5

Nefissa descendió del carruaje, se cubrió apresuradamente la mitad del rostro con el velo y se mezcló con la muchedumbre que estaba cruzando la antigua puerta de Bab Zuweila. Como iba envuelta de la cabeza a los pies en una melaya, un gran rectángulo de seda negra utilizado de tal forma que ni siquiera se podían ver las manos, no le fue difícil mezclarse con los campesinos que vivían en aquella parte antigua de El Cairo. Al pasar por delante de los talleres de los fabricantes de tiendas y cruzar la puerta que durante siglos había sido un lugar de sangrientas ejecuciones, le pareció regresar al lejano pasado.

En aquel barrio medieval donde los hombres vestidos con galabeyas conducían camellos y asnos, Nefissa no llamaba la atención porque no era la única mujer vestida con melaya. En las angostas callejuelas de la parte vieja de El Cairo, lejos de las elegantes calles donde las mujeres lucían la última moda europea, la melaya era utilizada por muchas mujeres a guisa de capa sobre el vestido para ocultar las formas y preservar de esta manera la modestia, aunque las más jóvenes la usaban a menudo por su capacidad seductora. Colocada sobre la cabeza y los hombros y bajando en pliegues hasta los tobillos, el borde se recogía hacia arriba y se sujetaba con el brazo, moldeando de esta forma las caderas y las nalgas, con lo cual la prenda, más que ocultar las formas, las revelaba. Y, puesto que la tela era generalmente muy fina y resbaladiza dado que solía ser de gasa de algodón, había que arreglar constantemente su colocación, cosa que algunas mujeres hacían con un depurado y provocativo estilo.

Nefissa no se detuvo ante los tenderetes donde se vendía de todo, desde verduras a alfombras de oración, y tampoco prestó la menor atención a las oscuras entradas donde los artesanos se dedicaban a sus centenarias tareas, sino que avanzó presurosa hacia una sencilla puerta que se abría en un muro de piedra sin ninguna indicación. Llamó con los nudillos, la puerta se abrió y ella la franqueó.

Una criada envuelta en una larga túnica tomó el billete de una libra que ella le entregaba y la acompañó por un pasillo débilmente iluminado, cuyas paredes de mármol estaban húmedas y en cuya atmósfera se aspiraba una embriagadora mezcla de perfume, vapor, sudor humano y lejía. Nefissa fue conducida primero a una estancia donde se quitó toda la ropa y la entregó a otra criada que le ofreció a cambio una gran toalla de rizo y un par de correas de goma. Después entró en una enorme sala con columnas de mármol y claraboyas a través de las cuales la difusa luz del sol iluminaba a las bañistas, las masajistas y las criadas que iban de un lado para otro con vasos de té de menta frío y cuencos de frutas recién mondadas. Una gran piscina con un surtidor en el centro dominaba la sala y en ella las mujeres caminaban o flotaban, riéndose, intercambiándose chismes y lavándose el cabello, algunas recatadamente envueltas en toallas y otras descaradamente desnudas. Nefissa reconoció a algunas habituales que acudían a los baños todos los días; otras estaban allí para someterse al baño ritual que se exigía después de la menstruación; y muchas querían simplemente aprovechar las virtudes de las saludables y perfumadas inhalaciones y los baños de hierbas. Aquel día se encontraba allí una novia con las mujeres de su familia, un espectáculo muy frecuente en los baños públicos, donde las mujeres preparaban a la novia para la boda, depilándole el cuerpo con cera.

Pero Nefissa no había acudido allí por ninguna de aquellas razones. Su visita a los baños tenía un ilícito y prohibido propósito.

Aquel hammam era uno de los centenares que había en El Cairo, su antigüedad se remontaba a mil años y su historia era muy pintoresca. Una de sus anécdotas se refería a un periodista norteamericano que cien años atrás había querido saber lo que realmente ocurría en los baños femeninos, para lo cual se disfrazó de mujer. Al descubrir su engaño, las indignadas mujeres lo inmovilizaron y lo castraron. Sobrevivió a las heridas y alcanzó una edad venerable al llegar a la cual escribió sus memorias en las que sólo hacía una breve alusión al incidente de la casa de baños de El Cairo: «Las mujeres iban todas desnudas y, cuando descubrieron que yo era un hombre, se cubrieron inmediatamente el rostro sin que les importara dejar al descubierto sus restantes encantos».

Nefissa fue conducida a una sala con mesas de masaje en las que unas masajistas se hallaban ocupadas en la tarea de hacer crujir los huesos y amasar la carne.

Quitándose la toalla y tendiéndose boca abajo, Nefissa trató de relajarse y de entregarse a los cuidados de los expertos dedos de la masajista. Sin embargo, no estaba allí para que le dieran un masaje ni para tomar un baño ni para ningún otro de los numerosos servicios que ofrecían los baños. Nefissa había acudido allí para reunirse con su teniente inglés. Cerró los ojos y rezó para que aquel día pudiera verle finalmente.

En los meses transcurridos desde que le arrojara la rosa de Siria por encima del muro, sólo había visto al teniente en muy contadas ocasiones. Las costumbres del inglés eran muy irregulares; se pasaba dos o tres semanas sin aparecer por allí y, de pronto, regresaba a la calle de las Vírgenes del Paraíso. Sin embargo, una noche en que una luna de otoño amarilla como la cera iluminaba El Cairo, Nefissa miró casualmente por la ventana y le vio de pie bajo la farola, contemplando su casa. Cuando ella pensaba que iba a reanudar la marcha, el teniente hizo algo inesperado. Sostuvo una cosa en alto bajo la farola, miró a su alrededor y, al ver a una joven mendiga, le dijo algo en voz baja, le indicó la puerta de peatones del muro del jardín de la mansión Rashid y le entregó el objeto y unas cuantas monedas. Después miró a Nefissa y dio unas palmadas a su reloj de pulsera para darle a entender que tenía que irse. Pero, antes de hacerlo, le lanzó un beso.

Nefissa bajó corriendo al jardín y, al abrir la puerta, vio a la joven mendiga con un sobre en la mano. Nefissa se quedó momentáneamente perpleja; los pobres de El Cairo raras veces se acercaban a aquel elegante barrio, y tanto menos una fellaha recién entrada en la adolescencia que a duras penas podía ocultar su embarazo bajo un pañolón. Nefissa tomó el sobre que le entregaba la muchacha y le dijo:

—Espera.

Regresó corriendo a la casa y bajó a la cocina, donde la cocinera se sorprendió al ver que tomaba pan, unos trozos de cordero frío, manzanas y queso y lo envolvía todo en un lienzo limpio. Antes de salir, se detuvo junto al armario de la ropa de casa y sacó una gruesa manta de lana. Entregándoselo todo a la sorprendida muchacha, le dijo:

—Que Alá te acompañe.

Tras lo cual, cerró la puerta.

Estaba deseando abrir el sobre. Bajó corriendo por el camino para dirigirse a la glorieta que se levantaba bajo la luz de la luna cual una jaula de plata. Rasgó el sobre y leyó la única frase que figuraba escrita en el papel: «¿Cuándo podemos reunimos?».

Eso era todo. Una simple hoja de papel sin nombres para no comprometerse ni comprometerla a ella en caso de que la nota cayera en otras manos. Sin embargo, Nefissa se quedó tan extasiada como si acabara de recibir una misiva amorosa.

Se volvió loca tratando de encontrar algún medio de concertar una cita, pues raras veces salía de casa sola. Por regla general, iba de compras o al cine con alguna de sus numerosas primas y tías y siempre a instancias de su madre.

De pronto, se le ocurrió una idea. Le había oído comentar a una de las damas de honor de la princesa Faiza las prodigiosas virtudes curativas de determinados baños públicos. Fue entonces cuando a Nefissa le empezó a doler «la cabeza». Primero probó los remedios y tratamientos de su madre hasta que, al final, se preguntó en voz alta qué tal le sentarían los baños. Las primeras veces fue allí en compañía de una prima. Pero, como las visitas eran cotidianas, la prima se aburría y, al final, Nefissa empezó a ir sola. Fue entonces cuando escribió una nota: «Mi querida Faiza. Sufro dolor de cabeza y estoy siguiendo una cura en los baños de la puerta de Bab Zuweila. Llego todos los días poco después de la oración del mediodía y me paso una hora allí. Creo que a ti también te sería muy beneficioso y me encantaría que pudieras acompañarme». Firmó «Nefissa» y dirigió el sobre a «Su Alteza Real la princesa Faiza». Después, le entregó en secreto el sobre a la mendiga, que a menudo rondaba por la calle, y le dijo que se lo entregara al soldado la próxima vez que pasara por allí. Nefissa no tenía ni idea de lo que iba a ocurrir en caso de que él decidiera seguirla y reunirse con ella frente a la casa de baños. Era impensable que los vieran juntos en la calle; sabía lo que deducirían los viandantes: un soldado inglés abordando a una respetable musulmana… no saldría vivo de la calle. Cualquier otra cita que se inventaran, por muchas precauciones que tomaran, sería peligrosa.

Sin embargo, el peligro acrecentaba la emoción del idilio. Nefissa era joven y estaba locamente enamorada. Pero ahora había empezado a preocuparse. Ella acudía diariamente a los baños y el teniente aún no había aparecido. ¿Y si ya no estuviera en Egipto? ¿Y si lo hubieran enviado a Inglaterra?

Después se le ocurrió otra posibilidad todavía más temible. ¿Y si él hubiera averiguado la verdad sobre ella? Quizá, tras leer la nota, había llevado a cabo algunas investigaciones: «Se llama Nefissa y es amiga de la princesa Faiza». Y entonces quizá le había dicho que era una viuda con hijos. ¡Eso era lo que había ocurrido! ¡Y ahora él ya no regresaría jamás!

Tras someterse a un masaje con aceites de rosas, almendras y violetas que, según decían, era el secreto de belleza de la reina Cleopatra, Nefissa terminó su visita con el tratamiento al que casi todas las mujeres egipcias se sometían para conservarse bellas y deseables. La asistente sacó un tarro de polvos rojos y espolvoreó con ellos su frente; después, le depiló cuidadosamente todas las cejas y se las pintó. A continuación, usó el halawa, una mezcla de zumo de limón con azúcar que se hacía hervir hasta alcanzar una consistencia pegajosa y que, aplicada a la piel, arrancaba todos los pelos. El tratamiento resultaba muy doloroso, pero eficaz. Por último, Nefissa, se sumergió en un baño perfumado para eliminar la pegajosidad residual y su cuerpo emergió tan suave y liso como el mármol.

Por último, se vistió de nuevo y salió a la calle, perfumada y refrescada. Mientras miraba a uno y otro lado de la calle antes de regresar a su carruaje, se quedó petrificada.

¡Allí estaba! Apoyado en un Land Rover aparcado bajo el arco de la puerta de Bab Zuweila.

Nefissa casi no le reconoció porque no iba vestido de uniforme. Con el corazón galopando en su pecho, echó a andar; por un instante, los ojos de ambos se cruzaron; después, Nefissa apuró el paso. Una vez en el interior del carruaje, le ordenó al cochero que se dirigiera a pie al final de la calle y le comprara una bolsita de semillas tostadas de calabaza, un encargo que a él no le extrañó y que, según los cálculos de Nefissa, le llevaría unos diez minutos. En cuanto el cochero se hubo alejado, el teniente se acercó, la miró con expresión inquisitiva a través de la ventanilla y, cuando ella se desplazó en el asiento, subió al carruaje.

Mientras la vida se arremolinaba a su alrededor y en la calle se mezclaban los rumores de la gente, los vehículos y los animales, ambos permanecieron encerrados en aquel microcosmos en el que no había espacio más que para ellos dos. Nefissa estudió con todo detalle a aquel amante fantasma de la farola que en sueños la visitaba en su cama todas las noches. Ambos se miraron aspirando el aroma de la loción aftershave mezclado con el perfume de las rosas y las violetas. Nefissa vio una mota oscura flotando en uno de sus ojos azul celeste. Miles de preguntas se agolparon en sus labios.

Al final, en un tono apremiante que ella jamás hubiera podido imaginar, el teniente le dijo en inglés:

—No acabo de creerme que esté verdaderamente aquí. Ni que tú estés conmigo. Pensé que te había soñado.

El corazón de Nefissa se desbocó cuando él extendió la mano para apartarle el velo de la cara. Tras una leve vacilación y al ver que ella no protestaba, el teniente le quitó el velo diciendo:

—Dios mío, qué hermosa eres.

Nefissa se sintió desnuda, como si él le hubiera quitado toda la ropa. Sin embargo, no experimentaba vergüenza ni turbación sino tan sólo un ardiente deseo. Hubiera querido manifestarle todos los sentimientos que albergaba su corazón. Se horrorizó al oír lo que decía su propia voz:

—Estuve casada. Soy viuda y tengo dos hijos.

«Mejor decirlo de entrada y dejar que él me rechace ahora mismo antes de que las cosas lleguen demasiado lejos», pensó.

—Lo sé —dijo él, mirándola con una sonrisa—. Me han dicho que son tan guapos como su madre.

Nefissa estaba tan emocionada que no supo qué decir.

—Vivo muy cerca de ti —añadió él mientras ella escuchaba arrobada el timbre de su voz y su refinado acento británico—. En la residencia de la calle de más arriba, aunque estoy acuartelado en la Ciudadela. Últimamente nos han estado cambiando mucho de sitio. Temía que te cansaras de todo eso y me olvidaras.

Nefissa se sintió aturdida y creyó estar soñando.

—Pensé que te habías ido para siempre —dijo, sorprendiéndose de que pudiera hablar con él con tanta naturalidad—. Fue horrible aquella marcha de los estudiantes sobre los cuarteles británicos. ¡Cuántos muertos y heridos! Temí por ti y recé para que no te ocurriera nada.

—Mucho me temo que la situación irá de mal en peor. Por eso hoy no he salido de uniforme. ¿Podríamos reunimos en privado en algún sitio? Simplemente para hablar —se apresuró a añadir el teniente—, para tomar el té o un café. Pienso constantemente en ti. Y ahora que te tengo aquí a escasos centímetros…

—Mi cochero está a punto de regresar.

—¿Cómo podríamos organizar un nuevo encuentro? No quisiera causarte dificultades, pero necesito verte.

—La princesa Faiza es amiga mía, ella nos ayudará.

—¿Me está permitido hacerte un regalo? Llevo bastante tiempo en El Cairo, pero no conozco muy bien las costumbres de aquí. No he querido ofrecerte algo demasiado íntimo como podría ser una joya o un perfume. Pero espero que eso sea aceptable. Perteneció a mi madre…

El teniente le entregó un pañuelo de fino lino ribeteado de encaje y bordado con pequeños nomeolvides de color azul. Nefissa lo sostuvo en la mano; todavía conservaba el calor de su bolsillo.

—Eso es muy difícil para mí —añadió el inglés en un susurro—. Estar tan cerca de ti y, sin embargo… No sé qué decir, qué me está permitido decir. La ventana con celosía desde la que contemplas la calle algunas veces, este velo que te cubre el rostro… Quisiera tocarte, besarte.

—Sí —murmuró Nefissa—. Sí. Puede que la princesa nos ayude. O tal vez yo pueda encontrar algún sitio donde podamos estar solos. Te enviaré una nota a través de la chica que a menudo ronda la puerta de mi casa.

Ambos se miraron un instante a los ojos. Después, él le rozó la mejilla y le dijo, antes de descender del carruaje y perderse entre la muchedumbre y antes de que ella se diera cuenta de que no le había revelado su nombre:

—Hasta entonces pues, mi bella Nefissa.

Maryam Misrahi estaba contando una historia.

—Un día Farid llevó a su hijo al mercado para comprar una oveja. Como todo el mundo sabe, el precio de las ovejas depende de la grasa que almacenen en la cola y, por consiguiente, al ver que Farid tocaba las colas de las ovejas, las sopesaba y las estrujaba, su hijo le preguntó:

»—Padre, ¿por qué haces eso?

»Farid contestó:

»—Eso se hace para elegir la oveja que conviene comprar.

»Unos días más tarde, cuando Farid había regresado a casa del trabajo, su hijo le salió al encuentro y le dijo:

»—¡Padre! ¡Hoy ha estado aquí el jeque Gamal! ¡Creo que quiere comprar a mamá!

Las mujeres se rieron de buena gana y también lo hicieron los músicos, ocultos detrás de un biombo por ser varones. Acto seguido, éstos empezaron a interpretar otra alegre melodía.

La fiesta se estaba celebrando en el gran salón de la casa de Amira. Las lámparas de filigrana de bronce arrojaban unos intrincados diseños de luz sobre las mujeres elegantemente vestidas que, recostadas en bajos divanes y almohadones de seda, tomaban la comida dispuesta sobre unas mesas con incrustaciones de nácar. Las alfombras turcas del suelo y los preciosos tapices que cubrían las paredes mantenían a raya la fría noche de diciembre mientras la estancia se llenaba de risas, calor y música.

Las criadas de Amira traían fuentes de picantes albóndigas, fruta natural, pastelillos y la especialidad personal de Amira, una mermelada de pétalos de rosa que ella elaboraba con rojos pétalos cocidos lentamente con azúcar y limón. Había también otro plato exquisito por el cual era famosa la cocina de Amira: unos huevos duros que, cocidos en un estofado de cordero, absorbían el sabor a través de la cáscara. Todo ello acompañado por un té de menta tan dulce que en el fondo de la taza siempre quedaba una gruesa capa de azúcar.

La fiesta se celebraba sin ningún propósito especial, por el simple deseo de pasarlo bien, y las invitadas de Amira, que eran más de sesenta, lucían sus mejores galas y joyas mientras el incienso y la fragancia de los eléboros negros se mezclaba con el aroma de los caros perfumes. Debido a la súbita demanda de algodón en el Lejano Oriente y de trigo y maíz en la Europa donde imperaba el racionamiento de productos alimenticios, Egipto estaba experimentando un gran boom económico posbélico, y las invitadas de Amira, cuyos maridos disfrutaban de una prosperidad sin parangón, ostentaban su riqueza en la forma acostumbrada; Amira también lucía los brillantes y las joyas de oro que su esposo Alí había tenido la generosidad de regalarle.

—¡Oye, Amira! —gritó una mujer desde el otro extremo del salón, sirviéndose otra ración de un plato a base de carne e hígados de pollo cocidos en el interior de una hogaza de pan con aceite, especias, menta y pistachos—. ¿Dónde compra los pollos tu cocinera?

Antes de que Amira pudiera contestar, Maryam se le adelantó:

—¡En la tienda de ese estafador de Abu Ahmed de la calle Kasr al-Aini no, desde luego! ¡Todo el mundo sabe que atiborra a sus pollos de maíz antes de sacrificarlos, para que pesen más!

—Escúchame, Um Ibrahim —dijo una mujer de mediana edad que exhibía una gran colección de pulseras de oro en cada muñeca y cuyo marido, propietario de cinco mil hectáreas de fértiles tierras de labor en el delta, era inmensamente rico—, conozco a un hombre estupendo, un viudo muy rico y piadoso. Ha comentado que tendría mucho interés en casarse contigo.

Amira se limitó a reírse; sus amigas siempre se empeñaban en casarla con alguien. No sabían nada de Andreas Skouras, el ministro de Cultura del Rey, cuyo hermoso rostro le vino ahora a la mente. Desde la tarde en que le hiciera la proposición de matrimonio, Skouras había visitado la casa otras tres veces, la llamaba a menudo por teléfono y le enviaba ramos de flores y cajas de bombones de importación. Le había asegurado que tendría paciencia y no la atosigaría. Sin embargo, a cada día que pasaba, cuando él la visitaba en sueños con sus besos y sus abrazos, Amira se daba cuenta de que su resistencia empezaba a desmoronarse.

—¿Qué noticias tienes de tu hijo? —preguntó otra invitada, viuda del conservador del Museo Egipcio.

Al oír mencionar a su hijo, Amira recordó el sueño que había tenido la víspera y en el cual se había visto recorriendo los oscuros y silenciosos pasillos del ala de la casa reservada a los hombres con una lámpara de aceite en la mano. Al llegar al apartamento de su marido, actualmente ocupado por Ibrahim, había abierto una puerta y había visto una estancia llena de maléficos yinns, cabriolando entre telarañas y muebles largo tiempo olvidados. Se había despertado sobresaltada, preguntándose cuál habría sido el significado del sueño. ¿Había sido una visión del futuro o tan sólo de lo que podía ser el futuro?

—Mi hijo está todavía en Mónaco —contestó, dirigiéndose a la esposa del conservador—. Pero hace poco recibí noticias suyas, diciéndome que ya se está preparando para regresar a casa, Alá sea alabado.

Amira creyó desmayarse de alegría cuando recibió la llamada telefónica. En los casi siete meses que Ibrahim llevaba ausente, apenas había sabido nada de él. Rezaba por él todas las noches, pidiéndole a Alá que aliviara su dolor y lo devolviera a casa. Estaba deseando que regresara; le había encontrado una novia ideal: dieciocho años, discreta y obediente, pulcra y aseada. Y, por si fuera poco, perteneciente a la familia, pues era nieta de un primo de Alí Rashid.

En cambio, de momento no había conseguido encontrar un marido para su hija. Al no ser virgen, le sería más difícil casarla. No obstante, la muchacha era muy guapa y, por si fuera poco, rica, lo cual constituía un buen aliciente. Un nombre podía pasar por alto la desventaja de la experiencia sexual siempre y cuando la mujer aportara propiedades al matrimonio.

Amira miró a Nefissa que, sentada en un diván adosado a la pared, estaba dando de comer a su hijo de tres años mientras dos niñas pequeñas jugaban a sus pies: su propia hija, una dulce y cariñosa criatura de ocho meses, y Camelia, la hija sin madre de Ibrahim, una exótica chiquilla de siete meses, de piel aceitunada y ojos del color de la miel, cuyo vigor no hubiera permitido adivinar la dura prueba por la que había pasado en su nacimiento. Amira estudió el aire distraído de su hija y la desazón que dejaba traslucir su cuerpo, e intuyó una vez más que Nefissa necesitaba un idilio.

Pensando en su pasión secreta por Andreas Skouras, se identificó con los sentimientos de su hija. El amor era maravilloso, pero no quería que Nefissa sufriera. ¿Acaso el amor por un hombre inadecuado no había sido la raíz de la desgracia de su otra hija, Fátima?

Los músicos iniciaron los acordes de una popular melodía titulada Rayo de luna y una de las invitadas de Amira se levantó súbitamente para bailar, quitándose los zapatos y situándose en el centro del salón mientras las demás mujeres empezaban a cantar. La letra, de contenido erótico como casi todas las canciones egipcias, hablaba de prolongados besos y de caricias prohibidas. Siendo niñas y adolescentes, habían aprendido a cantarlas en los jardines y los patios de recreo sin comprender el significado de las palabras. «Bésame, bésame mucho, amado mío. Quédate conmigo hasta que rompa la aurora. Pon calor en mi cama y fuego en mi corazón…».

La bailarina se sentó a los pocos minutos y otra mujer se levantó para proseguir la danza. Calzaba zapatos de tacón y lucía uno de los nuevos modelos de Dior de los que tanto se hablaba. Cerró los ojos y extendió los brazos mientras las demás mujeres entonaban un alegre canto a la virilidad. Cuando giró graciosamente sobre sí misma, algunas de sus amigas lanzaron un zagharit de aprobación. Se sentó e inmediatamente la sustituyó otra mujer. La danza beledi, que siempre constituía una parte esencial de las reuniones femeninas, servía para dar rienda suelta a las emociones reprimidas y para expresar los secretos y prohibidos anhelos. Las mujeres no competían entre sí, no se juzgaban unas a otras y, por mal que bailara o por inexperta que fuera una bailarina, nadie la criticaba. Todas recibían elogios y alabanzas de sus compañeras.

Cuando Amira se levantó impulsivamente, se quitó los zapatos y se puso de puntillas, todas las invitadas vitorearon. Vestida con una ajustada falda negra y una blusa de seda negra, Amira empezó a mover las caderas con sorprendente habilidad, primero en un rápido bamboleo sin moverse de sitio y después contoneándolas en una lenta figura de ocho sin abandonar el rápido bamboleo. De pronto, le hizo una seña a Maryam Misrahi, la cual se levantó, se quitó los zapatos y se unió a la danza. Ambas amigas llevaban bailando juntas muchos años, desde que eran unas jovencísimas esposas, y acompasaban sus pasos y movimientos de tal forma que muy pronto las invitadas a la fiesta llenaron el aire con sus ensordecedores zagharits.

Amira sintió elevarse su espíritu. La danza beledi liberaba el alma y producía una embriaguez que muchos comparaban con la euforia del hachís. La misma alegría se reflejaba en el rostro de Maryam, la cual había cumplido recientemente los cuarenta y tres años, una semana después de haber celebrado el cumpleaños de su hijo mayor, el gran secreto que conocía Amira y que Maryam le había ocultado a su marido Suleiman.

Maryam había estado casada anteriormente cuando tenía dieciocho años. Pero su joven esposo y su hijo habían muerto como consecuencia de una epidemia de gripe que había asolado El Cairo. Estaba sola y afligida cuando conoció a un apuesto importador llamado Suleiman Misrahi, del cual se enamoró inmediatamente como una loca. Los Misrahi eran una de las familias judías más antiguas de Egipto. Cuando Suleiman condujo a su joven esposa a la casa familiar de la calle de las Vírgenes del Paraíso, le pidió a Dios que les concediera muchos hijos. Pero pasó un año y otro y finalmente un tercero sin que hubiera novedades. Maryam, angustiada y preocupada, visitó a varios médicos, los cuales le dijeron que no había motivo para que no tuviera más hijos. Comprendió entonces que la causa era Suleiman, pero sabía que, de habérselo dicho, lo hubiera destrozado. Le comentó su inquietud a su amiga Amira Rashid, que ya era madre de Ibrahim y de Fátima, y Amira le dijo:

—Alá proveerá.

Sin embargo, la solución vino de una idea que se le ocurrió a Amira en un sueño.

En su sueño, Amira vio el rostro de Mussa, el hermano de Suleiman, y observó que ambos hermanos se parecían hasta el extremo de poder pasar por gemelos. Le reveló el sueño a su amiga y Maryam tardó varias semanas en hacer acopio del suficiente valor como para ir a ver a Mussa. Éste escuchó el relato con sorprendente compasión y coincidió con ella en que el hecho de enterarse de que era estéril destrozaría a su hermano. Entonces ambos urdieron un plan.

Maryam visitó varias veces en secreto a Mussa hasta quedar embarazada. Cuando nació el niño, Suleiman creyó que era suyo. Dos años más tarde, Maryam recurrió de nuevo a Mussa y la hija nacida de aquella unión fue una vez más el vivo retrato de Suleiman. La casa de Suleiman Misrahi en la calle de las Vírgenes del Paraíso fue bendecida finalmente con el nacimiento de cinco hijos. Cuando Mussa se trasladó a vivir a París, Maryam le dijo a Suleiman que un médico le había aconsejado no tener más hijos. Y hasta la fecha sólo ella, Amira y el lejano Mussa conocían el secreto.

Cuando Amira regresó al diván riéndose casi sin aliento, se le acercó una criada y le dijo en voz baja que un visitante solicitaba verla… Un hombre.

Amira salió al pasillo y no se sorprendió de ver a Andreas Skouras; esperaba su visita algún día. Últimamente no se lo quitaba de la cabeza y se preguntaba si ello no sería una señal de que se iba a casar con él.

—Bienvenido —le dijo— y que la paz de Alá sea contigo. Pasa, por favor, y acepta mi hospitalidad.

—He venido para despedirme, sayyida.

—¡Despedirte!

—Como sabes, Su Majestad cambió el gabinete el mes pasado. Ya no soy ministro de Cultura. Aunque pueda parecer a primera vista que he sido víctima de la política, es posible que ello sea una bendición del cielo. Tengo intereses desde hace tiempo en varios hoteles en Europa que me dejó en herencia un tío al que apenas conocía. Ahora que Europa se está reconstruyendo, hay muchas posibilidades de que surja una nueva prosperidad. Vendrán turistas y necesitarán un lugar donde alojarse. Mañana parto hacia Roma, sayyida, y desde allí seguiré viaje a Atenas, lugar de origen de mi familia. No creo que pueda regresar muy pronto a El Cairo —dijo Skouras, tomando su mano y acercándosela a los labios para besarla.

—No sé qué decirte, Andreas. Me entristece la noticia, pero me alegro por ti en tu nueva actividad y rezo para que Alá te bendiga y te dé éxito. Pero dime, te lo ruego, ¿hubieras tomado esta decisión si yo hubiera aceptado tu proposición?

Skouras esbozó una sonrisa.

—No estábamos destinados a casarnos, sayyida. Yo abrigaba falsas esperanzas porque tu lugar está en esta casa, junto a tu familia. Te quería para satisfacer mis propias necesidades egoístas y, al final, he comprendido que, al pedirte que te casaras conmigo, te he ocasionado más disgustos que alegrías. Pero te llevaré siempre en mi corazón, Amira. Jamás te podré olvidar.

—Entra, por favor —dijo Amira, temiendo venirse abajo y echarse a llorar—. Disfruta de la hospitalidad de mi casa antes de irte.

Skouras contempló la gran puerta abierta de madera labrada del salón, a través de la cual la música y las brillantes luces se derramaban hacia el pasillo.

—Me temo que, si lo hago, sayyida, jamás pueda marcharme. Que la paz y las bendiciones de Alá te acompañen. —Skouras juntó de nuevo las manos, comprimiendo entre ellas un pequeño estuche. Amira comprendió que contenía la sortija de cornalina—. Lúcela en prueba de amistad. Para que nunca me olvides.

Amira le miró a través de las lágrimas y, cuando se hubo retirado, se dirigió al lavabo antes de regresar junto a sus invitadas. Sacó la sortija del estuche y fue a ponérsela en el dedo, pero se detuvo. Pensó que el hecho de lucir la sortija de Andreas sería una traición no sólo a su persona sino también al significado de la sortija, pues jamás podría pensar en Andreas como en un simple amigo. La guardaría y se la pondría el día que regresara a ella no como amigo, sino como enamorado.

Cuando estaba a punto de salir del lavabo con el pequeño estuche de oro en el bolsillo, oyó la voz de un hombre en el vestíbulo.

—Ya Allah! Ya Allah!

Era la tradicional advertencia de que un hombre estaba a punto de entrar en los aposentos de las mujeres.

Al oír la voz, Amira pensó: ¿Ibrahim? Regresó presurosa al salón y, al verle en la puerta, lanzó un grito y corrió hacia él. Con lágrimas en los ojos, Ibrahim se fundió con ella en un fuerte abrazo.

—¡Cuánto te he echado de menos, madre! —le dijo—. ¡No sabes cuánto te he echado de menos!

Nefissa se acercó corriendo, seguida de varias tías y primas y también de los niños, mientras las demás mujeres comentaban animadamente entre sí:

—¡El doctor Rashid ha vuelto! ¡Qué velada tan propicia! ¡Alá es bueno, Alá es grande!

Cuando Maryam Misrahi salió a saludarlo, Ibrahim la abrazó pese a que no hubiera debido tocar a una mujer no perteneciente a la familia. Sin embargo, la tía Maryam era como una madre para él, le había cuidado cuando nacieron sus hermanas Fátima y Nefissa, y él había crecido con sus hijos, había asistido a la ceremonia de los bar mitzvahs[1] de los varones y había participado en las comidas del sábado del hogar de los Misrahi.

—Madre —le dijo a Amira, esbozando una ancha sonrisa—, quiero presentarte a alguien.

Cuando Ibrahim se apartó a un lado y se hizo el silencio en el salón, apareció una joven alta y delgada que, vestida con un elegante traje de viaje, un bolso de cuero de bandolera y un sombrero de ala ancha, miró a todo el mundo con una radiante sonrisa en los labios. Sin embargo, lo que más sorprendió a las mujeres fue el hecho de que la corta melena que le llegaba hasta los hombros fuera… ¡de color platino!

—Te presento a mi familia —le dijo Ibrahim a la joven en inglés. Dirigiéndose a Amira, añadió en árabe—: Madre, te presento a mi esposa Alice.

Alice le tendió la mano a Amira y dijo en inglés:

—¿Cómo está, señora Rashid? Estaba deseando conocerla.

Unos murmullos de asombro recorrieron la estancia mientras las mujeres musitaban entre sí:

—¡Es británica!

Amira contempló la mano tendida, extendió los brazos y dijo en inglés:

—Bienvenida a nuestra casa, nueva hija mía. Alá sea loado pues nos ha bendecido con tu persona.

Tras abrazarla, Amira observó lo que las otras mujeres del salón ya habían observado: la inequívoca redondez de un embarazo.

—Alice tiene veinte años, como tú —le dijo Ibrahim a su hermana Nefissa—. Estoy seguro de que vais a ser muy buenas amigas.

Las cuñadas se abrazaron y, a continuación, las demás mujeres se congregaron alrededor de la esposa de Ibrahim, soltando exclamaciones, acariciándole el cabello y comentando lo guapa que era.

—¡No nos habías dicho nada, Ibrahim! —dijo Nefissa riéndose mientras tomaba del brazo a Alice—. ¡Os hubiéramos preparado una gran fiesta de bienvenida!

Amira volvió a abrazar a su hijo y ambos permanecieron enlazados un instante. Después, Amira contempló a su hijo entre lágrimas de alegría y le preguntó:

—¿Eres feliz, hijo de mi corazón?

—Nunca fui más feliz, madre —contestó Ibrahim.

—Ven, hija mía —dijo a Alice, extendiendo los brazos—. Bienvenida a tu nuevo hogar.

«Loado sea el Eterno por las bendiciones que derrama sobre nosotros, pensó, y por haberme devuelto a mi hijo». Finalmente, pensó en Andreas Skouras y se asombró ante la misericordia de Alá que se había llevado al hombre con quien ella tal vez se hubiera casado, pero le había devuelto a su hijo.