—Ahora hay que tener mucho cuidado, Yasmina. Una herida tan profunda como ésta puede ser muy peligrosa.
Ibrahim hablaba en inglés para que la madre del niño, una fellaha recién llegada a la ciudad, no le comprendiera y no se alarmara.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Yasmina.
Acababa de llegar al consultorio de su padre para sustituir a la enfermera, que tenía la tarde libre.
—Se rompieron los peldaños de una escalera… Tranquilo —dijo Ibrahim, pasando a hablar en árabe—. Tienes que ser un chico valiente. Un minuto más y listo.
Mientras su padre limpiaba cuidadosamente la herida, Yasmina le dirigió al niño una sonrisa tranquilizadora. Era uno de los muchos niños que estaban invadiendo el cercano barrio. Los campesinos que abandonaban sus granjas y se trasladaban en masa a la ciudad en busca de mejores perspectivas de trabajo se hacinaban en pisos y apartamentos pensados para un número de personas muy inferior y llenaban las azoteas y las callejas de cobertizos improvisados, aperos de huerto, gallinas y cabras, durmiendo en las escaleras y en los ascensores averiados. En tales condiciones, era lógico que los accidentes estuvieran a la orden del día. Los arcaicos balcones de madera cedían de golpe, edificios enteros se venían abajo inesperadamente o, como en el caso del pequeño paciente del doctor Rashid, los podridos peldaños de madera se rompían sin previo aviso. El niño tenía un clavo hundido en la pantorrilla e Ibrahim se lo había sacado.
—Bueno, Yasmina —añadió Ibrahim, volviendo al inglés—. Ahora hemos lavado bien la herida, hemos eliminado la suciedad y el polvo y le hemos aplicado permanganato potásico. ¿Qué haremos a continuación?
Yasmina se había puesto una blanca bata de laboratorio sobre el vestido, cubriéndose el cabello con un pañuelo blanco, tal como hacía siempre la enfermera de su padre. Ahora le pasó a su padre una palangana con un líquido púrpura que acababa de preparar.
—Violeta de genciana —contestó—, a no ser que esté indicado un ungüento antibiótico.
—Buena chica —dijo Ibrahim, aplicando delicadamente la solución a la piel del niño bajo la silenciosa vigilancia de la madre, una mujer de edad indefinida envuelta en una negra melaya—. Tal como tú sabes, una herida profunda que no sangra, como ésta que tenemos aquí —añadió—, se infecta muy fácilmente. Este niño ha tenido suerte porque su madre ha tenido la prudencia de traerlo. A menudo, cuando ven que no hay sangre, creen que no es nada y no le dan importancia. Entonces se produce una septicemia y un tétanos y el paciente muere. Muy bien —dijo, apartando a un lado la palangana y quitándose los guantes esterilizados—. Nunca hay que suturar una herida de este tipo; por consiguiente, ahora le aplicarás un vendaje y yo prepararé una inyección de penicilina.
Mientras aplicaba una venda alrededor de la escuálida pierna, Yasmina pensó que el niño debía de tener la misma edad de su hijo y, sin embargo, aquel niño estaba mucho menos desarrollado que su pequeño Muhammad de tres años. Ello la indujo a preguntarse si los fellahin mejoraban realmente su suerte trasladándose a la ciudad o si hubiera sido preferible que se quedaran en sus granjas a la orilla del Nilo.
La inyección hizo llorar al niño, que hasta aquel momento había permanecido tranquilo.
—Vuélvemelo a traer dentro de tres días —le dijo Ibrahim a la madre en árabe—. Entre tanto, tócale la frente. Si la notas caliente, tráelo en seguida. Si la pierna se le pone dura y rígida o si te parece que mueve mucho la cabeza, me lo traes. ¿Comprendido?
La mujer asintió con la cabeza, mirando tímidamente por encima de la negra melaya de algodón con la que se había cubierto el rostro a lo largo de toda la visita. Después, buscó bajo el manto y sacó unas cuantas monedas de media piastra, pero Ibrahim las rechazó diciendo:
—La oración vale más que el dinero, Umma. Reza al Señor por mí en el próximo mulid.
Cuando la mujer y el niño se fueron, Ibrahim se dirigió a la pila y se lavó las manos.
—Probablemente no volveremos a verlos, Yasmina. Si se infecta la herida y el niño se pone enfermo, lo más probable es que su madre lo lleve a un mago para que lo exorcise y le expulse los yinns del cuerpo.
Ibrahim contempló con orgullo a su hija, la cual estaba limpiando el instrumental. Él atendía gratuitamente a los campesinos de la zona sin que nadie le obligara a hacerlo, confesando que semejante tarea le producía una honda satisfacción al término de cada jornada. Pero no esperaba lo mismo de Yasmina, la cual debía de sentirse más a gusto con sus pacientes adinerados. Y, sin embargo, allí estaba ella, ayudándole durante la hora «gratuita» que dedicaba a los fellahin.
—¿Estás segura de que eso es lo que quieres hacer durante todo el resto de tu vida, Mishmish? —le preguntó—. Ser esposa y madre es una noble ocupación. ¿Por qué quieres ser médica? Como ves, la tarea puede ser a veces muy ingrata.
Yasmina le miró con una sonrisa burlona.
—¿Por qué decidiste ser médico, papá?
—No tuve más remedio. Tu abuelo, que Alá le conceda la paz, me dictó cómo iba a ser mi vida.
—¿Qué hubieras preferido hacer?
—Si pudiera volver a empezar —contestó Ibrahim, secándose las manos—, me iría a vivir a una de nuestras plantaciones de algodón del delta. Pensé durante algún tiempo que me gustaría ser escritor. Entonces era muy joven, por supuesto. ¿Será cierto que todos los jóvenes sueñan con ser escritores?
Yasmina le observó mientras se cepillaba cuidadosamente el cabello y vio en sus sienes algunas hebras de plata. Próximo a cumplir los cincuenta, Ibrahim era extremadamente guapo y, aunque tuviera la cintura un poco más ancha que antaño, su aspecto era el propio de un hombre acaudalado. Yasmina comprendía muy bien que su madre su hubiera enamorado de él.
Mientras separaba el instrumental limpio del usado y arrojaba a la basura los guantes y las gasas sucias, tal como Ibrahim le había enseñado a hacer, Yasmina miró por el rabillo del ojo a su padre, el cual estaba haciendo unas anotaciones con su pluma de oro en unas tarjetas, y pensó que estaba entrando en la edad más cómoda para los varones árabes, la fase media de la vida en que parecían abandonar las juveniles simulaciones y los comportamientos presuntuosos y adquirían las mejores cualidades de la madurez y la dignidad. Había observado los mismos rasgos en sus profesores de la universidad, en los hombres maduros que permanecían sentados en las mesas de los cafés e incluso en los pordioseros de la calle hasta el punto de que a veces se preguntaba si aquella natural majestuosidad no sería tal vez un rasgo nacional o racial de la mayoría de los varones árabes. Incluso su marido Omar, con apenas veinticuatro años, ya estaba empezando a mostrar algunos indicios de lo mismo, probablemente, pensó Yasmina, debido a sus frecuentes contactos con dirigentes de la comunidad y destacados hombres de negocios.
Imaginó que, cuando Ibrahim posara para el retrato familiar como había hecho el abuelo Alí, sentado en un sillón cual si fuera un trono y rodeado de sus parientes cual si éstos fueran sus fieles súbditos, ella se situaría a su derecha.
—Ya no tenemos las fincas del delta, papá —dijo en tono burlón—. Te hubieran expulsado de tu paraíso de escritor y entonces, ¿qué hubieras hecho?
Ibrahim se acercó a la ventana y contempló las luces de neón que estaban empezando a parpadear en la hora en que el día daba paso a la noche. Pasadas las horas de la siesta, la gente se lanzaba a las calles para atender sus negocios o entregarse a la diversión o al cumplimiento de sus deberes. ¡El Cairo!, pensó mientras contemplaba la cola que se estaba formando a la entrada del cine Roxy. La ciudad de las almas inquietas.
—Seguramente me hubiera dedicado a vender patatas por las calles —contestó al ver a un anciano vendedor de boniatos abriéndose paso con su humeante carrito entre los viandantes.
Ibrahim se volvió y vio a Yasmina guardando las cosas en los blancos armarios metálicos. Se había quitado el pañuelo blanco de la cabeza y el rubio cabello le bajaba en hondas por la espalda. Desde aquel ángulo, se parecía a Alice, pensó. Poseía su misma gracia y sus mismos movimientos pausados. Sin embargo, algo que Yasmina no había heredado de su madre era la ambición. Tal vez, pensó Ibrahim, era un rasgo que él le había transmitido, una determinación que ni él mismo creía tener.
Reflexionó un instante acerca de la posibilidad de que la joven se convirtiera en médica y pensó que, en tal caso, reformaría la estancia contigua a su despacho en la que antes solía recibir a las prostitutas y la transformaría en un segundo despacho y sala de exploraciones. La idea lo atraía. Si Yasmina se convirtiera en médica, pensó, podría trabajar con él y dedicarse a la atención de las mujeres y los niños mientras él se dedicara a los hombres. Los doctores Rashid trabajarían en equipo, compartirían opiniones y se harían mutuamente consultas. Y tendría diariamente a Yasmina a su lado, aportando una luminosidad especial a su consultorio.
—Pero tú tienes un hijo, Yasmina —le dijo—. ¿No te parece que deberías dedicarte a él?
—¡Cuando me dejan! A tía Nefissa le gusta tenerlo consigo constantemente. Ahora mismo se lo ha llevado a un espectáculo de marionetas.
—Bueno, es que, hasta que Tahia cumpla con su deber y tenga un hijo, Muhammad es el único nieto de Nefissa.
—Papá —dijo Yasmina, volviéndose a mirar a su padre—, he conseguido acumular notas para dos años de carrera. Dentro de dos años Muhammad empezará a ir a la escuela. Me gustaría matricularme entonces en la facultad de Medicina.
—¿No eres demasiado joven para ser médica?
—¡Tendré veintiséis años cuando termine!
—Ya ves una vieja —dijo Ibrahim—. No sé qué decirte, Mishmish.
La facultad de Medicina no es un lugar muy apropiado para una joven de tu clase y condición. No se considera decoroso. Preferiría que me dieras más nietos. Al fin y al cabo, Muhammad tiene casi cuatro años. Necesita hermanos y hermanas.
Yasmina soltó una carcajada.
—Mi hijo tiene más primos de los que necesita. ¡Un hermano o una hermana sólo servirían para desconcertarlo!
Yasmina sabía que la familia se preguntaba cuándo llegaría su segundo hijo. Lo que nadie sabía era que había visitado una de las clínicas de planificación familiar de Nasser para que le colocaran un dispositivo intrauterino. Lo había hecho tres años atrás cuando estaba pensando en la posibilidad de divorciarse de Omar. Sin embargo, tras llevar a cabo unas discretas averiguaciones, se había enterado de que, mientras que a un hombre que quisiera librarse de su esposa le bastaba con pronunciar tres veces la frase «Yo te repudio», una mujer sólo podía separarse de su marido por razones muy concretas: en caso de que éste hubiera sido sentenciado a cumplir una larga condena en la cárcel, en caso de que padeciera una enfermedad en fase terminal, en caso de que se certificara su demencia y en caso de que la hubiera golpeado con tal saña que la hubiera dejado permanentemente inválida.
Una compañera suya de más edad con quien ella trabajaba como voluntaria en la Media Luna Roja le había dado unos cuantos consejos.
—¡Abogados! ¡Tribunales! ¡Instancias! —le había dicho Zubaida—. Cualquier mujer con dos dedos de frente conoce el sistema más rápido y seguro para conseguir que un hombre la repudie. A mí me ha dado resultado un par de veces. Mis dos maridos eran unos cerdos egoístas y yo me equivoqué al casarme con ellos. Pero existe un viejo remedio; mi madre lo llamaba el veneno en el estofado. Los ingredientes son muy sencillos: mantener la casa desordenada, armar ruido mientras el marido recibe a sus amigos, ofrecer raciones insuficientes de comida a los invitados de compromiso, dejar que los niños le falten al respeto en presencia de extraños… todo eso son pequeños dardos que hieren el orgullo y el honor masculinos. Si fallan todos los trucos queda el remedio infalible de soltar una carcajada en la cama para ridiculizarle cuando intenta hacerte el amor.
Pero Yasmina aún no había llegado al grado de máxima desesperación y, además, desde que había terminado la carrera y ocupaba un puesto en la Administración, Omar solía viajar al extranjero muy a menudo y a veces se pasaba varios meses seguidos lejos de casa. Sus ausencias, el uso secreto de anticonceptivos y la esperanza de poder estudiar en la universidad hacían que la vida con Omar resultara soportable. Incluso le parecía que las relaciones entre ambos habían mejorado; últimamente, su marido se mostraba más respetuoso con ella y, a la vuelta de su más reciente viaje al extranjero, hasta le había traído un regalo. Pensando que eso era lo normal en los matrimonios y que, con el tiempo, quizá surgiera el amor en sus existencias, Yasmina estaba empezando a tener una visión más optimista de la vida.
—Pero yo quiero algo más, papá —dijo—. Sí, ser madre es maravilloso. Pero yo me siento limitada en este papel. Cuando asisto a clase en la universidad o cuando vengo aquí para echarte una mano, casi me siento distinta, como si despertara o me convirtiera en la persona que realmente soy. ¡Cuánto envidio la profesión de danzarina de Camelia!
—A tu abuelo no le gustaba que las mujeres fueran médicas.
—Pero yo te pido ayuda a ti, papá, y tú no eres el abuelo Alí.
—No —dijo Ibrahim, sorprendiéndose de las palabras de su hija—, yo no soy mi padre, que Alá le conceda la paz. Muy bien pues, Mishmish. Cuando tu madre y yo regresemos de nuestro viaje a Inglaterra, hablaremos de ello.
Yasmina le abrazó y, mientras él le devolvía el abrazo, Ibrahim se dio cuenta de que, en su fuero interno, le gustaba la ambición de su hija y el valor que había demostrado al plantearle el tema. Si él hubiera tenido el mismo valor…
Llamaron a la puerta. Ibrahim fue a abrir la puerta y se llevó una sorpresa al ver a su lejano pariente Jamal Rashid.
—Perdóname esta invasión, Ibrahim —dijo Jamal—, pero la necesidad tiene sus propias leyes. ¿Puedo entrar?
Alarmada por la repentina presencia de Jamal y prescindiendo de las habituales frases de rigor, Yasmina le ofreció una silla y le preguntó:
—¿Le ocurre algo a Tahia?
Aunque Tahia había abandonado la casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso al casarse con Jamal Rashid, ambas primas solían verse muy a menudo. Sabía que Tahia estaba tratando infructuosamente de quedar embarazada.
—Mi esposa está bien, gracias a Alá. Ibrahim, la policía militar anda por ahí haciendo preguntas.
—¿Qué clase de preguntas?
—Sobre ti. Sobre tus tendencias políticas, tus cuentas bancarias y tus inversiones.
—¿Cómo? Pero ¿por qué?
—No lo sé. Pero acabo de enterarme a través de un amigo, no puedo decirte quién, de que el apellido Rashid figura en cierta lista.
—¿Qué lista?
—La que obra en poder de los Visitantes de la Noche.
Ibrahim se dirigió a la puerta de entrada, miró arriba y abajo del pasillo, la cerró bajo llave, entró y cerró también la puerta del despacho antes de preguntar:
—Pero ¿cómo es posible que figuremos en esa lista? Mi familia no tiene ningún problema pendiente con el gobierno de Nasser. Somos gente de orden, Jamal.
—Juro por la pureza de sayyida Zeinab que es cierto. Ten mucho cuidado, hermano mío. La policía militar es muy poderosa; el ministro Amer es un hombre muy temido. Ahora que el ejército lo controla todo, basta con que un hombre comente lo mal que funcionan los teléfonos en El Cairo para que lo detengan y le expropien los bienes en nombre del Estado. —Jamal miró a su alrededor como si en la sala de exploraciones de Ibrahim pudiera esconderse uno de los numerosos espías de Nasser—. Escúchame, Ibrahim. Tu familia corre peligro. Nadie está a salvo de esos locos. Vienen de noche, irrumpen en la casa y se llevan a los hombres de la familia. De muchos de ellos jamás se vuelve a saber nada. Esta vez no es como cuando te detuvieron durante la Revolución. Esto es muchísimo peor porque se pueden quedar con tu casa, tu cuenta en el banco y todo lo que tienes.
De pronto, desde la calle de abajo, les llegaron los clamores de los cláxones y el griterío de la gente. Yasmina se levantó para cerrar la ventana mientras Jamal añadía en voz baja:
—Ibrahim, ya conoces a mi hermana Munirah, la que está casada con ese fabricante tan rico. Anoche se presentaron en su casa. Ella y sus hijos fueron sacados a la fuerza a la calle mientras los soldados confiscaban la casa y todo lo que había dentro. Le arrancaron las sortijas de los dedos y los collares de los cuellos de sus hijas. Después se llevaron al marido y a sus hijos mayores. De esas cosas no se habla porque los periódicos tienen miedo de publicarlas. Pero los blancos de este azote son los ricos.
—¿Y no hay, en nombre de Alá, ninguna manera de que podamos protegernos?
—Te voy a decir lo que yo he hecho. He puesto las escrituras de mis edificios de apartamentos a nombre de Tahia y de mis primas. Después he cerrado la cuenta bancaria y he escondido el dinero. Si los Visitantes de la Noche se presentan en casa de Jamal Rashid, no encontrarán gran cosa. Créeme, Ibrahim, no podemos recurrir a nada ni podemos fiarnos de nadie. Incluso los que antaño ostentaban el poder han sido despojados de sus privilegios.
—Pero ¿por qué tiene que figurar mi nombre en esa lista? Por Alá que llevo una vida muy tranquila desde el día en que Faruk zarpó de Alejandría. ¡Mi familia y yo hemos observado una conducta intachable! ¿Qué tiene el ministro Amer contra mí?
—Ibrahim —dijo Jamal—, no es Amer quien te persigue sino su subsecretario, un hombre a quien apenas nadie conoce, pero cuyo poder es inmenso. En cuanto incluye un nombre en la lista, no hay escapatoria.
—¿Quién es ese hombre?
—Alguien que antaño fue amigo tuyo. Hassan al-Sabir.
—Pobre Ibrahim —dijo Alice, tomando la taza de café que Maryam Misrahi le ofrecía—. Me temo que lo único que recuerda de Inglaterra es la forma en que mi padre nos rehuyó durante nuestro viaje de luna de miel. Eddie, en cambio, se portó de maravilla con Ibrahim. Edward era como mi madre, ambos adoraban todo lo oriental. Pero mi padre pensaba que me había casado con alguien de categoría inferior a la nuestra. —Hizo una pausa para prestar atención a los débiles ecos de la música procedente del apartamento de al lado… música árabe a la que no había conseguido acostumbrarse del todo—. Me alegro de que hagamos el viaje —añadió—. ¡Me parece que es casi como dar a Inglaterra una segunda oportunidad!
—La familia es muy importante —terció Suleiman, el cual, a sus setenta años, tenía todo el aspecto de un hombre que ya se hubiera acostumbrado a una apacible jubilación—. A Maryam y a mí nos gustaría ir a ver a nuestros hijos, pero están repartidos por todo el mundo y me temo que ya no estamos para estos trotes. —Miró a Amira, que acompañaba a su nuera en aquella visita, y añadió—: Qué bueno es tu hijo, deja el consultorio de medicina para acompañar a su esposa a su país. Es algo que ojalá hubiera hecho yo cuando era más joven, viajar por el mundo y visitar a nuestros hijos.
—Doy gracias a Alá de que me haya dado a Ibrahim —dijo Amira mientras se echaba azúcar en el café, procurando disimular su inquietud por medio de los pequeños rituales de la adición de azúcar y el movimiento de la cucharilla para removerlo. Había cedido a los temores infundados de no volver a ver jamás a su hijo una vez éste hubiera abandonado el país y trataba por todos los medios de disimular su inquietud ante sus amigos—. Que Alá le conceda un buen viaje —añadió en un susurro— y un feliz regreso.
El apartamento de los Misrahi tenía un sencillo balcón no lo bastante grande como para que la gente pudiera salir, pero sí lo suficiente como para acoger las macetas de los geranios y las caléndulas que cultivaba Maryam. Su característica más interesante era una gran puerta vidriera corredera que podía abrirse por la noche, permitiendo la entrada del sofocante aire nocturno de septiembre, mezclado con los olores de comida y el rumor del tráfico. Mientras los visillos se movían agitados por la brisa, Alice se acercó con su taza de café al pequeño balcón desde el que se podía ver el Nilo.
—He oído decir no sé dónde que a las flores de loto las llaman Novias del Nilo. ¿Por qué?
Amira se reunió con su nuera junto al balcón y contempló las caudalosas aguas que fluían bajo el puente de piedra; intuyó la fuerza del río y aspiró los fértiles aromas. ¿Había un río más hermoso que la Madre de Todos los Ríos?, se preguntó. ¿Había alguna tierra más bella y bendita que Egipto, la Madre del Mundo?
—Alí me contó que hace mucho tiempo, en la época de los faraones —explicó—, una joven doncella era sacrificada al río y, cuando se ahogaba, se convertía en la Novia del Nilo, confiriendo al río un fértil limo y la promesa de abundantes siegas y copiosas cosechas. Ahora, en cambio, la frágil flor de loto es la única Novia del Nilo.
Alice se acercó un perfumado pañuelo a la garganta. En veintiún años, todavía no se había aclimatado al calor de Egipto.
—Tú vienes al río el mismo día cada año y arrojas una flor al agua. ¿Es en recuerdo de la ceremonia del loto?
Evocando el día en que fue a visitar a Safeya Rageb la primera vez que había puesto los pies fuera de casa, Amira contestó:
—No, no es por eso. Es porque una vez me extravié en la ciudad y Alí me habló desde el pasado en aquel puente de allí abajo. Me ayudó a encontrar el camino y guió mis pasos. En aquel momento comprendí el poder y el misterio del Nilo. ¿Sabes que el Nilo está habitado por las almas de los que se han ahogado en él? —añadió Amira—. No sólo las de las Novias sino también las de los pescadores, los nadadores y los que se suicidan arrojándose a sus aguas. El Nilo da la vida y la quita.
—Pero también nos da un pescado excelente —comentó Suleiman a su espalda, alargando la mano hacia su taza de café.
Maryam se rió.
—¡Desde que se retiró, la comida se ha convertido en la mayor afición de mi marido!
Suleiman rechazó con un gesto de la mano las palabras de su mujer y añadió, dirigiéndose a Alice:
—Muy pronto podrás disfrutar de todas las exquisiteces que ofrece Inglaterra, querida… Los panecillos con crema. ¡El maravilloso té de Devonshire! Lo probé cuando estuve allí una vez, en 1936. Aún recuerdo el sabor de aquella mermelada.
Mientras Maryam regresaba riéndose a la cocina, Alice se volvió hacia su suegra diciendo:
—Madre Amira, ¿por qué no vienes con nosotros a Inglaterra? Nunca has salido de Egipto.
—Ése es un viaje para ti e Ibrahim —contestó Amira con una sonrisa—. Tiene que ser una segunda luna de miel.
Y una ocasión para sanar tus heridas, añadió en silencio.
A Ibrahim se le había ocurrido la idea poco después del aborto de Alice, cuando ésta, al perder la criatura que llevaba en su vientre y que ella esperaba fuera un varón, se hundió en una negra depresión. Como una prodigiosa medicina, la perspectiva de regresar a casa la había animado y había evitado que volviera a caer en la enfermedad. No, a Amira jamás se le hubiera ocurrido ir con ellos. Además, ella también tenía sus planes. Había decidido emprender un viaje por su cuenta a la ciudad santa de La Meca, en Arabia.
—Ya casi no tengo ningún pariente directo en Inglaterra —dijo Alice—. Sólo una anciana tía. Pero me quedan mis amigos —añadió, contemplando la ruidosa ciudad brillantemente iluminada, una abigarrada mezcla de Oriente y Occidente que, de vez en cuando, se le antojaba totalmente desconocida.
Iba, por ejemplo, a una tienda que había visitado miles de veces y empezaba a regatear en árabe a propósito del precio de unos zapatos, tal como solía hacer desde hacía dos décadas, y, de pronto, todo le quedaba desenfocado: las palabras se le enredaban en la boca y perdían su significado y los olores de la tienda y de la calle la dejaban aturdida. Entonces se preguntaba por un instante dónde estaba y por qué. Después, cuando recuperaba la sincronía con El Cairo, pensaba en el calor y en la arena que se metía por todas partes e imaginaba que sólo la bruma y la niebla de Inglaterra los hubieran podido disipar.
Sin embargo, había otra razón secreta para que quisiera regresar a Inglaterra en aquellos momentos. Tras sufrir el aborto, había descubierto una oculta depresión que discurría por lo más hondo de su ser como una corriente subterránea que jamás afloraba a la superficie. Entonces empezó a pensar en su madre y se preguntó si ella también habría intuido la existencia de aquella estremecedora corriente en su interior. ¿Qué habría impulsado a lady Frances a suicidarse? La melancolía, decía el certificado de defunción.
Alice había decidido regresar a Inglaterra para buscar las respuestas. La anciana tía Penélope era la mejor amiga de su madre. Puede que tía Penny supiera por qué motivo lady Frances se había quitado la vida. Alice necesitaba saber si ello se había debido a alguna causa externa o si había sido algo innato, una especie de tendencia genética contra la cual no se podía luchar. Alice necesitaba saberlo porque iba a cumplir cuarenta y dos años al año siguiente, la misma edad que tenía su madre al morir.
—Es bueno tener amigos —dijo Suleiman, levantándose de su asiento con la rigidez propia de la edad. Como Maryam, tenía el cabello del todo blanco y vestía prendas cómodas porque consideraba que se tenía bien ganado ese derecho—. Muchos de nuestros amigos han abandonado Egipto y han prosperado en Europa y América. Sin embargo, yo sigo pensando que el presidente Nasser quiere lo mejor para Egipto. Háblame del lugar donde tú naciste, Alice, puede que pasara por allí en 1936.
Amira se dirigió a la cocina, donde Maryam estaba sacando del horno una baklava recién hecha.
—Suleiman vive cada vez más anclado en el pasado —dijo Maryam, vertiendo inmediatamente almíbar frío sobre el pastel caliente—. ¿Es eso lo que les ocurre a los viejos, Amira? Cuando el futuro es más breve que el pasado, ¿la gente empieza a mirar hacia atrás?
—A lo mejor, es la manera que tiene Alá de prepararnos para la eternidad. Deja que te ayude. Yo también pienso cada vez más en el pasado últimamente. Es curioso, Maryam, pero, cuantos más años tengo, más recuerdo los días de antaño, como si cada vez estuviera más cerca de ellos en lugar de más lejos.
—Puede que algún día, si Dios quiere, lo recuerdes todo y tengas el gozo de recuperar los recuerdos de la infancia que tanto nos alegran a todos.
¡El gozo de los recuerdos de la infancia!, pensó Amira. Sin embargo, para buscar el pasado, sabía que tendría que retroceder en el tiempo y hallar las respuestas a las preguntas de quién era ella realmente y de dónde procedía. ¿Mataron a mi madre aquel día y la dejaron en el desierto, se preguntó, o a ella también se la llevaron a la fuerza y la encerraron en otro harén? ¿Y si todavía viviera? Yo tengo sesenta y dos años; podría tener ochenta y tantos años, incluso menos. Si me alumbró a los catorce años, los mismos que yo tenía cuando di a luz a Ibrahim, podría ser todavía una mujer muy sana perdida en algún lugar de este mundo y quizá, en las cálidas y perfumadas noches estivales como ésta, contempla las estrellas tal como hago yo y piensa en la chiquilla que le arrebataron de los brazos.
Amira pensó en el alminar cuadrado que tan a menudo aparecía en sus sueños. ¿Dónde demonios estaría? Los pocos alminares cuadrados que había en El Cairo eran unas complejas estructuras cubiertas de intrincados adornos; en cambio, el de sus sueños era liso y sin adornos. Cada vez que lo veía, Amira intuía que estaba tratando de decirle algo, como si le dijera en un susurro: «Búscame y encontrarás todas las respuestas… el nombre de tu madre, dónde naciste, la estrella de tu nacimiento».
«Haré la peregrinación a La Meca y, si Alá quiere, encontraré el camino que me condujo a Egipto y lo seguiré hasta llegar a mis orígenes. Y posiblemente incluso hasta mi madre».
Cuando ambas amigas regresaron al salón, Suleiman cortó el extremo de un cigarro, lo estudió un instante y dijo:
—O sea que Yasmina quiere ser médica, ¿eh? ¿Por qué no? Rachel, la hija de mi Itzak en California, quiere matricularse en la facultad de Medicina. Es una buena profesión para una chica. Las mujeres comprenden mejor el dolor y el sufrimiento. Los hombres, no. ¿Cuándo lo hemos experimentado? Maryam, tenemos que ir a California a ver a Itzak. Amira, ¿te acuerdas de mi Itzak? Cómo no te vas a acordar si tú lo ayudaste a venir al mundo. Me escribe en inglés y me cuenta que no les enseña el árabe a sus hijos porque son americanos, dice él. Pero yo digo que son egipcios y, si tengo que ir allí y…
De pronto, se oyeron unos fuertes golpes en la puerta.
—¿Quién puede ser? —se preguntó Maryam, secándose las manos en el delantal que llevaba puesto.
Antes de que pudiera ir a ver, se oyó un estrépito infernal y unos hombres uniformados irrumpieron en el apartamento.
Suleiman se levantó de un salto.
—¿Quiénes sois y qué queréis?
—¿Suleiman Misrahi?
—Yo soy.
—Has sido acusado de pronunciar palabras desleales contra el gobierno.
Amira se acercó una mano al pecho. Era una repetición de la pesadilla del arresto y encarcelamiento de Ibrahim. Todo el mundo había oído hablar de aquellas incursiones nocturnas de la policía militar de Nasser y de los destierros a campos de detención sin juicio previo. Sin embargo, los detenidos solían ser miembros del grupo subversivo de los Hermanos Musulmanes o de otros grupos antigubernamentales. ¿Qué podían tener en contra de un anciano matrimonio judío?
—Tiene que haber un error —dijo Maryam, pero uno de los soldados la apartó a un lado de un manotazo.
Cayó contra un armario en el que guardaba piezas de porcelana y percibió un súbito y agudo dolor en las costillas.
Alice se acercó a ella corriendo y Amira se enfrentó con el oficial que ostentaba el mando.
—No tenéis ningún derecho a hacer eso —le dijo—. Ésta es una casa de paz.
Pero no le hicieron caso. Observaron horrorizados cómo los soldados recorrían el apartamento, sacando ropa de los armarios, vaciando cajones y guardándose las joyas y el dinero en los bolsillos. Uno de los hombres pasó un brazo por la superficie del aparador, arrojando al suelo una menorah de plata, el candelabro judío de siete brazos, junto con varias fotografías enmarcadas de los hijos y nietos de los Misrahi. La menorah, los marcos de los que inmediatamente arrancaron las fotografías y todos los objetos de plata antigua de Maryam fueron introducidos en un saco de yute y arrastrados al rellano.
—Alice —dijo Amira en voz baja para que los soldados no la oyeran—, telefonea en seguida a Ibrahim.
Por último, los hombres agarraron el brazo de Suleiman.
—¡No! —gritó Maryam.
—Estás bajo arresto —le ladró el oficial— por actos subversivos contra el gobierno y el pueblo de Egipto.
Suleiman miró con expresión perpleja a su mujer.
—Por favor —les suplicó ella—. Tiene que haber un error. Nosotros no hemos hecho nada…
Pero un soldado empujó a Suleiman sin miramientos hacia la puerta y le sacó al rellano. El anciano se acercó súbitamente la mano al pecho, emitió un grito y se desplomó al suelo.
Maryam corrió hacia él.
—¿Suleiman? ¡Suleiman!