Era la mística noche del Lailat al-Miraj que conmemoraba la hora en que el profeta Mahoma había cabalgado por el espacio a lomos de un blanco caballo alado desde Arabia a Jerusalén donde había sido arrebatado al Cielo para recibir de manos de Alá las cinco oraciones diarias. Mientras el viento jamsin gemía por las oscuras callejuelas de El Cairo, cubriendo las farolas con velos de arena, las antiguas celosías de mashrabiya de la mansión Rashid chirriaron sacudidas por las ráfagas de viento y las viejas lámparas de aceite de latón, convertidas en eléctricas desde hacía mucho tiempo, oscilaron y se balancearon suspendidas de sus elegantes cadenas de latón. Los veintiséis miembros de la familia y los criados que residían en la casa se habían reunido en el salón donde Ibrahim estaba dirigiendo las oraciones.
Amira permanecía sentada con la cabeza cubierta por un negro velo, escuchando los cadenciosos cantos del Corán sin poder concentrarse en la oración. ¿Dónde estarían Omar y Yasmina, se preguntó, en aquella noche tan significativa en la que las familias se reunían para estrechar los vínculos espirituales que las mantenían unidas?
En la ciudad, donde las puertas golpeaban y las persianas crujían mientras el viento del desierto bajaba con fuerza por las anchas avenidas y las tortuosas callejas, Yasmina caminaba pegada a los muros de las casas para protegerse del viento. Apenas circulaban automóviles y había muy poca gente por las calles. Tenía la sensación de encontrarse sola en un caótico universo en el que el jamsin soplaba con tanta violencia que casi parecía que estuviera a punto de levantarla del suelo. Pero ella seguía adelante, cubriéndose el hinchado cuerpo y tapándose el rostro con un pañuelo para que la arena no le entrara en la nariz y los ojos. Apenas podía caminar de tanto como le dolía.
Omar la había golpeado con tal fuerza que ella temió por el niño no nacido y decidió escapar. Mientras avanzaba a través de la noche y cada paso le parecía un kilómetro y cada inspiración de aire le provocaba un nuevo dolor, rezó para que consiguiera llegar a la calle de las Vírgenes del Paraíso donde sabía que unas doradas ventanas iluminadas la acogerían y le darían una cálida bienvenida.
En el caldeado salón, Ibrahim seguía dirigiendo las oraciones. Mientras rezaba con los demás, Camelia pensó que faltaba menos de un mes para que cumpliera los dieciocho años. Sin embargo, aquella perspectiva no le causaba la menor alegría. En los cuatro meses transcurridos desde el accidente, no había vuelto a bailar con Dahiba, había abandonado la escuela y la academia de ballet y ya no se veía con ninguna de sus amigas. Se había resignado a convertirse en una de aquellas mujeres que vivían en la periferia de las vidas de otras personas. Zu Zu, por lo menos, recordaba a su enamorado de raza gitana y las aventuras con los traficantes de esclavos a los que aquél engañaba. ¿Qué recuerdos tenía ella, aparte la breve fantasía del té con un apuesto censor del gobierno? Ni siquiera Ibrahim, leyendo el Corán, prestaba atención a las santas palabras que salían de su boca. Su lectura era mecánica porque estaba pensando en el linaje y los herederos. Sus intentos de dejar a Alice embarazada no habían surtido el menor efecto hasta la fecha. Sin embargo, ahora tenía una nueva esperanza… faltaba un mes para que naciera el hijo de Yasmina. ¿Podría gozar de la dicha de tener un nieto?
Una vez finalizadas las oraciones, llegó el momento de relatar la historia de cómo Mahoma había sido elevado al Cielo en su caballo alado y Alá había decretado que los creyentes rezaran cincuenta veces al día, pero entonces el profeta Musa intercedió y convenció a Mahoma de que le pidiera al Señor que redujera el número a cinco. Mientras contaba la historia, Ibrahim miró de soslayo a Alice, sentada con una Biblia sobre el regazo. Los recuerdos de las noches que ambos habían pasado juntos en los últimos meses y en las que él le había dado a beber a su esposa copas de brandy mezclado con un brebaje lo llenaban de tal remordimiento y vergüenza que se había hecho a sí mismo una promesa: basta de subterfugios para preñar a su mujer. Dejaría el asunto en manos de Alá.
De pronto, se oyeron unos fuertes golpes en la puerta de abajo y, a los pocos segundos, una criada entró en el salón acompañando a Yasmina. La joven se desplomó en un diván y toda la familia se congregó a su alrededor.
Alice se abrió paso entre sus parientes y abrazó a su querida hija.
—Mi niña, mi niña —dijo—. ¿Qué te ha pasado?
—Omar —contestó Yasmina, lanzando un gemido de dolor. Amira, con toda su autoridad, se volvió hacia Ibrahim y le dijo:
—Manda llamar a Omar.
—¡No! —gritó Yasmina—. ¡No llaméis a Omar! No, por favor…
Ibrahim se sentó a su lado y le preguntó:
—Dime qué ha ocurrido. ¿Te ha hecho daño?
Al ver la furia de los ojos de su padre, Yasmina temió súbitamente por la seguridad de Omar y, en medio de su dolor, balbució:
—No… no ha sido nada. Yo he tenido la culpa.
Ahora que se encontraba sana y salva en su casa, Yasmina estaba empezando a pensar que, a lo mejor, era cierto que ella había tenido la culpa. Le había replicado a Omar cuando no hubiera debido hacerlo. Le había anunciado su intención de reanudar sus estudios y él le había denegado el permiso, aduciendo como excusa el niño que iba a nacer. Entonces ella le dijo que no pensaba obedecerle. Y él le había pegado.
—No te preocupes, papá —le dijo a Ibrahim ahora—. Déjame estar aquí un ratito.
En aquel momento se presentó la policía, diciendo que venía a arrestar a Yasmina Rashid por abandono de su marido.
Toda la familia se dividió en dos bandos, uno gritando insultos contra los agentes y afeándoles su conducta por dedicarse a tales menesteres en una noche tan santa como aquélla, y otro pensando que Yasmina no hubiera tenido que escaparse de casa, por muy mal que la hubiera tratado Omar. En cualquier caso, Yasmina no tenía más remedio que irse. Según el Beit el-Ta’a, la Ley de la Casa de la Obediencia, Omar estaba en su derecho de exigir el arresto de su mujer por abandono del hogar. En caso necesario, la ley permitía incluso que la policía condujera a rastras a la esposa a casa de su marido.
Cuando Yasmina se negó a acompañar voluntariamente a los oficiales, sus tías y primas se retorcieron las manos y empezaron a gemir. Como se enteraran los vecinos, llamarían a Yasmina nashiz, es decir, «bicho raro», término que se aplicaba a la esposa que desobedecía al marido.
—En tal caso, no nos quedará más remedio —dijeron los agentes en tono de disculpa mientras uno de ellos alargaba la mano hacia Yasmina.
La joven lanzó un grito y cayó de rodillas.
—¡Alá nos asista! —exclamó Haneya—. ¡La chica está de parto!
—Si es la hora de Alá —dijo serenamente Amira, ayudando a Yasmina a levantarse—, no será demasiado pronto. Vamos, daos prisa. Que alguien avise a Qettah.
El parto de Yasmina fue breve y la criatura vino al mundo bajo el dosel de la enorme cama de cuatro pilares de Amira en la que habían nacido varias generaciones de Rashid. Era un niño, nacido bajo Antares, anunció Qettah, la doble estrella de Escorpión en la decimosexta casa lunar. Todos los presentes lo celebraron con gozo e Ibrahim sonrió por primera vez en varias semanas. Mientras contemplaba amorosamente a su hijo, olvidándose de la paliza que acababan de propinarle, Yasmina dijo:
—Yo esperaba que naciera el día de mi cumpleaños.
Iba a cumplir diecisiete.
Junto a su cama, Alice e Ibrahim sonreían con lágrimas en los ojos.
—No puedo creer que ya sea abuela —señaló Alice, riéndose—. ¡Sólo tengo treinta y ocho años y ya soy abuela! Tengo un secreto que deciros a los dos, cariño —añadió, mirando a su marido—. Yo también voy a ser madre de nuevo. Estoy embarazada.
—Oh, amor mío —exclamó Ibrahim, estrechándola en sus brazos—. Jamás hubo un hombre más dichoso que yo. —Sentándose en el borde de la cama, tomó la mano de su hija en la suya—. Ciertamente, Alá me miró con una sonrisa la noche en que tú naciste. Ahora me has dado un nieto y, si Alá quiere, pronto tendré también un varón —añadió extendiendo la mano hacia Alice—. Las dos me habéis hecho muy feliz.
Sentada junto a la ventana abierta de su apartamento, Yasmina contemplaba cómo la corriente del Nilo se agitaba bajo la fuerza del jamsin mientras acunaba al niño en sus brazos. La sensación, a través de la manta, del calor y de las pequeñas protuberancias y suaves depresiones de su cuerpo le hacía olvidar el dolor. Aunque le había permitido quedarse en la calle de las Vírgenes del Paraíso para recuperarse del parto, el día en que regresó a casa con el niño, Omar la castigó. Pero de eso hacía dos semanas y, desde entonces, su marido no le había vuelto a poner la mano encima. Yasmina rezó para que la causa de su cambio de actitud fuera el niño. Tal vez el hecho de tener un hijo le recordaba a Omar que ahora tenía ciertas responsabilidades y puede que también le tuviera a ella un poco más de respeto por haberle dado un hijo varón.
Miró el reloj, calculó que Omar aún tardaría varias horas en regresar a casa y se le ocurrió una idea. Taparía bien al niño, tomaría un taxi y se iría a visitar a los suyos a la calle de las Vírgenes del Paraíso. Sería su primera visita oficial a la casa en su papel de madre. Mientras se preparaba rápidamente presa de una súbita emoción, se imaginó la bienvenida que le iban a dispensar y los abrazos y las risas de sus parientes. Ya no sería una de las niñas de la casa sino una respetada esposa y madre.
Al acercarse a la puerta, observó que estaba atascada, lo cual le pareció un poco raro porque el edificio era nuevo y no era lógico que las puertas ya se hubieran alabeado. Tiró con más fuerza y descubrió que la puerta no estaba atascada en absoluto sino cerrada con llave. Omar la debía de haber cerrado a su espalda aquella mañana al salir hacia la universidad.
Buscó primero la llave en su bolso y después en otros lugares donde pudiera haberla dejado, pero no la encontró. Irritada consigo misma por haberla extraviado, decidió telefonear al casero, que tenía una llave maestra, pero, cuando descolgó el teléfono, descubrió que no había línea. Contempló el aparato que sostenía en la mano y experimentó un repentino escalofrío. ¿La habría encerrado Omar y habría desconectado el teléfono deliberadamente? No, no era posible. A pesar de sus ocasionales arrebatos de crueldad, Omar no hubiera sido capaz de llegar tan lejos. Simplemente habría cerrado la puerta sin darse cuenta. En cuanto a lo otro, los teléfonos de El Cairo no eran muy de fiar. Mientras volvía a dejar a Muhammad en su cuna y se dirigía a la cocina para preparar la cena, pensó que Omar se disculparía al volver a casa y ambos se reirían de aquella tontería. Después, decidió prepararle su plato preferido: pecho de cordero relleno.
Para su asombro y su creciente inquietud, Omar no regresó a casa a la hora de la cena. Yasmina permaneció en vela toda la noche y, al ver que tampoco regresaba al día siguiente, su alarma cedió el paso al terror. La había encerrado y se había ido. Intentó descerrajar la puerta, pero estaba tan asustada que le temblaban las manos y sólo consiguió romper el tirador en dos mitades, una de las cuales cayó dentro del apartamento y la otra fuera.
Tomó un martillo y un destornillador en la esperanza de poder sacar la puerta de sus goznes, pero éstos estaban cubiertos por muchas capas de pintura. Aporreó la puerta y pidió socorro sin confiar demasiado en que alguien la oyera; vivían en el último piso del edificio y los inquilinos de los otros dos apartamentos no estaban casi nunca en casa. Y, aunque hubieran estado, no le hubieran echado una mano. Nadie se entrometía cuando un marido castigaba a su mujer.
Cuando Omar regresó finalmente a casa al tercer día, Yasmina ya casi había enloquecido de angustia y temor. Omar derribó la puerta de un puntapié y arrojó sus pies el tirador roto.
—¿Qué has hecho con esta puerta?
—Te fuiste y tuve miedo de…
—Te voy a tener que dar una lección, Yasmina. Primero me desafías diciendo que vas a reanudar tus estudios cuando yo te lo tengo prohibido. Después me deshonras escapando de casa. Todos nuestros vecinos lo saben y se burlan de mí a mi espalda. Te voy a convertir en una esposa obediente.
Omar empezó a recorrer el apartamento, desenroscando bombillas y rompiéndolas. Yasmina le siguió, rezando para que el niño no se despertara.
—¿Qué estás haciendo, Omar?
—Te estoy dando una lección que no podrás olvidar.
La apartó a un lado, separó el televisor de la pared y arrancó el cable. Hizo lo mismo con la radio y rompió todas las bombillas, dejando el apartamento a oscuras; después se dirigió a la puerta y arregló el tirador.
—Espera —le dijo Yasmina al ver que se disponía a salir—. No te vayas. Por favor, no me dejes. No nos queda apenas comida. El niño necesita…
Pero Omar se fue dando un portazo y Yasmina oyó girar la llave en la cerradura.
Cuando los manotazos contra la puerta la despertaron, Yasmina no supo al principio dónde estaba. La casa se encontraba a oscuras y ella tenía hambre y le dolía la cabeza. Comprendió que se había quedado dormida en el suelo del salón. Al final, lo recordó todo: Omar la había dejado encerrada en casa desde hacía… ¿cuántos días?
¿Por qué se comportaba con ella con tanta maldad? ¿Por qué se pasaba varios días siendo amable y después se ponía hecho una furia? ¿Qué había hecho ella para merecer semejante trato?
Se dirigió al dormitorio en medio de la oscuridad y, cuando levantó a Muhammad de la cuna, éste buscó inmediatamente su pecho. Se preguntaba cuánto tiempo le duraría la leche; llevaba sin comer nada desde la víspera. Al oír que volvían a llamar a la puerta, avanzó a tientas por el pasillo.
—Está cerrada —dijo—. ¿Quién es?
—Apártate —oyó que le decía Zacarías.
En un instante, éste derribó la puerta de un puntapié.
Camelia y Tahia entraron corriendo.
—Bismillah! —exclamaron al ver a Yasmina—. Pero ¿qué es lo que pasa aquí?
—¡Me ha encerrado dentro! —contestó Yasmina mientras Tahia la rodeaba con sus brazos.
—Hemos estado intentando llamarte por teléfono —explicó Camelia, mirando a su alrededor en el apartamento a oscuras—. Omar vino a casa y, cuando le preguntamos por ti, dijo que estabas demasiado ocupada con el niño y no podías ir a visitarnos. Entonces comprendí que ocurría algo.
—Tú te vienes con nosotros —dijo Zacarías—. Arregla al niño.
Actuaron con rapidez, tomando una manta y el abrigo de Yasmina, pero, cuando iban a salir, Omar apareció en la puerta y los miró enfurecido.
—¿Qué estáis haciendo?
—Nos vamos a llevar a casa a nuestra hermana —contestó Camelia—. ¡Y no te atrevas a impedírnoslo!
—Largaos todos de mi casa. ¡Mi mujer se queda aquí!
Al ver que sujetaba a Yasmina por el brazo, Camelia se quitó un zapato y le golpeó la cabeza con él. Omar lanzó un grito y trató de protegerse mientras los demás echaban a correr, llevándose a Yasmina y al niño.
Su llegada causó gran revuelo en la casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso. Al ver el aspecto de Yasmina y enterarse de lo que había hecho Omar, la familia se horrorizó y se llenó de cólera. Las mujeres acompañaron a Yasmina y al niño al salón, hablando todas a la vez, gritando que habría que azotar a Omar y preguntando dónde estaba Nefissa, su madre.
—¡Que las llamas del infierno devoren a este chico! —gritó Hanida.
—¿Dónde está tío Ibrahim? —preguntó un temperamental sobrino—. ¡A él le corresponde resolver este asunto!
—¡No hay más poder que el de Alá! —gimió la anciana tía Fahima.
Amira tardó varios minutos en restablecer el orden.
—El juicio corresponde al Señor —dijo después—. Tranquilizaos. Rayya, manda que se retire todo el mundo. Encárgate de que se acuesten los niños. Y vosotros, niños, preparaos para iros a la cama. Tewfik, cuida de que tío Karim tenga el bastón junto a su cama. Ahora os podéis ir todos a vuestras habitaciones para que la paz de Alá entre en esta casa.
Cuando todos se hubieron retirado y la casa recuperó el sosiego, Amira le dijo dulcemente a su nieta:
—Tienes que regresar a tu casa y hacer las paces con tu marido, Yasmina. Ahora eres una esposa y tienes una responsabilidad con tu marido.
—Me hace cosas terribles, Umma. ¿Por qué? ¿Cómo puede comportarse así?
Amira apartó un mechón de cabello de la frente de Yasmina y contestó:
—Omar siempre ha sido un niño malo. Se parece a su padre, que murió antes de que tú nacieras. A lo mejor, lo lleva en la sangre, no lo sé. Pero recuerda siempre que una buena esposa es como un velo que cubre los secretos de la familia.
Omar se presentó en la casa, exigiendo ver a Yasmina. Ibrahim le acompañó a una salita, cerró la puerta, le miró fijamente a los ojos y le ordenó que jamás volviera a encerrar a su esposa.
El muchacho se rió.
—Estoy en mi derecho, tío. Según la ley, un marido puede, si así lo desea, encerrar a su esposa para evitar que vuelva a escaparse. Y tú no puedes entrometerte.
—Tal vez la ley no pueda proteger a Yasmina —dijo Ibrahim en tono amenazador—, pero yo sí puedo. Como vuelvas a hacerle daño, como la encierres, la amenaces o la hagas desgraciada, te echaré una maldición, Omar. Te expulsaré de la familia y ya no serás un sobrino ni serás un Rashid.
A Omar se le heló la sangre. Sabía que Ibrahim era capaz de convertirlo en un ser inexistente, tal como el abuelo Alí había hecho con tía Fátima, cuyo nombre no se podía pronunciar y cuyas fotografías se habían destruido. Una sola palabra de Alí había bastado para que dejara de existir. Y lo mismo le ocurriría a él.
Temblando de rabia y temor, Omar trató de contenerse.
—Sí, tío —contestó con voz forzada.
—Y, como no me fío de ti, telefonearé a Yasmina cada día, la visitaré una vez a la semana y ella será libre de venir aquí con el niño siempre que le apetezca. Tú no se lo impedirás ni pondrás obstáculos. ¿Está claro?
—Sí, tío —contestó el joven, inclinando la cabeza.
Mientras los veía alejarse, Camelia se compadeció de Yasmina, que ahora ya estaba fichada, incluso ante la ley, como una nashiz, un bicho raro. De pronto, la muchacha comprendió que su situación era muy similar a la de su hermana. Yo también he sido fichada como un bicho raro, pensó, a causa de un desgraciado accidente; yo también he sido condenada por culpa de la ignorancia y los prejuicios.
Una nueva y extraña emoción se estaba agitando en su interior. Fue casi como un despertar, como si se hubiera pasado los cuatro últimos meses durmiendo y ahora empezara a abrir los ojos. Hubiera querido echar a correr en pos de su hermana y devolverla a casa, pero la ley amparaba a Omar. Su sensación de absoluta impotencia la indujo a buscar consuelo en su abuela, a quien encontró sentada ante su tocador, preparándose para acostarse.
—Pido permiso para hablar contigo, Umma —le dijo respetuosamente—. Estoy muy disgustada por lo de Yasmina y Omar.
Amira lanzó un suspiro.
—¡Las responsabilidades de la familia! Si Alá quiere, superarán sus diferencias.
—Pero las leyes son muy injustas con las mujeres, Umma —dijo Camelia, sentándose en la cama—. No está bien obligar a una mujer a soportar un matrimonio desgraciado.
—Las leyes se hicieron para proteger a la mujer.
—¿Para protegerla? Con todo el honor y el debido respeto, Umma, todos los días los periódicos hablan de las injusticias que se cometen con las mujeres. Hoy precisamente he leído la historia de una chica de El Cairo cuyo marido tomó una segunda esposa y abandonó el país con la segunda esposa, dejándola a ella sola con un hijo pequeño. El marido no tiene la menor intención de regresar a Egipto, pero se niega a conceder el divorcio a su primera esposa. Ella ha intentado cursar incluso una instancia al tribunal para poder volver a casarse, pero no harán nada a no ser que el marido le conceda el divorcio. Le ha escrito un montón de cartas y él ni siquiera contesta. Y esta chica estará condenada a una vida de soledad por culpa de un hombre egoísta.
—Ése es un caso aislado —dijo Amira, cepillándose el negro cabello, que ahora mostraba reflejos rojizos gracias a una aplicación semanal de alheña.
—No es un caso aislado, Umma. Lee tú misma el periódico. Tú sólo escuchas la radio, pero los periódicos están llenos de historias como ésta. El otro día contaban la de un hombre que murió hace poco. En su funeral se descubrió que tenía otras tres esposas, aparte de la primera, cada una de ellas en un barrio distinto de la ciudad y sin que ninguna supiera de la existencia de las otras. Cada viuda pensaba que iba a recibir toda la herencia, pero ahora las cuatro se tendrán que repartir lo poco que él les ha dejado.
—No era un hombre bueno.
—De eso precisamente se trata, Umma. No era un hombre bueno, pero tenía legalmente derecho a estar casado con varias esposas sin ninguna obligación de informar a cada una de ellas de que había otras. La ley es injusta con las mujeres. Y lo es con Yasmina. ¿Qué ocurre con todas estas pobres mujeres que no tienen familia como la nuestra que vele por sus intereses e impida que sus sádicos maridos las muelan a palos?
—Por la clemencia de Alá —dijo Amira, dejando el cepillo y volviéndose para mirar a Camelia—. Jamás te había oído hablar así. ¿Quién te ha metido todas esas ideas en la cabeza?
Camelia se percató con asombro de que había estado repitiendo como un eco las palabras de Dahiba. Durante los meses en que la gran danzarina le había estado dando lecciones en secreto, la joven había asimilado también las ideas políticas y la filosofía de su maestra.
—Tú no lo entiendes, Lili —dijo Amira—. Eres demasiado joven. Nuestras leyes se basan en las leyes de Alá; por consiguiente, nosotros nos guiamos por los mandamientos de Alá y Alá sólo puede querer el bien, bendito sea el Señor de todas las criaturas.
—Enséñame dónde está escrito que tenemos que soportar las torturas.
Amira contestó con dureza:
—No permitiré que pongas en tela de juicio la Palabra de Alá que nos ha sido revelada.
—¡Pero es que la Ley de la Casa de la Obediencia no está basada en la palabra de Alá, Umma! El Profeta nos dice que ninguna mujer debe ser obligada a contraer un matrimonio que ella no desee.
—Está escrito que una mujer obedecerá a su marido.
—Ésa es una ley para las mujeres. Pero también hay leyes para los hombres, Umma. Lo que ocurre es que ésas nadie las cumple.
—Pero ¿de qué estás hablando?
Camelia buscó un ejemplo.
—Bueno pues, tú nos obligas a vestir y a comportarnos con recato porque así está escrito en el Corán. Y, sin embargo, cuando éramos pequeños, Omar y Zakki se vestían y comportaban como querían.
—Están en su derecho como hombres que son.
—Ah, ¿sí? —Camelia tomó un ejemplar del Corán que había bajo un retrato de Alí Rashid, sacó el pesado libro de su soporte de madera y pasó las páginas—. Mira, Umma, lee aquí. Sura veinticuatro, versículo treinta.
Amira estudió la página.
—¿Ves lo que quiero decir?
—No lo veo —contestó Amira en voz baja.
—Está muy claro. —Camelia leyó el pasaje—: «Di a los creyentes que lleven los ojos bajos y oculten sus partes. Eso será más conveniente para ellos. Alá está bien informado de lo que hacen». ¿Lo ves? Es la misma ley de las mujeres, pero sólo a las mujeres se obliga a cumplirla. —Camelia se percató con asombro de que estaba citando de nuevo a Dahiba cuando dijo—: Las leyes de Alá son justas, Umma, pero las leyes de los hombres que han tergiversado el Corán no lo son. Mira, te enseñaré otro ejemplo.
Mientras Camelia pasaba las páginas, Amira repitió:
—No lo veo.
—¿Quieres que te traiga las gafas?
—Lo que quiero decir es que no sé leer, Camelia. Jamás me enseñaron.
Camelia volvió a sentarse y miró asombrada a su abuela.
—Ha sido mi vergüenza —confesó Amira, levantándose del tocador—. Ha sido mi… engaño. Pero tu abuelo me enseñó la Palabra de Alá aunque yo no supiera leer. Por consiguiente, conozco las leyes de Alá.
—No es ningún motivo de vergüenza no saber leer —dijo Camelia—. El Profeta, la paz de Alá sea con él, tampoco sabía leer ni escribir. Pero, con todo el honor y el debido respeto, Umma, puede que el abuelo Alí no te enseñara todas las leyes.
—Reza ahora mismo una oración, hija mía. Estás manchando el honor de tu abuelo, que era un hombre bueno.
Al ver la expresión del rostro de su abuela y el orgullo que reflejaban sus brillantes ojos negros, Camelia se arrepintió inmediatamente de lo que había dicho. Sin embargo, tal como decía siempre Umma, las palabras, una vez pronunciadas, ya no se podían retirar. Un poco más calmada, añadió:
—Honro y respeto las leyes de Alá, pero las leyes de los hombres son injustas. Yo sólo tengo dieciocho años y he sido condenada a una vida que es más muerte que vida porque no puedo tener hijos. Me castigan por algo de lo que yo no tuve la culpa. Por algo que no tiene nada que ver con el honor sino que no es más que una incapacidad física. Tú siempre nos has enseñado que el Eterno es compasivo y sabio. El Señor nos dijo: «No quiero que sufras». Umma, Yasmina debería tener el derecho de divorciarse de Omar.
—Cuando una mujer se divorcia de su marido, la deshonra cae sobre su familia.
—Pero tía Zu Zu se separó y tía Doreya y tía Ayesha también están separadas.
—Están simplemente emparentadas con el abuelo Alí, no son descendientes suyas directas. La preservación del honor familiar recae en los nietos y las nietas de Alí Rashid.
Camelia tomó las manos de su abuela entre las suyas y preguntó con vehemencia:
—¿Y tenemos que sufrir en nombre del honor? ¿Yasmina tiene que soportar un terrible matrimonio por el honor de la familia? ¿Y yo tengo que llevar una vida inútil en nombre del honor porque una mujer de la calle 26 de Julio me infectó?
—El honor lo es todo —contestó Amira con dulzura—. Sin él no somos nada.
—Umma —dijo Camelia—, tú fuiste la madre que me crió y me enseñó a conocer a Alá y a distinguir entre el bien y el mal. Nunca he puesto en duda tus enseñanzas. Pero tiene que haber algo más que el simple honor.
—No puedo creer que una nieta de Alí Rashid se exprese en esos términos. O que le hable en semejante tono a su abuela. Temo estos tiempos corruptos en que una muchacha replica a una persona de más edad y tergiversa la palabra de Alá para acomodarla a sus fines.
Camelia se mordió los labios y después dijo:
—Pido tu perdón y tu bendición, Umma, pero tengo que buscar mi vida a mi manera. Esta noche abandonaré la casa. Necesito descubrir cuál es el lugar que me corresponde.
Mucho después de que Camelia se retirara de su habitación, Amira, oculta detrás de la celosía de mashrabiya, vio alejarse a su nieta calle abajo portando una maleta en la mano y pensó en la niña a la que había ayudado a venir al mundo en una ventosa noche como aquélla, dieciocho años atrás.
La noche en que Ibrahim había maldecido a Alá.