En el aeropuerto, Yasmina y Alice estaban siendo empujadas por la marea humana. Todos trataban de subir a bordo de los últimos aparatos que tenían previsto salir de Egipto. El temor se respiraba en el aire y, en medio de un ruido ensordecedor, los pasajeros, portando unas maletas hechas a toda prisa, agitaban sus billetes y pasaportes en un intento de acercarse a unos empleados que no daban abasto junto a las puertas de salida. Yasmina y su madre corrieron hacia la puerta correspondiente al último vuelo de la BOAC a Londres.
No había acudido nadie de la familia a despedida; desde la noche en que su padre la declarara muerta, Yasmina no había mantenido ningún tipo de contacto con sus parientes. Cuando le llegaron los dolores del parto, Alice y Zacarías la llevaron a toda prisa al hospital donde, ocho horas más tarde, despertó de la anestesia y su madre, de pie junto a su cama, le comunicó que la niña había nacido muerta. Lo cual había sido una bendición de Dios, añadió Alice entre lágrimas… la niña tenía malformaciones. Los días sucesivos no eran más que un borroso recuerdo en la memoria de Yasmina. Puesto que la unidad de Omar había sido movilizada, ella pudo permanecer en el apartamento, donde su cuerpo había sanado mientras su mente se sumía en un estado de aturdimiento. Pero ahora, mientras se acercaba a la puerta de embarque, empujada por la gente que huía aterrada de la inminencia de la guerra, la coraza protectora de su aturdimiento se empezó a resquebrajar y su dolor afloró de nuevo a la superficie como si se le estuviera pasando el efecto de la novocaína. Había perdido a sus dos hijos y se moría de pena.
Alice se había encargado de sacar el pasaporte y los billetes.
—La guerra está a punto de estallar, cariño —le dijo—. Y entonces te quedarías atrapada aquí. Te han desterrado de la familia y es como si hubieras muerto. No tienes nombre ni identidad ni ningún lugar adonde ir. Debes irte, Yasmina. Búscate otra vida y sálvate. En Inglaterra tienes la casa y los fondos que te dejó mi padre. Y tía Penelope te ayudará.
—¿Cómo puedo dejar a mi hijo? —preguntó Yasmina a pesar de que ya conocía la respuesta.
Omar jamás permitiría que volviera a ver al niño.
Mientras se acercaban al empleado que estaba discutiendo con un pasajero que no tenía la documentación en regla, Yasmina se volvió hacia su madre y le dijo:
—Es mejor que no puedas acompañarme. Si nos fuéramos las dos, yo perdería a Muhammad para siempre. En cambio, si tú te quedas, le podrás hablar de mí, enseñarle cada día mi fotografía y no permitir que me olvide jamás.
Sí, pensó Alice, Muhammad, su nieto. Y también la nieta de la que Yasmina no sabía nada, la niña que acababa de nacer y que, lejos de estar muerta, dormía en una cuna en la calle de las Vírgenes del Paraíso.
—Madre —dijo Yasmina—, no sé qué dolor es peor… si el dolor de haber perdido al niño, el dolor de que mi padre me haya expulsado de la familia o el dolor de que Camelia me traicionara. Pero, por lo menos, estando tú aquí, el dolor de perder a mi hijo se aliviará un poco porque sabré que tú estás a su lado para conservar mi recuerdo en su corazón.
—Ojalá pudiera irme contigo —dijo Alice—. Pero tu padre no me daría permiso. Es un hombre orgulloso, Yasmina, y el hecho de perder a su esposa sería otra humillación. Ojalá me hubiera ido contigo cuando, siendo tú todavía pequeña, experimenté mis primeros temores y Egipto me empezó a dar miedo. Yo jamás me sentí a gusto aquí y tú tampoco. Quiero que te salves, Yasmina.
Alice abrazó súbitamente a su hija y la estrechó con fuerza, abrumada por la angustia y las emociones. «Es por ti, cariño, por lo que te he mentido a propósito de la niña. Lo he hecho para que puedas escapar de este lugar, cosa que yo, por desgracia, no pude hacer. Si conocieras su existencia, si la hubieras sostenido en tus brazos aunque sólo fuera una vez, hubieras estado perdida. Que Dios me perdone…».
Mientras Yasmina temblaba en sus brazos, Alice volvió a experimentar una punzada de gélido odio contra Hassan al-Sabir, el monstruo que primero había corrompido y seducido a su hermano Edward y después a su hija.
—Te escribiré y le iré dando noticias de Muhammad —dijo, apartándose de Yasmina—. Y le hablaré de ti cada día. No permitiré que te borren de su memoria.
Yasmina miró a su madre a través de las lágrimas mientras la gente las empujaba por todas partes.
—No sé cuándo volveremos a vernos, madre. Jamás regresaré a Egipto. Me han declarado muerta; soy un fantasma. Tengo que crearme una nueva vida en otro lugar. Pero te prometo, madre, que nunca más volveré a ser una víctima. Seré fuerte y tendré poder. Y, cuando tú y yo volvamos a reunimos, te sentirás orgullosa de mí. Te quiero.
Finalmente, Yasmina subió al aparato y se hundió con aire cansado en el asiento. Su pecho no podría alimentar a la niña a la que nunca vería y sus brazos ansiaban sostener a la pobre criatura deformada que no había sobrevivido al traumático alumbramiento. Pensando que ojalá pudiera quedarse dormida y no despertar jamás, Yasmina apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos.
De este modo, no pudo ver el periódico que asomaba por el bolsillo de un pasajero que se estaba acomodando en el asiento del otro lado del pasillo. No vio el titular en letras de gran tamaño que decía: LA REPÚBLICA ÁRABE UNIDA MOVILIZA A 100 000 RESERVISTAS. Y tampoco leyó un titular en letras de menor tamaño bajo la fotografía de un hermoso y sonriente rostro: HASSAN AL-SABIR, SUBSECRETARIO DE DEFENSA, ASESINADO.