16

Nefissa calculó que el joven y apuesto camarero debía de tener unos veinte años, más o menos la edad de su hijo, lo cual significaba que no era posible que la estuviera galanteando y que todo debían de ser figuraciones suyas. Y, sin embargo, cuando le sirvió el té, le pareció ver en él unos gestos más afectados de lo necesario y vio en sus ojos oscuros el mismo fulgor que había visto en ellos en el momento de sentarse. Estaba perpleja.

Mientras el camarero se alejaba con unos garbosos andares que a ella se le antojaron un tanto exagerados, Nefissa se echó un poco de azúcar en el té y contempló las embarcaciones que surcaban las aguas verde jade del Nilo. Era un típico día de junio en el que no hacía tanto calor como en pleno verano y en el que la suave temperatura invitaba a sentarse en la terraza del club Cage d’Or mientras el tiempo pasaba tan despacio como las aguas del río.

Había dedicado el día a ir de compras en los pocos comercios de lujo que quedaban en El Cairo. Dado el nuevo afán patriótico de comprar artículos fabricados en Egipto, no resultaba nada fácil adquirir prendas de calidad, por cuyo motivo la excursión le había llevado varias horas; y lo peor de todo era que había tenido que desplazarse en taxi porque los Rashid habían prescindido de su chofer, conscientes de que la nueva sociedad socialista no veía con buenos ojos semejante ostentación.

Incluso el lugar donde ahora estaba tomando el té había cambiado. El Cage d’Or era en otros tiempos un local de lujo, al que sólo tenía acceso la aristocracia y, por supuesto, la familia real. Mientras contemplaba a las mujeres de los pescadores en la otra orilla, encendiendo hogueras de carbón y limpiando pescado, Nefissa recordó los tiempos en que ella solía acudir allí formando parte del séquito de la princesa Faiza. Entonces su marido, piloto de carreras, aún vivía y su hijo Omar era sólo un bebé. Eran jóvenes, ricos y guapos y se pasaban toda la noche jugando en las mesas de la ruleta del Cage d’Or. Ahora el club era un salón de té durante el día y una sala de baile por la noche, abierta a cualquier persona que pudiera pagar la entrada, principalmente, a juzgar por lo que Nefissa estaba viendo, a los militares y a sus ordinarias esposas. Los de su clase ya no visitaban el local.

Nefissa tomó un sorbo de té y lanzó un suspiro. Los maravillosos tiempos del lujo y los privilegios habían terminado. Nasser lo había abierto todo al público… los jardines reales eran un parque y los palacios de Faruk se habían convertido en museos. Ahora la gente corriente podía visitar las cámaras privadas en las que Nefissa solía hacer compañía a la princesa Faiza. La propia princesa se había ido, al igual que casi todos los representantes de las clases adineradas, los cuales, temiendo las decisiones del nuevo régimen, se habían trasladado a Europa o América en busca de mejores perspectivas. El número de amistades de Nefissa se había reducido; ya ni siquiera podía contar con Alice. El vínculo que la unía al principio con su cuñada se había roto la noche del suicidio de Edward.

—¿Desea la señora alguna otra cosa?

El camarero la asustó. Nefissa no le había oído acercarse. Le miró entornando los ojos; el sol que le iluminaba a su espalda, creaba una aureola a su alrededor. Se estaba acercando demasiado a la mesa y su sonrisa era excesivamente familiar. Nefissa le había visto servir a los clientes de otras mesas y comportarse con ellos con respetuosa eficiencia. ¿Qué interés podía sentir por ella?

—No, muchas gracias —contestó, percatándose de que había tardado demasiado en responder.

Buscó en su bolso y sacó una pitillera de oro con sus iniciales grabadas en una esquina y un pequeño brillante debajo de la «R». Antes de que pudiera sacar el encendedor, el camarero le acercó una cerilla encendida y, mientras le ofrecía fuego, Nefissa se preguntó qué tal sería hacer el amor con un joven tan apuesto como aquél.

Y volvió a recordar su soledad.

Ahora que Omar y Tahia ya eran mayores, raras veces la necesitaban, pues siempre andaban ocupados con sus amigos, sus intereses y las actividades que los prepararían para el futuro.

Nefissa distraía su ocio yendo de compras, acudiendo a la peluquería y chismorreando por teléfono. Se pasaba interminables horas sentada ante su tocador, probando nuevos cosméticos y perfumes, haciéndose la manicura y cuidando su piel como si la búsqueda de la belleza ideal fuera una causa sagrada. Se decía a sí misma que se maquillaba con esmero, vigilaba su peso y elegía cuidadosamente el vestuario porque se sentía orgullosa de su propio aspecto. Pero en el fondo sabía qué razón la impulsaba a hacer todo aquello. Quería volverse a enamorar.

Había rechazado los múltiples pretendientes que su madre le había buscado, algunos de ellos muy ricos y apuestos, porque anhelaba encontrar el verdadero idilio que antaño viviera con su teniente inglés. Pero no lo había encontrado y los años habían pasado sin que ella se diera cuenta hasta que se despertó finalmente una mañana y se percató de que tenía treinta y siete años y era madre de dos adolescentes. ¿Qué hombre podría quererla?

—Dahiba bailará aquí a partir de mañana por la noche —dijo el joven camarero con una sonrisa.

Nefissa pensó que ojalá se retirara. Su sola presencia y su sonrisa llena de insinuaciones parecían burlarse de ella.

—¿Quién es Dahiba?

Bismillah! —exclamó el joven, poniendo los ojos en blanco—. ¡Nuestra más famosa danzarina! Eso significa, señora, que no sale mucho por las noches. Lo cual me sorprende en una dama tan rica como usted —añadió en voz baja.

Conque era eso… no le interesaba ella sino su dinero. El joven le inspiraba una leve repulsión y, sin embargo, para su vergüenza, la atraía hasta cierto punto. Se estaba preguntando si le parecería guapa… y confiaba en que sí.

—Yo trabajo aquí también por las noches —prosiguió diciendo el camarero—, está misma noche precisamente. Trabajo hasta las tres de la madrugada y después me voy a mi apartamento, muy cerca de aquí.

Nefissa le miró, preguntándose por qué toleraba su insolencia. El hecho de que se le ofreciera tan descaradamente por dinero era un insulto. Cuando los ojos de ambos se cruzaron por espacio de tres latidos del corazón, Nefissa apartó súbitamente el rostro y alargó la mano hacia su bolso. Tenía que recordar quién era, nada menos que una íntima amiga de la familia real; las mujeres Rashid no pagaban el amor.

Omar había estado esperando el momento oportuno desde la noche de cuatro semanas atrás en que, escuchando el discurso del presidente Nasser, había tomado la determinación de poseer a Camelia de la manera que fuera. No era fácil, porque ella siempre estaba con alguien y él también y porque, viviendo tantas personas en la casa, era imposible organizar un encuentro casual a solas. Omar no necesitaba mucho tiempo; sabía que todo sería muy rápido. Si la pudiera sorprender en la escalera o detrás de los arbustos del jardín, terminaría antes de que nadie lo descubriera. No estaba preocupado por la resistencia que ella pudiera oponer. Aunque los diez años de ballet la habían convertido en una muchacha muy fuerte y Camelia poseía un cuerpo esbelto y musculoso, Omar sabía que él era más fuerte. Y, además, en cuanto empezara, puede que ella le encontrara gusto y cediera.

Al ver que la abuela Amira salía y echaba a andar por la calle de las Vírgenes del Paraíso envuelta en su negra melaya, comprendió que no podía perder aquella ocasión. Desde el encarcelamiento de tío Ibrahim, Umma se había acostumbrado a salir, aunque no lo hacía con mucha frecuencia. Jamás iba de compras ni a los restaurantes o al cine como sus tías y primas; Umma visitaba las mezquitas de los santos Hussein y Zeinab en los días de su fiesta, y una vez al año acudía al cementerio para rezar ante la tumba del abuelo Alí. Aquel día era el destinado a su visita anual al puente que unía la isla de Gezira con la ciudad; nadie sabía por qué motivo Umma hacía aquella pequeña peregrinación al río en solitario y por qué arrojaba una flor a sus aguas, pero Omar podía contar por lo menos con media hora de libertad, lejos de su mirada perennemente vigilante. Le bastarían quince minutos.

Ahora tenía que rezar para que Camelia regresara a casa de su clase de ballet a la hora acostumbrada y no se entretuviera en algún sitio con las amigas.

¡Allí estaba, cruzando la puerta del jardín!

Omar lo tenía todo previsto: la atraería con engaño a la parte de atrás de la glorieta, la inmovilizaría y le cubriría la boca. Si más tarde ella lo acusara, él lo negaría. Todo el mundo le creería a él y no a ella, pues la declaración de una mujer valía la mitad que la de un hombre, según el Corán.

—¡Oye, Camelia! —la llamó al verla acercarse por el sendero—. ¡Ven aquí! ¡Quiero enseñarte una cosa!

—¿Qué es?

—¡Ven a ver!

La joven le miró con expresión dubitativa y después, picada por la curiosidad, dejó los libros y le siguió a la parte de atrás de la glorieta, donde crecía un arbusto de rosa de Siria.

Omar la asió y la empujó al suelo, arrojándose encima de ella.

Y’Allah! —gritó Camelia—. Pero ¿qué haces, atontado?

Omar trató de taparle la boca, pero ella le mordió la mano. Cuando fue a bajarse los pantalones, ella le propinó un fuerte empujón que lo dejó tendido en el suelo.

Cuando la joven iba a levantarse, contemplando con el ceño fruncido las manchas que la hierba había dejado en su blusa, Omar se le volvió a echar encima, tratando de empujarla hacia atrás y de levantarle la falda, pero ella le arreó un puñetazo en el esternón y Omar lanzó un grito de dolor y cayó sentado sobre el trasero. Camelia se levantó de inmediato y le miró, enfurecida.

—¿Te has vuelto loco, Omar Rashid? ¿Acaso un yinn se ha apoderado de ti?

—Por la misericordia de Alá, pero ¿qué es lo que pasa aquí?

Ambos jóvenes se volvieron y vieron a Amira rodeando la glorieta, envuelta en la negra melaya.

—¡Omar! —gritó Amira indignada—. ¿Qué te proponías hacer?

El joven retrocedió a gatas en el suelo para apartarse del camino de su abuela.

—¡Umma! Yo… es que…

—¡Vamos, quítate de mi vista, atontado! —dijo Camelia alisándose la falda. Después, se inclinó hacia delante y le dio a su primo unas palmaditas en la cabeza—. ¡Mahalabeya, budín de arroz! —añadió recogiendo sus libros—. Tú y yo no estamos comprometidos ni nunca lo estaremos. Por consiguiente, no se te ocurra volver a intentarlo.

Dicho lo cual, Camelia se alejó sin más.

Omar se levantó del suelo y permaneció tímidamente de pie delante de su abuela.

—Con el debido respeto, Umma, pensé que te habías ido al río.

—Allá iba, pero, al llegar al final de la calle, me he dado cuenta de que había olvidado las flores.

No dijo nada más. Omar permaneció inmóvil, mirando el suelo. Sentía encima suyo la mirada de Amira y el poder de su reproche.

Incapaz de soportar por más tiempo el silencio, levantó los ojos y, al contemplar los oscuros e inteligentes ojos de su abuela, le vino súbitamente a la memoria un recuerdo: tenía ocho años y Umma le había sorprendido en el jardín arrancándole las alas a una mariposa. No la había oído acercarse. Amira le soltó un manotazo tan fuerte que le hizo caer redondo hacia atrás. Fue la única vez en su vida en que alguien le puso la mano encima.

Amira le miró enfurecida mientras la brisa de junio agitaba unos mechones del negro cabello que llevaba recogido en la nuca. Era su abuela, pero, aun así, Omar pudo verla tal como los demás la veían: una bella mujer cuya fuerza de carácter resultaba evidente en sus cuadradas mandíbulas y sus penetrantes ojos negros.

Tragó saliva con la garganta seca y dijo:

—Perdóname, Umma.

—El perdón sólo puede concederlo Alá. Omar —añadió Amira, compadeciéndose de él—, lo que has hecho está muy mal.

—Pero es que ardo por dentro, Umma —dijo el joven en voz baja.

—Todos los hombres arden por dentro, nieto de mi corazón. Tienes que aprender a dominarte. No debes volver a tocar a Camelia.

—Pues, entonces, ¡deja que me case con ella!

—No.

—¿Por qué no? Somos primos. ¿Con quién, si no, se iba a casar?

—Hay algo que tú no sabes. Cuando murió la primera esposa de tu tío, tu madre amamantó a Camelia. Pero aún te estaba amamantando a ti. Está escrito en el Corán que la unión entre dos personas amamantadas por el mismo pecho está prohibida. Es un incesto, Omar.

—¡Yo no sabía nada de todo eso! —exclamó Omar, consternado—. Entonces ¡Camelia es mi hermana!

—Y no puedes casarte con ella.

Bismillah! —dijo Omar con lágrimas en los ojos—. ¿Qué voy a hacer entonces?

Amira apoyó una mano en su hombro y le contestó con una dulce sonrisa:

—No eres tú quien debe decidirlo, Omar. Tu destino ya está escrito en el libro de Alá. Ofrece una oración al Eterno. Confía en su providencia.

Omar rezó una plegaria, pero, en cuanto Amira abandonó el jardín, empezó a propinar fuertes puntapiés a unos lirios hasta arrancarlos y destrozarlos. Después entró corriendo en la casa, se dirigió al apartamento de su madre e irrumpió hecho una furia en la estancia sin llamar.

—Quiero casarme ahora mismo —le dijo.

Sobresaltada, Nefissa le miró desde su tocador.

—¿Quién es ella, cariño?

—No hay ninguna. La que sea. ¡Búscame una esposa!

—Pero ¿y tus estudios? ¿Y la universidad?

—He dicho que quiero casarme. No he dicho nada de abandonar los estudios. Puedo ser estudiante y marido al mismo tiempo.

—¿No puedes esperar hasta que saques el título?

—¡Me quedan tres años por delante, madre! ¡Antes me moriré de asco!

Nefissa lanzó un suspiro. La impaciencia de un muchacho de veinte años. ¿Había sido ella así alguna vez?

—De acuerdo, cariño. —Nefissa se levantó y se acercó a su hijo, acariciando con los dedos su abundante cabello negro. Evocó la imagen del camarero del Cage d’Or, un joven de la misma edad de Omar. Súbitamente se asustó al pensar en la posibilidad de que su querido hijo, en su desesperación, pudiera recurrir a una mujer rica y de más edad que él para satisfacer sus necesidades—. Hablaré con Ibrahim.

Silbando de contento, Hassan subió con el criado por la escalinata para dirigirse al ala de la casa reservada a los hombres. Llevaba mucho tiempo planeando la visita que le iba a hacer a Ibrahim aquel día; se moría de impaciencia, pero sabía que tenía que actuar con cautela. Ibrahim ya no era el mismo amigo de antes; los seis meses en la cárcel lo habían cambiado. Por consiguiente, no podía predecir cuál sería su reacción, pero ahora pasaba por períodos de depresión y melancolía durante los cuales no quería ver a nadie y se encerraba en un mutismo absoluto. Por consiguiente, tendría que tratarle con muchas precauciones, pues el asunto por el que había acudido a verle aquel día era extremadamente delicado.

¿Qué demonios le habría ocurrido a su amigo en la cárcel?, se preguntó Hassan mientras subía por la gran escalinata. Ibrahim se negaba a hablar de ello; en los nueve años y medio transcurridos desde su liberación, no había dicho ni una sola palabra al respecto. Hassan se preguntaba a menudo cómo era posible que lo hubieran puesto en libertad, habida cuenta de que todas las gestiones de la familia Rashid y las suyas propias habían fracasado. A pesar de que todos los canales estaban bloqueados, Ibrahim había sido liberado de pronto sin que ni él mismo supiera por qué.

El criado llamó con los nudillos, abrió la puerta y Hassan entró en el cómodo y conocido apartamento de Ibrahim. Ambos amigos se saludaron efusivamente y Hassan aceptó el ofrecimiento de café que le hizo Ibrahim. Hubiera preferido un trago de whisky, pero, al morir Edward, el whisky había desaparecido de aquella casa.

Pobre Eddie, pensó Hassan, acomodándose en un diván. ¿Habría sido su muerte efectivamente accidental? ¿Cómo era posible que un hombre se hubiera pegado un tiro tan preciso entre los ojos mientras limpiaba su arma? Sin embargo, el informe de la policía había calificado la muerte de accidental, y Amira, que era la que había descubierto el cuerpo, insistía en que así había sido. Pero Hassan no se fiaba mucho de ella. Sospechaba que aquella mujer era capaz de encubrir cualquier cosa con tal de proteger el honor de su familia.

—Cuánto me alegro de verte —dijo jovialmente Ibrahim.

Hassan pensó que la suerte lo iba a acompañar aquel día. Estaba seguro de que Ibrahim respondería afirmativamente a su propuesta.

—Yo también me alegro mucho de verte a ti, hermano —contestó, observando con satisfacción que Ibrahim le ofrecía un cigarrillo de marca inglesa. Hassan, el perfecto caballero inglés, ya no existía, y las expresiones como «muchacho» y «a propósito» habían desaparecido de su vocabulario. Ahora sólo hablaba en árabe y punteaba sus frases con los tradicionales latiguillos de dicha lengua. Tras comentar brevemente los precios del algodón y la marcha de las obras de la presa de Asuán, Hassan añadió—: ¿Me permites manifestarte el objeto de mi visita, querido amigo? Vengo con un gozoso propósito. Hoy es el día de los días para nosotros, Ibrahim. He venido a pedirte la mano de tu hija.

Ibrahim le miró extrañado.

—Me pillas por sorpresa. No tenía ni idea de que ésa fuera tu intención.

—Llevo casi tres años divorciado. Un hombre necesita una esposa, tal como tú mismo me has dicho a menudo. Y, dado que el alto cargo que ocupo en el gobierno me exige asistir a muchos acontecimientos sociales e incluso a ser yo mismo el anfitrión de algunos de ellos en ciertos casos, una esposa me es imprescindible. Por supuesto, he esperado a que ella celebrara su cumpleaños hace unas semanas. De lo contrario, hubiera sido demasiado joven.

Ibrahim le miró.

—¿Cómo? Ah, sí, demasiado joven. No sé. Tú tienes cuarenta y cinco años, Hassan.

—¡Tan joven como tú, amigo mío!

Lo cual sólo era cierto desde el punto de vista de la edad cronológica. Hassan conservaba todo el vigor juvenil y podía pasar por un hombre mucho más joven mientras que Ibrahim aparentaba más años de los que tenía. Conservaba las hebras grises que le habían salido en la cárcel y jamás había recuperado la fuerza de antaño.

—Supongo que podríamos por lo menos discutir el asunto —contestó Ibrahim—. Habíamos hablado de la posibilidad de que Camelia ingresara en la compañía de ballet, pero nunca…

—¿Camelia? ¡Por la cabeza de saíd Hussein! Yo me refería a Yasmina.

Ibrahim miró fijamente a su amigo.

—¿Yasmina? ¡Pero si tiene apenas dieciséis años!

—Por supuesto, esperaremos a que cumpla los dieciocho para celebrar la boda, pero no veo ninguna razón para que no accedas a nuestro compromiso ahora.

Ibrahim frunció el ceño.

—¿Yasmina? No, no podría dar mi consentimiento.

Hassan esperó sin decir nada. No podía permitir que su impaciencia lo estropeara todo. Tenía que conseguir a Yasmina… tan bella como un rayo de luna.

—Ella quiere ir a la universidad —dijo Ibrahim.

—Todas las chicas quieren estudiar últimamente. Estos tiempos modernos hacen que las chicas olviden la misión para la que fueron creadas. Sin embargo, en cuanto se quedan embarazadas, abandonan la idea de los estudios.

—Pero ¿por qué Yasmina?

Hassan tardó un momento en contestar. No podía decir: «Porque siempre he querido a Alice y, como no puede ser, me conformaré con la hija».

—¿Y por qué no Yasmina? —replicó—. Es joven y guapa. Es serena y reposada y ha sido esmeradamente educada. Y, por si fuera poco, es obediente. Posee todas las virtudes que busca un hombre en una esposa.

Además, añadió mentalmente, no me caso para tener hijos, ya tengo cuatro. Esta vez me caso para pasarlo bien en la cama. La educación sexual de la pequeña y encantadora Yasmina será sin duda una delicia.

Mientras reflexionaba sobre la cuestión, Ibrahim se dio cuenta de que la inesperada propuesta de Hassan no le desagradaba del todo. Yasmina tendría que casarse algún día y él no hubiera dado fácilmente su consentimiento a cualquier cosa… ¿qué hombre podía ser más digno de su hija preferida sino Hassan, que era amigo suyo desde sus tiempos de estudiante?

—Oh, no ha sido una decisión precipitada por mi parte —añadió cautelosamente Hassan—. Llevo mucho tiempo pensándolo. Tú y yo somos como hermanos, mi querido amigo. ¿Cuántos años hace que nos conocemos? Yo siempre me he sentido un miembro de tu familia. ¿Recuerdas la vez que tú, Nefissa y yo embarcamos en aquella falúa y zozobramos en el Nilo?

Ibrahim soltó una carcajada, cosa insólita en él.

—¿Por qué no oficializar mi pertenencia a esta familia? —prosiguió diciendo Hassan—. Para ti será un consuelo saber que no se casa con un desconocido, porque creo que nos conocemos muy bien el uno al otro y me parece que ella me tiene cierto afecto. Y tú sabes que seguirá viviendo con el mismo lujo y las mismas comodidades que ha conocido toda la vida. Al fin y al cabo, soy un hombre muy rico.

Ibrahim guardó silencio.

—Además, un hombre en mi posición tiene que elegir con mucho cuidado a su esposa. Tiene que ser una mujer exquisitamente educada, que sepa comportarse en sociedad y tratar con los más altos cargos del Estado. Tiene que ser… y permíteme que utilice una palabra prohibida… una auténtica aristócrata. Por consiguiente, mi campo de elección es muy limitado, como tú sabes.

—Sí —dijo Ibrahim con aire pensativo—. Vamos a redactar el documento…

—Casualmente lo tengo aquí. —Mientras Ibrahim sacaba su estilográfica, Hassan añadió—: Voy a ser tu yerno, ¿no te parece divertido?

Nefissa estaba a punto de llamar con los nudillos a la puerta de su hermano cuando oyó pronunciar su nombre al otro lado de la misma. Reconoció la voz de Hassan, comentando la vez en que los tres habían tomado una falúa en el Nilo y la embarcación había zozobrado. Por aquel entonces, ella sólo llevaba un año casada y no pensaba que Hassan se acordara del incidente. Ahora, tras haber escuchado el resto de la conversación, el corazón no le cabía de gozo en el pecho. ¡Hassan le estaba pidiendo permiso a su hermano para casarse con ella!

¿Qué otra cosa podía ser? Las frases que había utilizado lo demostraban bien a las claras: «Nos conocemos muy bien el uno al otro… me tiene cierto afecto… tiene que ser una auténtica aristócrata… saber tratar con los más altos cargos del Estado». O sea que los tiempos de las diferencias sociales y de los privilegios no habían desaparecido, pensó Nefissa con súbita satisfacción. Las clases sociales aún seguían existiendo, la único que había cambiado eran los nombres. Todo el mundo sabía que Hassan tenía un brillante futuro en la política, e incluso corrían rumores de que iba a ser nombrado presidente del Tribunal Supremo. Necesitaría una esposa de un nivel social semejante al suyo… una aristócrata, una mujer que antaño había mantenido estrechas relaciones de amistad con la familia real.

Nefissa regresó corriendo a sus aposentos, se peinó a toda prisa, se aplicó un poco de carmín a los labios, se perfumó con esencia de jazmín y volvió a sentirse tan emocionada y aturdida como una chiquilla. Después bajó al jardín y, al ver salir a Hassan, le cerró el paso.

—No he podido evitar oír vuestra conversación… —le dijo—. Espero que no te importe que haya escuchado detrás de la puerta.

Hassan la miró, perplejo.

—¡La proposición de matrimonio! —dijo Nefissa riéndose—. No era necesario que fueras a hablar con Ibrahim. Ahora yo tomo mis propias decisiones —añadió rodeando con sus brazos el cuello de Hassan—. Oh, Hassan, no sabes el tiempo que hace que te deseo. Seré una buena esposa para ti, te lo prometo.

—¿Tú? —dijo Hassan—. ¡No nos referíamos a ti sino a Yasmina! —añadió soltando una carcajada y apartando los brazos que le rodeaban el cuello—. Hubo un tiempo en que pensé casarme contigo, Nefissa, cuando todavía no te habías casado. Pero ¿por qué voy a querer ahora a una mujer de segunda mano, pudiendo tener a la doncella más exquisita de El Cairo?

—No hablarás en serio —dijo Nefissa, mirándole horrorizada.

Mientras Hassan se alejaba y sus risas llenaban el perfumado aire nocturno, Nefissa recordó la única noche de su vida en que había sido amada de verdad. Su apuesto teniente había desaparecido, pero ella quería que volviera. Necesitaba a alguien que la amara de nuevo como antaño la habían amado.