En la calurosa noche de julio se aspiraban los perfumes de los innumerables jardines de El Cairo y los fértiles efluvios de las perezosas aguas del Nilo. Los cairotas paseaban tranquilamente por las aceras tras haber salido del cine o de los restaurantes, que ya se disponían a cerrar. Una joven familia en particular, tras haber disfrutado de una película y unos helados, estaba llenando el aire estival con sus risas. Al llegar a casa, la familia encontró un mensaje urgente para el marido. Éste lo leyó rápidamente, lo destruyó y, poniéndose su uniforme militar, se despidió con un beso de su mujer y sus hijos y les pidió que rezaran por él, pues no sabía si volvería a verlos. Después salió corriendo a la noche y se dirigió a la peligrosa cita concertada tiempo atrás. Su nombre era Anuar al-Sadat y la revolución acababa de empezar.
Nefissa estaba tratando de refrescarse en la bañera de mármol empotrada de su cuarto de baño privado, envuelta en una deliciosa nube de almendras y rosas. Por primera vez en su vida tenía que soportar las calurosas noches estivales de El Cairo, dado que Ibrahim había anulado el viaje anual de la familia a Alejandría. Desde el comienzo de los disturbios en enero, en el llamado Sábado Negro, la tensión había aumentado en la ciudad y los estallidos de violencia eran cada vez más numerosos. Ibrahim pensó que no era un buen momento para viajar y dejó a toda la familia en casa cuando él se reunió con Faruk en su palacio de verano de Alejandría. Sin embargo, Nefissa iría a Alejandría tanto si a Ibrahim le gustaba como si no. Y no iría sola.
Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos, aspiró profundamente las embriagadoras fragancias de su baño y pensó en Edward Westfall, que, al día siguiente, iba a ser su compañero de viaje por carretera a la costa.
Mientras se llenaba la mente con la imagen de su rubio cabello ondulado, sus opalinos ojos azules y el hoyuelo de su barbilla, levantó las rodillas y percibió la sedosa suavidad del agua cayendo en cascada sobre su piel. Tomó un frasco de cristal de aceite de almendras, se echó una pequeña cantidad en la mano y empezó a acariciarse delicadamente el cuerpo. En el baño, Nefissa llegaba a veces casi al borde de un delicioso precipicio físico y tenía la sensación de que al otro lado tenía que haber algo extremadamente dulce y sublime. Pero nunca conseguía alcanzarlo del todo. Conservaba un vago y lejano recuerdo del momento en que, siendo niña, descubrió un sorprendente placer mientras se exploraba el cuerpo. Creía recordar que posteriormente se había entregado a menudo a aquella turbadora sensación hasta que llegó la noche del corte… la circuncisión. Amira le explicó entonces que le habían quitado la impureza y que ahora era una niña «buena». Y, desde entonces, Nefissa no había podido recuperar aquella curiosa sensación.
Mientras tomaba una esponja marina y se enjabonaba con un cremoso jabón de almendras, observó que el placer se le seguía escapando y que tan sólo podía experimentar un atisbo de lo que hubiera podido ser. Se preguntó por qué razón se mutilaban las mujeres. ¿Cuándo había empezado la práctica del corte? Amira decía que se remontaba a la madre Eva, pero, en tal caso, ¿quién había llevado a cabo la operación siendo ella la primera mujer? ¿Debió de hacerlo Adán? ¿Por qué las circuncisiones de los niños se llevaban a cabo en pleno día y acompañadas de una gran fiesta mientras que las de las niñas se hacían en mitad de la noche y después ya nadie volvía a hablar de ello? ¿Por qué era un motivo de orgullo para los chicos y de vergüenza para las chicas?
Nefissa suspiró con inquietud mientras tomaba una jarrita de vidrio soplado de color azul. Se echó unas cuantas gotas de aceite en la palma de la mano y se aplicó la esencia de flores de azahar sobre el pecho y el vientre mientras sus pensamientos volaban de nuevo hacia Edward Westfall.
No estaba enamorada del hermano de Alice y ni siquiera creía que le gustara especialmente. Pero le recordaba tanto a su apuesto teniente que, siempre que le miraba o hablaba con él, experimentaba una extraña sensación en lo más hondo de su ser.
¡Cómo se deleitaba pensando en aquella noche en el viejo harén del palacio de la princesa en que ella y su teniente inglés habían hecho el amor hasta el amanecer! Le parecía que había sido ayer; recordaba con todo detalle cada uno de los momentos… la pequeña cicatriz de su muslo derecho, el salado sabor de su piel y la maravillosa forma en que le había hecho el amor. Mientras las mujeres de tristes ojos los contemplaban desde los murales y el ruiseñor le cantaba a la rosa en el jardín, Nefissa había experimentado un éxtasis y una pasión que a buen seguro la mayoría de las mujeres jamás hubieran podido imaginar.
Cuando se despidieron y su guapo oficial la besó por última vez bajo la luz de la aurora prometiendo escribirle y regresar algún día, Nefissa experimentó un breve instante de súbita intuición y supo que jamás volverían a verse.
En medio de todos los besos, caricias y dulces palabras, él no le había dicho ni una sola vez su nombre; la noche había sido una pura fantasía y ellos habían sido casi tan irreales como las concubinas del sultán, petrificadas para siempre en las paredes. En todos los años transcurridos, no había tenido la menor noticia de él. Lo único que Nefissa conservaba de él era el pañuelo de fino lino bordado con minúsculos nomeolvides. Era de su madre, le había dicho el teniente.
Salió lánguidamente de la bañera y se secó con la suave toalla de rizo fabricada con el excelente algodón de las plantaciones de su hermano. Mientras se aplicaba una cremosa loción hidratante a base de lanolina, cera de abejas e incienso, elaborada con las hierbas del huerto de Amira, Nefissa pensó en su teniente. ¿Estaría todavía en Inglaterra, se habría casado tal vez? ¿Pensaría alguna vez en ella?
La juventud se le escapaba de las manos; tenía veintisiete años y el paso del tiempo la seguía como una sombra. Pese a constarle que Amira estaba deseando que volviera a casarse y tuviera más hijos y pese a los numerosos ofrecimientos que había recibido de muchos egipcios acaudalados, Nefissa no tenía el menor interés. Quería recuperar lo que antes había tenido. Por eso había empezado a fijarse en Edward. Haciendo un pequeño esfuerzo, se lo podía imaginar vestido con el uniforme de su teniente, encendiendo un cigarrillo bajo la farola de la calle. No lo amaba, jamás amaría a un hombre como había amado al otro. Pero, si lo mejor no estaba a su alcance, se conformaría con una copia.
Mientras se deslizaba bajo las frescas sábanas perfumadas con esencia de lavanda, Nefissa trató de entusiasmarse pensando en el viaje a Alejandría que emprendería con Edward al día siguiente. Aunque no sintiera por él la menor pasión, era un inglés rubio y de piel clara, y tal vez en la oscuridad de una alcoba podría casi creer que estaba haciendo de nuevo el amor con su soldado perdido…
Bajo la cálida luna de julio las sombras se movían en silencio por las desiertas calles de la ciudad dormida mientras las columnas blindadas salían de los cuarteles de Abbasseya con sus cañones, tanques y jeeps. Inmediatamente bloquearon los puentes del Nilo y todas las salidas de El Cairo y tomaron el Cuartel General Militar, interrumpiendo una reunión nocturna en cuyo transcurso los miembros del Alto Estado Mayor habían decidido por votación el arresto de los dirigentes revolucionarios que se autodenominaban los Oficiales Libres. Se apoderaron de inmediato de la centralita telefónica y en seguida ordenaron que todos los oficiales de estado mayor y los comandantes de tropa se presentaran urgentemente en el cuartel general donde los mantuvieron bajo custodia y los encerraron. Una división blindada fue enviada a la carretera del canal de Suez para interceptar las tropas británicas que era posible que intentaran acercarse desde el Canal. Dondequiera que fueran, los militares revolucionarios eran recibidos con muy poca o ninguna resistencia.
A las dos de la madrugada, El Cairo ya se encontraba bajo el control de los Oficiales Libres. Ahora lo único que les faltaba era llegar a Alejandría, donde estaba el Rey.
Edward Westfall contempló el arma que sostenía en la mano. La había utilizado en otra ocasión durante la guerra: no temía volver a usarla. Estaba a punto de amanecer y a través de las persianas abiertas de las ventanas de su dormitorio penetraba el cálido viento matinal y se oía la llamada a la oración de los múltiples alminares de El Cairo. Edward sopesó en su mano el revólver Smith & Wesson del 38 y rezó en silencio su propia oración: «Ayúdame, Dios mío. No permitas que sucumba de nuevo a mis debilidades, te lo suplico. Me estoy dejando arrastrar y no puedo evitarlo. Te lo ruego, Dios mío, sálvame de este vicio que me domina y me está destruyendo sin que yo pueda luchar contra él».
Edward le había dicho a todo el mundo, e incluso se lo había dicho a sí mismo, que el motivo de que todavía permaneciera en Egipto seis meses después de su llegada era su preocupación por la seguridad de su hermana. Lo mismo le había dicho a su padre el conde cuando le escribió en enero para pedirle que le enviara algunas cosas porque un taxista sin escrúpulos le había robado el equipaje.
«No puedo sacar a Alice de Egipto —había escrito— porque existe una anticuada ley según la cual una mujer necesita el permiso de su marido para abandonar el país. E Ibrahim no se da cuenta del peligro». También le había pedido a su padre que le enviara el revólver de reglamento de la guerra, el Smith & Wesson del calibre 38 que Gran Bretaña había distribuido entre sus tropas cuando se le agotaron las existencias de Enfields.
Y lo cierto era que Edward tenía efectivamente intención de rescatar a Alice y Yasmina de aquel peligroso lugar, pero de eso hacía muchos meses y ahora la razón de su permanencia allí era otra. Su verdadero motivo era un secreto que ni siquiera se hubiera atrevido a confesarle a su hermana, un motivo que ni siquiera quería reconocer en su fuero interno.
Evocaba recuerdos de turbadores sueños, visiones de unos oscuros y líquidos ojos, de unos carnosos labios sensuales y de unos largos y finos dedos que le acariciaban lugares secretos… De día, cuando estaba despierto, apartaba de su cabeza aquellos impuros pensamientos prohibidos, pero de noche sus pensamientos lo traicionaban y se burlaban de él.
¿Qué iba a hacer? ¿Cómo podía un hombre mantenerse casto en aquella cultura que parecía obsesionada por el sexo y, sin embargo, lo rechazaba? No se podía pasear por una calle de El Cairo sin ver anuncios de películas de amor, oír las radios de los bares emitiendo canciones cuyo tema eran los apasionados abrazos o escuchar sin querer atrevidas conversaciones sobre la virilidad y la fertilidad. El comedido Edward pensaba que el sexo, el amor y la pasión estaban tan intrincadamente entretejidos en el tapiz cotidiano de El Cairo como el café, el polvo y los ardientes rayos del sol. Y, sin embargo, los goces terrenales, incluso los inocentes coqueteos o el simple hecho de tomarse cariñosamente de la mano, estaban estrictamente prohibidos, a no ser que se tratara de personas virtuosamente casadas, en cuyo caso tales efusiones debían limitarse a la intimidad de la alcoba. Aquello era mucho peor, pensaba Edward, que el puritanismo de su educación victoriana. Ciertamente, las reglas del comportamiento sexual eran tan estrictas en Inglaterra como en Egipto: la virtud y la castidad eran alabadas y la fornicación y el adulterio, condenados. Pero, por lo menos, la sociedad británica no le restregaba constantemente a uno por la cara aquello que no podía tener. Inglaterra no había creado a las mujeres que se cubrían el rostro con velos y que, sin embargo, te desnudaban con sus ojos tentadores. Inglaterra no se había inventado la provocativa danza del vientre o beledi, tal como la llamaban. ¡Y por supuesto que ninguna familia inglesa exhibía la sangre virginal de la novia a la mañana siguiente de la noche de boda! La lavanda inglesa Yardley’s era una recatada fragancia femenina; en cambio, las mujeres de Oriente asaltaban el olfato con los agresivos aromas femeninos del almizcle y el sándalo. Por si fuera poco, la comida era más picante, la música más viva, las risas más sonoras y los ánimos más exaltados. Santo cielo, ¿serían también las relaciones sexuales más salvajes y apasionadas en Egipto? ¿Cómo podía un hombre conservar el equilibrio y controlar sus apetitos?
Edward apenas había podido pegar el ojo en toda la noche. Evocaba las embriagadoras fragancias de la madreselva y el jazmín, y el calor le había obligado a prescindir de las sábanas y a dormir desnudo mientras la perfumada brisa le besaba el cuerpo. Ahora el amanecer ya anunciaba un nuevo día rebosante de seducciones sensuales y Edward aspiraba los deliciosos aromas de los huevos y las judías fritas, el queso caliente y el dulce café.
Dejó sobre la mesilla el arma y tocó a regañadientes el timbre para llamar a su criado. Había accedido a acompañar aquel día a Nefissa a Alejandría, pero tenía miedo.
Empezó a sudar y notó que se le aceleraban los latidos del corazón. Era un insensato y no hubiera tenido que acceder a semejante locura. ¡No se había trasladado a Egipto para caer de nuevo en sus vicios! Al fin y al cabo, ésta había sido una de las razones por las cuales había viajado a aquel país. No lo había hecho simplemente para visitar a Alice y ver los antiguos monumentos sino también para escapar de unas desastrosas relaciones antes de que su padre se enterara. Al menor asomo de escándalo, el conde lo hubiera dejado sin un céntimo. Y ahora estaba nuevamente a punto de lanzarse de cabeza a otro abismo sexual.
La brisa que penetraba a través de las persianas llevaba la dulzura del azahar y el jazmín. Cuando oyó que el chofer en la calzada de abajo abría la puerta de la antigua cochera convertida en garaje y ponía en marcha uno de los automóviles, recordó el largo viaje a Alejandría que estaba a punto de emprender con Nefissa y evocó una calurosa y sofocante noche de unas semanas atrás en que, durante una cena, su codo rozó accidentalmente otro codo. Sus ojos se cruzaron con otros y comprendió en aquel instante que estaba perdido.
Al oír a los criados en el pasillo, adivinó que su asistente entraría de un momento a otro con el té, el brandy y el agua caliente para afeitarse. Se puso la bata de seda y se dirigió al lavabo. Se miró al espejo. La herida sufrida en el Club Ecuestre había cicatrizado sin dejarle ninguna señal. Su aspecto era excelente y se encontraba en perfecta forma gracias a los cuidados que Amira le había dispensado, a las tonificantes bebidas y también al saludable ejercicio. Se alegraba de que los disturbios de enero no hubieran llegado hasta la Isla de Gezira, un elegante club donde los británicos seguían entregándose a sus privilegiadas aficiones, aunque con más discreción. Edward se había hecho socio del club y allí acudía diariamente para jugar al tenis, practicar natación y mantenerse en forma. Se sabía guapo y también sabía que, cuando las mujeres le miraban, no veían tan sólo unas hermosas facciones regulares coronadas por un pálido cabello rubio, sino un físico perfecto bajo su impecable atuendo de elegante caballero inglés.
Los oscuros y líquidos ojos surgieron de nuevo en su mente. Se preguntó qué debían de ver cuando le miraban.
Soltó un gruñido. Estaba sudando profusamente, no a causa del calor de julio sino de la lujuria. Quería sucumbir a la tentación y, sin embargo, temía hacerlo. Recordó lo que Alice le había dicho:
—No sé quién soy ni dónde me corresponde estar.
Él también se sentía atrapado entre dos mundos y no encajaba del todo ni aquí ni allí. Pobre Alice, traicionada por el hombre al que amaba, incapaz de vivir con él y sin poder regresar a Inglaterra. ¿No habría caído él en la misma trampa? ¿Enamorado sin querer estarlo, ansiando regresar a casa, pero sin poder hacerlo por culpa del deseo sexual que lo encadenaba allí?
¿Cómo había podido acceder a viajar a Alejandría con Nefissa? En Alejandría la seducción sería completa y él se hundiría una vez más en el abismo. Hubiera tenido que quedarse allí, en la calle de las Vírgenes del Paraíso. Entre las estrictas normas de conducta moral de Amira se sentía a salvo.
Cuando entró el asistente, Edward guardó rápidamente el revólver en su maleta. Era una medida de protección con vistas al viaje de doscientos kilómetros por carretera. Mientras el criado le preparaba la crema de afeitar, Edward se bebió el brandy, rechazó el té y pidió más brandy, tomando la copa con trémula mano.
Amira acababa de dirigir la oración matinal de las mujeres, incluidas las criadas y las niñas. Al terminar la última plegaria, volviendo la cabeza hacia atrás para decirles a los ángeles de la guarda: «La paz y la misericordia de Alá sean con vosotros», las criadas regresaron a sus quehaceres domésticos y las demás mujeres bajaron a desayunar, seguidas por Zacarías y Omar. Amira se quedó en los dormitorios con Yasmina, Camelia y Tahia, las cuales, a pesar de tener tan sólo seis y siete años, ya estaban aprendiendo a hacer las camas como parte de su adiestramiento para cuando fueran mayores y se casaran; las niñas hicieron primero sus camas y después las de sus hermanos; a continuación, recogieron la ropa y los juguetes desperdigados por el suelo y ordenaron la habitación que compartían ambos niños. Trabajaban muy rápido porque tenían apetito; los deliciosos aromas del desayuno llenaban la casa, pero ellas no podrían bajar a comer sin antes haber terminado aquellas tareas.
—Tenemos criadas, Umma —dijo Tahia, que, con sus siete años y dos meses, era la mayor de las niñas—. Ellas pueden hacer las camas.
—¿Y qué ocurrirá si no tienes criadas cuando te cases? —replicó Amira alisando la colcha de la cama de Omar—. ¿Cómo cuidarás entonces de tu marido?
—¿Tía Alice y tío Edward son malos porque no rezan con nosotros? —preguntó Camelia.
—No, es que ellos son cristianos… gente del Libro como nosotros. Ellos rezan a su manera.
Amira oyó que el asistente personal de Edward subía la escalera del ala de la casa reservada a los hombres, portando la habitual bandeja de té y brandy. Por primera vez desde que se construyera la casa, se había introducido alcohol en aquella mansión. Amira protestó como la vez en que Alice había pedido que sirvieran vino en las comidas. En aquella ocasión, Amira había conseguido imponer su criterio. Pero esta vez, tratándose de un deseo del cuñado de su hijo, había tenido que ceder.
La anciana Zu Zu entró en la estancia renqueando con su bastón. Unas oscuras ojeras rodeaban sus ojos. No había dormido bien, explicó, y sus sueños estaban llenos de premoniciones y malos presagios.
—He soñado una luna roja como la sangre y he visto yinns jugando en nuestro jardín. Todas las flores se habían marchitado.
Amira mandó retirarse a las niñas temiendo que la anciana las asustara con sus comentarios y después dijo:
—Está escrito que nada nos podrá ocurrir más que lo que Alá haya decretado. Él es nuestro amigo y protector. No te preocupes, tata. El Rey e Ibrahim están en buenas manos.
Pero Zu Zu, que había sido una joven atolondrada en los tiempos de los grandes jedives de Egipto, replicó:
—También está escrito que Alá no cambia a las personas si ellas mismas no se cambian primero. Se acercan calamidades, Um Ibrahim, y no es bueno que tu hijo esté lejos. ¿Para qué sirve un hombre, sino para proteger a su familia?
Cuando Zu Zu le suplicó a Ibrahim que esta vez no acompañara al Rey a Alejandría, él le aseguró alegremente que no ocurriría nada. ¿Cómo podía estar tan ciego? En los seis meses transcurridos desde el Sábado Negro, el rey Faruk había cambiado tres veces la composición de su gobierno y corrían rumores de que tenía intención de colocar al frente del gabinete a su cuñado, un hombre despreciado por el ejército. De este modo, la tensión había vuelto a apoderarse de El Cairo.
—Tengo miedo —dijo ahora Zu Zu—. Temo por la seguridad de tu hijo y por la de esta familia. Estando él en Alejandría, ¿qué protección tenemos nosotros aquí?
Zu Zu dio media vuelta y siguió a los niños, qué se dirigían a la sala del desayuno.
En la sala del desayuno de la planta baja, donde la familia estaba atacando ruidosamente las bandejas de huevos con judías, Nefissa permanecía de pie junto a una ventana abierta, esperando la aparición del automóvil. Lucía un ligero traje de viaje de lino y llevaba un maletín de maquillaje de piel de cocodrilo del Nilo.
Alice se acercó a ella y le dijo:
—He hecho una cosa para ti.
Era un precioso ramillete de flores carmesí que hacían juego con los rojos labios de Nefissa y encendieron un destello en sus grandes ojos oscuros.
Nefissa miró a Amira, que estaba dando de comer a dos niños pequeños, y le dijo a Alice en un emocionado susurro:
—¡Si ella lo supiera! ¡Mi madre me encerraría en una habitación y arrojaría la llave al Nilo! —Nefissa tenía intención de cometer una escandalosa locura: pensaba rechazar los servicios del chofer y conducir ella misma el automóvil hasta Alejandría. Varios meses de clases secretas de conducir le habían otorgado finalmente una libertad y un poder que jamás había conocido anteriormente—. Ya es grave que me haya negado a ponerme el velo y a vestirme de negro —añadió mientras se prendía el ramillete al vestido de lino—, ¡cómo Umma se enterara de que voy a conducir…! ¿Sabe Edward que pienso ponerme al volante?
—¡Mi pobre hermano no tiene ni idea! Cree que serás escoltada por un chofer. ¿Piensas hacer alguna parada por el camino?
Alice estaba tan deseosa como Nefissa de que se consumara la seducción. Hubiera sido capaz de cualquier cosa con tal de que Edward se quedara en Egipto.
De pronto, oyeron el insistente sonido del timbre de la puerta principal. Momentos después, una criada hizo pasar a Maryam Misrahi a la estancia.
—¿Tienes la radio puesta, Amira? —preguntó Maryam—. ¡Ponla en seguida! ¡Ha estallado una revolución! ¡De noche, mientras dormíamos!
—¿Qué? Pero ¿cómo?
—¡No lo sé! ¡Las calles del centro están llenas de tanques y soldados!
Sintonizaron con Radio El Cairo y se oyó una voz desconocida perteneciente a un hombre del que jamás habían oído hablar, un tal Anuar al-Sadat, el cual les estaba diciendo a los egipcios que ya era hora de que finalmente se gobernaran a sí mismos. Otras personas entraron en la sala para reunirse en torno al receptor, Doreya y Rayya con sus hijos, Haneya con su hijito, Zu Zu apoyada en su bastón y todas las demás mujeres y criadas de la casa.
—No habla para nada del Rey —dijo Rayya escuchando con atención el discurso de Sadat—. No dice qué han hecho con él.
—Van a matar al Rey —gritó Doreya—, ¡y también a Ibrahim!
De pronto, todas las mujeres se asustaron y empezaron a abrazarse unas a otras entre gritos y lamentos mientras la pequeña Tahia se echaba a llorar. Amira, procurando disimular su inquietud, dijo serenamente:
—No tenemos que dejarnos vencer por el miedo. Recordad que Alá es comprensivo y que nos ponemos bajo su protección. Telefonea a todo el mundo y diles que vengan —añadió, volviéndose hacia Rayya—. Seguiremos las noticias desde aquí y rezaremos juntos.
Doreya, reúne a todos los niños. Procura entretenerlos con juegos y tranquilízalos.
Después dio orden a la cocinera de que empezara a calentar el agua para el té y preparara gran cantidad de comida, pues pronto empezarían a llegar los parientes para esperar las noticias de Ibrahim. Finalmente, le dijo a Nefissa:
—Hoy no irás a Alejandría.
—Eso es absurdo —dijo el rey Faruk, rechazando con un gesto de la mano lo que le estaba diciendo Sadat—. ¿Cómo puede usted decir que ha habido una revolución si sólo se han disparado unos cuantos cañonazos y apenas ha habido derramamiento de sangre?
Sin embargo, era cierto que la revolución había sido casi incruenta. En sólo tres días tras la toma de El Cairo, los Oficiales Libres habían asombrado al mundo apoderándose del control de todas las comunicaciones, organismos del gobierno y medios de transporte, y dejando el país prácticamente paralizado. Faruk había quedado aislado; los británicos no podían enviar ayuda porque el ejército revolucionario controlaba los trenes, los aeropuertos, puertos y principales carreteras, y, aunque el agregado militar de la embajada de los Estados Unidos en El Cairo había exigido una explicación sobre lo que estaba ocurriendo, no hubo por parte norteamericana el menor ofrecimiento de ayuda militar. Faruk estaba indefenso. Se habían intercambiado algunos disparos entre la Guardia Real y las fuerzas revolucionarias que rodeaban el Palacio, pero el Rey ordenó finalmente que la Guardia se retirara y mandó cerrar todas las puertas. Más tarde, uno de los Oficiales Libres, Anuar al-Sadat, dirigió un ultimátum al Rey: abandonar el país a las seis de aquella tarde o atenerse a las consecuencias.
Ante las protestas del Rey, Sadat le recordó cortésmente los disturbios del sábado Negro en cuyo transcurso todos los locales cinematográficos, casinos, restaurantes y grandes almacenes de la zona europea de El Cairo habían sido incendiados… más de cuatrocientos establecimientos en total. Se decía que, si Faruk hubiera tomado medidas apenas dos horas antes y no hubiera estado tan ocupado en sus propios placeres, todo ello se hubiera podido evitar. Pero ahora, añadió amablemente Sadat, el Rey era un hombre muy poco popular.
Faruk conocía también otro dato sumamente inquietante, es decir, que la mayoría de los Oficiales Libres querían ejecutarle y que se había salvado por un solo voto, el de Gamal Abdel Nasser, el cual no quiso que hubiera derramamiento de sangre.
—La historia le juzgará —había dicho Nasser.
Faruk llegó a la conclusión de que, cuanto más tiempo permaneciera en Egipto, tanto más breve sería su vida.
Inmediatamente le comunicó su decisión a Sadat.
Ibrahim cayó en la cuenta de que aquélla sería quizá la última vez que estuviera en aquel palacio o en la compañía de Faruk, lo cual le parecía algo increíble tras haberse pasado tantos años viviendo bajo la sombra real. ¿Sería posible que ya no le llamaran a medianoche al palacio de Abdin dónde solía encontrar al monarca chismorreando a través de uno de los teléfonos que tenía en su mesilla de noche? Faruk jamás había leído un libro, ni escuchado música, ni escrito una carta; su única diversión eran las películas y los chismes por teléfono a todas horas de la noche. En su calidad de médico personal del Rey, Ibrahim era una de las pocas personas que sabían que Faruk había sido criado hasta los quince años en un harén donde una madre de férrea voluntad lo había mimado en exceso, por cuyo motivo siempre había sido como un niño que prefería los juguetes a la política y no estaba preparado en absoluto para sobrevivir. Cuando, días atrás, le advirtieron sobre los movimientos de los Oficiales Libres, se había encogido de hombros calificando a estos últimos de «rufianes», y la misma noche del golpe, cuando le comunicaron los insólitos movimientos de tropas en El Cairo, no había atribuido la menor importancia a la noticia. Los oficiales revolucionarios tenían razón, ya era hora de que Egipto tuviera un verdadero gobernante.
Unos extraños y confusos pensamientos se agolparon en la mente de Ibrahim. ¿Sería aquél, efectivamente, el final del reinado de Faruk? ¿Quién iba a ocupar su lugar? ¿Y dónde encajaría ahora el médico real? Ibrahim contempló los pesados cortinajes de terciopelo negro que cubrían el arco de una puerta y pensó con asombro: «Así de negro será mi futuro».
Al final, trajeron el documento de abdicación. En una vasta y soleada sala de mármol que parecía sacada de un palacio de la antigua Roma, con gigantescas columnas e impresionantes frisos, Faruk examinó estoicamente el documento, que contenía dos frases en árabe: «Nos, Faruk I, que siempre hemos deseado la felicidad y el bienestar de nuestro pueblo…». Casi al borde de las lágrimas, el Rey sacó su pluma de oro. Ibrahim observó cómo Faruk firmaba los documentos de abdicación y vio que la firma resultaba casi ilegible de tanto como le temblaba la mano. Cuando a continuación firmó en árabe, Faruk escribió erróneamente su nombre, pues jamás había aprendido a escribir el idioma del país que gobernaba.
Ibrahim ayudó al Rey a bañarse y a vestirse para el último viaje con su blanco uniforme de almirante de la armada. Después, Faruk se sentó por última vez en el trono cuajado de joyas del palacio de Ras al-Tin y se despidió de sus más estrechos amigos y asesores. A Ibrahim le dijo en francés:
—Te echaré mucho de menos, mon ami. Si tú o tu familia sufrierais algún daño a causa de vuestra asociación conmigo, suplico perdón a Dios. Me has servido fielmente, amigo mío.
Ibrahim bajó con él la gran escalinata de mármol y le acompañó al patio del palacio donde, bajo el cálido sol de la tarde, la banda real interpretó el himno nacional de Egipto y fue arriada la bandera verde Nilo de Egipto con la media luna, la cual se dobló después y se entregó al Rey como regalo de despedida.
Pero Ibrahim se quedó al pie de la pasarela cuando Faruk subió a la cubierta del Mahroussa. Por primera vez en muchos años no estaría cerca del Rey. Eso le hizo sentirse curiosamente desnudo y a la deriva.
Faruk hizo un sereno y solemne gesto de despedida acompañado de las tres princesas sus hermanas, su esposa de diecisiete años y su hijo de seis meses. Se soltaron las amarras y, cuando el yate empezó a deslizarse sobre el agua, una cercana fragata disparó veintiuna salvas de ordenanza.
Mientras el Mahroussa se alejaba, Ibrahim sólo pudo evocar los buenos recuerdos, como cuando llevó a Camelia, Yasmina, Tahia y Zacarías a Palacio para presentarlos al Rey y Faruk les regaló golosinas y caramelos y les cantó su canción preferida, Los ojos de Texas están sobre ti. Recordó el día de la boda de Faruk en que millones de campesinos afluyeron a El Cairo para festejar el feliz acontecimiento. La figura del Rey despertaba tanto afecto y simpatía que los rateros de la ciudad insertaron anuncios en los periódicos proclamando la moratoria de un día en sus hurtos, en honor de la regia pareja. Y recordó también una lejana noche de 1936 en que los Rashid veraneaban en Alejandría e Ibrahim presenció la llegada del nuevo monarca que iba a ocupar el trono del país, por aquel entonces un esbelto joven de exótica apostura a bordo de un yate rodeado de una flotilla de miles de embarcaciones y falúas brillantemente iluminadas. Aquel día todo Egipto enloqueció por Faruk, cuyo nombre significaba «el que sabe discernir entre el bien y el mal».
Finalmente, mientras el Mahroussa abandonaba lentamente el puerto, Ibrahim recordó el día en que Hassan le había presentado al joven soberano y él se ganó la inmediata simpatía de Faruk, el cual decidió nombrarle médico real.
Se sentía embargado por una profunda tristeza y las lágrimas le escocieron en los ojos al comprender que el Mahroussa había zarpado con algo más que el depuesto monarca de Egipto. El yate se llevaba sus recuerdos, su pasado y toda la razón de su existencia. La imagen de los pesados cortinajes de terciopelo negro acudió de nuevo a su mente.