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—¿Qué te ocurre, Amira? —preguntó Maryam mientras su amiga arrancaba hojas de romero y las guardaba en un cesto.

Amira enderezó la espalda y se quitó el velo de la cabeza, dejando al descubierto la sedosa negrura de su cabello bajo el sol. Aunque estaba en el huerto recogiendo hierbas, iba vestida para recibir a sus invitados y lucía una costosa blusa de seda y una falda negra, por respeto no sólo a su difunto marido muerto poco antes de que estallara la guerra sino también a su nuera recientemente fallecida. Pero, como siempre, iba a la última moda, pues sus modistas importaban los patrones de Londres y París. Y, como de costumbre, había dedicado algún tiempo a maquillarse… cejas depiladas y pintadas con alcohol a la usanza egipcia para resaltar los ojos, y carmín de labios rojo oscuro. Llevaba, además, un velo negro sobre los hombros por si recibiera la visita de algún varón, en cuyo caso se cubriría la parte inferior del rostro y se envolvería la mano derecha en una esquina del velo antes de estrechar la del visitante.

—Estoy preocupada por mi hijo —dijo Amira finalmente, añadiendo unas flores a su cesto—. Se comporta de una manera muy rara desde el día del entierro.

—Ibrahim llora la muerte de su esposa —dijo Maryam—. Era joven y encantadora. Y él estaba muy enamorado. Han transcurrido sólo dos semanas desde su muerte, necesita tiempo.

—Sí —convino Amira—, puede que tengas razón.

Se encontraban en el huerto privado de Amira donde ésta cultivaba las hierbas medicinales que utilizaba en la elaboración de sus productos curativos. Lo había creado tiempo atrás la madre de Alí Rashid, según el modelo del huerto del rey Salomón de la Biblia, plantando alcanfor, estoraque y azafrán, ácoro y canela, mirra y áloes. Por su parte, Amira había añadido plantas medicinales importadas: casia, hinojo, consulea y manzanilla con las cuales preparaba sus cocimientos, jarabes, elixires y ungüentos.

Era la hora de la siesta, en que todas las tiendas y comercios de El Cairo estaban cerrados, la hora en que Amira recibía a sus visitas y en que Maryam Misrahi, que vivía en la gran mansión de al lado, solía acudir también a visitarla. Maryam, más alta que la morena Amira, no ocultaba su precioso cabello pelirrojo bajo un velo y lucía un llamativo vestido amarillo cuyo color había atraído la atención de un gracioso colibrí.

—Ibrahim lo superará —dijo—. Con la ayuda de Dios. —Esto último lo dijo en hebreo porque Maryam, cuyo apellido significaba «egipcio» en árabe, era judía—. Pero hay otra cosa que te preocupa, Amira. Te conozco desde hace demasiado tiempo como para no adivinar cuándo hay algo que te inquieta.

Amira se apartó una abeja del rostro con un gesto de la mano.

—No quería agobiarte con esta carga, Maryam.

—¿Desde cuándo no lo compartimos todo, las alegrías y las penas e incluso la tragedia? Nos ayudamos mutuamente a traer al mundo a nuestros hijos, Amira, somos hermanas.

Amira recogió el cesto lleno de olorosas hierbas y especias y contempló la puerta del muro del jardín; estaba abierta para que pudieran entrar los visitantes. Amira jamás salía de casa, no había puesto los pies en la calle desde que Alí la condujera a la mansión tras casarse con ella, por cuyo motivo cualquier persona que quisiera verla tenía que acudir a la casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso. Las visitas solían ser muy numerosas. Tiempo atrás, compadeciéndose de la joven esposa cuyo marido la mantenía secuestrada, Maryam le había presentado a sus propios amigos y, a lo largo de los años, las amistades se habían multiplicado, al igual que la fama de Amira como experta conocedora de antiguos productos curativos. Raras veces pasaba una tarde sin que recibiera visitas.

—¡No te puedo ocultar ningún secreto! —dijo Amira, esbozando una sonrisa mientras ella y Maryam regresaban por el camino embaldosado. Sonreía para disimular su mentira. Maryam conocía todos sus secretos menos uno: no sabía nada sobre el harén de la calle de las Tres Perlas—. No consigo dormir bien a causa de unas pesadillas que me turban.

—¿Las pesadillas sobre el campamento del desierto y los hombres a caballo? Cada vez que nace alguna criatura en esta casa sueñas lo mismo, Amira.

—No. —Amira sacudió la cabeza—. Me refiero a unos nuevos sueños que jamás había tenido, Maryam. Sueño con Andreas Skouras, el ministro de Cultura.

Maryam la miró sorprendida y, soltando una carcajada, tomó del brazo a su amiga mientras ambas caminaban bajo la sombra de los viejos árboles.

Alí Rashid Bajá había plantado tiempo atrás en su jardín muchos limoneros, limeros, naranjos y mandarinos, y también plumosas casuarinas, umbrosos sicómoros y autóctonas higueras, olivos y granados. Una fuente turca dominaba el florido jardín en medio de los lirios, las amapolas y los papiros; un ornamentado reloj de sol llevaba grabado un verso de Omar Jayyam sobre la fugacidad del tiempo; y unas parras engalanaban los muros.

—¡El señor Andreas Skouras! —exclamó Maryam entusiasmada—. Si no estuviera casada, ¡yo también soñaría con él! ¿Y eso por qué te preocupa, Amira? Llevas demasiado tiempo viuda. Eres joven y puedes tener más hijos. ¡El señor Skouras! Qué agradable perspectiva.

Amira no lograba explicar con palabras por qué razón los sueños sobre el apuesto ministro turbaban su espíritu. Si le hubieran preguntado, hubiera contestado que no esperaba que un hombre pudiera casarse con una mujer que no conocía su verdadera familia y no sabía dónde había nacido ni cuáles eran sus antepasados y su linaje. Sin embargo, analizando con más detalle sus sentimientos, Amira descubría una razón más oscura para explicar el temor que le inspiraban los sueños sobre el señor Skouras… la sombra del remordimiento era la culpable de su inquietud, un remordimiento causado por el hecho de haberse enamorado de Andreas Skouras en vida de Alí.

—¿Qué siente él por ti?

—Maryam, él no siente nada por mí. Soy simplemente la viuda de su mejor amigo. Desde que murió Alí, quiera Alá que more en su Paraíso, sólo he visto al señor Skouras cuatro veces. La última vez fue hace cuatro semanas cuando asistió al funeral. Antes le vi en la boda de Ibrahim y anteriormente en la de Nefissa. Y antes en el funeral de Alí. Cuatro veces en cinco años, Maryam. No se puede decir que me haya prestado una especial atención.

—Lo que ocurre es que respeta tu viudez y honra tu reputación. Sí, le vi aquí hace un par de semanas y me pareció que te dedicaba una especial atención, Amira.

—Porque acababa de perder a mi nuera.

—Alá le conceda la paz. Pero los ojos de Skouras te seguían por todas partes.

Amira se emocionó, pero experimentó al mismo tiempo una punzada de remordimiento. ¿Cómo podía pensar en semejantes cosas cuando su joven nuera acababa de morir y su hijo estaba tan afligido y la recién nacida se había quedado sin madre? Amira se avergonzó de pensar en un idilio. Recordó el día en que había conocido a Skouras, cuando Alí lo trajo a la casa. Amira le estrechó la mano con la suya envuelta en una esquina del velo tal como exigían las normas, pero aun así sintió el calor de su piel y le pareció que sus ojos se detenían más de lo debido en su rostro, ¿o acaso habían sido figuraciones suyas? Comprendió en aquel instante que había traicionado a su esposo, aunque sólo de pensamiento. Ahora, mientras cruzaba el soberbio jardín de Alí en compañía de su mejor amiga, pensó que estaba traicionando a sus hijos. Tenía que quitarse a Skouras de la cabeza. Tenía que encontrar la manera de acabar con aquellos turbadores sueños.

Unas palomas levantaron súbitamente el vuelo desde la azotea como si algo las hubiera asustado y se posaron ruidosamente en las ramas de los álamos que bordeaban la calle de las Vírgenes del Paraíso. Usando la mano como visera para protegerse del sol, Amira levantó los ojos y vio la silueta de alguien en la azotea de la casa, recortándose contra el sol.

—Es Nefissa —dijo Maryam levantando también la mirada—. ¿Qué está haciendo tu hija en la azotea?

No era la primera vez que Amira veía a su hija de veinte años allá arriba entre el emparrado y el blanco palomar.

—A lo mejor —añadió Maryam con una sonrisa—, la hija se halla bajo la influencia del mismo hechizo que la madre. ¿No te parece que Nefissa se comporta últimamente como si estuviera enamorada? ¡Qué románticas son las mujeres Rashid! —dijo riéndose—. Y qué bien recuerdo yo los amores juveniles.

Cabía la posibilidad de que su hija se hubiera enamorado, reconoció Amira, pero ¿de quién? Viuda desde que su joven esposo muriera trágicamente en un accidente sufrido durante una carrera automovilística, Nefissa vivía prácticamente recluida, según la costumbre. ¿A quién podía haber conocido?, se preguntó Amira. ¿Qué ocasiones había tenido de hacer amistad con un hombre? Puede que sea un amigo de la princesa, alguien a quien Nefissa ha conocido en la corte, concluyó Amira, consolándose al pensar en la imagen de un hombre acaudalado perteneciente a alguna antigua y respetada familia de la nobleza. Un hombre como Andreas Skouras…

—¿Sabes lo que tú necesitas? —dijo Maryam mientras ambas se acercaban a la glorieta donde Amira recibía a sus amistades—. Necesitas salir de la casa y distraerte. Recuerdo cuando nos conocimos; Suleiman y yo llevábamos un mes casados cuando él me trajo a esta casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso. Tu Ibrahim tenía cinco años y mi Itzak aún no había nacido. Me invitaste a tomar el té y yo me quedé de piedra al enterarme de que jamás habías puesto los pies fuera de tu jardín. Por supuesto que muchas esposas vivían así por aquel entonces, pero, Amira, hermana mía, eso fue hace más de veinte años, ¡los tiempos están cambiando! El harén ha pasado de moda, ahora las mujeres salen a la calle y van solas a todas partes. Ven conmigo y Suleiman, nos iremos de vacaciones a Alejandría. El aire del mar te sentará bien.

Pero Amira ya había estado una vez en Alejandría cuando Alí Rashid se llevó a su familia a pasar el verano en una villa al borde del Mediterráneo. El traslado desde el calor de El Cairo al fresco clima marítimo de la costa norte había sido un gran acontecimiento. Los preparativos habían durado varios días y los criados habían hecho las maletas en medio de una atmósfera de gran nerviosismo. Al final, las mujeres, bien protegidas por los velos, habían sido conducidas directamente de la casa a un automóvil y, al llegar a su destino, habían pasado a toda prisa del automóvil a la villa sin quitarse los velos. Alejandría no le había gustado. Desde el balcón de su casa de veraneo había visto en el puerto los navíos de guerra británicos y los transatlánticos norteamericanos que tal vez llevaran peligrosas costumbres a Egipto.

—La casa y todo lo que hay en ella —prosiguió diciendo Maryam— se las arreglarán muy bien en tu ausencia.

Amira sonrió y agradeció la invitación, tal como había hecho otras veces. Cada año, Maryam trataba por todos los medios de convencerla y aducía nuevas razones para que Amira se liberara de la antigua tradición según la cual las esposas debían permanecer confinadas en la casa, y cada año Amira le decía lo mismo que le estaba diciendo ahora:

—Sólo hay dos motivos en la vida de una mujer para que ésta salga de su casa: cuando abandona la casa de su padre para trasladarse a la de su marido y cuando abandona la casa de su marido en un ataúd.

—¡No hables de ataúdes! —dijo Maryam—. Eres joven, Amira, y hay un mundo maravilloso más allá de estos muros. Tu marido ya no puede mantenerte prisionera en tu casa, eres una mujer libre.

Sin embargo, no era Alí Rashid quien había convertido a su esposa en una prisionera. Amira recordó el día en que Alí le dijo:

—Amira, esposa mía, vivimos unos tiempos de cambios muy rápidos y yo soy un hombre progresista. En todo Egipto las mujeres se están quitando el velo y salen de sus hogares. Te doy permiso para que salgas de casa siempre que lo desees y sin el velo, con tal de que te acompañe alguien.

Amira le dio las gracias, pero se negó a emanciparse. Alí se sorprendió, tal como ahora se estaba sorprendiendo Maryam, de que una mujer como Amira Rashid, en la flor de la edad y con toda la fuerza y el vigor de la juventud, aceptara voluntariamente las severas limitaciones por cuya abolición llevaban tantos años luchando las egipcias liberales.

Amira sabía que su negativa a liberarse hundía sus raíces en los oscuros años de su infancia y en aquel vago temor que no podía identificar. En los perdidos recuerdos de la época anterior a su octavo cumpleaños se encontraba la causa de su zozobra. Hasta que consiguiera recuperar aquellos recuerdos perdidos y descubrir la razón de sus temores, permanecería encerrada en la seguridad de los muros de la calle de las Vírgenes del Paraíso.

—Tienes una visita —dijo Maryam al ver que alguien cruzaba la puerta.

Desde su atalaya de la azotea donde las abejas zumbaban entre las parras y las palomas arrullaban bajo los aleros, Nefissa contempló las doradas cúpulas y los alminares de El Cairo y, mientras sus ojos se posaban en las aguas del Nilo centelleando bajo el sol, pensó: «Esta vez, cuando venga, bajaré y le hablaré».

Desde la azotea de la mansión Rashid se podía ver toda la ciudad, desde el río hasta la Ciudadela y, en las claras noches de luna, se divisaban incluso las pirámides cual una espectral sucesión de triángulos en el lejano desierto. Sin embargo, esta tarde, en las somnolientas horas de la siesta, Nefissa concentró su interés en la calle situada al otro lado de los altos muros que rodeaban la casa y los jardines. Cada vez que pasaba un carruaje y los cascos de los caballos resonaban sobre los adoquines, se inclinaba sobre el parapeto y se preguntaba: ¿Será él? Y cada vez que un vehículo militar enfilaba la calle de las Vírgenes del Paraíso, sentía que el corazón le daba un vuelco en el pecho. Nunca sabía cuándo pasaría por allí ni si lo haría a pie o en automóvil.

Al ver a su madre y a Maryam Misrahi en el jardín de abajo, se apartó inmediatamente para que no la vieran. ¡Estaba segura de que no aprobarían su comportamiento!

Se había quedado viuda unos meses atrás, estando embarazada de su segundo hijo. La tradición la obligaba a llevar una vida casta y recatada. Pero ¿cómo podría hacerlo si apenas tenía veinte años y su marido era un hombre al que apenas conocía, un playboy amante de las salas de fiestas y el jolgorio que se había matado al volante de un bólido en el transcurso de una carrera automovilística? Nefissa se había casado con un desconocido con quien había convivido tres años y al que había dado dos hijos, y ahora tendría que pasarse un año de luto.

Pero no podía. Le era imposible. No le cabía la menor duda de que se estaba enamorando.

Había visto al desconocido por primera vez hacía algo más de un mes cuando estaba contemplando la calle a través de una pequeña abertura de la antigua celosía de madera que cubría la ventana de su habitación. Un oficial británico bajó por la acera y se detuvo junto a una farola para encender un cigarrillo. El oficial levantó la vista y los ojos de ambos se cruzaron. Fue una pura casualidad, por supuesto, pero, cuando él levantó la vista por segunda vez, Nefissa comprendió que aquello ya no había sido una casualidad. Permaneció inmóvil sosteniéndose el velo sobre el rostro para que sólo se le vieran los ojos. Y él se quedó de pie junto a la farola más tiempo del necesario, mirando a su alrededor con expresión intrigada.

Desde entonces, Nefissa vigilaba la calle en la esperanza de verle. Pasaba a distintas horas, se detenía junto a la farola, encendía un cigarrillo y la miraba durante unos prohibidos momentos a través del humo. Antes de que él reanudara la marcha, Nefissa tenía ocasión de contemplar por un instante su bello rostro… Era rubio y de tez clara, y más apuesto que ningún hombre que ella jamás hubiera visto.

¿Dónde vivía? ¿Adónde se dirigía cuando pasaba por delante de su casa y de dónde venía? ¿Qué tarea desempeñaba en el ejército británico? ¿Cómo se llamaba y qué pensaba cuando levantaba la vista hacia la ventana y veía los ojos de Nefissa enmarcados por el velo?

Si pasara aquella tarde, no la vería en la ventana, pensó Nefissa, experimentando un estremecimiento de emoción. Hoy le iba a dar una sorpresa.

Mientras le esperaba, forjando en su mente un atrevido plan, Nefissa se preguntó qué pensaría él. ¿Estaría tan sorprendido como ella de que finalmente hubiera terminado la guerra en Europa? ¿Esperaban él y sus compañeros de armas británicos que los combates se prolongaran veinte años, como se esperaba en El Cairo? Nefissa no podía creer que hubieran terminado las alarmas y los bombardeos y que ya no tuvieran que levantarse a toda prisa de la cama en mitad de la noche para correr al refugio antiaéreo que Ibrahim había mandado construir dentro de los muros de su propiedad, pues hubiera sido inconcebible que las mujeres de su familia hubieran tenido que esconderse en un refugio antiaéreo público. ¿Ocultaban aquellos seductores ojos británicos el temor de que, una vez terminada la guerra, los sentimientos antibritánicos se agudizaran en El Cairo y los egipcios exigieran la retirada de los ingleses que ocupaban Egipto desde hacía tanto tiempo?

Nefissa no quería pensar ni en la guerra ni en la política. No quería imaginar la expulsión de Egipto de su apuesto oficial. Quería saber quién era, hablar con él, e incluso… hacer el amor con él. Pero tendría que tomar muchas precauciones. Como alguien descubriera su secreto idilio, el castigo podría ser muy grave. ¿Acaso Fátima, su hermana mayor, no había sido desterrada de la familia por culpa de un terrible pecado?

Pero ella no quería preocuparse por las consecuencias, sólo le interesaban los riesgos. Hoy no permanecería sentada junto a la ventana con el rostro cubierto por un velo; hoy daría un paso más audaz.

Mientras contemplaba la calle, Nefissa se sintió invadida por una inmensa sensación de alborozo. Al final, había conseguido averiguar algo sobre su oficial.

La víspera había salido de compras con la hermana del rey Faruk, que era amiga suya, y, tras haber visitado los comercios más lujosos de El Cairo, acompañadas por el habitual séquito y los guardaespaldas de la princesa, ambas habían decidido ir a tomar el té al Groppi’s. La dirección del establecimiento solicitó a todos los clientes que se retiraran para que la regia comitiva pudiera disfrutar de intimidad. Mientras tomaban un té con pastas, Nefissa miró casualmente hacia la calle y vio pasar a dos oficiales británicos, vestidos con el mismo uniforme que su oficial.

—¿Qué clase de oficiales son? —preguntó a sus acompañantes con aire distraído.

Le indicaron la graduación. No era mucho, porque ni siquiera sabía cómo se llamaba, pero ya sabía algo más que la víspera.

Era un teniente, el teniente Fulano de Tal, y sus hombres le debían llamar «señor».

Contempló la calle, mirando por encima de las copas de los tamarindos y las casuarinas que crecían en el jardín de abajo y rezando para que él pasara por allí. ¡El día era espléndido y sin duda le apetecería salir a dar un paseo! Las mansiones vecinas, ocultas tras los altos muros y los frondosos árboles floridos, aparecían bañadas por el cálido sol, y la brisa del Nilo llevaba el perfume de las flores de azahar. Sólo los gorjeos de los pájaros y el rumor de las fuentes turbaban el silencio de la tarde. Soñando con su idilio, a Nefissa le pareció muy curioso que la calle donde ella vivía tuviera una leyenda fundada en el amor.

Contaba la leyenda que muchos siglos atrás una secta de santos varones había llegado a la región procedente de Arabia, tras haber recorrido los campos y los desiertos. Iban completamente desnudos y, donde quiera que fueran, las mujeres acudían a ellos en tropel porque, según se decía, el hecho de acostarse con ellos o simplemente de tocarlos curaba la esterilidad de las esposas y garantizaba a las doncellas unos maridos viriles. Al parecer, en el siglo XV, uno de aquellos varones se había presentado un día en un palmeral de las afueras de El Cairo donde había bendecido a cientos de mujeres en apenas tres días, transcurridos los cuales murió. Los testigos de la escena declararon que las vírgenes de oscuros ojos de Alá que el Corán promete a los creyentes como recompensa celestial, descendieron del firmamento y se llevaron el cuerpo del santo varón al Paraíso. De este modo, el palmeral pasó a llamarse el lugar de las Vírgenes del Paraíso. Cuatrocientos años más tarde, cuando los británicos que ocupaban Egipto en calidad de protectorado empezaron a construir sus mansiones en un nuevo barrio de El Cairo llamado la Ciudad Jardín, conservaron aquel pedazo de historia local, dando a una pequeña calle en forma de media luna el nombre de la calle de las Vírgenes del Paraíso. Y allí fue donde Alí Rashid construyó su mansión de color de rosa, rodeándola de un lujuriante jardín y de unos altos muros para proteger a sus mujeres, cubriendo las ventanas con celosías de mashrabiya para que sus esposas y hermanas pudieran ver sin ser vistas. Después, llenó la casa de lujosos muebles y objetos de gran valor y, por encima de la puerta principal, mandó colocar una plancha de lustrosa madera labrada que decía: «Oh, Tú Que Entras En Esta Casa, Alaba Al Profeta Elegido». Al morir la víspera del estallido de la Segunda Guerra Mundial, Alí Rashid Bajá dejó una viuda, su última esposa Amira, un hijo, el doctor Ibrahim, las hijas de sus anteriores matrimonios y toda una serie de mujeres de su familia con sus correspondientes hijos. Y Nefissa, su última hija, la que soñaba con el amor.

Nefissa vio que alguien cruzaba la puerta del jardín. Los amigos visitaban a menudo a su madre durante la hora de la siesta, pero también acudían a verla desconocidos, sobre todo mujeres que habían oído hablar de los saberes de Amira y querían pedirle consejo, remedios o amuletos. A Nefissa le encantaban las peticiones… y la gente pedía elixires de amor o afrodisíacos, anticonceptivos y medicinas para los trastornos menstruales, y remedios para favorecer la fertilidad de las mujeres estériles o curar la impotencia de los maridos.

Nefissa se reunía algunas veces con su madre y las visitas, tal como hacían las demás mujeres Rashid y las muchachas y los niños que vivían en la calle de las Vírgenes del Paraíso. Pero aquel día Nefissa no pensaba hacerlo. Si aquel día pasara su teniente, bajaría al jardín y le daría una sorpresa.

Amira y Maryam se sentaron en la glorieta, una exquisita obra de arte en hierro forjado en forma de jaula de pájaros cubierta de filigranas y rematada por una imitación de la cúpula de la mezquita de Muhammad Alí, que cada primavera se volvía a pintar de blanco para que resplandeciera bajo el sol. Sin embargo, la glorieta tenía un defecto: el diseño de la entrada era asimétrico. La imperfección era deliberada, pues los artistas musulmanes siempre dejaban un defecto en su obra, en la creencia de que sólo Alá era capaz de crear una cosa perfecta.

Una criada se acercó a la glorieta diciendo:

—Tienes una visita, mi ama.

Amira vio acercarse a una mujer a la que jamás había visto; iba muy bien vestida con zapatos de cuero a juego con el bolso y un sombrero importado de Europa con un velo que le cubría la cara… estaba claro que era una mujer adinerada.

—Te deseo un día muy próspero, sayyida —dijo la mujer, utilizando el tratamiento de respeto de «señora»—. Soy la señora Safeya Rageb.

Aunque la categoría de una mujer solía establecerse a través de la elegancia de su atuendo, su refinada manera de hablar el árabe, el número de criados de su casa y la posición de su marido, lo más importante era el título que utilizaba, cosa que la visitante de Amira se había apresurado a especificar. «Señora» era el tratamiento de respeto de una mujer casada. Sin embargo, Amira observó que su visitante no se había presentado como Um, es decir, «madre», seguido del nombre del hijo, pues el máximo honor se tributaba siempre a la madre de un varón… de ahí que Um Ibrahim tuviera una consideración más alta que Um Nefissa.

—Te deseo un día próspero y lleno de bendiciones, señora Safeya. Siéntate, por favor —dijo Amira, sirviendo el té.

Después empezó a comentar el tiempo y la excelente cosecha de naranjas que iba a haber aquel año y le ofreció a la señora Rageb un cigarrillo que ésta aceptó siguiendo el ritual, pues el hecho de que un visitante expusiera de inmediato el objeto de su visita constituía una ofensa y el hecho de que una anfitriona le preguntara a su visitante cuál era el objeto de su visita se consideraba una grosería. Amira se fijó en el curioso amuleto hecho con una piedra azul que colgaba de una fina cadena de oro alrededor del cuello de su visitante. Puesto que el azul era el color tradicional para mantener alejado el mal de ojo, Amira pensó: «Tiene miedo».

—Perdóname, sayyida —dijo finalmente Safeya Rageb sin apenas poder disimular su nerviosismo—. He venido a tu casa porque he oído decir que eras una sheija y que tienes una gran sabiduría y unos maravillosos conocimientos. Dicen que puedes curar todas las dolencias.

—Todas las dolencias —dijo Amira con una sonrisa— menos aquélla de la cual una persona está destinada a morir.

—Ignoraba tu reciente duelo.

—La necesidad tiene sus propias leyes. ¿En qué puedo servirte?

Al ver que Safeya Rageb miraba a Maryam con expresión turbada, Amira se levantó diciendo:

—Maryam, te ruego que nos perdones. Señora Safeya, ¿quieres acompañarme?

Nefissa avanzó pegada al muro del jardín, mirando hacia la glorieta para asegurarse de que nadie la viera. Había dos puertas en el muro: la de los peatones, que estaba abierta, y la gran puerta de doble hoja del otro lado de la calzada, que conducía a la cochera de la parte de atrás. A esta última se estaba dirigiendo Nefissa. Acercándose a la puerta, miró a través de una rendija y contuvo la respiración…

¡Estaba allí!

Había venido y ahora estaba mirando hacia las ventanas de arriba. Nefissa percibió los fuertes latidos de su corazón. Era su oportunidad antes de que él se alejara, pero tenía que procurar que nadie la viera.

En un primer tiempo, había pensado arrojarle una nota, diciéndole su nombre y preguntándole quién era él. Pero en seguida pensó: ¿Y si él no la viera y, en su lugar, la encontrara un vecino? Después se le ocurrió algo de tipo más personal, un guante o tal vez un chal. Pero ¿y si él no pudiera recogerlo y otra persona lo encontrara y adivinara que era suyo? Se había pasado toda la mañana dándole vueltas hasta que, al final, se le había ocurrido una idea y ahora…

De pronto, se quedó petrificada.

¡La voz de su madre! ¡Se estaba acercando! Nefissa se escondió rápidamente detrás de unos arbustos ¿Y si él se marchara? ¿Y si pensara que ella ya había perdido el interés? Oh, madre, ¿qué estás haciendo aquí? ¡Camina más deprisa, madre! ¡Más deprisa!

Vio a su madre en el camino embaldosado en compañía de una mujer a la que ella jamás había visto. Hablaban en voz baja y, al parecer, Amira no se había dado cuenta de que su hija estaba escondida detrás de los arbustos.

Cuando al final pasaron de largo y se perdieron entre los mandarinos, Nefissa se acercó de nuevo a la rendija de la puerta y miró. ¡Todavía estaba allí!

Arrancando rápidamente una escarlata rosa de Siria, la arrojó por encima del muro y contuvo la respiración, mirando a través de la rendija.

¡Él no la había visto!

Pasó un camión militar cuyos enormes y polvorientos neumáticos estuvieron a punto de aplastar la flor. Sin embargo, cuando el camión se perdió calle abajo, Nefissa vio que el oficial bajaba a la calzada y recogía la flor. Después, vio que contemplaba el muro hasta que sus ojos se posaron en la puerta, justo en el lugar donde ella se encontraba. Jamás le había visto tan de cerca; tenía unos ojos del color de los ópalos con unas pestañas muy rubias y un lunar en la mejilla izquierda… ¡qué guapo era! A continuación, el oficial hizo algo asombroso: clavando los ojos en los suyos, se acercó la flor a los labios y la besó.

Nefissa creyó desmayarse.

¡Sentir aquellos labios sobre los suyos y aquellos brazos alrededor de su cuerpo! Sin duda ambos estaban destinados a algo más que unas furtivas miradas por encima de un muro. Nefissa sabía que estaban destinados a encontrarse algún día de la manera que fuera.

Un leve temor le atravesó el cuerpo. ¿Cómo reaccionaría él cuando se enterara de que había estado casada y tenía dos hijos? Las viudas y las repudiadas no eran un trofeo muy codiciado por los varones egipcios, pues las mujeres con experiencia sexual se consideraban poco aptas para un segundo matrimonio. Habiendo conocido el amor de otro hombre, era fácil que lo compararan con el del nuevo esposo. ¿Los ingleses también serían así?, se preguntó. Nefissa apenas sabía nada sobre aquella raza de tez clara que llevaba casi un siglo ocupando Egipto y que presuntamente lo hacía para «proteger» el país, aunque algunos afirmaran que, en realidad, los ingleses eran unos imperialistas. ¿Valorarían la virginidad? ¿La encontraría su apuesto teniente menos atractiva cuando supiera la verdad?

No, pensó. Él no sería así. El encuentro entre ambos sería maravilloso. Presentía que se iban a encontrar.

—¿Nefissa?

La joven se volvió.

—¡Tía Maryam, me has asustado!

—¿No te he visto arrojar una flor por encima del muro? —preguntó Maryam Misrahi esbozando una sonrisa—. Supongo que, al otro lado, debía de haber alguien para recogerla. —Al ver que Nefissa se ruborizaba, Maryam se rió y le rodeó los hombros con su brazo—. Apuesto a que debía de ser un galán.

Nefissa experimentó una sensación de ahogo en el pecho. Quería estar sola, contemplarlo, estar cerca de él un momento más, tal vez oír su voz. Pero entonces oyó unas pisadas alejándose al otro lado del muro.

Maryam olía ligeramente a jengibre y su cabello brillaba como el fuego bajo el sol. Había ayudado a Nefissa a venir al mundo y, por consiguiente, la quería como a una hija.

—¿Quién es él? —preguntó con una sonrisa—. ¿Le conozco yo?

La joven no se atrevía a contestar. Todo el mundo sabía que Maryam Misrahi odiaba a los británicos porque habían matado a su padre durante la revuelta de 1919. Formaba parte del grupo de intelectuales y políticos ejecutados por el delito de «asesinar» británicos. Maryam contaba por aquel entonces dieciséis años.

—Es un oficial británico —contestó Nefissa al final.

Al ver que Maryam fruncía el ceño, la muchacha se apresuró a añadir:

—Pero no te imaginas lo guapo, elegante y refinado que es, tía. ¡Debe medir un metro ochenta y tiene el cabello del color del trigo! Ya sé que tú no lo apruebas, pero todos no pueden ser malos, ¿no crees? ¡Tengo que conocerle! Todo el mundo dice que los británicos abandonarán Egipto muy pronto. Yo no quiero que se vayan, porque entonces, ¡él también se irá!

Maryam la miró con una nostálgica sonrisa, recordando las épocas en que ella también tenía veinte años y estaba locamente enamorada.

—Por lo que yo he oído decir, querida, los británicos no se van a marchar tan fácilmente.

—En tal caso habrá violencia —dijo tristemente Nefissa—. He oído comentarios. Todo el mundo dice que, si los británicos no se van, habrá disturbios y tal vez incluso una revolución.

Maryam no contestó. Ella también había oído aquellos rumores.

—No te preocupes —dijo mientras ambas se dirigían a la glorieta—. Estoy segura de que a tu oficial no le va a pasar nada.

Nefissa se animó inmediatamente.

—Sé que nos vamos a conocer. Es nuestro destino, tía. ¿Has sentido tú alguna vez algo parecido? ¿Eso de estar predestinada para alguien? ¿Sentiste eso con el tío Suleiman?

—Sí —contestó Maryam en un susurro—. Cuando Suleiman y yo nos conocimos, comprendimos inmediatamente que estábamos hechos el uno para el otro.

—Me guardarás el secreto, ¿verdad, tía? ¿No se lo dirás a mi madre?

—No le diré nada a tu madre. Nos guardaremos mutuamente nuestros secretos —dijo Maryam, pensando en su querido Suleiman y en el secreto que ella le había ocultado a lo largo de todos aquellos años.

—Mi madre no tiene ningún secreto —dijo Nefissa—. Es demasiado honrada para tener algo que ocultar.

Maryam apartó la mirada. El secreto de Amira era el mayor de todos.

—¡Tengo que encontrar la manera de reunirme con él! —dijo Nefissa, acercándose con Maryam a la glorieta donde ahora se habían congregado todas las mujeres Rashid para conversar y tomar el té mientras los niños se entretenían jugando a la pelota—. Mi madre jamás lo permitiría, por supuesto. Pero soy una mujer adulta, tía. Tengo derecho a decidir si quiero llevar el velo o no. Ahora ya casi nadie lo lleva. Mi madre es muy anticuada y se aferra muchos a las antiguas costumbres. ¿Acaso no se da cuenta de que los tiempos están cambiando? ¡Egipto es ahora un país moderno!

—Tu madre se da perfecta cuenta de que los tiempos están cambiando, Nefissa. Tal vez por eso se aferra más que nunca a las antiguas costumbres.

—¿Quién es la mujer que la acompañaba hace un momento? Me pareció que querían hablar en privado.

—Ah, sí —dijo Maryam con una sonrisa—. Más secretos…

—Eso nadie lo sabe, señora Amira —estaba diciendo Safeya Rageb—. Es un peso que soporto yo sola.

Se refería a la razón de su visita: su hija, catorce años, soltera y embarazada. Safeya había oído decir que Amira conocía secretos brebajes y remedios.

De pronto, Amira recordó su infancia en el harén y un té que a veces les administraban a ciertas mujeres que, a su juicio, no estaban enfermas. Sin embargo, tras haberlo bebido, las mujeres se pasaban un rato indispuestas. Las concubinas de mayor edad lo llamaban poleo y más tarde ella averiguó que era un abortivo.

—Señora Safeya —dijo Amira, invitando a su visitante a sentarse en un banco de mármol a la sombra de un olivo—, sé lo que has venido a pedirme y, aunque comprendo tu apurada situación, no puedo dártelo.

La mujer rompió a llorar.

Amira le hizo una seña a una criada que permanecía de pie a una discreta distancia y, momentos después, la criada les sirvió una infusión hecha con la manzanilla que Amira cultivaba en su huerto. Invitando a su visitante a beberla antes de proseguir la conversación, Amira esperó a que la señora Rageb se tranquilizara un poco.

—¿Qué me dices del padre de la muchacha? —preguntó—. ¿No sabe nada?

—Mi marido y yo somos Sai’idi, señora Amira. Procedemos de una aldea del Alto Egipto y nos casamos cuando yo tenía dieciséis años y él diecisiete. Tuve a mi hija un año más tarde. Aún viviríamos allí si mi marido no hubiera oído hablar de la inauguración de una Academia Militar destinada a los hijos de los campesinos. Estudió muy duro y fue aceptado. Ahora ostenta el rango de capitán. Es un hombre orgulloso, señora Amira, y valora el honor por encima de todo. No, él no sabe nada de la deshonra de nuestra hija. Fue trasladado a un puesto del Sudán hace tres meses. Una semana después de su marcha, mi hija fue seducida por un muchacho del barrio cuando se dirigía a la escuela.

Corren tiempos muy peligrosos, pensó Amira, ahora que las niñas van a la escuela y caminan por las calles sin que nadie las acompañe. Había oído hablar de un proyecto de ley que prohibiría a las mujeres casarse antes de los dieciséis años, cosa a la cual ella se oponía firmemente. Una madre sólo tenía un medio de proteger a su hija y dicho medio consistía en colocarla bajo la custodia de un marido tan pronto como le empezara la regla. De este modo, el marido evitaba que se entregara a una vida licenciosa y podía estar seguro de que los hijos que ella tuviera serían suyos. Pero últimamente la gente imitaba a los europeos y las muchachas no se casaban hasta los dieciocho o diecinueve años, con lo cual quedaban desprotegidas durante unos seis o siete años, poniendo en peligro el honor de la familia.

—Los juicios de la sociedad son a veces muy duros y a una madre le corresponde suavizarlos en bien de su familia —dijo con dulzura. Estaba pensando en Fátima, su hija perdida, expulsada de la familia porque ella, su propia madre, no había podido salvarla—. ¿Cuándo regresará tu marido del Sudán?

—Su destino es para un año. Señora Amira, mi marido y yo nos queremos intensamente, en eso he tenido mucha suerte. Pide mi consejo sobre muchas cuestiones y escucha mis sugerencias. Pero, en este caso, creo que mataría a nuestra hija. ¿Tú no puedes ayudarme?

Amira reflexionó un instante.

—¿Cuántos años tienes, Safeya Rageb?

—Treinta y uno.

—¿Has tenido relaciones últimamente con tu marido?

—La víspera de su partida…

—¿No hay ningún lugar adónde pudieras enviar a la niña? ¿Algún pariente de confianza?

—Mi hermana, en Assyut.

—Eso es lo que deberás hacer. Envía a tu hija allí. Diles a tus vecinos que se ha ido a cuidar a un pariente enfermo. Después, ponte una almohada bajo la ropa y aumenta el tamaño cada mes. Dile a todo el mundo que estás embarazada. Cuando tu hija dé a luz, mándala llamar con el niño, quítate la almohada y diles a todos que la criatura es tuya.

Safeya la miró con asombro.

—¿Crees que se puede hacer?

—Con la ayuda de Alá —contestó Amira.

Safeya Rageb le dio las gracias y se retiró. Amira se dirigió a la glorieta, pero de pronto se detuvo en seco bajo un tamarindo en flor al ver que el camino estaba bloqueado.

Contempló al hombre, de pie bajo el sol de la tarde. Andreas Skouras, el hombre que la visitaba en sueños.

Se quedó tan sorprendida de verle allí que olvidó subirse el velo para cubrirse la cabeza o envolverse la mano en una esquina de la seda antes de estrechar la suya. En otra ocasión había sentido vibrar una corriente desde la palma del hombre a la suya; sin embargo, aquella vez la tela se interponía entre ambos mientras que ahora percibía directamente el calor de su piel. Aparte Alí e Ibrahim y algunos parientes varones muy próximos, Amira jamás había tocado a otro hombre y, aunque sólo fueran las manos, el contacto le había hecho experimentar una sorprendente sensación de intimidad.

—Mi querida sayyida —dijo Andreas, utilizando el habitual tratamiento de respeto—. Que las bendiciones y las dádivas de Alá visiten esta casa.

Andreas Skouras, un apreciado miembro del gabinete del rey Faruk, no era un hombre especialmente apuesto, pero Amira se sintió subyugada por la forma en que la sombra y la luz del sol jugueteaban sobre su sonriente rostro y su plateado cabello. Aquel atractivo hombre moreno de ascendencia griega era sólo un poco más alto que ella, pero su vigoroso físico transmitía una impresión de fuerza y poder.

—Bienvenido a mi casa —dijo Amira sin apenas poder creer que él estuviera efectivamente allí.

Sus ojos parecían atravesarla de parte a parte y su presencia le provocaba un estremecimiento de emoción.

Sayyida —dijo Andreas—, honro la amistad y la memoria de tu marido, Alá le conceda morar en el Paraíso. Hoy he venido porque quiero hacerte un regalo y expresarte la gran estimación que siento por ti.

Amira abrió el pequeño estuche y se quedó asombrada al ver una sortija antigua de oro sobre el terciopelo. La piedra era una cornalina y llevaba grabada la imagen de una morera, símbolo del amor eterno y la fidelidad.

Sayyida —dijo Skouras—. Amira —añadió en voz baja—, vengo a pedirte que te cases conmigo.

—¡Casarme! ¡Alá me valga! ¡Skouras, me has pillado por sorpresa!

—Perdóname, mi querida amiga, pero lo llevo planeando desde hace tiempo y he pensado que la mejor manera de decírtelo era yendo directamente al grano. Sea yo maldito si te he ofendido.

—Me siento muy honrada, Skouras —dijo Amira con un hilillo de voz—, más de lo que pueda expresar con palabras. La verdad es que me he quedado sin habla…

—Ya sé que es una sorpresa, mi querida amiga, pues apenas me conoces.

Te conozco en sueños, pensó Amira. Me has hecho el amor, pero tú no lo sabes.

—Te pido tan sólo que pienses en mi proposición. Tengo una gran casa en la isla donde vivo solo, ahora que mis hijas se han casado y mi esposa me dejó hace ocho años, Alá le conceda el descanso. Gozo de buena salud y estoy muy bien situado económicamente. Me encargaría de que no te faltara nada, Amira.

—¿Cómo puedo dejar a mis hijos? —dijo Amira—. ¿Cómo puedo dejar esta casa?

—Mi querida Amira, no puedes pasarte toda la vida en un harén. Vivimos en la era moderna.

Amira se sorprendió. ¿Sabría Andreas que había vivido en un harén en su infancia? ¿Le habría hablado Alí de su pasado?

—Tú no me conoces, no sabes nada de mi vida antes de unirme a Alí.

—Eso no importa, mi querida amiga.

Vaya si importa, hubiera querido decir Amira. No recuerdo cómo era mi existencia antes de vivir en el harén del que Alí me rescató; los únicos recuerdos de mi infancia son los que guardo de aquel terrible lugar. No sé si mi madre era una de las desdichadas prisioneras del harén, hubiera querido gritar, ¡no sé si era una concubina, una mujer sin honor! Hubiera querido decirle a Skouras que una vez había pensado incluso en la posibilidad de regresar a la calle de las Tres Perlas para tratar de averiguar las respuestas sobre su verdadera identidad. Pero le dijeron que la casa había sido derribada hacía mucho tiempo y que las mujeres del harén se habían emancipado y habían escapado como pájaros.

—Mi hijo no tiene esposa, Andreas —dijo finalmente— y mi hija no tiene marido. Mi deber es cuidar de que estén bien atendidos.

—Ibrahim y Nefissa son personas adultas, Amira. Ya no son unos niños.

—Siempre serán mis niños —replicó Amira, evocando de pronto su recurrente pesadilla… El campamento del desierto, los hombres a caballo, la niña arrancada de los brazos de su madre, acudieron a su mente con toda claridad. ¿Es por eso por lo que temo abandonar a mis hijos?, se preguntó. ¿Porque fui arrebatada de mi madre?

Andreas dio un paso más para acercarse a ella y Amira sintió que el aliento se le quedaba paralizado en la garganta. Como la tocara en aquel jardín lleno de flores y frutos, sabía que sucumbiría. Le diría: Sí, quiero casarme contigo. Sin embargo, Skouras se limitó a decirle:

—Eres una mujer muy bella, Amira. Alá me perdone por hablarte con tanta franqueza, pero me sentí atraído por ti en cuanto te vi. Sé que Alí, que nos está viendo desde el Paraíso, me perdonará que te lo diga. Más que amigos, él y yo éramos hermanos.

Las lágrimas asomaron a los ojos de Amira y ésta se avergonzó de que, entre las lágrimas de tristeza, hubiera también algunas lágrimas de alegría. Pensó en todo lo que Alí Rashid había hecho por ella, conduciéndola a aquella mansión y convirtiéndola en su esposa. Y ahora allí estaba ella, en el jardín que él había creado, luciendo los elegantes vestidos y las joyas que él tan generosamente le había regalado, ¡deseando los besos y los abrazos de su mejor amigo!

—Estoy en deuda con mi marido más de lo que tú te imaginas. Me sacó de una existencia desgraciada y me condujo a esta casa que está llena de felicidad.

—Honro su memoria y te honro a ti, Amira. Eres una mujer de conducta irreprochable.

Amira apartó la mirada. O sea que Skouras no conocía toda la historia. No sabía que Alí Rashid no había sido el primer hombre de su vida. Para poder casarse con él, tendría que confesarle la verdad, lo cual equivaldría a deshonrar a su marido. Por eso contestó:

—Mi primera obligación son mis hijos, Skouras. Pero la proposición me honra y me halaga.

—¿No sientes por mí por lo menos un poco de afecto, Amira? ¿Puedo abrigar alguna esperanza?

No es un poco de afecto, Andreas, hubiera querido decir Amira. Lo que siento por ti es amor y lo siento desde el día en que nos conocimos. En su lugar, contestó:

—Por favor, dame tiempo para pensarlo. —Y, devolviéndole la sortija, añadió—: La aceptaré cuando haya aceptado tu proposición.

Después, le acompañó a la puerta del jardín y le vio subir a una negra limusina que esperaba junto al bordillo. Mientras le veía alejarse, se acercó una criada por el camino desde la casa.

—Ama —dijo la criada—, el amo ha vuelto a casa y pregunta por ti.

Amira esperó hasta que la limusina dobló la esquina de la casa y entonces se apartó de la puerta y le dijo a la criada:

—Gracias.

Al entrar en la casa, se sintió invadida por una sensación de temor. ¡Qué cerca había estado de aceptar la proposición de Andreas Skouras! Qué fácil le hubiera sido abandonar la seguridad de aquella casa e irse a vivir con un extraño por el sólo hecho de desearle y de ansiar sus abrazos. Qué frágiles somos las mujeres y con cuánta facilidad nos dejamos arrastrar por nuestras pasiones. Pero Amira sabía que tenía que seguir los impulsos de la mente y no los del corazón, pues aún tenía responsabilidades en su familia. Si ella y Andreas estuvieran destinados a unirse, así sería. Pero, de momento, su principal ocupación eran sus hijos: Nefissa, dominada por unos románticos y peligrosos anhelos muy semejantes a los suyos; e Ibrahim, cuyos ojos estaban llenos de dolor y también de algo más que ella no lograba identificar, pero que la tenía muy preocupada. Pensó finalmente en su otra hija Fátima, nacida después de Ibrahim y antes que Nefissa, a quien Alí había desterrado de la casa, decretando que su nombre jamás volviera a ser pronunciado dentro de aquellos muros.

No perderé a la única hija que me queda, pensó Amira mientras subía por la soberbia escalinata que separaba el ala de los hombres de la de las mujeres. Encontraré el medio de salvarla de las pasiones que la dominan.

Que nos dominan a las dos.

Al entrar en las oscuras y lujosas estancias que antaño fueran de su marido, Amira pensó en los tiempos en que, siendo muy joven, Alí la mandaba llamar. Entonces ella lo atendía, le daba un baño y un masaje, le servía, hacía el amor con él y después se retiraba a sus aposentos hasta que él la volvía a llamar. Dentro de muy pocos años, Omar, el hijo de tres años de Nefissa, abandonaría la parte de la casa destinada a las mujeres y ocuparía un apartamento propio donde recibiría a sus amistades masculinas, tal como ahora hacía Ibrahim y antes hiciera Alí. Una vida separada de las mujeres.

Una vez en el apartamento de su hijo, Amira se sorprendió de lo mucho que había cambiado y adelgazado Ibrahim en sólo dos semanas.

—He decidido irme de casa durante algún tiempo, madre —le dijo Ibrahim en árabe.

Amira tomó sus manos entre las suyas.

—¿Crees que marcharte te va a servir de algo? —le preguntó—. La desesperación nos hace evocar la alegría, hijo. El tiempo desgasta las montañas, ¿no crees que también desgastará tu dolor?

—Sueño con mi esposa como si todavía estuviera viva.

—Escucha, hijo de mi corazón. Recuerda las palabras de Abu Bakr cuando murió el profeta Mahoma, la paz sea con él, y la gente perdió la fe. «Para aquéllos de vosotros que habéis venerado a Mahoma, éste ha muerto —dijo Abu Bakr—. Para aquéllos de vosotros que adoráis a Alá, está vivo y nunca morirá». No pierdas la fe en Alá, hijo mío. Él es sabio y compasivo.

—Tengo que irme —dijo Ibrahim.

—¿Adónde irás?

—A la Costa Azul. El Rey ha decidido pasar las vacaciones allí.

Amira sintió que un cuchillo le traspasaba el corazón. Hubiera querido extender los brazos hacia él, su niño, el hijo de su corazón, borrar su dolor y convencerle de que se quedara allí, en el lugar que le correspondía. Sin embargo, se limitó a preguntarle:

—¿Cuánto tiempo estarás ausente?

—No lo sé. Pero mi alma ha perdido la paz y necesito volver a encontrarla.

—Muy bien, pues. Inshallah. Es la voluntad de Dios. Aunque el cuerpo se aleje un codo, al corazón le parece una legua. Que la paz y el amor de Alá te acompañen —dijo Amira, besando a su hijo en la frente en gesto de bendición.

Mientras regresaba a sus aposentos, Amira sintió que su corazón se llenaba de inquietud. Los sueños… Una niña arrancada de unos brazos protectores. ¿Sería un recuerdo o tal vez un presagio de acontecimientos futuros? ¿Por qué la angustiaba tanto la partida de Ibrahim? ¿Por qué estaba experimentando de pronto aquel temor casi irracional de perder en cierto modo a sus hijos? Nefissa estaba inquieta por causa de un amor e Ibrahim se iba a marchar de casa. Tenía que proteger a sus hijos y mantener a la familia unida. Pero ¿cómo? ¿Cómo?

No regresó al jardín; los criados estarían a punto de cerrar la puerta, pues ya eran las cuatro, la hora en que ella siempre daba por finalizada la recepción de las visitas para no perderse la oración de la tarde. Entró en sus aposentos, se encaminó directamente al cuarto de baño y realizó las abluciones rituales que precedían a la oración. Después se dirigió a su dormitorio, donde la joven esposa de Ibrahim había muerto al dar a luz a su hija. Extendió la alfombra de oración, se quitó los zapatos y se situó de cara hacia el este, en dirección a La Meca. Mientras los almuédanos llamaban a los fieles desde los innumerables alminares de El Cairo, Amira apartó de su mente todos los pensamientos terrenales y materiales y se concentró en Alá. Colocando las manos a ambos lados de su rostro, recitó:

Allahu Akbar. Alá es grande.

Después recitó la Fatiha, el pasaje inicial del Corán:

—En el nombre de Alá, el Clemente, el Misericordioso… —A continuación, en un fluido movimiento que era el resultado de muchos años de rezos cinco veces al día, Amira se inclinó en reverencia, enderezó la espalda, se arrodilló y tocó tres veces el suelo con la frente mientras decía—: Alá es Grande. Ensalzo la perfección de mi Señor, el Altísimo. —Al final, se levantó y terminó su plegaria diciendo—: No hay más dios que Alá y Mahoma es su profeta.

Amira hallaba consuelo en la oración. Por eso había educado a su familia en la fe y en el poder de la plegaria. Las mujeres de la casa Rashid estaban obligadas a cumplir el ritual cinco veces al día cuando el almuédano llamaba a la oración: poco antes del amanecer, un poco después del mediodía, por la tarde, poco después de la puesta del sol y por la noche. Nunca se rezaba exactamente al amanecer o al mediodía o a la puesta del sol porque ésos eran los momentos en que los paganos solían adorar al sol.

Al terminar, Amira se sintió una vez más espiritualmente reconfortada y animada. El futuro ya no le inspiraba tantos recelos ni tantos temores. Dios proveerá, pensó. Mientras se disponía a bajar a la cocina para dar instrucciones a la cocinera, sintió que Alá le iluminaba súbitamente el entendimiento y comprendió en un instante lo que debería hacer.

Buscarle una esposa a Ibrahim y un marido a Nefissa.

Puede que entonces, con la ayuda de Alá, tomara en consideración la proposición de matrimonio de Andreas Skouras.