Mientras contemplaba a la seductora danzarina en la pantalla, Omar Rashid sólo pensaba en una cosa: en acostarse con su prima.
La danzarina se llamaba Dahiba y evolucionaba en la pantalla con zapatos de tacón alto y un traje de noche a lo Rita Hayworth, moviendo las caderas, el busto y las largas piernas de tal forma que al joven Omar, de veinte años, se le encendió la sangre hasta casi no poderlo resistir. Pero el objeto de su pasión no era Dahiba sino su prima Camelia, de diecisiete años, sentada a su lado en el local a oscuras, rozándole el brazo con el suyo y embriagándole con las vaharadas de su almizcleño perfume. Omar deseaba a su prima desde la noche en que la familia asistió a un recital de su academia de ballet y Camelia bailó delante de todo el mundo vestida con un tutu y con las piernas enfundadas en unas mallas blancas. La niña tenía entonces quince años y fue la primera vez que Omar se dio cuenta de que ya no era una chiquilla.
—Qué guapa es Dahiba, ¿verdad? —dijo ahora Camelia sin apartar los ojos de la pantalla.
Omar no pudo contestar. Estaba ardiendo a pesar de no tener la menor idea de lo que era hacerle el amor a una mujer, dado que en el Islam el sexo estaba prohibido fuera del matrimonio. Un muchacho sólo podía gozar de las relaciones íntimas cuando tenía una esposa, sublime acontecimiento que, tal como ocurriría en el caso de Omar, no se producía hasta que el joven terminaba sus estudios y conseguía un trabajo que le permitiera asumir las responsabilidades de una familia. Como muchos de sus amigos, Omar no podría casarse antes de los veinticinco años. Y, puesto que la sociedad prohibía que los jóvenes solteros de ambos sexos se tomaran tan siquiera de la mano, Omar buscaba alivio de vez en cuando en los baños públicos, donde se reunía con jóvenes tan sexualmente frustrados como él; sin embargo, la satisfacción que alcanzaba en medio del vapor de aquellas salas de mármol era simplemente transitoria. Además, lo que él necesitaba era una mujer.
—Bismillah! Dahiba es una diosa —exclamó Camelia, lanzando un suspiro.
La película era una típica producción egipcia: una comedia musical de enredo en la que los personajes se confundían, abundaban los amores contrariados y una pobre campesina acababa casándose con un millonario. El cine estaba lleno a rebosar de espectadores que cantaban al ritmo de la música y batían palmas al compás de las danzas de Dahiba mientras los vendedores ambulantes recorrían los pasillos repartiendo bocadillos, albóndigas fritas y gaseosas. Cuando el villano aparecía en la pantalla (el fino bigote y el fez permitían catalogarlo automáticamente como el malo) el público profería insultos. Y cuando Dahiba, interpretando el papel de la virginal Fátima, rechazaba sus proposiciones deshonestas, la gente lanzaba tales gritos que el techo del cine Roxy de El Cairo parecía a punto de desplomarse.
Era un jueves y se podía salir por la noche porque al día siguiente no había clase. Dado que Egipto era el segundo país del mundo en volumen de películas producidas y allí se podía ir al cine cada día del año y ver una película distinta cada vez, casi todo el mundo iba al cine los jueves por la noche. Especialmente los primos Rashid: Omar y su hermana Tahia, Camelia y su hermano Zacarías. Yasmina no les acompañaba aquella noche. Los cuatro iban vestidos con sus mejores galas, Omar y Zacarías con camisas y pantalones hechos a la medida y oliendo a agua de colonia, y Tahia y Camelia también perfumadas y vestidas con blusas de manga larga y faldas por debajo de la rodilla. Aunque en Europa las faldas se estaban acortando, las chicas Rashid eran muy recatadas en el vestir.
Al terminar la película, las dos mil personas que ocupaban las butacas y los pasillos del cine se levantaron para escuchar el himno nacional egipcio mientras el sonriente rostro del presidente Nasser aparecía en la pantalla. Al abandonar el cine y salir a la perfumada noche primaveral, comentando entre risas las incidencias de la película, cada uno de los cuatro primos Rashid estaba pensando en cosas distintas. Zacarías, de dieciséis años, trataba de recordar la letra de las preciosas canciones que acababa de escuchar; Tahia, de diecisiete, pensaba que los idilios amorosos eran lo más bonito del mundo; Camelia había decidido convertirse algún día en una famosa bailarina como Dahiba; y Omar se estaba preguntando dónde iba a encontrar a una chica que le permitiera acostarse con ella. Al ver su imagen reflejada en la luna de un escaparate, sintió crecer su confianza. Omar sabía que era muy guapo. Se le había fundido la grasa infantil y ahora tenía un físico esbelto y anguloso y poseía unos oscuros ojos de penetrante mirada y unas cejas finamente dibujadas que se juntaban sobre su nariz. En aquellos momentos estaba estudiando ingeniería en la universidad de El Cairo, pero, cuando obtuviera el título y consiguiera un trabajo en el gobierno y entrara en posesión de la suma de dinero que le había dejado su padre, fallecido en el transcurso de un accidente automovilístico cuando él contaba apenas tres años, Omar sabía que no habría en todo Egipto ni una sola mujer que se le resistiera.
Pero eso era un futuro todavía lejano; la realidad en aquellos momentos era su condición de estudiante que vivía todavía con su madre en la calle de las Vírgenes del Paraíso y dependía de su tío Ibrahim en lo económico. ¿Qué mujer podía mirarle con buenos ojos en semejante situación?
Por otra parte, tenía a su lado a su prima Camelia que le estaba enviando al rostro vaharadas de perfume mientras agitaba su larga melena negra y le miraba con sus brillantes ojos dorados como la miel. A diferencia de todas las demás mujeres de Egipto, cabía la posibilidad de que Camelia no estuviera totalmente fuera de su alcance.
—¡Estoy muerta de hambre! —dijo Camelia al llegar a un cruce—. Vamos a comer algo antes de volver a casa.
Los cuatro jóvenes, tomados del brazo y con las chicas protectoramente en medio, cruzaron velozmente la calle y se acercaron a los vendedores que, vestidos con sus galabeyas, expendían kebabs, helados y fruta a los hambrientos espectadores que acababan de salir de los cines. Omar, su hermana y su prima Camelia se compraron unos bocadillos de shwarma, un plato típico consistente en unas tiras calientes de carne de cordero y trozos de tomate entre un pan de pita abierto por la mitad; en cambio, Zacarías se compró un boniato caliente y un zumo de tamarindo. No había vuelto a comer carne desde el día en que presenció un horrible espectáculo a la edad de siete años. El día de la fiesta de Aid al-Adha, que conmemoraba la fiel obediencia del profeta Abraham dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac, Zacarías presenció cómo un carnicero preparaba un cordero para la fiesta. Tras haber degollado al animal y haber recogido su sangre mientras entonaba la frase «En el nombre de Alá», el carnicero bombeó aire al interior del cuerpo del cordero para separar la piel de la carne. Zacarías observó horrorizado cómo el cordero iba aumentando progresivamente de tamaño mientras el carnicero lo golpeaba con un bastón para que el aire se distribuyera uniformemente bajo la piel. El chiquillo de siete años lanzó un grito y desde entonces no había vuelto a comer carne.
Los primos empezaron a comer, procurando que la gente que abarrotaba la acera no los empujara de un lado al otro. Zacarías estaba preocupado por un detalle de la película que acababa de ver. La «mala» era una divorciada de costumbres disolutas, un estereotipo que aparecía en casi todas las películas egipcias. Le extrañaba no saber nada de su madre y que su padre se negara a hablarle de ella. No podía creer que su madre fuera como una de aquellas divorciadas que salían en las películas. Al fin y al cabo, tía Zu Zu, muerta un año atrás, también se había separado de su marido y, sin embargo, había sido toda la vida una mujer muy devota y virtuosa.
Zacarías ya se imaginaba cómo debía de ser su madre, aunque, como en el caso de la desventurada tía de quien nadie podía hablar, no hubiera ninguna fotografía suya en los álbumes de fotos de la familia. Debía de ser muy guapa, religiosa y casta, pensó. Como la santa Zeinab, cuya mezquita visitaba la familia una vez al año el día de su fiesta. Zacarías disfrutaba imaginando su salida en busca de su madre y el emocionante encuentro entre ambos. Omar le había dicho cruelmente en cierta ocasión:
—Si tu madre es tan maravillosa como dices, ¿por qué nunca viene a verte?
La única respuesta que se le ocurrió a Zacarías fue decir que debía de estar muerta. O sea que no sólo era santa sino también mártir. Al bajar del bordillo, Zacarías tomó a Tahia por el codo. Tratándose de su prima, le estaba permitida aquella libertad. Sin embargo, la descarga que le recorrió el cuerpo al percibir la tibia piel bajo la manga de la blusa distó mucho de obedecer a un sentimiento propio de un primo. A diferencia de Omar, el cual sólo había empezado a fijarse en Camelia dos años atrás, Zacarías estaba enamorado de la hermana de Omar desde que era muy pequeño y todos jugaban juntos en el jardín. Tahia le recordaba a la madre de sus sueños; era un modelo de virtud y castidad musulmanas. El hecho de que, a los diecisiete años, tuviera casi un año más que él, no le preocupaba; era una joven menuda y delicada que, a pesar de sus ocho años de estudios en una escuela privada, seguía siendo conmovedoramente inocente y no sabía nada del mundo. A diferencia de Omar, cuyas aspiraciones no iban más allá de un rápido y apasionado encuentro, Zacarías pensaba en el matrimonio y en los aspectos espirituales del amor. Él y Tahia eran primos y por ello estaban destinados a casarse. Mientras caminaban por la acera rebosante de juventud y felicidad, Zacarías compuso mentalmente un poema: «¡Ay, si tú fueras mía, Tahia! ¡Haría que ríos de felicidad discurrieran bajo tus pies! ¡Ordenaría a la luna que te hiciera ajorcas de plata! ¡Le ordenaría al sol que te enviara collares de oro! La verde hierba bajo tus escarpines sería de esmeraldas; las gotas de lluvia sobre tu cuerpo se convertirían en perlas. Obraría prodigios para ti, amada mía. Prodigios sin fin».
Tahia no oyó el poema, por supuesto, y, además, se estaba riendo de un comentario que Omar acababa de hacer a propósito de los lúgubres rostros de los rusos que poblaban las calles de la ciudad, un espectáculo muy corriente desde que los soviéticos se habían instalado en el país para colaborar en la construcción de la gran presa de Asuán. Los establecimientos de El Cairo vendían artículos rusos y exhibían letreros escritos en ruso, pero los egipcios no sentían la menor simpatía por aquellas personas a las que ellos calificaban de «sangre espesa».
Zacarías empezó a entonar una canción de amor titulada Ya lili ya aini, «Tú eres mis ojos», y los demás le hicieron coro. Ebrios del poder de su juventud, bajaron corriendo por la calle, esquivando a los demás transeúntes y deteniéndose para contemplar los escaparates de las tiendas y regatear con los vendedores de guirnaldas de jazmines. Las calles estaban brillantemente iluminadas y a través de las puertas abiertas se escapaba el sonido de la música. En las aceras, las fellahin, envueltas en sus negras melayas, asaban mazorcas de maíz sobre unas hogueras, señal de que el verano ya estaba cerca. El cálido aire estaba lleno del humo de las hogueras que se encendían al aire libre para preparar la comida, de los aromas de las carnes y los pescados asados a la parrilla y de las súbitas y embriagadoras oleadas de perfumes de los árboles en flor, Era grande ser joven y estar lleno de vida en El Cairo.
Cuando los cuatro llegaron a la plaza de la Liberación, al otro lado de la cual, en el lugar antaño ocupado por los cuarteles de los británicos, se estaba levantando el nuevo y faraónico hotel Nile Hilton, Camelia no se percató de la posesiva forma en que Omar la estaba sujetando del codo. Pensaba en la gran Dahiba y en la película que acababan de ver. Todo Egipto adoraba a Dahiba; ¡qué maravilla tener tanto arte y ser tan famosa!
Camelia sabía que había nacido para el baile. Recordaba lo fácil que le resultaba en su infancia imitar a las mujeres que bailaban el beledi en las fiestas de Umma. Al final, su abuela, de acuerdo con su padre Ibrahim, había decidido enviarla a la escuela de ballet al cumplir los ocho años. Ahora, diez años más tarde, Camelia Rashid era la alumna más aventajada de la academia y se había hablado incluso de su posible incorporación al Ballet Nacional. Pero a Camelia no le interesaba el ballet clásico. Ella tenía otros planes. Unos planes secretos tan maravillosos que estaba deseando regresar a casa para revelárselos a su hermana Yasmina.
Omar se fijó en la forma en que los jóvenes de la calle miraban a Camelia de soslayo y después apartaban rápidamente los ojos al ver que iba acompañada de parientes varones. Una mirada prolongada o una atrevida palabra de saludo hubieran sido suficientes para que Omar y Zacarías cubrieran de improperios al ofensor y se liaran a puñetazos con él. Precisamente el mes anterior, cuando los cinco primos Rashid habían salido para comprarle un regalo de cumpleaños a su Umma y Yasmina estaba examinando los artículos de otra sección de la tienda, un joven le rozó el busto con la mano y ella lo reprendió severamente, pero fueron Omar y Zacarías quienes lo empujaron a la calle y lo llenaron de insultos y golpes hasta que otros peatones se unieron al ataque y el avergonzado muchacho tuvo que huir corriendo por una callejuela. En su fuero interno, Omar no le reprochaba al chico aquella acción. Un lugar público como un mercado o un autobús era la única ocasión que se le ofrecía a un joven de sentir el contacto con una chica. El propio Omar era culpable de cometer tales acciones «accidentales». Incluso a veces había seguido a alguna chica con la esperanza de que la suerte le sonriera. Hasta entonces, había salido bien librado. Ningún hermano o primo se le había echado encima, acusándole de mancillar el honor de la familia. Mientras cruzaban la plaza de la Liberación, esquivando los taxis y los autobuses, a Omar se le ocurrió pensar que Camelia era un blanco ideal. Al fin y al cabo, él era el primo en aquel caso. ¿Ante quién se podría ella quejar?
Ante su padre, por supuesto que no, teniendo en cuenta que Omar conocía el secreto de su tío Ibrahim. Al pensarlo, le entraron ganas de reír.
—¿Cómo te hiciste estas cicatrices?
Ibrahim se apartó de la mujer y alargó la mano hacia la cajetilla de cigarrillos de la mesita de noche. Lo de las cicatrices siempre se lo preguntaban después de haber hecho el amor con él, cuando le examinaban más detenidamente el cuerpo. Al principio le molestaba, pero ahora la respuesta era automática.
—Durante la Revolución —contestaba él en un tono que normalmente conseguía callarles la boca.
Pero ésta era más insistente.
—No te he preguntado cuándo sino cómo.
—Con un cuchillo.
—Sí, pero…
Ibrahim se incorporó y se cubrió los muslos y las ingles con la sábana para ocultar las huellas de las torturas sufridas en la cárcel. Sus torturadores se divertían mucho cuando le hacían aquellos cortes y simulaban que lo iban a castrar, deteniéndose a escasos centímetros cuando él se ponía a gritar y les suplicaba que no lo hicieran. Nadie, ni su madre ni Alice, sabía nada acerca de los interrogatorios especiales a los que había sido sometido en la cárcel.
La mujer le rodeó la cintura con su brazo y le besó el hombro, pero él se levantó, se envolvió en la sábana cual si fuera una toga y se acercó a la ventana. Las brillantes luces y el tráfico de El Cairo le azotaron el rostro. La ventana estaba cerrada, pero se oía el rumor de la calle tres pisos más abajo, una cacofonía de cláxones de automóviles, aparatos de radio de los cafés, músicos callejeros, carcajadas y discusiones.
Ibrahim se asombraba de lo mucho que había cambiado Egipto en los diez años transcurridos desde la Revolución. Recordó ahora la explosión de orgullo nacional egipcio que había tenido lugar después de la guerra de Suez, en la que Egipto había sido derrotado por Israel merced a la ayuda prestada por Francia y Gran Bretaña a este último país. El lema «Egipto para los egipcios» había barrido el país desde el Sudán al delta como una enorme marea del Nilo, provocando un éxodo masivo de extranjeros. Ahora el rostro de El Cairo estaba cambiando. Todos los restaurantes, tiendas y negocios estaban en manos de ciudadanos egipcios y tanto los dependientes como los camareros y los oficinistas eran egipcios. Se observaban otros signos más sutiles de la ausencia de los antiguos protectores: las aceras estaban agrietadas y nadie las arreglaba, la pintura se desprendía de las fachadas y las tiendas habían perdido su elegante aire europeo. Pero a los egipcios les daba igual. Estaban entusiasmados con su nueva unidad y su libertad y se sentían borrachos de orgullo nacional. El héroe de aquella curiosa revolución múltiple era Gamal Abdel Nasser, y a los egipcios les encantaban los héroes. La fotografía de Nasser se exhibía en todos los escaparates de los comercios, en los quioscos de periódicos, en las vallas publicitarias e incluso en la marquesina del cine Roxy situado en la acera de enfrente del consultorio de Ibrahim. A un lado del título de la película se podía ver el sonriente rostro de Nasser y, al otro, el de otro héroe, el presidente norteamericano John Kennedy, muy estimado por los habitantes del norte de África y del Oriente Próximo por haber llamado la atención del mundo sobre las torturas y los encarcelamientos de argelinos por parte de los franceses.
Mientras contemplaba cómo los peatones de la calle de abajo se desbordaban desde las aceras a la calzada obstaculizando el tráfico de vehículos, Ibrahim reconoció a los miembros de la «nueva» aristocracia: los militares y sus esposas. Los bajas tocados con feces habían desaparecido y ahora los nuevos señores de Egipto vestían de uniforme y acompañaban a unas mujeres que intentaban imitar la forma de vestir de las actrices cinematográficas norteamericanas. Aquella nueva clase, arrogante y engreída, hablaba con desprecio de la desaparecida aristocracia, pero acudía en tropel a las subastas públicas de las propiedades de la nobleza exiliada. Las esposas de los prósperos militares se abalanzaban sobre los objetos de porcelana y cristal, los muebles y los trajes pertenecientes a importantes familias de rancio abolengo; cuanto más famoso y «antiguo» fuera el nombre, tanto más apetecibles eran los objetos. Ibrahim se preguntaba a veces qué hubiera ocurrido con la finca Rashid si él hubiera permanecido en la cárcel o hubiera sido ejecutado o si su familia hubiera abandonado Egipto, tal como algunos amigos les habían aconsejado hacer. ¿Las joyas de su madre, pertenecientes a la familia desde hacía más de doscientos años, hubieran adornado en aquel momento a alguna de aquellas mujeres que calzaban zapatos de tacón? ¿Y los abrigos de pieles de Nefissa hubieran abrazado los hombros de la hija de algún fabricante de quesos?
Por el bien de su madre y su hermana, Ibrahim le agradeció a Alá que le hubiera inspirado el deseo de permanecer en el país, pues, una vez superados la incertidumbre y el temor de los años revolucionarios, ahora los Rashid disfrutaban de una nueva prosperidad. A pesar de las leyes de expropiación gubernamental de los grandes latifundios, por las cuales la propiedad de cada familia quedaba limitada a una superficie máxima de cien hectáreas, Ibrahim y otros de su clase habían conseguido sortear la ley gracias a un subterfugio técnico: las cien hectáreas correspondían a cada uno de los miembros de la familia. Debido al tamaño del clan Rashid, sus extensas plantaciones algodoneras habían permanecido casi intactas y, gracias a ello, tanto Amira como las demás mujeres de la casa seguían conservando sus criados, sus joyas y sus automóviles. De eso, por lo menos, Ibrahim se alegraba.
—¿Doctor Rashid?
Ibrahim vio el reflejo de la mujer en el cristal. Aún estaba tendida en la cama, esbozando una seductora sonrisa. Pero él ya había terminado. Le pagaría y jamás volvería a verla. A la semana siguiente, se buscaría otra prostituta.
—Ahora tienes que irte —le dijo—. Estoy esperando a una paciente.
La vio a través del cristal de la ventana envolviendo su voluptuoso cuerpo en una ajustada falda y un jersey, y retocarse después el ahuecado peinado y el maquillaje de los ojos ante el espejo del tocador. No era mentira. Estaba esperando a una paciente. Había programado deliberadamente la visita a aquella hora para poder librarse de la mujer sin mentir. Además, no era nada insólito que recibiera a algún paciente a aquella hora de la noche; acudía tanta gente a su consultorio que recibía a los pacientes a todas horas.
Después de su liberación de la cárcel, Ibrahim se había pasado dos años viviendo en un discreto segundo plano. En lugar de salir y reanudar los contactos con sus antiguos amigos, se había dedicado a estudiar textos de medicina para recuperar sus antiguos conocimientos y poder ejercer la profesión atrofiada por falta de uso durante los años en que había servido al rey Faruk. Cuando se consideró preparado, alquiló un local integrado por una salita de espera, una sala de exploraciones, un despacho y un apartamento privado contiguo en el que poder descansar entre las visitas.
Durante algún tiempo, su práctica se mantuvo bastante estancada, pero, de pronto, su vida adquirió un irónico e inesperado sesgo que le convirtió en un médico de moda.
Contempló las bombillas de la marquesina del cine Roxy de la acera de enfrente y vio a la mujer a través del cristal recogiendo el dinero que él había dejado en la mesita, contándolo y guardándoselo bajo el jersey. Echando una mirada final a Ibrahim, la mujer se retiró y él se quedó solo.
Cuando salió tímidamente al mundo y abrió un consultorio médico a dos pasos de la plaza de la Liberación, Ibrahim procuró por todos los medios ocultar su pasado; nadie debería conocer su antigua alianza con la Casa Real. Sin embargo, los rumores se extendieron a pesar de todo y pronto se supo en todo El Cairo que el médico personal del rey Faruk estaba ejerciendo ahora la práctica privada. Lejos de dañar su fama, tal como él temía que ocurriera, su pasado le había convertido ahora en un personaje famoso. Las mismas esposas de militares que compraban los bienes de la aristocracia exiliada, acudían ahora al antiguo médico del Rey para que les curara sus dolencias. El doctor Ibrahim Rashid estaba muy solicitado.
Y no es que fuera especialmente hábil como médico ni que, de pronto, se hubiera despertado en él un repentino amor a la medicina. Ibrahim era tan indiferente a su profesión como cuando estudiaba en la facultad y cursaba la carrera por el mero hecho de haber sido la de su padre. Había regresado a la medicina para poder dar un sentido a su vida.
La gente empezó a salir del cine. Al ver a los cuatro primos Rashid, Ibrahim recordó que era un jueves por la noche. Mientras los contemplaba, hablando y riendo entre sí, Ibrahim recordó su lejana adolescencia antes de su entrada al servicio del rey Faruk y de su posterior encarcelamiento. Entonces era un joven feliz, optimista y despreocupado. Como lo eran ellos ahora: los preciosos hijos de Nefissa, el presumido Omar y la tierna Tahia, y su propia hija, la dulce Camelia, cuya forma de andar era más flexible y elegante que la de la mayoría de la gente. Buscó entre la muchedumbre a Yasmina, su preferida, pero entonces recordó que los jueves su hija menor trabajaba como voluntaria en la Media Luna Roja.
También había visto a Zacarías, por supuesto, pero sus ojos no se habían detenido demasiado en aquel muchacho que tanto dolor le causaba. Zacarías era el hijo bastardo de una fellaha de quien él, en su arrogancia, se había apoderado. ¿Tendría razón Amira al decir que se había burlado de Alá? No pasaba un día sin que Ibrahim pensara que ojalá pudiera retroceder en el tiempo y regresar a aquella fatídica noche.
Se apartó de la ventana y apagó la colilla del cigarrillo. Ya era hora de que empezara a prepararse para recibir a la señora Sayeed y sus piedras en la vesícula.
Yasmina entró casi sin resuello en el gran salón donde la familia se había reunido para escuchar el concierto mensual de Um Jalsum a través de la radio.
—¡Siento llegar tarde! —dijo, quitándose la bufanda y agitando la rubia melena.
Primero besó a Amira y después a su madre, la cual le preguntó:
—¿Tienes apetito, cariño? No has cenado.
—Hemos parado para tomarnos un kebab —contestó Yasmina, sentándose en el diván entre Camelia y Tahia.
El jueves por la noche era la única ocasión de la semana en que ambos sexos se reunían, los niños y los hombres a un lado del salón y las mujeres y las niñas al otro. Los diecinueve miembros de la familia Rashid se estaban acomodando alrededor de la radio con sus bocadillos y sus vasos de té. Mientras esperaban el comienzo del concierto, Amira decidió entretenerse ordenando los álbumes familiares de fotos en los que ya no había espacios en blanco en los lugares antaño ocupados por las fotografías de su desventurada hija Fátima. Amira había ido llenando poco a poco los espacios con fotografías de otros miembros de la familia. Mientras pegaba una fotografía en el último espacio en blanco que quedaba, Amira pensó: «Fátima tendría ahora treinta y ocho años».
—Mishmish —dijo Zacarías llamando a su prima desde el otro lado del salón—. ¡Esta tarde hemos visto una nueva película de Dahiba!
Omar le dirigió a Yasmina una insolente mirada.
—¿De dónde vienes?
—De la Media Luna Roja. Ya lo sabes.
—¿Quién te ha acompañado a casa?
A Yasmina no le importaba que Omar le hiciera aquellas preguntas; estaba en su derecho por ser un pariente varón y ella tenía la obligación de contestar.
—Mona y Aziza. Me han acompañado hasta la puerta.
Omar no hubiera tenido que preocuparse; a Yasmina jamás se le hubiera ocurrido ir sola por la calle, pues los chicos solían insultar y arrojar piedras contra las muchachas que se atrevían a hacerlo. Se preguntó si sería cierto lo que decía Umma de que tal cosa jamás ocurría en los tiempos en que las mujeres se cubrían con el velo.
—¡Oh, Mishmish! Hubieras tenido que ver cómo bailaba Dahiba —dijo Camelia levantándose, colocándose las manos detrás de la cabeza y empezando a mover lentamente las caderas.
Omar estuvo a punto de que se le saltaran los ojos de las órbitas.
—¿Por qué has vuelto tan tarde, cariño? —le preguntó Alice.
—¡Porque fuimos a un hospital! —contestó Yasmina emocionada.
En junio terminaría sus estudios de bachillerato y en septiembre se matricularía en la universidad… aunque no en la de El Cairo, donde estudiaba Omar y donde pronto se matricularía Zacarías. Yasmina se matricularía en el mismo centro donde estudiaba Camelia, la prestigiosa Universidad Americana que, a pesar de ser mixta, era pequeña y privada y ofrecía mejores garantías para la seguridad de una muchacha. Sabía exactamente lo que iba a estudiar: ciencias.
Cuando Ibrahim entró en el salón, toda la familia lo saludó respetuosamente. Ibrahim besó primero a su madre y después a Alice.
—¿Dónde está tío Hassan? —le preguntó Camelia.
Desde que se divorciara de sus dos esposas, Hassan tenía la costumbre de escuchar el concierto mensual de Um Jalsum en la casa de los Rashid. Pero Hassan también ocupaba ahora un importante cargo en el gobierno y tenía muchas responsabilidades.
—Esta noche tiene trabajo —contestó Ibrahim.
Camelia apenas pudo disimular su decepción. El cariño que sentía por el amigo de su padre cuando era pequeña se había transformado en un amor adolescente.
—Hoy hemos ido al hospital —le explicó Yasmina a su padre, acercándose un poco más a él.
—¿De veras? —dijo Ibrahim mirándola con una sonrisa.
—Hemos visitado la sala de pediatría y, cuando han pedido una voluntaria para hacer una demostración, ¡yo he levantado la mano!
—Qué inteligente es mi niña. Así me gusta. Si una persona quiere estudiar no puede ser tímida. Puede que algún día trabajes conmigo en mi consultorio. ¿Te gustaría?
—¡Más que nada en el mundo! ¿Cuándo empezamos?
Ibrahim soltó una carcajada.
—¡Cuando termines el bachillerato! Te enseñaré a ser una buena enfermera. Ya, ya empieza el concierto.
Um Jalsum era una cantante tan popular que el mundo árabe se detenía cada cuarto jueves del mes cuando todas las televisiones y las radios desde Marruecos hasta Irán retransmitían su concierto, fenómeno del que se aprovechaba a menudo el presidente Nasser, programando sus discursos para minutos antes de que se iniciara el concierto. Al oír su voz, Amira apartó a un lado el álbum de fotos. Le gustaba el carismático presidente egipcio y había votado por él seis años atrás, no porque supiera algo acerca de su persona sino porque era la primera vez que se concedía el derecho al voto a las mujeres en Egipto y Amira había querido ejercer orgullosamente aquel derecho. Le gustaba no tanto por su política, por la que no sentía el menor interés, cuanto por el hecho de ser un egipcio de humilde origen. Gamal Abdel Nasser, hijo de un funcionario de Correos, desayunaba a base de alubias como todo el mundo y acudía a rezar a la mezquita todos los viernes.
Aquella noche, sin embargo, el presidente dejó al mundo boquiabierto de asombro con un discurso destinado a pasar a la historia. Los Rashid parecieron escandalizarse cuando Nasser abordó el controvertido tema de la planificación familiar.
Debido a las mejoras de los programas sanitarios por parte del gobierno socialista, explicó Nasser, la mortalidad infantil había disminuido, menos personas fallecían de cólera y viruela y, por encima de todo, el índice de mortalidad había bajado la población había aumentado, añadió Nasser en tono solemne, de 21 millones en 1956 a 26 millones en 1962. De seguir así las cosas, dijo, Egipto se hundiría bajo el peso de su propia población. Había llegado el momento de practicar un estricto control de la natalidad, una medida, les aseguró a sus millones de oyentes, que contribuiría en último extremo a mejorar la situación de la familia, que era la institución más importante del mundo árabe.
Amira contempló con orgullo a su familia reunida en el salón y rezó mentalmente una oración de acción de gracias a Alá por las bendiciones que había derramado sobre ella; tenía cincuenta y ocho años, disfrutaba de excelente salud y pronto podría ser bisabuela.
Mientras escuchaba el discurso del presidente y contemplaba a su «hijo» sentado en el diván, Ibrahim se avergonzó de sus propios pensamientos. Zacarías era un buen chico a quien todo el mundo apreciaba, pero él no podía evitar sentirse incómodo a su lado.
Cuanto más hablaba Nasser de la anticoncepción, tanto más crecía la irritación de Ibrahim contra toda aquella historia de impedir el nacimiento de los hijos. Cuando Nasser explicó que, para aliviar la situación de la mujer, e incluso aunque sólo fuera para librarla de la angustia causada por otro embarazo, el Islam permitía el control de la natalidad, y llegó al extremo de citar un versículo del Corán: «Está escrito que “Alá desea que seas feliz. No quiere que sufras penalidades y no te ha impuesto ninguna carga en religión”». Ibrahim pensó: «¿Y qué me dices de los derechos de un hombre que no tiene un hijo varón?».
Miró a Alice y contempló sus blancas y finas manos, asombrándose de que fueran tan suaves y delicadas, teniendo en cuenta que no había pasado ni un solo día de los nueve años y medio transcurridos sin que ella trabajara en su jardín. Mientras Alice pasaba las páginas de su catálogo de semillas, se la imaginó acariciando su cuerpo y experimentó una punzada de deseo. Desde su salida de la cárcel no sentía el menor interés por su mujer. Pero, de pronto, se le ocurrió pensar que él tenía cuarenta y cinco años y estaba en la flor de la edad y que Alice tenía apenas treinta y siete.
Aún podrían tener hijos. Volvió a prestar atención a la radio y se preguntó cómo no se le habría ocurrido antes: aún podía ser padre de un hijo. Cuanto más lo pensaba, tanto más se animaba. Esbozó una sonrisa al pensar en la ironía de que el discurso de Nasser en favor del control de la natalidad le hubiera dado la idea de incrementarla.
Mientras Nasser proseguía su discurso, algunos de los presentes escuchaban arrobados sus palabras. Tahia pensaba que el presidente era románticamente apuesto y le encantaba que su esposa también se llamara Tahia. A su lado Yasmina pensaba que el control de la natalidad tendría que estar al alcance de todas las mujeres. Sin embargo, otros no escuchaban para nada al presidente. Zacarías estaba componiendo mentalmente otro poema para Tahia, y Camelia había tomado la determinación de encontrar el medio de entrevistarse con la gran Dahiba.
Mientras escuchaba el discurso de Nasser sobre la explosión demográfica, Omar se enfureció. ¡Con la cantidad de niños que estaban naciendo y a él, Omar Rashid, nadie podría acusarle de ser el culpable! Al mirar a Camelia, observó que ésta se había quitado los zapatos y que, a través de las medias, se le veían las uñas pintadas de los dedos de los pies. Sintió un fuego que lo quemaba por dentro y ya no le cupo ninguna duda. De la manera que fuera, la tendría.