—Tienes mucha suerte, querida —le dijo Amira a su nuera mientras ambas permanecían sentadas en la azotea bajo las estrellas, examinando las hojas de té de la copa en la que Alice acababa de beber—. Qettah me dice que esta noche es la más propicia para tener un hijo —añadió.
Alice miró a la astróloga que, sentada junto a una mesita al lado del palomar, estudiaba las cartas y gráficos y contemplaba de vez en cuando el brillante cielo nocturno. Alice se rió. Estaba embarazada de nueve meses y ya llevaba una semana de retraso.
—¡Haré todo lo posible por cumplir con mi obligación!
Nefissa, sentada bajo un emparrado de azules glicinas, se intercambió una mirada con su cuñada. Cada nacimiento en la casa Rashid iba acompañado de vaticinios, consultas astrológicas, supersticiones y magia que acrecentaban el misterio de un acontecimiento ya emocionante de por sí. Nefissa intuyó la perplejidad de Alice, la cual le había comentado que los nacimientos en su familia siempre habían revestido un carácter extremadamente discreto y sombrío.
Otras mujeres habían subido a la azotea para disfrutar de la noche primaveral y conocer las místicas previsiones de Qettah… eran tías y primas solteras de la familia Rashid y mujeres casadas con hombres de la familia y que ahora, tras haber enviudado, se encontraban bajo la protección de Ibrahim. Todos comían y chismorreaban mientras Amira y Qettah interpretaban los presagios.
Nefissa estaba vigilando a dos niñas que jugaban sobre una manta: la pequeña Camelia, de un año, cuya madre había muerto al darla a luz, y su propia hijita Tahia. Su hijo Omar, de cuatro años, había decidido irse al cine con sus tíos. Sin embargo, Nefissa no podía concentrarse ni en el inminente alumbramiento de su cuñada ni en las dos niñas. Estaba pensando en la hora que era y procurando disimular su inquietud. Aquella noche se reuniría con el teniente inglés en el palacio de la princesa y podría estar a solas con él.
Las mujeres congregadas en la azotea de la casa Rashid entretenían la espera del feliz acontecimiento comiendo dulces, bebiendo té y conversando en árabe y algunas veces en inglés para que Alice las entendiera. A Alice le encantaba la cadencia del árabe e incluso había empezado a aprenderlo. Qettah señaló con el dedo una estrella que brillaba por encima de la cúpula de una cercana mezquita, como una antorcha entre dos alminares, y dijo:
—Allí está Rigel, un signo muy fuerte.
—Al hamdu lillah —contestó Alice con cierta vacilación, intercambiándose una mirada con Nefissa, la cual le guiñó el ojo.
Mientras las demás mujeres animaban a Alice, diciéndole que hablaba el árabe como una egipcia, Nefissa volvió a consultar su reloj. Estaba tan emocionada que hubiera querido proclamar a los cuatro vientos desde la azotea que aquella noche se iba a reunir finalmente con su teniente. Pero temía sufrir otra decepción. Desde su encuentro en el carruaje, ambos habían concertado varias citas, todas ellas a través de la princesa, en quien Nefissa confiaba. Pero cada uno de los intentos había resultado infructuoso: en dos ocasiones el oficial no apareció; una vez Nefissa tuvo que quedarse en casa; y otra vez la princesa los dejó en la estacada.
¿Tendrían suerte aquella noche?, se preguntó. ¿Permitirían los jefes que saliera el oficial? ¿Cumpliría la princesa su palabra? Si no pudiera estar con él, tocarle y besarle, Nefissa creía que se iba a morir.
Al final, se levantó diciendo:
—Tengo que irme.
Amira la miró.
—¿Adónde vas?
—A visitar a la princesa. Me está esperando.
—¿Ahora que Alice está a punto de dar a luz?
—No importa —dijo Alice.
Estaba al corriente de la romántica cita porque Nefissa le había confesado su secreto y a ella le encantaba compartirlo.
Amira vio alejarse a su hija y se preguntó de dónde había sacado Nefissa semejante carácter. Había enseñado a sus hijos a ser obedientes, pero, por lo visto, ambos tenían una personalidad muy acusada. Fátima era igual, pensó, preguntándose dónde estaría en aquellos momentos su hija perdida y adónde habría ido tras haberla expulsado Alí de la casa.
—¡Ay! —gritó súbitamente Alice.
Todas se volvieron a mirarla.
—Creo que ya ha llegado el momento —añadió la joven, sosteniéndose el vientre con las manos.
Las mujeres se levantaron y la rodearon de inmediato.
—Alabado sea Alá —musitó Amira mientras acompañaba a su nuera al interior de la casa y Qettah se quedaba en la azotea con los ojos clavados en las estrellas del cielo.
Tratándose de una íntima amiga de la princesa muy conocida en Palacio, Nefissa fue escoltada al interior por un alto y silencioso nubio vestido con galabeya blanca, chaleco rojo y turbante del mismo color. Era un miembro del ejército de criados que prestaban servicio en aquel palacio de doscientas habitaciones situado en el corazón de El Cairo y cuya ocupación exclusiva era atender las necesidades y encargarse de la comodidad de la princesa y de su flamante esposo. Construido durante la dominación otomana con una exótica mezcla de arquitectura persa y árabe, el Palacio era un complicado laberinto de pasillos, salones y jardines. Mientras seguía al silencioso nubio bajo las complicadas arcadas de mármol, Nefissa oyó en la distancia los acordes de un vals vienes interpretado por una orquesta: la princesa y su marido tenían invitados.
Al final, la condujeron a una parte del Palacio que sólo muy recientemente había tenido ocasión de conocer; el criado apartó un cortinaje de terciopelo y Nefissa entró en un espacioso salón con una enorme fuente en el centro. Se trataba de la antigua sala de un harén ya desaparecido. El suelo era de un reluciente mármol tan intensamente azul que parecía el agua del mar; Nefissa casi temía pisarlo y pensó que, si bajara los ojos, vería el brillo de los peces bajo la superficie. Adosados a las paredes había unos divanes cubiertos con lienzos de terciopelo y raso; cientos de lámparas de cobre encendidas arrojaban sus reflejos sobre las columnas de mármol, los arcos y el techo cubierto de ricos mosaicos. Justo bajo el techo había unos balcones con celosías que daban a la sala desde donde Nefissa imaginó que el antiguo sultán debía de observar a sus mujeres en secreto.
Nefissa contempló los curiosos murales de las paredes en los que unas mujeres desnudas se bañaban en la fuente central, algunas de ellas entrelazadas en eróticas posturas. Las mujeres, de todas las edades y figuras, parecían estar aquejadas de una lánguida melancolía, prisioneras de su propia belleza, como aves enjauladas para el exclusivo deleite de un hombre. Contemplando con arrobo sus ojos de paloma y sus voluptuosos miembros, Nefissa se preguntó si serían retratos de mujeres que habían vivido realmente allí. ¿Eran aquéllos los rostros de mujeres que antaño habían tenido un nombre y habían soñado tal vez con la libertad y el verdadero amor? Mientras estudiaba la escena, vio que con cada una de ellas había un hombre en segundo plano, de tez más morena que la de las mujeres y vestido con una larga túnica de color azul. Se le veía extrañamente distanciado de las actividades de las bañistas, y sus sensuales juegos no parecían interesarle ni suscitar su reprobación. ¿Quién sería? El sultán, por supuesto que no. Éste se hubiera representado con una figura impresionante, vestido con suntuosos ropajes y rodeado de ninfas. ¿Qué habría querido significar el artista con la inclusión de aquel extraño personaje?
Nefissa se apartó de las inquietantes pinturas y sintió que el corazón le latía violentamente en el pecho. Llevaba toda una semana esperando aquella noche. ¿Cómo sería su teniente inglés?, se preguntó mientras empezaba a pasear arriba y abajo, rezando para que apareciera. En sus fantasías le veía como un amante cariñoso y considerado. Sin embargo, en el círculo de amistades de la princesa, había oído contar historias de mujeres liberadas que mantenían relaciones con hombres extranjeros y se quejaban del poco ardor de los ingleses. ¿Se mostraría tan distante en el amor como el misterioso hombre de los murales? ¿Entraría en la sala, la tomaría en sus brazos, se acostaría con ella y se despediría después como si tal cosa?
Cuando oyó el lastimero grito de un pavo real en el jardín, Nefissa empezó a preocuparse. Se estaba haciendo tarde. Dos veces había esperado en aquel extraño harén habitado por los espectros de unas tristes prisioneras, y dos veces había sufrido una decepción.
Su desazón se transformó en pánico. El tiempo se estaba agotando, no sólo el de aquella noche, sino también el de su libertad. Trató de no pensar en los hombres con quienes su madre estaba intentando casarla, hombres ricos, solteros y físicamente atractivos. ¿Durante cuánto tiempo podría seguir inventándose excusas para no casarse con éste o con aquél? ¿Cuánto duraría la paciencia de su madre?, hasta que finalmente dijera: «Fulano de Tal es el que más te conviene, Nefissa, y es un hombre respetable. Tienes que volver a casarte, tus hijos necesitan a un padre».
«Pero es que yo no deseo casarme —hubiera querido decir ella—, todavía no puedo porque, en tal caso, se acabaría mi libertad y jamás tendría la oportunidad de saber lo que es una noche de delicioso amor prohibido».
Nefissa oyó el rumor de una puerta a su espalda, seguido de unas pisadas sobre un suelo de mármol.
Los cortinajes de terciopelo se movieron como si los agitara la brisa y, de pronto, apareció él, quitándose el gorro militar y dejando al descubierto su rubio cabello iluminado por las lámparas de cobre del techo.
Nefissa contuvo la respiración.
El teniente entró y miró a su alrededor mientras sus relucientes botas resonaban sobre el suelo de mármol.
—¿Qué es este lugar?
—Es un harén. Construido hace trescientos años…
—¡Parece sacado de Las mil noches de Arabia! —comentó el teniente, echándose a reír.
—Las mil y una noches —le corrigió Nefissa sin apenas poder creer que él estuviera allí y que ambos pudieran finalmente estar solos—. Hasta los números traen mala suerte —añadió, preguntándose cómo era posible que le saliera la voz y tuviera el valor de hablar con él—. Sherezade le contó una historia más tras haberle contado la milésima.
—Dios mío, qué guapa eres —dijo él, mirándola extasiado.
—Temía que no vinieras.
El teniente se acercó, pero no la tocó.
—Nada me lo hubiera podido impedir —dijo en voz baja—, aunque para ello hubiera tenido que ausentarme sin permiso.
Al ver que estrujaba nerviosamente su gorro militar, Nefissa se conmovió.
—La verdad es que no esperaba reunirme contigo de esta manera —añadió el teniente.
—¿Por qué no?
—Estás tan… protegida… eres como una de ellas —contestó el oficial, señalando los murales—. Una mujer envuelta en velos y mantenida prisionera tras unas celosías de madera.
—Mi madre me protege mucho. Cree que las costumbres antiguas son mejores.
—¿Y si se enterara de lo nuestro?
—No quiero ni pensarlo. Yo tenía una hermana. No sé muy bien lo que hizo, porque yo tenía catorce años y no lo comprendí. Oí que mi padre la gritaba y la insultaba. Después la expulsó de casa sin una maleta tan siquiera y, a partir de entonces, nos prohibieron pronunciar su nombre. Incluso ahora nadie menciona a Fátima.
—¿Qué fue de ella?
—No lo sé.
—¿Y ahora tú tienes miedo?
—Sí.
—No hay por qué. —El teniente extendió los brazos para tocarla y las yemas de sus dedos le rozaron el brazo—. Me voy mañana —dijo—. Mi regimiento regresa a Inglaterra.
Nefissa estaba acostumbrada a las oscuras y seductoras miradas de los hombres árabes que, de una manera deliberada o no, ardían con enigmáticas promesas y desafíos. En cambio, los azules ojos del inglés eran tan limpios como el mar estival y poseían una inocencia y una vulnerabilidad que a ella la atraía mucho más que las ardientes miradas de los árabes.
—¿Entonces sólo nos queda esta hora? —preguntó.
—Disponemos de toda la noche. No me esperan hasta mañana. ¿Querrás quedarte conmigo?
Nefissa se acercó a la ventana y contempló el azul añil de la tarde en medio del cual las rosas blancas florecían en el jardín y un ruiseñor dejaba escuchar sus dulces y lastimeros trinos.
—¿Conoces la historia del ruiseñor y la rosa? —preguntó sin poder mirar a los ojos a su enamorado.
Él se le acercó por detrás y Nefissa percibió el calor de su aliento en el cuello.
—Cuéntamela.
—Hace mucho tiempo —dijo Nefissa, consciente del ardor de su cuerpo; como él la tocara, pensó, se encendería de golpe—. Hace mucho tiempo, todas las rosas eran blancas porque eran vírgenes. Pero una noche un ruiseñor se enamoró de una rosa y, cuando le cantó, el corazón de la rosa se conmovió. Entonces el ruiseñor se le acercó y le dijo: «Te quiero, rosa», y la flor se ruborizó y se volvió de color de rosa. El ruiseñor se acercó un poco más, la rosa abrió sus pétalos y el ruiseñor le arrebató la virginidad. Sin embargo, como Alá había decretado que todas las rosas fueran castas, la rosa enrojeció de vergüenza. Así nacieron las rosas rojas y rosas y hoy todavía, cuando canta el ruiseñor, los pétalos de las rosas se estremecen, pero no se abren porque Alá jamás quiso que se unieran un pájaro y una flor.
El teniente apoyó las manos sobre sus hombros y la volvió hacia él.
—¿Y qué me dices de un hombre y una mujer? ¿Qué quiso Alá para ellos?
Tomándole el rostro entre sus manos, acercó los labios a los suyos. Olía a cigarrillos y a whisky, cosas ambas prohibidas para Nefissa, pero que ésta saboreó ahora en sus labios y en su lengua.
Después, él se apartó, se quitó el cinturón y la funda de pistola Sam Brown y esperó mientras Nefissa le desabrochaba con temblorosas manos los botones de la guerrera. Para su asombro, la joven descubrió que no llevaba ninguna camisa debajo, sólo la pálida piel tensada sobre el vigoroso pecho y los brazos. Recorrió con los dedos los montes y valles de los músculos y tendones, fascinada por su dureza cual si hubieran sido esculpidos en mármol. Su esposo, a pesar de su juventud, era blando y casi femenino.
Cuando le tocó el turno a él, el teniente le sacó pausadamente la blusa de la cinturilla de la falda. Estaban juntos y no tenían prisa.
—¿Por qué quieren los británicos arrebatarles Palestina a los árabes y dársela a los judíos? —preguntó un indolente joven que se encontraba bajo los efectos del hachís—. Los árabes no se la arrebataron a los judíos, sino a los romanos hace catorce siglos. Dime qué país europeo estaría dispuesto a ceder un territorio que ocupa y le pertenece desde hace mil cuatrocientos años. ¿Qué ocurriría si los indios exigieran la devolución de Manhattan? ¿Acaso los norteamericanos se lo cederían?
En la casa flotante de Hassan al-Sabir amarrada a la orilla del Nilo, varios amigos reclinados en divanes compartían un narguile y de vez en cuando alargaban la mano hacia una fuente colmada de racimos de uva y aceitunas, pan y queso. Ibrahim se encontraba entre ellos, pensando en Alice y preguntándose cuándo nacería el niño. Él y Hassan eran íntimos amigos, pues habían estudiado juntos en Oxford, donde los prejuicios raciales habían creado entre ellos un vínculo especial que se había mantenido tras su regreso a Egipto. Como Ibrahim, Hassan tenía veintinueve años y era rico y atractivo. Sin embargo, a diferencia de su amigo, ejercía la profesión de abogado y era muy ambicioso.
—Supongo que todo consiste en establecer quién estuvo en Palestina primero —contestó Hassan en tono levemente hastiado—. Pero ¿a ti qué más te da? No es asunto de nuestra incumbencia.
El joven insistió.
—No somos nosotros quienes perseguimos a los judíos durante la guerra. Reconocemos a los judíos como hermanos nuestros porque todos descendemos del profeta Abraham. Y hemos convivido en paz durante muchos siglos. ¡Este nuevo Israel no sería la patria de un pueblo perseguido sino un pretexto más para justificar la ocupación europea del Cercano Oriente!
Hassan lanzó un suspiro.
—Te estás politizando demasiado, mi querido amigo. Y me aburres.
—Ya sé lo que va a ocurrir. No vivirán como semitas entre semitas, como hermanos nuestros, sino como europeos que mirarán por encima del hombro a los desventurados árabes. ¿Acaso no es lo que ha ocurrido aquí? ¡Nosotros no podemos hacernos socios del Club Ecuestre porque no permiten el ingreso a los egipcios! Tenemos que conseguir un Egipto para los egipcios, de lo contrario, seguiremos el camino de Palestina.
—Gran Bretaña jamás abandonará Egipto —dijo un vehemente joven de pronunciados pómulos—. No lo harán porque les interesan nuestro algodón y el control del Canal.
—Pero bueno —terció Hassan, soltando una carcajada y mirando a Ibrahim, que evidentemente tampoco tenía el menor interés por aquella conversación—. ¿Por qué preocuparnos por estas cosas?
—Porque Egipto tiene el índice de mortalidad más alto del mundo —contestó el joven—. Un niño de cada dos muere antes de alcanzar la edad de cinco años. Aquí hay más ciegos que en ningún otro país del mundo, ¿y qué han hecho nuestros presuntos protectores? En los ochenta años que llevan los británicos ocupando Egipto, no se han molestado en llevar agua a nuestras aldeas ni en construir escuelas ni en establecer un servicio médico para los pobres. Puede que no nos hayan sometido a malos tratos, pero han sido indiferentes a nuestras necesidades, lo cual es tan malo como lo otro.
Hassan se levantó del diván y, haciéndole una seña a Ibrahim, salió con él a cubierta. Aunque tenía un apartamento en la ciudad donde vivían su esposa, su madre, su hermana soltera y sus tres hijos, Hassan se pasaba casi todo el día en la casa flotante, donde recibía la visita de amigos y de mujeres. Aquella noche pensó que ojalá hubiera invitado a unas prostitutas en lugar de los socios más jóvenes de su bufete de abogado.
—Lo siento, muchacho —le dijo a Ibrahim mientras encendía un Dunhill—. No volveré a invitarlos. No sabía que tuvieran esas ideas y opiniones. Por cierto, te veo muy contento.
Ibrahim dirigió la mirada hacia la Ciudad Jardín, pensando que el movimiento del Nilo era tan lento como el paso del tiempo.
—Estaba pensando en Alice y en la suerte que he tenido al encontrarla.
Hassan pensó lo mismo cuando vio por primera vez a la rubia esposa de Ibrahim, pues él también tenía preferencia por las rubias.
—Alá te ha colmado de bendiciones, amigo mío —dijo—. Por cierto —añadió, contemplando con satisfacción el reflejo de su imagen en el cristal de una portilla—, un primo del marido de mi hermana querría ocupar un puesto en el ministerio de Sanidad. ¿Podrías utilizar tu influencia y hacerme este favor?
—El sábado jugaré al golf con el ministro. Dile a tu pariente que me telefonee pasado mañana. Tendré un puesto para él.
El asistente personal de Hassan, un albanés de rostro muy serio, salió a cubierta y dijo:
—Acaban de telefonear de su casa, doctor Rashid. Su esposa ya está a punto de dar a luz.
—¡Loado sea el Señor! —exclamó Ibrahim—. ¡Espero que sea un varón! —añadió saliendo a toda prisa.
Ibrahim cerró silenciosamente a su espalda la puerta del dormitorio en el que Alice descansaba después del parto. A continuación, se dirigió al gran salón donde su madre y la astróloga Qettah estaban examinando las cartas estelares y donde la recién nacida dormía en una cuna bajo la atenta mirada de Amira. Arrodillándose para contemplarla, Ibrahim se sintió invadido por unos profundos sentimientos de ternura y amor. Parecía un querubín de una pintura europea, pensó, un angelito del cielo. Tenía la cabeza cubierta de finos cabellos color platinos tan suaves como la seda. «Yasmina, —pensó—. Te llamaré Yasmina».
Inmediatamente le remordió la conciencia por no haber recibido a Camelia con el mismo amor. Sin embargo, entonces estaba tan afligido por la muerte de su joven esposa que apenas quiso mirar a la niña. E incluso ahora, un año más tarde, no podía sentir por su primera hija el mismo amor que le inspiraba la segunda.
De pronto, su alegría quedó empañada por la imagen y la voz de Alí, diciéndole: «Me has vuelto a fallar. Seis años llevo en el sepulcro y todavía no tengo ningún nieto que atestigüe mi paso por este mundo».
«Por favor, no me obligues a aborrecer a esta niña», le suplicó Ibrahim en silencio a su padre.
«No eres más que un padre de hijas, eso es lo que eres», le replicó Alí.
Amira apoyó una mano en el hombro de Ibrahim y le dijo:
—Tu hija ha nacido bajo Mirach, la preciosa estrella amarilla de la constelación de Andrómeda, en la séptima casa lunar. Qettah dice que eso le augura belleza y fortuna. —Intuyendo la lucha interior de su hijo, añadió tras una pausa—: No te desesperes, hijo de mi corazón. La próxima vez será un varón, inshallah.
—¿Tú crees, madre? —dijo Ibrahim, agobiado bajo el peso de la culpa que su padre le había arrojado encima.
—Nunca podemos estar seguros de nada, Ibrahim. Sólo Alá en su sabiduría puede conceder varones. El futuro se escribió en su libro hace tiempo. Consuélate pensando en su misericordia y en su infinita bondad.
Aquella referencia a Alá acrecentó la inquietud de Ibrahim.
—Puede que nunca tenga un varón. Puede que haya atraído la desgracia sobre mí.
—¿Qué quieres decir?
Ibrahim percibió la mirada de los oscuros e impenetrables ojos de Qettah. Aunque la anciana había estado otras veces en la casa Rashid e incluso había sido testigo de su propio nacimiento, Ibrahim no lograba acostumbrarse a ella; la presencia de Qettah siempre le producía una extraña desazón.
—La noche en que murió la madre de Camelia al dar a luz, no supe lo que hacía. En mi dolor, maldije a Alá —dijo sin atreverse a mirar a su madre—. ¿He sido castigado por eso? ¿Jamás podré tener un varón?
—¿Maldijiste a Alá? —preguntó Amira.
De pronto, recordó el sueño que había tenido la víspera del regreso de su hijo desde Mónaco… un sueño de yinns y espíritus malignos en un polvoriento y oscuro dormitorio. ¿Habría sido una premonición del futuro? ¿Un futuro en el que los Rashid ya no serían bendecidos con el nacimiento de hijos varones y en que la familia se extinguiría?
Siguiendo las instrucciones de Qettah, Amira preparó un café muy cargado y fuertemente azucarado y se lo dio a beber a su hijo. Cuando Ibrahim terminó de beber, Qettah invirtió la taza sobre el platito y esperó a que el poso goteara formando un dibujo. Al leer el futuro de Ibrahim, la astróloga cerró los ojos.
Había visto hijas. Un futuro sólo de hijas.
Pero el poso del café contenía otro mensaje.
—Saíd —dijo respetuosamente Qettah con una voz sorprendentemente juvenil a pesar de que Ibrahim sospechaba que debía de rondar los noventa años—, en tu dolor maldijiste a Alá, pero Alá es misericordioso y no castiga a los que sufren. Sin embargo, sobre esta casa pesa una maldición, Said. Aunque yo no puedo decir de dónde procede.
Ibrahim tragó dolorosamente saliva. Mi padre, pensó. Mi padre me maldijo.
—¿Y eso qué significa?
—Que el linaje de Alí Rashid desaparecerá de la tierra.
—¿Por mi culpa? ¿Y eso ocurrirá con toda certeza?
—Es sólo un posible futuro, saíd. Pero Alá es misericordioso y nos ha mostrado el camino para que tú atraigas de nuevo las bendiciones sobre tu familia. Tienes que salir a las calles y hacer una gran obra de caridad y sacrificio. Alá ama al hombre caritativo, hijo mío, y, a través de tu generosidad, levantará la maldición porque es clemente y misericordioso. Hazlo ahora mismo.
Ibrahim miró a su madre y después abandonó a toda prisa la casa, recordando enfurecido a su padre, el hombre que se dirigía a él llamándole «perro» porque pensaba que eso le fortalecería el carácter. Subió a su automóvil con lágrimas en los ojos sin saber adonde ir ni qué obra de caridad podría hacer. Sólo pensaba en su dulce angelito, la pequeña Yasmina, a quien deseaba amar, pero no podía a causa de las burlas de su padre. Y en Camelia, nacida la noche en que él maldijo a Alá. Sólo nacerían niñas y, al final, no quedaría ningún varón que pudiera transmitir el apellido Rashid y la familia desaparecería.
Cuando estaba a punto de salir de la calzada, pisó los frenos y apoyó la cabeza sobre el volante. ¿Qué podía hacer?
Al levantar la vista, vio a la fellaha con un niño pequeño en brazos. Se la había encontrado otras veces, mirándole como si le conociera de algo. Él jamás le había dicho nada y apenas le había prestado atención, pero ahora, al verla bajo la luz de la luna, recordó un amanecer de un año atrás. ¿Sería la misma que le había ofrecido agua cuando él despertó junto a la acequia?
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Sahra, mi amo.
—Tu hijo tiene mala cara.
—No come lo suficiente, mi amo.
Ibrahim contempló a la muchacha de los ojos hundidos y al pequeño que apenas tenía carne sobre los huesos, y entonces experimentó la extraña sensación de que la mano de Alá estaba sobre él. De pronto, se le acababa de ocurrir una genial idea sorprendentemente sencilla.
—Si me das a tu hijo —le dijo suavemente para no asustarla—, yo lo podré salvar. Le ofreceré una vida de riqueza y felicidad.
Sahra le miró perpleja e inmediatamente pensó en Abdu. ¿Qué derecho tenía ella a entregar a su hijo a un desconocido? Sin embargo, aquel hombre tenía un asombroso parecido con Abdu… ¿Qué significaría todo aquello? Sahra llevaba tanto tiempo pasando hambre que casi no podía ni pensar. Contempló la gran casa donde florecían los naranjos y a través de cuyas ventanas se escapaba una dorada luz, y pensó en madame Najiba que la obligaba a salir todos los días a la calle a pedir limosna con su hijo. Miró al hombre a quien había conocido una vez junto a la acequia y que, sin saber por qué, ella relacionaba con Abdu, y, ofreciéndole el niño, dijo tímidamente:
—Sí, mi amo.
El hombre la invitó a subir al automóvil y se puso en marcha.
Hassan le miró con unos ojos abiertos como platos.
—¿Cómo dices?
—Quiero casarme con esta chica —contestó Ibrahim, apartando a su amigo para entrar—. Tú eres abogado. Redacta el contrato. Tú representarás a su familia.
Hassan le siguió al salón principal de la casa flotante donde los criados aún no habían retirado los restos de la fiesta.
—¿Te has vuelto loco? ¿Qué es eso de que quieres casarte con ella? ¡Ya tienes a Alice!
—Mira, Hassan, no es a ella a quien quiero sino al niño. Alice ha dado a luz una niña esta noche, y la astróloga me ha dicho que Alá me exige una obra de caridad. Aceptaré a este niño como si fuera mío.
Hassan guardó silencio un instante y después, comprendiendo lo que estaba pensando Ibrahim, le dijo:
—¿Crees de veras que podrás decir que este hijo es tuyo? ¿Acaso has perdido el juicio? Estuviste casi siete meses en Montecarlo, Ibrahim. Nadie se va a creer que es tuyo.
—La chica dice que nació hace tres meses. Eso significa que fue concebido hace un año. Yo estaba en El Cairo entonces. Si declaro que este niño es mío en presencia de unos testigos, lo será según la ley.
Hassan reconoció a regañadientes que así sería en efecto y, recordando de pronto a la mujer que esperaba para antes de una hora, decidió redactar el contrato de matrimonio. Llamó a un asistente personal para que fuera testigo de su firma y de la de Ibrahim y formalizó la boda, estrechando la mano de Ibrahim. Después, puesto que la ley exigía la presencia de cuatro testigos varones para el siguiente procedimiento, ordenó que el asistente llamara al cocinero y al criado al salón, donde éstos escucharon en silencio las palabras de Ibrahim:
—Declaro que este niño es de mi carne y lleva mi nombre. Yo soy el padre y él es mi hijo.
Hassan rellenó a toda prisa un certificado de nacimiento y los testigos firmaron con una cruz.
Finalmente, Ibrahim se volvió hacia Sahra y, de conformidad, con la ley y los usos islámicos, pronunció tres veces la frase:
—Te repudio, te repudio, te repudio. —Después tomó al niño en sus brazos y añadió—: Ahora el niño es mío ante Alá y según las leyes de Egipto. Jamás podrás reclamarlo ni decirle quién es. ¿Me has entendido?
—Sí —contestó Sahra, desplomándose al suelo desmayada.
Amira contempló al niño que Ibrahim sostenía en sus brazos y después miró con incredulidad a su hijo.
—¿Es tuyo este niño?
—Es mío y le he puesto el nombre de Zacarías.
—¡Oh, hijo mío, no puedes reclamar como propio al hijo de otro hombre! ¡Está escrito en el Corán que Alá prohíbe arrebatarle el hijo a otro hombre!
—Es mío. Me he casado con su madre y he declarado que el niño es mío. Tengo los documentos legales.
—Documentos legales… —dijo Amira—. ¡La adopción de un hijo es contraria a la ley de Alá! ¡Ibrahim, hijo de mi corazón, te lo suplico! No sigas adelante con este propósito.
Amira estaba asustada. Arrebatarle un hijo a su madre…
—Te honro y te respeto, madre mía. Qettah me ha dicho que hiciera una obra de caridad. Y la he hecho. He salvado a este niño de la miseria de la calle.
—¡A Alá no se le puede engañar, Ibrahim! ¿Acaso no comprendes que vas a atraer la desgracia sobre esta casa? Te lo ruego, hijo de mi corazón, no lo hagas. Devuélvele el niño a su madre.
—Ya está hecho —dijo Ibrahim.
—Que así sea. Inshallah —dijo Amira al ver la expresión de impotencia, temor y confusión en la mirada de su hijo—. Sea lo que Alá quiera. Ahora éste será nuestro secreto. Nadie deberá saber de dónde procede este niño, Ibrahim. No se lo digas a ninguno de tus amigos ni a nuestros parientes. Será un secreto entre tú y yo. Por el bien y el honor de nuestra familia. Mañana presentaremos a todo el mundo a tu nuevo hijo —añadió con la voz rota por la emoción—. Lo llevarás a la mezquita y lo circuncidarán. Y ahora, ¿qué será de la madre? —preguntó, tratando de dominar su inquietud—. ¿Dónde está?
—Me encargaré de que la atiendan.
—No —dijo Amira, presa de sus antiguos temores—, el niño tiene que estar con su madre. No podemos separarlos. Tráela a casa. La acogeré como criada. De esta manera, podrá cuidar de su hijo y éste no le será arrebatado. Te educaré como a mi nieto —añadió, tomando en sus brazos el frágil bulto—. Si el cielo te ha creado, la tierra encontrará un lugar para ti —dijo dirigiéndose al niño.
Mientras contemplaba los ojos del niño, evocó los extraños sueños del campamento del desierto y la incursión nocturna que ni siquiera Qettah había logrado interpretar, y se preguntó si habrían sido un presagio de aquella noche o bien una profecía de acontecimientos futuros. Después pensó en las criaturas que habían nacido coincidiendo con el regreso de aquellos sueños… Camelia, de un año, Yasmina, de apenas unas horas, y ahora el recién adoptado Zacarías. Al final, pensó en su propia hija Nefissa que había abandonado la casa con las mejillas arreboladas y la mirada febril y aún no había vuelto a pesar de lo tarde que era. E imaginó la poderosa mano de Alá escribiendo los destinos de los hombres en su libro.
—Escúchame, hijo mío —le dijo a Ibrahim—. Por la mañana irás a la mezquita y repartirás limosnas entre los pobres. Y rezarás para expiar lo que has hecho. Yo también rezaré, porque Alá es misericordioso.
Sin embargo, Amira tenía miedo.