21

Zacarías vio unos ángeles.

O, por lo menos, creyó verlos. Sin embargo, los gráciles seres que parecían flotar a su alrededor envueltos en una suave y dorada luz eran simplemente Amira y Sahra, la chica de la cocina. Estaban en la última semana del Ramadán, el mes del ayuno, y lo último que Zacarías recordaba era el insoportable calor de la cocina.

Notó una mano bajo su cabeza mientras algo cálido y dulzón le rozaba los labios.

—Bébete esto —oyó que le decía su abuela.

Tras tomar unos sorbos, a Zacarías se le despejó la cabeza. Al enfocar la vista y ver la preocupada expresión del rostro de Amira, preguntó:

—¿Qué me ha pasado?

—Te has desmayado, Zakki.

Cuando vio la taza que Amira sostenía en la mano y comprendió que sólo había bebido un poco de té, trató de levantarse.

—¿Qué hora es?

—Tranquilízate —le dijo Amira—. El té está permitido. Ya se ha puesto el sol. La familia está comiendo en el salón. Ven a reunirte con los demás.

Zacarías se incorporó en la cama y vio que estaba en su dormitorio. Después observó que Sahra, su nodriza, le miraba con inquietud.

—Te has desmayado en la cocina, mi pequeño amo —dijo Sahra—. Y te hemos traído aquí.

Amira le acarició el cabello y le preguntó:

—¿No habrás ayunado demasiado, Zakki?

Zacarías hundió de nuevo la cabeza en la almohada. No he ayunado lo suficiente, dijo para sus adentros, pensando que ojalá no se hubiera tomado el té, tanto si el sol se había puesto como si no. Comprendiendo que el mes del Ramadán estaba a punto de finalizar y que pronto terminaría aquel período de ayunos y expiaciones, Zakki se llenó de angustia. ¡Le quedaba muy poco tiempo para salvarse!

Cada día del mes del ayuno, desde el amanecer hasta el ocaso, Zacarías trataba de cumplir el Quinto Pilar de la Fe, absteniéndose de la comida, el agua, el tabaco e incluso el agua de colonia, para vencer de este modo las pasiones que eran las armas de Satanás. Todo el mundo sabía que la comida y la bebida reforzaban el arsenal del demonio y que la abstinencia mantenía a raya al enemigo de Alá. Pero el ayuno del Ramadán era algo más que la abstinencia de comida y bebida; era también la ascesis mental que Zacarías se esforzaba fielmente en practicar. Los pensamientos terrenales formaban parte de la abstinencia, pues toda la mente tenía que concentrarse en Alá. Por consiguiente, de la misma manera que un trozo de pan rompía el ayuno físico, un pensamiento impuro dejaba sin validez el ayuno espiritual.

Durante cada uno de los días del mes más santo del Islam, Zacarías había roto el ayuno espiritual.

—Te lo tomas demasiado a pecho, hijo mío —dijo Amira—. Está prohibido ayunar constantemente y me parece que eso es lo que tú has estado haciendo. Alá sólo nos exige que nos purifiquemos desde el amanecer hasta el ocaso, pero después podemos comer hasta saciarnos. Recuerda que Alá es el Compasivo que nos da el alimento.

Zacarías apartó el rostro. Umma no podía comprenderlo. Él quería ser devoto y aspiraba a que el Señor lo llenara con su gracia, pero ¿cómo podía ser digno de su gracia si era incapaz de apartar de su mente los pensamientos lascivos en torno a Tahia? La comida y el agua se podían evitar sin dificultad; en cambio, su mente lo traicionaba cada vez que miraba a su prima y recordaba el beso que le había dado la noche de la boda de Yasmina.

—¿Qué te sucede, cariño? —preguntó Amira—. Presiento que algo te preocupa. ¿Tienes algún problema con los estudios?

Zacarías clavó sus verdes ojos en Amira y contestó:

—Quiero casarme.

Amira lo miró con asombro.

—Pero si ni siquiera has cumplido los dieciocho años, Zakki. No tienes todavía ninguna profesión, no podrías mantener a una esposa y unos hijos.

—Permitiste que Omar se casara y él aún no ha terminado los estudios.

—Omar cuenta con la herencia de su padre. Y sólo le falta un año para terminar la carrera y conseguir un puesto como ingeniero en la Administración. Vuestras situaciones son distintas.

—Pues, entonces, Tahia y yo podríamos vivir aquí contigo hasta que yo terminara los estudios.

Amira, ciertamente sorprendida, se reclinó en su asiento.

—¿Tahia? ¿Es con ella con quién quieres casarte?

—Oh, Umma —exclamó Zacarías desbordando de pasión—. ¡Ardo por ella!

Amira lanzó un suspiro. ¡Ay, estos chicos, siempre ardiendo!

—Eres demasiado joven —repitió.

De pronto, lo recordó: Zacarías no era un verdadero Rashid. ¿Cómo podía casarse con Tahia?

Tras abandonar el dormitorio de Zacarías, Amira subió a la azotea de la casa y contempló las fulgurantes estrellas. Allá arriba, pensó, estaba la estrella del nacimiento de Zacarías, pero nadie sabía cuál era. «Yo tampoco sé cuál es la mía».

¿Cómo podemos seguir el camino que nos ha sido trazado?, se preguntó mientras llegaban hasta ella los rumores de las celebraciones de toda la ciudad. ¿Cómo podemos conocer nuestro futuro si no sabemos cuáles son nuestras estrellas?

Pensó en los sueños que seguían turbando sus pensamientos, en su extraordinaria intensidad y en la nitidez de los detalles —el campamento del desierto, la madre que perdía a su hija, el nubio del turbante escarlata—, y se preguntó una vez más, tal como solía hacer a menudo, qué estaban tratando de decirle. El hecho de no comprender el propio pasado le producía una profunda sensación de soledad.

Zacarías quería casarse con Tahia, pero ¿sería prudente autorizar aquella unión? ¿No sería peligroso casar a Tahia con un muchacho de orígenes desconocidos cuyo futuro no se podía leer? Amira se compadecía de él y deseaba que fuera feliz, pero se sentía obligada a velar por la hija de su hija. Tahia necesitaba a un hombre serio y responsable a quien ellos ya conocieran y cuyo honor estuviera por encima de cualquier sospecha.

Amira sabía exactamente quién debería ser aquel hombre; ya había leído sus estrellas cuando lo eligió como marido de Camelia.

Los cañonazos y los redobles de tambor se escucharon por toda la ciudad y, cuando Radio El Cairo transmitió el cañonazo oficial que anunciaba el término del Ramadán, la gente se echó a la calle vestida con sus mejores galas para visitar a los parientes y llevar regalos a los niños. Acababan de comenzar los tres días de jubilosos festejos del Eid al-Fitr.

Zacarías y Tahia estaban sentados en el mismo banco de mármol del jardín donde casi un año atrás se habían dado el primer beso. Ellos no compartían la alegría de la fiesta, pues Tahia tendría que casarse con Jamal Rashid antes de que finalizara aquel mes y se iría a vivir a su casa de Zamalek. La perspectiva no la entusiasmaba, pero, a diferencia de Camelia y Yasmina, a ella jamás se le hubiera ocurrido desobedecer a Umma y negarse a contraer matrimonio con Jamal Rashid.

Ambos contemplaban en silencio las estrellas y el delicado cuarto de la luna nueva tomados de la mano mientras aspiraban el perfume de los jazmines y la madreselva.

—Yo siempre te amaré, Tahia —dijo finalmente Zacarías—. Jamás querré a ninguna otra mujer. No me casaré y entregaré mi vida a Alá.

Lo había dicho sin saber que estaba repitiendo las mismas palabras que su padre le había dirigido a Sahra junto al Nilo casi dieciocho años atrás.

Ibrahim contempló a la mujer tendida a su lado en la cama y pensó que aquélla iba a ser su última prostituta. Tras haber pedido a tres echadoras de cartas distintas que le dijeran la buenaventura y haberle prometido las tres que el hijo, que la criatura que Alice llevaba en su vientre era un varón, se había convencido de que ya había pagado su deuda en la cárcel y de que Alá le había perdonado los pecados de su pasado y le iba a permitir iniciar una nueva vida.

Lo primero que le llamó la atención a Nefissa de aquel hombre fue su cabello, un poco ralo, pero inequívocamente rubio. Cada vez que los ojos de ambos se cruzaban, Nefissa trataba de distinguir de qué color eran… ¿serían grises o azules? Los invitados estaban asistiendo a una recepción en honor de un célebre periodista, a la cual Nefissa también había sido invitada en su calidad de íntima amiga de la anfitriona, una representante de la alta sociedad, superviviente de los tiempos de Faruk. Hubiera deseado que le presentaran a aquel intrigante caballero, pero aún le dolía el humillante desprecio de Hassan, a pesar del año transcurrido. Mientras se preguntaba qué podría hacer, la anfitriona, una perspicaz mujer que actuaba de vez en cuando de casamentera y a quien no le había pasado inadvertido el intercambio de miradas entre sus dos invitados, se acercó a ella y le dijo en tono de conspiradora:

—Es un profesor de la Universidad Americana. Yo diría que es bastante guapo, pero lo que lo hace todavía más atractivo es el hecho de que sea soltero. ¿Quieres que te lo presente, cariño?

Entre los bastidores del escenario del Cage d’Or, Camelia estaba dando los últimos toques a la galabeya de raso blanco que iba a lucir en su debut como danzarina. Pasó fugazmente por su mente el deseo de que su familia pudiera estar allí para presenciar su primera actuación en público, pero la noche que había abandonado la calle de las Vírgenes del Paraíso se fue a casa de Dahiba y Hakim y éstos eran ahora su familia. Cuando finalmente salió al escenario, uniéndose a Dahiba para interpretar un número con ella, Camelia sintió que su alma se elevaba hasta las fulgurantes arañas de cristal del techo y las brillantes luces de la sala. Entre los aplausos del público y los gritos de «Y’Allah!», la joven esbozó una sonrisa y empezó a bailar.

Acunando en sus brazos al pequeño Muhammad, Yasmina estaba examinando el libro de biología que Zakki le había regalado para su cumpleaños. Apenas levantó la vista cuando Omar entró en la estancia desde el dormitorio contiguo, precedido por el perfume de su agua de colonia. Al decirle éste que iba a salir, asintió con la cabeza y pasó una página. Ya no le tenía miedo. Ignoraba lo que su padre le había dicho en privado, pero, fuera lo que fuese, estaba claro que lo había metido en cintura. Ahora Omar pasaba las noches con sus amigos, pero a ella le daba igual. Tenía a Muhammad, que era el centro de su universo, y tenía sus libros. Estaba absolutamente decidida a reanudar algún día sus estudios y a ser independiente, lo cual era uno de los motivos de que, en las pocas ocasiones en que Omar la llamaba a la cama, ella tuviera un seguro secreto contra ulteriores embarazos: los anticonceptivos que facilitaba una de las nuevas clínicas de control de la natalidad establecidas por el presidente Nasser.

Alice estaba colocando en los jarrones del salón las peonías y las rosas recogidas en su jardín. Mientras estudiaba el efecto del rosa combinado con el amarillo, pensó en la nueva vida que estaba creciendo en su vientre y confió en que fuera un pequeño Eddie. Sería rubio y de ojos azules como su hermano y ella lo llevaría a Inglaterra para que conociera a la mitad inglesa de su familia.

Amira contempló con tristeza la furgoneta que se iba a llevar el último lote de los muebles de Maryam. Suleiman había vendido la gran casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso y ahora los Misrahi se irían a vivir a un pequeño apartamento de las inmediaciones de la plaza de Talaat Harb.

Amira miró detenidamente a la mujer que había sido su mejor amiga durante muchos años, desde que ambas eran unas jóvenes recién casadas. Juntas habían criado a sus hijos y compartido secretos, se habían consolado mutuamente y habían bailado el beledi. ¿Adónde habían volado los años?

—¿Vendréis a vernos a menudo? —le preguntó Maryam mientras las portezuelas de la furgoneta se cerraban ruidosamente—. ¿De verdad no permitirás que la distancia nos separe?

—Hubo un tiempo —contestó Amira— en que hubiera dudado ante la idea de salir de casa. En realidad, me daba miedo. Pero eso ya pasó. Por supuesto que iré a visitarte, tú eres mi hermana.

Amira tomó del brazo a Maryam y recordó los días en que temía enfrentarse con el mundo y ni siquiera se quitaba el velo, por más que Alí le hubiera dado permiso para hacerlo. En cambio, ahora, sabiendo que la brutal separación de su madre en su infancia era el origen de su inseguridad, estaba deseando visitar a Maryam en su nuevo apartamento de la plaza Talaat Harb.