Mientras ordeñaba a la búfala, inclinándose hacia el enorme y cálido cuerpo y apoyando el rostro en su áspero costado, la pequeña Sahra de trece años experimentó un breve momento de paz. Por un instante por lo menos, olvidó los dolores y las magulladuras que le había provocado la paliza de su padre y su angustia ante el terrible matrimonio que se vería obligada a contraer.
Al día siguiente la casarían con el jeque Hamid.
Un sollozo se escapó de su garganta:
—Vieja búfala —dijo con la voz entrecortada por el llanto—, ¿qué voy a hacer?
Sahra sólo había visto a Abdu una vez en las dos semanas transcurridas desde que ayudara al forastero a sacar el vehículo de la acequia. Cuando le comunicó a Abdu la noticia de su compromiso con Hamid, el joven experimentó un sobresalto y después se puso furioso.
—¡Somos primos! ¡Tendríamos que casarnos!
—Trabajarás en el establecimiento de Hamid —le había dicho su madre, emocionada—. Hablarás con los clientes, recibirás el dinero y entregarás el cambio. ¡Vas a ser muy importante, Sahra!
Sin embargo, Sahra vio la expresión de tristeza de los ojos de su madre y comprendió que ésta procuraba destacar las ventajas de su boda con el viejo jeque para disimular los inconvenientes. Regentar un establecimiento era una actividad prestigiosa y a Sahra le hubiera gustado poder hacerlo, pero todo el mundo sabía que Hamid no tenía tan siquiera una criada, por lo que, aparte de pasarse todo el día trabajando en la tienda mientras su marido se dedicara a jugar a las tablas reales en el café de Hadji Farid, ella tendría que encargarse también de la casa, la cocina y la colada.
Sabía por qué razón su padre había dado su consentimiento a aquella boda. Se había endeudado para pagar la fiesta de la boda de su hija mayor; los padres de Sahra eran ahora una de las familias más pobres de la aldea. La niña sabía que no le comprarían ningún vestido nuevo para la fiesta de la natividad del Profeta.
Saliendo del pequeño establo, Sahra contempló los verdes campos cubiertos por la bruma matinal. Mientras el sol asomaba por encima de los tejidos de adobe, el agua de la acequia se iluminó con sus dorados reflejos. La aldea estaba empezando a despertar; el humo de las hogueras y los olores del pan caliente y las alubias fritas llenaron el puro aire de la mañana cuando el almuédano llamó a la oración a través del altavoz de la mezquita:
—La oración es mejor que el sueño.
Sahra estaba deseando hablar con Abdu. Tras haberle visto sólo una vez para comunicarle la mala noticia, no le había vuelto a ver en la aldea ni en aquel campo. ¿Dónde se habría metido?
De pronto, vio a alguien acercándose por el borde de la acequia. Era alto y de anchas espaldas y sus pies agitaban la bruma que cubría la hierba haciéndola describir unas transparentes volutas. ¡Abdu! Sahra corrió a su encuentro, pero se alarmó al ver que el muchacho se había puesto su galabeya de fiesta y llevaba un fardo.
Abdu la miró largo rato con sus ojos verdes como el Nilo y después le dijo:
—Me voy, Sahra. He decidido unirme a los Hermanos. Puesto que no puedo tenerte, no quiero a ninguna mujer y me dedicaré a conducir de nuevo mi país a Alá y al Islam. Cásate con el jeque Hamid, Sahra, es viejo y morirá pronto. Y entonces tú heredarás la tienda y la radio y todo el mundo en la aldea te respetará y serás la viuda del jeque.
—¿Adónde vas? —preguntó Sahra con trémula voz.
—A El Cairo. Allí hay un hombre que me ayudará. Como no tengo dinero, iré a pie, pero llevo comida.
—Te daré la bufanda —dijo Sahra, notándose un nudo en la garganta. Temiendo que su padre la vendiera, había ocultado bajo su vestido la bufanda blanca de seda que le había regalado el forastero—. Te pagarán un buen precio por ella.
—Guárdala, Sahra —contestó Abdu—. Póntela en tu boda.
Al ver que ella se echaba a llorar, el joven la atrajo a sus brazos. La sensación del mutuo contacto y el calor y la firmeza de la carne que percibieron bajo la ropa les hicieron perder los sentidos.
—Oh, Sahra —murmuró Abdu.
—¡No me dejes, Abdu! ¡Me moriré sin ti!
Se hundieron en la humera hierba y fueron engullidos por la niebla y los altos carrizos.
A la puesta del sol, Sahra y su madre bajaron al Nilo y se unieron a otras mujeres de la aldea que estaban sacando agua, aporreando la colada con pastillas de jabón y lavándose los brazos y las piernas tras haberse cerciorado primero de que no había hombres a la vista. Las mujeres llenaron las jarras de agua y empezaron a chismorrear mientras los niños jugaban y chapoteaban a la orilla del río entre las patas de los búfalos que también habían bajado al agua.
—¡Mañana es el gran día, Um Hussein! —le dijeron las mujeres a la madre de Sahra. A pesar de que el mayor de sus hijos era una hembra, las mujeres se dirigían a ella utilizando el nombre de su primer hijo varón—. ¡Otra boda! ¡Llevamos una semana sin comer para prepararnos!
La madre de Sahra se echó a reír. Ella y su marido no tendrían que pagar nada por la fiesta de la boda; el jeque Hamid se había ofrecido a pagarlo todo de su bolsillo, lo cual constituía un gran honor y una suerte para ellos, pues no les quedaba una piastra tras la boda de su hija mayor.
Las amigas de Sahra, unas niñas que, como ella, acababan de ingresar en el aterrador mundo de las mujeres adultas, se rieron y se ruborizaron mientras le hacían comentarios sobre lo bien que iba a dormir a la noche siguiente.
—El jeque Hamid es insaciable —dijo una niña sin comprender muy bien lo que decía, pues se estaba limitando a repetir los picantes comentarios de las mujeres—. ¡Es justo lo que necesitas!
Las mujeres se rieron mientras sumergían las jarras en la sucia agua del río y se las colocaban sobre la cabeza.
—¡Hazle pasar hambre a Hamid, Sahra, y vendrá a ti todas las noches!
—Yo sé lo que tengo que hacer para que mi marido venga a mí todas las noches —se jactó Um Hakim—. Solía regresar a casa pasada la medianoche hasta que me harté. Cada vez que regresaba tarde, yo le decía desde la habitación: «¿Eres tú, Ahmed?».
—¿Y eso lo hizo enmendarse? —preguntaron las demás.
—¡Pues sí! ¡Porque mi marido se llama Gamal!
Las mujeres regresaron entre risas a la aldea mientras los niños correteaban a su alrededor y los mayores conducían los búfalos con unas cuerdas. El sol poniente tiñó de anaranjado y después de rojo las aguas del río cuando Sahra y su madre se quedaron solas junto a la orilla. Al final, la madre dijo:
—Te veo muy callada, hija de mi corazón. ¿Qué te ocurre?
—No quiero casarme con el jeque Hamid.
—Qué disparate estás diciendo. Ninguna muchacha elige a su marido. El día en que me casé con tu padre fue el primer día que le vi. Le tenía miedo, pero me acostumbré a él. Tú por lo menos conoces al jeque.
—No le amo.
—¡Amar! ¡Menuda tontería, Sahra! ¡Un yinn malicioso te habrá metido la idea en esta cabeza tan vacía que tienes! Obediencia y respeto es lo que puedes esperar en un matrimonio.
—¿Por qué no puedo casarme con Abdu?
—Porque es pobre… tan pobre como nosotros. Y el jeque Hamid es el hombre más rico de la aldea. ¡Llevarás zapatos, Sahra! ¡Y, a lo mejor, una pulsera de oro! Él paga la boda, no lo olvides. Es un hombre generoso y será bueno con nosotros cuando tú seas su esposa. Tienes que pensar en tu familia antes que en ti.
Sahra sumergió la jarra en el agua y rompió a llorar.
—¡Ha ocurrido una cosa terrible! —dijo.
Su madre se quedó petrificada. Después, posó la jarra sobre la hierba y asió a su hija por los hombros.
—¿De qué estás hablando? Sahra, ¿qué has hecho?
Pero ya lo sabía. Lo temía desde que su hija empezó a tener la regla. Había visto cómo Sahra y Abdu se miraban con ojos de ternero y por la noche había permanecido despierta, temiendo no poder proteger a su hija menor hasta que consiguiera casarla. Y ahora la peor pesadilla se había convertido en realidad.
—¿Es Abdu? —preguntó en un susurro—. ¿Te has acostado con él? ¿Te ha robado la virginidad?
Sahra asintió mientras su madre cerraba los ojos musitando:
—Inshallah, es la voluntad de Alá. —Estrechando a Sahra en sus brazos, su madre recitó un versículo del Corán—: «El Señor crea y después mide y después guía. Todo lo pequeño y lo grande que hacemos ya está inscrito en el libro de Alá». Es su voluntad. —Con la voz temblando de emoción, añadió—: Él extravía a quien quiere y Él guía a quien quiere. —Después, enjugó las lágrimas de Sahra y le dijo—: Ya no puedes quedarte aquí, hija de mi corazón. Debes irte. Tu padre y tus tíos te matarían si se enteraran de lo que has hecho. El jeque Hamid no encontrará la sangre de la virginidad mañana por la noche y ellos sabrán que nos has deshonrado. Tienes que salvarte, Sahra. Alá es compasivo. Él cuidará de ti.
La niña se tragó las lágrimas y miró a su querida madre que la había instruido y guiado durante toda su vida.
—Espera aquí —le dijo su madre—. No vuelvas a casa conmigo. Regresaré cuando tu padre haya cenado. Tengo una pulsera y una sortija que me regaló tu padre el día de nuestra boda y el velo que me dejó la tía Alya. Puedes venderlos, Sahra. Te traeré comida y te daré mi pañuelo. Procura que no te vea nadie y no le digas a nadie adonde vas. No podrás regresar a la aldea.
Sahra pensó en la bufanda del rico que se había anudado alrededor de la cintura bajo el vestido. También la vendería. Después, se apartó de su madre y contempló el río; unos cuantos kilómetros corriente abajo había un puente que conducía a la ciudad. Era el camino que había tomado Abdu. Ella lo seguiría.