El tranco en los alrededores del aeropuerto era caótico. Mientras trataba de abrirse paso con su Fiat, Nefissa se preguntó cuál debía ser la causa de todo aquel alboroto. La guerra estaba en boca de todos desde hacía varias semanas. Desde el ataque de Israel contra Siria en abril, Egipto se encontraba en estado de alerta militar. Como en los días de la Revolución, El Cairo estaba dominado una vez más por la inquietud y la gente se congregaba en los cafés alrededor de los aparatos de radio y compraba periódicos llenos de propaganda bélica. ¿Había declarado finalmente Israel la guerra a Egipto?, se preguntó Nefissa. Alargó la mano para encender la radio, pero en seguida cambió de idea. No quería pensar en la guerra en aquellos momentos; su hijo regresaba a casa aquel día y ella estaba deseando darle una maravillosa noticia.
Cuando consiguió llegar a la terminal, descubrió consternada que muchos vuelos habían sido anulados, dejando a los pasajeros en la estacada y provocando la irritación de las personas que, como ella, habían acudido allí para recibir a los pasajeros que llegaban. Mientras se abría paso entre la gente, rezó para que el vuelo de Omar desde Kuwait aún estuviera programado, antes de que se anularan por completo todos los vuelos comerciales. A juzgar por los comentarios que estaba oyendo a su alrededor, sus suposiciones eran ciertas: el presidente Nasser acababa de declarar el estado de emergencia y las tropas egipcias habían sido convocadas. El país estaba a punto de entrar en guerra.
Al ver la enorme cantidad de gente que se agolpaba junto a los mostradores de venta de billetes, Nefissa trató de hablar con uno de los empleados del aeropuerto, pero la estaban empujando por todas partes y su voz quedó ahogada por el griterío. Cuando vio la salida de la aduana de la que estaban emergiendo algunos pasajeros, procuró acercarse hasta allí en un intento de averiguar si era el vuelo de Kuwait en el que hubiera tenido que viajar su hijo Omar, convocado para el servicio militar de reserva. Mientras le buscaba, rozó con el brazo a un alto y apuesto hombre que llevaba un pasaporte diplomático y una gabardina inglesa. Sus ojos se cruzaron por un instante con los del hombre y ambos musitaron «Perdón» antes de seguir cada cual por su camino.
Sin embargo, Nefissa se detuvo y volvió la cabeza hasta que él desapareció entre la gente. Por un momento, le había recordado a… Sacudió la cabeza y siguió adelante.
Antes de alcanzar la salida del aeropuerto, el hombre de la gabardina se detuvo y se volvió también a mirar. La mujer con quien acababa de tropezar… sus ojos… le recordaba unos ojos de los que se había enamorado veintidós años atrás cuando era un joven teniente en El Cairo durante la guerra. Unos ojos que miraban por encima de un velo, oculto detrás de una celosía de mashrabiya. Habían pasado juntos una extraordinaria noche de amor en un antiguo harén…
Pero su automóvil y su chofer lo estaban aguardando, por cuyo motivo apuró el paso para acudir a su urgente cita diplomática.
Nefissa volvió a detenerse y miró hacia atrás, pero el hombre ya había sido engullido por la muchedumbre. ¿Sería posible? ¿Y si hubiera sido él? Aquellos ojos azules, aquella nariz tan recta… ¡jamás podría olvidarlos!
Estaba a punto de dar media vuelta y seguirle cuando oyó a través de los altavoces el anuncio de la llegada de los pasajeros del vuelo de Kuwait. Por un instante, Nefissa miró en la dirección que había tomado el desconocido, pero después sacudió la cabeza… ¡no era posible que fuera él!… Se volvió y se dirigió a toda prisa a la salida de la aduana.
Al ver a Omar, le saludó con la mano y le llamó. Apenas podía contener su emoción.
Ella hubiera querido comunicarle la noticia nada más abrazarle, pero aquel caótico aeropuerto no era el lugar más idóneo. Esperaría hasta que estuvieran acomodados en el automóvil, circulando los dos solos por la autopista. Escucharía los comentarios de Omar sobre su trabajo en los yacimientos petrolíferos de Kuwait y después le comunicaría su propia noticia, tal como mentalmente la había ensayado: «He decidido irme a vivir contigo y Yasmina. Una madre tiene que estar con su hijo y sus nietos; no está bien que siga viviendo en la calle de las Vírgenes del Paraíso, en la casa de mi madre. Merezco tener mi propia casa». Y a Omar le parecería muy bien, por supuesto. Él era quien había roto la tradición, yéndose a vivir con su flamante esposa a un apartamento. ¿Qué otra cosa podía hacer una madre? Era justo que llevara el gobierno de la casa de su hijo, tal como hacían todas las madres de El Cairo.
Ése era el sueño de Nefissa en aquellos momentos, cuidar de Omar y de Muhammad. Tras una breve relación con un profesor de la Universidad Americana y un insatisfactorio coqueteo con un hombre de negocios inglés, se había resignado a aceptar el hecho de que jamás volvería a vivir la idílica emoción de su noche de amor en un antiguo harén. Era inútil, pensó, que tratara de encontrar a su teniente inglés en otros hombres… ¡Ahora incluso le parecía verle en los aeropuertos! Por consiguiente, había decidido abandonar su sueño y sustituirlo por otro.
—Cuánto me alegro de que hayas vuelto a casa, hijo mío —dijo, acomodándose al lado de Omar mientras éste se sentaba al volante—. Tienes un empleo importante, pero te obliga a permanecer lejos demasiado tiempo.
—¿Están todos bien, madre? ¿Qué tal se encuentra Yasmina? El niño nacerá muy pronto, loado sea Alá.
Abandonaron los embotellamientos del aeropuerto y enfilaron la autopista del desierto, donde los tanques del ejército se estaban desplazando hacia el este, en dirección al Sinaí. Nefissa no hizo ningún comentario sobre Yasmina. Su sobrina era el único defecto de un plan que, de otro modo, hubiera sido perfecto.
Una vez tomada la decisión de abandonar la casa de su madre, donde ésta ocupaba el primer lugar, pensando que, a los cuarenta y dos años, merecía estar en su propia casa y tener una nuera que la ayudara, Nefissa había puesto en marcha su plan. Tras haber buscado y encontrado en El Cairo un apartamento más grande, había elegido la nueva vajilla y la plata que sustituirían las que usaban en aquellos momentos Omar y Yasmina y también los nuevos muebles, cortinajes e incluso cuadros de las paredes. Aunque había disfrutado mucho con el proyecto, el problema de Yasmina se cernía sobre él como una siniestra sombra.
Nefissa carecía de pruebas, pero sospechaba que la criatura que Yasmina llevaba en su vientre no era de su hijo Omar sino de Hassan al-Sabir. Al fin y al cabo, ella había encontrado un dispositivo anticonceptivo entre los artículos de aseo de Yasmina. Si Omar hubiera sabido que lo usaba, se hubiera extrañado de que Yasmina quedara embarazada; sin embargo, no se había extrañado. Tampoco se podía olvidar la misteriosa visita de Yasmina a la casa de Hassan. La muchacha había regresado a la calle de las Vírgenes del Paraíso dos horas más tarde, luciendo una blusa nueva, no la que llevaba al salir.
Nefissa se había guardado las sospechas para ella sola sin comentarlas con nadie. De haberlo hecho, pensó, sus planes de trasladarse a vivir con Omar probablemente se hubieran ido al garete. En caso de que su hijo se divorciara de Yasmina, lo más probable hubiera sido que regresara a la casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso, que solía visitar entre viaje y viaje. Y entonces ella hubiera tenido que seguir viviendo bajo la sombra de Amira.
Nefissa quería tener su propia casa y una familia a la que gobernar. ¿Qué importaba lo del niño con tal de que se mantuviera en secreto? Puede que incluso fuera una ventaja, pensó Nefissa; podría decirle a Yasmina que conocía la verdad sobre el hijo y prometerle guardar el secreto siempre y cuando ella la reconociera como la cabeza de la familia.
Cuando empezaron a vislumbrarse los primeros edificios de color grisáceo a lo largo de la carretera, los nuevos y baratos edificios de apartamentos para familias de bajo nivel económico, Nefissa decidió revelarle sus planes a Omar. Pero Omar habló primero.
—¿Sabes una cosa, madre? Echo de menos a Yasmina. He aprendido mucho trabajando en el extranjero y una de las cosas que he aprendido es el valor que tiene una buena esposa. Yasmina me sacaba un poco de quicio al principio. No comprendía mis necesidades y tuve que enseñarla. Pero ahora creo que podremos ser muy felices juntos —dijo esbozando una sonrisa al tiempo que se desperezaba.
Nefissa no tuvo más remedio que sonreír. ¡Su hijo hablaba como un hombre hecho y derecho y no como un simple muchacho de veinticinco años!
—Y ahora Yasmina está embarazada —añadió Omar—. Estaba empezando a temer que le ocurriera algo. Madre, tengo una noticia estupenda. ¡La compañía petrolera a la que estoy adscrito me ha ofrecido un puesto permanente como ingeniero!
—Es una noticia maravillosa, Omar —dijo Nefissa, observando cómo su hijo proyectaba orgullosamente la barbilla hacia fuera al hablar. Vio que también se había dejado bigote y que vestía un elegante traje confeccionado a la medida. En su corazón y su mente le seguía considerando un chiquillo, pero, por primera vez, se estaba dando cuenta de que era un hombre—. ¿Qué piensas de esta guerra con Israel?
—¿Cuánto puede durar? Eso siempre y cuando haya guerra, cosa que dudo. En cualquier caso, la compañía me ha prometido guardarme el puesto hasta que vuelva. Ya he encontrado un apartamento en Kuwait y he dejado una paga y señal para que no lo alquilen a nadie en mi ausencia. Es pequeño, pero será suficiente para mí, Yasmina y los niños. La compañía me ha prometido un ascenso, o sea que podremos permitirnos tener una casa más grande y tú podrás hacernos largas visitas, madre. ¿Qué te parece? —Al ver que Nefissa no contestaba, Omar la miró—. ¿Madre? ¿Te ocurre algo?
—¿Te vas a quedar en Kuwait? ¿Vas a dejar tu puesto en la Administración?
—En la empresa privada se gana más dinero, madre. Me apetece llevar una vida hogareña normal con mi mujer y mis hijos.
—Pero… ¿y yo qué?
Omar se echó a reír.
—¡Tú irás a visitarnos! ¡Y, cada vez que nos visites, los niños te saltarán encima y te marearán tanto que estarás deseando regresar a El Cairo!
Nefissa abrió los ojos horrorizada. ¿Omar se iba? ¿Y ella tendría que quedarse en la calle de las Vírgenes del Paraíso y convertirse en una de las numerosas solteras y viudas que Ibrahim tenía a su cargo?
De pronto, el claro y soleado atardecer le pareció frío y oscuro. Mientras sus planes se desmoronaban y ella se imaginaba los años de soledad que le esperaban, sin ningún amor y sin un hijo al que cuidar, Nefissa comprendió la necesidad de hacer algo para impedir que ello ocurriera.
Yasmina estaba ayudando a su madre a colocar las flores en los jarrones con vistas a la fiesta de bienvenida que habían organizado en honor de Omar cuando, de repente, sintió el puntapié de la criatura en su vientre. Faltaba poco para el alumbramiento y ella hubiera deseado con toda su alma que Camelia estuviera a su lado. Pero su hermana estaba en Port Said rodando una película con Dahiba y Rauf. Varias veces, en el transcurso de los pasados meses, Yasmina había estado a punto de confesarle a su padre la verdad sobre el hijo de Hassan. Pero Camelia la había ayudado a guardar el secreto y ahora se alegraba de haber tenido la fuerza de callarse. Trabajaba en el consultorio de su padre y veía el orgullo de sus ojos cuando él le hablaba de sus planes para ayudarla a estudiar la carrera de medicina… No podía destruir todo aquello. Su secreto sobre el día en que había ido a visitar a Hassan, de quien no había tenido noticias desde entonces, sería una carga llevadera a cambio de la felicidad de su padre.
Sahra entró en el salón con una fuente de humeantes hojas de vid rellenas de carne de cordero y arroz; a su espalda, dos criadas portaban cuencos de ensaladas de repollo y huevos fritos espolvoreados con orégano y cebolla. Todas las mujeres de la familia se habían reunido para celebrar la ocasión, riéndose, contando chismes y haciendo comentarios sobre sus vestidos y joyas. Tahia también estaba presente con su hijo Asmahan de dos meses de edad. Todos contribuían a animar la atmósfera del gran salón. Aunque la amenaza de una aparición inesperada de los Visitantes de la Noche había disminuido desde que el ministro de Defensa, Amer, abandonara su obsesión por la liquidación del feudalismo para centrarse en la amenaza de agresión por parte de Israel, la casa de los Rashid seguía siendo muy sencilla y en ella no se hacía la menor ostentación de riqueza. Por consiguiente, el aire de fiesta lo creaba la familia con sus risas y con la comida, la bebida y las flores.
Amira se encontraba junto a la ventana con el pequeño Muhammad, esperando la llegada del automóvil que conduciría a su nieto a casa a su regreso de Kuwait. Señalándole al niño las estrellas que estaban empezando a despuntar en el claro cielo de mayo, dijo:
—¿Ves? Aquél es Aldebarán, el Seguidor, porque sigue a las Pléyades. —Señalando con el dedo el astro Rigel, que significaba «pie» en árabe, añadió—: ¿Ves Rigel en el pie izquierdo de Orión? Todas las estrellas tienen nombres árabes, biznieto de mi corazón, porque fueron tus antepasados quienes las descubrieron. ¿No te sientes orgulloso por eso?
—¿Bajo qué estrella naciste tú, Umma?
—¡Una estrella muy afortunada! —contestó Amira, abrazando al chiquillo.
Ibrahim entró en el salón.
—Rápido, enciende el televisor, madre. Nasser está hablando.
Todos se congregaron alrededor del aparato para escuchar las palabras del presidente Nasser, invitando al pueblo egipcio a prepararse para el ataque de Israel.
«Yo no quiero la guerra —decía el presidente—, pero lucharé por el honor de todos los árabes. Europa y los Estados Unidos hablan de los derechos de Israel, pero ¿dónde están los derechos de los árabes? Ninguno de ellos habla de los derechos del pueblo palestino en su propia patria. Sólo nosotros defendemos a nuestros hermanos».
—¡Declarad la unidad de Alá! —gritó Doreya.
—¡Alabada sea su misericordia!
Mientras todos hablaban a la vez, el rostro de Um Jalsum apareció en la pantalla del televisor y la artista empezó a entonar el himno nacional egipcio: «Mi tierra, mi tierra, todo mi amor y mi corazón son tuyos. Egipto, Madre de Todas las Tierras, eres tú lo que yo busco y deseo». Varias de las mujeres presentes en el salón de la casa Rashid se echaron a llorar.
Tewfik, el sobrino de Amira, se levantó diciendo:
—¡Tenemos que atacar primero, antes de que los agresores de Israel nos ataquen a nosotros!
Tío Karim, sentado muy cerca del televisor a causa de su avanzada edad, dijo, agitando el bastón:
—¡La guerra no es una solución, jovenzuelo! ¡La guerra sólo trae más guerra! El camino de Alá es la paz.
—Pero, tío, con el debido respeto, ¿acaso Israel no atacó Siria precisamente el mes pasado? ¿Acaso no nos corresponde estar preparados para defender el honor de los árabes? Todo el mundo está en contra nuestra, tío. Las tropas de las Naciones Unidas llevan once años en el lado egipcio de la frontera y, cuando Nasser sugirió su traslado al lado israelí durante algún tiempo, Israel se negó a aceptarlas. ¿Te parece justo? ¿Con quién está el mundo? ¡Tenemos que empujar a Israel hacia el mar!
—Muchacho estúpido —dijo Doreya—, ¿y cómo vamos a empujar a Israel hacia el mar? ¡Sus protectores norteamericanos lo han convertido en un país mucho más poderoso que el nuestro! Se están burlando de nosotros. ¿Acaso Golda Meir no llamó frívolas y superficiales a las mujeres árabes, diciendo que gastamos más dinero en vestidos y maquillaje que en los artículos de primera necesidad?
—Por favor, por favor —dijo Amira—. ¡No vayamos a provocar una guerra en nuestro propio hogar!
—Con todo mi respeto, tía —dijo Tewfik—. Israel es nuestro enemigo.
—¡Egipto, Israel! Todos somos hijos del profeta Abraham. ¿Por qué luchamos los unos contra los otros?
—El estado de Israel no tiene ningún derecho a existir.
—¡Declara la misericordia de Alá, muchacho insensato! Todo el mundo tiene derecho a existir.
—Con todo el debido honor y respeto, tía Amira, me parece que no lo entiendes.
—Ocurre lo que tiene que ocurrir —dijo Amira—. Es la voluntad de Alá, no la nuestra.
Cuando el pequeño Muhammad rompió a llorar, Amira apagó el televisor.
—Estamos asustando a los niños —dijo.
Después pensó: «Si la guerra es efectivamente inevitable, tenemos que estar preparados». Al día siguiente, acompañaría a las mujeres y las muchachas de la casa a la Media Luna Roja para donar sangre, tras lo cual cortarían las sábanas en tiras y las enrollarían para que sirvieran de vendas.
De pronto se acordó de Camelia, que estaba rodando una película en Port Said. En momentos como aquél, pensó, una familia hubiera tenido que estar unida. Encomendando a Doreya y a las otras mujeres la tarea de vigilar y entretener a los niños, Amira se dirigió a su dormitorio y cerró la puerta. Arrodillándose en el suelo, abrió el último cajón de la cómoda y sacó su blanca túnica de peregrina, cuidadosamente doblada en espera del día en que pudiera viajar a la ciudad santa de La Meca… un sueño que había tenido que aplazar hasta que pasara el peligro de los Visitantes de la Noche. Debajo de la túnica guardaba un estuche de madera con incrustaciones de marfil en cuya tapa figuraban grabadas las palabras Alá el Clemente. Aunque buena parte de las joyas enterradas en el jardín habían sido desenterradas en los últimos meses para su entrega a la Media Luna Roja y otras instituciones con el fin de contribuir al esfuerzo bélico, Amira había guardado las piezas de más valor sentimental en aquel antiguo estuche lleno de recuerdos. Encima de todo había tres piezas de las que ella jamás se desprendería: la primera era un collar de perlas que le había regalado Alí en ocasión del nacimiento de Ibrahim; la segunda era una antigua pulsera egipcia de oro y lapislázuli que había pertenecido, según se decía, a Ramsés II, el faraón del Éxodo. Se lo había regalado a Faruk un coleccionista y el Rey a su vez le había regalado a ella aquel objeto de valor incalculable en agradecimiento por haberle preparado un brebaje con hierbas de su huerto que, según juraba Faruk, le había permitido tener su único hijo varón. La tercera era la sortija que le había entregado Andreas Skouras antes de abandonar Egipto… una cornalina engastada en oro y con una hoja de morera grabada para dar a entender que Andreas extraía su vida de Amira al modo en que el gusano de seda extraía la suya de la hoja. La guardaba en recuerdo del hombre al que había amado y con quien había estado a punto de casarse. En el fondo del estuche había un sobre. Lo abrió y sacó las fotografías que había arrancado del álbum familiar años atrás.
Cuando Alí expulsó a su hija de la casa, Amira arrancó las fotografías de Fátima del álbum, pero no las llevó muy lejos. Las guardó tiernamente bajo sus ropajes de peregrina. Contemplando ahora el juvenil y sonriente rostro de Fátima, evocó el sobresalto sufrido seis meses atrás cuando Camelia la acompañó a ver a su amiga Dahiba. ¡Cuántos recuerdos se agolparon en su mente mientras permanecía sin habla en el salón de Fátima! Después se enfureció al pensar que Fátima se había hecho amiga de Camelia sin revelarle a la muchacha quién era ella realmente. Y, finalmente, experimentó una oleada de amor y compasión y sintió un ardiente deseo de acoger de nuevo a Fátima en la familia. Camelia le había pedido que perdonara a Fátima, pero ella le contestó:
—Es Fátima la que tiene que venir a pedirme perdón.
Sin embargo, Dahiba, tan terca como su madre, se había negado a hacerlo y ahora Amira lamentaba haber sido tan dura.
Llamaron suavemente a la puerta.
—Adelante —dijo. Al ver a Zacarías, Amira se sobresaltó. Vestía un uniforme del ejército—. Pero ¿cómo? —exclamó—. ¡Si antes te habían rechazado!
—Lo intenté de nuevo y esta vez me han aceptado —se limitó a contestar Zacarías.
No quería decirle la verdad a su abuela. Se le había ocurrido pensar que, de la misma manera que un hombre podía librarse del servicio mediante el soborno, también podía utilizar el soborno para entrar en él.
—Lo he hecho por mi padre —dijo—, para que se sienta orgulloso de mí. Si hubieras visto la cara que puso al decirle que el ejército me había rechazado por considerarme no apto físicamente para el servicio… ¿Por qué parece que siempre lo decepciono, abuela? Recuerdo cuando era pequeño y papá me sentaba sobre sus rodillas y me contaba historias tal como ahora hace con Muhammad. Pero ahora todo es distinto.
—La cárcel hace cambiar a un hombre, Zakki.
—¿Y también hace que deje de querer a su hijo?
—Así fue tratado más o menos tu padre por su propio padre. Alí consideraba beneficioso mostrarse severo y distante con los hijos. Y me consta que eso a veces le dolía mucho a Ibrahim. Yo era su madre, pero no podía intervenir. Pero ahora, que Alá me perdone, miro hacia atrás y creo que mi esposo estaba equivocado porque a veces veo destellos de Alí en mi hijo, sobre todo cuando le oigo hablarte con tanta frialdad. Perdónale, Zakki. Es que no sabe hacer otra cosa.
—¡Ya está aquí Omar! —oyeron que gritaba Zubaida en el salón—. Al hamdu lillah! ¡Alabado sea Alá que nos ha devuelto a casa a Omar!
—Tu padre estará orgulloso de ti, Zakki —dijo Amira en un susurro mientras ambos abandonaban el dormitorio—. Aunque a veces no lo demuestre, recuerda que él se siente orgulloso de ti de todos modos.
La familia inundó a Omar de besos y abrazos. Al ver entrar a Zacarías en el salón vestido de uniforme, todos declararon a gritos que aquél era un día muy venturoso, pues Alá había elegido a dos hijos de los Rashid para que fueran héroes de Egipto.
Mientras todo el mundo rodeaba a los dos primos, Nefissa se apartó con su hermano y le dijo:
—Ibrahim, tenemos que hablar. Ahora mismo. Es muy importante.
En el momento en que abrazaba a Omar, Yasmina observó que su padre y su tía abandonaban la estancia. Al ver la tensa expresión del perfil de Nefissa, se alarmó. Pero pensó que era una tonta. Últimamente estaba un poco nerviosa y temía que todo el mundo conociera su secreto. Pero no eran más que figuraciones suyas. Sin duda su padre y Nefissa debían de tener muchos asuntos importantes que discutir. ¿Cómo hubieran podido saber lo de Hassan y el niño?
Cuando su padre apareció momentos después en la puerta del salón con una cara muy rara, el pulso de Yasmina se aceleró. Ibrahim le hizo una seña a su hija y después llamó a Amira y Omar.
Una vez todos reunidos en el pequeño salón que había junto a la escalinata, destinado a las conversaciones en privado con los visitantes, Ibrahim cerró suavemente la puerta y, volviéndose hacia Yasmina, le preguntó:
—¿Hay algo que quieras decirme?
Teniendo a su padre tan cerca, Yasmina vio en sus ojos algo que la llenó de temor.
—¿A qué te refieres? —preguntó ella a su vez.
—Por Alá te lo pido, Yasmina —dijo Ibrahim en un susurro—. Dime la verdad.
—Ibrahim, ¿a qué viene todo eso? —preguntó Amira—. ¿Por qué nos has hecho venir aquí?
Pero Ibrahim seguía mirando fijamente a Yasmina, a punto de perder el control.
—Háblame del niño —dijo Ibrahim.
Yasmina miró a Nefissa y murmuró:
—¿Cómo te has enterado?
Ibrahim cerró los ojos.
—Qué Alá me libre de esta hora.
—Pero ¿qué es lo que pasa? —terció Omar—. ¿Madre? ¿Tío?
Yasmina extendió la mano hacia su padre.
—Deja que te explique. Por favor…
Ibrahim se apartó.
—¡Cómo pudiste hacer eso! —tronó sorprendiéndolos a todos—. Por Alá, hija mía, ¿sabes lo que has hecho?
—Fui a ver a Hassan —dijo Yasmina—, esperando convencerle de que borrara nuestro nombre de la lista…
—¿Que fuiste a verle? —rugió Ibrahim—. ¿Por tu cuenta y riesgo? En nombre de Alá, muchacha, ¿no hubieras podido dejar esta tarea en mis manos? ¿Acaso no confías en mí? Y después… dejar que él…
Yasmina extendió las manos en gesto de súplica.
—¡No! ¡Él me forzó! ¡Traté de luchar, traté de escapar!
—¡Eso no importa, Yasmina! Tú fuiste allí. Nadie te obligó a ir a casa de Hassan.
—¡Ibrahim! —gritó Amira—. ¿Qué está pasando aquí?
—Alá se apiade de mí —dijo Omar, comprendiendo súbitamente lo ocurrido.
—Oh, hija mía —añadió Ibrahim con lágrimas en los ojos—, ¿qué me has hecho? Hubiera preferido que me hundieras un puñal en el corazón. Él ha ganado, ¿acaso no lo entiendes? Le has dado la victoria a Hassan al-Sabir. ¡Y me has humillado!
—Yo trataba de salvar a mi familia —dijo Yasmina llorando—. No quería engañarte —añadió volviéndose hacia Omar.
—¿El hijo no es mío? —preguntó éste.
—Perdóname, Omar. —Yasmina empezó a temblar, mirando a Nefissa—. ¿Cómo te enteraste? —preguntó en un susurro.
Después pensó: «Camelia era la única que lo sabía, Camelia me había prometido no decírselo a nadie».
—Que haya tenido que regresar a casa para ver esto… —musitó Omar con lágrimas en los ojos—. Oh, Yasmina —añadió enjugándose los ojos con un pañuelo mientras decía entre sollozos—: Yo te repudio…
Nefissa se echó a llorar.
Ibrahim se volvió de espaldas a ellos y dijo con una voz que no era la suya:
—Hassan juró humillarme y lo ha conseguido. He perdido el honor. Nuestro nombre ha sido mancillado.
—Pero, padre —gritó Yasmina—, ¿cómo es posible? Hassan no te ha hablado de mi visita. No ha presumido de ello ante ti ni ante nadie.
—¡Ni falta que hacía! ¿Acaso no comprendes, muchacha, que ése es su poder? Manteniendo la boca cerrada nos demuestra su poder. Hassan sabía que mi humillación sería mucho mayor si yo me enteraba por boca de terceros. Él se ha pasado todo este tiempo relamiéndose de gusto en su casa a la espera de la victoria definitiva.
Yasmina extendió una mano hacia Ibrahim.
—Nadie tiene por qué saberlo, padre. Eso no tiene por qué traspasar estos muros.
Pero Ibrahim se apartó.
—Lo sé yo, hija, lo sé yo y es suficiente. —Ibrahim levantó los ojos hacia el techo—. ¿Qué piensas ahora de mí, padre? —murmuró con el rostro intensamente pálido. Después miró de nuevo a Yasmina diciendo—: Una maldición cayó sobre esta casa la noche en que tú naciste. Una maldición de Alá de la que yo solo soy culpable. Maldigo la hora en que naciste.
—¡No, padre!
—Ya no eres mi hija.
Amira miró a Ibrahim sin ver a su hijo sino a su marido Alí. Después tuvo una clara y nítida visión de su pesadilla: la niña arrebatada de los brazos de su madre. Como si aquella noche se hubiera cumplido la profecía.
—Hijo mío —dijo, asiendo el brazo de Ibrahim—, te suplico que no lo hagas.
Pero Ibrahim le dijo a Yasmina:
—A partir de este momento, eres haram, estás prohibida. No perteneces a nuestra familia, tu nombre jamás volverá a pronunciarse en esta casa. Será como si hubieras muerto.