19

Lo primero que pensó Camelia al ver a aquel hombre fue que era muy guapo. Lo segundo fue preguntarse si estaría casado.

Era el censor del gobierno, presente en los estudios Saba para asegurarse de que la última película de Hakim Rauf no mostrara la pobreza, el descontento político o, en aquel caso en particular, el ombligo de Dahiba.

Camelia procuró no mirarle mientras Hakim daba instrucciones a sus actores y ella permanecía apartada a un lado para no interferir en la labor de las cámaras y el equipo de rodaje. Era la cuarta vez que Dahiba la invitaba a ver el rodaje de una película y, cada vez, ella, que apenas contaba diecisiete años, había creído desmayarse de emoción. Aquel frío día de diciembre, Camelia estaba doblemente emocionada, pues era también la semana del Mulid al-Nabi, los festejos de nueve días en los que se conmemoraba la natividad del Profeta y durante los cuales la gente se compraba ropa, se intercambiaba regalos, disparaba cohetes y comía montones de dulces. Para celebrar el acontecimiento, el marido de Dahiba había mandado disponer en los estudios un buffet a base de tartas, pastelillos y dulces, el más popular de los cuales era el llamado «pan de palacio», una hogaza frita en mantequilla y después impregnada con miel y cubierta de crema espesa.

Camelia observó cómo el apuesto censor del gobierno se servía un puñado de dátiles rellenos de cortezas de naranja confitada y se echaba varias cucharaditas de azúcar en el café. Se preguntó si se habría fijado en ella.

Jamás se le hubiera ocurrido acercarse a él y entablar conversación y, por su parte, se hubiera escandalizado e incluso ofendido en caso de que aquel hombre le hubiera dicho algo. Sin embargo, estaba deseando que se fijara en ella. ¡Si, por lo menos, le permitieran vestirse con un poco más de gracia! Pero Umma siempre cuidaba que sus chicas salieran de casa modestamente vestidas, lo cual significaba llevar manga larga, faldas por debajo de la rodilla y blusas abrochadas hasta el cuello. Amira ponía especial empeño en que Camelia ocultara con un pañuelo su largo y precioso cabello negro que, a su juicio, podía ser una tentación para los hombres. No obstante, Camelia se lo quitaba en cuanto perdía de vista la calle de las Vírgenes del Paraíso. No le parecía justo que su hermano y sus primos vistieran a su antojo como si sólo las mujeres pudieran provocar tentaciones. Y, además, se preguntaba ella, ¿tan débiles eran los hombres que perdían el control con sólo mirar un rizo de cabello? Las chicas en la escuela comentaban entre risas que los hombres debían de ser unos tontos si se excitaban ante la contemplación del cabello de una mujer. Menos mal que, por lo menos, Amira le permitía maquillarse, tal como hacía ella misma cada mañana en su tocador antes de reunirse con la familia para tomar el desayuno. Por consiguiente, Camelia se aplicaba cuidadosamente kohl alrededor de los dorados ojos, se perfilaba el negro arco de las cejas y se pintaba los labios con un carmín de un rojo apagado que realzaba la belleza de su tez aceitunada. ¿Pensaría por lo menos el censor del gobierno que era bonita?

—¡Atención! —gritó Hakim Rauf, y Dahiba empezó a bailar bajo la atenta mirada del censor.

La escena transcurría en una sala de fiestas y Dahiba interpretaba el papel de una danzarina que fingía no reconocer a su libertino esposo, el cual, mezclado entre el público, asistía disfrazado al espectáculo. Otra comedia. Rauf había lamentado en cierta ocasión, hablando con Camelia, que un hombre tan brillante como era Nasser, «¡el hombre, por la cabeza del saíd Hussein, que había enviado cincuenta mil transistores, todos ellos sintonizados con Radio El Cairo, a las zonas rurales de distintos países árabes!», impusiera tantos controles a las películas y las abocara prácticamente al fracaso en las taquillas. El marido de Dahiba se quejaba a menudo por lo bajo y comentaba que «iba a cerrar la tienda y marcharse al Líbano, donde hay más libertad y se aprecia la creatividad artística».

—¡Corten! —gritó Rauf, llamando a alguien del vestuario para que modificara un detalle del traje de Dahiba.

Después se acercó a su mujer, más alta que él, sobre todo cuando calzaba zapatos de tacón como en aquel momento, y le musitó algo al oído. Ella se rió y le dio un pellizco en el brazo.

A Camelia le encantaba ver a Dahiba con su marido. Formaban una pareja imposible… ella tan alta, garbosa y elegante y él tan bajito, rechoncho y desaliñado. Sin embargo, ambos se habían elegido libremente el uno al otro. Los padres de Dahiba habían fallecido en un accidente fluvial cuando ella tenía diecisiete años, dejándola sin familia, por cuyo motivo ella había podido elegir sin trabas a su marido. Le había gustado Hakim Rauf y ya llevaba veinte años con él.

Eso es lo que yo quiero, pensó Camelia mirando nuevamente de soslayo al censor. Voy a elegir a mi propio marido y seremos muy felices y haremos toda clase de locuras juntos.

Tendría hijos, se prometió a sí misma Camelia, pues Dahiba le había asegurado que era posible compaginar los hijos con una profesión.

Mientras observaba al apuesto censor, éste miró súbitamente hacia el lugar donde ella se encontraba y detuvo la mirada un momento más de lo que hubiera sido correcto antes de apartar los ojos. Camelia notó que el corazón le daba un salto mortal.

Al final, la escena terminó y se interrumpió el rodaje por aquel día. Mientras Camelia recogía el abrigo, el bolso y los libros que había pedido prestados en la biblioteca, vio a Dahiba conversando con el censor. Él le preguntó algo y ella sacudió la cabeza, riéndose. Después, el hombre consultó su reloj y asintió con la cabeza.

—¿Qué te ha parecido la escena? —le preguntó después Dahiba, acercándose a ella y rodeándole los hombros con su brazo.

—¡Ha estado maravillosa! Ése no te quitaba los ojos de encima —contestó Camelia, señalando con la cabeza al censor.

—Por supuesto, querida. ¡Es su trabajo! Tenía que asegurarse de que mi danza no resultara provocativa. Sea como fuere, esta tarde le he invitado a tomar el té con nosotros.

—Ah, ¿sí? ¿Y ha aceptado?

—Me ha preguntado si tú eras mi hija y yo le he dicho que eras mi alumna.

—Pero ¿vendrá a tomar el té?

—Me ha preguntado si tú vendrías. Al decirle yo que sí, ha aceptado.

—¡Me voy a desmayar de emoción!

—A las cuatro en punto, cariño. No te retrases.

Camelia regresó casi corriendo a casa revisando mentalmente su vestuario y preguntándose qué se iba a poner. Sabía cómo sería el té… Él aparentaría sorprenderse de verla allí y después, según la costumbre, pondría especial cuidado en no demostrar interés por ella. En caso de que aceptara una segunda invitación para tomar el té, significaría que ella le gustaba y entonces estaría bien visto que ambos se intercambiaran unas frases bajo la atenta mirada de Dahiba. Tal vez la siguiente invitación fuera para una cena, en cuyo caso Camelia estaría autorizada a sentarse a su lado y ambos podrían hablar un poco de sí mismos. O quizá salieran a merendar al campo o asistieran a un concierto, siempre acompañados por Dahiba y Rauf. ¡En la cabeza de Camelia se agitaban mil posibilidades!

Cuando llegó a casa, estaba empezando a caer una fina lluvia y casi todos sus parientes se encontraban en la espaciosa cocina, riendo y charlando entre sí mientras preparaban la comida.

Amira estaba supervisando la elaboración de los muñecos de azúcar, la tradicional golosina de los niños en las fiestas de la natividad del Profeta. Tía Alice también estaba allí con las mejillas arreboladas y el rubio cabello recogido hacia atrás con unas peinetas, preparando un budín inglés de ciruelas para la Navidad. Como la natividad del profeta Mahoma coincidía con la natividad del profeta Jesús sólo una vez cada treinta y tres años, en la casa reinaba una doble emoción y un doble ajetreo. Tía Alice sacaría los adornos navideños, colocaría un pequeño árbol, lo cubriría de espumillón y, poniendo a los pies del árbol un pesebre, les contaría a los niños la historia del nacimiento de Jesús. Todos estaban familiarizados con aquel relato porque el nacimiento virginal figuraba en el Corán; en El Cairo existía, además, un árbol centenario bajo el cual la familia de Jesús había descansado durante su huida a Egipto. Cuando Camelia vio en la cocina a Maryam Misrahi, recordó que también se celebraba otra fiesta… la del Hanukkah. Tía Maryam había traído su harosset especial, un postre a base de uva y dátiles que siempre preparaba para la Fiesta de las Luces judías, en la que se conmemoraba la nueva dedicación del Templo de Jerusalén, el lugar desde el cual Mahoma había sido arrebatado al Cielo para recibir de Alá los cinco Pilares de la Fe del Islam. Contemplando el bullicio y la actividad que reinaban en la cocina, Camelia pensó que, dada la coincidencia de las tres fiestas religiosas, aquélla debía de ser la semana más santa del año.

Mientras se quitaba el pañuelo que se había anudado alrededor de la cabeza antes de entrar en la calle de las Vírgenes del Paraíso, saludó casi sin resuello a todo el mundo y se tomó un trozo de tarta de albaricoque recién sacada del horno.

—Ah, ya estás aquí, Camelia —dijo Amira—. ¿Conseguiste los libros que necesitabas?

Camelia le había dicho a su abuela que iría a la biblioteca y recogería unos libros para su clase de literatura árabe. No había comentado que, después, pasaría por los estudios Saba.

—He encontrado dos, gracias a Alá. ¡Esta noche tendré que pasarme mucho rato estudiando!

—¿Has tomado un taxi tal como te dije?

Camelia lanzó un suspiro. Sólo muy recientemente Umma había empezado a permitir a regañadientes que las chicas salieran solas sin la compañía de un pariente varón. Sin embargo, Tahia y Camelia iban a la escuela, al igual que las dos hijas de Hanida y la de Rayya, mientras que las dos gemelas de Zubaida trabajaban como mecanógrafas en el periódico al-Ahram, todo lo cual había obligado a Amira a concederles más independencia.

—Fuera hace un frío muy vigorizante, Umma —contestó Camelia—. He decidido ir a pie. Pero no ha pasado nada. —Se apresuró a añadir al ver la inquisitiva mirada de su abuela.

Según la anticuada manera de pensar de Umma, las calles de El Cairo seguían estando llenas de males y tentaciones que amenazaban la honra de una chica. Durante el paseo de Camelia desde los estudios a casa, sólo se había producido un incidente: unos mozos de pueblo vestidos con galabeyas le habían arrojado piedras y la habían insultado con palabrotas. Como en similares ocasiones anteriores, ella no les había hecho caso. Por lo demás, el paseo no había registrado ninguna otra incidencia. Al fin y al cabo, ¿qué podía ocurrirle en pleno día en una calle abarrotada de gente?

—Tengo una noticia maravillosa para ti —dijo Amira, secándose las manos en el delantal que protegía su falda negra de seda—. Quiero que llames a tu profesora de ballet y anules la clase de esta tarde. Vamos a tener el honor de recibir una importante visita.

Camelia miró fijamente a su abuela. Amira no sabía nada de sus clases de danza secretas con Dahiba; las clases de ballet eran la excusa que ella utilizaba para poder salir. ¡Aquella tarde, la clase de ballet iba a ser su excusa para asistir al té de Dahiba con el censor del gobierno!

—A Madame no le va a gustar —dijo, refiriéndose a la directora de la academia de ballet—. Madame se enfada mucho cuando…

—No me digas sandeces —la interrumpió Amira—. Llevas años sin faltar a ninguna clase. Por una vez, no pasará nada. ¿Quieres que la llame yo misma?

—¿Quién es la visita, Umma?

Amira sonrió con orgullo.

—Nuestro primo lejano Jamal Rashid. Viene a hablar contigo, nieta de mi corazón.

Maryam levantó su vaso de té diciendo:

Mazel tov, querida.

Camelia miró a su abuela y a tía Maryam con incredulidad. Después recordó que Jamal Rashid había estado varias veces en la casa para visitar a Amira, según ella pensaba. Ahora comprendió horrorizada que su propósito era verla a ella.

—Mira qué sorpresa se ha llevado —dijo Maryam sonriendo—. Eres una chica de suerte, Lili. Jamal Rashid es un hombre muy rico. Es bien conocida su devoción religiosa y su generosidad con los huérfanos y las viudas.

—Pero, tía —exclamó Camelia—, ¡yo no quiero casarme!

—Qué cosas se te ocurren —terció Amira—. Jamal Rashid es un hombre bueno y está muy bien situado económicamente. Incluso tiene una niñera para sus hijos, lo cual significa que tú no tendrás que cuidar de ellos.

—¡No me refiero sólo a Jamal Rashid, Umma, sino a los hombres en general! ¡No me apetece casarme en estos momentos!

—Pero, en el nombre de Alá, ¿por qué no?

—¡No puedo y sanseacabó! —dijo Camelia—. ¡Ahora no puede ser!

—Pero ¿qué te ocurre? Pues claro que te casarás con el señor Rashid. Tu padre y él han firmado el contrato de compromiso.

—¡Oh!, Umma, ¿cómo has podido hacerme eso?

Para asombro de todo el mundo, Camelia abandonó la cocina y salió de la casa dando un portazo.

Corriendo bajo la lluvia, se dirigió al apartamento de Dahiba, cruzó la puerta del vestíbulo y pasó como una exhalación por delante del sorprendido portero. Al ver que se dirigía a la escalera, el portero le dijo:

—Un momento…

Pero ya era demasiado tarde. Camelia no vio a la mujer que estaba fregando los peldaños de mármol ni se percató de que éstos aún estaban mojados. Resbaló y, al caer, un tobillo le quedó atravesado en la barandilla de hierro, por lo que aterrizó en una posición torcida con una pierna hacia arriba y la otra hacia abajo. Todo el mundo corrió a ayudarla y alguien telefoneó al apartamento del último piso de Dahiba. Momentos después, una anonadada Camelia entró renqueando en el apartamento de su profesora, tratando de reprimir las lágrimas.

—Mi querida niña —dijo Dahiba, ayudándola a sentarse en el sofá—. ¿Qué te ha ocurrido? ¿Quieres que avise a un médico?

—No, estoy bien.

—Pero ¿qué ha pasado? El portero dice que cruzaste el vestíbulo corriendo como si te persiguieran los yinns.

—¡Es que estoy muy disgustada! ¡Umma me ha dicho que me han comprometido en matrimonio con un viejo que tiene seis hijos! ¡Dice que tengo que casarme con él! ¡Pero yo quiero ser danzarina!

Dahiba le rodeó los hombros con su brazo diciendo:

—Ven conmigo. Nos tomaremos un té y hablaremos de ello.

Camelia se levantó y Dahiba vio una mancha de sangre en el sofá.

—¿Tienes la regla?

—No —contestó Camelia, frunciendo el ceño.

—Ve al lavabo y mírate.

Camelia volvió un minuto más tarde.

—No es nada, simplemente una mancha.

—Cuéntame otra vez cómo te has caído.

Al ver que Camelia hacía un movimiento de tijera con los dedos de la mano, Dahiba añadió:

—Escúchame, nena. Tienes que volver a casa en seguida y contárselo a tu abuela. Dile lo que ha pasado. Explícale cómo te has caído.

—¡No puedo decirle que estaba aquí!

—Pues entonces dile que te caíste por la calle. Pero se lo tienes que decir en seguida. Date prisa.

—Pero ¿por qué? Ya te he dicho que no me duele nada. ¡Y el hombre del gobierno no tardará en venir a tomar el té!

—No te preocupes. Tú haz lo que yo te digo. Tu abuela tiene que saberlo.

Camelia regresó a casa perpleja y preocupada. Al ver a Amira en el jardín, esperándola ansiosamente bajo un paraguas, le dijo:

—Perdóname, Umma. No hubiera tenido que irme de esta manera. Por favor, perdóname.

—El perdón sólo lo otorga Alá. Entra en la casa, estás empapada. ¿Dónde has aprendido estos modales?

—Lo siento, abuela, pero no puedo casarme con Jamal Rashid.

Amira lanzó un suspiro.

—Ya hablaremos de eso —dijo, volviéndose hacia la casa.

Umma —añadió repentinamente Camelia—, he sufrido un accidente.

—¿Un accidente? ¿Qué clase de accidente?

Camelia le describió la abarrotada calle y la resbaladiza acera.

—Se me ha torcido la pierna así —añadió, indicándoselo con los dedos—. Y he visto una mancha de sangre.

Amira le hizo la misma pregunta que le había hecho Dahiba sobre la regla y, al contestarle Camelia que todavía le faltaban dos semanas, Amira la miró también con semblante muy grave.

—¿Qué es, Umma? —le preguntó Camelia, alarmada—. ¿Qué me ha pasado?

—Confía en Alá, hija mía. Hay un medio para resolverlo, pero no tenemos que decírselo a tu padre.

Ibrahim se había sumido en una profunda depresión tras su ruptura con Hassan y Amira no quería agobiarlo con nuevos sufrimientos.

Sabía lo que tenía que hacer. Había en El Cairo varios cirujanos especializados en semejantes casos. Hombres que guardaban el secreto a cambio de una elevada suma de dinero.

La dirección estaba en la calle del 26 de Julio. A Amira le habían dicho por teléfono que se presentara después de la oración de la tarde y que llevara el dinero en efectivo. Ahora ella y Camelia estaban subiendo por la escalera hasta un apartamento del cuarto piso. Amira tomó a Camelia de la mano al llamar al timbre. Les abrió una mujer de mediana edad con un pulcro delantal de carnicero.

—Anuncie al doctor al-Malakim que estamos aquí —le dijo Amira en voz baja.

Para asombro de Amira, la mujer les franqueó la entrada diciendo que el doctor al-Malakim era ella.

Cruzaron un salón iluminado por una sola lámpara; Amira estudió el modesto mobiliario, el floreado papel de la pared y varias fotografías familiares sobre un televisor. Se aspiraba en el aire un fuerte aroma a cebolla y cordero asado y un olor residual de desinfectante. La mujer las hizo pasar a través de una cortina a un dormitorio; sobre la cama había una sábana impecablemente limpia, debajo de la cual Amira vio un hule.

—Tiéndela aquí, sayyida —dijo la doctora al-Malakim, acercándose a una mesita en la que había varías torundas de algodón, una jeringa hipodérmica y unas palanganas de metal con una solución de color verdoso en la que se hallaban en remojo diversos instrumentos quirúrgicos.

—Sólo tiene que quitarse las bragas, nada más.

—¿No le dolerá? —preguntó Amira—. Me han dicho por teléfono que no le iba a doler.

La mujer miró a Amira con una sonrisa tranquilizadora.

—Por favor, ten confianza, sayyida. Alá me ha otorgado este don. Le administraré un poco de anestesia. ¿Prefieres esperar fuera?

Amira se sentó al lado de la cama, tomando una mano de Camelia entre las suyas.

—Todo irá bien —le dijo a su aterrorizada nieta—. Dentro de unos minutos, volveremos a casa.

Mientras acercaba un taburete a los pies de la cama y modificaba la inclinación de la lámpara, la doctora dijo en voz baja:

—Cuéntame cómo ocurrió.

Amira repitió lo que Camelia le había contado y la mujer tomó una jeringa diciendo:

—Bueno, niña, primero la inyección. Recita muy despacio la Fatiha

—¿Qué ha hecho, Umma? —preguntó Camelia cuando bajaron del taxi.

Aún se encontraba bajo los efectos de la anestesia y sentía una sorda pulsación entre las piernas. Amira la ayudó a entrar en la casa y a subir a su dormitorio, alegrándose de que no se hubieran tropezado con nadie.

—Al caerte —le explicó a Camelia mientras la ayudaba a ponerse el camisón—, te rompiste la honra. Ocurre algunas veces. Algunas mujeres tienen la membrana muy frágil. Pero hay médicos que saben reconstruirla naja que en tu noche de boda estés intacta y de este modo quede a salvo el honor de la familia, inshallah. Eso es lo que te ha hecho la doctora al-Malakim.

—Pero yo no he hecho nada malo, Umma. Tuve un accidente, eso es todo. Sigo siendo virgen —dijo Camelia avergonzada, sin saber bien por qué.

—Pero no teníamos pruebas. En tu noche de boda no hubiera habido sangre. Jamal Rashid te hubiera repudiado y nuestra familia hubiera quedado deshonrada. Pero ahora ya vuelves a estar intacta y nadie tiene por qué enterarse de nuestra visita a la doctora al-Malakim. Ahora duerme, cariño, y piensa en la paz de Alá. Mañana ya te habrás olvidado de todo.

Sin embargo, Camelia permaneció mucho rato esperando a que se le pasara el dolor, pero éste se fue intensificando a medida que pasaban las horas. Camelia no dijo nada para que no se descubriera su secreto y, cuando al día siguiente despertó con fiebre, tampoco dijo nada. Sin embargo, por la noche se desmayó en la cocina. Amira le tocó la frente, comprobó que estaba ardiendo y no tuvo más remedio que llamar a Ibrahim.

Entonces se vio obligada a decirle a su hijo lo que habían hecho.

—Tiene una infección que se le ha extendido por todo el vientre —dijo Ibrahim con la cara muy seria—. Tendrá que ingresar en el hospital.

Camelia se pasó casi dos semanas en el hospital Kasr al-Aini y, cuando ya estuvo fuera de peligro, empezó a recibir visitas. La familia no sabía nada de la caída ni de la operación ilegal a la que se había sometido; les habían dicho simplemente que sufría unas fiebres. Las tías, tíos y primos Rashid la inundaron de flores y de comida y se pasaban el día en su habitación e incluso en el pasillo cuando dentro no cabían.

Dahiba le envió flores y postales y habló con ella por teléfono.

—No vendré porque tu familia se avergonzaría de recibir la visita de una danzarina. Ponte bien, querida. Hakim está muy preocupado por tu salud. El señor Sayid, el censor del gobierno, ha preguntado por ti.

La mañana en que Camelia fue dada de alta en el hospital, Ibrahim le dijo a Amira:

—Debido a la cicatriz provocada por la infección, jamás podrá tener hijos.

La contemplación de Camelia le resultaba insoportable porque aún no había desistido de tener un hijo con Alice. Ahora pensó: «¿También me serán negados los nietos?».

Cuando Camelia regresó a casa del hospital, la familia la recibió con muestras de dolor como si se hubiera producido el fallecimiento de alguien y todo el mundo la rodeó de cariño y compasión, pues Jamal Rashid había roto su compromiso con ella, lo cual significaba que ningún hombre querría aceptarla como esposa. Las tías y primas lloraron por su pobre hermana que no ocuparía ningún lugar en la sociedad porque no podía ser esposa y madre, condenada a una vida virginal en la que le estarían prohibidas las relaciones sexuales y debería conservarse casta a lo largo de toda su existencia.

Al quedarse sola con Camelia, Amira le dijo:

—No temas nada, yo cuidaré de ti, nieta de mi corazón. Tendrás un hogar en esta casa mientras vivas.

Camelia pensó en las mujeres que habían vivido en la casa durante su infancia, las despreciadas e inútiles, las que no servían para nada y estaban estigmatizadas, todas acurrucadas juntas bajo el techo de Amira como pájaros asustados.

—¿Por qué ha pasado todo esto, Umma? Yo no hice nada malo.

—Es la voluntad de Alá, nieta de mi corazón. Nosotros no podemos preguntar. Todos los pasos que damos y todo el aire que respiramos han sido preordenados por el Eterno. Consuélate pensando que tu destino está bajo su benéfica providencia.

Umma tenía razón, Umma siempre tenía razón. Camelia se entregaría a la voluntad de Alá. Pensó en el apuesto censor del gobierno al que jamás podría conocer.