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Los dolores del parto de Sahra se iniciaron delante del lujoso hotel Continental-Savoy, donde ella había acudido para pedir limosna a los adinerados turistas. Estaba pensando que aún no había conseguido el cupo del día y que madame Najiba se iba a poner furiosa con ella, cuando experimentó el primer dolor… una aguda sensación alrededor de la cintura.

Su primer pensamiento fue que se lo había provocado el falafel que le había comprado aquella mañana a un vendedor callejero, gastando un dinero que no era suyo, pues madame Najiba contaba hasta la última piastra… pero es que estaba muerta de hambre. Sin embargo, ya habían transcurrido varias horas. ¿Cómo era posible que ahora le doliera la tripa?

Cuando experimentó el segundo dolor, más fuerte que el primero e irradiado hacia las piernas, comprendió alarmada que su hijo debía de estar a punto de nacer. ¡Pero era demasiado pronto!

—¿Cuándo fue concebido el niño? —le preguntó madame Najiba el día en que Sahra se incorporó a la banda de pordioseros. La muchacha no pudo contestar porque había perdido la noción del tiempo y del paso de los días y los meses mientras recorría El Cairo en busca de Abdu. Sin embargo, recordaba que, cuando ella y Abdu hacían el amor, los campos de algodón estaban llenos de flores amarillas y el maíz se acababa de cosechar. Madame Najiba contó con sus sucios dedos y sentenció—: Nacerá a finales de febrero, tal vez en marzo, cuando llegue el viento jamsin. Muy bien, pues, puedes quedarte con nosotros. Mira, a lo mejor crees que, estando embarazada, conseguirás más limosnas, pero no será así. Es un truco muy viejo y la gente suele pensar que te has puesto un melón debajo del vestido. En cambio, una chica con un niño saca mucho dinero, sobre todo si es bajita y escuálida como tú.

A Sahra no le importó que madame Najiba le hiciera pasar hambre para que pareciera un esqueleto porque, por lo menos, tenía un lugar donde alojarse, una estera donde dormir y la compañía de personas a las que podía llamar amigas. Otros mendigos estaban en peor situación que ella; por ejemplo, los hombres que, gozando de excelente salud, habían acudido al «fabricante de pordioseros» y se habían dejado mutilar y desfigurar voluntariamente los cuerpos para obtener más beneficios. Y las chicas que vendían sus cuerpos a los hombres. Aun siendo legal, la prostitución estaba considerada una actividad infamante. Tras pasarse varias semanas en cuyo transcurso creyó morir de hambre en la calle mientras la gente pasaba por su lado dando un rodeo, Sahra acogió con alivio aquella protección aunque viniera de un ser tan desalmado como madame Najiba.

Cuando un tercer dolor le traspasó el cuerpo, Sahra se apartó de la muchedumbre y examinó la posición del sol. En la aldea era fácil saber la hora que era, pero allí, con tantos edificios, cúpulas y alminares, resultaba mucho más difícil localizar el sol. Sin embargo, el cielo estaba empezando a adquirir un tinte rojizo por detrás del tejado del Club Ecuestre. Se acercaba el anochecer; su hijo nacería en aquella fría noche de enero.

Súbitamente emocionada, ya que la espera del nacimiento del hijo de Abdu se le había hecho interminable, Sahra bajó por una callejuela para no llamar la atención y, apurando el paso en la medida de lo posible, tomó la dirección del Nilo. La calleja donde vivían madame Najiba y su banda de mendigos y rateros estaba al otro lado, en la parte vieja de El Cairo, pero Sahra aún no quería ir allí. Primero tenía que hacer otra cosa y para ello tendría que cruzar la zona más nueva de la ciudad donde unos relucientes automóviles circulaban velozmente por las anchas avenidas y las mujeres vestidas con falda corta y calzadas con zapatos de tacón caminaban por las aceras con los brazos llenos de paquetes. Era un lugar en el que las andrajosas fellahin no solían ser bien recibidas.

Cuando ya estaba a punto de llegar al río, el sol se ocultó detrás del horizonte y el fugaz crepúsculo de Egipto marcó la separación entre el día y la noche. Sahra comprendió que tendría que darse prisa. Los dolores eran cada vez más frecuentes; haría lo que tenía que hacer y después regresaría a la casa de madame Najiba.

Tenía que andarse con cuidado. Se encontraba muy cerca de los cuarteles de los ingleses y un poco más allá estaba el gran museo a punto de cerrar sus puertas. Sahra se estremeció de frío, pues la temperatura estaba bajando rápidamente. Si en aquellos momentos estuviera en su aldea, iría a encerrar a la vieja búfala en su pequeño establo y después regresaría corriendo a la casa de adobe de su padre donde podría disfrutar del calor de la estufa.

Se preguntó qué habría ocurrido tras su partida. ¿Se habría enfurecido el jeque Hamid por haber perdido a su novia? ¿Habrían salido su padre y sus tíos en su busca para matarla? ¿Habrían golpeado a su madre para que les dijera la verdad? ¿O la vida habría seguido su curso y la desaparición de Sahra ibn Tewfik no habría sido más que una de las muchas historias de la aldea?

Sahra no quería recordar sus primeros y terribles días en El Cairo cuando estaba segura de que encontraría a Abdu. No pensaba que la ciudad fuera tan grande ni que hubiera en ella tanta gente y tantos forasteros que no le prestaban la menor atención o tocaban el claxon para que se apartara de su camino… ni que hubiera porteros que la regañarían a gritos por haberla sorprendido durmiendo en sus peldaños y vendedores callejeros que la perseguirían por haberles robado comida o un policía que le dijo que la iba a detener, pero que, en su lugar, la tuvo encerrada tres noches en su apartamento hasta que ella consiguió escapar. Y, finalmente, aquel curioso puente flanqueado de tullidos y pordioseros en el que Sahra trató de pedir limosna a los viandantes hasta que una mujer con tatuajes beduinos en la barbilla la expulsó de allí, diciéndole que aquél era su puente y que, si quería trabajar allí, tendría que cerrar un trato con madame Najiba.

Así empezó Sahra a trabajar por cuenta de la temible Najiba, cuyo nombre significaba «la lista», entregándole la mitad de sus ganancias del día, aunque a veces ni siquiera pudiera comprarse una cebolla para cenar. A Sahra no se le daba muy bien la mendicidad y una vez casi había estado a punto de que la echaran de la banda, pero entonces una hermosa dama que vivía en una gran casa de color de rosa detrás de un muro muy alto le regaló una manta de lana, un poco de comida y dinero, y, gracias a ello, Najiba decidió permitir que se quedara, pensando que el niño nacería muy pronto y que con él podría ganar más dinero.

Durante aquellos días y semanas, la muchacha cumplió catorce años sin celebrarlo. La vez que había estado más cerca de encontrar a Abdu fue cuando, encontrándose junto a la puerta de la gran casa de color de rosa donde vivía la generosa señora, se acercó un automóvil y de él descendió el forastero a quien ella había ayudado a sacar el automóvil de la acequia el día siguiente de la boda de su hermana, el hombre cuya bufanda de seda había tenido que entregar finalmente a madame Najiba. Sahra se sorprendió una vez más de que se pareciera tanto a su amado Abdu. Por eso regresaba a aquella casa siempre que podía con la esperanza de volver a ver al rico.

La segunda contracción fue tan intensa que la obligó a doblar las rodillas. Se había acurrucado en un portal donde veía pasar los automóviles y autobuses que circulaban bordeando el gran círculo de tráfico delante del complejo militar británico. Tenía que encontrar el medio de llegar hasta el Nilo.

El crepúsculo se esfumó y se encendieron las farolas. Rodeando el círculo y moviéndose bajo la sombra de los grandes edificios con sus múltiples ventanas de cristal, Sahra llegó finalmente al puente en el que se iniciaba la carretera que conducía a las pirámides. Era también el camino de su aldea, pero ella jamás regresaría allí. Bajó a toda prisa a la orilla del río, deteniéndose tan sólo cuando el dolor era demasiado intenso; en cuanto sus pies desnudos pisaron la húmeda tierra, se deslizó resbalando por ella hasta acabar entre los carrizos, la basura y los peces podridos. A su izquierda, vio unas pequeñas embarcaciones amarradas a un embarcadero y a unos pobres pescadores preparándose la cena sobre unos braseros en la proa. A su derecha, más allá del museo, los yates de los ricos se balanceaban suavemente sobre el agua con las cubiertas brillantemente iluminadas mientras la música y las risas se escapaban a través de las portillas. Al otro lado, en la gran isla llena de clubs deportivos, salas de fiesta y lujosas mansiones, ya se estaban empezando a encender las luces.

Mientras bajaba a la orilla del río, Sahra no tuvo miedo. Alá cuidaría de ella y muy pronto le permitiría abrazar al hijo de Abdu tal como meses atrás había abrazado a Abdu por unos breves instantes. Y, cuando recuperara las fuerzas, reanudaría su búsqueda, pues jamás había perdido la esperanza de encontrar a su amado. Ahora quería seguir la costumbre de las fellahin en trance de dar a luz, las cuales comían barro de la orilla en la creencia de que el Nilo poseía unas extraordinarias propiedades salutíferas y protegía del mal de ojo a las criaturas no nacidas. Sin embargo, los dolores eran tan intensos que apenas podía respirar. Comprendió demasiado tarde que hubiera tenido que regresar directamente a casa de Najiba. El niño estaba empezando a empujar para venir al mundo.

Permaneció tendida boca arriba contemplando el cielo y se preguntó cuándo habría caído la noche. ¡Cuántas estrellas! Abdu le había dicho que eran los ojos de los ángeles de Alá. Trató de no llorar para que la deshonra no cayera sobre ella. Pensó en Agar tratando de encontrar agua en el desierto. Si es un niño, lo llamaré Ismail.

Se concentró en las doradas y refulgentes luces de la otra orilla y se imaginó a las personas vestidas de blanco como los ángeles y, mientras contemplaba las luces en medio de su dolor, pensó que así debía de ser el Paraíso.

¡El Paraíso!, pensó lady Alice saliendo a la terraza del Club Cage d’Or. El Cairo brillantemente iluminado y las refulgentes estrellas que se reflejaban en el Nilo… ¡sin duda aquello era el Paraíso! Estaba tan contenta que hubiera querido ponerse a bailar allí mismo a la orilla del río. Su nueva vida había superado con creces todos sus sueños y sus expectativas. Había oído decir que El Cairo era llamado el París del Nilo, ¡pero no esperaba que tuviera un aire tan francés! Su nueva casa era como un pequeño palacio en una calle llena de embajadas y de lujosas residencias de diplomáticos extranjeros. La calle de las Vírgenes del Paraíso hubiera podido pertenecer al elegante distrito parisino de Neuilly.

Se alegraba de que la guerra hubiera terminado, a pesar de que ella no había sufrido sus efectos en la finca familiar donde su padre, el conde de Pemberton, se había ofrecido a acoger a los niños de las ciudades y poblaciones bombardeadas. Gracias a Dios, las cosas no habían llegado a semejantes extremos. Alice no hubiera sabido qué hacer con ellos.

No quería pensar en cosas desagradables como guerras y huérfanos; se negaba incluso a pensar en los rumores que circulaban sobre la posible retirada de los británicos de Egipto. Una idea impensable. ¿Qué sucedería si se fueran? ¿Acaso los británicos no habían convertido Egipto en un lugar maravilloso? Una de las cosas que más le habían gustado de Ibrahim, cuando el año anterior le conoció en Montecarlo, había sido el hecho de que a él tampoco le gustara pensar en cosas deprimentes; cuando todos los demás empezaban a discutir acaloradamente sobre cuestiones políticas o sociales, él no participaba.

Pero había otras muchas cosas que le gustaban de su flamante marido. Era amable, generoso y discreto y, por si fuera poco, extremadamente sencillo. A ella le parecía que eso de ser el médico personal de un rey debía de ser algo tremendamente emocionante, pero Ibrahim le había confesado que era una tarea muy cómoda que ni siquiera le exigía ejercer de médico en el auténtico sentido de la palabra. Había estudiado medicina sólo porque su padre era médico y, aunque en la facultad no le habían ido del todo mal las cosas y había trabajado satisfactoriamente como interno en un hospital, se alegraba de haber podido ahorrarse la molestia de montar un consultorio privado y de que, a través de su padre, hubiera conseguido entrar en el círculo del Rey y de que Faruk lo hubiera acogido con inmediata simpatía. Lo que más le gustaba a Ibrahim de su trabajo era el hecho de que apenas tuviera que hacer nada, simplemente tomar la presión real dos veces al día y recetar de vez en cuando algún medicamento para los trastornos gástricos.

A Alice no le importaba que Ibrahim no profundizara demasiado en las cosas, tal como él mismo comentaba en broma. Ibrahim se describía como un hombre tranquilo y reposado, sin odios ni pasiones especiales, sin ambiciones y sin afán de emprender cruzadas de ningún tipo, cuyo máximo orgullo consistía en su capacidad de poder ofrecerse a sí mismo y a su familia una vida cómoda y regalada. Alice le quería por todas estas cosas y por su afán de gozar de la vida y su necesidad de placeres y diversiones. Y, aparte todo esto, era un amante maravilloso aunque ella no pudiera compararle con otros hombres, puesto que era virgen cuando se conocieron.

Cuánto hubiera deseado que su madre viviera todavía. Sabía que lady Frances hubiera aprobado su elección, pues era muy aficionada a todo lo exótico y lo oriental. ¿Acaso no se había jactado de haber visto dieciséis veces El caíd y El hijo del caíd, nada menos que veintidós?

Por desgracia, la madre de Alice estaba aquejada de una depresión de origen desconocido… «melancolía», había escrito el médico en el certificado de defunción. Una mañana de invierno, lady Frances había introducido la cabeza en una estufa de gas y, desde entonces, ni el conde ni sus hijos Alice y Edward habían vuelto a hablar con ella. Al oír unas carcajadas en el club, Alice volvió la cabeza y miró a través de la puerta de cristal. Faruk estaba sentado junto a su habitual mesa de juego, rodeado de sus acompañantes de costumbre. Seguramente había ganado una partida, pensó Alice. Le gustaba el rey de Egipto. Parecía un chiquillo travieso, con aquella afición suya a los chistes y las bromas pesadas. La pobre reina Farida no podía darle un hijo y corrían rumores de que el Rey quería repudiarla por este motivo. En Egipto eso era muy fácil. Bastaba con decirle tres veces a una mujer: «Te repudio», y listo.

A Alice le parecía muy curiosa aquella obsesión nacional por los hijos varones. Por supuesto que todos los hombres aspiraban a tener hijos varones. Su propio padre, el conde Pemberton, había sufrido una decepción al ver que su primer vástago era una niña. Pero los egipcios se pasaban un poco de la raya. Alice había descubierto que en árabe no existía una palabra que designara a los hijos de ambos sexos por igual. Cuando a un hombre se le preguntaba cuántos hijos tenía, la palabra utilizada era awlad, que significaba «varones». Las hijas no contaban para nada y a un pobre hombre que sólo hubiera engendrado hijas se le aplicaba a menudo el humillante calificativo de abu banat, es decir, «padre de hijas».

Alice recordó ahora que allá en Montecarlo el interés de Ibrahim por su persona había aumentado, cuando, hablándole de su familia, ella le mencionó a su hermano, sus tíos y sus primos, añadiendo con una carcajada que la especialidad de los Westfall era, al parecer, la producción de varones. Claro que ése no era el principal motivo de su interés por ella; Ibrahim no le hubiera hecho el amor ni se hubiera casado con ella ni la hubiera llevado a su casa por el simple hecho de que fuera capaz de darle un hijo varón. Le había dicho incontables veces que la adoraba, le decía que era guapísima, bendecía el árbol con cuya madera se había fabricado su cuna y muchas veces le tomaba los pies y se los besaba amorosamente.

Ojalá su padre lo hubiera comprendido. Ojalá pudiera ella hacerle comprender que Ibrahim la amaba de verdad y sería un buen marido. Aborrecía la palabra «moro» y pensaba que ojalá su padre jamás la hubiera pronunciado. Las dos semanas de luna de miel que ella e Ibrahim habían pasado en Inglaterra habían sido un desastre. El conde se había negado a conocer a su yerno y había insinuado que desheredaría a su hija por haberse casado con él, amenazándola con despojarla de su título. Ella era lady Alice Westfall por ser hija de un conde. Alice contestó que no le importaba porque ahora se había casado con un bajá y su título seguía siendo «señora».

Por consiguiente, la velada amenaza de su padre no la preocupaba demasiado. Y, además, estaba segura de que su padre cambiaría de idea en cuanto naciera el niño. ¡El conde querría ver sin duda a su primer nieto!

Sin embargo, echaba de menos a su padre. Algunas veces, sentía añoranza del hogar, sobre todo durante sus primeros días en la casa Rashid en que descubrió un mundo totalmente distinto. La primera comida que le sirvieron allí, el desayuno a la mañana siguiente de su llegada, la dejó de una pieza. Acostumbrada a las silenciosas comidas que solía compartir con su severo progenitor y su circunspecto hermano, se extrañó de que el desayuno en la casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso fuera un acontecimiento tan ruidoso. Toda la familia se acomodó en unos almohadones en el suelo y empezó a servirse directamente de las distintas bandejas. Todos hablaban a la vez, agarrando y devorando ávidamente los manjares como si estuvieran muertos de hambre, comentando los bocados y discutiendo sobre la cantidad de especias o aceite en medio de constantes invitaciones de «pruébalo, pruébalo». ¡Y menudos platos! Alubias fritas, huevos, hogazas calientes de pan, queso, limones y pimientos encurtidos. Cuando Alice alargó la mano para tomar algo, Nefissa, la hermana de Ibrahim, le dijo en voz alta:

—Aquí se come con la mano derecha.

—Pero es que yo soy zurda —replicó Alice.

Nefissa sonrió con expresión comprensiva.

—Comer con la mano izquierda es una ofensa porque esta mano la usamos para… —le explicó, murmurándole el resto de la frase al oído.

¡Le quedaban muchas cosas por aprender y tenía que familiarizarse con una etiqueta muy complicada para no ofender a nadie! Sin embargo, las mujeres Rashid eran muy pacientes y amables; incluso parecían disfrutar enseñándole cosas y Alice observó que se reían mucho y que a menudo contaban chistes. Nefissa era su preferida. El mismo día de su llegada a la casa, Nefissa presentó su nueva cuñada a la princesa Faiza y a todas las sofisticadas damas de la corte, las cuales, aun siendo egipcias, tenían modales muy europeos y vestían al estilo occidental. Fue entonces cuando Alice experimentó uno de sus primeros sobresaltos. Tras vestirse para salir, Nefissa se envolvió por entero en un largo velo negro que ella llamaba melaya, hasta no dejar al descubierto más que los ojos.

—¡Órdenes de Amira! —dijo Nefissa riéndose—. Mi madre cree que las calles de El Cairo están llenas de lujuriosas tentaciones y que los hombres acechan en las esquinas para robarles la honra a las muchachas. ¡Pero tú no te preocupes, Alice! Estas normas no rigen para ti, tú no eres musulmana.

Alice tuvo que adaptarse también a otras cosas. Echaba de menos el tocino ahumado de las mañanas; ya no podría comer más chuletas de cerdo ni jamón y, como la ley islámica también prohibía el alcohol, jamás podría tomar vino en las comidas ni una copa de brandy al terminar. Además, las parientes de Ibrahim hablaban constantemente en árabe y sólo de vez en cuando se acordaban de traducirle lo que decían. Sin embargo, lo más difícil para ella fue adaptarse a la curiosa división de la casa entre aposentos masculinos y femeninos. Ibrahim podía entrar en cualquier estancia que quisiera y siempre que quisiera, pero las mujeres, incluso su madre, tenían que pedir permiso para visitarle en la otra ala de la casa. Y, cuando Ibrahim invitaba a algún amigo a casa, gritaba Ya Allah y entonces todas las mujeres se retiraban para que no las vieran.

Finalmente, estaba la cuestión de la religión. Amira le había explicado amablemente que en El Cairo había muchas iglesias cristianas y que podría acudir a ellas siempre que quisiera. Como no había sido educada en una atmósfera demasiado religiosa, Alice sólo había ido a la iglesia en ocasiones muy especiales. Cuando Amira le preguntó cortésmente por qué había tantas religiones cristianas distintas, Alice contestó:

—Creemos lo mismo, pero hay diferencias de matiz. ¿Acaso no hay distintas sectas musulmanas?

Amira contestó que sí, añadiendo, sin embargo, que todos los musulmanes, independientemente de la secta, acudían a una misma mezquita. Al expresar Amira su curiosidad por la Biblia cristiana y preguntarle por qué razón existían varias versiones siendo así que sólo había un Corán, Alice tuvo que reconocer que no lo sabía.

Pese a todo, la familia la había aceptado y todo el mundo la llamaba «hermana» o «prima» y la trataba como si hubiera vivido allí toda la vida. La perfección sería completa cuando naciera el niño.

Ibrahim salió a la terraza diciendo:

—¡Ah, estás aquí!

—Quería tomar un poco el aire —contestó Alice, pensando en lo guapo que estaba su marido con el esmoquin—. ¡Me temo que el champán se me ha subido a la cabeza!

Ibrahim le rodeó los hombros con una estola de piel.

—Hace frío aquí fuera. Y ahora os tengo que cuidar a los dos —dijo, sosteniendo en la mano una trufa de chocolate con un núcleo de crema. Colocándosela entre sus labios, le dio un beso y compartió con ella el bombón.

—¿Eres feliz, cariño? —le preguntó, atrayéndola hacia sí.

—Más que nunca.

—¿Echas de menos tu casa?

—No. Bueno, un poquito. Echo de menos a mi familia.

—Siento mucho que tú y tu padre no seáis amigos. Siento que yo no sea de su gusto.

—Tú no tienes la culpa y yo no puedo acomodar mi vida a sus gustos.

—Pues mira, Alice, yo me he pasado toda la vida acomodándome a los gustos de mi padre, pero jamás conseguí complacerle del todo. Nunca se lo he dicho a nadie, pero siempre me he sentido un poco fracasado.

—¡Tú no eres un fracasado, cariño!

—Si hubieras conocido a mi padre, Alá le conceda la paz, comprenderías a qué me refiero. Era muy famoso, muy poderoso y rico. Yo crecí a su sombra y no recuerdo que jamás me hubiera dirigido una sola palabra amable. No era malo, Alice, pero pertenecía a una generación, a la era en que se creía que manifestarle afecto a un hijo varón era malo para el desarrollo de su carácter. A veces creo que mi padre ya esperaba que fuera un adulto el día en que nací, porque sólo tuve infancia con mi madre. Cuando crecí, por mucho que me esforzara, jamás lograba complacerle. Ésa es una de las razones por las cuales quiero tener un hijo —añadió, acariciando la mejilla de su esposa y mirándola con ternura—. Darle a mi padre un nieto será la primera hazaña de la que yo pueda enorgullecerme. Un hijo me dará finalmente el amor de mi padre.

Alice le besó suavemente y, como justo en aquel momento ambos dieron media vuelta para regresar al calor del salón, no vieron la pequeña conmoción que se había producido en la otra orilla: los pescadores del Nilo estaban comentando a gritos lo que acababan de descubrir.