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Aquel ventoso día de enero de 1953 reinaba tanto ajetreo en la cocina que la cocinera y sus ayudantes chocaban constantemente entre sí. Dada la enorme cantidad de amigos y parientes que se habían congregado en la casa para dar la bienvenida a Ibrahim, los hornos estaban en marcha noche y día y en ellos se introducían sin cesar fuentes, asados, panes y empanadas.

A Sahra le habían encomendado la misión de picar la carne de cordero para hacer albóndigas, tarea que ella había aprendido a hacer en las fiestas de la aldea y que ahora estaba cumpliendo con inmensa alegría. ¡El amo regresaba a casa! Era el hombre que los había salvado a ella y a su hijo de una vida de miseria y privaciones y que había adoptado a Zacarías, ofreciéndole una existencia de príncipe. Hasta ella había sido durante un minuto la esposa de un médico, lo cual era mucho mejor que pasarse la vida siendo la esposa de un tendero. Y le habían permitido amamantar a su hijo durante tres años y sostenerlo y acunarlo en sus brazos, aunque nunca pudiera reconocerlo como propio. Y ahora ambos habían celebrado otro cumpleaños juntos bajo el techo de aquella casa tan bonita: Sahra tenía veintiún años y Zakki, siete.

Sahra comprendía ahora que todo había formado parte del plan de Alá… concebir el hijo de Abdu junto a la acequia, abandonar la aldea y finalmente llegar a aquella lujosa mansión que parecía un palacio. ¿Acaso no le había dicho su madre, la noche en que ella huyó de la cólera de su padre y sus tíos, que estaba en manos de Dios? Abdu, dondequiera que estuviera, se alegraría si lo supiera. ¡Y ahora el amo había vuelto y la casa volvería a ser feliz!

Los invitados se hallaban reunidos en el gran salón de recepciones… los Rashid, muchos vecinos de la calle de las Vírgenes del Paraíso y los numerosos amigos que tenía Ibrahim en las salas de fiestas y los casinos, todos ellos vestidos con sus mejores galas y todos deseosos de acogerle de nuevo en el redil. Había estado seis meses ausente.

Cuando se oyó el estampido del motor de un vehículo, los niños corrieron a una ventana y empezaron a gritar al ver el automóvil de su tío Johssein enfilando la calzada.

—¡Ya está aquí papá! —gritaron, saltando arriba y abajo—. ¡Ha llegado papá!

La barahúnda en el salón de recepciones creció de pronto cuando se oyeron las pisadas de los dos nombres subiendo por la gran escalinata. Nadie había visto a Ibrahim desde el mes de agosto; no le habían permitido recibir visitas, ni siquiera tras serle entregada una carta en la que se le anunciaba su liberación en cuestión de unas semanas. Por eso la imagen mental que todos conservaban no encajó con la que ahora aparecía en la puerta, cuando Mohssein entró en compañía de su primo en el salón.

Todo el mundo enmudeció y contempló con espanto al desconocido de cabello y barbas grises. Ibrahim Rashid parecía un esqueleto; sus ojos eran unos oscuros huecos y el traje le colgaba por todas partes.

Amira se adelantó y le rodeó con sus brazos.

—Bendito sea el Eterno que ha devuelto a mi hijo a casa.

Todos se acercaron con lágrimas en los ojos y le sonrieron mientras le daban la bienvenida y alargaban las manos para tocarle. Nefissa estaba llorando a lágrima viva cuando Alice se acercó lentamente a su marido con el rostro tan pálido como el vestido de seda que lucía. En el momento en que lo estrechó en sus brazos, Ibrahim rompió en sollozos.

Los niños se aproximaron tímidamente sin estar muy seguros de quién era aquel hombre. Sin embargo, cuando él extendió los brazos y los llamó por sus diminutivos, Mishmish, Lili, Zakki, reconocieron la voz y lo recordaron. Ibrahim abrazó a sus dos hijas, Camelia y Yasmina, hundiendo el rostro en su perfumado cabello, pero, al ver que entonces se acercaba Zacarías, se levantó antes de que el niño pudiera tocarle y extendió la mano hacia el brazo de Amira.

—Me parece imposible que esté en casa, madre —dijo con un hilillo de voz—. Ayer, pensaba que me iba a pasar toda la vida en la cárcel. Esta mañana me he despertado y me han dicho que me podía ir. No sé por qué me encerraron allí ni por qué me han liberado.

—Alá lo ha querido —dijo Amira con lágrimas en los ojos. Ni siquiera Ibrahim conocería jamás su pacto secreto con la esposa del oficial libre—. Ahora estás en casa y eso es lo que importa.

—Madre —dijo Ibrahim en voz baja—. El rey Faruk jamás volverá. Egipto es ahora un lugar distinto.

—Eso también está en manos de Alá. Tu destino ya está escrito. Ahora ven y siéntate a comer.

Mientras le acompañaba al diván de honor, tapizado en brocado de oro y terciopelo rojo, Amira disimuló su inquietud al percibir el escuálido brazo de su hijo bajo la tela de la manga y contemplar la extraviada mirada de sus ojos. Sabía que lo habían torturado en aquel horrible lugar; fue la única información que pudo facilitarle Safeya Rageb. Pero su misión sería ahora devolverle la salud y la felicidad y ayudarle a encontrar su sitio en el nuevo Egipto.

—¿Dónde está Eddie? —preguntó Alice, mirando a su alrededor.

Los niños se levantaron de inmediato diciendo:

—¡Vamos a buscarle, es un dormilón!

Tras lo cual, los cinco abandonaron corriendo el salón entre gritos y risas.

Regresaron al cabo de un momento.

—No podemos despertar a tío Eddie —dijo Zacarías—. ¡Le hemos sacudido, pero no hay quien despierte a esta marmota!

—Tiene pupa en la frente —dijo Yasmina—. Aquí —añadió, señalándose el entrecejo.

Amira abandonó el salón en compañía de Alice y Nefissa.

Encontraron a Edward sentado en una silla, impecablemente vestido con un blazer azul y unos pantalones blancos, recién afeitado y con el cabello alisado con gomina. Cuando vieron el limpio orificio de bala entre sus ojos y el revólver del 38 en su mano, comprendieron que no habían oído el estampido del motor de un automóvil al llegar Ibrahim a la mansión. En el momento en que una vida regresaba a la casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso, otra vida se había alejado de ella.

Alice fue quien primero vio la nota. La leyó como si leyera el periódico de la mañana, sin la menor emoción ni el menor sentido de la realidad. Leyó las frases que la perseguirían como una pesadilla durante toda la vida. «Hassan no tuvo la culpa. Yo le amaba y pensé que él me amaba a mí. Ahora sé que fui el instrumento de su venganza contra ti, mi querida hermana. Para hacerte daño a ti, Alice, me destruyó a mí. Pero no llores por mí. Ya estaba condenado el día en que llegué aquí. Me fui de Inglaterra para huir de mi vicio. Sabía que, si nuestro padre lo hubiera descubierto, hubiera sido la ruina de nuestra familia. Ya no puedo seguir viviendo con esta vergüenza».

Después añadía una frase para Nefissa: «Perdona que te engañara».

Alice no se dio cuenta de que había estado leyendo en voz alta hasta que, al terminar, se percató del repentino silencio que reinaba en la estancia. Amira tomó la nota y, utilizando el encendedor de Edward, le prendió fuego. Cuando la nota quedó convertida en negra ceniza en la papelera, le dijo a Nefissa que buscara una caja de municiones y esparciera sobre el escritorio las balas y todo el material que Edward hubiera podido utilizar para limpiar el arma.

Después añadió, volviéndose hacia Alice:

—Eso no tiene que saberlo nadie, ¿me entiendes?… ni Ibrahim ni Hassan ni nadie. ¿Alice? ¿Nefissa? ¿Me habéis comprendido?

Alice contempló a su hermano.

—Pero ¿y si…?

—Haremos que parezca un accidente —contestó Amira mientras Nefissa dejaba sobre el escritorio una gamuza, un frasco de aceite y unas balas—. Estaba limpiando el arma y ésta se disparó accidentalmente. Eso es lo que les diremos a todos. Ahora me tenéis que prometer que vosotras diréis siempre lo mismo.

Nefissa inclinó la cabeza en silencio y Alice dijo en un susurro:

—Sí, madre Amira.

—Ahora llamaremos a la policía.

Sin embargo, antes de abandonar la estancia, Amira se detuvo, apoyó suavemente una mano sobre el cabello pulcramente peinado de Edward, le cerró los ojos y dijo en un susurro:

—Declaro que no hay más dios que Alá y Mahoma es su profeta.