical…
Jasmine le observó, fascinada. Declan Connor parecía llenar la estancia con una desbordante energía a duras penas contenida por su rígida postura, sus cortantes palabras y la brusquedad de sus gestos. El cuello de la camisa le asomaba por encima de la chaqueta en la parte de atrás como si se hubiera vestido a toda prisa y, mientras hablaba por teléfono, no paraba de rebuscar entre los papeles de su escritorio como si fuera un hombre acostumbrado a hacer siempre varias cosas a la vez. Connor daba la impresión de correr sin moverse de sitio.
A Jasmine le gustaban su aspecto, su recta nariz y sus bien esculpidas mejillas y mandíbulas, unos rasgos indudablemente agresivos que acrecentaban la impresión de vehemencia. De pronto, Connor hizo un repentino movimiento y le cayeron unos papeles al suelo. Cuando miro con una turbada sonrisa a Jasmine, ésta sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho.
—Sí, muy bien —dijo finalmente Connor colgando el teléfono mientras lanzaba un suspiro de exasperación—. ¡Aquí toda la culpa la tiene la burocracia del Estado! Pero usted no se preocupe —añadió con una radiante sonrisa—. Si no podemos disponer de un ordenador, lo halemos tal como lo hacían nuestros antepasados… con una máquina de escribir eléctrica. Bueno, ¿qué le parece? —preguntó, señalando el libro que Jasmine sostenía en su mano—. Este manual lo escribió en los años cuarenta una gran señora llamada Grace Treverton, en Kenia. Desde entonces se ha actualizado muchas veces, naturalmente, pero, hasta ahora, sólo se ha publicado en inglés y suajili. La Fundación Treverton me ha pedido que le haga una visión árabe con los cooperantes sanitarios de los países árabes. Como vera, ya he empezado a hacer anotaciones al margen.
—Sí —dijo Jasmine, pasando las páginas hasta una sección titulada «Educación alimentaria», uno de cuyos apartados se refería a la importancia del buen manejo y la cocción de los alimentos—. Aunque eso seguramente no será necesario —añadió, mostrándole a Connor el párrafo sobre la triquinosis, en el que, con grandes letras mayúsculas, se aconsejaba no comer jamás carne de cerdo que no estuviera bien cocida—. Porque estará destinado a los musulmanes, que no comen carne de cerdo.
—Lo sé, pero es que nosotros trabajamos también en poblados cristianos.
—Y esto de aquí. —Jasmine regreso a la página dedicada al sarampión—. Usted ha escrito la palabra «mazla». Si quiere decir sarampión en árabe, la palabra es nazla.
—Santo cielo No me había dicho usted que hablaba el árabe. Espere. —El doctor Connor alargó la mano hacia unas gafas que había encima del escritorio y se las puso—. Usted no es la estudiante que yo he contratado.
—Perdone, doctor Connor —dijo Jasmine, devolviéndole el libro—. No había tenido ocasión de explicárselo.
—¿No estoy escuchando el acento de una paisana? ¿De qué parte de Inglaterra es usted?
—No he nacido en Inglaterra, pero soy medio inglesa. Nací en El Cario.
—¡El Cairo! ¡Una ciudad fascinante! Estuve un año enseñando en la Universidad Americana de allí, me solía planchar las camisas un tipo llamado Habib de la calle de Yussuf al-Gendi. Se llenaba la boca de agua, la escupía sobre la camisa y después la planchaba, sujetando la plancha con los pies Habib estaba empeñado en casarme con su hija. Yo le decía que ya estaba casado, pero él me contestaba que dos esposas eran mejor que una. No sé si estará todavía por allí. Nuestro hijo estuvo a punto de nacer en el Cairo. Pero eligió nada menos que el aeropuerto de Atenas para hacer su entrada en este mundo. Eso fue hace cinco años. No hemos regresado a los países árabes desde entonces ¡En fin! ¡El mundo es un pañuelo! ¿En qué puedo ayudarla?
Jasmine le explicó al doctor Connor el problema que tenía con el Servicio de Inmigración.
—Sí —dijo Connor—, mal asunto. Es completamente absurdo. Yo he perdido ya a tres alumnos ¿Ha recibido usted la notificación? Puede que tenga suerte. Algunos consiguen escapar de la red. —Hizo una pausa y pareció estudiar a Jasmine. Después consultó el reloj y añadió—. La estudiante a la que he contratado ya lleva cuarenta y cinco minutos de retraso. Igual no aparece. Ya ha ocurrido otras veces… les sale otra cosa mejor. Si no viene, ¿le interesaría el trabajo? Lo haría usted perfectamente bien porque domina el árabe.
Jasmine pensó que le encantaría trabajar para el doctor Connor.
—Eso si no me expulsan —dijo.
—Mire, si le envían la notificación, yo escribiré una carta al Servicio de Inmigración y Nacionalización en su nombre. No le garantizo que dé resultado, pero no estará de más. Y la oferta de trabajo sigue en pie. Me temo que la remuneración es muy baja. La Fundación no vende el libro, sino que lo distribuye gratuitamente allí donde es necesario. Pero nos podríamos divertir trabajando juntos. —Connor esbozó una sonrisa y añadió—: Recemos para que no le envíen la notificación. Inshallah, ma salaama.
Jasmine tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir la risa. Su pronunciación era espantosa.
Mientras se abría paso entre las manifestantes congregadas frente al Sindicato Estudiantil, Rachel Misrahi se propinó mentalmente un bofetón. Si no hubiera convencido a Jasmine de que indicara como domicilio oficial la residencia de los Misrahi («Así no tendrás que registrarte en el FBI cada vez que cambies de casa»), en aquellos momentos ella no tendría que cumplir la enojosa tarea de entregarle a su amiga la carta certificada del Servicio de Inmigración y Nacionalización de Washington. Rachel Misrahi, una corpulenta muchacha de veinticinco años, se abrió camino a codazos entre las manifestantes que portaban pancartas cuyo texto decía MATA DE HAMBRE A LA RATA. NO LE PREPARES LA CENA ESTA NOCHE. Se llevaría un disgusto enorme si Jasmine tuviera que regresar a Egipto después de haberla ayudado a matricularse en aquella escuela universitaria en la que ella también había estudiado.
No tenía tiempo para escuchar las protestas de las feministas, pero aceptó las octavillas y les dijo antes de entrar en el edificio:
—No perdáis la confianza, hermanas.
Miró a su alrededor en la cafetería sabiendo que Jasmine almorzaba allí todos los lunes y los miércoles entre las clases de bioquímica y ciencias económicas. Pidiendo un té y un trozo de tarta de queso y recordando que al día siguiente empezaría su dieta de adelgazamiento, se acomodó junto a una mesa desde la cual podía ver la entrada de la cafetería.
Mientras contemplaba a las feministas del exterior repartiendo octavillas y gritando consignas a pesar de la lluvia, Rachel recordó sus infructuosos intentos de atraer a Jasmine hacia una discusión feminista.
—Al fin y al cabo, tú procedes de una de las sociedades más oprimidas del mundo en lo tocante a las mujeres —le había dicho—. Creo que tendrías que situarte en primera línea de la batalla.
Pero Jasmine había guardado un extraño silencio. En realidad, Jasmine apenas hablaba del tema de Egipto y de su familia en general. Rachel pensaba que hubiera tenido que sentir nostalgia de su país, como les ocurría a casi todos los estudiantes extranjeros, y que, por consiguiente, hablaría mucho de su casa. Pero Jasmine jamás hablaba de El Cairo ni de los Rashid.
Al final, apareció Jasmine abriéndose paso entre la gente que estaba entrando en la cafetería.
—No me pueden ayudar —dijo, sentándose—. El decano me ha dicho que si el SIN me anula el visado, no podré seguir estudiando en la universidad. Uno de los profesores se ha ofrecido a ayudarme… el doctor Connor…
—¿El de Medicina Tropical?
—Dijo que escribiría una carta, pero no parecía muy seguro del resultado.
—Ojalá pudiera ayudarte, Jas. Mi padre ha hablado incluso con un abogado amigo suyo. No nos ha dado demasiadas esperanzas. Si vuelve a estallar la guerra entre Egipto e Israel, ten por seguro que aquí no serás muy bien recibida. Recemos para que nazca la paz.
Al ver el temor que reflejaban los ojos de Jasmine, Rachel se preguntó por qué razón tenía su amiga tanto miedo de regresar a casa. Aunque se sentía profundamente unida a ella y la consideraba su prima tras haberla oído llamar numerosas veces «tita» a su abuela Maryam, Jasmine seguía siendo un enigma. Su inocencia, por ejemplo, la desconcertaba. Rachel sabía que Jasmine había estado casada y tenía un hijo en Egipto. ¿Cómo era posible que una divorciada pudiera parecer tan casta y virginal? Recordó la vez en que le presentó a unos amigos suyos de Malibú y Jasmine se escandalizó al enterarse de que vivían juntos sin estar casados. Si ello se debía a su educación, tal como la abuela Maryam le había explicado, y si Jasmine no podía adaptarse a la vida norteamericana, ¿por qué le daba tanto miedo regresar a casa?
Estaba a punto de preguntárselo cuando, de pronto, un joven con una mochila colgada del hombro se detuvo junto a la mesa y se inclinó hacia ellas esbozando una sonrisa.
—Hola, ¿qué tal estás? —le preguntó el joven a Jasmine.
Rachel le miró, asombrada. Al ver que Jasmine contestaba y se lo presentaba como Greg Van Kerk, su asombro se intensificó. ¿Desde cuándo cultivaba Jasmine la amistad de un varón?
—¿Te importa que me siente? —preguntó Greg—. ¿Qué vas a hacer ahora? —añadió, dirigiéndose a Jasmine con una familiaridad que dejó a Rachel totalmente desconcertada.
—Tendré que pensar algo —contestó Jasmine—. Y rezar para que no me envíen una notificación.
—Por cierto —dijo Rachel, sacándose la carta certificada del bolso—. Por favor, no mates al mensajero.
Jasmine la miró.
—Vaya —dijo en voz baja—. Ya ha llegado.
—Oye —dijo Greg—, a lo mejor no es una mala noticia. A lo mejor, te dicen que has tenido suerte.
Rachel rasgó el sobre, desdobló la carta y se la mostró a Jasmine. Ésta no la tomó, pero leyó lo bastante como para comprender que no era una buena noticia.
Contempló a las manifestantes que seguían vociferando bajo la lluvia. En Egipto semejante concentración jamás se hubiera podido celebrar…, los padres y los hermanos de aquellas chicas hubieran interrumpido la reunión y se las hubieran llevado a casa.
A través de las lunas de la cafetería, intuyó su dolor e indignación. Eran unas mujeres que se sentían traicionadas; el pegamento que las mantenía unidas era la cólera e incluso el odio contra los hombres que las habían oprimido. Jasmine sabía lo que era sentirse impotente…, era Hassan al-Sabir obligándola a someterse a él para salvar a su familia; era su padre castigándola por haber sido una víctima. Y ahora unas disposiciones de unos hombres a los que ella ni siquiera conocía estaban destruyendo sus planes y su vida.
Por eso había decidido estudiar medicina. Los médicos tenían poder… un auténtico poder sobre la vida y la muerte. Y algún día ella tendría poder y jamás volvería a ser víctima de los hombres ni de las maldiciones ni de las sentencias de muerte.
—Mira, Jas —le dijo Rachel—, más te vale aceptarlo. Tal como siempre dice la abuela Maryam, inshallah, es la voluntad de Dios. Regresa a Egipto y, cuando el clima político haya mejorado, podrás volver.
—No puedo regresar —dijo Jasmine.
—Pues hay un sistema que quizá te permitiría quedarte —dijo Greg estirando las largas piernas y cruzando los tobillos—. Quiero decir que podrías utilizar un subterfugio.
—¿Cuál es? —preguntaron Rachel y Jasmine al unísono.
—Casarte con un norteamericano. Jasmine le miró fijamente.
—¿Y eso se podría hacer?
—Un momento —terció Rachel—. El Servicio de Inmigración ya descubrió esta trampa hace tiempo. No daría resultado.
—Yo no digo que corra a casarse a Las Vegas con el primero que encuentre. Pero, si se hace bien, puede dar resultado. No cabe duda de que el SIN haría las investigaciones pertinentes. Preguntaría a los amigos y vecinos para averiguar si la pareja se había casado por motivos fundados y no simplemente para sortear las disposiciones sobre los visados y probablemente ella tendría que permanecer casada por lo menos dos años. Si Jasmine se divorciara antes de que transcurriera este período, lo más probable es que el SIN la devolviera a Egipto.
Jasmine miró a Rachel.
—¿Tú crees que debo casarme con un desconocido para poder quedarme en los Estados Unidos?
—¿Por qué no? Tú misma dices que en Egipto las chicas se casan constantemente con desconocidos.
—Pero eso es distinto, Rachel. Y, además, ¿quién estaría dispuesto a hacerme este favor?
Greg se desperezó y los faldones de la camisa le salieron de la cintura de los vaqueros. Mientras se los volvía a remeter dijo con indiferencia:
—Este fin de semana no tengo nada que hacer.
Jasmine le miró y, al ver que hablaba en serio, le preguntó:
—Pero ¿cómo es posible? ¿Recibo esta notificación oficial y al día siguiente me caso con un norteamericano? Sospecharían.
—No, si lo sabes hacer bien —dijo Rachel—. En cualquier caso, ellos no pueden demostrar que recibiste la carta antes de casarte.
—Pero la he recibido. No quiero decir mentiras.
—Por el amor de Dios, eso no es una mentira. Yo no te he dado la carta, ¿vale? La he abierto, te la he enseñado, pero no te la he dado. Mira, Jas, entre todas las razones que se me ocurren para que una se case, ésta es probablemente una de las mejores.
—Bueno, comprendo que te moleste porque tú crees que el matrimonio es una institución sagrada o algo por el estilo… —dijo Greg.
—No —dijo Jasmine—, en Egipto el matrimonio no es un sacramento. No nos casamos en un edificio sagrado como vosotros. Es simplemente un contrato entre dos personas.
—Pues, entonces, eso es lo que yo te ofrezco, un contrato. Jasmine frunció el ceño, perpleja.
—Pero ¿y tú? Perderías tu libertad.
—¡Menuda libertad tengo yo! —dijo Greg, echándose a reír—. No es que las mujeres estén precisamente haciendo cola delante de mi puerta y, además, tengo que concentrarme en la licenciatura y después en el doctorado. No pienso ser un estudiante pobretón toda la vida. Bueno, ¿quieres saber lo que a mí me interesa? Me gusta tu coche. Déjamelo en fines de semana alternos y trato hecho.
—¿En serio…?
—Hablo completamente en serio. A ti no te falta el dinero y, en cambio, a mí sí. Creo que el acuerdo podría ser mutuamente beneficioso. Yo podré pagar el alquiler y tú evitarás que los federales te devuelvan a Egipto.
Jasmine le miró con aire pensativo. ¿Daría resultado? ¿Podría escapar a la pesadilla de la expulsión?
—Puedes conservar tu apellido de soltera si quieres, pero yo te aconsejo que no lo hagas. Nos interesa que la boda sea lo más legal posible.
A Jasmine le encantaba la idea de librarse del apellido Rashid. Le parecía que, de aquella manera, se quitaría de encima un velo o un estigma. Al ver que todavía no parecía muy decidida, Greg añadió:
—Claro, es que apenas sabes nada de mí. Bueno pues, ahí va: nací en St. Louis. A muy temprana edad, sor Mary Theresa me dijo que nunca haría nada de provecho, me libré del servicio militar y, por consiguiente, del Vietnam, a causa de una diabetes que controlo por medio de inyecciones. Me gustan los gatos y los niños y mi sueño es trasladarme a Nueva Guinea y descubrir una raza de personas cuya existencia nadie haya sospechado. Y soy autosuficiente. Yo me hago la comida y limpio mi casa. Mis padres son geólogos y viajan por todo el mundo, lo cual quiere decir que no me crié en un hogar tradicional donde la esposa se pasa la vida en la cocina. Puedes estar segura de que mis simpatías están con ellas —añadió señalando con un gesto de la mano a las feministas que se estaban dispersando bajo un fuerte aguacero.
Jasmine pensó: «Quizá el matrimonio tenga que ser eso, un compromiso racional entre personas iguales, sin dominios ni servilismos, sin dotes y sin temor al divorcio en caso de que no nazca un hijo varón». Estudió a Greg un instante y le gustó la forma en que su cabello rubio rojizo se rizaba por encima del deshilachado cuello de su camisa. Por primera vez en su vida, sentía que un hombre la estaba mirando como a un ser humano y no simplemente como un objeto sexual o una fábrica de hijos.
—Antes de que sigamos adelante —dijo ella finalmente—, debo decirte que ya he estado casada. Tuve un hijo que nació muerto y tengo un hijo vivo en Egipto.
Ahora fue Greg Van Kerk quien se volvió a mirarla a ella con asombro.
—Pero jamás volveré —añadió Jasmine—. Mi hijo ya no me pertenece legalmente y no tengo ningún derecho sobre él.
—Eso no me preocupa.
—No mantenía buenas relaciones con mi familia cuando abandoné Egipto y, por consiguiente, no puedo regresar allí. —«Eres haram, estás prohibida». Jasmine sacudió la cabeza como si quisiera librarse de los malos recuerdos—. Me fui a Inglaterra para entrar en posesión de una herencia que me correspondía por parte de madre. Mis parientes de allí, los Westfall, fueron muy buenos conmigo y trataron de ayudarme. Pero estuve enferma durante algún tiempo. Y tuve que someterme a tratamiento médico… a causa de una depresión. —Jasmine hizo una pausa para que Greg pudiera asimilar la información y pensó en la depresión de su madre y en el suicidio de su abuela, lady Westfall—. Después tía Maryam, la abuela de Rachel, me invitó a su casa, aquí en California. Quiero estudiar medicina, pero, si vamos a vivir juntos, es justo que te diga que todavía no me he curado de la depresión.
—Ya lo sé —dijo Greg, sintiéndose de repente un caballero montado en un blanco corcel—, adiviné en ti una cierta tristeza. A lo mejor, lo que necesitas es alguien que te ayude a superarla.
—Otra cosa —añadió Jasmine con cierto recelo—. Seremos legalmente marido y mujer, pero yo no puedo…
—Por eso no te preocupes. Seremos simplemente compañeros de apartamento, dos estudiantes que se pasan la vida empollando. Yo me conformo con un sofá cama. ¡No creo que el SIN pueda introducir a sus espías en una alcoba!
—Se me ocurre una idea —dijo Rachel súbitamente animada—. Venid los dos a mi casa esta noche. Tengo una familia muy numerosa e invitaré a un montón de amigos. Allí haremos el anuncio de la boda. De esta manera, cuando el SIN empiece a husmear por ahí, ¡tendrán que habérselas con mi madre y con mi abuela Maryam! Os podéis casar el sábado en cualquier capilla.
Mientras sus dos compañeros empezaban a hacer planes y a preparar aquella pequeña conspiración contra las autoridades, Jasmine sintió que su temor se desvanecía y que su espíritu empezaba a serenarse. Inmediatamente pensó en el doctor Declan Connor y en su oferta de trabajo y esperó en su fuero interno que la estudiante que éste había contratado no se presentara.