10

Alice no podía dar crédito a lo que veían sus ojos.

Acababa de salir al jardín con un cesto, unas herramientas de jardinería y un sombrero de paja de ala ancha para protegerse el rostro del sol de Egipto y, al ver lo que había junto al muro oriental, no pudo reprimir un grito.

—¡Dios bendito! —exclamó, cayendo de rodillas e inclinándose hacia delante para examinarlo con más detenimiento… por si acaso la vista la hubiera engañado.

Pero no era una ilusión óptica. En el extremo superior de unos altos tallos verde oscuro, unos minúsculos capullos estaban empezando a abrirse y tres de ellos ya se habían convertido en unas preciosas y grandes flores de color carmesí. ¡Al final! Tras cuatro años de fallidos intentos, de cuidados, riegos y constante eliminación de malas hierbas, de construcción de un umbroso cobertizo, de vigilancias y esperas, de arrancar los fracasos y de volver a empezar… después de tanto trabajo y tantas esperanzas, cuando ya empezaba a temer que jamás podría cultivar flores inglesas en aquel cálido jardín mediterráneo, Alice había conseguido finalmente que floreciera el ciclamen carmesí, su flor preferida.

Estaba deseando mostrárselos a Edward. Eran como los que había en su jardín de Inglaterra. Sin embargo, mientras regresaba a la casa, Alice recordó que su hermano había salido aquella mañana con Ibrahim y Hassan para ir a ver un partido de fútbol y no regresaría hasta la tarde. A ella no la habían invitado, por supuesto, porque las mujeres no asistían a tales acontecimientos. Pensó para sus adentros que no le importaba. Era una de las muchas costumbres a las que había tenido que adaptarse cuando se instaló en la calle de las Vírgenes del Paraíso y, aunque a veces contemplaba desde el jardín los altos muros que rodeaban la casa más para mantener encerradas a sus ocupantes que para impedir la entrada de los intrusos, y lamentaba tener que permanecer con las mujeres en una habitación mientras Ibrahim y Eddie se reunían con los hombres en otra, pensó que el hecho de acostumbrarse a la sociedad egipcia no le había sido tan difícil como al principio imaginaba.

«Tengo mucha suerte —le había escrito a su mejor amiga en Inglaterra—, ¡estoy casada con un hombre maravilloso y vivo en una enorme y preciosa mansión con más criados de los que hay en casa!».

Mientras contemplaba los rojos capullos de ciclamen entre las hojas de color verde oscuro, tratando de descubrir alguna mala hierba, Alice oyó la voz de una chiquilla cantando. Prestó atención y, reconociendo la voz de Camelia, esbozó una sonrisa. Aquella niña llevaba la música en la sangre, pensó mientras trataba de entender la letra árabe de la canción. Al cabo de siete años, Alice se enorgullecía de los progresos que había hecho en el aprendizaje del árabe y, aunque le costaba un poco comprender todas las palabras de la canción, entendía su significado. Se refería al amor, como casi todas las canciones egipcias: «Apoya la mano en mi cálido pecho y traspásame con tu flecha de amor».

Cuando oyó la voz de Yasmina uniéndose a la canción, Alice no se sorprendió. Aunque se llevaban un año, ambas hermanas estaban tan unidas como si fueran gemelas, siempre iban juntas a todas partes y ella había observado, incluso, alguna noche en que había entrado en la habitación para ver a su hija, que ambas dormían juntas en la misma cama.

Para su asombro, la voz de su hija le hizo experimentar nostalgia de Inglaterra. De pronto, sintió la necesidad de contemplar la ancestral mansión de estilo Tudor de los Westfall y la verde y brumosa campiña; echaba de menos los paseos a caballo con sus amigos rodeada de sus perros y las compras en los almacenes Harrod’s; estaba deseando volver a saborear el tocino ahumado y la cerveza, las empanadas y las salchichas; echaba de menos las semanas de lluvia incesante y los recorridos por la ciudad en los rojos autobuses de dos pisos. Y echaba de menos a sus amigos que le habían manifestado su propósito de ir a verla a Egipto, pero cuya promesa se había ido esfumando a medida que pasaban los meses hasta que, al final, en sus cartas ya no mencionaban para nada su intención de visitarla. Sólo su amiga Madeline le había escrito con toda franqueza: «Es demasiado peligroso viajar a Egipto en estos momentos. Sobre todo para los ciudadanos británicos».

Pero, estando aquí, yo soy feliz, pensó Alice. Mi vida con Ibrahim es muy satisfactoria y tengo una niña encantadora.

Sin embargo, una extraña desazón provocada por la voz de Yasmina empezó a socavar su certidumbre. Alice miró a su alrededor como si entre las flores y los arbustos del jardín pudiera descubrir la causa de su nueva inquietud. Examinó su vida y llegó a la conclusión de que no le importaba que ella e Ibrahim durmieran en alas separadas de la casa; sus propios progenitores habían tenido dormitorios separados durante buena parte de su vida matrimonial. Tampoco le importaba que Ibrahim asistiera a veces a acontecimientos sociales sin ella, como, por ejemplo, el partido de fútbol de aquel día. Sin embargo, en aquella calurosa mañana del mes de agosto, Alice se dio cuenta por primera vez de que le faltaba algo, aunque no sabía qué.

Dejando las herramientas de jardinería, Alice miró a través de una frondosa hortensia y vio a Camelia y Yasmina al otro lado, jugando bajo el sol. La sonrisa se le quedó congelada en la boca al ver lo que estaban haciendo.

Envueltas en sendas telas de seda negra, ambas niñas estaban intentando ponerse unas melayas y procuraban cubrirse con ellas la cabeza y la parte inferior del rostro, tal como hacían todas las mujeres en El Cairo. Para su asombro, las chiquillas de seis y siete años respectivamente estaban imitando a la perfección los gestos de las mujeres adultas, su forma de andar contoneando las caderas y la constante necesidad de rectificar la colocación de la resbaladiza prenda.

—Hola, niñas —dijo saliendo de detrás de la hortensia.

—¡Hola, tía Alice! —dijo Camelia, dando vueltas con su melaya—. ¿No te parecen bonitas? ¡Nos las ha regalado tía Nefissa!

Los velos que Nefissa rechazaba, pensó Alice, recordando el cambio que se había operado en su cuñada tras su secreta noche de amor con el oficial británico.

—Ya no quiero vivir como vive mi madre —había dicho Nefissa—. Quiero ser una mujer libre.

Tras lo cual, Nefissa le había anunciado audazmente a Amira que ya no pensaba volver a ponerse el velo para salir a la calle. Para asombro de Alice, Amira no había protestado.

Y ahora las niñas estaban jugando a «vestirse» con las melayas tal como ella solía hacer en su infancia con los vestidos de su madre. Pero había una diferencia: los anticuados trajes de noche de lady Frances eran simplemente prendas de vestir, no un símbolo de represión y esclavitud.

Alice experimentó de pronto un nuevo y extraño temor. Desde el derrocamiento de Faruk y el establecimiento del gobierno revolucionario, se venía hablando de la expulsión de los británicos de Egipto y de la necesidad de que el país recuperara sus antiguas costumbres. Hasta aquel momento, no se había preocupado por el significado de aquellas palabras. ¡Recuperar las antiguas costumbres! Recordó las numerosas estancias de la mansión Rashid llenas de retratos de antepasados: hombres de viril apariencia tocados con turbantes y feces y acompañados por mujeres sin rostro, ocultas bajo unos velos. Mujeres, pensó Alice ahora, sin más identidad que la del hombre al que acompañaban.

Mujeres, pensó con tristeza, que habían soportado en silencio la afrenta de que su marido tomara otras esposas.

Al despertar a la mañana siguiente del día del nacimiento de Yasmina, le fue un poco difícil al principio aceptar que Ibrahim tuviera otra esposa cuya existencia ella ignoraba y enterarse de que el hijo de aquella unión iba a ser educado en la casa. Cuando Ibrahim le explicó que la otra esposa no significaba nada para él, que se habían divorciado por mutuo acuerdo y que era ella, Alice, la mujer a quien amaba, Alice trató de convencerse de que Ibrahim no tenía la culpa y de que todo formaba parte de su cultura. Y él así se lo confirmó.

Pese a ello, algunas veces miraba al pequeño Zacarías o escuchaba sus risas resonando en la casa, y volvía a experimentar el antiguo dolor: Ibrahim ya tenía una esposa cuando se casó conmigo…

Ahora le vinieron a la mente otras imágenes: los tés ingleses a los que había asistido con otras esposas inglesas, las danzas y bailes a los que acudía con Ibrahim y en los que hombres y mujeres alternaban libremente, los espectáculos de marionetas a los que llevaba a Yasmina y los parques de recreo infantiles donde se reunía con niñeras inglesas que vigilaban a unos niños semejantes a su propia hija. ¿Y si los británicos abandonaran Egipto?, pensó ahora. ¿Desaparecerían también todas aquellas costumbres inglesas?

Después vislumbró fugazmente un futuro aterrador en el que las mujeres se cubrían con velos y tenían que permanecer encerradas en sus casas, soportando la humillación de que sus maridos tomaran otras esposas. Alice había aprendido a conformarse con sus limitadas libertades, sabía que no podía ir a ningún sitio sin que la acompañaran, no podía abandonar el país sin la autorización de su marido y tenía que reunirse exclusivamente con mujeres cuando ella e Ibrahim visitaban a sus amigos egipcios… incluso consiguió aceptar, no sin cierto esfuerzo, el hecho de que Ibrahim ya tuviera una esposa cuando ambos se casaron en Montecarlo… pero la posibilidad de regresar a las antiguas costumbres le parecía impensable.

Ahora, contemplando a su hija de seis años inocentemente envuelta en el arcaico velo negro que ocultaba su cuerpo y su identidad, Alice experimentó un temor que jamás había sentido. ¿Cómo sería el futuro de aquella niña, cómo la tratarían, qué posibilidades tendría en aquella cultura en cuya lengua la palabra fitna se empleaba indistintamente para designar el «caos» y también a una «bella mujer»?

Las niñas le habían hablado en árabe y ella les había contestado en el mismo idioma, pero ahora, sentándose en un banco de piedra y atrayendo a Yasmina hacia sí, les dijo en inglés:

—Ahora mismo estaba trabajando en el jardín y he recordado una historia muy divertida de cuando era pequeña. ¿Queréis que os la cuente?

—Oh, sí —contestaron ambas niñas al unísono, sentándose inmediatamente sobre la hierba.

Le hablaré a Yasmina de Inglaterra, pensó Alice mientras rebuscaba en su mente algún recuerdo. Le llenaré la cabeza con mis vivencias para que, si este futuro llegara a producirse, mi hija esté preparada para afrontarlo.

—Cuando yo era pequeña —dijo—, vivía en una casa muy grande en Inglaterra. Era una casa preciosa que le había regalado a mi familia muchos siglos atrás el rey Jacobo y, como era muy antigua, había muchos ratones. Un día vuestra abuela se dio cuenta de que un ratón había entrado en la cocina durante la noche y…

Yasmina la interrumpió:

—¿Quieres decir Umma? —preguntó, haciendo referencia a Amira.

—No, cariño mío. Tu otra abuela, mi madre, la abuela Westfall.

—¿Y dónde está ahora?

—Ha muerto, cariño. Se fue a vivir con Nuestro Señor Jesucristo al cielo. Bueno pues, la abuela Westfall les tenía mucho miedo a los ratones y entonces les dijo al abuelo y a tío Eddie que buscaran por todas partes aquel ratón. ¿Dónde se habría escondido? Buscaron y buscaron, pero no pudieron encontrar el ratoncito. Una mañana, mientras tomaba el té, la abuela vio un largo rabo de color rosa asomando por debajo de la cubierta de lana de la tetera. ¡La abuela lanzó un grito y cayó desmayada al suelo!

Yasmina y Camelia batieron palmas riéndose.

—¡El ratoncito vivía en la cubierta de la tetera!

—¡Y la abuela se había pasado varias semanas levantando la cubierta de la tetera sin saber que el ratoncito estaba allí!

Mientras Camelia imitaba al ratón entre risas, Alice oyó una voz:

—¡Hola! Buenos días a todas.

Vio el pelirrojo cabello de Maryam Misrahi antes de ver a su propietaria.

—Hola, tía Maryam —dijeron las niñas.

Inmediatamente, Camelia se levantó y se envolvió en la melaya.

—Siempre haciendo payasadas —dijo Maryam riéndose mientras acariciaba primero la mejilla de Camelia y después la de Yasmina. Volviéndose hacia Alice, le preguntó—: ¿Qué tal estás esta mañana, cariño? Te veo muy bien.

Mientras le contestaba, Alice se percató por primera vez de lo distintas que eran Maryam y Amira. Sabía que ambas eran amigas desde hacía muchos años y que se veían casi a diario, pero no se le había ocurrido pensar hasta entonces que Maryam, tan desenvuelta y llamativa (siempre lucía prendas de vivos colores), contrastaba fuertemente con la madre de Ibrahim, mucho más retraída y conservadora. Pero Maryam tenía una activa vida social fuera del hogar en tanto que Amira, para gran asombro de su nuera, jamás había puesto los pies en la calle más allá de la puerta de su casa.

Alice no acertaba a comprender cómo era posible que Amira pudiera hallar la felicidad en aquella vida tan enclaustrada. Y, sin embargo, la propia Amira le había confesado una vez que vivía de aquella manera por su propia voluntad. Se lo dijo el día en que recibió una carta de su viejo amigo Andreas Skouras desde Atenas, comunicándole su boda con una griega. Aquel día, Amira se había mostrado insólitamente comunicativa y le había confesado que a veces lamentaba no haberse casado con el señor Skouras cuando éste le hizo una proposición de matrimonio. Al enterarse de aquella relación de su suegra con el exministro de Cultura, Alice empezó a ver a Amira bajo una nueva luz y se dio cuenta de que ésta era una mujer muy joven, lo cual hacía todavía más incomprensible su decisión de vivir una existencia tan recluida.

Mientras Camelia y Yasmina seguían jugando con los velos, Maryam dijo:

—Hoy he recibido noticias de mi hijo Itzak.

—¿El que vive en California?

—Me ha enviado unas fotografías. Ésta es su hija Raquel. Es una niña preciosa, ¿no te parece?

Alice contempló el grupo de personas posando alegremente en una playa con palmeras al fondo.

—Tiene unos años menos que tu Yasmina. Cómo pasa el tiempo —añadió Maryam, lanzando un suspiro—. Yo nunca la he visto, ¿sabes? Cualquier día de éstos Suleiman y yo tendremos que buscar un poco de tiempo para visitar a nuestro hijo. Ah, mira, ésta es la que yo quería enseñarte. Le pedí a Itzak que me la enviara porque es la única que tenemos. Fue tomada hace años en el bar-mitzvah de Itzak. Mira, ¿reconoces a alguien?

Era otra foto de grupo tomada bajo un antiguo olivo. Alice reconoció a Maryam y Suleiman Misrahi, más jóvenes; a su hijo Itzak, a Alí Rashid, el marido de pecho abombado de Amira cuyo retrato dominaba casi todas las estancias de la casa y que, curiosamente, ahora también parecía dominar aquella fotografía. Finalmente vio a Ibrahim, un joven de no más de dieciocho años. Dos cosas le llamaron especialmente la atención: lo mucho que Yasmina se parecía a él y el hecho de que Ibrahim no estuviera mirando a la cámara sino a su padre Alí.

—¿Quién es esta niña? —preguntó Alice.

—Es Fátima, la hermana de Ibrahim.

—Nunca he visto una fotografía suya. ¿Sabes qué fue de ella? Ibrahim no me lo quiere decir.

—Tal vez algún día te lo cuente —contestó evasivamente Maryam—. Voy a ver si puedo sacar unas copias de esta foto. Itzak la quiere tener, pero yo también, y estoy segura de que a Amira le gustará incluirla en sus álbumes. —Maryam soltó una carcajada—. Con la de álbumes que ella tiene. Ojalá yo tuviera su paciencia. Sigo guardando las fotografías en cajas.

—Maryam —dijo Alice mientras Maryam se acercaba a los ciclámenes en flor—. En los álbumes no hay fotografías de la familia de Amira… de sus padres, hermanos y hermanas. ¿Por qué?

—¿Se lo has preguntado a ella?

—Sí, y siempre me dice que, cuando se casó con Alí, la familia de su marido se convirtió en la suya. Pero, aun así, tendría que conservar alguna fotografía de ellos, ¿no lo crees así? En realidad, nunca habla de sus padres.

—Bueno, tú ya sabes lo que ocurre a veces entre los padres y los hijos. Las cosas no siempre marchan como la seda.

Pensando en su propio padre, el conde de Pemberton, que todavía seguía empeñado en no hablar con ella, Alice asintió diciendo:

—Sí, tienes razón.

Esperaba que el conde recapacitara cuando nació Yasmina, pero, aparte el regalo navideño anual que le hacía a la niña, una generosa suma depositada en un fondo a su nombre, su padre no había dado a entender en ningún momento que a ella la siguiera considerando su hija tal como consideraba hijo a Edward.

Alice se preguntó si habría ocurrido lo mismo entre Amira y sus padres.

De pronto, le vino a la mente otra cosa que jamás había comentado con ningún miembro de la familia, pero que ahora decidió comentarle a Maryam, con la cual se sentía completamente a sus anchas.

—Tampoco hay fotografías de la madre de Zacarías en ninguno de los álbumes. ¿Tú la conociste?

—No. Nadie sabía nada de ella. Pero eso no es insólito entre los musulmanes.

—¿Sabes cómo se llamaba o dónde está ahora?

Maryam sacudió la cabeza.

—Maryam —dijo Alice en voz baja, intuyendo que tal vez aquélla sería la única ocasión que tendría de hablar con franqueza con la única persona de fuera de la familia en quien podía confiar—, ¿tú crees que yo he encajado bien aquí?

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Acaso no eres feliz?

—Soy feliz, no se trata de eso. Es que… es muy difícil de explicar. A veces, me siento como un reloj que funciona a una velocidad distinta de todos los demás, o un piano desafinado, como si no estuviera bien sincronizada con los que me rodean. ¿Te parece que eso tiene sentido? A veces, por la noche después de cenar, cuando todos estamos reunidos en el salón, miro a mí alrededor y tengo la impresión de que la familia de mi marido está un poco desenfocada, como si la escena estuviera en cierto modo torcida. Y no es culpa suya, por supuesto, porque ellos están donde les corresponde. Soy yo. A veces me siento una clavija cuadrada que pretende encajar en un agujero redondo. Aquí soy feliz, Maryam, y quiero adaptarme. Pero algunas veces…

—¿Qué es lo que quieres, Alice? —preguntó Maryam sonriendo—. Dices que eres feliz y lo parece, pero a veces quieres algo más, ¿no es cierto? Esto no es Inglaterra, lo sé, y también sé que tuviste que hacer un gran esfuerzo de adaptación cuando viniste aquí. Pero tiene que haber algo que te inquieta aunque tú no sepas lo que es.

Alice contempló la casa de color rosa bajo el sol que estaba ascendiendo en el cielo, y le pareció ver las múltiples estancias de su interior a través de los gruesos muros de piedra.

—En este momento —dijo en voz baja, como hablando consigo misma— Amira está recorriendo la casa y haciendo inventario de todo… las sábanas, la porcelana y demás.

Maryam soltó una carcajada.

—¡Amira es la mujer más exigente que conozco en los asuntos domésticos y siempre quiere saber exactamente dónde está cada cosa! Le he dicho que venga a contar las sábanas en mi casa. ¡Dios sabe que no tengo ni la más remota idea de lo que hay en algunos armarios!

—Sí, pero eso es lo que yo quiero hacer, Maryam —dijo Alice. Se imaginó a su suegra yendo de habitación en habitación con un cuaderno en la mano y seguida de una criada, contando la ropa de cama, apartando a un lado las fundas de almohada que había que remendar y amontonando cuidadosamente las almidonadas sábanas con las iniciales bordadas—. La envidio —añadió.

Al experimentar aquella punzada de envidia comprendió de repente qué le faltaba en la vida. Y, tras comprender que lo que más ansiaba en aquellos momentos era tener un hogar propio, Alice comprendió también otra cosa sobre sí misma y sobre sus nuevos temores a propósito de Yasmina e Ibrahim. En el caso de que los británicos abandonaran Egipto y se reinstauraran las antiguas costumbres, le sería más fácil luchar contra las antiguas tradiciones, evitar convertirse en esclava de ellas y salvar a su hija de aquel peligro estando en su propia casa.

Mientras entraba con Maryam en la mansión, Alice pensó emocionada: «Esta noche se lo comentaré a Ibrahim. Es necesario que tengamos nuestro propio hogar».

Todo El Cairo se encontraba en efervescencia a causa de las sensacionales noticias recién divulgadas acerca del derrocado Rey. La familia de Ibrahim, reunida en el salón después de cenar, no fue una excepción.

—¿Quién hubiera podido pensar que Sus Majestades fueran tan extravagantes? —comentó una prima soltera mientras hacía calceta.

Dado que Faruk y su familia habían tenido que emprender urgentemente el camino del exilio llevando consigo tan sólo lo que habían podido sacar de su residencia de Alejandría, las quinientas habitaciones del palacio de Abdin y las cuatrocientas del de Qubbah pudieron revelar todo el alcance de las excentricidades del monarca. Bañeras empotradas de malaquita, enormes guardarropas con miles de trajes a la medida, colecciones de piedras preciosas y monedas de oro, cámaras de seguridad repletas de objetos eróticos, películas norteamericanas y tebeos. También había una colección secreta de llaves de cincuenta apartamentos de El Cairo, cada una de las cuales llevaba una etiqueta con el nombre de una mujer y una clasificación de sus habilidades sexuales.

Se habían encontrado, además, numerosos efectos personales de la reina: el traje de novia de Narriman bordado con veinte mil brillantes, cien camisones de encaje hecho a mano, cinco abrigos de visón, zapatos con tacones de oro macizo…

El Consejo Revolucionario había mandado llamar a unos expertos de la galería Sotheby’s de Londres para que lo valoraran todo y después organizaran una subasta cuyo producto se destinaría a los pobres. Se calculaba que el valor de los bienes confiscados a la familia real superaría los setenta millones de libras egipcias.

—No me gustan todos estos comentarios —le dijo Nefissa en voz baja a Ibrahim, sentado a su lado en el diván mientras toda la familia tomaba café después de la cena—. La princesa era mi amiga.

Ibrahim no contestó; tenía demasiadas cosas en que pensar.

—Eso de que lo echen a uno de su propia casa —añadió Nefissa mientras acariciaba con aire ausente el cabello de su hijo Omar, que ahora ya era un fornido muchacho de once años—, y que después exhiban públicamente sus objetos personales… No he podido averiguar si Faiza se encuentra todavía en Egipto.

Al pensar en la princesa, Nefissa evocó los dulces recuerdos de su romántica noche en el antiguo harén, la Noche del Ruiseñor y la Rosa, tal como ella gustaba de llamarla en su fuero interno. Desde aquel recuerdo, sus pensamientos se dirigieron hacia Edward, el hermano de Alice cuyos ojos azules y rubio cabello tanto se parecían a los del teniente.

Nefissa se preguntó si Edward estaría decepcionado por no haber podido hacer con ella el viaje a Alejandría dos semanas atrás. ¿Estaría deseando intentarlo de nuevo? Nefissa no quería darse por vencida. Si no podían ir al norte por carretera, irían al sur. Sabía que Edward estaba interesado en los antiguos monumentos y que aún no había visitado las pirámides de Saqqara, a treinta y dos kilómetros de El Cairo. Aquella misma noche, cuando tuviera ocasión, le sugeriría la posibilidad de hacer una excursión de un día ellos dos solos.

Ibrahim no contestó a los comentarios de su hermana; a él tampoco le gustaban todos aquellos chismorreos sobre el Rey. Al fin y al cabo, ¿quién mejor que él conocía a Faruk? Pero ¿cómo no hablar de aquella extraña y silenciosa revolución que había tenido lugar mientras Egipto dormía, organizada por unos hombres previamente desconocidos, pero que ahora encabezaban el nuevo Consejo del Mando Revolucionario? Lo que más sorprendía a Ibrahim y a toda su familia era el hecho de que Faruk no hubiera sido ejecutado sino que, por expreso deseo de Gamal Abdel Nasser, se le hubiera perdonado la vida. No obstante, se estaban practicando detenciones en todo el país y se sometía a interrogatorio a cualquier persona sospechosa de haber tenido la más mínima conexión con el exmonarca. Y empezaban a circular rumores de torturas, secretas ejecuciones sumarias y condenas a cadena perpetua. ¿Qué iba a ser, se preguntó Ibrahim, del médico personal del Rey? ¿Quién podía haber estado más cerca de Faruk que su propio médico?

¿Corremos yo y mi familia peligro por culpa del cargo que ocupé en Palacio, un cargo que yo no busqué, sino que me fue impuesto por mi padre?

De pronto, una voz masculina gritó desde el pasillo:

Y’Allah! ¿Hay alguien en casa?

Ibrahim se alegró de ver entrar a su amigo Hassan al-Sabir, vestido de esmoquin y con un fez encasquetado al sesgo en la cabeza.

Los niños se le acercaron gritando:

—¡Tío Hassan!

—¿Cómo está mi pequeño albaricoque? —dijo Hassan riéndose y levantando en brazos a Yasmina. Después, saludó a las mujeres, empezando por Amira—. ¿Quién es esta mujer que oscurece con su belleza a la luna? —añadió en árabe, sabiendo que Amira prefería que se hablara dicho idioma en su hogar.

—Bienvenido a esta casa —contestó cortésmente Amira—. Alá te bendiga.

Mientras Hassan saludaba a todos los presentes y se erigía, como siempre, en el centro de la atención de todo el mundo, Ibrahim observó la sombría mirada de Amira. Ibrahim siempre había intuido que a su madre no le gustaba Hassan al-Sabir. No comprendía por qué, tratándose de un joven de tan arrolladora simpatía.

A pesar de los ventiladores del techo y de estar las ventanas abiertas, el calor de agosto resultaba insoportable. Ibrahim le indicó por señas a un criado que trajera cigarrillos y café y salió con Hassan a un balcón para refrescarse un poco con la brisa del Nilo.

—¿Qué noticias hay? —preguntó en voz baja mientras el criado le encendía el cigarrillo y se retiraba discretamente—. He oído decir que el nuevo gobierno va a expropiar muchas tierras. Mis amigos de la Lonja del Algodón dicen que todos los acaudalados terratenientes van a tener que desprenderse de sus propiedades y que los grandes latifundios se van a parcelar y repartir entre los campesinos. ¿Tú crees que eso es cierto?

Hassan, cuya riqueza no procedía de la tierra, sino de una herencia, se encogió de hombros.

—Serán rumores, supongo.

—Tal vez. No obstante, se habla mucho de las detenciones. He oído decir que han condenado al barbero de Faruk a quince años de trabajos forzados.

—Su barbero era un bribón que se dedicaba a mangonear y sobornar en los tribunales de justicia. Tú eras su médico. No tienes nada que ver con los manejos políticos. Mira —dijo Hassan, sacudiendo la ceniza del cigarrillo desde la barandilla del balcón—, a mí, esos Oficiales Libres no me dan miedo. Sé la clase de gente que son… campesinos todos ellos. El padre de su máximo dirigente, este tal Nasser… es cartero. Y el segundo de a bordo, Sadat, es un fellah nacido y criado en una aldea tan pobre que hasta las moscas huyen de ella. Y, además, tiene una piel más oscura que la noche —añadió en tono despectivo—. No conseguirán consolidarse. El Rey volverá. Ya lo verás.

—Espero que sea cierto —dijo Ibrahim, muy preocupado desde la tarde en que el Rey zarpara hacia el exilio.

Hassan volvió a encogerse de hombros. Dondequiera que soplaran los vientos, él tenía intención de seguirlos. Además, le estaba sacando mucho provecho a la revolución por su condición de abogado y sus conexiones con los tribunales. Jamás había tenido tantos casos y nadie se quejaba del incremento de las minutas. Mientras durara la revolución, Hassan al-Sabir le sacaría partido.

—Mira, muchacho, tú lo que necesitas es divertirte un poco. ¿Qué te parece si nos damos un paseo por la calle de Muhammad Alí? —dijo, refiriéndose a una zona de la parte vieja de El Cairo donde abundaban los cafetines de mala muerte con danzarinas, músicos y mujeres complacientes—. Conozco a cierta dama que es una acróbata en la cama. Puede ser tuya esta noche, si quieres.

Ibrahim sacudió la cabeza.

—Soy completamente feliz con Alice —dijo contemplando a través de la puerta vidriera abierta el salón profusamente iluminado, cuyas luces parecían rodear como un halo el cabello de su mujer.

Pensando que él no necesitaba para nada la calle de Muhammad Alí, decidió invitar a Alice aquella noche a sus aposentos privados.

—Pero ¿te basta con Alice? Somos hombres de muchos apetitos, Ibrahim. ¿Por qué no tomas una segunda esposa como hice yo? Incluso el Profeta, Alá le conceda la eterna paz, comprendió las necesidades de los hombres.

Mientras Hassan hacía una pausa para exhalar una nube de humo a la calurosa noche de agosto, la tranquilidad del balcón quedó súbitamente interrumpida por una cantarina voz.

—¡Papá!

Ibrahim tomó a Yasmina en brazos, la levantó en alto y después la sentó en la barandilla de hierro forjado que rodeaba el balcón.

—¡Tía Nefissa nos acaba de contar un acertijo! —dijo—. ¡A ver si lo adivinas!

Mientras contemplaba cómo Ibrahim se convertía de inmediato en esclavo de la niña y le prestaba toda su atención, sonriendo como un colegial, Hassan recordó las muchas veces que Ibrahim le hablaba de Yasmina, contándole lo que había hecho o dicho últimamente y presumiendo de ella de la misma manera que casi todos los hombres presumían de sus hijos varones, y se sorprendió de lo mucho que envidiaba a su amigo. Él no mantenía una relación tan estrecha ni mucho menos con sus hijas, a las que había enviado a estudiar a un internado a Europa. A veces, las cartas y las postales eran su único vínculo de unión con ellas. Contemplando a Ibrahim con su hija, Hassan comprendió que Yasmina, con su cabello rubio y sus ojos azules, se convertiría algún día en una belleza como su madre. Se la imaginó diez años más tarde cuando tuviera dieciséis años y ya estuviera madura para el matrimonio.

Justo en aquel momento, Hassan vio entrar a Edward en el salón y detenerse en la puerta; al observar con cuánto anhelo miraba a Nefissa, Hassan estuvo a punto de soltar una carcajada. Pobre Edward, seducido por Egipto.

De pronto, le pareció oír el timbre de abajo y se preguntó si alguien interesante habría acudido a visitar a los Rashid. Después vio que un criado con el rostro desencajado entraba en el salón y le decía algo en voz baja a Amira.

Amira palideció y asintió con la cabeza. El criado regresó de inmediato con cuatro hombres uniformados y armados con rifles. Venían a detener a Ibrahim Rashid, dijeron, por sus delitos contra el pueblo egipcio.

—Alá nos valga —exclamó Hassan, siguiendo a su amigo al salón.

—Sin duda se tratará de un error —le dijo Ibrahim al oficial que ostentaba el mando—. ¿No sabe usted quién soy? ¿No sabe quién era mi padre?

Los hombres se disculparon, pero insistieron en que tenía que acompañarlos.

—Un momento, por favor —dijo Hassan, pero Ibrahim le impidió seguir hablando.

—Es evidente que tiene que ser un error y supongo que no hay más que un medio de aclararlo. No te preocupes, madre —dijo, besando a Amira—. No me ocurrirá nada —añadió, volviéndose hacia Alice para darle un beso.

—Te esperaré levantada —contestó Alice con el rostro intensamente pálido.

Mientras los soldados se llevaban a su marido, recordó lo que había visto en el jardín aquella mañana y que tanto la había asustado: Yasmina y Camelia jugando a vestirse con las negras melayas.