23

Ibrahim pasó por allí, en primer lugar para avisar a Amira y Alice, las cuales estaban acompañando a Maryam en el shivah por Suleiman mientras los amigos se acercaban a darle el pésame, y, en segundo, para entonar el kaddish, la oración judía de difuntos. Puesto que a Maryam le habían confiscado el apartamento y la habían echado a la calle con lo puesto, la observancia de aquel precepto religioso de siete días de duración se estaba celebrando en el domicilio del rabino de su sinagoga. Después, Maryam se tendría que buscar un sitio donde vivir. Amira le había pedido que se instalara en la casa Rashid, pero ella había declinado el ofrecimiento. Muerto Suleiman, dijo, no podría soportar el dolor de regresar a la calle de las Vírgenes del Paraíso donde ambos habían sido felices durante tantos años.

Nadie se explicaba por qué razón los Misrahi habían sido blanco de la ira de los Visitantes de la Noche. Los soldados derribaban puertas y practicaban arrestos en toda la ciudad, pero sus víctimas solían ser sobre todo los ricos. Ningún otro judío había sufrido persecución y, por supuesto, ninguno que se encontrara en las precarias condiciones en que vivían los Misrahi en aquellos momentos. Suleiman había vendido el negocio de importación y él y Maryam vivían de una modesta pensión. Con la ayuda de algunos miembros de su familia, Amira estaba tratando de averiguar por qué los soldados se habían presentado en aquella casa para arrestar a Suleiman y adonde se habían llevado sus bienes.

Entró una criada e informó a Amira de que su hijo quería hablar con ella.

—¿Tienes alguna noticia? —preguntó Amira, reuniéndose con su hijo junto a la puerta.

—He hablado con todas las personas que conozco, madre, con todos los funcionarios del gobierno que me deben algún favor, pero nadie puede hacer nada, todos tienen miedo de perder sus empleos. Dudo de que podamos averiguar alguna vez qué fue de los bienes de los Misrahi. Ya no podemos recurrir a nadie más.

Amira pensó en Safeya Rageb, la responsable de la liberación de Ibrahim de la cárcel casi veinticinco años atrás. Confiando en que la señora Rageb pudiera ayudar a Maryam, Amira había ido a visitarla y se había enterado de que el capitán Rageb, uno de los primeros Oficiales Libres, ya no gozaba del favor del gobierno. Lo habían «retirado» discretamente y los días de influencia de Safeya Rageb habían tocado a su fin.

—Pero he venido por otro motivo —añadió Ibrahim—. Nuestra familia corre peligro, madre. Estamos en el punto de mira de la policía militar. Quiero que tú y Alice regreséis a casa en cuanto os sea posible, escondáis todos los objetos de valor y advirtáis a las mujeres de que no pierdan la calma si los soldados se presentan en la casa. Lo siento mucho, querida —dijo, volviéndose hacia Alice—, pero tendremos que aplazar un poco nuestro viaje a Inglaterra. ¿O acaso quieres ir sin mí?

—No, me quedaré —contestó Alice—. Iremos cuando la ocasión sea más propicia.

Maryam se acercó a ellos.

—¿Qué ocurre, Amira? Ibrahim, ¿sucede algo?

Allah ma’aki, tía Maryam —contestó Ibrahim—. Disculpa esta intromisión, pero mi madre tiene que regresar a casa.

—Sí, faltaría más —dijo Maryam—. En los tiempos tan peligrosos que corren debes estar con tu familia.

—Volveré en cuanto pueda —le dijo Amira.

—Sé que has estado intentando averiguar adonde fueron a parar nuestras pertenencias, mi querida hermana —añadió Maryam, apoyando una mano en el brazo de su amiga—. No te sigas preocupando por eso. Lo que ha ocurrido es la voluntad de Dios. He tomado una decisión: mi hijo quiere que vaya a vivir a California con él y sus hijos. Nos iremos en cuanto hayamos… —se le quebró la voz de emoción— terminado de despedirnos de Suleiman.

—Madre —dijo Ibrahim—, tú y Alice iréis en mi coche. Yo tomaré un taxi. Tenemos que darnos prisa.

—¿Tan cerca está el peligro?

—Pido a Alá que no lo esté.

—Pero ¿tú adónde vas?

—Sólo hay una persona en El Cairo que todavía podría salvarnos. Reza por mí, madre, para que me reciba.

La casa del Camino de las Pirámides, en medio de los campos de caña de azúcar y los palmerales, apenas se podía ver desde la carretera; sólo se distinguían de vez en cuando sus muros encalados entre las viejas palmeras datileras, las higueras, los olivos y los arbustos en flor; unos gigantescos sicómoros guardaban un césped tan verde como las esmeraldas y unos anchos caminos de piedra caliza mientras que las sólidas persianas de madera permanecían cerradas contra el sol y las miradas indiscretas. Al descender del taxi, Ibrahim miró a través de la muralla de vegetación que protegía la casa y pensó: «Aquí vive un hombre muy rico».

Llamó a una puerta de madera tan enrevesadamente labrada que tuvo la sensación de estar visitando una mezquita. Un criado vestido con una inmaculada galabeya blanca le hizo pasar a un salón donde las alfombras y las pieles de animales cubrían el reluciente suelo y los ventiladores del techo refrescaban el cálido aire.

El criado desapareció y, a los pocos momentos, entró Hassan. Ibrahim pensó que su antiguo amigo apenas había cambiado en los cuatro años transcurridos desde que ambos habían hablado por última vez, como no fuera tal vez por el hecho de que ahora se le veía un poco más seguro y menos ansioso que la noche en que Ibrahim rompió el contrato matrimonial que lo ligaba a su hija. Se le notaba la riqueza en el largo caftán bordado que llevaba, en el reloj de oro y en los pesados anillos también de oro.

—Bienvenido a mi humilde morada —dijo Hassan—. Te estaba esperando.

Ibrahim miró a su alrededor diciendo:

—¿Humilde? Ésta no es la austeridad que cabría esperar de uno de los paniaguados de Nasser.

—El botín de la guerra, amigo mío. Simples recompensas a cambio de los servicios prestados a la causa socialista. Mi criado nos va a servir el café. A no ser que prefieras té o whisky.

Hassan se acercó a un carrito de caoba de licores en el que había varios vasos y jarras de cristal, y se preparó un trago.

Ibrahim fue directamente al grano.

—Me han advertido de que yo soy uno de los objetivos de los Visitantes de la Noche. ¿Tiene fundamento esta advertencia?

—Vaya una manera de saludarse entre viejos amigos. ¿Dónde están tus buenos modales?

—¿Por qué figura mi familia en esa lista?

—Porque yo la puse.

—¿Por qué?

Hassan estudió su vaso y tomó un sorbo diciendo:

—Eres muy directo y no te andas por las ramas. No es propio de ti. Sí, yo he incluido tu nombre en esa lista por una sola razón: para que vengas a mí y me ofrezcas un soborno a cambio de que lo borre.

Ibrahim señaló con un gesto de la mano el salón lujosamente amueblado.

—No creo que sea más rico que tú.

—No es dinero lo que yo quiero.

—Pues, entonces, ¿qué?

—¿No lo adivinas?

Ibrahim contempló los tesoros que le rodeaban: los impresionantes colmillos de elefante cruzados por encima de la chimenea, el cenicero hecho con una pata de antílope, la piel de cebra que cubría el reluciente suelo. Una antigua estatua egipcia, sobre cuya autenticidad y cuya procedencia ilegal a Ibrahim no le cabía la menor duda, se levantaba en un pedestal bajo unas preciosas gaitas escocesas que adornaban la pared, enmarcadas por un tartán. El pillaje de Hassan, pensó, preguntándose si la antigua y valiosa menorah de plata de Maryam y Suleiman estaría también en algún lugar de aquella casa y ya formaría parte de la rapaz colección de Hassan.

—Me interesa otro trofeo —dijo Hassan al ver cómo estaba observando Ibrahim sus tesoros.

—¿Qué quieres decir?

—En realidad, sólo quiero lo que es realmente mío, algo que tú me arrebataste al romper nuestro acuerdo. Dámelo y tu familia estará a salvo.

—¿De qué se trata? —preguntó Ibrahim, mirándole con furia asesina.

—De Yasmina, por supuesto.

—Ya hemos llegado, cariño —le dijo Yasmina a su hijito cuando el taxi se detuvo delante de la casa Rashid. Abrazó a Muhammad y le miró con una sonrisa para disimular sus temores. Omar había abandonado el país para participar en un proyecto de ingeniería que se estaba realizando en Kuwait y, como los repentinos arrestos inesperados seguían causando estragos en todos los barrios de la ciudad, el joven había insistido en que ella y el niño se instalaran en la casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso. Aquí estaremos a salvo, pequeñín, pensó mientras los criados se encargaban del equipaje. Contempló la majestuosa mansión de color rosa que parecía llamarla cual si fuera un seguro refugio y pensó: «Aquí nadie nos podrá hacer daño».

Mientras bajaba del taxi llevando en brazos al niño de tres años porque no quería dejarle en el suelo hasta que estuviera dentro de aquellos altos muros protectora, pensó en su amiga del colegio Layla Azmi, casada con un hombre rico. La semana anterior, la policía militar había irrumpido en la casa de Layla, había hecho una lista de todo lo que contenía hasta el último candelabro y le había dicho que tenía tres días para marcharse y que no podía llevarse absolutamente nada. Después se habían llevado a su marido y ella no había vuelto a saber nada de él desde entonces.

Nefissa se acercó corriendo por el camino y tomó a Muhammad de los brazos de Yasmina diciendo:

—Alabado sea Alá, ahora toda la familia está reunida. ¿Cómo está hoy el nieto de mi corazón?

Los criados recogieron el equipaje de Yasmina y lo llevaron a la casa con una urgencia muy impropia de ellos. Yasmina se dio cuenta de que el temor había infectado incluso la serena atmósfera de la calle de las Vírgenes del Paraíso.

Mientras pasaban del calor de septiembre al fresco interior de la casa, Nefissa añadió:

—Ibrahim nos ha dicho que lo escondamos todo. Si llevas alguna joya, Yasmina, tendremos que guardarla por si…

Se detuvo antes de decir «si viniera la policía militar». No quería asustar a Muhammad.

La casa era un hervidero de actividad, las pinturas estaban siendo descolgadas de las paredes, los objetos de porcelana y cristal se habían retirado de las vitrinas y las mesas y Amira, en el centro de todo aquello, estaba supervisando las operaciones. En el salón, Yasmina se alegró de ver a Jamal Rashid y a Tahia. Ambas jóvenes se abrazaron y se intercambiaron cordiales saludos, pero Yasmina vio una mirada de inquietud en los ojos de su prima.

Cuando, momentos después, entró Zacarías en la estancia quitándose las gafas de montura metálica para frotarse los ojos, Yasmina también le abrazó y dijo en un susurro:

—Gracias a Alá, ya estamos todos juntos.

—No he tenido suerte, Umma —le dijo Zacarías a Amira—. He perdido otra mañana en el despacho del ministro de Defensa para ver qué podía averiguar sobre los Misrahi. ¡Esta vez me han dicho que el ministro no está en la ciudad! Es imposible hablar con él. ¡Hay cientos de personas en la sala de espera y en el pasillo, todas con peticiones como la nuestra!

Zacarías miró a Tahia, pero no pudo mirar a Jamal. Desde la boda de Tahia, Zacarías no había querido pensar ni un solo instante en el aspecto físico de la relación de su prima con aquel hombre. Sin embargo, aquella mañana Jamal había anunciado con orgullo que Tahia esperaba su primer hijo y Zacarías no podía soportar aquella prueba del ayuntamiento carnal entre ambos.

—Zakki —dijo Amira serenamente para no alarmar a los demás—. No te preocupes por los Misrahi. Hoy Maryam me ha dicho que se irá a vivir a California con su hijo. Ahora tenemos otros asuntos más urgentes en que pensar.

Zacarías miró a su alrededor y se percató por primera vez de que todo el mundo estaba vaciando rápidamente la casa. La tarea de recoger las joyas había recaído en Alice, la cual la estaba cumpliendo con gran eficacia, recorriendo los distintos dormitorios para asegurarse de que en ningún cajón, joyero o bolsa quedara ningún objeto de valor. Basima se había encargado de que todas las prendas de alta costura, la ropa interior de seda y raso, los zapatos de piel de cocodrilo y los abrigos de pieles se recogieran, se llevaran al salón y se guardaran en el interior de sacos de harina y de patatas vacíos. Después, los chicos lo llevaron todo a la cocina, donde Sahra supervisó su colocación bien a la vista en la gran estancia de paredes revestidas de azulejos para que, cuando los soldados los vieran, no sospecharan la naturaleza de su contenido. Rayya ayudó a Doreya a descolgar los cuadros de las paredes y envolverlos mientras Haneya ayudaba a Alice a cavar en el jardín unos hoyos en los que se ocultarían las macetas llenas de joyas. Todos trabajaban rápidamente y en silencio, sin la alegría y el bullicio que solían rodear los proyectos domésticos. Ya estaba cayendo la noche, lo cual significaba que los soldados podían aparecer de un momento a otro, pero las mujeres aún tardarían un buen rato en vaciar la casa de todos los objetos de valor y ocultarlos o bien disfrazarlos para que no los descubrieran.

—¿Tú crees que esto dará resultado, Umma? —preguntó Zacarías—. Todo el mundo sabe que somos ricos.

—Pensarán que estamos pasando por un mal momento —contestó Amira—. Nuestras plantaciones de algodón ya casi no existen y tu padre ejerce la medicina en un barrio de la clase media que está siendo rápidamente invadido por los fellahin. Si vienen los soldados, verán una familia antaño adinerada, pero reducida ahora a la penuria y viviendo de su pasado orgullo y de una pequeña renta.

Amira también había cerrado su cuenta bancaria y había ocultado el dinero en el palomar.

Mientras supervisaba la retirada de las lujosas fundas de raso y terciopelo de los divanes, que serían llevadas a la azotea y escondidas en el cobertizo de la fruta y sustituidas por unas sencillas sábanas, Yasmina se acercó a Zacarías y le preguntó:

—¿Dónde está papá?

El muchacho se encogió de hombros.

—Salió de casa esta mañana después del desayuno. Umma y tía Alice estaban en casa de tía Maryam, pero él fue a decirles que volvieran a casa y lo escondieran todo. Hoy no he ido a clase. ¿Tú sabes lo que está pasando, Mishmish? ¿Por qué corremos peligro?

Pensando en la visita que Jamal Rashid le había hecho a su padre la víspera en el consultorio, Yasmina estuvo tentada de revelarle a su hermano lo que sabía, es decir, que Hassan estaba detrás de todo. Pero Zacarías estaba como perdido y trastornado. Aunque tenía apenas cinco meses más que ella, Yasmina se sentía la hermana mayor. Por eso ahora le dijo con una sonrisa:

—No te preocupes. Eso pasará en seguida y todo se arreglará.

Después tomó a su hijo de los brazos de Nefissa y subió corriendo al piso de arriba.

En el dormitorio que había compartido con Camelia en su infancia, Yasmina encontró sus maletas. Una criada había abierto una de ellas sobre la cama para deshacerla. Nefissa entró en la estancia diciendo:

—¡Menudo jaleo! El primo Ahmed va a venir con su mujer y sus hijos desde Asyut. ¡Esta noche tendremos la casa llena!

—Tía, yo tengo que salir un momento. ¿Quieres encargarte de Muhammad? Están todos tan ocupados que temo que se olviden de él.

Nefissa se sentó en la cama y acomodó al chiquillo sobre su regazo.

—Lo haré con sumo gusto —dijo, sacándose un caramelo del bolsillo para dárselo al niño.

Al ver que a Yasmina se le caía el bolso al suelo y observar que ésta se agachaba a recogerlo con trémulas manos, Nefissa se fijó en algo que le había pasado inadvertido en el momento de la llegada de su sobrina: la muchacha estaba tremendamente alterada.

—Si los Visitantes de la Noche te dan tanto miedo —dijo Nefissa—, ¿no sería mejor que no salieras y te quedaras en casa?

—Es una cita que no puede esperar, tía.

A Nefissa le picó la curiosidad.

—¿Qué…? —fue a preguntar.

Pero Yasmina ya había abandonado la estancia.

Cuando el pequeño Muhammad empezó a agitarse en su regazo, Nefissa dejó al chiquillo de tres años en el suelo y se dispuso a deshacer el equipaje de su sobrina. Empezó por la maleta que estaba abierta sobre la cama, sacando los camisones y la ropa interior cuidadosamente doblada. Al sacar el neceser del aseo de Yasmina, éste se abrió y su contenido se esparció por la colcha. Mientras lo recogía, Nefissa encontró algo que, al principio, la dejó perpleja. Al ver que se trataba de un dispositivo intrauterino, se quedó de una pieza.

¿Control de la natalidad? Ahora comprendía por qué no habían nacido más niños después de Muhammad. Seguro que Omar no lo sabía.

Mientras terminaba de guardarlo todo en la bolsa, vio que una barra de labios había caído al suelo. Al agacharse para recogerla, encontró un trozo de papel que se había caído del bolso de Yasmina. En él figuraba escrita una dirección con la temblorosa caligrafía de su sobrina.

—¿Cómo has dicho? —preguntó Ibrahim, acercándose un poco más a Hassan.

—He dicho que quiero a Yasmina. Si me la entregas, borraré el nombre de tu familia de la lista.

—¡Cómo te atreves!

—¡Es mía! Me la prometiste y después quebrantaste la promesa, demostrando con ello que no eres un hombre de honor. Aquel día, tú y yo dejamos de ser hermanos. Pero no tenemos por qué ser enemigos. Dile a Yasmina que me haga una visita y entonces podremos…

—Vete al infierno.

—No pensé que fueras tan terco. Al fin y al cabo, está en juego el bienestar de tu familia.

Las manos de Ibrahim se cerraron en puño.

—Y nosotros lucharemos contra ti como una familia unida. Me acusas de carecer de honor. Eso significa que no me conoces, pues antes preferiría ver a mi familia en la calle que perder el honor. No puedes causarnos daño, Hassan.

—Recuerda, amigo mío, que ya cumpliste condena en la cárcel… por delitos contra el pueblo egipcio.

—Como se te ocurra tocar a mi hija…

Hassan soltó una carcajada.

—Recuerdo cuando éramos más jóvenes, Ibrahim, y tú me dabas la tabarra, diciendo que ibas a hacer eso o aquello y que te enfrentarías a tu padre en caso de que él se opusiera. Y después yo te veía, casi un hombre hecho y derecho, de pie delante de él con la cabeza inclinada y musitando «Sí, señor» como un colegial castigado. No te engañes, amigo mío. Más tarde te arrepentirías.

—Sí, en mi vida he hecho muchas cosas de las que ahora me arrepiento —dijo Ibrahim, asombrándose de que pudiera hacer semejante confesión en aquellos momentos y más todavía de que lo dijera en serio y supiera claramente cuáles eran aquellas cosas… por ejemplo, añadir un secreto afrodisíaco a las bebidas de Alice—. Fueron acciones de un hombre débil de las que no estoy orgulloso —añadió—. Pero ya no me siento débil. Has mencionado a mi padre. Era un hombre fuerte y, a su lado, yo me sentía débil. Pero ahora mi padre está junto a Alá y yo estoy solo. Tengo que luchar contra ti y pienso hacerlo.

Se adelantó un poco más y, acercando el rostro al de Hassan, percibió el conocido aroma de la colonia de su amigo y recordó los tiempos de Oxford en que ambos eran como hermanos.

—Apártate de mi familia —dijo en tono siniestro—, apártate de Yasmina o te juro que lo vas a lamentar.

—¿Amenazas, Ibrahim? —preguntó Hassan, curvando los labios en una sonrisa—. Aquí el que tiene el poder soy yo, no tú. Recuerda que una vez te metí en la cárcel.

—No lo he olvidado —musitó Ibrahim.

—Según tu ficha, te… interrogaron, ¿no es cierto?

Ibrahim apretó las mandíbulas.

—No estarás provocándome ahora para que nos peleemos aquí mismo, ¿verdad?

—Yo no quiero peleas. Quiero a Yasmina.

—Nunca la tendrás.

Hassan se encogió de hombros.

—De la manera que sea, será mía. Y tú te vas a enterar de una vez por todas que conmigo no se juega ni se conciertan contratos para romperlos después. Me has humillado, Ibrahim, y ahora yo voy a hacer lo mismo contigo.

Cuando el taxi de Yasmina se detuvo delante de la casa que se levantaba junto al Camino de las Pirámides, bien separada de la carretera por el inmenso jardín que la rodeaba, la joven no vio el taxi que acababa de ponerse en marcha ni el pasajero que iba dentro y que no era otro que su padre. Estaba totalmente concentrada en el propósito de su visita y en lo que le iba a decir a Hassan. Mientras seguía el camino bordeado de árboles y arbustos y aparecía ante sus ojos la soberbia mansión, se sintió repentinamente confusa. ¿Por qué se comportaba tío Hassan de aquella manera? Cuando Jamal pronunció su nombre la víspera en el consultorio de su padre, creyó que debía de tratarse de un error. Sin embargo, al ver la expresión del rostro de su padre, pensó: «¿Y si fuera cierto?».

Al llegar a la impresionante puerta labrada, su determinación empezó a flaquear. No podía ser cierto. Tío Hassan no podía haber obrado de aquella manera. Y sin embargo…

Llevaba cuatro años sin aparecer por la casa. No había asistido a su boda, ni a la fiesta de cumpleaños de Camelia, ni a la ceremonia de graduación de Zacarías. Para ser un íntimo amigo de su padre, digno de ser llamado «tío» por sus hijos, Hassan al-Sabir había estado curiosamente ausente de sus vidas.

Al final, respiró hondo y llamó a la puerta. Momentos después, siguió a un criado hasta un salón que parecía un museo. Allí estaba Hassan, sentado en un sofá. Cuando éste se levantó, Yasmina pensó que era la primera vez que se encontraba a solas con él.

—Mi querida Yasmina —dijo, saludándola con las manos extendidas—. Vaya, vaya, qué agradable sorpresa. Has crecido. Ahora eres una mujer. —Hassan juntó las manos y esbozó una sonrisa—. Bienvenida y que la paz de Alá esté contigo.

—Que la paz y las bendiciones de Alá estén contigo, tío Hassan.

La sonrisa de Hassan se ensanchó.

—O sea que sigo siendo tu tío, ¿verdad? Siéntate, por favor.

Yasmina contempló el sofá de cuero cubierto de pieles de leopardo y todos los demás objetos que llenaban la estancia.

—Como puedes ver, querida, últimamente me van muy bien las cosas.

Los ojos de Yasmina se posaron en una fotografía enmarcada que había sobre la repisa de la chimenea… la fotografía de dos sonrientes jóvenes con pantalones de polo de franela, apoyados el uno en el otro.

—Somos tu padre y yo en Oxford hace mucho tiempo —dijo Hassan, acercándose a ella—. Aquel día había ganado nuestro equipo. Fue uno de los mejores días de mi vida.

—Tío Hassan, he venido para hablar contigo sobre mi padre.

—Mi período de estudios hubiera sido muy solitario de no haber sido por tu padre —dijo Hassan en voz baja—. Porque yo estaba solo en el mundo, ¿comprendes? Mi padre acababa de morir, mi madre había muerto unos años antes y no tenía hermanos ni hermanas. De no haber sido por la amistad de Ibrahim Rashid, me hubiera sentido muy desgraciado. —Mirando a Yasmina, añadió—: Yo quería mucho a tu padre… más de lo que él pensaba, creo.

Yasmina vio que se le humedecían los ojos y le pareció que la expresión de su rostro se suavizaba.

—Tío Hassan, ¿sabes por qué he venido a verte?

—Primero, dame noticias sobre tu familia —dijo Hassan, acomodándose en el sofá e indicándole por señas a Yasmina que se sentara a su lado—. ¿Cómo están todos? Cuéntame cómo se ha tomado tu abuela las desventuras de los Misrahi —dijo, acercándose un poco más a ella en el sofá.

—¿Los Misrahi? Umma está muy disgustada, por supuesto. Todos lo estamos. Pero ¿por qué…?

—Tengo entendido que ha estado yendo de un lado a otro como una gallina decapitada, tratando de arreglar las cosas.

Yasmina frunció el ceño.

—¿Cómo dices?

—¿No sabes que yo siempre he llamado a tu abuela en privado «el dragón»? Nunca me ha apreciado. Desde el primer día en que Ibrahim me llevó a vuestra casa a la vuelta de Oxford. Fue mucho antes de que tú nacieras, mi preciosa Yasmina. —Hassan tomó un mechón de su rubio cabello y lo deslizó entre sus dedos—. Lo vi en sus ojos cuando tu padre me presentó a ella. Sonreía, pero, de pronto, se puso muy seria. Sin ningún motivo, mi pequeña Mishmish. ¿Sabes que yo quería casarme contigo? Tu padre y yo llegamos a firmar incluso el contrato de compromiso. Pero el dragón obligó a Ibrahim a romperlo porque, a su juicio, yo no era bastante bueno para ti.

Yasmina se levantó rápidamente, casi tropezando con la alfombra de piel de cebra.

—Tío Hassan, anoche me enteré de una cosa que no puedo creer. Es sobre los Visitantes de la Noche y una cierta lista de nombres.

—Sí, la lista. ¿Qué pasa?

—Me han dicho que mi familia figura en ella.

—¿Y qué?

—Tío Hassan, ¿tú tienes algo que ver con los Visitantes de la Noche?

—Por supuesto que sí, mi dulce Mishmish. Los Zuwwar al-Fagr actúan a las órdenes directas del ministro de Defensa, Hakim Amer, y yo soy la mano derecha del ministro. Por consiguiente, lo que ellos hacen es el resultado de mis órdenes. De hecho, yo fui el responsable de la busca y captura de los Misrahi y de la confiscación de su apartamento. Yo envié a los soldados allí.

—¿Tú? Pero ¿por qué? ¿Qué habían hecho?

—Nada, eran absolutamente inocentes. Los utilicé como cebo, por así decirlo.

—¿Qué significa como cebo?

—Quiero una cosa y ésta es mi manera de conseguirla. Yo fui quien añadió el nombre de los Rashid a la lista. Obedeciendo mis órdenes, los soldados visitarán vuestra casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso y te aseguro que harán un registro muy exhaustivo, se lo llevarán todo y confiscarán la casa. Tu abuela y todos los demás se quedarán en la calle. A no ser que consiga lo que quiero, claro.

Yasmina se echó a temblar.

—¿Y qué es?

—Tú, por supuesto. —Hassan se levantó y se acercó a ella—. Puedo borrar el nombre de los Rashid de la lista. Puedo proteger vuestra casa de los Visitantes de la Noche. Pero eso exigirá cierto pago por tu parte. Aquí y ahora.

Yasmina le miró aterrada.

—La culpa la tiene tu padre, Yasmina; él fue quien destruyó nuestra amistad casándote con Omar en lugar de casarte conmigo. He estado esperando todo este tiempo para vengarme. Y ahora me vengaré a través de ti. Tu padre no podrá impedírmelo: esta vez, serás mía.

Yasmina se rodeó el tronco con los brazos.

—¿Y si me niego a colaborar?

—En tal caso, enviaré a los soldados a la calle de las Vírgenes del Paraíso. Y te aseguro que no se salvará nadie.

—No te daré lo que quieres.

—Vaya si me lo darás. —Hassan alargó la mano y la atrajo hacia sí. Cuando ella intentó rechazarle, la asió por ambas muñecas con una mano y con la otra le desgarró la blusa—. Y no se lo dirás a nadie —murmuró, tratando de introducir la mano bajo su sujetador.

Yasmina se libró de su presa y cruzó a toda prisa la estancia tropezando con una mesa y provocando la caída y rotura de un jarrón en el suelo. Hassan la alcanzó, la obligó a volverse y la inmovilizó contra la pared.

—Al fin y al cabo —dijo—, en estos casos es el honor de la mujer el que se mancha, no el del hombre. Recuerda que has venido aquí por tu libre voluntad. Harás todo lo que yo te diga y yo lo pasaré muy bien. ¿Quién sabe? Puede que tú también te diviertas.

En la carretera, Nefissa detuvo el automóvil en el mismo lugar en el que había visto a Yasmina apearse de un taxi. La acompañaba el pequeño Muhammad, con quien había salido a tomar un helado. Después, la curiosidad la condujo hasta la dirección que figuraba en el papelito que se le había caído a Yasmina del bolso. Contempló por un instante la mansión protegida por los árboles y, al ver a una mujer barriendo el camino que llevaba a la casa, bajó la luna de la ventanilla y la llamó:

—La paz de Alá sea contigo, madre. ¿Puedes decirme quién vive en esta casa?

—Alá te guarde, sayyida, aquí vive Hassan al-Sabir —contestó la mujer en voz baja—, un hombre muy poderoso.

¡Hassan al-Sabir!

Pero ¿qué demonios podía estar haciendo Yasmina con aquel desalmado?