12

Se inició la llamada a la oración, primero por el almuédano que la pronunció desde el alminar de la mezquita de al-Azhar y después por el de otra mezquita y otra y otra, hasta que todas las voces se mezclaron sobre las cúpulas y las azoteas de la ciudad, y las llamadas se ensartaron como perlas en el cielo de la mañana invernal.

Los reunidos en la mansión Rashid, sobre todo los hombres, no se extrañaron que la oración la dirigiera una mujer. No se trataba de una mujer corriente sino de Amira, la viuda de Alí Rashid, cabeza del clan Rashid desde la misteriosa detención de su hijo cuatro meses atrás. Amira los había reunido a todos en la casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso y era ella quien los mantenía unidos en medio de aquella crisis familiar. El gran salón se había convertido en un puesto de mando en el que cada miembro de la familia desempeñaba una tarea… contestar al teléfono, hacer llamadas telefónicas, imprimir peticiones para repartirlas, preparar artículos y declaraciones a la prensa y escribir cartas a cualquier persona que pudiera ayudar en la causa de Ibrahim Rashid. Amira era el centro de todo y era la que organizaba todas las cosas y la que daba las órdenes:

—Acabo de enterarme de que el padre del director de al-Ahram era íntimo amigo del abuelo Alí. Jalil, ve a la redacción del periódico y explícale la desgracia que nos ha ocurrido. Si su padre vive todavía, puede que nos ayude.

Los miembros varones de la familia cumplían sus encargos y regresaban para comunicarle los resultados mientras las mujeres preparaban grandes cantidades de comida y la servían al elevado número de personas que ahora se alojaban en la casa. Todos los dormitorios estaban ocupados, puesto que muchos parientes que vivían nada menos que en Luxor y Asuán se habían desplazado a El Cairo para trabajar por la causa de la liberación de Ibrahim.

Cuando los primeros rayos del sol asomaban por encima de las colinas orientales, el teléfono empezaba a sonar y se oía el tecleteo de las máquinas de escribir. El nieto de Zu Zu, un apuesto joven que trabajaba en la Cámara de Comercio, entró en el salón, aceptó la taza de té que le ofrecían y se sentó al lado de Amira.

—Los tiempos han cambiado, Um Ibrahim —dijo con aire abatido—. El apellido de un hombre ya no significa nada. Ni su honor ni el honor de su padre tienen la menor importancia. A los funcionarios sólo les interesa el bakshish. Unos miserables burócratas que antes no hubieran podido sentarse a la misma mesa con nosotros son los que ahora lucen uniforme, se exhiben como pavos reales y exigen enormes sumas de dinero a cambio de su ayuda.

Amira le escuchó pacientemente y vio en sus ojos lo mismo que veía en los ojos de todos los tíos y sobrinos Rashid… confusión, frustración y mirada perdida. Las clases sociales estaban desapareciendo; los aristócratas como los Rashid ya no llevaban fez, el orgulloso símbolo de su condición. Ya nadie sabía qué lugar le correspondía; la clase dominante ya no podía utilizar el título de bajá, y los vendedores de periódicos y los taxistas se mostraban groseros con aquéllos ante los cuales antaño se habían inclinado en reverencia. Los inmensos latifundios pertenecientes desde muchas generaciones a acaudaladas familias se estaban expropiando y repartiendo entre los campesinos; las grandes instituciones e incluso los bancos se estaban nacionalizando. Los militares gobernaban el país y ya nadie podía detenerlos, ni siquiera los británicos, cuya presencia en Egipto tenía los días contados. Ahora se hablaba de socialismo en todos los cafés de El Cairo y una oleada de igualitarismo estaba barriendo violentamente el país.

Amira no podía comprenderlo y no disimulaba su incapacidad. Pero, si los cambios eran la voluntad de Alá, que así fuera. Sin embargo, ¿dónde estaba Ibrahim? ¿Por qué había sido víctima de aquellos trastornos? ¿Y por qué ella no podía encontrarle?

La preocupación y la falta de sueño se habían cobrado su tributo en Amira, la cual había adelgazado considerablemente y mostraba unas leves arrugas en su tersa frente. Había empezado a vender algunas de sus joyas y a utilizar sus ahorros personales para pagar los elevados sobornos que exigían los funcionarios. Rezaba más que nunca y recurría a los procedimientos mágicos que la madre de Alí Rashid le había enseñado tiempo atrás para alejar de la casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso la racha de mala suerte que estaba asolando Egipto.

Incluso había mandado llamar a la astróloga Qettah para que le dijera la buenaventura de Ibrahim, pero Qettah se había limitado a sacudir la cabeza diciendo:

—La estrella de su nacimiento es Aldebarán, sayyida, el astro del valor y del honor. Pero no puedo decirte si tu hijo vivirá con valor o morirá con honor.

Mientras llegaban otros visitantes con informes, noticias y rumores, se presentó corriendo el hijo del hermano mayor de Alí Rashid.

—¡Ibrahim aún está vivo! ¡Está recluido en la Ciudadela!

Al hamdu lillah —exclamó Amira—. Loado sea el Señor.

Todo el mundo se arracimó alrededor de Mohssein Rashid, un estudiante universitario que había interrumpido sus estudios para poder participar en la búsqueda de su primo. Todos hablaban a la vez, pero fue Amira la que se impuso.

—Mohssein, ¿por qué lo tienen encerrado allí? ¿Cuál fue el motivo de su detención?

—¡Dicen que tienen pruebas de traición, tía!

—¿De traición?

Amira cerró los ojos. Era un delito que se castigaba con la muerte.

—Dicen que tienen testigos que han declarado bajo juramento y han revelado las cosas que él dijo.

—¡Embusteros! —gritaron todos los demás—. ¡Embusteros que han sido sobornados!

Amira levantó la mano y dijo serenamente:

—Alabado sea el Eterno porque hemos encontrado a Ibrahim. Mohssein, ve a la Ciudadela y averigua todo lo que puedas. Tú le acompañarás, Salah. Tewfik, ve en seguida al despacho de Hassan al-Sabir en Ezbekiya. Le interesará conocer la noticia.

Mientras Nefissa entraba con una nota entregada por alguien que conocía a un hombre, el cual conocía a su vez a otro hombre que, a cambio de una tarifa, podría facilitarles la comunicación con Ibrahim, llegó Suleiman Misrahi. Parecía más viejo, se le había caído mucho pelo y tenía los ojos húmedos en las órbitas. Aunque los revolucionarios aún no habían tocado su lucrativo negocio de importación, la expropiación lo tenía muy preocupado. Además, había oído decir que el gobierno revolucionario estaba construyendo nuevas empresas egipcias para fabricar productos tales como automóviles y maquinaria agrícola, cosas ambas que en aquellos momentos se importaban de otros países. Suleiman negociaba sobre todo con artículos de lujo como chocolate y encajes; ¿le nacionalizarían también la empresa?

—Gracias por venir, Suleiman —le dijo Amira, recibiéndole en un saloncito aparte reservado para las reuniones privadas con sus visitas.

Apreciaba profundamente a Suleiman porque era un hombre bueno, amable y servicial. Recordó ahora la angustia de Maryam años atrás, al descubrir que no era ella la responsable de su esterilidad sino él, y su negativa a decirle la verdad. Amira se preguntaba algunas veces si Suleiman se hubiera enojado realmente de haberse enterado de que sus hijos no habían sido engendrados por él sino por su hermano Mussa.

—La situación es dramática, Amira —dijo Suleiman, pasándose las manos por el ralo cabello—. He asistido a algunos juicios. ¡Más que juicios son números de circo! Todos acusan a todos. Si denuncias a alguien que ha cometido un delito más grave que el tuyo, te sueltan. La revolución se ha convertido en una farsa y me avergüenzo de decir que soy egipcio.

Suleiman sacudió la cabeza de desesperación. Corrían malos tiempos. La película norteamericana Quo Vadis, anteriormente prohibida porque el personaje de Nerón le recordaba demasiado a Faruk su propia persona, se estaba exhibiendo ahora y era el mayor éxito de El Cairo. Miles de personas acudían a verla y, cada vez que el actor Peter Ustinov aparecía en la pantalla interpretando el personaje de Nerón, la gente gritaba:

—¡A Capri! ¡A Capri! —El lugar donde Faruk se había exilado.

Suleiman introdujo la mano en el bolsillo superior de su chaqueta y sacó un trozo de papel.

—Me ha costado bastante tiempo y un considerable bakshish, pero al final he conseguido lo que me habías pedido, Amira. Aquí tienes la dirección de uno de los miembros del Consejo Revolucionario.

En agosto, tras la detención de Ibrahim y la imposibilidad de averiguar su paradero a través de los cauces legales normales, Amira había solicitado una lista de los miembros del Consejo Revolucionario, integrado por los autodenominados Oficiales Libres. Se enteró de que todos eran jóvenes, por debajo de los cuarenta, y, cuando Suleiman le leyó sus nombres, le pidió que averiguara la dirección de uno de ellos en particular.

—No ha sido fácil encontrar su dirección —le dijo ahora Suleiman, entregándole el trozo de papel—. Ahora los Oficiales se han convertido en el objetivo de los contrarrevolucionarios. Al final, recurrí a un amigo que me debe un favor y que a su vez es amigo del hermano de este hombre. ¿Qué vas a hacer con esta información? ¿Quién es ese hombre, Amira?

—Puede que sea una señal de esperanza que nos envía Alá.

—Amira —dijo Maryam—, tienes que dejar que te acompañe. Llevas treinta y seis años sin abandonar esta casa. ¡Te vas a extraviar!

—Encontraré el camino —contestó serenamente Amira, cubriéndose la cabeza con el negro velo y envolviéndose el cuerpo con él—. Alá guiará mis pasos.

—Pero ¿por qué no usas un automóvil?

—Porque es una misión que tengo que cumplir yo sola y no puedo poner en peligro la vida de otra persona.

—¿Adónde vas? ¿Me quieres decir eso por lo menos? ¿A la dirección que te facilitó Suleiman?

Amira siguió envolviéndose en la negra melaya hasta que no se le vieron más que los ojos.

—Mejor que no lo sepas.

—Pero ¿sabes cómo llegar al sitio adónde te diriges?

—Suleiman me ha facilitado instrucciones.

—Tengo miedo, Amira —dijo Maryam en un susurro—. Los tiempos que vivimos me dan mucho miedo. Mis amigos me preguntan cuándo vamos a trasladarnos a Israel Suleiman y yo. ¡Jamás se nos había pasado por la cabeza semejante idea!

Maryam sacudió tristemente la cabeza. Cuando tres años atrás se había divulgado la noticia de que 45 000 judíos habían abandonado el Yemen para trasladarse a Israel en un éxodo llamado Operación Alfombra Mágica, los amigos le habían empezado a preguntar a Maryam por qué no se iban ellos también. Pero ¿por qué hubieran tenido que irse? Egipto era su casa. Incluso su apellido Misrahi significaba «egipcios». Sin embargo, otros judíos estaban abandonando Egipto y ahora la asistencia a la sinagoga se había reducido considerablemente.

—Maryam —dijo Amira—, no me va a pasar nada. Alá es mi fortaleza.

Antes de salir, Amira se detuvo ante la fotografía de Alí que tenía en su mesita de noche.

—Ahora voy a la ciudad. Si existe alguna posibilidad de salvar a nuestro hijo, es ésta. Alá me ha iluminado. Él guiará mis pasos. Pero tengo miedo. Esta casa ha sido mi refugio. Aquí siempre he estado a salvo.

Cuando Amira llegó finalmente a la puerta del jardín, el sol invernal le acarició suavemente los hombros. Muchos años y muchos recuerdos atrás, había cruzado aquella misma puerta para entrar en la casa. Miró a través de los naranjos y vio a Alice trabajando en el jardín. Estaba empeñada en cultivar claveles ingleses en suelo egipcio. A su lado estaban los niños, jugando sin hacer ruido. Debido al encarcelamiento de Ibrahim, la natividad del profeta Mahoma se había celebrado sin demasiada alegría y ahora todo parecía indicar que tampoco se podría celebrar con júbilo la natividad de Jesús, el profeta que Alice reverenciaba, para la que sólo faltaban dos semanas. Nuestra casa está de luto, pensó Amira.

Cerciorándose de que la negra melaya de seda la cubriera por completo sin mostrar tan siquiera las manos o los tobillos, respiró hondo, abrió la puerta y salió a la calle.

Te lo suplico, Dios mío, rezó Alice mientras cavaba la tierra. Devuélveme a Ibrahim y te prometo ser una buena esposa para él.

Le amaré, le serviré y le daré muchos hijos. Olvidaré su engaño con la madre de Zakki. Pero devuélvelo sano y salvo a casa.

Ya ni siquiera Edward la podía consolar. Cuanto más tiempo permanecía en Egipto, tanto más malhumorado se mostraba su hermano. Estaba muy taciturno y parecía perennemente enfrascado en sus pensamientos como si estuviera obsesionado por algo. Alice había pensado al principio que quizá fuera el amor, la devoradora pasión que sentía por Nefissa. Pero ahora ya no sabía lo que era. Llevaba constantemente el revólver y decía que era para salvaguardar la seguridad de todos, puesto que los británicos se habían convertido en el blanco de la ira de los nuevos radicales. Pero ¿qué le pasaba?

Levantó los ojos de su tarea y vio a Yasmina de pie a su lado con los ojos del mismo color que las campanillas que se derramaban en cascada por el muro de piedra.

—Mamá —dijo la niña—, ¿cuándo volverá papá a casa? Le echo de menos.

—Yo también le echo de menos, cariño.

Alice tomó a su hija en brazos. Al ver a Camelia y Zacarías mirándola con expresión desvalida, pues no sólo estaban sin padre en aquellos momentos, sino que, además, carecían de madre, extendió los brazos y ambos niños corrieron a refugiarse en ellos.

Estaba a punto de decirles que fueran a la cocina a ver si quedaba un poco de helado de mango de la víspera cuando vio salir al jardín a Hassan al-Sabir. De entre todos ellos, el amigo de Ibrahim era el que menos afectado parecía por los recientes acontecimientos. Puede que incluso se le viera más satisfecho. Alice se puso en pie de un salto.

—¿Tienes alguna noticia de Ibrahim?

Hassan la miró parpadeando con sus ojos oscuros al tiempo que pensaba que, desde hacía cuatro meses, eso era lo primero que ella siempre le decía al verle.

—He visto salir al dragón. ¿Adónde iba?

Alice se quitó los guantes de jardinería.

—¿El dragón?

Hassan sospechaba que Amira no lo apreciaba, pero no sabía por qué.

—La madre de Ibrahim. Pensaba que nunca salía de casa.

—¡Yo también lo pensaba! Cielo santo, ¿adónde crees que puede haber ido madre Amira? Niños, entrad en la casa, quiero hablar con tío Hassan en privado.

Hassan miró a su alrededor.

—Tampoco he visto a Edward ni a Nefissa.

—Nefissa aún está tratando de averiguar si la princesa Faiza se encuentra todavía en Egipto o se fue con la familia real. Si Faiza todavía estuviera aquí, tal vez podría ayudarnos a encontrar a Ibrahim. Y supongo que Edward debe de estar en su habitación —añadió Alice lanzando un suspiro. Su hermano estaba bebiendo más de la cuenta y ella temía que regresara a Inglaterra. No podía soportar la idea de perderlo también a él tras haber perdido a Ibrahim—. ¿O sea que no tienes ninguna noticia?

Hassan alargó la mano y apartó un mechón de rubio cabello de la mejilla de Alice.

—Si he de serte sincero, creo que deberías prepararte para lo peor. No creo que Ibrahim regrese jamás a casa.

—No digas eso.

Hassan se encogió de hombros.

—Corren tiempos muy inseguros. Los que ayer eran tus amigos son hoy tus enemigos. Tú sabes lo mucho que me he esforzado por conseguir su liberación. No he podido averiguar tan siquiera dónde será juzgado. Ni yo estoy en condiciones de hacer nada, y eso que soy uno de los pocos hombres de la ciudad que todavía conservan sus influencias. Me temo que los ciudadanos que fueron leales al Rey no serán tratados con demasiada benevolencia.

Al ver que Alice se echaba a llorar, Hassan la rodeó con sus brazos diciendo:

—No debes temer nada estando yo aquí.

—¡Pero es que yo quiero que Ibrahim regrese a casa!

—Todos lo queremos. —Hassan le acarició el cabello y la atrajo un poco más hacia sí—. Pero no podemos hacer más de lo que estamos haciendo, el resto está en manos de Alá. —Colocó un dedo bajo su barbilla y le levantó el rostro—. Te debes de sentir muy sola —añadió.

Cuando intentó besarla, Alice se echó hacia atrás.

—¡Hassan!

—Mi preciosa Alice, tú sabes que te he querido desde la primera vez que nos vimos en Montecarlo. Tú y yo estábamos hechos el uno para el otro. Pero, por no sé qué razón, te casaste con Ibrahim.

—Quiero a Ibrahim —dijo Alice retrocediendo.

Pero Hassan la tenía fuertemente sujeta por el brazo.

—Ibrahim ha desaparecido, querida. Ya es hora de que te enfrentes con los hechos. Eres viuda, una viuda joven y hermosa que va a necesitar a un hombre.

Estrechándola en sus brazos, Hassan juntó la boca con la suya.

—¡No, por favor! —dijo Alice, apartándose y golpeándose contra el tronco de un granado.

Hassan la inmovilizó contra el árbol y la volvió a besar mientras ella forcejeaba e intentaba gritar.

—Tú sabes que me deseas tanto como yo a ti —dijo Hassan, tratando de introducir la mano bajo su blusa.

—No te deseo —replicó Alice entre sollozos.

—Pues claro que sí. —Hassan soltó una carcajada—. Llevo ocho años esperando esta oportunidad.

Alice consiguió zafarse de su presa y tropezó con el cubo donde había colocado las herramientas de jardinería. Al ver que Hassan se acercaba a ella, giró en redondo y, tomando un rastrillo, se lo acercó a la cara.

—Te juro que pienso usarlo.

Al ver las afiladas púas a escasos centímetros de su rostro, la sonrisa de Hassan se esfumó.

—No hablarás en serio.

—Hablo completamente en serio —dijo Alice—. Me repugnas. Eres un monstruo y, si me tocas, te dejaré convertido en un monstruo para que todo el mundo lo vea.

Hassan contempló el rastrillo, miró a Alice y volvió a contemplar el rastrillo. Después, esbozó una súbita sonrisa y se apartó de ella con las manos en alto.

—Te valoras mucho, querida, si crees que alguien puede correr el riesgo de que le desfiguren el rostro por ti. Y lo malo es que no tienes ni idea de lo que te pierdes. Te hubiera hecho el amor de tal forma que jamás hubieras querido regresar junto a tu marido aunque éste volviera a casa. Tras pasar una hora conmigo, jamás querrías a ningún otro hombre. Pobre Alice —añadió Hassan, soltando una carcajada—. Lo que tú no sabes es que algún día vendrás a mí y me lo pedirás de rodillas. Pero ya no volverás a tener otra oportunidad conmigo. Recordarás esta tarde. Y vivirás para lamentarlo.

Amira se había extraviado. Su destino era una dirección de Shari al-Azhar y Suleiman le había facilitado unas instrucciones muy claras para llegar hasta allí.

—Dirígete al norte por Kasr al-Aini hasta que llegues al gran nudo de tráfico que hay delante de los cuarteles británicos. Eso era antes la plaza Ismail, pero ahora se llama la plaza de la Liberación. Verás dos tiendas, una pastelería y otra de artículos de viaje. Esas tiendas marcan la entrada de la calle que te llevará al edificio central de Correos. Sigue al este por la calle hasta que llegues a otra plaza donde verás el edificio de Correos. Shari al-Azhar se bifurca al este de dicha plaza… síguela hasta que llegues a la Gran Mezquita. La dirección se encuentra en una callejuela al otro lado de la mezquita. La puerta está pintada de azul y hay una maceta de geranios rojos en los peldaños.

Temiendo que alguien descubriera el papel que le había dado Suleiman, Amira se había aprendido de memoria las instrucciones y había destruido la nota.

Pero no había contado con dos posibilidades: la de que se desorientara y la de que el cielo encapotado le impidiera determinar la posición del sol. Y ahora, dos horas después de haber cruzado la puerta de su jardín, Amira se dio cuenta de que se había equivocado y no sabía dónde estaba el este y dónde el oeste.

Trató de no pensar en el plomizo cielo que se cernía sobre ella. Aunque se había pasado muchas tardes y noches en la espaciosa azotea de su casa, donde tenía un emparrado y criaba palomas, el cielo que cubría la casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso era distinto… allí se sentía protegida mientras que fuera se sentía amenazada.

Permaneció de pie en la esquina de la transitada calle mientras la gente pasaba presurosa por su lado y los automóviles circulaban velozmente por la calzada. Contempló los altos edificios que la rodeaban. Desde su jardín de la azotea, conocía la ciudad y sabía identificar todos los alminares, cúpulas y azoteas. Pero ahora estaba abajo y la ciudad se le antojaba extraña y aterradora.

¿Hacia dónde dirigirse? ¿Dónde estaba Shari al-Azhar? ¿Dónde estaba la calle de las Vírgenes del Paraíso?

Le había resultado muy difícil llegar hasta allí. ¡Con la gente que había en El Cairo! Se veían tanques en las calles y soldados por todas partes. Mientras caminaba sujetando recatadamente la melaya alrededor de su cuerpo, le pareció que todo el mundo la miraba pensando: «Ahí va Amira Rashid. ¡Su marido Alí la está mirando con expresión de reproche desde el Paraíso!». Varias veces se había asustado al llegar a los cruces y ver las luces verdes y rojas y los agentes de tráfico indicándoles a los automóviles que se dirigieran hacia aquí o hacia allí o bien que se detuvieran. Al bajar de un bordillo, un vehículo había estado a punto de atropellarla. Los vendedores callejeros de verduras, pollos y especias agitaban agresivamente sus mercaderías delante de su rostro y en las esquinas de las calles los hombres discutían o regateaban o se reían a propósito de algún chiste. Había visto a mujeres tomadas del brazo, riéndose y haciendo comentarios sobre los artículos de los escaparates de las tiendas. No podía creerlo. Su hijo estaba en la cárcel o quizá ya había muerto y, sin embargo, la ciudad seguía como si tal cosa.

Y ella se había extraviado.

Sintiéndose demasiado visible en la esquina de la calle, como si todos los ojos estuvieran clavados en ella, decidió seguir adelante, pero entonces se dio cuenta de que se encontraba en la misma calle por la que antes había bajado. El corazón le empezó a latir violentamente en el pecho. ¡Se estaba moviendo en círculo!

De pronto, vio entre dos edificios algo que le infundió esperanza: el apagado brillo metálico del Nilo.

Caminando por la acera para no tener que cruzar de nuevo la calle, descubrió que se estaba acercando a un puente. Allí los viandantes eran de otro tipo: campesinos vestidos con galabeyas empujando carros de mano cargados de verduras, mujeres enfundadas en largas túnicas negras llevando bultos sobre la cabeza y estudiantes vestidos a la europea con libros bajo el brazo. Sin embargo, nada de todo aquello le llamó la atención… sus ojos no podían apartarse del río. Sólo lo había visto desde la azotea de su casa, una cinta de seda de cambiantes colores. Le parecía algo lejano y artificial. Pero ahora, de pie sobre el ojo del puente, contempló el agua y se sintió abrumada por el peso de los sentimientos y las sensaciones. Y por un recuerdo: ¡había visto aquel río en otra ocasión! ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Mucho tiempo atrás, cuando, siendo niña, la robaron de una caravana del desierto…?

El río la hipnotizaba con su incesante corriente y sus fértiles olores que le hacían evocar los alumbramientos. La superficie parecía lenta y tranquila, pero ella tenía la impresión de estar viendo las rápidas y peligrosas corrientes del fondo. Le vino a la memoria otro recuerdo: tenía catorce años y estaba embarazada de su primer hijo al que impondría el nombre de Ibrahim. Su marido Alí le estaba diciendo con su habitual gravedad:

—El Nilo es único. Discurre de sur a norte.

—¿El río es una mujer? —preguntó ella.

—Es la Madre de Egipto, la Madre de Todos los Ríos. Sin él, no tendríamos vida.

—Pero la vida nos la da Alá.

—Alá nos da el Nilo, que es nuestro sustento.

Amira contempló el ancho y poderoso río que reflejaba el color peltre del cielo y las blancas velas triangulares de las falúas que surcaban su superficie y le pareció oír de nuevo la voz de Alí: «Discurre de sur a norte».

Contempló la corriente y la siguió con la mirada hasta que se perdió doblando una curva. Aquél es el norte, pensó.

Entonces supo que a su izquierda estaba el oeste y a su derecha, el este. Y comprendió que todo aquello era un signo de Alá.

Ya no tenía miedo cuando volvió sobre sus pasos en el puente y, enfilando a su izquierda la primera calle que encontró, echó a andar por ella sin apartar los ojos del Nilo. Al llegar al nudo de tráfico situado frente a los cuarteles británicos, comprendió que ya no estaba perdida. Evocando mentalmente el Nilo mientras giraba al este, avanzó con paso decidido por la bulliciosa calle, pasando por delante de los lujosos escaparates de las tiendas mientras su negra melaya se mezclaba con las faldas cortas y los zapatos de tacón de otras mujeres hasta llegar a otra plaza desde la cual, levantando la vista, reconoció uno de los alminares de la mezquita de al-Azhar que Alí le había mostrado desde la azotea de su casa muchos años atrás.

Al final, llegó a la puerta azul con la maceta de geranios rojos en los peldaños.

Tocó el timbre y abrió una criada. Amira se presentó, diciendo que deseaba ver a la esposa del capitán Rageb. Tras hacerla pasar a un saloncito junto a la entrada, la criada se retiró. Mientras esperaba, Amira rogó que no se hubiera equivocado y aquélla fuera la persona que ella creía que era.

La criada regresó al poco rato y la acompañó a un elegante salón del piso de arriba muy parecido al de su casa, aunque un poco más pequeño. En cuanto la mujer la saludó, Amira dio mentalmente gracias a Alá, se quitó el velo y, tras los saludos de rigor, dijo:

—Señora Safeya, ¿te acuerdas de mí?

—Por supuesto que sí, sayyida —le contestó la mujer—. Siéntate, por favor.

La criada entró con el té y unas pastas y la señora Rageb le ofreció a Amira un cigarrillo que ésta aceptó de buen grado.

—Me alegro de volver a verte, sayyida.

—Y yo a ti. ¿Tu familia está bien?

Safeya señaló las fotografías de unas jóvenes en la pared.

—Mis dos hijas —dijo con orgullo—. La mayor tiene ahora veintiún años y está casada. La menor está a punto de cumplir siete. —Safeya miró directamente a los ojos a su visitante—. Le puse por nombre Amira. Nació mientras mi esposo el capitán se encontraba en el Sudán. Pero tú ya lo sabes.

Amira recordó el collar que lucía la señora Rageb el día en que había acudido a visitarla a la calle de las Vírgenes del Paraíso siete años atrás… una piedra azul con cadena de oro para alejar el mal de ojo. Y recordó también que ello le había hecho comprender que la mujer estaba asustada. Observó ahora que la señora Rageb ya no lucía aquel collar.

—Dime, por favor —le rogó Amira—, ¿recuerdas nuestra conversación en mi jardín siete años atrás?

—Jamás la olvidaré. Aquel día te prometí que siempre estaría en deuda contigo. Si has venido a pedirme algo, señora Amira, mi casa y todo cuanto poseo están a tu disposición.

—Señora Safeya, ¿tu marido es el capitán Yusuf Rageb, miembro del Consejo Revolucionario?

—En efecto.

—Una vez me dijiste que tu marido te quería y te consideraba su igual y escuchaba tus consejos. ¿Eso sigue siendo cierto?

—Más que nunca —contestó Safeya en un susurro.

—Entonces he venido a pedirte un favor —dijo Amira.