27

La casa de la astróloga Qettah se hallaba escondida detrás del santuario de la bienaventurada sayyida Zeinab, en una mísera callejuela llamada calle de la Fuente Rosada. Sin embargo, allí no había ninguna fuente y el único color era el pardusco tono de los ladrillos de arena con los que se había construido la Ciudad Vieja siglos atrás Antaño había aceras y adoquines, pero la suciedad se había ido acumulando en tal cantidad que el nivel de la calle había subido más de medio metro y sólo quedaba un angosto surco en el centro. Los habitantes vestían desteñidas galabeyas y polvorientas melayas, los niños jugaban en el suelo y las mujeres chismorreaban desde unos inseguros balcones que se proyectaban hacia fuera hasta el extremo de que la luz diurna apenas podía penetrar en la calle.

Amira tenía un asunto ingente que resolver en aquella callejuela. Mientras pasaba bajo el arco de piedra que constituía la entrada a la Ciudad Vieja, nadie le prestó la menor atención En aquel barrio surgido antes de las cruzadas, era una más de las muchas formas femeninas envueltas de pies a cabeza en un negro manto que sólo dejaba al descubierto los ojos y las manos. Mientras se acercaba a la mezquita de la sayyida Zeinab, rezó para que Qettah pudiera ayudarla.

El pasado le había vuelto a hablar a través de un nuevo y emocionante sueño Y ella rezaba para que fuera una buena señal en aquellos tiempos tan turbulentos que corrían.

Se hablaba de acontecimientos sobrenaturales que estaban teniendo lugar en El Cairo… visiones de fantasmas y fenómenos inexplicables estrellas fugaces que surcaban casi todas las noches el cielo nocturno, lluvia en la frontera con Sudan donde jamás había llovido anteriormente y, durante varias semanas seguidas la aparición de la Virgen María sobre la más antigua y venerada iglesia copta de El Cairo. Millares de personas habían acudido a verla y, según la interpretación de los patriarcas de la Iglesia, la Madre de Dios les estaba diciendo a sus hijos que, puesto que los israelíes se habían apoderado de Jerusalén y los cristianos coptos ya no podían ir a verla allí, ella había ido a El Cairo para verlos a ellos. Todos aquellos signos y presagios se hallaban envueltos en la histeria generalizada que se había extendido por todo Egipto.

La causa era la vergonzosa derrota de Egipto en la guerra de los Seis Días, durante la cual habían muerto quince mil soldados egipcios y varios miles más habían resultado gravemente heridos. Los seis años transcurridos habían sido un incierto período de guerra no declarada y de paz no instaurada, en el cual las escaramuzas se habían sucedido sin tregua en la Zona del Canal. En aquellos momentos, los israelíes seguían bombardeando objetivos en el Alto Egipto y se habían adentrado en el sur nada menos que hasta Asuán, amenazando la presa cuya destrucción hubiera provocado la caída de una muralla ele agua de un metro y medio sobre el valle del Nilo, anegando aldeas e inundando incluso El Cairo. La gente tenía miedo porque había perdido el ánimo, el orgullo y la moral. Todo el mundo decía que era una señal de que Alá había vuelto la espalda a Egipto.

Mientras se mezclaba con la gente que se agolpaba a la entrada de la mezquita de la sayyida Zeinab, Amira pensó en su propio signo profético… un nuevo sueño que la visitaba desde hacía varías semanas y en el cual un apuesto adolescente de unos catorce años la llamaba por señas. Era un sueño que la llenaba siempre de alegría y de paz y que jamás le producía temor. Rezaba para que fuera una buena señal.

Había tanta gente a la entrada de la mezquita que los carros tirados por asnos no podían pasar. Aunque el santuario había sido durante muchos siglos un lugar de reunión de pordioseros, huérfanos y viudas que acudían allí confiando en el auxilio de la santa, el número de éstos se había incrementado considerablemente a raíz de la guerra de los Seis Días, y la asistencia a las mezquitas de todo Egipto había aumentado en un seiscientos por ciento. Peor todavía que la derrota de Egipto era el hecho de que los israelíes hubieran ocupado uno de los lugares más sagrados del Islam; la Cúpula de la Roca, desde la cual Mahoma había ascendido al Cielo. Para borrar aquella ignominia, los imanes invitaban a los fieles desde sus púlpitos a regresar a Alá, acusando a los televisores americanos y las radios japonesas que se exhibían en los escaparates de las tiendas de ser el vehículo de una moral laxa en la cual las mujeres estudiaban carreras y elegían a sus maridos o, peor todavía, se iban a vivir por su cuenta. Todos aquellos factores, afirmaban los imanes, eran signos de impiedad. Los israelíes, decían, habían ganado la guerra porque eran un pueblo devoto. ¿Qué sería de los egipcios?

Envuelta en su negra melaya, Amira tragó saliva y siguió avanzando entre aquella gente como si fuera una bint al-balad, una «hija del país», la denominación con la cual se conocía a las mujeres de las clases bajas. Mientras pasaba ante una joven envuelta en una negra melaya de algodón sentada detrás de una pirámide de cebollas y un vendedor de guirnaldas de jazmines que, agachado en cuclillas, se estaba mondando los dientes con un palillo, Amira pensó en los trastornos que había experimentado el mundo. En otros tiempos, el velo era el símbolo de los ricos y daba a entender que el esposo era acaudalado y la mujer estaba protegida y era atendida por las criadas y no tenía que encargarse de ninguna tarea, mientras que las mujeres pobres no llevaban velo porque éste hubiera constituido un obstáculo en el desempeño de sus cotidianos quehaceres. En cambio, en aquellos momentos, las ricas iban sin velo para simbolizar su nuevo estado de mujeres modernas mientras que las mujeres de la clase baja se ponían la melaya para imitar a sus acaudaladas predecesoras.

Sosteniendo una esquina de la negra prenda de seda sobre la barbilla y la boca, contempló el ciclo profundamente azul de El Cairo mientras un cálido viento cargado de arena le arañaba las mejillas, haciéndole recordar que al día siguiente, el primero de la primavera, empezaría a soplar el jamsin. Los olores de comida, sudor humano, excrementos de animales y jazmines le llenaron la cabeza mientras sentía la invisible presencia de Alá, contemplando la ciudad en actitud de espera.

Al final, salió de aquella maraña de gente y, pasando por delante de unas pequeñas tiendas oscuras que parecían cuevas de ladrones, encontró la callejuela y la escondida puerta bajo un arco medio en ruinas. Llamó y vio asomar el rostro de Qettah.

Ya no era la misma Qettah de casi treinta años atrás, la que había estado presente en el nacimiento de Camelia, sino la hija de la astróloga, la cual había ocupado el lugar de su madre a la muerte de ésta. Su arte secreto, le había explicado la anciana Qettah a Amira en cierta ocasión, se transmitía de generación en generación, desde antes de la época del Islam. Cada astróloga se llamaba Qettah y daba a luz una hija a la cual le enseñaba los secretos de las estrellas en previsión del día en que tuviera que ocupar su lugar. Todas se llamaban invariablemente Qettah desde los tiempos de los faraones.

—La paz y las bendiciones de Alá sean sobre esta casa —dijo Amira entrando en la oscura vivienda.

A lo cual la astróloga contestó:

—Y a ti te acompañen sus bendiciones y su misericordia. Honras mi humilde morada, sayyida. Estás en tu casa y confío en que puedas hallar alivio a tus inquietudes.

Amira jamás había visitado a esta astróloga anteriormente, pero la casa de la vidente era tal y como ella se la había imaginado, llena de cartas astrales, instrumentos astrológicos, plumas, tinteros y antiguos amuletos. Esperaba ver algún gato por allí, pues Qettah significaba «gato» en árabe. La astróloga afirmaba incluso que su estirpe procedía de un gato, cosa que Amira creía a pies juntillas. Y, sin embargo, no se advertía el menor indicio de que allí viviera ningún animal.

Mientras el té reposaba un poco en una deslustrada tetera, ambas se sentaron junto a una mesa y Qettah tomó las manos de Amira entre las suyas. La adivina estudió las suaves palmas y preguntó:

—¿Bajo qué estrella naciste, señora?

Amira vaciló. La única persona que conocía su secreto era Maryam Misrahi que entonces vivía en la lejana California.

—No lo sé, venerable —contestó. Unos penetrantes ojos la estudiaron.

—¿En qué casa lunar? Amira sacudió la cabeza.

—¿Cuál es la estrella natal de tu madre?

—No lo sé —dijo Amira, añadiendo en un susurro—; No sé quién fue mi madre.

Qettah se reclinó en su asiento y la silla chirrió bajo su peso.

—Es una circunstancia muy lamentable, señora. Sin conocer el pasado, jamás podremos vaticinar el futuro. Todo está en manos de Alá. Tu destino está escrito en su gran libro. Pero yo no te lo puedo leer.

—Es que no he venido para que me leas el futuro, venerable. He venido para que me interpretes un sueño y tal vez puedas encontrar en él las respuestas sobre el pasado.

—Cuéntame el sueño.

Mientras Qettah escuchaba con los ojos cerrados, Amira le dijo:

—Veo a un apuesto muchacho, que todavía no es un hombre, alto y erguido con unos grandes ojos azules y una sonriente boca de labios carnosos. Va elegantemente vestido y me tiende la mano con un gesto lleno de gracia. En el sueño no habla, pero yo intuyo su mensaje… siento que intenta acercarse a mí para decirme algo. El sueño sólo dura unos segundos. Después el muchacho desaparece.

—¿Sabes quien es?

—No.

—¿Has tenido este sueño más de una vez?

—Varias veces.

—¿Te da miedo este joven?

—Eso es lo más curioso, venerable. Siento amor por él. ¿Quién es? ¿Es alguien que se encuentra atrapado en mi memoria perdida? Me hace señas de que me acerque como si me estuviera pidiendo que lo buscara.

Qettah estudió a Amira con sus perspicaces ojos.

—¿Y tú crees que pertenece a tu pasado?

—Lo intuyo con mucha fuerza. Pero no lo veo en mis recuerdos.

¿Podría ser alguien que viviera en la casa de la calle de las Tres Perlas dónde yo vivía de niña? ¿Es tal vez el espíritu de un hijo que nunca tuve? ¿Es mi hermano y pertenece a la parte más remota de mi memoria que yo he perdido?

—Puede que no sea nada de eso, sayyida. Puede que sea un símbolo de algún hecho de tu vida. Ya veremos.

El té ya estaba a punto. Qettah llenó una tacita desportillada e invitó a Amira a beber. Cuando sólo quedaba una cucharada de líquido, Qettah tomó la taza con la mano izquierda y la hizo girar tres veces en amplios círculos. Después la invirtió y tomó el platito para leer las hojas.

El silencio invadió la estancia, interrumpido tan sólo por el chirriar de la antigua celosía de mashrabiya agitada por el viento. Amira sintió que el viento hacía volar los bordes de la melaya de seda alrededor de sus tobillos mientras contemplaba el rostro insólitamente arrugado de Qettah, pensando que cada una de las arrugas debía de ser una frase o un capítulo de la vida de la astróloga. Qettah estaba consultando las hojas con expresión impenetrable.

Al final, levantó la vista diciendo:

—Es un muchacho de verdad, sayyida. Alguien de tu pasado.

—¿Vive todavía? ¿Dónde está?

—¿Has visto alguna vez en tus sueños una ciudad o un edificio, sayyida? ¿Algo que nos pudiera ayudar a localizar su paradero?

—Tengo recuerdos de un alminar cuadrado.

—Ah, ¿tal vez el de la mezquita de al-Nasir Muhammad de la calle al-Muizz?

—No es ése. Me temo que el alminar de mis sueños no está en El Cairo sino muy lejos.

Qettah volvió a estudiar las hojas y después asintió con la cabeza para confirmar su lectura.

—¿Dices que eres viuda, sayyida?

—Desde hace muchos años. ¿Quién es el muchacho? ¿Es acaso mi hermano?

Sayyida —dijo Qettah en tono de asombro—, no es tu hermano sino tu prometido.

Amira frunció el ceño.

—No lo entiendo. Yo no tuve ningún prometido.

—Ése es el muchacho con quien hubieras tenido que casarte hace tiempo. Estabas comprometida en matrimonio con él.

—Pero… ¿cómo es posible? ¡Yo no recuerdo nada de todo eso!

Apartando a un lado la taza y el platito, Qettah sacó un frasquito de latón y se lo entregó a Amira, diciéndole que lo sujetara entre sus manos y contara hasta siete. Después vertió el contenido en un cuenco de agua y súbitamente se esparció por el aire un perfume de rosas mezclado con otra fragancia que Amira no pudo identificar, pero que le recordaba el amanecer.

Qettah clavó los ojos en los remolinos del aceite y dijo tras un instante:

—Emprenderás un viaje, sayyida.

—¿Adónde?

—A Oriente. Ah, aquí está otra vez el prometido.

Amira contempló el cuenco, pero sólo vio las iridiscentes cintas del aceite sobre el agua.

Sayyida —dijo Qettah finalmente, apoyando las manos sobre la mesa—, los signos indican que tu camino se desvió de su destino inicial. Fuiste a donde no hubieras tenido que ir; no fuiste a donde hubieras tenido que ir.

—O sea que mis sueños sobre el ataque a una caravana no son simples sueños sino verdaderos recuerdos. Lo imaginaba, pero no podía estar segura. A lo mejor, mi madre y yo nos dirigíamos a ver a este muchacho cuando nos atacaron y me secuestraron.

—Eso no hubiera tenido que ocurrir, sayyida. Te estaba destinada otra vida.

—En nombre del Eterno —dijo Amira—. ¿Qué debo pues hacer?

—El joven te llama. Ve junto a él. Ve a Oriente.

—Pero ¿a qué lugar de Oriente debo ir?

—Perdóname, pero eso no lo sé. Haz la peregrinación a La Meca, sayyida. A veces —dijo Qettah, esbozando una sonrisa que hizo surgir en su rostro miles de arrugas— Alá nos ilumina a través de la oración.

Amira abandonó la Ciudad Vieja presa de una profunda emoción, siguiendo las tortuosas callejuelas hasta que éstas cedieron el lugar a unas calles más anchas y a la gran avenida flanqueda por altos y modernos edificios por cuya calzada los automóviles circulaban a gran velocidad. Allí vio nuevos signos de la guerra y la derrota… los sacos de arena amontonados delante de las puertas y el papel de color azul oscuro que cubría las ventanas. La ciudad se estaba preparando para el Apocalipsis final.

Vio también signos del cambio de los tiempos. Las humildes melayas y galabeyas de los barrios pobres estaban casi ausentes en la zona moderna de El Cairo, donde los jóvenes llevaban pantalones vaqueros y chaquetas de estilo occidental y las chicas mostraban las piernas bajo las cortas faldas. En un anuncio que dominaba la plaza de la Liberación una rubia en traje de baño bebía una botella de Coca Cola. A su lado, el anuncio de una película reproducía una escena en la que un hombre vestido de esmoquin empuñaba una pistola mientras a su espalda se veía la sombra de una seductora mujer. Cuando el semáforo cambió a verde, Amira se arrebujó en su melaya y cruzó presurosa la calle sin enterarse, a causa de su analfabetismo, de que el anuncio correspondía a una película de Hakim Rauf y de que las actrices del reparto eran Dahiba y Camelia Rashid. Antes de dirigirse a las espaciosas avenidas arboladas de la Ciudad Jardín, Amira cruzó la plaza de la Liberación y se mezcló con el intenso tráfico peatonal y motorizado que estaba avanzando entre los impresionantes leones de piedra que montaban guardia a la entrada del puente de al-Tahrir. Allí empezó a escudriñar los rostros de los hombres con quienes se cruzaba en un intento de reconocer en alguno de ellos al hermoso joven de sus sueños. ¿Estás aquí cerca de mí?, se preguntó. ¿Se han cruzado nuestros caminos cientos de veces sin que nosotros lo supiéramos? ¿Me ve en sus sueños tal como yo era en mi infancia y se pregunta quién soy y por qué sueña conmigo?

Se detuvo para contemplar el Nilo. Al día siguiente se iba a celebrar el Sahm el-Nessim, «la llegada de la brisa», la única fiesta compartida por los musulmanes, los cristianos coptos e incluso los ateos, en la que se celebraba el primer día de la primavera. Las familias se congregarían en las orillas del río para comer al aire libre y buscar huevos. Y habría algún ahogado.

Amira contempló el agua y experimentó una mezcla de emoción y de intuición de una desgracia inminente. Todo el mundo decía que el presidente Sadat estaba arrastrando a Egipto hacia otro conflicto con Israel. En caso de que así fuera, ¿cuántos iban a morir esta vez? ¿Qué otros jóvenes de la casa Rashid derramarían su sangre en el desierto?

Volvió a pensar en el muchacho de su sueño. Estaba segura de que él tenía la llave de su pasado y de su identidad. Pero ¿en qué lugar del mundo lo iba a encontrar?

—Espera, Sahra, deja que te ayude —dijo Zacarías, levantando la pesada olla de huevos duros y colocándola en el fregadero.

Secretamente complacida por sus atenciones, Sahra contestó:

—Alá bendiga tu ayuda, mi joven amo. Hoy no me encuentro muy bien, pero mañana ya estaré como nueva si Alá quiere.

La cocina estaba llena de ruidosos niños que, congregados alrededor de la gran mesa, estaban pintando los nuevos y atando cintas a los conejitos de chocolate. Tahia, una de las personas adultas que estaban supervisando su tarea, miró a Sahra con cierta curiosidad y recordó que tía Doreya se había quejado de malestar a la hora del desayuno. Esperaba que no fuera una tardía gripe invernal capaz de empañar la alegría de los niños durante los festejos de la primavera.

De pronto, el pequeño Asmahan, de seis años, lanzó un grito.

Otros dos niños estallaron en sollozos y los gemelos de ocho meses de Omar se pusieron a berrear.

—Niños, niños —dijo Tahia, tratando de restablecer el orden—. Muhammad, no hubieras tenido que hacer eso. Mira que pegar a tu primo, un muchachote tan mayor como tú…

Se acercó la mano al bajo vientre y enderezó la espalda. Estaba embarazada de ocho meses.

Nefissa, sentada también a la mesa con los niños, le dijo a su hija:

—No regañes al niño, Tahia. La culpa la ha tenido Asmahan —añadió, acariciando el cabello del pequeño Muhammad, de diez años, mientras le daba un trozo de chocolate.

El chiquillo se parecía tanto a Omar cuando tenía su edad que Nefissa no pudo reprimir el impulso de darle otro cariñoso abrazo.

Tahia intercambió una mirada con Zacarías y éste pensó en su fuero interno que Muhammad necesitaba que alguien le metiera en cintura. El niño no tenía la culpa. Su padre permanecía largas temporadas ausente trabajando en proyectos del gobierno y, aunque su madrastra Nala, la segunda esposa de Omar, sabía educar muy bien a sus cuatro hijos, la que tenía autoridad sobre Muhammad era Nefissa, la cual le estaba echando a perder con sus mimos tal como antaño hiciera con Omar.

—Cuando yo era pequeña —dijo Sahra depositando en la mesa otra fuente de huevos—, el hombre más rico de la aldea, el jeque Hamid, repartía entre los niños patitos y pollitos hechos con azúcar y almendras. A los más afortunados nos regalaban ropa, nadie trabajaba en los campos, salíamos a merendar fuera y escuchábamos los petardos que disparaban los chicos a la orilla de la acequia. En nuestra aldea había algunas familias cristianas y recuerdo que ésa era la única vez en que todos celebrábamos juntos una fiesta.

Cuando se volvió hacia el fregadero, Sahra se acercó una mano al vientre e hizo una mueca de dolor.

Zacarías envolvió un huevo en una servilleta y le enseñó al pequeño Abdul Wahab la manera de hacer un dibujo sobre la cáscara con un lápiz de cera.

—¿Has ido a ver a tu familia, Sahra? —preguntó, mirando a Tahia por el rabillo del ojo.

Su lozano cuerpo de embarazada despenaba en él un ardiente deseo. En otros tiempos, pensaba que la pureza era muy seductora, pero ahora había descubierto que la fecundidad lo era todavía más.

—No, mi joven amo —contestó Sahra, tomando un gran vaso de agua. En su vida había tenido tanta sed—. No he vuelto desde que me fui cuando era niña.

—Pero ¿no echas de menos a tu familia?

Sahra pensó en su querido Abdu, que la había dejado embarazada de Zacarías y a quien Zakki se parecía tanto.

—Mi familia está aquí —dijo, bendiciendo en silencio el recuerdo de Abdu.

—¡Mamá! —gritó uno de los pequeños—. ¡Quiero hacer caca!

—¿Otra vez?

—Yo lo llevo —dijo Basima tomando al niño en brazos y abandonando con él la cocina.

Fadilla, la hija de Haneya, frunció el ceño mientras su tía se retiraba de la cocina. A los veinte años. Padilla aún no estaba casada, lo cual era muy raro, teniendo en cuenta su gran parecido con su bisabuela Zu Zu cuya belleza había sido legendaria.

—Yo también he pasado en vela toda la noche —dijo—. No sé si la familia habrá pillado algo.

—Ya es el sexto caso de diarrea que tenemos —dijo Tahia—. Creo que Umma tiene un remedio para eso.

Zacarías la observó mientras abría un armario y examinaba las pulcras hileras de tarros, botellas y frascos, todos ellos meticulosamente etiquetados con los secretos símbolos de Amira. El día en que Tahia se había casado con el maduro Jamal Rashid, Zacarías juró no tocar jamás a ninguna otra mujer. Y había cumplido su palabra. Pero también estaba cumpliendo otro juramento secreto esperarla hasta que volviera a ser libre. Porque él tenía la certeza de que ambos estaban hechos el uno para el otro.

Lo había vislumbrado en una visión el día en que murió en el desierto del Sinaí.

Sintiendo su mirada, Tahia levantó los ojos y le dirigió una sonrisa.

Pobre Zakki pensó. ¡Qué efectos tan terribles le había causado la guerra! Se le estaba cayendo el cabello, tenía los hombros encorvados y llevaba unas gafas de gruesos cristales. A los veintiocho años, Zacarías parecía un viejo; incluso uno de los hijos de Tahia lo había llamado por equivocación «abuelo Zakki».

Si, por lo menos, hubiera conseguido conservar su empleo. El hecho de mantener contacto diario con los chicos de una clase le hubiera podido ayudar a mantenerse joven. Pero Zacarías había sufrido uno de sus «ataques» delante de los alumnos y éstos se habían llevado un susto tremendo, por lo que el director de la escuela había prescindido de él. Ahora toda la familia cuidaba de él especialmente las mujeres, las cuales lo miniaban y vigilaban en todo momento, temiendo que sufriera otro ataque. No se producían muy a menudo; el último lo había sufrido más de un año atrás. Sin embargo, cuando lo padecía, era tan vulnerable como un niño recién nacido.

Tahia no sabía exactamente lo que Zakki veía cuando le ocurría aquel trastorno; sólo una vez, en los meses que siguieron a su regreso del Sinaí, Zacarías trató de describir el «paisaje de su locura» tal como él lo llamaba… una terrorífica imagen de yermo desierto, tanques incendiados, cuerpos carbonizados, aparatos cayendo en picado desde el cielo y estallando en medio de unos grandes surtidores de arena. Los médicos militares dijeron que Zacarías había muerto efectivamente en el campo de batalla, pues su corazón dejó de latir y ya no respiraba, por cuyo motivo certificaron su muerte. Pero, momentos después, abrió milagrosamente los ojos y revivió. Nadie sabía dónde había estado durante el largo instante que medió entre dos latidos de su corazón.

Pero Zacarías sí lo sabía. Había estado en el Paraíso.

Y, como consecuencia de ello, había regresado de la guerra tan lleno de beatífica paz y serenidad que, en su presencia, todo el mundo se calmaba y tranquilizaba. Tahia lo veía rodeado de una especie de halo de dulzura sobrenatural… sus ojos, su voz, sus manos parecían los de alguien de cuyo cuerpo se hubiera escapado el alma humana para que su lugar lo ocupara un alma de ángel. A veces Tahia le tenía miedo porque le parecía un ser de otro mundo, pero otras veces su corazón rebosaba de amor por él. La guerra le había cambiado de la misma manera que había cambiado Egipto y a la propia Tahia: a sus veintisiete años, ésta ocultaba un secreto: aunque Jamal Rashid fuera su marido, su verdadero amor era Zacarías.

Amira entró en la cocina diciendo:

Sabah el-jeir, mañana de bondad.

Los niños interrumpieron lo que estaban haciendo, se levantaron respetuosamente y dijeron:

Sabah el-nur, Umma, mañana de luz.

Después, reanudaron sus ruidosas actividades.

Como había subido directamente a sus aposentos a la vuelta de su secreta visita a Qettah para quitarse la polvorienta melaya y lavarse la cara antes de reunirse con la familia, Amira no daba la impresión de que acabara de regresar del populoso barrio de Zeinab. Su elegante atuendo, consistente en una falda de lana negra y blusa de seda negra, medias y lustrosos zapatos de tacón, pulseras de oro, sortijas de brillantes y esmeraldas y un sencillo collar de perlas, la había transformado en una bint al-balad en una bint al-zawat, una «hija de la aristocracia». De acuerdo con la creencia, que ella siempre había enseñado a sus chicas, según la cual la segunda cualidad más apreciada de una mujer después de la virtud era la belleza, aquel día Amira había puesto especial esmero en maquillarse, dibujando sus cejas con un cuidadoso trazo, perfilando hábilmente sus carnosos labios y aplicando polvos a una tez extremadamente juvenil que jamás había conocido el jabón sino tan sólo las mejores cremas y aceites. Su cabello, naturalmente negro, mostraba ahora unos bonitos reflejos castaños rojizos gracias a una aplicación semanal de alheña, y realzaba su sedosa suavidad, recogiéndoselo hacia atrás en un moño francés sujeto con unos pasadores de brillantes. Se movía con gracia y autoridad, estaba ligeramente gruesa, señal de que había tenido hijos y vivía bien y nadie hubiera adivinado por su aspecto que estaba próxima a cumplir los setenta años.

Miró con una sonrisa a los niños que estaban conversando entre sí como monitos parlanchines mientras pintaban huevos y, de paso, se pintaban unos a otros. Le parecían unas tiernas ramitas de las distintas ramas del árbol Rashid; nueve de ellos, sus propios nietos, poseían sus mismos ojos almendrados, un rasgo que no tenían los Rashid. Se preguntó qué antepasado suyo de ojos almendrados habría legado aquella característica a los niños. ¿Qué sangre he transmitido? Puede que lo averigüe cuando sepa quién es el muchacho que me llama en mis sueños.

Unas carcajadas la devolvieron a la realidad de la cocina. Si todos los días fueran iguales, pensó, animándose súbitamente… ¡Toda la casa llena de alegres risas infantiles! Sin embargo, con la nueva costumbre de que los jóvenes matrimonios se fueran a vivir por su cuenta y las solteras optaran por vivir solas, el número de los residentes en la casa de la calle de las Virgenes del Paraíso se había reducido considerablemente. Los cinco hijos de Omar —Muhammad, de diez años, el hijo que había tenido Yasmina, y los cuatro hijos que le había dado su segunda esposa— y los hijos de Tahia —el pequeño Asmahan, de seis años, y sus tres hermanos y hermanas menores— no vivían allí. Tampoco vivían allí las jóvenes que estaban ayudando a los niños a pintar los huevos: Salina, la esposa de uno de los hijos de Ayesha, muerto en la guerra de los Seis Días; Nasrah, la mujer de Tewfik, el sobrino de Amira; y Sakinna, una prima de la rama familiar de Jamal Rashid. Unas chicas encantadoras, pensó Amira, pero de ideas demasiado modernas. Sólo Narjis, llamada así por la flor del narciso, la hija de diecisiete años de Zubaida, la sobrina de Amira, parecía apreciar la modestia tradicional. De hecho, sus primas se burlaban de ella por haber dado un paso atrás, adoptando el nuevo «atuendo islámico» que las universitarias estaban empezando a llevar.

Amira era la responsable del futuro de todos aquellos niños y aquellas jóvenes, tanto si vivían en la casa como si no. Ya había visitado al señor Abdel Rahman, que vivía unas puertas más abajo, para concertar la boda entre Sakinna y el hijo de Abdel Rahman, que aquel año terminaría sus estudios en la universidad. En cuanto a Salma, que ya llevaba viuda demasiado tiempo, Amira había puesto los ojos en el señor Walid, que ocupaba un cargo muy bien remunerado en el ministerio de Educación. La exaltada hija de dieciséis años de Rayya, que en aquel momento estaba colocando los huevos y los conejitos en unos cestos, estaría madura para una boda en cuestión de uno o dos años. Amira le buscaría un hombre que fuera enérgico y supiera frenarla. Pero ¿qué hacer con Eadilla, la beldad de veinte años que había anunciado su propósito de elegirse ella misma el marido?

—Esta noche habrá cinco personas más a cenar, Sahra —dijo Amira, acercándose a la mesa para examinar los nueve pollos que se iban a asar en el horno—. Ha telefoneado el primo Ahmed y ha dicho que vendrá a pasar las fiestas aquí con Hosneya y los niños.

Lo cual significaba que en la casa habría un total de cincuenta invitados, un número que llenaba de satisfacción a Amira. En tiempos difíciles, era bueno que la familia se mantuviera unida.

Miró a través de la ventana de la cocina y vio que, de la noche a la mañana, el mishmish había florecido, prometiendo una abundante cosecha de albaricoques. Se preguntó qué estaría haciendo la otra Mishmish, la nieta desterrada. Tal como hiciera su padre Alí, el cual se había negado orgullosamente a volver a pronunciar el nombre de Fátima, Ibrahim no había vuelto a mencionar el nombre de Yasmina desde el día en que ésta se había ido.

«Mi hijo dijo que no lloraríamos por ti, nieta de mi corazón. Pero yo lloro por ti y lo he hecho todos los días desde aquella terrible noche».

—Ven a sentarte. No tienes buena cara —le dijo Zacarías a Sahra. Al oír sus palabras, Amira se asombró de que su secreto hubiera sobrevivido a lo largo de todos aquellos años. Cuando Ibrahim se presentó en casa con la mendiga, veintiocho años atrás, ella temió que la muchacha revelara la verdad sobre el niño. Sin embargo, Sahra jamás había traicionado aquella confianza y había pasado a convertirse en la cocinera de la familia mientras que Zacarías seguía siendo el heredero Rashid.

Se abrió la puerta que daba acceso al jardín y entró Alice, vestida para salir. Pasando junto a Amira, Alice le dio un beso a Muhammad.

—Mira qué tengo para ti, cariño —dijo entregándole un sobre—. Acaba de llegar. Es una tarjeta de Pascua de tu mamá.

Mientras los demás niños se acercaban para ver la bonita tarjeta de América. Alice le dijo a Muhammad:

—¿Sabes una cosa? Cuando yo era pequeña en Inglaterra, nos levantábamos muy temprano el domingo de Pascua y salíamos al jardín para ver cómo bailaba el sol en el estanque.

El niño la miró con los ojos enormemente abiertos.

—¿Y cómo puede bailar el sol, abuela?

—Baila de alegría por la resurrección de Jesús.

Cuando estaba a punto de limpiarle una mancha de chocolate que tenía en la mejilla, Nefissa le quitó al niño la tarjeta de la mano diciendo:

—Ven aquí, tesoro. La abuela tiene una cosa para ti.

Alice miró a la hermana de Ibrahim, cuyo rostro aparecía muy tenso bajo el maquillaje, y pensó: «Antaño éramos amigas; ahora somos abuelas rivales».

—Voy a salir, madre Amira. Quiero ir de compras con Camelia.

—Alice, querida, te veo muy pálida. ¿Te encuentras bien?

—Tengo un poco de diarrea —contestó Alice, poniéndose los guantes.

—Parece que toda la familia está algo indispuesta. Prepararé un té de hierbas aromáticas. Alice, ¿puedo hablar un momento contigo?

Ambas se apartaron un poco de los demás.

—He decidido hacer la peregrinación a La Meca y quisiera que tú me acompañaras —dijo Amira.

—¿Yo? ¿Quieres que te acompañe a Arabia Saudí?

—Hace tiempo que deseo hacer este viaje, pero nunca encontraba la ocasión adecuada. Esta mañana he consultado con Qettah y he comprendido que ahora es el momento de ir. ¿Me querrás acompañar?

Alice reflexionó un instante y después preguntó:

—¿Es un viaje muy largo?

—Puede ser corto o largo según nos convenga. —Amira miró inquisitivamente a Alice—. Iré a rezara la Kaaba. Arabia es un lugar muy espiritual, un buen lugar para pensar y meditar sobre la propia vida. Piénsalo. Ahora tengo que ir a ver a Ibrahim. Quiero ir cuanto antes.

La sala de actos del Sindicato de las Mujeres de El Cairo estaba llena a rebosar, pues más de mil mujeres se habían congregado allí para oír hablar al presidente de Libia, Muammar al-Gaddafi, sobre el futuro de las mujeres árabes. Cuando entró en la sala, Camelia llamó la atención de todos los presentes. Gracias a su esbelto cuerpo de danzarina y a sus zapatos de tacón, daba la impresión de ser muy alta. Se había perfilado los ojos con kohl y llevaba el negro cabello recogido con un solo pasador, lo cual creaba una alborotada nube alrededor de su cabeza. Las mujeres la solían mirar con envidia y los hombres con anhelo. Sin embargo, en todos los años que llevaba en el mundo del espectáculo, su nombre jamás se había relacionado con ningún escándalo ni con la más mínima aventura a pesar de su arrebatadora belleza, lo cual había hecho que su fama de seriedad aumentara la envidia y los anhelos.

Se acomodó en una de las primeras filas entre el director de la Media Luna Roja y la esposa del ministro de Sanidad. Ahora que Sadat era presidente, Egipto se había convertido una vez más en el centro de las artes del mundo árabe y Camelia era una artista famosa. Las mujeres se acercaron a ella para felicitarla por su última película.

—Tu familia debe de estar muy orgullosa de ti —le dijeron.

Pero a Camelia no le constaba que nadie de su familia fuera a ver sus películas o presenciara sus actuaciones en las salas de fiestas. Aunque era bien recibida en la calle de las Vírgenes del Paraíso, su relación con Amira era un tanto forzada.

—Tú eres una Rashid —le decía su abuela—. Y las mujeres Rashid no bailan en presencia de desconocidos.

La reconciliación que ella esperaba entre Umma y Dahiba no se había producido porque cada una insistía tercamente en decir que era la otra quien debía dar el primer paso.

Pensó que ojalá Dahiba estuviera allí en aquellos momentos, sin embargo, al no poder publicar sus poesías en Egipto, Dahiba se había visto obligada a trasladarse al Líbano, donde un editor había accedido a publicar su obra. Otras no habían tenido tanta suerte. Justo el año anterior, la doctora Nawal al-Saadawi, la gran escritora feminista egipcia, había sido incluida en la lista negra del gobierno y todos sus libros y documentos habían sido confiscados Camelia sabía que en la sala había muchas feministas, otras que no lo eran y algunas que se mostraban indecisas sin saber muy bien cómo aplicar la creciente influencia del feminismo occidental a una sociedad cuyos valores y tradiciones diferían tanto de los de Occidente. Pero Camelia tenía las ideas muy claras ya era hora, se decía, de que las mujeres de Egipto entraran en el siglo XX y reclamaran sus derechos como seres humanos iguales a los hombres. Empezando con el derecho de la mujer a controlar su propio cuerpo, pensó recordando a su amiga Shemessa, que se había sometido recientemente a una operación ilegal de aborto.

Al final, se iniciaron los actos. El público guardó silencio, el presidente Sadat presentó al orador y cuando Gaddafi subió al estrado, en lugar de dar comienzo a su conferencia, sorprendió a todo el mundo volviéndose de espaldas al público para escribir algo en la pizarra que había en la pared.

La sala guardó silencio al principio, pero después empezaron a escucharse murmullos Camelia leyó estupefacta lo que el presidente libio había escrito: «Virginidad, Menstruación, Parto».

Volviéndose de cara al sorprendido publico, Gaddafi explicó que la igualdad para las mujeres era imposible a causa de su anatomía y fisiología, comparando a las mujeres con las vacas, afirmó que habían sido colocadas en el mundo no para trabajar codo a codo con los hombres sino para tener hijos y amamantarlos.

El público estalló.

Las mujeres se levantaron de sus asientos enfurecidas por el insulto y, cuando el presidente libio defendió su postura, afirmando que las mujeres tenían una constitución más débil y no podía esperarse de ellas que soportaran los mismos riesgos que los hombres, por ejemplo, el calor de las fábricas o las pesadas cargas de los obreros de la construcción, una famosa periodista se levantó y habló con tal autoridad que todo el mundo enmudeció para escucharla.

—Señor presidente —dijo—, ¿ha expulsado usted alguna vez un cálculo renal? Los hombres me aseguran que es algo muy doloroso y casi insoportable. Imagínese ahora, señor presidente, si tuviera usted que expulsar un cálculo de tamaño cien veces superior al normal, digamos un tamaño equivalente al de un melón. ¿Lo podría usted resistir?

Las mujeres aplaudieron y lanzaron tales vítores que Camelia temió por un instante que el techo se viniera abajo. La joven consultó su reloj. El acto había empezado con retraso; se preguntó si Alice ya la estaría aguardando fuera.

Cuando el taxi se detuvo junto al bordillo delante del Sindicato de las Mujeres de El Cairo, Alice pensó ¡Arabia Saudí!, y se sorprendió de que la perspectiva le resultara tan emocionante. Puede que, tal como había dicho Amira, fuera una ocasión para meditar sobre su propia existencia.

Su depresión se había agudizado a raíz de la partida de Yasmina. Lo que antes era una fría corriente subterránea que horadaba la roca de su alma, se había convertido ahora en un río embravecido que discurría justo a flor de piel. A veces lo oía incluso en sus oídos como dos impresionantes cascadas. «Tensión arterial elevada», le había dicho el doctor Sanky, el médico inglés de la calle Ezbekiya, recetándole unas pastillas que ella no quería tomar. Sabía que no era la tensión sino la melancolía, aquella anticuada palabra que alguien había escrito en el certificado de defunción de su madre como la «causa» de su muerte.

Mientras pensaba en el viaje a Arabia, recordó algo que acababa de ver unos minutos antes a través de la ventanilla del taxi El taxi se había detenido en un cruce y ella había visto un anuncio de «7-Up» fijado a una pared medio en minas junto a una antigua mezquita. Y entonces le pareció que en El Cairo se estaba librando una guerra invisible y mortal entre el pasado y el futuro, entre Oriente y Occidente. Las bebidas norteamericanas sin alcohol estaban muy solicitadas, pero, al mismo tiempo, los dirigentes religiosos no cesaban de predicar el regreso a las antiguas costumbres. Cuando el taxi volvió a ponerse en marcha, la imagen se le quedó grabada en la mente el brillante cartel de color rojo y verde al lado de un alminar medieval. Cuanto más pensaba en la imagen, tanto más comprendía su significado en relación con su propia persona. Yo soy ese anuncio, pensó.

Puede que un viaje fuera una buena terapia, se dijo. Unas cuantas semanas lejos de la calle de las Vírgenes del Paraíso y lejos de Ibrahim, una posibilidad de examinar serenamente mi vida.

Cuando una alargada limusina negra ocupó el lugar que el taxi había dejado libre, la gente de la calle se detuvo a mirar. Desde la muerte de Abdel Nasser acaecida tres años atrás y la expulsión de los rusos decretada por Sadat, la ostentación había vuelto por sus fueros en Egipto. Aquél era el automóvil de Dahiba, el que ésta había guardado en el garaje durante los años del gobierno de Nasser. Ahora Dahiba era la estrella más fulgurante del país, sus actuaciones constituían siempre un gran espectáculo y sus películas atraían a grandes multitudes; Dahiba era una diosa y a los egipcios les gustaba que sus diosas vivieran bien.

Sin embargo, no fue Dahiba quien descendió del impresionante vehículo sino una diosa en miniatura con dos largas trenzas y una boca en cuya parte superior se veía el hueco de un diente que se le acababa de caer.

—¡Tía Alice, tía Alice! —gritó la niña, saltando a la acera. Alice se agachó para estrechar en sus brazos a la chiquilla de seis años, aspirando la fragancia de su cabello recién lavado.

—¿Estás preparada para ir de compras, cariño? —le preguntó Alice, saludando con la mano a Hakim Rauf, que en aquel momento estaba descendiendo del automóvil.

La pequeña Zeinab brincó arriba y abajo, tomando la mano de Alice.

—¡Mamá dice que me podré comprar un vestido nuevo! ¿Es verdad, tía Alice?

La mamá a la cual la niña se refería era Camelia, a quien ella consideraba su madre. Sin embargo, la pequeña Zeinab, con su pierna marchita, era, en realidad, la hija de Yasmina, y Alice no era su tía sino su abuela.

—La paz de Alá sea contigo, mi encantadora dama —dijo el marido de Dahiba, acercándose.

Los años de prosperidad habían aumentado la circunferencia de la cintura del director cinematográfico, pero él lo disimulaba muy bien con sus caros trajes italianos confeccionados a la medida. Le precedía una vaharada de agua de colonia, de cigarros puros y también, a pesar de no ser todavía el mediodía, de whisky escocés. Sus rubicundas mejillas se hincharon cuando esbozó una sincera sonrisa de complacencia al saludar a Alice, a la cual se abstuvo de abrazar, como hubiera hecho en privado, para no escandalizar a los viandantes.

—Buenos días, Hakim. Espero que todo vaya bien. Rauf levantó las manos.

—¡Todo marcha viento en popa como puedes ver, mi bella dama! Pero yo estoy cada vez más asqueado. La Administración no me permite hacer las películas que yo quisiera. Películas sobre cosas reales. Quizá convendría que me fuera con mi mujer al Líbano, donde hay más libertad.

Rauf había querido rodar una película sobre una mujer que asesinaba a su marido y a la amante de éste. Pero las autoridades le habían puesto trabas. El mensaje de la película hubiera sido: un hombre puede matar a una mujer y su crimen quedar prácticamente impune, pero la ley castiga severamente a una mujer por el mismo delito.

—Cuando un hombre mata a una mujer, lo hace para proteger su honor —le había dicho el censor—. En cambio, las mujeres no tienen honor.

—¡Tía Dahiba nos ha llamado por teléfono! —dijo Zeinab, tirando de la mano de Alice—. ¡Desde Beirut!

Alice sufría al ver a aquella niña tan preciosa y perfecta, de no haber sido por la pierna inservible que la obligaba a caminar de una manera forzada. Zeinab era el vivo retrato de Yasmina, pero en versión sepia, pues tenía los ojos azules de su madre, pero su tez era aceitunada como la de Hassan al-Sabir.

Alice estaba a punto de preguntarle a la niña qué había dicho Dahiba cuando se abrió la puerta de la sala de actos, dejando escapar brevemente el rumor del tumulto femenino de su interior, y apareció Camelia.

—Hola, tía —dijo Camelia, besando a Alice—. Como el acto ha empezado con retraso, he decidido salir antes de que termine. ¿Oyes a las mujeres de aquí dentro? ¡Quieren asar al presidente Gaddafi en un espetón! ¿Cómo está mi niña? —añadió, tomando en brazos a Zeinab y estampando un gran beso en su mejilla.

Zeinab se rió y trató de soltarse.

—¡Si hace sólo una hora que me has visto, mamá! Tía Alice dice que me va a comprar un huevo de chocolate. ¿Me das permiso, mamá? ¡Por favor!

Los ojos de Camelia se cruzaron brevemente con los de Alice en una silenciosa comunicación. Ninguna de las dos estaba pensando en los huevos de chocolate sino en el acuerdo tácito que ambas habían mantenido desde el principio.

Seis años atrás, cuando, a su regreso de Port Said, Camelia preguntó dónde estaba Yasmina. Amira le dijo que se sentara y le contó lo ocurrido. Camelia trató de defender a su hermana:

—Hassan la forzó. Lo hizo para salvar a la familia.

Al ver a la pobre criatura deforme que Yasmina había rechazado, la comprensión que le inspiraba su hermana se transformó en cólera.

—Toma a la niña —le dijo Amira—. Tú nunca podrás tener hijos, pero Alá te ha regalado una hija.

De este modo, Camelia había adoptado a su sobrina y le había impuesto el nombre de sayyida Zeinab, la Madre de los Tullidos.

Zeinab era ahora toda su vida y, por la pequeña huérfana, ella observaba una conducta intachable. No tenía amantes y jamás se la veía sola en compañía de ningún hombre. Se había inventado una trágica y respetable historia para la niña: el padre de Zeinab había muerto heroicamente en la guerra de los Seis Días. La niña era también la razón de que Camelia hubiera dejado de actuar en el Cage d’Or. La gran popularidad de la danza oriental había dado lugar a la aparición de una jerarquía, por la cual las danzarinas de más categoría sólo actuaban en hoteles de cinco estrellas como el Hilton. Las de inferior categoría y más dudosa reputación moral actuaban en los clubs y los cabarets. Y, finalmente, no sólo por Zeinab sino también por sí misma, Camelia le había pedido a Hakim Rauf el marido de Dahiba, que fuera su representante, pues una artista sin un protector varón podía ser víctima de los directores de los hoteles y convertirse en un blanco fácil para sus admiradores.

Mientras se dirigían al automóvil y Hakim explicaba que acababa de recibir una llamada de Dahiba desde Beirut diciéndole que su libro se iba a publicar en octubre, Alice intuyó las confusas emociones que solía experimentar Camelia cuando ambas estaban juntas y Zeinab era el catalizador del pasado. Sin embargo, Alice jamás diría la verdad. Había aprendido de Amira el arte de guardar secretos. De la misma manera que había mentido diciéndoles a los demás que Yasmina había abandonado a la niña y diciéndole a Yasmina que la niña había nacido muerta, seguía mintiendo cada vez que le escribía una carta a Yasmina y le daba noticias sobre la familia sin mencionar jamás a la hija que Yasmina ignoraba tener. Lo había hecho por una sola razón: para que Yasmina tuviera la oportunidad de librarse de la familia y escapar de Egipto, cosa que ella no había podido hacer.

—¿A que no sabéis una cosa? —dijo—. Madre Amira me ha pedido que la acompañe a Arabia.

—O sea que, al final, se ha decidido —dijo Camelia—. Desde que yo tengo uso de razón, Umma siempre ha estado planeando hacer la peregrinación. ¡Qué emocionante va a ser para ti, Alice!

Al llegar al automóvil, Alice se apoyó de repente en él.

—Dios bendito —musitó. Hakim la sostuvo por el codo.

—¿Qué ocurre, querida?

—Llevo toda la mañana indispuesta y ahora… —contestó Alice, acercándose una mano al estómago y haciendo una mueca—. ¡Me estoy mareando!

—Te llevaremos al hospital. Sube en seguida.

—¡No! Al hospital, no… aquí mismo, en esta calle, al consultorio de Ibrahim, Daos prisa…

Amira esperó a que la enfermera de Ibrahim abandonara la estancia.

—Estaba deseando decírtelo, hijo. Los preparativos del viaje tienen que empezar en seguida.

Ibrahim se quitó la blanca bata de laboratorio y la colgó cuidadosamente.

—Me alegro de que finalmente te hayas decidido, madre, pero no pensarás hacer el viaje sola, ¿verdad?

—Por supuesto que no. Le he pedido a Alice que me acompañe, Ibrahim.

—¿A Alice? ¿Y qué ha dicho ella?

—Ha dicho que ya lo pensará, pero presiento que le gusta la idea. Le sentará bien, Ibrahim. Desde que Yasmina se fue, tú y Alice no habéis sido felices. Puede que una peregrinación al lugar más sagrado de la tierra le eleve el ánimo. ¿Te gustaría venir con nosotras?

Mientras contemplaba a Huda, su enfermera, empujando el carrito de los medicamentos hacia la sala de exploraciones, Ibrahim pensó en su mujer. En los seis años transcurridos desde la partida de Yasmina, Alice apenas había cambiado, como no fuera por el hecho de que últimamente se la veía más apagada. Seguía cuidando su jardín inglés bajo el abrasador sol de Egipto y seguía yendo una vez a la semana a la peluquería FiFi para peinarse el rubio cabello cuyo brillo se había apagado levemente con el paso de los años. Y cultivaba un reducido círculo de amistades: la esposa de un profesor de la Universidad Americana, natural de Michigan como su marido; una inglesa llamada Madeline, casada sin entusiasmo con un egipcio; y la señora Florny, una viuda canadiense que se había instalado en El Cairo a la muerte de su marido norteamericano a causa de la malaria. Las cuatro exiliadas se reunían dos veces a la semana para jugar al bridge y entregarse a la nostalgia, haciendo una pausa en medio de la abrumadora presencia egipcia que dominaba sus vidas. Pero Ibrahim sabía que aquellos rituales mundanos eran una especie de escondrijo para Alice, unos vulgares actos cotidianos que la ayudaban a no tener que enfrentarse con el dolor y la cólera que sin duda debía sentir. Porque él también los sentía y vivía de acuerdo con una sencilla pauta: levantarse con el sol, rezar mecánicamente, desayunar, ir al consultorio, atender a sus pacientes, dormir la siesta, atender a más pacientes y dedicar las últimas horas de la noche a los libros, la correspondencia y la radio. Raras veces veía a Alice; no le había pedido que acudiera a su dormitorio desde la noche en que Yasmina se fue.

Jamás hablaban de aquella terrible noche de junio, víspera de la humillante derrota de Egipto; Ibrahim no quería pensar en ella tan siquiera. Algunas veces, sin embargo, recordaba a su antiguo amigo Hassan, muerto en misteriosas circunstancias. Los periódicos habían informado simplemente de que Hassan había sido asesinado no se había mencionado en ninguna parte que lo hubieran castrado. Y la policía jamás había descubierto al autor del delito.

—No puedo acompañarte a Arabia Saudí, madre —contestó, tomando la chaqueta—, pero, si Alice quiere, tiene mi permiso para hacerlo.

—A ti te sentaría bien la peregrinación, hijo mío. La gracia de Alá te sanaría.

Ibrahim pensó en la inmensidad del desierto y el cielo de Arabia y le pareció que eran un espacio demasiado grande para reflexionar. Además, sabía que el hecho de hacer la peregrinación hubiera sido tan estéril como las vacías oraciones que recitaba cinco veces al día. ¿Cómo puede Alá concederle su gracia a un hombre que ha perdido la fe? A un hombre que antaño lo maldijo…

Ibrahim observó a su enfermera mientras se preparaba para marcharse. Huda era una capacitada enfermera de veintidós años que cada día tenía que regresar a casa corriendo para preparar la comida de su padre y sus cinco hermanos. Una vez le había comentado entre risas a Ibrahim:

—Cuando yo nací, mi padre se puso tan furioso al ver que su primer hijo era una niña que amenazó a mi madre con repudiarla como no le diera un varón la segunda vez. Bismillah, ¡le debió de meter el miedo en el cuerpo, porque después mi madre ya no volvió a tener más hijas!

Ibrahim le preguntó a qué se dedicaba su padre y la chica contestó:

—Vende bocadillos en la plaza de Talaat Harb. Entonces Ibrahim envidió al vendedor de bocadillos. Mientras la enfermera guardaba las cosas en su sitio, Ibrahim oyó a través de la ventana abierta la radio del bar de abajo. La severa voz del locutor estaba dando las últimas noticias: los últimos asesores militares rusos habían sido expulsados de Egipto, la policía había aplastado otra revuelta estudiantil en la Universidad de El Cairo y dos colaboradores de la Casa Blanca habían sido acusados de tener conocimiento previo del inesperado registro del Watergate. Ibrahim cerró la ventana. Nunca daban buenas noticias. Y lo mismo hacían los periódicos con sus diarias noticias sobre la disminución de las exportaciones de algodón y, por consiguiente, de los ingresos que Ibrahim obtenía de sus plantaciones del delta. Corrían malos tiempos para Egipto; hasta el más grande escritor vivo de Egipto, Naguib Mahfuz, sólo escribía relatos de muerte y desesperación. Ibrahim pensaba cada vez más en los viejos tiempos en que Faruk mandaba en el país. ¿De veras habían transcurrido veintiocho años desde que él y Hassan, unos despreocupados jóvenes de veintitantos años, iban de casino en casino en compañía de su Rey?

Miró de nuevo a su madre, cuya repentina visita al consultorio le había sorprendido. Era la primera vez que Amira acudía allí.

—¿Por qué medio piensas ir a Arabia, madre? —le preguntó—. ¿En barco? ¿En avión?

—Disculpe, doctor Ibrahim, ya me voy —dijo Huda alegremente, entrando en la estancia para recoger su jersey. A pesar de tener que atender a seis hombres exigentes, la muchacha se consideraba muy moderna y liberada y era evidente que estaba enamorada de su jefe—. Llevará mañana a su familia al río para el Shamm el-… —La joven se volvió hacia la puerta—. ¿Qué ha sido ese ruido?

Ibrahim se levantó justo en el momento en que se abría la puerta y entraba Alice, sostenida por Hakim Rauf.

—¿Qué es eso? —preguntó, acercándose a su mujer—. ¿Qué ha ocurrido?

—Estoy bien, Ibrahim… pero tengo que ir al lavabo. Rápido…

—Huda —dijo Ibrahim.

La enfermera se situó inmediatamente al lado de Alice y la acompañó a la otra estancia, seguida de Amira. Ibrahim miró a Camelia.

—¿Qué te ha dicho? ¿Tiene fiebre?

—No tiene fiebre, papá. Dice que se ha pasado en vela toda la noche con diarrea. Lo mismo les ha ocurrido a otros miembros de la familia.

Huda regresó al despacho.

—Venga en seguida, doctor. La señora Rashid está vomitando. Camelia y Hakim empezaron a pasear por el despacho de Ibrahim mientras se oían unos gemidos desde el otro lado de la pared. Minutos más tarde, Ibrahim apareció en la puerta.

—No sé lo que es —dijo—. Ha perdido mucho líquido, pero, de momento, está descansando. He tomado una muestra. Puede que un examen microscópico preliminar nos indique algo —añadió, retirándose.

En un Cuartito de dimensiones apenas más grandes que las de un armario y que él utilizaba como laboratorio, Ibrahim preparó un portaobjetos y rezó para que pudiera sentar un diagnóstico.

—¿Qué es, Ibrahim? —preguntó Amira, pensando de repente que la figura de Ibrahim, mirando a través de la lente del microscopio, le hacía recordar a Qettah cuando examinaba las hojas de té—. ¿Qué le pasa a Alice?

—Rezo para que no sea más que una intoxicación alimentaria —contestó Ibrahim. Sin embargo, al enfocar el microscopio y ver los característicos bacilos en forma de coma moviéndose rápidamente cual si fueran estrellas fugaces, se reclinó en su asiento y musitó anonadado—: Oh, no.