17

Los sueños, con sus turbadoras imágenes, estaban visitando de nuevo a Amira por la noche con más fuerza que nunca… El campamento del desierto, la extraña torre cuadrada… Pero ahora veía también otras cosas todavía más desconcertantes, entre ellas, un hombre de elevada estatura y piel negra como el ébano, tocado con un turbante escarlata.

¿Quién era y por qué aparecía ahora en sus sueños? ¿Pertenecía a la casa de la calle de las Tres Perlas o formaba parte de otro hogar que ella no podía recordar, antes de que la secuestraran de la caravana?

Lo más extraño, pensó Amira mientras trataba de desentrañar el misterio de sus sueños, era que éstos hubieran vuelto a acosarla. No estaba a punto de nacer ningún niño en la familia, momentos en los que solían aflorar a la superficie sus antiguos terrores. ¿Qué estaban tratando de decirle aquellos sueños?

—¿Qué es la impotencia, Umma? —preguntó Yasmina.

Ambas se encontraban en la cocina, colocando las tazas y los platitos en el fregadero. Amira acababa de dar por concluido el té semanal que ahora organizaba todos los viernes mientras los hombres estaban en la mezquita. Tras haber dirigido la oración del mediodía de las mujeres de la familia, abría la puerta del jardín para que entraran sus amigas y visitantes. Ahora ella y su nieta estaban fregando los platos, una tarea de la que hubieran podido encargarse las criadas, pero que ella consideraba útil para la preparación doméstica de sus nietas cuando se casaran.

Amira no había oído la pregunta de Yasmina. Mientras lavaba y sacaba brillo a la tetera de plata, estaba tratando de hallar una solución a un urgente problema.

Aquella mañana, antes de ir a la mezquita, Ibrahim la había informado sobre el acuerdo al que él y Hassan habían llegado la víspera; Hassan al-Sabir estaba ahora comprometido en matrimonio con Yasmina. Amira no le dijo nada a su hijo, pero, mientras éste se alejaba bajo el sol matinal al volante de su automóvil, experimentó un terrible presentimiento.

Umma? —dijo la muchacha—. ¿No me has oído?

Amira contempló a su preciosa nieta rubia con sus bucles dorados sujetos por dos pasadores, y pensó: «Aunque sea lo único que haga hasta el día en que me muera, salvaré a esta niña de las garras de Hassan al-Sabir».

—¿Qué me decías, Mishmish?

—He oído que Um Hussein te pedía un remedio para la impotencia. ¿Qué es eso?

—Es un defecto que impide a un hombre cumplir sus deberes conyugales.

Yasmina frunció el ceño sin saber muy bien qué clase de deber era aquél. Ella y sus compañeras de clase del instituto femenino donde estudiaba hablaban a menudo en voz baja de los chicos y el matrimonio, pero, como casi todos sus conocimientos eran en buena parte conjeturas, Yasmina sólo tenía una idea muy vaga de lo que era el deber conyugal.

—¿Y cómo se cura? —preguntó.

Antes de que Amira pudiera contestar, Badawiya, la cocinera libanesa, dijo, desde el tajo de carnicero junto al cual se encontraba en aquellos momentos:

—¡Con una esposa más joven que él!

Las criadas que estaban en la cocina se rieron al oír sus palabras.

Amira rodeó a Yasmina con su brazo y le dijo:

—Si Alá quiere, Mishmish, eso es algo por lo que tú nunca tendrás que preocuparte.

—¡Bueno, lo que es yo, no pienso casarme hasta dentro de muchos años! —dijo la muchacha—. Quiero ir a la universidad y estudiar ciencias. No sé exactamente cuál va a ser mi futuro.

Amira miró a Maryam Misrahi, la cual había ayudado a llevar a la cocina las pastas y el té sobrantes. Maryam miró a su vez a su amiga como diciendo: ¡menudas están hechas las chicas de hoy en día! Y Amira sonrió para disimular su inquietud. No le había contado a Maryam el horrendo compromiso matrimonial que había concertado Ibrahim para su hija.

Camelia, desde la puerta de la cocina donde estaba esperando ansiosamente a Zacarías, dijo con impaciencia:

—¡Ojalá yo pudiera ver mi futuro!

Maryam se acercó a ella y contempló el florido jardín.

—¿Sabes cómo leíamos el futuro cuando yo era pequeña? —le dijo—. Tomas un huevo y lo calientas con las manos durante siete minutos. Después lo cascas sobre un vaso de agua. Si el huevo flota, significa que tu futuro marido será muy rico. Si se hunde, será pobre. Si se rompe la yema, es que…

—¡Yo no estaba hablando de maridos, tía Maryam! Yo, lo qué quiero saber es si…

La muchacha se detuvo. No quería que Umma se enterara de sus planes. Camelia estaba esperando nerviosamente la llegada de Zacarías, el cual le había dicho que tenía una cosa muy importante para ella.

Umma —dijo Yasmina, tomando una tartita de frambuesa de la fuente que Badawiya acababa de sacar del horno. Le hincó el diente y saboreó su celestial dulzura—, ¿por qué vienen las mujeres a ti cuando están enfermas y no van a un médico de verdad como papá?

Amira secó cuidadosamente las tazas de porcelana y las guardó en el armario.

—Vienen a mí por modestia.

—Pero papá también atiende a las mujeres.

—Yo no conozco a esas mujeres, Mishmish, pero las que vienen a mí no desean que las vea un hombre desconocido.

—Pues, entonces, ¿por qué no hay más médicas? ¿No te parece que tendría que haber el mismo número de médicas que de médicos? ¿No lo consideras lógico?

—¡Cuántas preguntas! —dijo Amira, mirando de nuevo de soslayo a su amiga Maryam.

Maryam le envidiaba a Amira que tuviera a tantos jóvenes a su alrededor y que pronto pudiera hacerse realidad la llegada de más niños a aquella casa. Sus propios hijos habían abandonado el hogar hacía mucho tiempo y ahora vivían en distintos lugares del mundo, incluso en lugares tan remotos como California. Maryam había visto a sus nietos en carne y hueso sólo una vez. Ahora ya estaba en camino su primer bisnieto. Puede que ya hubiera llegado el momento de que se tomara unas vacaciones y visitara a sus hijos. Al fin y al cabo, ella y Suleiman tenían sesenta y tantos años. ¿Cuánto tiempo deberían aplazarlo por el sólo hecho de que los beneficios de Importaciones Misrahi hubieran disminuido y ahora Suleiman tuviera que trabajar noche y día? ¿Acaso la familia no era más importante que los negocios? Esta noche se lo comentaré, pensó, cuando regrese a casa después de las ceremonias del sábado.

Sahra también se encontraba en la cocina, escuchando las conversaciones mientras sacaba del horno una fuente de bollos de sésamo. Tenía treinta años y había engordado un poco. Ya no era una simple ayudante de cocina. Badawiya, que llevaba en la casa desde antes de que naciera Ibrahim, se estaba haciendo mayor y ya no tenía el mismo empuje de antes, por lo que Sahra la estaba sustituyendo poco a poco y ya sabía que, cuando Badawiya se retirara, ella sería la primera cocinera de la familia Rashid.

Sonrió al oír que Camelia suspiraba en la puerta, diciendo:

—Pero ¿dónde se habrá metido?

Sahra quería al amo tanto como a todos sus hijos. A lo largo de los años, había conseguido encajar las piezas de la historia. Puesto que la visita anual de la familia al cementerio se producía catorce días después de su propio cumpleaños, Sahra calculaba que la madre por la cual rezaba Camelia había muerto la víspera de la boda de Nazirah, es decir, la noche en que ella había visto al amo llorando junto a la acequia. Por consiguiente, Camelia debía de haber nacido aquella noche. El corazón de Sahra se compadecía de la pobre muchacha huérfana y también de su hermana Yasmina, intuyendo que la decepción sufrida ante el nacimiento de una hija había inducido al amo a adoptar a su propio hijo Zacarías. Por consiguiente, Sahra se sentía en cierto modo madre de los tres.

—Tía Maryam —dijo Camelia, mirando a través de la ventana mientras se frotaba con aire ausente el hombro que se había magullado la víspera, cuando Omar la derribó al suelo—. ¿Ya has visto la película de Dahiba?

—Tu tío Suleiman está demasiado ocupado y no tiene tiempo para ir al cine.

—¡Pues tienes que ir! ¡En tu vida habrás visto a nadie bailar como lo hace Dahiba! A lo mejor, tú y la abuela podríais ir juntas.

Al oírla, Amira se limitó a sonreír, diciendo:

—¿Y de dónde saco yo el tiempo para ir al cine? —Después añadió, dirigiéndose a Yasmina—: La señora Abdel Rahman ha telefoneado esta mañana para preguntar si podría llevarle mi té especial de hisopo a su hermana, la que vive en la calle de Fahmy Pasha. Los niños sufren fiebres primaverales. ¿Me querrás acompañar, Mishmish?

—Me encantará, Umma. Tomaremos un taxi.

Justo en aquel momento Zacarías entró en la cocina. Cuando se acercó a besar a su abuela, ésta le preguntó:

—¿Ya ha regresado tu padre de la mezquita?

—Ahora mismo está entrando con el coche —contestó el muchacho, tomando un encurtido de un tarro y mascándolo ruidosamente.

Una de las chicas de la cocina estaba preparando un assafeer, es decir, unos pajaritos a los que estaba desplumando y cortando los picos y las patas para introducir después las cabezas en sus cuerpos. Mientras los sazonaba con especias y los ensartaba en brochetas, Zacarías apartó la vista para no presenciar el desagradable espectáculo. Sahra vio la expresión de su rostro y recordó la vez en que, siendo pequeño, se había puesto histérico al ver que el carnicero que había traído el cordero a la casa lo degollaba para la fiesta de Abraham e Isaac. A partir de entonces Zacarías no había vuelto a comer carne ni aves ni pescado. Sahra recordó ahora la compasión que sentía Abdu por todas las criaturas vivientes.

El muchacho también se parecía a Abdu en muchas otras cosas, pensó Sahra, por ejemplo, en su afición a componer poemas, en su amor a Alá y el Corán y en su aspecto físico. Zacarías tenía la misma anchura de espaldas, los mismos ojos verdes y la misma dulce sonrisa de su padre hasta el punto de que estar a su lado era para ella casi como estar de nuevo al lado de su querido Abdu. Sahra se preguntó si el muchacho guardaría algún recuerdo de los tres primeros años de su vida en que ella lo había amamantado.

Cuando Amira abandonó finalmente la cocina, Camelia se acercó corriendo a su hermano.

—¿Me lo has conseguido, Zakki? ¿Ya lo tienes?

Un mes atrás, al día siguiente de haber ido al cine, Camelia le había dicho a Zacarías:

—¡Oh, Zakki, tengo que saber dónde vive Dahiba! Necesito ir a verla. Quiero estudiar con ella. Mira, me he aprendido de memoria los movimientos de la danza que interpreta en la película. Estoy segura de que, cuando me vea bailar, me tomará bajo su protección. ¡Pero tengo que saber dónde vive! Por favor, a ver si lo averiguas.

Ahora Zacarías se sacó un trozo de papel del bolsillo.

Bismillah! —dijo con una sonrisa—. Me ha costado cincuenta piastras porque he tenido que sobornar a un tipo que trabaja en el Cage d’Or, el local donde ella actúa.

—¡Es su dirección! —exclamó Camelia.

—Me he acercado hasta allí, Lili —añadió Zacarías emocionado—. ¡Vive en un apartamento del último piso y tiene guardaespaldas y un Chevrolet! La he visto salir del edificio. ¡Te aseguro que Egipto tiene todavía una reina!

—¡Me voy a desmayar! —dijo Camelia. Después le dio un beso a su hermano y añadió—: ¡Te adoraré durante todo el resto de mi vida, Zakki! ¡No sabes cuánto te lo agradezco!

—Y ahora, ¿qué vas a hacer? —preguntó Zacarías a su espalda.

Pero ella ya había desaparecido.

—¿Por qué hemos venido aquí, abuela? —preguntó Yasmina, mirando a través de la ventanilla del taxi.

Se encontraban en un barrio de El Cairo que ella jamás había visitado anteriormente, en una calle llamada de las Tres Perlas.

Amira no le contestó de inmediato porque ella también estaba mirando a través de la ventanilla del taxi.

Ella y Yasmina habían visitado a la hermana de la señora Abdel Rahman cuyos hijos estaban enfermos y, al salir, en lugar de decirle al taxista que las llevara de nuevo a la calle de las Vírgenes del Paraíso, Amira le había dicho que las condujera allí. Y ahora se encontraban delante del lugar en el que Amira había conocido a Alí Rashid cuarenta y seis años atrás.

A Amira le habían dicho en cierta ocasión que la casa había sido derribada, pero ello era cierto en parte. El principal edificio seguía en pie… una gran mansión de piedra parecida a la casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso. Sin embargo, el recinto y los jardines se habían subdividido, por lo que ahora distintos locales comerciales y apartamentos lindaban con aquella hermosa mansión del siglo XIX. Unas muchachas de uniforme estaban subiendo a toda prisa los peldaños de la entrada principal, portando libros y fiambreras con el almuerzo. La casa se había convertido en una escuela.

Esta casa, pensó Amira con asombro mientras contemplaba los adornos de la fachada como si de ellos tuvieran que surgir emocionantes recuerdos, esta casa en cuyo harén yo estuve antaño prisionera, es ahora un lugar donde las chicas estudian y son libres. Cerró los ojos y trató de retroceder en el tiempo para que sus pensamientos hicieran un viaje de exploración por los pasillos de mármol, en la esperanza de poder verse a sí misma a la edad de siete años en medio de unas gentes desconocidas que le infundían temor. ¿Podría ver allí también a su madre? ¿O acaso su madre había muerto en el desierto?

«¿Por qué no puedo recordar cómo fui conducida hasta aquí? ¿Por qué recuerdo tan sólo el día en que abandoné este lugar?».

Por mucho que lo intentara, no podía evocar los recuerdos. Sin embargo, a pesar de que el pasado se le seguía escapando, comprendió súbitamente una cosa. «Me condujeron aquí tras arrancarme de los brazos de mi madre mientras ella trataba de protegerme, y me dejaron bajo la vigilancia del gigantesco negro del turbante escarlata… el eunuco del harén». Mirando a Yasmina, Amira pensó: «Eso es lo que me estaban diciendo mis sueños, por eso he venido hoy aquí. Es una advertencia de que estoy a punto de perder a mi nieta. Yasmina me será arrebatada y se irá a vivir con un hombre que no pertenece a nuestra familia. Me dejará, ya no será mía».

—¿Qué te ocurre, abuela? —preguntó Yasmina—. ¿Por qué hemos venido aquí?

No temas, nieta de mi corazón, hubiera querido contestar Amira, no permitiré que te ocurra ningún daño, no pienso perderte. Pero, en su lugar, contestó en tono tranquilizador:

—Puede que algún día te lo diga. Algún día, cuando yo lo haya comprendido todo. Pero ahora nos iremos a casa; tengo que hablar con tu padre.

Desde la ventana de su salón privado, Ibrahim estaba contemplando a Alice en el jardín, con su dorada cabeza protegida por un sombrero contra el sol. Al ver la dulzura con la cual aquellas blancas y delicadas manos separaban los bulbos y las raíces, esparcían las semillas y aplanaban la húmeda tierra, experimentó un anhelo muy parecido a un dolor físico. El jardín que se había convertido en el centro de la vida de su mujer, era diez años atrás una pequeña parcela en la que sólo crecían unos pocos ciclámenes. Ahora se extendía a lo largo de casi toda la fachada oriental de la casa y estaba lleno de azules campanillas, fucsias de un rosa purpúreo y rosas rojas que normalmente no hubieran podido crecer en medio del áspero y seco calor de Egipto. Los constantes y amorosos cuidados de Alice y su vigilancia y entrega habían obrado el milagro.

Un estremecimiento le recorrió el cuerpo de arriba abajo. A menudo rezaba para que ella le manifestara un cariño y una entrega semejantes.

¿Qué había ocurrido con su matrimonio? ¿Cuándo habían hecho el amor por última vez? Llevaban mucho tiempo sin hablar, aparte las intrascendentes charlas cotidianas y los habituales tópicos de la vida. ¿Qué podía hacer para mejorar las cosas y para que ambos volvieran a ser tal como eran antes de la Revolución y antes de que su vida empezara a desintegrarse?

Tras su salida de la cárcel, Ibrahim había pasado por un largo período en el que no había sentido el menor interés por el sexo, ni con Alice ni con nadie. Pero, al cabo de varios meses, cuando sus heridas físicas ya habían sanado, Ibrahim empezó a abrigar la esperanza de que Alice volviera a ser la misma esposa de antes. Por desgracia, ella no acudía a su cama; cuando él insistía, la relación entre ambos no era más que una pantomima en la que un hombre desesperado trataba de recuperar la cordura entre los brazos de una mujer indiferente. Fue entonces cuando recurrió a los brazos de las mujeres anónimas. El falso cariño que éstas le demostraban le devolvía momentáneamente la paz. Pero era una sensación pasajera; él deseaba a su mujer. Y quería tener un hijo.

Oyó una discreta llamada a la puerta y se sorprendió al ver a su madre, pues ella raras veces visitaba aquella parte de la casa.

—¿Podemos hablar, hijo mío? Hay ciertos asuntos familiares urgentes que requieren tu atención. Omar me está dando quebraderos de cabeza. No puede controlar sus impulsos. Ayer lo sorprendí atacando a Camelia.

—¿Atacando a Camelia?

—No le hizo daño. Pero no podemos fiarnos. Tiene que casarse. Se me ha ocurrido una idea. —Amira tomó deliberadamente asiento en un lujoso diván bajo un severo retrato de Alí, el padre de Ibrahim—. Formalicemos el noviazgo entre Omar y Yasmina. Y procuremos que la boda se celebre cuanto antes, tan pronto como ella termine el bachillerato.

—Pero si ya te lo he dicho esta mañana, madre. Yasmina está comprometida en matrimonio con Hassan.

—La chica es demasiado joven para Hassan. ¿Tú crees que él le permitiría proseguir sus estudios? En cambio, a Omar le faltan todavía tres años para terminar la carrera. Él y Yasmina podrían estudiar juntos. Eso es mucho mejor para Yasmina que casarse con un hombre que le lleva treinta años.

—Con todo el honor y el debido respeto, madre, tú te casaste con un hombre que te llevaba cuarenta años.

—Mira, Ibrahim, esta boda entre Hassan y Yasmina no se puede celebrar.

—Hassan y yo ya hemos firmado el acuerdo. Le he dado mi palabra.

—Hubieras tenido que consultarme. ¿Y qué me dices de Alice? ¿Acaso una madre no tiene voz ni voto en la elección del marido de su hija? Ya le encontraremos nosotras un marido a Yasmina, tú sólo tendrás que firmar el contrato matrimonial.

—Pero ¿por qué le tienes tanta manía a Hassan? Jamás he comprendido por qué no te gusta.

—Esta boda no se puede celebrar.

—Pues yo no pienso romper la palabra que le he dado a un amigo.

Ibrahim se volvió de nuevo hacia la ventana y, separando los visillos, contempló a Alice en el jardín.

Amira se le acercó y, al cabo de un momento, dijo:

—Tienes problemas con tu mujer.

—Eso es algo que un hijo no debe comentar con su madre.

—Quizá yo podría ayudarte.

Ibrahim miró a su madre con expresión turbada, y entonces Amira recordó lo que le había dicho Zacarías: «Papá se despierta gritando por la noche, yo le oigo desde el fondo del pasillo».

Ibrahim guardó silencio un instante y después se miró las manos.

—No sé qué problema nos separa a Alice y a mí, madre. Pero está ahí y yo quiero un hijo.

—Pues entonces, escúchame. Te puedo dar un brebaje para que lo eches en la bebida de Alice.

—¿Un brebaje? —Ibrahim miró a su madre con expresión dubitativa—. ¿Y eso da resultado?

«Lo vi usar una vez, hace mucho tiempo, en el harén de la calle de las Tres Perlas».

—Puedes creerme si te digo que sí. Alice vendrá a ti y, si Alá quiere, concebirá un hijo varón.

Ibrahim soltó el visillo y se apartó de la ventana.

—No quiero brebajes, madre —dijo—. Ésa no es la respuesta que yo busco. Y ahora me siento muy fatigado. Necesito descansar un rato.

—Tenemos que resolver la cuestión del noviazgo de Yasmina.

—Por el Profeta, que Alá le colme de bendiciones. ¡Te he dicho que ya está todo arreglado!

—No lo está —dijo Amira sin perder la calma—. Lo que estoy a punto de decirte, hijo de mi corazón, me causa un profundo dolor. Lo he mantenido en secreto durante todos estos años para evitarte ulteriores sufrimientos, pero ahora Alá guía mi conciencia. —Amira respiró hondo—. Hijo de mi corazón a quien quiero más que a mi propia vida, te digo que no has cerrado ningún trato con Hassan al-Sabir. No es tu amigo ni tu hermano.

—Pero ¿qué estás diciendo?

Amira percibió los violentos latidos de su corazón. Una vez dichas, ya no podría retirar sus palabras.

—Fue Hassan quien te hizo detener y encerrar en la cárcel.

Ibrahim miró fijamente a su madre.

—No lo creo.

—Por la clemencia de Alá, te aseguro que es cierto.

—No puede ser.

—Te lo juro por la unidad de Alá, Ibrahim.

—¿Y cómo sabes tú todo eso sobre Hassan? ¡Alguien te ha mentido!

Amira recordó la promesa que le hiciera a Safeya Rageb de mantener en secreto su intercesión por Ibrahim.

—Lo sé, y eso basta. Consta en tu ficha oficial: Hassan al-Sabir te denunció como conspirador contra el pueblo egipcio. Tú mismo puedes ir a verlo, si quieres.

—Haré otra cosa mucho mejor, se lo preguntaré al propio Hassan.

Yasmina y Tahia procuraron reprimir la risa, escondidas detrás de unas cajas vacías cuyas etiquetas decían «Chivas Regal» y «Johnny Walker». Ocultas junto a la entrada de servicio del club Cage d’Or, esperaban una señal de Zacarías. El muchacho había entrado para allanar el camino. Camelia temblaba bajo el abrigo a pesar de la cálida noche de junio y pensó que estaba tardando demasiado. Algo tenía que haber fallado.

La joven había tratado infructuosamente de visitar a Dahiba en su apartamento. Tuvo que sobornar al portero para que la dejara entrar en el edificio y después el ascensorista no la quiso llevar al último piso; más bakshish. Los dos guardaespaldas que jugaban a las cartas delante del apartamento de Dahiba también habían exigido un pago; al final, cuando Camelia tocó el timbre y le abrió un mayordomo, ya no le quedaba dinero. De todos modos, no le hubiera servido de nada; el mayordomo llamó a la secretaria de Dahiba, la cual salió y le comunicó a la joven que la señora no recibía visitas, no hacía audiciones de artistas aficionados y tanto menos aceptaba alumnas. Entonces, a Zacarías se le ocurrió un plan. Le dijo a Amira que llevaría a las chicas a ver un espectáculo de variedades y, mientras Umma y los demás estaban en el salón escuchando un programa de radio, los adolescentes abandonaron la casa y se dirigieron al club donde actuaba Dahiba.

—Pobre Zakki —dijo Tahia mientras contemplaba la puerta abierta que conducía a la cocina del club—, no soporta decirle mentiras a Umma.

—No le ha dicho ninguna mentira —le recordó Yasmina a su prima—. Dijo que nos llevaría a un espectáculo y es lo que ha hecho, ¿no? ¡Ya viene!

Zacarías rodeó las cajas de whisky vacías y dijo en voz baja:

—¡Todo está arreglado, Lili! La señora de los lavabos te acompañará a través de la cocina a un lugar entre bastidores donde nadie te verá. ¡No sabes la propina que le he tenido que dar!

La besaron y le desearon suerte. Camelia entró a toda prisa, procurando que no se le viera el traje de baile por debajo del abrigo.

Cuando la empleada la dejó en un lugar entre bambalinas, advirtiéndole de que no se moviera durante el espectáculo, Camelia contempló a hurtadillas la sala de fiestas y sintió que el corazón le empezaba a latir violentamente en el pecho. Zacarías le había dicho a la mujer que su hermana sólo quería mirar. La sala estaba llena a rebosar de mujeres elegantemente vestidas y de militares con los uniformes cuajados de medallas. Se quedó paralizada de emoción al ver sentado junto a una de las mesas de primera fila a un hombre bajito y rechoncho. Era Hakim Rauf, el célebre director de cine y esposo de Dahiba.

Los músicos ocuparon sus puestos, se apagaron las luces en la sala y los focos iluminaron el escenario vacío. Durante unos minutos, la orquesta interpretó los acordes de una melodía para que el público entrara en situación. Después apareció Dahiba entre grandes vítores y aplausos. Camelia emitió un jadeo. En carne y hueso, Dahiba resultaba todavía más espectacular que en el cine. Inició su actuación envuelta en un velo de gasa bordado con lentejuelas, efectuando en el escenario unos atrevidos movimientos, mezcla de ballet clásico y danza moderna. Al poco rato, se quitó el velo y dejó al descubierto un deslumbrante vestido de raso color turquesa y lame de plata con una ancha faja de la que colgaban largos flecos plateados. Se detuvo, levantó una mano y empezó a mover lentamente las caderas. El público volvió a prorrumpir en aplausos… era la firma personal de Dahiba.

Vista de cerca y en persona, Camelia se dio cuenta de que Dahiba no era realmente guapa; y ni siquiera bonita. Sin embargo, tenía presencia y sabía ganarse al público y manipularlo a su antojo para que batiera palmas al compás, se riera o se pusiera serio. No se limitaba a distraer a los espectadores sino que les hacía sentir algo.

Camelia contuvo el aliento, esperando su oportunidad. Al final, cuando Dahiba se desplazó a un extremo del escenario, tal como siempre hacía, para conversar con el público y éste empezó a batir palmas para que la artista bailara al ritmo del beledi, Camelia se quitó el abrigo, se alisó rápidamente el traje rojo y oro y salió al escenario. Al principio, el público se quedó un poco desconcertado, pero en seguida enloqueció de entusiasmo. Dahiba se volvió y, al ver la mirada inquisitiva de los músicos, les indicó por señas que siguieran tocando.

Aunque el escenario era muy grande, Camelia utilizaba sólo un espacio muy reducido, bailando, no con audaces y espectaculares movimientos sino con leves y complejas ondulaciones de la parte inferior del torso y las caderas al tiempo que mantenía los brazos graciosamente extendidos. No miraba a Dahiba sino al público, el cual batía palmas y no cesaba de gritar.

—Y’Allah!

Dahiba le hizo una indicación a la orquesta y el ritmo se hizo más lento hasta que todos los instrumentos enmudecieron y sólo quedó la flauta, llenando la atmósfera cargada de humo con un sonido semejante al de una serpiente. Pero Camelia no perdió el compás. Sus movimientos se adaptaron al cambio y, tras una breve pausa, las ondulaciones de la pelvis le subieron lentamente por el tronco y volvieron a bajar.

El público rugió de entusiasmo. Al percatarse de que el número no estaba preparado y de que aquella joven de ojos dorados como la miel era una aficionada, los hombres se encaramaron a las sillas y empezaron a gritar:

—¡Oh dulce ángel de Alá!

Después empezaron a silbar, a vitorear y a lanzar besos a la audaz y deliciosa muchacha.

Desde un extremo del escenario, Dahiba contempló la reacción del público y después miró a su marido, sentado en primera fila. Hakim también estaba entusiasmado con la chica.

Al finalizar la música, Camelia arrojó un beso al público y corrió a esconderse detrás del telón, donde el encargado del club la agarró inmediatamente, amenazándola con llamar a la policía. Mientras se la llevaba a rastras, apareció Dahiba.

—Pero tú qué te has creído —le dijo sin que apenas se oyera su voz sobre el trasfondo de los ensordecedores aplausos—. Has querido burlarte de mí, ¿verdad?

Camelia estaba casi sin resuello y apenas podía hablar. De cerca, vio el fuerte maquillaje de los ojos de Dahiba, las finas arrugas que le rodeaban la boca y, sobre todo, una dureza que jamás se advertía en sus películas.

—Oh, señora, yo quería simplemente que me concedieran una audición. He estado intentando verla, pero…

De pronto, apareció Hakim Rauf, sonriendo y enjugándose el sudor de las rubicundas mejillas.

—¡Por la cabeza del saíd Hussein, Alá le bendiga y le otorgue la salvación! ¡Menudo espectáculo! ¡Ven conmigo, chiquilla! ¡Vamos a tomarnos un té! —dijo, chasqueando los dedos para llamar al perplejo encargado.

Entraron en una pequeña estancia que la danzarina utilizaba como despacho y camerino y, mientras ella y su marido encendían unos cigarrillos, Dahiba preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Camelia Rashid, señora.

Dahiba parpadeó.

—¿Estás emparentada con el doctor Ibrahim Rashid?

—Es mi padre. ¿Le conoce?

—¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete.

—¿Has tenido alguna preparación específica?

—Ballet clásico.

—¿Y quieres estudiar conmigo?

—¡Oh, sí, más que nada en el mundo!

Dahiba contempló largo rato a Camelia con expresión pensativa.

—Yo no admito a nadie conmigo en el escenario. Ninguna danzarina lo hace. Te hubieran podido detener por tu imprudencia. Pero al público le has gustado.

—Es una buena atracción —dijo Hakim, desabrochándose el botón del cuello de la camisa—. Quizá convendría que la añadiéramos al espectáculo, mi dulce calabaza.

Dahiba le dio a su marido un cariñoso pellizco en el brazo.

—Y también podríamos incluir un mono amaestrado. ¿Quieres tú interpretar este papel? —Dirigiéndose a Camelia, Dahiba añadió—: Eres demasiado musculosa. Tienes unos hombros muy masculinos y unas caderas muy estrechas. Tendrías que aumentar unos cuantos kilos de peso. Una danzarina delgada no resulta atractiva ni sensual. Además, tienes un estilo anticuado y poco profesional. Ahora ya no se baila simplemente el beledi. La danza oriental incluye muchas tendencias. Pero eres prometedora. Con un adiestramiento adecuado, podrías llegar muy alto. Puede que tan alto como yo —dijo con una sonrisa.

—Oh muchas gra…

Dahiba levantó la mano.

—Pero, antes de que te acepte, debo hacerte una advertencia. Tu familia no dará su consentimiento. Las danzarinas orientales son vistas como mujeres de mala vida. Nos desprecian porque atraemos la atención de los hombres sobre la sexualidad femenina y dicen que los apartamos de los senderos de Alá y de la devoción que exige el Islam. Los hombres nos desean, pero nos desprecian porque despertamos sus deseos, ¿comprendes? Muchos hombres te querrán, Camelia, pero pocos te respetarán. Y tanto menos querrán casarse contigo. ¿Estás dispuesta a aceptar todos estos sacrificios?

Camelia contempló el arrebolado rostro de Hakim Rauf y dijo:

—A usted no le ha ido mal, señora.

Hakim le tomó la mano y se la besó diciendo:

—¡Bendito sea el árbol con cuya madera se construyó tu cuna! ¡Estoy enamorado, por Alá!

—Yo sólo sé que quiero bailar —dijo Camelia mientras Dahiba se reía.

—En tal caso te diré por qué te acepto como alumna, Camelia Rashid; tú serás mi primera alumna en realidad. La actuación no es nada si sólo consiste en una habilidad. Pero, por Alá, a nosotros los egipcios nos gustan la emoción y el sentimiento, cosas que una buena danzarina sólo puede transmitir a través de su personalidad. Tú posees este carisma, Camelia. Tu actuación ha sido buena, pero lo que más le ha gustado al público ha sido tu audacia. Sabes ponerte al público en el bolsillo y en eso consiste en buena parte una buena actuación. ¿Sabe tu familia que estás aquí?

—Camelia vaciló.

—No —contestó al final—. No lo aprobaría. ¡Pero a mí no me importa! No les diré que usted me da clases.

—Tendrás que visitarme en mi casa por lo menos tres veces a la semana. ¿Adónde les dirás que vas?

—Le diré a Umma que estoy dando unas clases adicionales de baile. Pensará que son de ballet clásico. En realidad, no será una mentira.

—¿Y si se entera?

Camelia no quería ni pensarlo. Sólo pensaba que Dahiba iba a ser su profesora y que algún día ella sería famosa como la célebre danzarina.

Ibrahim llamó a la puerta de la casa flotante de Hassan y, cuando el criado le abrió, le empujó a un lado y entró directamente en el salón donde Hassan, reclinado en un diván, se estaba fumando una pipa de hachís.

—¡Amigo mío! Cuánto me alegro de que hayas venido a verme. Siéntate y…

—¿Es cierto lo que me han dicho, Hassan? —preguntó Ibrahim sin sentarse—. ¿Fuiste tú quién facilitó mi nombre al Consejo Revolucionario y me hizo encarcelar?

Hassan le miró sin dejar de sonreír.

—Por Alá, ¿de dónde has sacado esta idea tan absurda? Por supuesto que no es cierto.

—Me lo ha dicho mi madre.

La sonrisa de Hassan se esfumó de golpe. ¡Otra vez el dragón!

—Pues te ha dicho una mentira. Tu madre nunca me ha apreciado.

—Mi madre no miente.

—En tal caso, alguien le habrá facilitado una información falsa.

—Dice que consta en la ficha. Puedo comprobarlo.

Apartando a un lado la pipa, Hassan se incorporó, se alisó el cabello con las manos y dijo:

—Muy bien, pues. Eran tiempos muy peligrosos, hermano mío. De un día para otro, nadie sabía quién iba a vivir para ver el siguiente ocaso. Me detuvieron. Para salvar el pellejo, les facilité algunos nombres. Supongo que entre ellos debía de figurar el tuyo, pero no me acuerdo. Tú hubieras hecho lo mismo, Ibrahim. Puedo jurar por Alá que lo hubieras hecho.

—A mí también me pidieron que facilitara nombres, pero no lo hice. Me sometieron a torturas infernales, pero no traicioné a ningún hermano. No sabes el daño que me hiciste, Hassan al-Sabir —dijo Ibrahim en voz baja mientras las lágrimas asomaban a sus ojos—. Aquellos seis meses en la cárcel destruyeron mi vida. Tú y yo ya no somos hermanos. Y no te casarás con mi hija.

Hassan se levantó de un salto y asió por el brazo a Ibrahim.

—¡No puedes romper nuestro contrato, por Alá!

—Alá es mi testigo de que puedo hacerlo y lo haré.

—Si lo haces, Ibrahim, te prometo que vivirás para lamentarlo.

Ibrahim encontró a Amira en el salón, escuchando la lectura radiofónica nocturna del Corán.

—Tenías razón, madre, Hassan al-Sabir ya no es mi hermano —dijo—. Dispón todo lo necesario para el compromiso de Yasmina con Omar. La boda se celebrará inmediatamente después de que ella termine sus estudios de bachillerato. Y dame el brebaje para Alice —añadió—. Necesito un hijo varón.