—Pero, oiga, ¿qué es lo que pasa? ¿Acaso hoy es fiesta o algo por el estilo? ¿Por qué están desiertas las calles?
El taxista miró a través del espejo retrovisor al pasajero que acababa de recoger en la estación central ferroviaria y pensó que ojalá pudiera decirle al inglés que aquél era un mal día para que los tipos como él circularan por El Cairo; hubiera querido decirle: «Pero ¿es que no se ha enterado de la matanza que hubo ayer en el canal de Suez cuando los soldados de su país asesinaron a cincuenta egipcios? ¿Es que no se ha enterado del juramento que ha corrido por toda la ciudad de vengar esta afrenta? ¿No se ha enterado de que el gobierno ha aconsejado a todos los británicos que se queden en sus casas?». El taxista hubiera querido añadir: «¿No sabe por qué le ha sido tan difícil encontrar un taxi?… ¡Sólo un loco hubiera accedido a recoger a un inglés! ¿No comprende que sólo he aceptado llevarle a la calle de las Vírgenes del Paraíso porque me ha ofrecido usted un montón de dinero y hoy es un mal día para el negocio? Por consiguiente, ¿acaso no estoy yo tan loco como usted?».
Sin embargo, el taxista se limitó a mirar al pasajero encogiéndose de hombros. Estaba claro que aquel hombre ignoraba no sólo aquello, sino también muchas otras cosas como, por ejemplo, las más elementales normas de educación. Todo el mundo sabía que el hecho de que un pasajero varón viajara en el asiento posterior del taxi en lugar de hacerlo delante al lado del taxista constituía un insulto. Un pasajero era algo más que una simple carrera de taxi, era un invitado temporal del automóvil del taxista. Sin embargo, Edward Westfall, el hijo de veintiséis años del conde de Pemberton, no se daba cuenta de nada. Cualquiera que fuera el motivo de aquel extraño silencio en las calles de El Cairo en aquella preciosa mañana de sábado y cualquiera que fuera la causa del mutismo del taxista, a él le daba igual. Se lo estaba pasando tan bien con aquella «travesura de colegial», tal como la llamaba su padre, que nada podía empañar su eufórico estado de ánimo.
—He venido a visitar a mi hermana —dijo mientras bajaban por una ancha avenida del lujoso barrio de Ezbekiya. Ni Edward ni el taxista tenían la menor idea de que, justo en aquellos momentos, unos jóvenes armados con estacas y hachas se estaban reuniendo para iniciar una guerra santa—. Quiero darle una sorpresa —añadió, inclinándose hacia delante en el asiento como si con ello pudiera acelerar la velocidad del taxi—. No sabe que he venido. Está casada con el médico personal de Faruk. Incluso puede que esta noche cenemos en Palacio.
El taxista le miró como diciéndole: «No presumas de esto porque será peor para ti… nada menos que inglés y amigo del Rey. Da media vuelta y regresa a casa antes de que sea demasiado tarde». Sin embargo, pensando en el dinero, se limitó a decir:
—Sí, saíd.
—¡Estoy deseando ver la cara que pondrá! —exclamó Edward, imaginándose la feliz reunión.
¿Cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que se habían visto? Alice había abandonado el hogar recién terminada la guerra en junio de 1945 para visitar a unos amigos en la Costa Azul y después había regresado a Inglaterra para una breve visita con su flamante marido el doctor Rashid. Seis años y medio.
—Es la primera vez que vengo a Egipto —explicó Edward, preguntándose qué ruido sería aquel que acababan de oír en la distancia. Parecía una explosión—. Invitaré a Alice a hacer un crucero, descendiendo por el Nilo hasta el Bajo Egipto y, de este modo, podremos visitar los antiguos monumentos. No creo que haya tenido ocasión de conocerlos todavía.
El taxista le dirigió otra mirada de desprecio y pensó: «¡Lo estás diciendo al revés, atontado! Se sube por el Nilo cuando uno va al sur, al Alto Egipto. El Bajo Egipto está al norte, donde el Nilo desemboca en el mar». Pero no dijo nada porque él también había oído las explosiones y no sabía si se habían producido cerca o lejos de donde ellos se encontraban. ¿No se aspiraba olor a humo? Sin embargo, la desierta calle parecía muy tranquila.
—Oiga —dijo Edward mirando hacia delante a través del parabrisas—. ¿Qué es lo que ocurre?
En la calle acababa de aparecer una enfurecida muchedumbre con palos y antorchas.
—Y’Allah! —exclamó el taxista pisando los frenos.
Tardó un segundo en estudiar los encolerizados rostros y los apretados puños. Después, viró hacia una calle lateral.
—¡Santo cielo! —exclamó Edward, cayendo hacia atrás contra el respaldo del asiento.
Al llegar al final de la calle, vieron un edificio en llamas a través de cuyas ventanas se elevaba una densa humareda mientras en la acera un numeroso grupo de personas contemplaba impasible el espectáculo. Curiosamente, no se veía ningún vehículo de los bomberos y los espectadores no parecían muy dispuestos a echar una mano. Edward frunció el ceño al ver caer un rótulo desde la fachada a la acera. Pudo leer de soslayo SMYTHE E HIJO, CAMISERÍA INGLESA, FUNDADA EN 1917.
Haciendo marcha atrás, el taxista retrocedió, se detuvo y después bajó a toda velocidad por una callejuela. Edward, arrojado de uno a otro lado del vehículo, preguntó a gritos:
—Pero ¿qué es lo que ocurre? ¿Por qué aquella gente no intentaba apagar el incendio? ¡Oh, Dios mío! ¡Mire allí!
Al final de la callejuela se acababa de iniciar otro incendio; unos enfurecidos jóvenes vestidos con galabeyas estaban arrojando trapos encendidos a través de los escaparates rotos de una peletería inglesa.
—Oiga —dijo Edward mientras el taxista maniobraba para abrirse paso entre la gente—, me parece que esto no me gusta ni un pelo.
Cuando el taxi dobló una esquina, el cabecilla del grupo levantó el puño en alto y gritó:
—¡Muerte a los infieles!
Varios centenares de compañeros le hicieron eco.
Uno de los jóvenes que se encontraban en primera fila, con los ojos encendidos de emoción, sintió la fuerza de Alá circulando por sus venas. Abdu llevaba casi siete años luchando por aquel momento, desde que abandonara su aldea… para devolver a Egipto a los caminos de Alá y a la pureza del Islam. Hubiera deseado que Sahra estuviera allí para presenciar su triunfo. La graciosa Sahra de redondo rostro a quien todavía amaba y en quien siempre pensaba. Seguramente se había casado con el jeque Hamid y podría ser que ya se hubiera quedado viuda, teniendo en cuenta la edad del jeque. Abdu se la imaginó en el local de la aldea, tratada con todo respeto por los clientes de Hamid. ¿Cuántos hijos tendría?
El día en que abandonó la aldea tras haber hecho el amor con Sahra al borde de la acequia, Abdu sintió remordimiento. Le había arrebatado la virginidad; en la noche de su boda no se derramaría sangre. Sin embargo, al recordar con cuánta lujuria miraba el anciano jeque a la muchacha y cuánto dinero había ofrecido por ella a su familia, Abdu llegó a la conclusión de que Hamid era uno de aquellos hombres que, con tal de conseguir a la mujer que querían, eran capaces de recurrir a cualquier estratagema, por ejemplo, pincharse el dedo antes de envolverlo en un pañuelo… un truco más viejo que el Nilo. Cuando Abdu llegó a El Cairo y se dirigió al lugar que le habían indicado, su entusiasmo por la ciudad llamada la Madre de Todas las Ciudades y la admiración que sintió ante la pasión y la entrega de los Hermanos Musulmanes borraron de su mente cualquier otro pensamiento. Su remordimiento se desvaneció y Sahra se convirtió en un dulce recuerdo. Ahora toda su existencia anterior no era más que un lejano sueño. A veces, pensaba en aquel joven que trabajaba en los campos o jugaba a las tablas reales en el café de Hadji Farid o componía versos para Sahra, y se preguntaba quién era. No era por supuesto el Abdu que había nacido la noche en que llegó a El Cairo y empezó a escuchar por primera vez la palabra de Alá. El frágil y anciano imam de la aldea cuyos sermones semanales en la mezquita hacían bostezar de aburrimiento a casi todo el mundo, no poseía la inspiración que ardía en las palabras de los Hermanos. Cuando ellos predicaban, se basaban en el mismo Corán y transmitían el mismo mensaje sagrado, pero los Hermanos pronunciaban los versículos de tal manera que Abdu tenía la sensación no de estar oyendo simplemente unas palabras, sino de sentirlas y saborearlas hasta llenarse el alma con ellas como si fueran la carne y el pan del espíritu. Qué claro lo veía todo ahora y qué recto y angosto era el camino que conducía al Propósito definitivo. Apartar Egipto del borde del abismo y devolverle la gracia de Alá.
El cabecilla ordenó a los demás que se detuvieran, se encaramó a una farola e inició un encendido discurso. Iban a demostrar al mundo que Egipto ya no estaba dispuesto a soportar por más tiempo el dominio de su imperialista amo, dijo:
—¡Los británicos serán expulsados dentro de unos ataúdes!
Los jóvenes lo vitorearon, blandiendo sus armas de fabricación casera.
—La illaha illa Allah! —gritaron, y Abdu más que nadie—. ¡No hay más dios que Alá!
—¡Al Club Ecuestre! —gritó el cabecilla.
Cuando los jóvenes dieron media vuelta y empezaron a bajar por la otra calle, Abdu los precedió con el corazón desbocado de entusiasmo y los verdes ojos encendidos de emoción.
El comandante en jefe del ejército británico se levantó, alzó la copa y dijo:
—¡Señores, brindo por el nuevo heredero del trono!
Mientras los seiscientos hombres que asistían al banquete brindaban por el príncipe, Hassan se inclinó hacia su amigo y le dijo en voz baja:
—Por lo que estamos brindando en realidad es por el póquer real, ¿comprendes?
Ibrahim esbozó una sonrisa.
El banquete en el palacio de Abdin se había organizado para festejar el nacimiento del hijo varón de Faruk, y a él asistía una abigarrada mezcla de dignatarios extranjeros, altos oficiales de los ejércitos británico y egipcio y funcionarios del gobierno. Bajo las deslumbradoras arañas de cristal, el feliz acontecimiento se estaba festejando a base de espárragos, sopa fría de pepinos, pato a la naranja, sorbete de frambuesas, gacela asada y cerezas flameadas, todo ello servido en fuentes de oro y regado con vinos y coñacs de importación y un café turco fuertemente azucarado. Sin embargo, a pesar de las amables conversaciones y las risas, Ibrahim percibía una corriente subterránea de inquietud entre las mesas. Algunas risas parecían forzadas y algunas personas hablaban en tono excesivamente alto. Los árabes y los británicos se sonreían mutuamente, pero las sonrisas parecían obedecer más a la diplomacia que a una sincera amistad. Todo el mundo sabía que, debido a los desórdenes provocados por la matanza en Ismailía, muchos habían aconsejado a Su Majestad el aplazamiento de aquella celebración. Sin embargo, Faruk no había querido atender a razones. Si alguien tenía que estar preocupado, les aseguró, eran los británicos. Él no tenía nada que temer.
El Rey estaba loco de contento. Al ver que la reina Farida no podía darle un hijo, Faruk la había repudiado, pronunciando tres veces la fórmula «Te repudio» en presencia de testigos, tras lo cual se había casado con una muchacha de dieciséis años a la que había cortejado con una extravagancia de la que se habían hecho eco las revistas del corazón de todo el mundo. Cada uno de los días del noviazgo y de la luna de miel, Narriman había recibido un regalo… un día un collar de rubíes, al siguiente una caja de bombones suizos, al otro un ramo de sus orquídeas preferidas o un gatito. A cambio, ella le había dado a Faruk un hijo varón. Ni las matanzas ni los rumores de disturbios podrían empañar los festejos de aquel día.
Ibrahim estaba sentado unos asientos más abajo de Faruk en la mesa presidencial, muy cerca del Rey por si el regio personaje sufriera un repentino ataque de indigestión. Aunque apenas dieciséis años atrás Faruk era un apuesto y esbelto joven, aquella tarde de enero el Rey pesaba ciento veinte kilos y comía con una voracidad que no cesaba de asombrar a sus amigos… tres platos por cada uno que comían los demás y diez vasos de gaseosa de naranja según el último recuento.
Mientras el Rey pedía otra ración de pescado, Hassan se inclinó hacia Ibrahim y le dijo:
—Lo que yo no entiendo es cómo se las arreglan él y Narriman. En la cama, quiero decir. El vientre de este muchacho debe de sobresalir más que…
—¿Qué ha sido eso? —dijo Ibrahim, interrumpiéndole—. ¿No has oído algo?
—¿Qué?
—No sé. Parecían explosiones o algo así.
Hassan miró a su alrededor en el inmenso salón de banquetes donde los seiscientos invitados estaban disfrutando de una opulencia oriental severamente criticada en los últimos tiempos. A través de los altos ventanales enmarcados por cortinajes de brocado penetraba una suave luz invernal que iluminaba las gigantescas columnas de mármol, las paredes revestidas de terciopelo y los marcos dorados de los cuadros. Al ver que ninguno de los presentes parecía haber oído nada insólito, Hassan comentó:
—Habrán sido cohetes en honor del príncipe. —Hassan reflexionó un instante—. Tú no crees que vaya a haber disturbios por lo de Ismailía, ¿verdad?
Estaba pensando en la alarmante cadena de acontecimientos que se habían producido desde la humillante derrota de Egipto en la guerra de Palestina cuatro años atrás. Primero había sido asesinado un comandante de la policía, después el gobernador de la provincia de El Cairo y, finalmente, el primer ministro había sido tiroteado cuando se disponía a entrar en el ministerio del Interior. En las calles se sucedían las manifestaciones, las huelgas y los disturbios para protestar por la continuada presencia británica en Egipto. El año anterior varias personas habían resultado muertas durante una manifestación ante la embajada británica. Y la víspera se había producido la terrible matanza de Ismailía.
Ibrahim tranquilizó a su amigo con una sonrisa.
—Aunque los egipcios seamos una raza apasionada y a veces irracional, no estamos tan locos como para salir a atacar por ahí a los ciudadanos británicos. Además, todo esto que se dice de la revolución no es más que un vano ejercicio. Egipto lleva más de dos mil años sin ser gobernado por los egipcios y no creerás que la situación vaya a cambiar ahora. Mira, Su Majestad no está nada preocupado y ahora ya tenemos un heredero del trono. Los desórdenes terminarán, no son más que un capricho pasajero. Mañana la gente armará un alboroto por otra cosa.
—¡Tienes razón! —dijo Hassan, apurando la copa de champán que inmediatamente le volvió a llenar el lacayo que se encontraba a su espalda.
Las necesidades individuales de cada uno de los seiscientos invitados eran atendidas por un ejército de lacayos, silenciosos criados que permanecían de pie con sus largas galabeyas blancas, sus feces rojos y sus guantes blancos.
—No sé si ya se habrán recibido los resultados de los partidos de críquet —añadió Hassan, tomando una rebanada de crujiente pan francés que untó con un suave queso de Brie caliente—. Manchester salía como favorito…
Pero Ibrahim no le escuchaba. Estaba pensando en la deliciosa sorpresa que le tenía preparada a Alice: un viaje a Inglaterra.
Alice echaba mucho de menos a su familia y especialmente a su hermano Edward con quien estaba muy unida. Desde la pérdida de su segunda hija a causa de unas fiebres estivales, Alice estaba tan deprimida que Ibrahim ya no sabía qué hacer para animarla. Incluso la había llevado consigo durante la luna de miel de Faruk, considerada la luna de miel más extravagante de la historia, pues sesenta hombres habían viajado en el yate real, todos ellos vestidos con blazers azules, pantalones blancos y gorras marineras. En los puertos donde hacían escala utilizaban una impresionante flota de Rolls-Royce y se alojaban en los mejores hoteles. Faruk obsequiaba a su nueva reina con preciadas joyas, obras de arte, platos de alta cocina y prendas de alta costura y seguía entregado a su afición por el juego. Una noche, el productor cinematográfico norteamericano Darryal F. Zanuck le había ganado 150 000 dólares en el casino de Cannes. Todo el mundo estuvo pendiente de aquel viaje de fábula, pero el embarazo que Ibrahim esperaba no se produjo.
Hassan se inclinó hacia él y le dijo:
—Alegra esta cara, muchacho, ahí viene el vástago real.
Una niñera entró con el niño envuelto en una manta de chinchilla y, cuando los seiscientos dignatarios y funcionarios se pusieron en pie para honrar al heredero del trono de Egipto, Ibrahim pensó en su hijo Zacarías.
Nadie había hecho el menor comentario a propósito de la repentina aparición del niño; los hombres tenían a menudo esposas sin que nadie lo supiera. Incluso Hassan había sucumbido, casándose con una rubia que no le permitía tocarla a no ser que estuvieran casados y a la que ahora tenía en su casa flotante sin que su esposa egipcia supiera nada de ella. Ibrahim se había limitado a decirle a la gente que había repudiado a la madre del niño y que Amira había acogido a Sahra como criada de la casa. Ahora el pequeño Zakki tenía seis años y era un precioso aunque frágil chiquillo de temperamento soñador. Sin embargo, lo que más asombraba a Ibrahim era el vago parecido que el niño tenía con él, lo cual contribuía a confirmar su creencia de que Alá le había guiado la noche en que decidió adoptarlo a pesar de los recelos de Amira. Prefirió no prestar atención a las advertencias de su madre… no era posible que pesara una maldición sobre la familia Rashid, precisamente ahora que el algodón egipcio se estaba vendiendo a un precio récord y sus plantaciones estaban produciendo unas cosechas tan buenas que apenas podía seguir el ritmo de la rápida multiplicación de sus cuentas bancarias, lo cual había dado lugar a que muchos llamaran al algodón el «oro blanco». La familia gozaba de buena salud y era feliz, e Ibrahim disfrutaba de una existencia llena de lujos y comodidades que incluso sobrepasaba el fastuoso tren de vida de su padre.
Muy pronto él y Alice emprenderían viaje a Inglaterra. Tal vez llevaran consigo a Yasmina. Al fin y al cabo, la niña tenía allí un abuelo y varias tías y primos. Sí, pensó Ibrahim, alegrándose súbitamente de que se le hubiera ocurrido aquella idea e imaginándose lo bien que lo iban a pasar él y su hija de cinco años a bordo del barco.
Un emisario entró en el salón de banquetes e intercambió unas palabras en voz baja con el Rey y su comandante en jefe. Ibrahim se preguntó si habría ocurrido algo o si habrían estallado disturbios en la ciudad. Pensó en Alice, que se había quedado en casa, temiendo que los ciudadanos particulares pudieran ser objeto de venganza dada la atmósfera antibritánica que se respiraba en El Cairo.
Apartó los temores de su mente pensando que tal cosa jamás podría ocurrir, y volvió a deleitarse imaginando la alegría de Alice cuando le diera la noticia del viaje a Inglaterra.
Mientras el taxi de Edward doblaba otra esquina, vieron entre el fuego y el humo que muchos hombres rompían escaparates y arrojaban bombas incendiarias y que otros edificios habían sido incendiados. Tras haber probado distintos caminos para llegar a la Ciudad Jardín y encontrarlos todos bloqueados, el taxista dijo finalmente:
—Le voy a llevar a un lugar seguro, saíd. —Bajó por una angosta callejuela y, un minuto más tarde, se detuvo delante del Club Ecuestre—. Aquí todo es inglés —añadió alargando el brazo por encima del asiento para abrirle la portezuela a Edward—. Aquí estará usted a salvo.
—Pero yo le he pedido que me llevara a la calle de las Vírgenes del Paraíso. ¿Qué demonios pasa aquí? ¿Ha estallado una revuelta?
—¡Entre, por favor! ¡El Cairo es un lugar muy peligroso para usted! Entre y estará protegido. Inshallah!
Edward bajó un poco a regañadientes, aspirando el olor del humo en el aire. Contempló por un instante la entrada del Club Ecuestre y después, pensando que lo mejor sería ir a casa de su hermana, se volvió para subir de nuevo al taxi. Pero éste ya se había apartado del bordillo y estaba doblando una esquina. Con todo su equipaje dentro.
Cuando una cercana explosión le sacudió, Edward subió a toda prisa los peldaños del club y descubrió que dentro reinaba un desconcierto absoluto. Los socios se estaban congregando en el vestíbulo, derribando a su paso muebles y macetas de plantas. Los hombres lucían pantalones blancos de franela de jugar al críquet y las mujeres iban en traje de baño y llevaban sombreros para protegerse del sol. Hasta los mozos nativos con sus largas galabeyas y sus feces estaban intentando salir de allí.
Mientras Edward se abría paso entre pisotones y empujones, tratando de localizar al encargado, vio que un jeep se detenía frente a la entrada; de él saltaron unos hombres que inmediatamente subieron los peldaños con bidones de gasolina y palancas. Edward observó horrorizado cómo prendían fuego a los muebles y cortinajes tras haberlos rociado con gasolina. Cuando ya todo estaba ardiendo, incluso los ventiladores del techo, irrumpieron otros alborotadores que empezaron a golpear con barras de hierro a los aterrorizados socios del club que intentaban escapar. Los gritos llenaron el aire y la sangre empezó a correr.
Edward trató de avanzar entre el humo, esquivando los fragmentos de vidrio que volaban por el aire tras el estallido de las botellas de bebidas alcohólicas que había en el bar. Al final, consiguió llegar al desierto mostrador de recepción y, desde allí, pudo ver a los bomberos en la calle con las mangueras. Sin embargo, en cuanto el agua empezó a caer sobre el edificio en llamas, los alborotadores atacaron las mangueras con sus navajas, cortándolas hasta lograr que no saliera agua.
Mientras trataba desesperadamente de avanzar entre el humo, Edward vio a varios británicos con sus elegantes atuendos deportivos tendidos en el suelo en medio de grandes charcos de sangre. Buscó una salida, procurando dominar su creciente histeria. La entrada principal estaba bloqueada por la chusma y los cortinajes estaban ardiendo. ¡La piscina!, pensó de pronto. Pero, mientras cruzaba el vestíbulo para salir a la terraza, un joven egipcio vestido con una larga galabeya le cerró el paso. Edward vio unos ojos verdes que ardían por efecto de algo más que los reflejos de las llamas. Por un instante, pensó que tal vez podría discutir y llegar a un entendimiento con aquel joven, pues él no era un residente británico, sino un simple turista que acababa de llegar a la ciudad. Sin embargo, unas manos morenas le rodearon inmediatamente la garganta. Empezó a forcejear con el desconocido, pensando que todo aquello era totalmente absurdo.
Al final, su atacante tomó un jarrón y, cuando se lo estrelló contra la cabeza, a Edward sólo se le ocurrió pensar que Alice iba a sufrir una decepción.
La espaciosa y soleada cocina de paredes y suelo de mármol estaba lo suficiente caldeada como para que no se notara el frío de enero. La cocinera, una libanesa de coloradas mejillas y cabello alborotado, supervisaba la labor de sus cuatro ayudantes en las dos cocinas y los tres grandes hornos. El número de habitantes de la mansión de la calle de las Vírgenes del Paraíso variaba de año en año a medida que las muchachas se casaban y se iban, los ancianos morían, llegaban nuevas esposas y nacían niños. Aquel fresco sábado de enero había en la casa veintinueve miembros de la familia Rashid, desde niños a viejos, más doce criados que vivían en unos cuartos de la azotea, por lo que en la cocina se trabajaba día y noche, preparando la comida sin descanso. Las mujeres charlaban animadamente entre sí mientras la radio, sintonizada con una emisora musical, llenaba el aire con las canciones de amor interpretadas por la conocida voz de Farid Latrache. En medio de aquel ajetreo, Amira estaba preparando unos vasos de limonada para llevarlos al jardín donde varias mujeres y niños estaban disfrutando del sol invernal. Mientras inspeccionaba los vasos para cerciorarse de que todos estuvieran impecablemente limpios, Amira experimentó una profunda sensación de bienestar. Acababa de celebrar su cumpleaños y no recordaba haber gozado jamás de tanta salud y tanto vigor.
Añadió un cuenco de bolas azucaradas de albaricoque a la bandeja y observó que Sahra miraba a través de la ventana mientras formaba aplanadas hogazas de pan con la masa de harina. Sabía lo que estaba mirando. En los casi seis años transcurridos desde que Ibrahim se presentara en la casa con Zacarías, Sahra contemplaba al niño siempre que podía. Aunque la fellaha había prometido no decirle jamás a nadie que ella era la madre del niño y que Ibrahim no era su padre, el peligro seguía existiendo. Por eso Amira la sometía a una estrecha vigilancia.
Mientras bajaba los peldaños del jardín portando la bandeja, Amira levantó los ojos al cielo. ¿Era un trueno lo que acababa de escuchar? Sin embargo, el cielo estaba despejado. A lo mejor, era una salva para celebrar el nacimiento del hijo del Rey.
Sacó los refrescos al jardín, donde Alice estaba leyendo un libro mientras vigilaba a los niños. Camelia, de seis años y medio, bailaba con los ojos cerrados al son de una música que sólo ella podía escuchar.
—¿No te parece bonito que Alá nos haya dado el baile, Umma? —le preguntó una vez a Amira.
Amira pensaba a menudo que dentro de aquella chiquilla morena de ojos claros como el ámbar se agitaba un espíritu de libertad; Camelia bailaba como un pájaro que revoloteara o como los pétalos de una flor agitados por la brisa. Amira ya había decidido que la niña recibiría lecciones de baile cuando creciera un poco más.
Yasmina, con su blanca tez y su cabello rubio oscuro, estaba tendida sobre la hierba, profundamente enfrascada en un libro ilustrado. A los cinco años y medio, mostraba un enorme afán de aprender y en cierta ocasión había comentado que los libros eran estupendos porque, cada vez que pasabas una página, aprendías algo nuevo que antes no sabías. Yasmina estaba más adelantada que sus hermanos en el alif-ba’s a pesar de ser la más pequeña.
Tahia, de la misma edad que Camelia, jugaba sobre la hierba con sus muñecas. Ya había dicho que, cuando fuera mayor, quería tener muchos hijos. A diferencia de su madre, pensó Amira, preguntándose si Nefissa se volvería a casar alguna vez.
Finalmente estaba Zacarías, un precioso niño que en aquellos momentos estaba contemplando ensimismado el vuelo de una mariposa. Amira se sorprendía a menudo de que, por un misterioso designio de Alá, aquel niño se pareciera tanto a su padre adoptivo. Sin embargo, el parecido era sólo físico; Zacarías no compartía la afición de Ibrahim a la vida regalada y las conversaciones intrascendentes sino que con frecuencia contemplaba el cielo y se preguntaba cómo serían Alá y el Paraíso. Un niño extrañamente devoto que, a sus seis años, ya era capaz de recitar veinte suras del Corán. Alguien le decía:
—Zakki, recita la cuarta sura, versículo treinta y cuatro.
Y él contestaba de inmediato:
—«Los hombres están por encima de las mujeres porque Dios ha hecho a unos superiores a otros».
De pronto salió al jardín Omar, un regordete niño de diez años que andaba constantemente tramando travesuras. Amira procuraba tener paciencia con él, pues el chiquillo no tenía la culpa de que su madre no le hubiera enseñado debidamente la disciplina. Amira lanzó un suspiro. Otra razón para que Nefissa no volviera a casarse.
—Madre Amira —dijo Alice, hincando el diente en una bola azucarada de albaricoque—, ¿no hueles a humo?
Omar empujó súbitamente al pequeño Zacarías, derribándolo al suelo sobre la grava del sendero. Camelia y Yasmina se levantaron inmediatamente para recogerle. ¡Si hubiera más niños!, pensó Amira. En una casa de aquel tamaño, hubiera tenido que haber más niños jugando en el jardín. Amira ansiaba tener más nietos. Pero Nefissa no quería volver a casarse a pesar de los muchos hombres adecuados que ella le había buscado, y, hasta la fecha, Alice sólo le había dado una niña a Ibrahim sin contar la que había muerto.
—¡Mírame! —gritó Camelia, caminando con unos tallos de papiro secos a la espalda—. ¡Soy un pavo real!
Amira se quedó petrificada. Acababa de ver un pavo real… no la imitación que estaba haciendo su nieta sino un pájaro de verdad, vivo y deslumbradoramente azul como si estuviera realmente allí, exhibiéndose delante de ella.
Era un recuerdo. Estaba evocando un pavo real de un lejano pasado.
Rápidamente tuvo que sentarse. Nunca sabía cuándo le vendrían a la memoria los recuerdos, ya fuera en sueños o bien despierta como en aquellos momentos, sentada en el jardín mientras el pasado regresaba súbitamente a ella en grandes oleadas como las que una vez había visto desde su casa a la orilla del mar en Alejandría. Cada vez ocurría lo mismo: un inesperado recuerdo surgía de pronto e iluminaba un fragmento de su pasado con tal lujo de detalles que, por un instante, ella lo creía real. Después, el recuerdo se esfumaba y la dejaba momentáneamente sin respiración.
Cada vez que le ocurría, Amira imaginaba que su mente era un profundo pozo con burbujas atrapadas en su fondo. De vez en cuando, sin motivo aparente, una burbuja se escapaba y emergía a la superficie de su mente, estallando y liberando el fragmento de recuerdo que contenía. A veces, eran recuerdos que ella ya conocía, como el del día en que conoció a Alí Rashid en el harén de la calle de las Tres Perlas, pero otras veces eran retazos olvidados de su pasado… un rostro, una voz, un súbito estremecimiento de terror o de júbilo. O un pavo real. A medida que pasaban los años, los fragmentos iban formando un mosaico incompleto de su existencia, pero aún faltaban muchas cosas: su vida anterior a la incursión en la caravana del desierto. Ahora ya estaba segura de que ella era la niña que aparecía en su sueño, pero no sabía cuándo ni dónde había tenido lugar la incursión ni qué había sido después de su madre. ¿Qué debía de ser aquella extraña torre cuadrada que a veces veía en sueños?
Amira se sorprendía de que hubiera podido olvidar unos acontecimientos tan importantes de su vida. ¿Conseguiría recordarlos totalmente alguna vez?, se preguntó mientras la visión del pavo real se iba esfumando poco a poco. ¿Cuál había sido la causa de que olvidara aquellos recuerdos de su primera infancia?
—Niños —dijo—, venid a tomaros una limonada.
Yasmina abrió enormemente los ojos al ver las bolas de albaricoque… eran sus preferidas, por eso la llamaban Mishmish, que en árabe significaba albaricoque. Pero, antes de que pudiera acercarse al cuenco, Omar la empujó y tomó un buen puñado para él. Por suerte, Amira había procurado que hubiera suficiente para todos. Mientras los niños sostenían los vasos de limonada en sus manitas y se llenaban la boca de bolas de albaricoque, Amira sintió el calor del sol sobre sus hombros, aspiró la fragancia del jardín y se llenó súbitamente de alegría. Estaba viendo el futuro: así que pasaran diez o quince años, aquellos niños se casarían y la casa volvería a llenarse de chiquillos. ¡Entonces seré bisabuela y aún no habré cumplido los sesenta!, pensó con una sonrisa. Se sentía tan feliz que, si hubiera levantado los pies, estaba segura de que hubiera flotado directamente hasta el cielo. Alabado sea Alá, Señor del universo, por su generosidad y munificencia. Ojalá las cosas sigan siempre igual…
De repente, Amira frunció el ceño. El olor de humo era cada vez más intenso. ¿Qué podía ser? Consultó su reloj. Maryam y Suleiman estarían a punto de regresar de la sinagoga; les preguntaría si habían visto algo raro en la ciudad.
De pronto, percatándose de que el humo no procedía de una hoguera normal, se levantó.
—Vamos, niños —dijo—. Ya es hora de entrar y de volver a las clases.
—Oh, Umma —protestaron ellos—. ¿Por qué?
—Tenéis que aprender a leer —contestó Amira, examinando la rodilla que Zacarías se había arañado al caer al suelo empujado por Omar—. Porque entonces podréis leer el Corán. La palabra de Alá es fuerza. Cuando tengáis un perfecto conocimiento del Corán, estaréis armados para enfrentaros con cualquier cosa que ocurra en la vida. Cuando uno conoce la Ley, nadie puede aprovecharse de él ni causarle el menor daño.
—Son muy pequeños, madre Amira —dijo Alice riéndose mientras recogía sus herramientas de jardinería.
Amira sonrió para disimular su creciente inquietud… el olor a humo era cada vez más fuerte y, además, ahora se oían gritos en la calle.
—Vamos, rápido. Hoy estudiaréis y mañana iremos a comer a la tumba del abuelo.
Los niños se alegraron al oír sus palabras y entraron riendo en la casa porque un día en el cementerio era siempre muy divertido. Una vez al año Ibrahim llevaba a los niños a la Ciudad de los Muertos donde ponían flores en las tumbas de Alí Rashid, de la madre de Camelia y de la hija muerta de Alice. Tras lo cual, almorzaban allí mismo. Al regresar a casa, Amira les explicaba cómo el espíritu ascendía al Paraíso cuando el cuerpo era depositado en el sepulcro. A Zacarías le gustaban muchísimo las descripciones del Paraíso y estaba deseando subir allí cuanto antes. En cambio, las niñas tenían sus dudas algunas veces. Si el Corán prometía tantas recompensas a los hombres en el más allá, entre otras cosas vírgenes y jardines, había preguntado Camelia una vez, ¿cuál sería la recompensa para una niña? Amira la abrazó entre risas y le contestó:
—La recompensa de una mujer es servir a su marido por toda la eternidad.
Una criada salió corriendo al jardín.
—¡Mi ama! ¡La ciudad está ardiendo!
Todo el mundo subió a la azotea, desde donde se podían ver el humo y las llamas.
—¡Eso es el fin del mundo! —gritó la cocinera.
Amira no daba crédito a sus ojos… la ciudad ardía por todas partes y el Nilo, reflejando las llamas, también parecía arder. Las explosiones se sucedían sin cesar y se oían rápidas descargas de artillería como si estuvieran en zona de guerra.
—¡Proclamemos la unidad de Alá! —gritó la cocinera.
—¡El Señor sea ensalzado!
Zu Zu salió caminando con la ayuda de un bastón. Sus viejos ojos se abrieron con expresión de espanto mientras gritaba:
—¡La compasión pertenece sólo a Alá! ¡La ciudad está en llamas!
Los criados empezaron a gemir y a rezar.
—¿Nos están atacando? ¿Todo el país está en llamas?
Alice estaba tan blanca como su jersey de lana.
—¿Por qué no hace nada el gobierno? ¿Dónde están la policía, los soldados?
Amira contempló los penachos de negro humo que se elevaban a unos dos kilómetros y medio de distancia y trató de establecer qué era lo que estaba ardiendo. Años atrás, Alí Rashid había subido con ella a la azotea y le había indicado distintos puntos de interés para que por lo menos supiera algo de la ciudad en la que vivía, pero que jamás había visto. Él humo procedía del sector en el cual Alí le había dicho que los británicos habían construido sus hoteles de lujo y sus cines. Buscó ansiosamente el palacio de Abdin donde Ibrahim estaba asistiendo a un banquete y trató de distinguir si también estaba ardiendo.
Ya era muy tarde y las llamas se elevaban todavía hacia el cielo nocturno cuando la familia se reunió para esperar ansiosamente alguna noticia de Ibrahim. Maryam y Suleiman Misrahi habían regresado hacía un rato, tras haber acudido a toda prisa al almacén de Importaciones Misrahi, temiendo que también lo hubieran incendiado. Al parecer, el almacén del lucrativo negocio de importación de Suleiman no había sufrido daños, pero el espectáculo que habían visto era increíble: cientos de edificios habían sido incendiados, casi todos ellos británicos. Y ahora, en el gran salón de Amira, mientras la familia permanecía reunida bajo las parpadeantes lámparas de aceite de cobre y las agujas del reloj se acercaban a la medianoche, una voz de la radio fue leyendo solemnemente la lista de los edificios destruidos:
—El Banco Barclay’s, el hotel Shepheard’s, el Metro Cinema, el Palace de l’Opéra, el Groppi’s…
Cuando el reloj estaba dando las doce, una sombra apareció en la puerta. Doreya fue quien primero le vio.
—¡Alá es misericordioso! ¡Ibrahim! —exclamó corriendo hacia él seguida por todos los demás.
Mientras lo abrazaban y besaban, empujándolo al interior del salón, Ibrahim les aseguró que estaba bien y no había sido atacado. Después, se volvió hacia Suleiman y le dijo:
—¿Me puedes echar una mano?
Ambos se retiraron y regresaron al cabo de un momento, sosteniendo entre los dos a un joven con la cabeza vendada. Al verle, Alice lanzó un grito.
—¡Eddie! ¡Dios mío, Eddie! —dijo, arrojándole los brazos al cuello—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Cuándo llegaste? ¡Estás herido! ¿Qué te han hecho? ¿Qué ha pasado?
—Quería darte una sorpresa —contestó Edward con un hilillo de voz—. Y creo que lo he conseguido.
—Oh, Eddie, Eddie —dijo Alice entre sollozos mientras Ibrahim les contaba a los demás lo que había sucedido en el Club Ecuestre.
—Le llevaron al hospital Kasr al-Aini y me telefonearon a Palacio cuando él consiguió convencerles de que estaba emparentado conmigo. —Ibrahim se sentó, lanzando un suspiro—. Os presento a todos a Edward, el hermano de Alice.
Amira lo saludó con un beso en cada mejilla y le dio la bienvenida, examinando el vendaje.
—Siento que hayas llegado en un día tan triste. Ven a sentarte. ¿Te han curado bien la herida en el hospital? No me fío de ellos. Prefiero echarle un vistazo.
Una criada entró con una jofaina, jabón y una toalla y, tras examinar la herida de Edward, Amira comprobó que no era grave, la lavó, le aplicó un ungüento de alcanfor que ella misma elaboraba y se la volvió a vendar, cambiando la gasa. Después ordenó que prepararan en la cocina un té medicinal con manzanilla para los nervios y diente de león para favorecer la cicatrización.
—¿Qué está ocurriendo ahora? —le preguntó Suleiman a Ibrahim—. ¿Se han controlado los incendios?
—La ciudad aún está en llamas —contestó Ibrahim en tono cansado—. Y se ha decretado el toque de queda. El populacho ha llegado a unos mil metros de Palacio.
—Pero ¿quién es el responsable de todo eso? —preguntó Amira.
—Se dice que una de las fuerzas que están detrás de los disturbios son los Hermanos Musulmanes —le contestó Ibrahim.
Todo el mundo recordó aquel terrible día de cinco años atrás en que, en protesta por la confiscación por parte de los británicos de unas tierras pertenecientes a los árabes palestinos, los Hermanos Musulmanes habían hecho saltar por los aires unas salas cinematográficas que exhibían lo que ellos llamaban «películas americanas controladas por los judíos».
—Pero ¿han derribado al gobierno? —quiso saber Maryam—. ¿Ha habido un golpe?
Ibrahim sacudió la cabeza, desconcertado. No había habido el menor intento de derribar al gobierno ni de destronar a Faruk. Pese a todo, no cabía duda de que habían sido unos disturbios muy bien planificados y organizados. La única pregunta era: ¿quién está detrás y por qué?
—¿Qué va a hacer el Rey? —preguntó Suleiman.
Ibrahim no contestó. Sabía que la política de Faruk sería no hacer nada. Al fin y al cabo, como el propio monarca decía a menudo, los disturbios no iban dirigidos contra él, sino contra los británicos. Faruk sabía que él tenía muy buena imagen en comparación con los odiados ingleses, y estaba plenamente convencido de que al final se convertiría en un héroe.
De pronto se oyó una voz a través de la radio haciendo una solemne lectura del Corán, ritual que habitualmente se utilizaba para anunciar el fallecimiento de algún alto dignatario. Mientras escuchaban, todos los reunidos en el gran salón de Amira aprovecharon para meditar acerca de sus respectivos temores.
Edward tomó la decisión de sacar a su hermana de allí y llevársela a Inglaterra.
Ibrahim pensó en la sorpresa que le iba a dar a Alice con los pasajes de barco a Inglaterra. Sin embargo, a causa de los recientes acontecimientos, sabía que Faruk no le autorizaría a salir del país.
Tendría que aplazar el viaje hasta que se apaciguaran los ánimos, cosa que no tendría más remedio que ocurrir.
Suleiman, tomando la mano de su esposa, pensó en los comercios judíos que también habían sido incendiados durante los disturbios.
Y, finalmente, Amira se preguntó qué sería de su hijo y de toda su familia en el caso de que la revuelta se volviera contra el Rey.