El público que abarrotaba la sala de fiestas Cage d’Or se puso en pie y empezó a gritar:
—Y’Allah! ¡Camelia! ¡Dahiba!
Había llegado el momento de la actuación en solitario de Dahiba al son del tamboril, por lo que Camelia se despidió lanzando besos al público antes de abandonar el escenario. Aunque ya estaban en otoño, la noche era muy templada y ella estaba deseando quitarse la sencilla galabeya blanca de algodón con el pañuelo anudado alrededor de las caderas. De conformidad con la nueva atmósfera de austeridad del nuevo Egipto de Nasser, Camelia y Dahiba, como todas las demás artistas de El Cairo, habían prescindido de sus fastuosos trajes de lentejuelas y habían modificado las coreografías para ofrecer al público más beledi y más danzas folklóricas y menos bailes espectaculares de tipo oriental. Pero, a pesar de tales limitaciones, el numeroso público seguía mostrándose tan entusiasta como antes.
Entre bastidores, Camelia encontró a Yasmina esperándola. Como ambas hermanas se habían visto muy poco en los últimos meses, Camelia se asustó al ver las ojeras que rodeaban los azules ojos de Yasmina y se alarmó al ver que ésta no llevaba consigo a su hijo; Muhammad iba a todas partes con su madre. Pese a su aspecto, Yasmina sonrió, abrazó a su hermana y le dijo que cada día bailaba mejor.
—¿Has visto esto, Lili? ¡Léelo!
Camelia leyó en voz alta la reseña del periódico que Yasmina había marcado con un círculo:
—«La encantadora Camelia, nueva en el ambiente de las salas de fiestas de El Cairo, es una danzarina de extraordinaria clase cuyo cuerpo posee la elasticidad de una serpiente, la gracia de una gacela y la belleza de una mariposa. El que suscribe predice que algún día Camelia llegará a superar incluso a la gran Dahiba, su maestra».
La reseña la había escrito un tal Yacob Mansur, de quien Camelia jamás había oído hablar.
—Está enamorado de ti, Lili —dijo Yasmina, riéndose—. ¡Tienes un admirador secreto!
Camelia tenía varios admiradores, hombres que se habían interesado por la protegida de la esposa de Hakim Rauf y que a veces le enviaban flores y notas al camerino. Pero la joven Camelia, de veintiún años, no quería enamorarse de nadie. Quería entregarse por entero a la tarea de convertirse en la danzarina más grande que Egipto jamás hubiera conocido, por cuyo motivo un marido o un amante no figuraban en sus planes. Se había convencido incluso de que no lamentaba la pérdida del apuesto censor del gobierno, el cual ya se había casado y tenía un hijo.
Cuando Camelia vio las sombras que rodeaban la sonrisa de Yasmina y el temblor de sus manos, se la llevó a su camerino, pidió por teléfono que les sirvieran un té y después le preguntó a su hermana:
—¿Qué ocurre, Mishmish? Pareces cansada.
—No es nada. Es que… le estoy dando vueltas a una cosa en la cabeza.
—Abarcas demasiado —dijo Camelia recogiéndose el largo cabello hacia arriba y empezando a quitarse el maquillaje—. Ser madre de Muhammad, estudiar en la universidad, trabajar como enfermera en el consultorio de papá. ¡Menos mal que, encima, no tienes que cuidar al marido! —Al ver la afligida expresión de su hermana a través del espejo, Camelia se volvió.
—Mishmish, sé que ocurre algo. Dímelo, por favor.
—No sé cómo decírtelo, Lili —contestó Yasmina en un susurro—. Ha ocurrido una cosa horrible.
—¿De qué estás hablando?
—He hecho una cosa, no, lo que quiero decir es que me pasó una cosa al día siguiente de la muerte de Suleiman Misrahi. No se lo he dicho a nadie, ni siquiera a mamá. No hay nadie en quien pueda confiar, Lili, excepto tú. Y ni siquiera sé cómo decírtelo.
—Dímelo sin más, tal como hacíamos cuando éramos pequeñas. Entonces no teníamos secretos, ¿verdad?
—Camelia, estoy embarazada.
Camelia experimentó la punzada de envidia que siempre sentía cuando una amiga o una parienta le anunciaban su embarazo, pues ella jamás podría tener aquella dicha, pero en seguida le remordió la conciencia.
—¡Pero eso es maravilloso!
—No, Lili, no es maravilloso. Tú sabes que yo practicaba el control de la natalidad. Omar no lo sabe, nadie lo sabe. Sólo tú.
—Bueno, ningún método anticonceptivo es totalmente seguro, Yasmina. Pueden producirse errores. Sé que quieres matricularte en la facultad de Medicina. Eso significa que tendrás que aplazarlo un poco.
—No lo entiendes, Lili. El hijo no es de Omar.
El estruendo de los aplausos les llegó a través de los delgados tabiques del camerino mientras se oían unas presurosas pisadas al otro lado de la puerta. Camelia se levantó, giró la llave en la cerradura y volvió a sentarse.
—Si no es de Omar, ¿de quién es el niño?
Yasmina le refirió a su hermana la visita de Jamal Rashid al consultorio, sus advertencias sobre el peligro que se cernía sobre ellos y la revelación de la identidad de la persona que había incluido el nombre de la familia Rashid en la lista de los Visitantes de la Noche.
—Fui a su casa, pensando: «¡No puede ser tío Hassan!». Pero él me confesó que sí y dijo que lo había hecho porque me quería a mí, porque me habían comprometido en matrimonio con él, pero después papá rompió el contrato.
—Santo cielo —musitó Camelia—. Eso es imposible, Yasmina. ¿Qué ocurrió a continuación?
—Cuando comprendí la locura que había cometido, me quise ir; entonces Hassan me agarró, y yo intenté defenderme, pero él fue más fuerte.
Camelia cerró los ojos murmurando:
—Ojalá arda en el infierno. ¡Pobre Yasmina! ¿Y no se lo has dicho a nadie?
Yasmina sacudió la cabeza.
—Tío Hassan… —dijo Camelia sin poder creerlo—. ¡Y pensar que yo lo adoraba cuando era pequeña! ¡Incluso soñaba con casarme con él! ¡Y ahora descubro que es el hijo del mismísimo Satanás!
—Y yo estoy embarazada de un hijo suyo.
—Escúchame, Yasmina, no debes decírselo a nadie. Te juzgarían con mucha dureza. Recuerda a la pobre tía Fátima cuyo nombre no podíamos pronunciar. No sabemos lo que hizo, pero el abuelo Alí jamás la perdonó. La echó de casa y ni siquiera su hermano y su hermana hablan de ella.
—Y a mí me van a tratar igual.
—No te quepa ninguna duda, Yasmina. ¿Qué otra cosa podrías esperar? Fuiste por tu cuenta a la casa de un hombre, lo peor que puede hacer una mujer. Hassan no te obligó a entrar en su casa.
—Fui allí sólo para hablar con él, Lili. Y él me forzó.
—Tú eres la víctima, Yasmina, pero serás castigada de todos modos. Así son las cosas. Escucha, Omar creerá que el hijo es suyo. Es tan presumido que la vanidad le impedirá ver que el niño no se parece para nada a él. Y todo el mundo creerá que el hijo es suyo. ¿Por qué motivo iba a pensar otra cosa? No debemos decirle a nadie la verdad, Mishmish. Tú estarías perdida y la familia quedaría destrozada. Por el bien de todos, pero especialmente por el tuyo, tú y yo guardaremos este secreto.
—Hablas como Umma —dijo Yasmina, lanzando un suspiro.
—Puede que ella te hubiera dicho lo mismo si le hubieras confesado lo ocurrido. Mira, después de la cena, iré a visitar a unos amigos. Quiero que me acompañes. No menees la cabeza. Tú apenas sales y mis amigos son personas extremadamente simpáticas y respetables. Vas a tener un hijo precioso y yo me encargaré de que te olvides de todo lo que pueda guardar relación con Hassan al-Sabir.
Aquella noche, tendida en su cama mientras la luna de la cálida noche otoñal derramaba su luz sobre la colcha de raso, a Camelia le pareció oír de nuevo la voz de Yasmina diciéndole: «Hablas como Umma». Y se sorprendió de que Umma tuviera en cierto modo razón. A veces, los secretos eran necesarios para preservar el honor de la familia.
«California es un lugar tan extraño que a veces me pregunto si lograré aclimatarme —había escrito Maryam—. Sin embargo, ¡qué extraño y maravilloso resulta acudir a una sinagoga tan llena de gente! A Suleiman le hubiera encantado verlo. Mi corazón está en Egipto contigo, hermana mía, y con Suleiman».
Amira tomó la carta que Zubaida le acababa de leer y contempló la caligrafía. Aunque no podía leer las palabras, sentía el espíritu de Maryam en la tinta y el papel y ello la consolaba en medio de sus presentes tribulaciones.
Los Visitantes de la Noche aún no se habían abatido sobre la casa de los Rashid, pero la familia estaba preparada: en el salón no había ningún objeto de valor, las mujeres no lucían joyas ni prendas caras y la comida que se servía desde la cocina estaba integrada por las humildes recetas del campo que elaboraba Sahra. Pero todos dormían mal y, cada vez que alguien llamaba a la puerta, experimentaban un sobresalto.
Amira dobló cuidadosamente la carta de Maryam, se la guardó en el bolsillo y, al levantar la vista, se sorprendió al ver a Camelia en el salón.
—¿Umma? —dijo la muchacha.
—¡Nieta de mi corazón! ¡Alabado sea Alá!
—¡Oh, Umma! ¡Temía que no quisieras verme! ¡Te pido perdón por las cosas que te dije!
Amira sonrió entre lágrimas.
—¡Tenías dieciocho años y no sabías nada, como todos los jóvenes de dieciocho años! Has crecido y estás muy guapa.
—Ahora soy una danzarina, Umma.
—Sí —dijo Amira—. Me lo ha dicho Yasmina.
—¡Es una actividad muy respetable, Umma! Llevo una galabeya muy bonita de manga larga y, cuando bailo el beledi, ¡tendrías que ver el entusiasmo de la gente!
—En tal caso, me alegro porque Alá ha encontrado un lugar para ti. Tal vez, en su infinita misericordia, lo que te quitó con una mano te lo dio con la otra. Procura hacer feliz a la gente y alegrar sus corazones, porque ése es el precioso regalo que te ha hecho Alá.
—Quiero presentarte a Dahiba, mi profesora.
—¿La mujer con quién has estado viviendo?
—Dahiba es una persona muy respetable, Umma. ¿Has visto sus películas?
—Una vez tu abuelo me llevó al cine. Entonces había unas secciones especiales, unos balcones con celosías donde las mujeres podían sentarse sin ser vistas. Alí se sentó en el patio de butacas con los hombres y yo me senté en un balcón con su madre, su primera esposa, que entonces estaba bastante enferma, y sus dos hermanas. Recuerdo que la película giraba en torno a un adulterio y yo me escandalicé. No, no he visto las películas de Dahiba.
—Quiero presentártela, Umma. Ven conmigo, te enseñaré dónde vivo. ¡Te va a gustar, estoy segura!
Como todos los ricos de El Cairo, Dahiba y su marido Hakim Rauf habían cambiado su estilo de vida y ya no exhibían su opulencia. Aunque Rauf tenía amigos en el gobierno y Dahiba era muy apreciada por los miembros del gabinete del presidente, se sentían inseguros… como todo el mundo. Dahiba había guardado sus joyas y pieles y Rauf había despedido al chofer. Él mismo conducía el Chevrolet y Dahiba se desplazaba al club Cage d’Or como una ciudadana corriente.
Ambos estaban sentados en el salón estudiando unos guiones cinematográficos mientras tomaban café y comían unas naranjas cuando Camelia irrumpió en la estancia.
—¡Os quiero presentar a una persona!
—Al hamdu lillah! —exclamó Rauf—. ¿Será el presidente Nasser?
Camelia se echó a reír.
—No, tonto. Es mi abuela. Está esperando en el vestíbulo.
Rauf se puso muy serio e intercambió una mirada con Dahiba.
—Cariño —dijo Dahiba, levantándose del sofá—, no me parece muy buena idea. Tu abuela no me tiene simpatía, tú misma me lo has dicho.
—¡Sí, pero hemos mantenido una larga conversación y dice que quiere conocerte! Tú sabes lo mucho que yo deseaba hacer las paces con Umma. Es por lo de Yasmina… Algo que me dijo Yasmina la otra noche en el club me indujo a ir a ver a Umma. ¡Me recibió con mucha alegría! Puede que, en su fuero interno, no apruebe el oficio de danzarina, pero, por favor, dale una oportunidad. Significa mucho para mí.
Dahiba miró a su marido y éste se levantó rápidamente diciendo:
—Me necesitan en los estudios. Saldré por la cocina.
—Debo advertirte de que mi abuela es muy anticuada —dijo Camelia—. No va al cine ni a las salas de fiestas y, por consiguiente, jamás ha oído hablar de ti. Espero que no te ofendas por eso. —La joven se dirigió al vestíbulo y regresó, sosteniendo la puerta para que pasara Amira—. Dahiba —dijo—, tengo el honor de presentarte a mi abuela. Umma, te presento a mi profesora Dahiba.
Se produjo un instante de silencio turbado tan sólo por el rumor del tráfico de El Cairo en la calle de abajo. Después esbozando una triste sonrisa, Dahiba dijo en voz baja:
—Bienvenida a mi casa. La paz y la misericordia de Alá sean contigo.
Amira permaneció de pie como una estatua sin decir nada.
—¿No querrás por lo menos saludarme, madre?
Amira se volvió, miró a Camelia y, sin una palabra, se retiró.
—¡Espera! —gritó Camelia, corriendo tras ella—. ¡Umma, no te vayas!
—Deja que se vaya, nena —dijo Dahiba—. Deja que se vaya.
—No lo entiendo. ¿Por qué se ha ido? ¿Qué ha pasado?
—Ven y siéntate…
—¿Por qué la has llamado madre?
—Porque Amira es mi madre. Mi verdadero nombre es Fátima Rashid y soy tu tía.
La luz de noviembre se filtraba a través de las cortinas de gasa del salón cuando una humeante tetera llenó el aire con el aroma del té de menta. Dahiba sirvió primero a Camelia y después llenó su taza, se reclinó contra el respaldo del sofá y sostuvo la taza en la mano antes de empezar a hablar.
—¿Estás enfadada conmigo por no habértelo dicho? —preguntó.
—No lo sé. Estoy confusa. Me dijiste que tus padres habían muerto en un accidente fluvial.
—Me lo inventé. Jamás le he dicho a nadie, excepto a Hakim, quiénes fueron mis verdaderos padres. Y a ti tampoco te lo he dicho, Camelia, porque no sabía qué te hubiera dicho mi madre sobre su hija proscrita. Temía que no quisieras bailar conmigo si supieras quién era yo realmente.
—Pero ¿cómo es posible que nadie de la familia te haya descubierto? ¡Seguro que alguien tiene que haberte visto en alguna sala de fiesta o en el cine!
—Yo era muy joven cuando mi padre me sacó de casa. Con el tiempo me hice famosa y, cuando empecé a hacer películas, mi físico había cambiado y madurado y el maquillaje alteraba mi apariencia. Además, nadie me buscaba en los escenarios o en el cine. Una vez me tropecé con Maryam Misrahi. Yo salía del salón de baile del Hilton y ella estaba en la floristería del vestíbulo. No sé si me reconoció o no y no sé si se dio cuenta de que yo era la danzarina que se anunciaba en el cartel del exterior. Pensé que se acercaría a decirme algo, pero no lo hizo.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Camelia, posando la taza e inclinándose hacia delante—. Umma jamás nos habló de ti ni nos dijo por qué motivo te fuiste de la familia.
Dahiba se acercó a la ventana y contempló las sombras del crepúsculo cerniéndose sobre la calle de abajo. Un hombre vestido con una pringosa galabeya estaba empujando un carrito lleno de sandalias de plástico.
—Yo tenía apenas diecisiete años —dijo en voz baja—, la misma edad que tú tenías cuando saliste al escenario y bailaste conmigo aquella noche. —Dahiba encendió un cigarrillo y arrojó una nube de humo hacia la luz del ocaso—. Yo era la preferida de mi madre y ella se esforzó mucho en buscarme el mejor partido… un acaudalado bajá con quien estábamos lejanamente emparentados. Eso fue en 1939, cuando yo tenía quince años. La noche de nuestra boda no hubo sangre. Mi madre me preguntó si había estado con un chico, pero, al decirle yo que me había caído y me había manchado la falda de sangre, comprendió lo ocurrido. Yo era todavía virgen, pero, como tú, ya no podía casarme.
Camelia emitió un jadeo.
—¡Por eso me dijiste que regresara corriendo a casa y le contara a Umma que me había caído en la escalera!
—Sabía que ella te querría reconstruir el himen. Entonces también hacían esta operación y mi madre quería que me sometiera a ella. Pero mi padre, es decir, tu abuelo Alí, dijo que no, que eso sería una mentira y, por consiguiente, no le parecía decoroso. No dejaba pasar un solo día sin manifestarme su decepción. Mi sola presencia arrojaba una sombra sobre la casa. Aunque mi madre se mostraba amable y trataba de comprenderlo, yo me rebelé. Pensé que la sociedad no era justa porque convertía en víctimas a los inocentes y castigaba a las víctimas.
»Empecé a salir sin velo e hice amistad con una danzarina que me llevó a peligrosos y emocionantes lugares… los cafés de la calle de Muhammad Alí. Allí, entre las danzarinas y los músicos, conocí a Hosni —explicó Dahiba, lanzando un suspiro—, un hombre diabólico que no tenía ni un céntimo, pero que era muy guapo y seductor. Hosni era un tamborilero que, como todos los músicos de la calle de Muhammad Alí, frecuentaba el café a la espera de que le ofrecieran algún trabajo. Al verme bailar una noche, se le ocurrió que podríamos formar pareja. Se casó conmigo y dijo que me quería. Alquilamos un pequeño apartamento y pasábamos los días y las noches en el café con otros músicos y danzarinas a la espera de que alguien nos contratara para bodas y fiestas. Mi padre se puso furioso, naturalmente. Para él las danzarinas eran unas prostitutas y por eso me desheredó. No me importó. Hosni y yo ocupábamos el último peldaño de la escala social y la gente nos miraba por encima del hombro, pero nosotros éramos inmensamente felices.
»Después… cuando llevábamos casi un año casados, me tropecé con una danzarina amiga mía en el Jan Jalili, donde me estaban confeccionando un traje. Me preguntó qué tal estaba y si era feliz. Al replicar yo que por qué no iba a ser feliz, me contestó que suponía que debía de estar muy afligida porque Hosni me había repudiado. Me quedé de una pieza porque no sabía nada, pero por lo visto, él había pronunciado tres veces la frase «Yo te repudio» en presencia de testigos. Se había divorciado legalmente de mí, me había dejado sola y sin dinero y ni siquiera me había dicho que ya no estaba casada con él. Jamás volví a verle.
—Pero ¿por qué te repudió si erais tan felices juntos? —preguntó Camelia.
—Camelia, cariño, a un hombre sólo le interesa una mujer cuando no puede tenerla. En cuanto la posee, pierde todo interés; por consiguiente, la única manera para que una mujer retenga a su marido consiste en tener un hijo. Todo el mundo sabe que un hombre no tiene por qué amar necesariamente a su mujer; sin embargo, siempre amará a sus hijos. Hosni me repudió porque no me quedé embarazada. Yo era una afrenta a su virilidad.
—¿Qué hiciste entonces?
—Como no podía volver a la calle de las Vírgenes del Paraíso, intenté ganarme la vida por mi cuenta como danzarina. Lo pasé muy mal durante algún tiempo, Camelia. No entraré en detalles, pero hice ciertas cosas de las que me avergonzaba. Un día Hakim Rauf me vio en el cortejo zeffa de una boda y dijo que quería que interpretara una de sus películas. Al cabo de algún tiempo, se enamoró de mí y, aunque yo le dije que no era probable que pudiera tener hijos, se casó conmigo.
—Tío Hakim es un hombre maravilloso.
—Más de lo que tú te imaginas. —Dahiba se acercó al aparador donde guardaba la plata y la ropa blanca, abrió un cajón especial y sacó un viejo cuaderno de apuntes—. Aparte la danza —añadió entregándole el cuaderno a Camelia—, también escribo poesía. Casi todos los hombres se pondrían furiosos si se enteraran de que sus mujeres escriben estas cosas; en cambio, Hakim me anima a hacerlo. Incluso espera que algún día pueda publicar mi obra.
Camelia abrió el cuaderno y pasó las amarillentas páginas. Llegó a un poema titulado «La sentencia de la mujer» y leyó:
El día en que nací
me condenaron.
No conocía a mis acusadores.
No vi al juez.
El veredicto me cayó encima
cuando aspiré la primera bocanada de aire.
Mujer.
Camelia siguió leyendo aquellos poemas rebosantes de amargura y decepción sobre el voraz dominio de los hombres, las injustas leyes de Alá y la ciega ignorancia de la sociedad. El último de ellos decía:
Alá promete a los creyentes las Vírgenes del Paraíso.
No serán para mí cuando muera.
Sino para mi padre.
Mis hermanos.
Mis tíos.
Mis sobrinos.
Mis hijos.
Ninguna virgen me espera en el Paraíso.
—Cuando saliste al escenario aquella noche, me pareció ver en ti un aire familiar —dijo Dahiba—. Y, cuando me dijiste cómo te llamabas, ¡no sabes la extraña sensación que experimenté! Allí estabas tú, la hija de mi hermano, con los mismos ojos y la misma boca de Amira. Tuve que hacer un gran esfuerzo para reprimir mi emoción aquella noche. Hubiera querido abrazarte y besarte… porque tú eras mi única familia. Pero temía que escaparas a causa de las horribles historias que tal vez la familia te había contado.
Camelia sacudió la cabeza, extrañada.
—Jamás pronunciaban tu nombre y todas tus fotografías habían sido arrancadas del álbum.
Dahiba asintió.
—Por eso ninguno de los miembros más jóvenes de la familia me podía reconocer. Incluso Ibrahim y Nefissa deben de tener unos recuerdos muy vagos de mí.
—Debió de ser horrible para ti.
—Lo fue hasta que encontré a Hakim. Ser expulsada de la familia, sobre todo de una familia tan numerosa como la de los Rashid, y ser tratada como si hubieras muerto… es una cosa tremenda, Camelia. Muchas veces al principio, antes de conocer a Hakim, deseé sinceramente morir. —Dahiba regresó al sofá y apagó el cigarrillo—. O sea que ahora Umma sale de casa. Jamás pensé que lo hiciera.
—Creo que la primera vez fue cuando papá estuvo en la cárcel. Nadie sabe adonde fue…
—¿Ibrahim en la cárcel? ¡Hay tantas cosas que yo no sé! Cuéntame, ¿naciste en la gran cama de cuatro pilares de tu abuela? Yo también; todos hemos nacido allí desde el siglo pasado. ¡Bismillah, cuánta historia encierra aquella casa! ¡La de cosas que yo podría contarte! —Dahiba se rió de repente—. Recuerdo la fuente turca en la que una noche se bañó tío Salah. ¡Había fumado demasiado hachís, se quitó toda la ropa y dijo que era un pez! ¿La escalinata tiene todavía aquella gran barandilla curvada? Tu padre, Nefissa y yo solíamos deslizamos por ella por la mañana, ¡y no veas cómo se enfadaba Umma! Y después había en la planta baja un armario que crujía sin motivo. Nosotros, los niños, decíamos que estaba habitado por fantasmas.
—Pues mi hermano Zakki, Yasmina y yo también lo decíamos.
—Recuerdo el jardín con los papiros y los viejos olivos. ¿Sigue como siempre?
—Tía Alice lo ha cambiado. El jardín es ahora muy inglés, con claveles y peonías. Pero está precioso.
—¿En la cocina hay una mancha en la pared junto a la ventana sur, una mancha amarilla en forma de trompeta? La pusieron allí hace años, antes de que yo naciera, y ahora tengo cuarenta y dos. Aquella casa tan grande encierra tantas historias…
—¿Conociste a mi madre? Murió al darme a luz.
—No, lo siento, no la conocí.
—Tía… —dijo Camelia, adaptándose a la nueva relación—. ¿Por qué no haces las paces con Umma? ¿Por qué no vas a verla y se lo explicas todo?
—Mi querida niña, no hay nada que más desee en este mundo que reunirme con mi familia. Cuando me casé con Hosni, mi padre me dijo unas cosas tremendas y mi madre no salió en mi defensa. Yo era casi una niña y ella era una mujer adulta. Es ella la que debe dar el primer paso. ¡Oh, Camelia, hay tantas cosas que quiero contarte sobre la familia y tantas cosas que quiero preguntarte! Pero… —Dahiba frunció el ceño—. ¿Me vas a dejar ahora para regresar junto a tu abuela? No creo que te acepte en casa a menos que rompas por completo tu relación conmigo. Y, si te quedas conmigo, puede que jamás la vuelvas a ver a ella.
—Si ésa es la voluntad de Alá, que así sea —dijo Camelia—, me quedaré aquí. Tú eres mi tía, tú eres mi familia. Y yo nunca abandonaré la danza.