11

Ibrahim se sobresaltó al ver que Sahra, la niña de la cocina, entraba en la parte de la casa reservada a los hombres, tomando de la mano a Zacarías. Iba descalza y llevaba el sencillo vestido propio de las campesinas. Vio por primera vez que era bonita y se dio cuenta también de que no era una niña, sino una mujer.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó.

La muchacha abrió la boca para hablar, pero, para ulterior asombro de Ibrahim, lo que de ella surgió fue la voz de Alá:

—Intentaste engañarme, Ibrahim Rashid, y me maldijiste. El niño no es tuyo sino de otro hombre. No tenías ningún derecho a quedarte con él. Has quebrantado mi sagrada ley.

—¡No lo entiendo! —gritó Ibrahim, y entonces su propia voz le despertó y lo primero que notó al recuperar el conocimiento fue un agudo dolor en la parte posterior de la cabeza. Lo segundo fue un hedor insoportable.

Intentó ponerse de pie, pero experimentó un mareo. Aturdido, trató de distinguir las sombras y formas que lo rodeaban, pero tenía la visión borrosa. Emitió un gemido. ¿Dónde estaba? Se sentía atontado y no podía pensar. Se dio cuenta de que se hallaba sentado sobre una superficie de piedra en medio de un intenso calor y un incesante zumbido. Respiró hondo y le entraron ganas de vomitar. El hedor no se podía aguantar… unas miasmas de sudor humano, orina y heces, agravadas por una temperatura de cerca de cuarenta grados.

Pero ¿dónde estaba?

Entonces lo recordó todo: los soldados que le habían arrestado en su casa, el traslado al cuartel general del centro de la ciudad y sus protestas de inocencia hasta que uno de los hombres lo golpeó con la culata de su rifle. Pensaba que lo iban a conducir a la presencia de uno de los Oficiales Libres, pero, en su lugar, lo empujaron al interior de un pequeño y sucio despacho donde un sargento con muy malas pulgas le hizo dos preguntas:

—¿Qué actos subversivos tenían lugar en Palacio? Diga los nombres de las personas que participaban en ellos.

Ibrahim recordó que había intentado dialogar con aquel hombre y explicarle que debía de tratarse de un error, hasta que, al final, perdió los estribos y exigió entrevistarse con el jefe. De pronto, advirtió un fuerte y repentino golpe en la cabeza y después… nada.

Mientras se palpaba la dolorida protuberancia de la parte posterior de la cabeza, se le empezó a aclarar la vista.

—Santo cielo —musitó sin poder creerlo.

Se encontraba en una vasta celda de altos muros de piedra y mugriento suelo de piedra, pero no estaba solo. La celda albergaba a un número de hombres muy superior a su capacidad, casi todos ellos vestidos con raídas galabeyas; algunos paseaban hablando solos y otros permanecían apoyados contra las paredes en estado letárgico. No había sillas ni bancos y las camas eran unos simples catres de mohosa paja. Tampoco había lavabo sino unos cubos llenos a rebosar de excrementos y orines humanos. El calor era tan sofocante que la celda parecía un horno.

¿Estaría soñando? En caso afirmativo, la pesadilla era muy real.

Se miró y descubrió que aún llevaba el esmoquin, aunque sus zapatos de piel de cocodrilo habían desaparecido, lo mismo que su reloj de pulsera de oro, dos sortijas de brillantes y sus gemelos de perlas. Cuando se introdujo las manos en los bolsillos, los encontró vacíos. Ni siquiera le habían dejado el pañuelo.

Al ver una ventana en la pared del otro lado, se levantó como pudo y se acercó a trompicones a ella. Pero la ventana estaba a una altura excesiva para que un hombre pudiera alcanzarla y, aunque el ardiente sol de agosto penetraba a raudales a través de ella, no había modo de adivinar qué lugar era aquél. ¿Le habrían conducido a la Ciudadela, en las afueras de El Cairo? ¿O estaba lejos de la ciudad, en algún lugar del desierto? A lo mejor, se encontraba a varios kilómetros de distancia de la calle de las Vírgenes del Paraíso.

Cuando, al final, se le despejó la cabeza y sus pies recuperaron en parte la estabilidad, cruzó la celda procurando evitar el contacto con los demás prisioneros, que no parecían sentir el menor interés por él, y se acercó a los barrotes de la puerta a través de los cuales se podía ver un oscuro pasillo de piedra.

—Oiga —gritó en inglés—, ¿hay alguien ahí?

Primero oyó el tintineo de unas llaves y después vio aparecer a un joven vestido con un sudado uniforme caqui y un revólver militar remetido en el cinto, del cual pendía un llavero. El joven le miró con rostro inexpresivo.

—Mire —le dijo Ibrahim—, eso tiene que ser un error.

El joven le miró fijamente sin decir nada.

—¿No me ha oído lo que le he dicho o es que está usted sordo?

Al notar unas palmadas en el hombro, Ibrahim dio un respingo. Un corpulento sujeto barbudo vestido con una sucia galabeya de color azul le miró con una sonrisa y le dijo en árabe:

—Aquí no hablan inglés. Y, si lo hablan, como si no. Se acabó el inglés desde la revolución. Ésa es la primera lección que tienes que aprender, por Alá.

—Ah —dijo Ibrahim—. Te digo que esto es un error —le explicó al soldado en árabe—. Soy el doctor Ibrahim Rashid y exijo hablar con el jefe de aquí.

El guarda le dirigió una mirada displicente.

—Eso dicen todos.

—Mira —añadió Ibrahim, procurando no perder la paciencia—, tienes que decirle a tu supervisor que deseo hablar con él.

El guarda se retiró con paso cansino.

Ibrahim miró a su alrededor y se dio cuenta, consternado, de que necesitaba orinar. Después observó que el barbudo se encontraba todavía a su lado.

—La paz sea contigo, amigo —dijo el hombre—. Me llamo Mahzuz.

Ibrahim estudió con expresión dubitativa su raída galabeya, su boca desdentada y las cicatrices de su rostro.

Mahzuz significaba en árabe «afortunado».

El hombre esbozó una sonrisa.

—Me impusieron el nombre en tiempos mejores.

—¿Por qué estás aquí? —le preguntó Ibrahim.

—Soy tan inocente como tú —contestó Mahzuz, encogiéndose de hombros.

Ibrahim se alisó la chaqueta y descubrió que su corbata pajarita también había desaparecido.

—¿Tienes alguna idea de cómo se puede uno comunicar con alguien que no sea ese guarda?

Mahzuz se encogió de hombros.

—Alá elegirá el momento de tu liberación, amigo mío. El destino está en manos del Eterno.

Ahora que ya no estaba atontado y la cabeza sólo le pulsaba levemente, Ibrahim analizó la situación. Sabía que el mejor lugar para él estaba cerca de la puerta, pues sin duda el guarda regresaría con alguien de más autoridad. Por desgracia, la puerta parecía ser el lugar preferido por todos y ya no quedaba ni un centímetro de espacio libre. Cuando se disponía a cruzar la celda para situarse en un punto desde el cual se podía ver perfectamente la puerta, oyó el tintineo de las llaves en el pasillo y pensó: ¡Al final!

Para su horror, antes de que pudiera dar un solo paso, todos los prisioneros parecieron cobrar vida de repente y se abalanzaron hacia la puerta. Los más viejos y débiles fueron apartados a un lado y un hombre lanzó un grito de dolor mientras los demás lo inmovilizaban contra los barrotes de la puerta. Ibrahim se quedó donde estaba y observó cómo sus compañeros de celda apresaban las rebanadas de pan que les estaban repartiendo. Cada hombre recibió una sola rebanada de pan que después utilizó a modo de cuchara para recoger las alubias de una enorme olla.

La estampida duró sólo unos segundos; después, los guardas se retiraron y los prisioneros se congregaron alrededor de la olla, tragando ávidamente y peleándose entre sí cuando caía un poco de comida al suelo.

Mahzuz cruzó lentamente la celda comiendo con una indiferencia casi exagerada y, cuando le tuvo más cerca, Ibrahim vio gusanos en las alubias.

—Mira, amigo mío —dijo Mahzuz con la boca llena—, tendrías que haber comido un poco. Pasarán muchas horas antes de que nos vuelvan a dar algo. Te voy a dar un consejo —añadió, echando un vistazo al elegante esmoquin de Ibrahim—. Vas mejor vestido que el comandante de esta prisión. Y eso no le va a gustar ni un pelo.

Ibrahim se apartó. El dolor de la vejiga le devolvió a la realidad. Dominado por una mezcla de vergüenza e indignación, se dirigió muy a pesar suyo al rincón más oscuro de la estancia, contuvo la respiración para no aspirar el hedor y orinó. Después se sentó en el pringoso suelo y apoyó la espalda en la pared, en una de cuyas piedras alguien había grabado el nombre de Alá. Con los ojos clavados en los barrotes de la puerta y el oído atento al menor sonido, Ibrahim se tranquilizó pensando que, antes de que el sol se alejara de la alta ventana, él ya estaría libre.

Un codazo en su hombro lo despertó bruscamente. Por un instante, no pudo recordar dónde estaba. Cuando miró hacia la alta ventana, vio que la oblicua luz del sol estaba adquiriendo un tinte amarillo ámbar. Le extrañó que hubiera podido quedarse dormido. Después se dio cuenta de que Mahzuz estaba sentado a su lado.

—No pareces muy preocupado, amigo.

Ibrahim movió los anquilosados hombros para que recuperaran un poco la elasticidad.

—Es sólo cuestión de tiempo, mi familia hará gestiones para que me liberen.

—Eso siempre y cuando esté escrito en el libro de Alá —dijo Mahzuz.

Ibrahim se preguntó si se estaría burlando de él.

Con la espalda apoyada en la pared y los ojos fijos en la puerta, Ibrahim se percató de que no había oído la llamada a la oración, lo cual significaba que la prisión estaba fuera de la ciudad. ¿Acaso aquellos funcionarios pretendían que los hombres olvidaran su obligación de rezar? ¿Cómo se podía calcular la hora, si no? Ibrahim se alejó mentalmente de la pesadilla en la que se hallaba inmerso, pensando que él no tenía nada que ver con toda aquella mugre ni con las ratas que se paseaban por los catres de paja y el hombre que se había levantado la galabeya y se estaba despiojando el cuerpo desnudo o el otro que estaba vomitando en un rincón.

Aparecieron los carceleros con más pan y alubias, pero Ibrahim se quedó donde estaba. Descubrió que el calor de la celda no había disminuido al caer la tarde y aspiró el olor de su propio cuerpo. En verano, tenía por costumbre bañarse dos o tres veces al día y ahora necesitaba desesperadamente un cepillo de dientes, una navaja de afeitar, agua caliente y jabón. Cuando la luz del día desapareció de la alta ventana, Ibrahim se prosternó para rezar la cuarta oración, pidiéndole perdón a Alá por no haber podido realizar primero las rituales abluciones.

Al final, la celda quedó sumida en la oscuridad y los hombres se tendieron para dormir. Mientras se removía sobre el duro suelo de piedra, tratando infructuosamente de encontrar una posición más cómoda, Ibrahim se consoló pensando que la llegada del amanecer le traería la libertad por obra de Hassan. Se quitó la chaqueta del esmoquin y la dobló para que le sirviera de almohada. Al despertar a la mañana siguiente, la chaqueta había desaparecido y le extrañó ver a dos prisioneros tomando café y fumando cigarrillos. Se moría de hambre, pues llevaba más de veinticuatro horas sin comer, desde la reunión familiar en su casa. Pensó que ojalá hubiera tomado más cordero con arroz y no hubiera rechazado la dulce baklava.

Se acercó de nuevo a la puerta y, pegando el rostro a los barrotes, trató de mirar arriba y abajo del pasillo.

—¡Eh, vosotros! —gritó en árabe—. Sé que me estáis oyendo. Tengo un mensaje para vuestro jefe. Decidle que se arrepentirá de haberme tenido encerrado aquí.

El insolente guarda apareció de repente con una sonrisa en los labios.

—Óyeme bien —le dijo Ibrahim sin molestarse en disimular su irritación—. Se ve que no sabes con quién te la juegas. Yo no soy como ésos —añadió, señalando con un gesto a los demás prisioneros de la celda—. Dile a tu jefe que se ponga en contacto con Hassan al-Sabir. Es mi abogado. Él le explicará que se trata de un error.

El guarda se retiró, mascullando algo por lo bajo.

—¿No sabes quién soy yo? —le gritó Ibrahim.

Estaba a punto de añadir: «Ya verás cuando se entere el Rey…». Pero el Rey ya no estaba.

Permaneció apoyado contra los barrotes sin saber qué hacer.

Trató de imaginarse a Hassan en la misma situación. La natural arrogancia de su amigo inspiraba respeto; seguro que él hubiera conseguido hacerse escuchar en un santiamén. En cambio, Ibrahim no sabía ser arrogante. Jamás había tenido que avasallar a nadie; el servilismo de los demás era algo que daba por descontado.

Bueno, de todos modos estaba seguro de que, en cuestión de horas, saldría de allí. Su familia habría tardado algún tiempo en localizar a las autoridades correspondientes, averiguar en qué prisión se encontraba detenido y sortear todo el habitual papeleo burocrático. Aun así, hubieran tenido que dispensarle un mejor trato. Aunque las autoridades creyeran haber practicado un arresto legal, a un detenido de su categoría no se le encerraba de cualquier manera con los pordioseros y los vulgares ladrones. ¡Si, por lo menos, le facilitaran un cepillo de dientes, un poco de jabón y agua caliente! Y una comida civilizada; le dolía tremendamente el estómago.

Mientras regresaba a su sitio procurando no rozar a ninguno de los demás prisioneros, Ibrahim se preguntó qué estaría haciendo Alice en aquel momento. Debía de estar muy preocupada. ¿Y la pequeña Yasmina? ¿Habría preguntado por él? ¿Se habría asustado al ver que los soldados se llevaban a su padre?

Los guardas aparecieron con la comida, provocando una nueva e inhumana estampida. El estómago le estaba pidiendo alimento, pero él se negaba a comer las alubias podridas y el pan que tan ávidamente devoraban los demás. Sabía que su madre le estaría preparando en aquellos momentos una fiesta de bienvenida y estaba seguro de que aquella misma noche podría saborear su plato preferido de albóndigas de carne de cordero rellenas de huevo duro. A lo mejor, incluso tomaría una copita de brandy de Edward como reconstituyente medicinal.

Mientras los prisioneros consumían ruidosamente el desayuno, Ibrahim se acercó de nuevo a los barrotes y trató de llamar a los guardas antes de que se retiraran, pero éstos no le hicieron caso y desaparecieron pasillo abajo.

—Es deprimente, ¿verdad? —Se volvió y vio a Mahzuz rebanando con un trozo de pan los restos de comida de sus labios antes de metérselo en la boca—. Por mucho que lo intentes —añadió Mahzuz—, nunca te hacen caso. Esos perros sólo conocen un idioma —dijo, frotando entre sí las yemas de los dedos de una mano.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Ibrahim.

Bakshish. El soborno.

—Pero si no tengo dinero. Me lo han quitado.

—Llevas una camisa estupenda, amigo. Apuesto a que es de mejor calidad que la que usa nuestro nuevo dirigente Nasser. ¿Cuánto te costó?

Ibrahim no tenía ni idea. Su contable se encargaba de las facturas del sastre. Se apartó de Mahzuz sin decir nada más y cruzó la celda para regresar a su sitio, presa de una creciente irritación.

Cuando minutos más tarde se oyó el cencerreo de las llaves en el pasillo anunciando una visita inesperada de los guardas, Ibrahim se levantó junto con los prisioneros más fuertes y sanos y trató de abrirse paso entre ellos.

—¡Estoy aquí! —les gritó a los guardas—. ¡Soy el doctor Ibrahim Rashid! ¡Estoy aquí detrás!

Pero no habían venido a buscarle a él sino a otro cuya sonrisa sólo podía significar que lo iban a soltar o bien a trasladar a una celda mejor. Mahzuz le había explicado que aquello era muy frecuente: la familia de un recluso sobornaba a los funcionarios de la prisión y conseguía que lo alojaran en mejores condiciones.

Ibrahim se quedó perplejo. En tal caso, ¿qué estaba haciendo su familia?

Después se preguntó, alarmado: «¿Y si nos han detenido a todos?».

Pero eso no era posible. Había muchos Rashids y sólo unos cuantos de ellos habían tenido relación con el Rey. Además, estaban las mujeres, sobre todo su madre, a las que en modo alguno habrían detenido. Y ella debía de estar haciendo gestiones para que lo liberaran.

Trató de tranquilizarse una vez más pensando que saldría de allí antes del anochecer, pero su confianza era cada vez más escasa.

Cuando se despertó al amanecer del tercer día, llegó a la conclusión de que ya estaba harto.

En presencia de unos compañeros que apenas le prestaban atención, pues muchos de ellos, como Mahzuz, llevaban tanto tiempo allí que ya estaban medio atontados, se acercó a los barrotes y empezó a gritar para que le oyeran los guardas. Se sentía muy débil porque aún no había comido nada y se notaba calambres en el vientre a causa del esfuerzo que estaba haciendo para reprimir las necesidades de los intestinos. Orinaba en el rincón porque no tenía más remedio, pero no pensaba agacharse como un animal sobre aquellos cubos.

—¡Tenéis que soltarme! —gritó a través de los barrotes—. ¡Soy íntimo amigo del primer ministro! ¡Hablad con el ministro de Sanidad! ¡Jugamos al polo juntos!

Empezó a entrarle miedo. ¿Dónde estaban sus parientes, sus amigos? ¿Dónde estaban los británicos? ¿Cómo podían permitir que aquella mascarada de la revolución siguiera adelante?

—¡Lo pagaréis caro si no hacéis lo que os digo! ¡Me encargaré de que os despidan a todos! ¡Haré que os envíen a las minas de cobre! ¿Me habéis oído?

Se volvió y vio a Mahzuz a su lado, mirándole con un destello de burla y compasión en los ojos.

—De nada te va a servir, amigo. Tus amistades importantes les importan un rábano. Recuerda lo que te he dicho antes. Bakshish —dijo Mahzuz, frotándose la yema del pulgar con las de los dedos índice y medio de una mano—. Y te aconsejo que comas algo. Al principio, todo el mundo prefiere morirse de hambre. Pero, si te mueres, ¿qué vas a ganar?

Cuando los guardas volvieron con la comida, Ibrahim esperó hasta el último momento para tomar una rebanada de pan. Vio que el pan había sido cocido con restos de paja.

—No pensaréis que me voy a comer eso, ¿verdad?

—Por mí, te lo puedes meter en el trasero —replicó el guarda, alejándose.

Ibrahim arrojó al suelo la rebanada de pan y otros se apresuraron a recogerla. Mientras regresaba con paso vacilante a la pared del fondo, pensó: «Tengo que sobreponerme. Todo se arreglará. Eso no puede durar mucho…».

Tuvo pesadillas, pero, al despertar, vio que aún estaba viviendo una pesadilla. No encontraba alivio ni dormido ni despierto. La siguiente vez que repartieron comida, tomó un poco de pan, lo introdujo en la olla de alubias y comió con avidez. Y, cuando llegó el momento, se agachó sobre uno de los cubos.

Al llegar el séptimo día, los guardas sacaron a otro recluso, pero éste no sonreía. Cuando, más tarde, lo devolvieron a la celda, estaba inconsciente. Lo llevaban a rastras y lo dejaron tirado en el suelo.

Mahzuz se acercó a Ibrahim y le dijo:

—Me dijiste que eras médico. ¿Puedes ayudar a este hombre?

Ibrahim se acercó a él y lo examinó sin tocarlo. Lo habían torturado.

—¿Puedes ayudarle?

—Yo… no… no sé —contestó Ibrahim.

Jamás había visto heridas como aquéllas. Y llevaba años sin curar una lesión o tratar una enfermedad.

Mahzuz le miró con desprecio diciendo:

—Menudo médico estás hecho.

Aquella noche, cuando los guardas se presentaron para llevarse el cuerpo, Ibrahim corrió hacia ellos.

—Por favor, tenéis que escucharme.

Al ver que uno de los guardas miraba la camisa de su esmoquin, para entonces ya muy sucia y sudada, Ibrahim se la quitó y se la arrojó.

—Toma. Puedes quedarte con ella. Te costaría el salario de un mes —dijo sin tener ni idea de cuánto debía de ganar al mes aquel hombre—. Envíale un mensaje a Hassan al-Sabir. Es un abogado. Su bufete está en Ezbekiya. Dile dónde estoy. Dile que venga a verme.

El guarda tomó la camisa en silencio, pero, al ver que pasaban varios días sin que apareciera Hassan, Ibrahim se dio cuenta de que lo había engañado.

Empezó a rezar con fe, diciéndole a Alá que se arrepentía de la maldición que le había lanzado la noche en que nació Camelia y de haber adoptado a Zacarías, incumpliendo el mandamiento divino de no quedarse con el hijo de otro hombre. Se arrepentía de todo corazón. «Te suplico que me saques de aquí».

De las súplicas a Alá pasó a las súplicas a los guardas.

—Escuchadme bien, soy un hombre muy rico. Podréis tener lo que queráis si me sacáis de aquí.

Pero a ellos sólo les interesaba lo que pudiera darles en aquel momento. Lo único que le quedaba a Ibrahim eran la camiseta y los calzoncillos, los pantalones del esmoquin y la faja que le ceñía la cintura.

Soñó que estrechaba a Alice en sus brazos y que los niños jugaban a sus pies. Y lo más curioso era que pensaba en ellos, asociándolos con distintos sabores: Alice era un helado de vainilla, Yasmina sabía a albaricoque, Camelia sabía a densa y oscura miel y Zacarías estaba hecho de chocolate. ¿Cómo era posible que un hombre soñara con comerse a su familia?

Al despertar, se percató con angustia de que había perdido la cuenta de los amaneceres. ¿Era el decimotercero o acaso el decimotercero había sido la víspera? Debían de estar en septiembre o casi a primeros de octubre. Menos mal que el sofocante calor de agosto ya había quedado atrás.

Ibrahim se rascó la barba y trató de quitarse los piojos que se habían instalado en ella. A pesar de que ya se había acostumbrado a comer el pan con alubias y a usar el repugnante cubo, procuraba conservar su dignidad y se repetía a menudo que él no era como los demás. Un baño caliente, un buen afeitado y ropa limpia le devolverían a su antiguo estado. En cambio, por mucho que se bañaran y se pusieran ropa limpia, sus compañeros de celda seguirían siendo unos desgraciados.

Una mañana se dio cuenta de que Mahzuz ya no estaba allí.

¿Se lo habían llevado durante la noche? ¿Lo habrían soltado mientras él hacía la siesta? ¿Y si lo hubieran torturado y hubiera muerto?

Muchos de los prisioneros ya habían sido sometidos a interrogatorio. Ibrahim no comprendía por qué razón los guardas todavía no habían venido a buscarle a él. En tal caso, hubiera podido dar explicaciones y hablar con el jefe de aquellos insolentes guardas. Observó que los guardas no seguían ningún orden determinado para llevarse a los prisioneros, pues algunos de los que sacaban para conducirlos al cuarto de los interrogatorios acababan de llegar. Algunos días no sacaban a nadie; otros se llevaban a rastras a tres o cuatro. Y, cuando los devolvían, él intentaba ver qué podía hacer por sus heridas, pero no podía hacer nada. Pensó que, aunque hubiera tenido los medios necesarios, quizá no hubiera podido ayudarlos, pues apenas recordaba lo que había aprendido en la facultad de medicina.

Se preguntó si Faruk habría regresado a Egipto. ¿Estaría la revolución todavía en marcha? ¿Pensaba su familia que había muerto? ¿Vestiría Alice de luto? ¿Habría regresado a Inglaterra con Edward?

Ibrahim rompió a llorar. Nadie le hizo el menor caso. Todos se venían abajo en algún momento.

¿Quién hubiera podido imaginar que echaría de menos al mugriento Mahzuz?

Después vino su peor pesadilla: su padre Alí Rashid le miró enfurecido y sacudió la cabeza como diciendo: «Me has vuelto a decepcionar».

Los prisioneros que acababan de llegar dijeron que la natividad del Profeta se había celebrado pocos días atrás, lo cual significaba que Ibrahim llevaba exactamente cuatro meses en la cárcel, en cuyo transcurso nadie había acudido a verle ni había preguntado por él ni le había llevado comida o ropa o cigarrillos, y él no había salido de la celda para nada, ni siquiera para ser interrogado.

Estaba medio atontado. Su vida se reducía al espacio de celda del que se había apropiado junto al trozo de pared donde alguien había grabado en la piedra la palabra «Alá»; se creía el dueño de aquel espacio y del montón de paja que usaba como colchón. Era todo su mundo, el territorio del hombre olvidado. Ya no le importaba que apenas tuviera carne sobre los huesos o que la barba le hubiera crecido hasta el pecho. Sus sueños, a pesar de ser tan estrambóticos como la realidad, ya no le inquietaban. Ya no echaba de menos su bata de seda y su narguile, ya no deseaba visitar la casa flotante de Hassan ni jugar a las cartas con sus alegres amigos. Ni siquiera le apetecía fumar cigarrillos o beber café. Lo que más ansiaba ahora era ver el cielo, sentir la hierba de la orilla del Nilo bajo sus pies, hacer el amor con Alice y llevar a Yasmina al parque y mostrarle las maravillas de la naturaleza. Su vida estaba limitada al básico ciclo del despertar por la mañana y preguntarse si aquel día le traería la libertad; abalanzarse para tomar la rebanada de pan y las alubias; visitar los cubos de excrementos; prestar atención por si oyera el ruido de las llaves de los guardas; y esperar hasta que, al caer la noche, le vencía el sueño y se tendía a dormir sobre la paja. Hacía tiempo que ya no rezaba cinco veces al día.

El día en que ingresó en la celda un joven prisionero, Ibrahim estaba dándole vueltas a algo en la cabeza. No sabía muy bien lo que era, pero se había despertado pensando que estaba a punto de averiguar algo muy importante. Se pasó el día tratando de descubrir qué sería, pero no logró identificarlo. Sabía que su capacidad de raciocinio estaba muy mermada a causa de la mísera dieta a base de pan con alubias rancias y que la desnutrición y la deshidratación le habían privado del ingenio que necesitaba para intuir la revelación que estaba a punto de penetrar en su conciencia. Cuando entró el joven con el cuerpo devastado por la enfermedad y las torturas, Ibrahim no supo que tenía al alcance de la mano su epifanía personal.

El joven fue arrojado al interior de la celda y abandonado. Los demás prisioneros no le hicieron el menor caso, pero Ibrahim se acercó a él y se arrodilló a su lado, más para conocer algún detalle sobre el mundo exterior que a fin de interesarse por su estado.

Se pasaron un rato hablando, en cuyo transcurso el joven permaneció tendido en el suelo porque se sentía demasiado débil para sentarse. Ibrahim averiguó que no era un nuevo prisionero sino que había sido detenido casi un año antes, durante los disturbios del Sábado Negro. Desde entonces, explicó el joven con un hilillo de voz, lo habían trasladado de una celda a otra y lo habían torturado repetidas veces. Era miembro de los Hermanos Musulmanes, explicó, y sabía que no tardaría en morir.

—No te inquietes por mí, amigo —añadió—. Me iré junto a Alá.

Ibrahim se extrañó que alguien pudiera morir por las propias creencias.

Los verdes ojos del joven se posaron en él.

—¿Tienes algún hijo?

—Sí —contestó Ibrahim pensando en el pequeño Zacarías—. Un niño precioso.

El joven cerró los ojos.

—Eso está muy bien. Es bueno tener un hijo. Mi único dolor, que Alá me perdone, es tener que abandonar este mundo sin dejar un hijo que siga mis pasos.

En el momento de exhalar el último suspiro, Abdu evocó la aldea de su infancia y a la joven Sahra con quien había hecho el amor, y se preguntó si tal vez ella se reuniría algún día con él en el Paraíso.

Ibrahim apoyó la mano en el hombro del joven y recitó en un susurro:

—Declaro que no hay más dios que Alá y Mahoma es su profeta.

Después recordó el sueño que había tenido sobre Sahra y Zacarías la primera vez que se despertó en aquel lugar. Y, de pronto, vio con absoluta claridad la idea que no había conseguido identificar en todo el día. Ahora lo comprendía todo. Aquello era un castigo de Alá por haberse apoderado de Zacarías. No estaba allí por error; tenía que estar allí. Era el lugar que le correspondía. Con la rendición vino la aceptación y una curiosa sensación de paz.

Fue entonces cuando los guardas se presentaron para llevárselo. Ya era hora de que empezara su interrogatorio.