18

—¿Por qué es costumbre eliminar todo el vello, madre Amira? —preguntó Alice mientras las mujeres de la familia aplicaban la pasta de azúcar y limón a la piel de Yasmina.

—La tradición se remonta al rey Salomón, cuando la reina de Saba acudió a visitarlo. Antes de su llegada, Salomón había oído decir que la reina, a pesar de su belleza, tenía unas piernas muy velludas. Para averiguar si ello era cierto, Salomón mandó construir delante de su palacio una pasarela de cristal sobre un riachuelo de agua. Dicen que, cuando llegó la reina, ésta creyó que tenía que cruzar un charco de agua y entonces se levantó las faldas. Los rumores sobre el vello de sus piernas eran ciertos y entonces Salomón se inventó un depilatorio para poder casarse con ella. Era esta misma fórmula de azúcar con miel que hoy en día seguimos utilizando y es costumbre que todas las novias la usen la víspera de su boda para complacer al marido.

—Pero ¿incluso las cejas? —preguntó Alice, asombrándose de la habilidad con la cual Haneya estaba aplicando la pasta por encima de los ojos de Yasmina y después la retiraba, dejando sólo una finísima media luna.

—Después le pintará las cejas, tal como solemos hacer todas. Una mujer está más guapa de esta manera.

El ritual de la depilación fue seguido por una fiesta en la que participaron todas las mujeres de la familia Rashid, las cuales habían acudido a la casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso vestidas con sus mejores galas para inundar a la novia de elogios, regalos y conejos y contarse mutuamente chismes, divertirse y bailar. También había acudido allí la astróloga Qettah, la misma mujer intemporal que había estado presente en el nacimiento de Yasmina. Ahora estaba mucho más vieja y tuvo que forzar mucho la vista para examinar las cartas y hacer los horóscopos de Yasmina y Omar… una unión entre la estrella Hamal de Aries, un astro cruel y brutal, y la dulce y amarilla Mirach de Andrómeda.

Yasmina estaba tremendamente emocionada. ¡Al día siguiente se convertiría en esposa y tendría casa propia! Rompiendo la tradición según la cual un hijo tenía que llevar a su esposa a la casa de su madre, Omar había elegido un apartamento junto al río. Ahora que iba a recibir la cuantiosa herencia de su padre, había dicho el joven, podía permitirse el lujo de ser independiente y disponer de su propio hogar.

Cuando retiraron toda la pasta de azúcar que le cubría el cuerpo, Yasmina se bañó y sus primas Haneya, Nihad y Rayya le untaron la tersa piel con aceites de almendras y de rosas. Después, la ayudaron a vestirse, la peinaron y la escoltaron al salón para qué se uniera a la fiesta.

Alice abrazó a su hija diciendo:

—Soy muy feliz por ti, cariño. —Después, añadió algo un poco sorprendente—: Hay algo que debes saber ahora que vas a casarte. Dispondrás de unos recursos propios. Entrarás en posesión de la herencia de tu abuelo inglés, el conde de Pemberton.

—¡Pero si tú me habías dicho que él nunca aprobó tu boda con papá!

—Mi padre era un hombre muy estrecho de miras, pero tenía también un gran sentido del deber. Cuando murió hace dos años, te legó una parte de su herencia. Hay una suma de dinero a tu nombre, que te será entregada cuando contraigas matrimonio, y una de las residencias de la familia también es tuya.

A su hija Alice, el conde no le había dejado nada.

La fiesta duró toda la noche hasta que, al final, llegó el momento de que Amira le explicara a Yasmina qué debería hacer en su noche de bodas cuando se quedara sola con Omar. Ambas entraron en el dormitorio y cerraron la puerta para no oír la música y las risas. Cuando Amira le describió a su nieta lo que iba a hacer Omar, Yasmina preguntó:

—¿Te dijo tu madre todas estas cosas cuando te casaste con el abuelo Alí?

—Uno de tus deberes como esposa —añadió Amira, esquivando la pregunta de Yasmina, pues la familia no sabía nada del secuestro e ignoraba que ella no conociera a su verdadera familia— es que, cuando os acostéis por la noche, tú deberás perfumarte y ponerte un camisón limpio. Antes de dormirte, le deberás preguntar tres veces a tu marido: «¿Deseas algo?». Si no desea nada, podrás dormir. Pero recuerda que tú no debes decirle nunca lo que deseas. La mujer que toma la iniciativa no es de fiar.

Mientras Amira le hablaba del misterio de la unión entre un hombre y una mujer, Yasmina recordó una conversación similar que ambas habían mantenido cuando, a la edad de doce años, ella descubrió unas manchas de sangre en sus bragas.

—Cada mujer tiene una luna en su interior —le explicó Amira.

—Su ciclo es el mismo que el de la luna del cielo, crece y mengua de la misma manera. Está ahí para recordarnos que formamos parte de Alá y de sus astros. Es prudente oponer resistencia al principio —añadió—. Eso le demuestra a tu esposo que no eres apasionada y hace que él te respete. Nunca te comportes como si lo estuvieras pasando bien, porque en tal caso te acusaría de casquivana. Sin embargo, mientras que la resistencia es conveniente —añadió Amira—, la negativa está prohibida. Cuando él te penetre, invoca el nombre de Alá, de lo contrario, un yinn podría poseerte primero. Yasmina no estaba preocupada por el acto matrimonial. Estaría con su primo Omar y sabía que no tenía nada que temer.

Un carruaje adornado con flores y tirado por cuatro caballos blancos se detuvo delante del Nile Hilton y los novios descendieron. Los numerosos invitados ya estaban allí, dispuestos a incorporarse a la zeffa, el desfile que los conduciría al salón de baile donde se iba a celebrar la recepción de la boda. Entre vítores, aplausos y zagharits, Omar, vestido de esmoquin, y Yasmina, luciendo un traje blanco de larga cola, siguieron a los gaiteros con sus galabeyas, las danzarinas de beledi con sus refulgentes atuendos y los músicos que tocaban el laúd, la flauta y los tamboriles. Los amigos y parientes arrojaron monedas a la pareja para desearle suerte mientras el ruidoso cortejo atravesaba lentamente el vestíbulo del hotel para dirigirse al salón de baile. Allí, Omar y Yasmina se acomodaron en unos tronos cubiertos de flores donde deberían permanecer sentados toda la noche en tanto que los invitados disfrutarían de los manjares del buffet y se divertirían con la actuación de los cantantes, cómicos y conjuntos de baile que se irían sucediendo en el escenario.

Mientras ocupaba su lugar en la parte del salón de baile reservada a las mujeres, Alice se extrañó que no se hubiera celebrado ninguna ceremonia en la iglesia o, en aquel caso, en la mezquita. De hecho, no se había celebrado ningún tipo de ceremonia porque, al parecer, no se consideraba que la religión tuviera nada que ver con aquel tipo de acontecimientos. La usanza egipcia exigía únicamente que dos parientes varones en representación del novio y la novia, en aquel caso Ibrahim y el propio Omar por ser éste huérfano, firmarían el contrato y se estrecharían la mano. Después, en otra estancia, se informaba a la novia de que ya estaba casada. Nada de juramentos ni de besos ante el altar.

Mientras la gente la felicitaba por la boda y por lo guapa que estaba su hija y ella estrechaba la mano de los numerosos parientes que se acercaban a saludarla, Alice reflexionó acerca de aquella extraña preferencia egipcia por las bodas entre primos. Había descubierto que incluso existía un orden de prelación muy preciso: la primera elección para una muchacha era el hijo del hermano de su padre; si no había ninguno, la siguiente opción era el hijo de la hermana del padre. Y no eran los interesados quienes elegían y decidían. La madre de una muchacha casadera buscaba a un joven aceptable y visitaba a la madre de éste. En el transcurso de varias visitas, ambas discutían las futuras perspectivas del joven para la manutención de la familia, la salud y las aptitudes de la muchacha para tener hijos, la situación económica de ambas familias y, por encima de todo, el honor de cada una de las familias. Finalmente, se acordaba el precio que debería pagar la familia del muchacho por la novia, los padres de ésta anunciaban qué regalos iban a hacer a la pareja y, por último, los custodios varones se reunían y firmaban los documentos. Sólo entonces se comunicaba al joven y a la muchacha el acuerdo alcanzado.

A Alice se le antojaba una forma de casarse un tanto fría y calculadora, pero quizá fuera mejor que el método del matrimonio por amor, pues se tomaban en consideración muchas otras cuestiones de tipo práctico. Al fin y al cabo, ¿cuánto duraba el amor?

Miró a Ibrahim, sentado al otro lado del salón en la parte reservada a los hombres. El suyo había sido un matrimonio por amor y, sin embargo, había fracasado.

¿Cuál había sido la causa de que el amor desapareciera de su matrimonio? Alice no estaba segura y tampoco sabía exactamente cuándo había muerto la felicidad que reinaba entre ella y su marido. Tal vez fue la noche de la circuncisión de Camelia o puede que fuera antes, el día en que sorprendió a las dos chiquillas jugando con las melayas y empezó a angustiarse por el futuro y a pensar en el momento en que los británicos deberían abandonar Egipto. Tal como era de esperar, al marcharse los británicos, se reinstauraron algunas de las antiguas costumbres. Pero el fracaso de su matrimonio había sido provocado también por Ibrahim. Qué frío había estado con ella al salir de la cárcel. Alice esperó, confiando en que se volvería a encender la antigua pasión. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que un amor que sólo se mantenía gracias a aquel frágil hilo de esperanza no podía sobrevivir mucho tiempo. Sobre todo porque, mientras esperaba día tras día a que Ibrahim la llamara a su cama, ella no hacía más que pensar en el hecho de que su marido ya tenía una esposa cuando ambos se casaron en Montecarlo, cosa que antaño había conseguido perdonar, pero que ahora ya no podía.

Ibrahim la miró y los ojos de ambos se cruzaron brevemente. Estaba pensando en el brebaje que le había proporcionado Amira.

Aquella noche, después de la fiesta, lo mezclaría con la bebida de Alice.

Después miró a Yasmina, su precioso ángel rubio que le había robado el corazón nada más nacer. Rezó para que fuera feliz con Omar y para que su vida estuviera siempre colmada y fuera satisfactoria. Se alegraba de haberla casado con el hijo de su hermana y no con un extraño. Y se alegraba especialmente de no haberla casado con Hassan. Hassan, el hermano que le había traicionado y al que jamás perdonaría.

Amira ocupaba un lugar de honor al lado de los novios y, por primera vez en su vida, comparecía en público sin la protección de la melaya. Era una de las mujeres más elegantemente vestidas de la fiesta, con un traje negro de manga larga bordado de pedrería y largo hasta el suelo. Siguiendo el consejo de Alice, había cambiado incluso de peinado, sustituyendo el modesto moño por una sencilla melena alisada detrás de las orejas. Aun así, llevaba alrededor del cuello y los hombros un pañuelo de gasa negra con el que cubriría la cabeza y el rostro cuando abandonara el hotel después de la fiesta.

Amira se emocionó y se alegró tanto al ver a Omar y Yasmina sentados en sus tronos que rezó en silencio su sura preferida del Corán: «Alá los recompensará con los jardines del Edén, unos jardines regados por corrientes de agua en los que morarán para siempre». Después sus pensamientos se centraron en las bodas de sus restantes nietos. Sabía que la tarea iba a ser extremadamente ardua y exigiría mucho tiento. Las familias acomodadas siempre lo tenían más difícil que el resto de la gente porque su campo de elección era más limitado. Cualquiera podía casarse con alguien de superior categoría, pero nadie se casaba con alguien de categoría inferior.

Por eso se alegró al ver que Jamal Rashid no le quitaba los ojos de encima a Camelia. Se había quedado recientemente viudo a los cuarenta y tantos años, tenía seis hijos, estaba muy bien situado, pues era propietario de varios inmuebles de apartamentos en El Cairo, y, además, era un Rashid, nieto del hermano del padre de Alí Rashid. Amira decidió enviarle una nota pasados unos días, anunciándole su intención de visitarle y el motivo de la visita. Camelia jamás había manifestado el menor interés por ir a la universidad como Yasmina y ella estaba segura de que la muchacha se alegraría de que su abuela le hubiera buscado semejante partido.

Después estaba la tímida Tahia, que también tenía diecisiete años y acababa de terminar el bachillerato. Tampoco había manifestado la menor intención de proseguir estudios y seguramente esperaba que su madre y su abuela le concertaran una boda.

Y estaba también Zacarías, por cuyo futuro ella se sentía obligada a velar, aunque no fuera en realidad de su propia sangre. Amira le quería y estaba muy orgullosa de él. Recordaba con gozo el día en que la familia celebró con una fiesta el hecho de que se hubiera aprendido las 114 suras del Corán con tan sólo once años de edad. Amira no sabía muy bien cómo concertar una boda para Zacarías, pues su tendencia a los aspectos espirituales de la vida lo hacían distinto a los demás. Puede que primero le hiciera estudiar para imán y, de este modo, él podría predicar en la mezquita los viernes.

Cuando sus ojos se cruzaron con los de Amira, Yasmina se removió en su asiento. Ya se había cansado de permanecer sentada allí tanto rato y estaba deseando trasladarse a su nueva casa e iniciar una nueva vida. Ahora era una esposa. ¡Y faltaba un mes para que comenzara sus estudios en la universidad! Ella y Omar tomarían el tranvía juntos, volverían a casa juntos y estudiarían por las noches sentados a la misma mesa. Algún día, ella tendría hijos y Omar ocuparía un cargo en el gobierno, pues el presidente Nasser había prometido a todos los licenciados universitarios un puesto en la administración cuando finalizaran sus estudios. Ella y Omar serían unos padres modernos e instruidos que compartirían equitativamente todas las responsabilidades y no se guiarían por las anticuadas desigualdades de las generaciones anteriores. La vida era tan maravillosa que, al ver a su hermana junto a la mesa del buffet, Yasmina no pudo evitar saludarla con la mano. Se sentía tan dichosa que casi estaba a punto de desmayarse de felicidad.

Camelia le devolvió el saludo mientras se servía una generosa ración de kebab con arroz para intentar engordar un poco, como Dahiba le había aconsejado que hiciera. Sin embargo, sus pensamientos estaban muy lejos de allí. Se sentía profundamente decepcionada por el hecho de que tío Hassan no hubiera asistido a la boda. Esperaba poder hablar con él para que se diera cuenta de que ya no era una niña. A menudo se preguntaba si Hassan tenía intención de volver a casarse. Y ahora se preguntaba por qué no había asistido a la boda.

Una danzarina de beledi subió al escenario. Era buena, pero no extraordinaria, pensó Camelia, recordando las seis agotadoras pero satisfactorias semanas que había pasado estudiando en secreto con Dahiba, la cual era una maestra extremadamente severa y exigente. Dahiba le decía baila a este ritmo o baila a este otro y ella lo tenía que hacer sin acompañamiento de música. Dahiba también le estaba enseñando cómo vestirse y maquillarse y cómo coquetear con el público. Las tardes con Dahiba eran tan sublimes que le fastidiaba tener que ir primero a la academia de ballet antes de trasladarse al apartamento de Dahiba. Pero no podía dejar la academia porque entonces ya no hubiera tenido una excusa para salir por las tardes tres veces a la semana. No obstante, estaba aprendiendo muy rápido, le decía Dahiba. Quizá, antes de un año, cuando cumpliera los dieciocho, ya le permitiría actuar en su espectáculo.

Cuando Zacarías pasó por su lado con dos bandejas, Camelia le guiñó el ojo. Gracias a él y a la ayuda de Tahia y Yasmina, su sueño estaba empezando a convertirse en realidad. Al ver que su hermano no le devolvía el guiño y que ni siquiera sonreía, Camelia recordó la noticia que el joven había recibido aquella tarde: un compañero suyo de clase a quien él apreciaba mucho se había suicidado aquella mañana.

—Era un hijo ilegítimo, Lili —le dijo Zacarías con lágrimas en los ojos—. Su madre no estaba casada y él nunca supo quién era su padre. Los chicos de la escuela se burlaban de él sin piedad por este motivo, pero él lo soportaba todo sin decir nada. Se había enamorado de una chica de su barrio y quería casarse con ella, pero, cuando su madre fue a visitar a la madre de la chica, aquella señora le dijo que ninguna familia, por modesta que fuera, permitiría que su hija se casara con él. ¿Qué mujer honrada querría casarse con un hombre que no sabía quién era su padre? Como no podía llevar una vida digna, optó por una muerte digna.

Zacarías regresó a su mesa y le ofreció un plato de comida al anciano tío Karim, que sólo podía caminar con la ayuda de un bastón.

Mientras contemplaba la actuación de unos acróbatas en el escenario, miró a Tahia, sentada con Umma, tía Alice y tía Nefissa. Temía que Umma le buscara un marido a Tahia. Él sólo tenía dieciséis años, ¿cómo podía pedir que le comprometieran en matrimonio con su prima? Tendría que hacer acopio de valor para hablar con su abuela.

Cuando subió al escenario un famoso cómico, los invitados empezaron a reírse antes incluso de que abriera la boca. Zacarías vio que tío Suleiman, sentado a su lado, no se reía y se preguntó por qué.

Suleiman Misrahi estaba muy preocupado por la marcha de sus negocios. El gobierno imponía limitaciones cada vez más estrictas a las importaciones, en un intento de favorecer el consumo de bienes fabricados en Egipto. Los beneficios habían bajado tanto que Suleiman se había visto obligado a prescindir de varios de sus más antiguos y leales empleados. A lo mejor, tendría que vender incluso la gran casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso e irse a vivir a un apartamento. Lamentaba haber tenido que decirle a Maryam que no podrían hacer aquel viaje para visitar a sus hijos. Y, en aquel momento, también lamentaba que no se sirviera vino en la fiesta; no le hubieran venido nada mal unas cuantas copas.

La última y más destacada danzarina de beledi subió al escenario y bailó no para el público sino especialmente para la novia, interpretando una danza simbólica de su transición de virgen a mujer sexualmente activa. Luciendo un atrevido traje y moviéndose con seductora cadencia, la danzarina interpretó una danza de contenido fuertemente sensual que evocaba la independencia, la sexualidad y el ilimitado poderío de la mujer, todo ello en honor de la recatada novia, la cual permanecía rígidamente sentada con su blanco y virginal vestido, dando a entender con la seriedad de su rostro que la danza no le estaba causando la menor impresión.

Al finalizar la actuación de la danzarina, la fiesta se dio por concluida, los invitados se marcharon y los familiares más directos tomaron varios taxis para escoltar a la pareja hasta su nueva residencia.

Mientras los hombres permanecían en el salón, las mujeres acompañaron a Yasmina al dormitorio y la ayudaron a quitarse el traje de novia y ponerse el camisón. Después la tendieron en la cama y le levantaron la falda. A continuación, Amira la sujetó por la espalda mientras Omar ocupaba su posición en la cama. Cuando el joven se envolvió el dedo con un pañuelo, las mujeres se volvieron de espaldas y Amira apartó el rostro. Yasmina emitió un grito y el pañuelo salió manchado de sangre.

Mientras entraba en la casa con Alice, Ibrahim se aflojó el nudo de la corbata diciendo:

—Ha sido una boda estupenda, ¿verdad, querida?

—No me gusta este bárbaro ritual de la virginidad.

—¿Quieres venir a mi habitación unos minutos? —le preguntó Ibrahim, tomándola del brazo.

—Estoy cansada, Ibrahim.

Siempre le decía lo mismo.

—Vamos a brindar por la felicidad de nuestra hija. Tengo una botella de brandy.

Alice miró a su marido. La boda la había puesto sentimental. Recordaba su propia boda con un apuesto joven al que había jurado amar y obedecer hasta la muerte.

Le acompañó para hacer el brindis. Ibrahim la estudió cuidadosamente mientras tomaba un sorbo de brandy y lanzó un suspiro de alivio al ver que no notaba el sabor del brebaje de Amira. Alice se achispó en seguida.

—¡No estoy acostumbrada a beber! —dijo, soltando una carcajada.

Sin embargo, en lugar de ponerla romántica, tal como Ibrahim esperaba, la bebida sólo sirvió para atontarla. Cuando él la besó, no le devolvió el beso, aunque tampoco lo rechazó. Entonces Ibrahim le bajó el tirante del traje de noche y, al ver que no oponía resistencia, la siguió desnudando y ella se lo permitió, mirándole con sus distantes y soñadores ojos cual si fuera una muñeca de trapo en sus brazos. Alice no parecía darse cuenta de lo que él estaba haciendo. Incluso en determinado momento soltó una risita por lo bajo.

Mientras la acompañaba a su dormitorio y la tendía en la cama, Ibrahim pensó que no era eso lo que él hubiera querido. Hubiera deseado que ella se comportara con un poco más de pasión y que respondiera a sus caricias. Sin embargo, lo que más le importaba era tener un hijo varón. Cuando se deslizó bajo las sábanas y la estrechó en sus brazos, Ibrahim sintió más vergüenza de la que jamás hubiera sentido con ninguna de sus prostitutas.

Zacarías no podía conciliar el sueño. Seguía pensando en su amigo que se había quitado la vida arrojándose al Nilo. ¿Habría sido acogido en el Cielo?, se preguntó mientras bajaba al jardín para buscar alivio en la cálida noche de agosto. ¿Habrá hoy contemplado Latif el rostro del Eterno?

Se sobresaltó momentáneamente al ver a Tahia sentada bajo la luz de la luna. Su tristeza por Latif se desvaneció mientras pensaba: «Es como un espejismo brillando en el desierto del anhelo».

—¿Puedo sentarme a tu lado? —le preguntó mientras ella le miraba con una sonrisa y se desplazaba a un lado en el banco de mármol.

Zacarías empezó a entonar en voz baja una conocida canción de amor.

Ya noori. Tú eres mi luz.

Al ver que ella se echaba a llorar, le preguntó, extrañado:

—¿Qué pasa? ¿Por qué lloras?

—¡Voy a echar mucho de menos a Mishmish! ¡Oh, Zakki! ¡Nos estamos haciendo mayores! ¡Todos nos iremos y jamás volveremos a vernos! ¡Nuestra felicidad desaparecerá! ¡Ya nunca volveremos a jugar juntos en este jardín!

Zacarías extendió torpemente las manos hacia ella y se sorprendió de que su prima le rodeara con sus brazos y hundiera el rostro en su cuello, mojándoselo con sus lágrimas. Abrazándola amorosamente, trató de consolarla, llamándola Qatr al-Nana, Hermosa Gota de Rocío, mientras le acariciaba el cabello y se asombraba de que fuera tan sedoso. Tahia era tan tibia y tan tierna entre sus brazos que el joven se dejó arrastrar por sus sentimientos.

—Te quiero —le dijo de pronto—. Los ángeles debieron de cantar de júbilo cuando naciste.

Después, buscó sus labios con los suyos y descubrió que eran muy suaves y se entregaban voluntariamente a él. Hubiera querido llegar más lejos, pero no pasó de aquel beso. Cuando él y Tahia hicieran el amor, sería tal como Alá lo tenía decretado en el Corán… sólo en el matrimonio.

—Hablaré con Umma —dijo sosteniendo el rostro de Tahia entre sus manos mientras pensaba que la luz de la luna había convertido sus lágrimas en diamantes—. Vamos a ser tan felices como Omar y Yasmina.

Yasmina contempló a Omar dormido a su lado y le pareció muy raro estar en la cama con su primo, el muchacho a cuyo lado había crecido. El acto amoroso había sido muy agradable; se lo habían pasado tan bien que incluso se habían reído, pero ella se estaba preguntando ahora cuándo experimentaría aquella pasión de que tanto se hablaba en las canciones y las películas.

Levantándose sigilosamente de la cama, se acercó a la ventana y contempló la noche. Jamás en su vida se había sentido tan feliz. La boda había sido preciosa y ahora ella se encontraba en su propio hogar. Sin embargo, el centro de todos sus pensamientos en aquella perfumada noche estival eran las palabras que su padre le había dicho unas semanas atrás al regresar ella de la Media Luna Roja.

—Puede que algún día trabajes conmigo en el consultorio —le había dicho Ibrahim—. Te enseñaré a ser una buena enfermera.

Mientras se rodeaba el torso con los brazos, sintiendo todavía el calor de las dulces caricias de Omar, Yasmina pensó: «No, yo no quiero ser enfermera. Yo seré médica».