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Cuando rompió la pálida aurora, Ibrahim abrió los ojos y vio el sol envuelto por la bruma cual una mujer cubierta por un velo. Sin moverse, trató de recordar dónde estaba; le dolía todo el cuerpo, le latía la cabeza y experimentaba una sed espantosa. Al intentar incorporarse, descubrió que se encontraba en el interior de su automóvil y que éste se hallaba inclinado en ángulo en medio de un bosque de altas y verdes cañas de azúcar.

¿Qué había ocurrido? ¿Cómo había terminado allí? ¿Y dónde estaba exactamente?

Súbitamente lo recordó: la llamada al casino, su apresurado regreso a casa donde había encontrado a su esposa muerta, su desesperada carrera a través de la noche, la pérdida de control del vehículo y…

Ibrahim lanzó un gemido. Alá, pensó. He maldecido a Alá.

Empujó la portezuela y estuvo a punto de caer sobre la mojada tierra. No podía recordar nada de lo ocurrido tras haber pronunciado aquellas encolerizadas palabras contra Alá. Se habría sentado en el asiento frontal y allí se habría quedado dormido. El champán, demasiado champán…

Y ahora estaba mareado y tan sediento que se hubiera podido beber toda el agua del Nilo.

Mientras se apoyaba en el automóvil y vomitaba, observó consternado que aún llevaba el esmoquin y la blanca bufanda de seda alrededor del cuello, como si acabara de salir del casino para aspirar una bocanada de aire fresco. Había deshonrado a su difunta esposa, a su madre y a su padre.

Cuando la bruma matinal empezó a desvanecerse lentamente, Ibrahim tuvo la sensación de que el inmenso cielo azul se abría en lo alto y su padre, el poderoso Alí Rashid, le contemplaba frunciendo las pobladas cejas con expresión de reproche. Ibrahim sabía que su padre había tomado bebidas alcohólicas algunas veces, aunque Alí jamás hubiera sido tan débil como para vomitar después. A lo largo de sus veintiocho años, Ibrahim habría tratado de complacer a su padre y de cumplir las altas esperanzas que éste había depositado en él.

—Estudiarás en Inglaterra —le había dicho Alí a su hijo, e Ibrahim se había ido a Oxford.

—Serás médico —le había ordenado su padre, y él había obedecido la orden.

—Aceptarás un puesto en la corte del Rey —había decretado Alí, el ministro de Sanidad, e Ibrahim se había incorporado al círculo de Faruk.

—Seguirás la honrosa tradición de nuestra familia —le había dicho finalmente su padre—, y me darás muchos nietos.

Ahora, todos sus esfuerzos por ganarse la aprobación de su padre, parecían haberse esfumado de golpe por culpa de aquel vergonzoso momento.

Ibrahim cayó de rodillas sobre la fértil tierra e intentó con todo su corazón pedirle perdón a Alá por haber escapado del lado de su madre, no haber rezado sobre el cuerpo de su esposa y haberse dirigido a aquel desolado lugar para maldecir con tanta arrogancia al Todopoderoso. Pero no lograba encontrar en su alma la humildad. Cuando trataba de rezar, surgía en su mente el implacable rostro de su padre, dejándole totalmente confuso. ¿Acaso todos los hijos identificaban el rostro de sus progenitores con el de Alá?, se preguntó.

Mientras miraba a su alrededor, buscando la situación del Nilo, pues necesitaba desesperadamente lavarse la cara y apagar su sed, oyó la voz de su padre retumbando entre las altas cañas de azúcar: «¡Una hija! ¡Ni siquiera has sido capaz de hacer lo que hace el más simple de los campesinos!». ¿Acaso no intenté engendrar un hijo?, hubiera querido gritar Ibrahim hacia el cielo. ¿Acaso no exulté cuando mi bella y pequeña mariposa me dijo que estaba encinta?

¿Y acaso mi primer pensamiento no fue: «Eso es algo que no me ha dado mi padre sino que yo mismo he creado por mi cuenta»?

Experimentó de nuevo una sensación de mareo, se agarró al guardabarros y vació repetidamente el estómago hasta casi expulsar las entrañas.

Mientras se incorporaba respirando afanosamente, la cabeza se le empezó a despejar y, con una sola y sorprendente revelación, vio la raíz de todas sus angustias. Y lo que vio lo dejó totalmente anonadado: «¡No es la muerte de mi esposa lo que me empuja a la locura sino el hecho de no haber podido demostrarle a mi padre lo que valgo!».

Pensó que ojalá pudiera llorar pero, como la petición de perdón, las lágrimas se negaban a obedecer sus deseos.

Mientras se apoyaba en el automóvil, tratando de calcular hasta qué extremo se hallaba hundido en el barro y cómo iba a salir de allí y si había alguna cercana aldea o algún pozo, vio de pronto una figura observándole a escasa distancia. Hubiera podido jurar que no estaba allí un momento antes; iba descalza y era tan morena como la tierra que pisaba, llevaba un largo y sucio vestido y sostenía en equilibrio sobre la cabeza una alta jarra de barro como si ella también hubiera sido creada del barro en aquel instante.

Ibrahim la contempló y vio que era una fellaha, una niña campesina de unos doce años todo lo más. Le miraba con unos grandes ojos más llenos de inocente curiosidad que de temor o recelo. Los ojos de Ibrahim se posaron en la jarra.

—La paz y la misericordia de Alá sean contigo —le dijo con una reseca voz que apenas pudo oír a causa de los latidos que le martilleaban la cabeza—. ¿Quieres ofrecerle un poco de agua a un forastero necesitado?

Para su asombro, la niña se adelantó, tomó la jarra que sostenía en la cabeza y la inclinó. Mientras extendía las manos para recibir la fresca agua del río, Ibrahim recordó las pocas veces que había visitado sus inmensas plantaciones de algodón en el delta del Nilo, lo tímidos que eran los campesinos que trabajaban para él y cómo las muchachas huían corriendo cuando veían acercarse al amo.

¡El agua le supo a gloria! Ahuecó las manos y bebió con avidez. Después se arrojó agua sobre la cabeza y el rostro y volvió a beber.

—He bebido el vino más caro del mundo —dijo mientras se pasaba las manos por el mojado cabello— y no se puede comparar con la dulzura de esta agua. En verdad, niña, que me has salvado la vida.

Al ver la perpleja expresión del rostro de la niña, comprendió que le había hablado en inglés. Esbozó una sonrisa, experimentó una gozosa sensación y, a pesar de su dolor, no pudo resistir el impulso de seguir hablando.

—Mis amigos me dicen que soy afortunado —añadió en inglés mientras se lavaba de nuevo las manos y se arrojaba agua fresca a la cara—. Como no tengo hermanos, he heredado toda la fortuna de mi padre, lo cual me convierte en un hombre muy rico. Bueno, tenía hermanos porque mi padre había tenido varias esposas antes de casarse con Amira, mi madre. Aquellas esposas le dieron tres hijos y cuatro hijas. Pero una epidemia de gripe se llevó a dos hijos y a una hija antes de que yo naciera. El hermano menor murió en la guerra, una de las hermanas murió de cáncer y mis dos hermanas mayores viven ahora en mi casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso porque no están casadas. Por consiguiente, soy el único hijo varón de mi padre y eso es una gran responsabilidad.

Ibrahim levantó los ojos al cielo, preguntándose si podría ver el rostro de Alí Rashid en aquella interminable inmensidad azul mientras aspiraba el fresco aire de la mañana y sentía que el corazón se le encogía como un puño en el pecho y las lágrimas le subían por la garganta. Ella había muerto. Su pequeña mariposa había muerto. Extendió las manos y la niña le echó más agua; se frotó los irritados ojos y volvió a pasarse los mojados dedos por el cabello.

Contempló un instante a la fellaha y le pareció bonita, pero sabía que la dura existencia de los campesinos del Nilo la convertiría en una vieja antes de cumplir los treinta años.

—O sea que ahora tengo una hijita —añadió, reprimiendo el dolor que lo cercaba cual las olas de un océano—. Mi padre lo consideraría un fracaso. Él creía que las hijas son un insulto a la virilidad de un hombre. No prestó la menor atención a mis hermanas durante nuestra infancia… y no me refiero a las hijas de sus anteriores esposas, sino a las dos hijas que le dio Amira. Ahora una de ellas vive en mi casa y es una joven viuda con dos hijos pequeños. No creo que jamás le diera un abrazo. Sin embargo, yo creo que las hijas son un encanto. Las chiquillas son como sus madres… —La voz se le quebró a causa de la emoción—. Tú no sabes lo que digo —dijo, dirigiéndose a la niña—. Aunque te hablara en árabe, no lo entenderías. Tu vida es muy sencilla y ya la tienes organizada. Te casarás con el hombre que elijan tus padres, irás creciendo y, a lo mejor, vivirás lo bastante como para ser venerada en tu aldea.

Ibrahim se cubrió el rostro con las manos y rompió en sollozos. La niña esperó pacientemente, sujetando la jarra vacía con el brazo.

Al final, Ibrahim recuperó la compostura y examinó la situación. Tal vez con la ayuda de la niña podría sacar el automóvil del barro. Hablándole en árabe, le explicó cómo debería empujar la cubierta del motor cuando él se lo indicara.

Cuando el automóvil ya estaba situado de nuevo en el camino con el motor ronroneando suavemente como si le invitara a regresar a casa, Ibrahim miró con una triste sonrisa a la niña y le dijo:

—Alá te recompensará tu buena acción. Pero yo también quisiera darte algo.

Sin embargo, al rebuscar en su bolsillo, descubrió que no llevaba dinero. Viendo que la niña contemplaba con admiración la bufanda blanca de seda que todavía le cubría los hombros, se la quitó y se la entregó.

—Que Alá te conceda una larga vida, un buen marido y muchos hijos —le dijo con lágrimas en los ojos.

Cuando el vehículo se perdió por el camino, la pequeña Sahra de trece años dio media vuelta y corrió a la aldea; había olvidado que la jarra de agua estaba vacía y tan sólo podía pensar en el trofeo que sostenía en sus morenas manos, un trozo de tela tan pura y tan blanca como la pechuga de una oca y tan suave como la sensación del agua en los dedos. Estaba deseando ir en busca de Abdu para contarle la historia de su encuentro con el forastero y mostrarle la bufanda. Después se lo contaría a su madre y a toda la aldea. Pero primero a Abdu, porque lo más curioso de aquel desconocido era… ¡que se parecía como una gota de agua a su querido Abdu!

Mientras recorría las angostas callejuelas de la aldea donde el penetrante humo de las hogueras encendidas para preparar la comida ya llenaba el aire matinal, Sahra pensó en la suerte que había tenido. La mayoría de las niñas no sabía con qué clase de marido se iba a casar; el novio y la novia no llegaban a conocerse hasta el día de la boda. Y muchas jóvenes llevaban una existencia desdichada que soportaban en silencio, pues una esposa que se quejara era una deshonra para la familia. En cambio, Sahra sabía que no sería desdichada cuando se casara con Abdu. Su maravilloso Abdu sabía reírse con gracia, escribía poemas y le provocaba un estremecimiento interior cada vez que la miraba con aquellos ojos tan verdes como el Nilo. Abdu le llevaba cuatro años y ella le conocía desde pequeña, pero sólo a partir de la última cosecha lo había empezado a mirar de otra manera y Abdu le había empezado a prestar otro tipo de atención. Toda la aldea daba por sentado que Abdu y Sahra se iban a casar. Al fin y al cabo, eran primos hermanos.

Al llegar a la pequeña plaza de la aldea donde los campesinos exponían sus productos para la venta, la niña miró a su alrededor en busca de Abdu, el cual ayudaba a veces a alguien a transportar su cosecha. Unas mujeres entraron en la plaza, riendo y chismorreando; como estaban casadas, lucían unos holgados caftanes negros por encima de los vestidos. Sahra se sorprendió al ver a su hermana entre ellas.

Sahra observó cómo su hermana examinaba unas cebollas y se dio cuenta de que había cambiado. La víspera era una niña como ella, pero aquella mañana ya era una mujer. Sahra pensó que el cambio se debería a que su hermana se había casado la víspera y recordó cómo ésta se había sometido a la prueba de la virginidad.

—El momento más importante en la vida de una mujer —había dicho la madre de Sahra.

Tan importante que se había celebrado una gran fiesta en la que había participado toda la aldea. Pero ¿por qué razón la pérdida de la virginidad originaba tales cambios en una muchacha?, se preguntó Sahra, asombrándose de lo distinta que parecía su hermana aquella mañana. Cuando las mujeres tendieron a la novia en la cama y le levantaron la falda dejando al descubierto sus piernas, Sahra recordó una noche en que las mujeres le hicieron a ella una cosa parecida. Pero entonces ella sólo tenía seis años y estaba durmiendo sobre su estera en un rincón cuando, sin previo aviso, dos tías la despertaron y le levantaron la galabeya mientras su madre la sujetaba por detrás. Antes de que pudiera emitir el menor sonido, apareció la comadrona de la aldea con una navaja en la mano. Un rápido movimiento de la hoja y Sahra sintió que un agudo dolor le recorría todo el cuerpo. Más tarde, tendida sobre la estera con las piernas atadas para que no pudiera separarlas y con la terminante prohibición de moverse o tan siquiera de orinar, Sahra se enteró de que la acababan de someter a la circuncisión, un corte que les hacían a todas las niñas. Se lo habían hecho a su madre y a la madre de su madre y a todas las mujeres desde Eva. Su madre le explicó dulcemente que le habían cortado una parte impura del cuerpo para moderar su pasión sexual y para que pudiera ser fiel a su marido, añadiendo que, sin aquella operación, ninguna muchacha hubiera podido encontrar a un hombre dispuesto a casarse con ella.

Sin embargo, la víspera, en la prueba de la virginidad y honestidad de su hermana, la comadrona no estaba presente y tampoco hubo ninguna navaja. El flamante esposo de la joven novia había cumplido su deber envolviéndose el dedo con un pañuelo blanco delante de toda la familia y los invitados a la boda. La novia lanzó un grito y el joven esposo se incorporó, mostrando el ensangrentado pañuelo. Todo el mundo estalló en vítores y las mujeres empezaron a emitir el ensordecedor zagharit, moviendo vertiginosamente la lengua en el interior de la boca en una jubilosa muestra de alegría y exultación. La novia era virgen; el honor de la familia estaba a salvo.

Y ahora, a la mañana siguiente, la hermana de Sahra se había transformado milagrosamente en una mujer.

Sahra se dirigió corriendo al café de la aldea y miró hacia el interior del establecimiento esperando ver a Abdu, el cual ayudaba a menudo al jeque Hamid a abrir el local.

Los viejos de la aldea ya estaban allí, dando chupadas a sus narguiles y contemplando sus vasos de oscuro té. Mientras buscaba al joven, Sahra oyó la cascada voz del jeque Hamid comentando el tema de la guerra y la forma en que los ricos de El Cairo estaban celebrando la paz. Sin embargo, la suerte de los campesinos no había cambiado, dijo en tono de queja el viejo jeque, ellos no tenían nada que celebrar. El jeque bajó la voz para referirse a un tema peligroso… el de los Hermanos Musulmanes, un grupo secreto de más de un millón de hombres dispuestos a acabar con la aristocrática clase de los bajas, cuyo número, señaló Hamid, apenas alcanzaba los quinientos.

—Somos el país más rico del mundo árabe —dijo Hamid, el cual, por el hecho de saber leer y escribir y ser el dueño del único aparato de radio de la aldea, era objeto de un enorme respeto y estaba unánimemente considerado una fuente de noticias—. Pero ¿cómo se distribuye la riqueza? —gritó—. ¡Los bajas constituyen apenas el uno por ciento de todos los terratenientes y, sin embargo, son propietarios de un tercio de todas las tierras!

A Sahra no le gustaba el jeque Hamid porque, aparte de ser muy viejo, iba siempre muy sucio y desaseado. Aunque fuera un hombre culto y se hubiera ganado gracias a ello el honroso título de jeque, su galabeya estaba hecha un asco, su larga barba blanca estaba enredada y manchada de café y tabaco y tenía unas costumbres repugnantes. Se había casado cuatro veces y había enviudado otras tantas porque, según murmuraban las mujeres de la aldea, agotaba literalmente a sus esposas hasta matarlas. A Sahra no le gustaba su manera de mirarle el pecho cada vez que ella entraba en su local.

De pronto, recordando la bufanda que le había regalado el ricacho, la niña la ocultó en un pliegue de su vestido. Seguramente era un bajá, un señor como aquellos contra los cuales estaba despotricando el jeque Hamid.

Al final, Sahra vio a Abdu. Al oír sus risas y contemplar la anchura de su espalda bajo la galabeya a rayas, trató de imaginar cómo sería la noche de bodas y se preguntó si le dolería, recordando el grito de su hermana cuando el esposo la sometió a la prueba de la virginidad. Sahra sabía que la prueba se tenía que llevar a cabo, pues de otro modo la familia no hubiera podido demostrar su honor, el cual dependía de la castidad de la muchacha. Pensó en la pobre chica de una cercana aldea que había sido encontrada muerta en un campo. La había violado un muchacho de la aldea y la familia había quedado deshonrada. Su padre y sus tíos la habían matado, como legalmente estaban autorizados a hacer, porque, como rezaba un dicho: «Sólo la sangre puede lavar la deshonra».

Sahra hizo una seña a Abdu y se alejó a toda prisa antes de que los hombres la vieran. Se dirigió al establo situado en la parte posterior de la casa que compartía con sus padres y entró en el cobertizo, cuyas cuatro paredes y techumbre estaban hechas de cañas entrelazadas con ramas de palmera y mazorcas de maíz revocadas con barro. Cuando hacía mucho calor, la búfala de la familia se tendía allí rumiando incesantemente y Sahra se sentaba a su lado. Era su lugar preferido y allí se había dirigido ahora para evocar su encuentro con el forastero y para sacarse la bufanda de entre los pliegues de la galabeya y acariciarla con los dedos.

Mientras se sentaba sobre la paja y contemplaba el ascenso del sol en el cielo iluminando con sus rayos el nuevo día, recordó que tenía que ir al río a llenar la jarra de agua, pero ahora necesitaba estar sola aunque fuera un momento para disfrutar de aquel maravilloso recuerdo. ¡El rico le había deseado la bendición de Alá! Rezaba para que Abdu la hubiera visto desde el café y la hubiera seguido hasta allí. Se moría de ganas de contarle su aventura. Desde que él había empezado a trabajar en el campo con su padre y ella se había visto obligada a permanecer confinada en la casa, una vez superada la infancia, ambos apenas se veían, pues ahora se habían incorporado a los grupos separados de los hombres y las mujeres. Cuando eran pequeños, jugaban a la orilla del río, solían montar juntos en un burro y Sahra rodeaba con sus bracitos a Abdu. Pero la adolescencia había puesto fin a su libertad. El comienzo del período la había obligado a ponerse un vestido largo y un pañuelo en la cabeza para ocultar el cabello; ahora tenía que observar en todo momento una conducta recatada. Ya no podía correr ni gritar, ya no le estaba permitido mostrar tan siquiera los tobillos. Tras disfrutar durante varios años de libertad, aquellas súbitas prohibiciones le resultaban casi insoportables, sobre todo cuando ella y Abdu asistían a reuniones familiares y tenían que permanecer separados.

¿Por qué los padres temían tanto por sus hijas?, se preguntó. ¿Por qué su madre la vigilaba constantemente y controlaba en todo momento lo que hacía? ¿Por qué ya no le permitía ir sola a la panadería ni al pescadero? ¿Por qué su padre había empezado a mirarla con el ceño fruncido cada noche cuando se sentaban a comer pan con judías, y la observaba con aquella expresión de furia que tanto la asustaba? ¿Qué tenía de malo hablar con Abdu o sentarse con él a la orilla del río, como hacían cuando eran pequeños?

¿Acaso tenía algo que ver con las extrañas sensaciones que ella experimentaba desde hacía algún tiempo? ¿Aquella especie de ansia indefinible que le producía una curiosa desazón y un deseo de soñar? A veces, cuando lavaba la ropa en la acequia, fregaba los cacharros o ponía a secar el estiércol en el tejado para usarlo posteriormente como combustible, se olvidaba de lo que estaba haciendo y empezaba a soñar con Abdu. Por regla general, su madre la regañaba, aunque algunas veces no se enfadaba y se limitaba a lanzar un suspiro y sacudir la cabeza.

Al final, Abdu entró en el establo y Sahra se levantó de un salto, experimentando el súbito impulso de arrojarle los brazos al cuello. Pero se contuvo y él también permaneció tímidamente apartado. Los chicos y las chicas no podían tocarse; ni siquiera era correcto que se dirigieran la palabra, excepto en las reuniones familiares. El recato había sustituido a los despreocupados juegos, y la obediencia a la libertad. Sin embargo, el anhelo seguía existiendo, por más que las normas dijeran lo contrario. Sahra permaneció de pie bajo los rayos del sol que se filtraban al interior del cobertizo a través de las grietas de la pared mientras escuchaba el zumbido de las moscas y el ocasional mugido de la búfala. Contemplando los verdes ojos de Abdu, pensó: «Hace apenas dos días me perseguía y me tiraba de las trenzas». Ahora sus trenzas estaban ocultas bajo un pañuelo y Abdu se mostraba tan circunspecto como un desconocido.

—He compuesto un nuevo poema —le dijo—. ¿Te gustaría escucharlo?

Puesto que Sahra era analfabeta como todos los demás habitantes de la aldea, Abdu jamás escribía sus poesías. Se sabía de memoria varias docenas de composiciones poéticas, a las cuales había añadido ahora la más reciente:

Mi alma ansia beber de tu copa

mi corazón anhela saborear tu trébol

lejos de tu pecho que me alimenta, me marchito y me muero,

como la gacela perdida en el desierto.

En la creencia de que el poema se refería a ella, Sahra se emocionó tanto que ni siquiera pudo hablar y tanto menos decir: «¡Oh, Abdu, eres tan guapo que pareces un rico!». Sin embargo, cuando ambos bajaron al Nilo para llenar la jarra de agua, le habló a su amigo del forastero con quien se había tropezado en la acequia y le mostró la bufanda tan blanca como las nubes que éste le había regalado.

Curiosamente, Abdu no pareció sentir demasiado interés. Tenía muchas cosas en la cabeza, pero no podía compartirlas con Sahra porque sabía que ella no las hubiera comprendido. Pensaba que su poema la ayudaría a descubrir los sentimientos de su corazón y el profundo amor que sentía por Egipto, pero, a juzgar por la cara de Sahra, ésta había interpretado erróneamente el significado de la composición. Abdu se sentía presa de una extraña inquietud desde el día en que un hombre se había presentado en la aldea para hablar de los Hermanos Musulmanes. Abdu y sus amigos había escuchado el apasionado discurso del forastero sobre la necesidad de conducir de nuevo a Egipto al Islam y a los puros caminos de Alá, y sus almas se habían encendido de entusiasmo. Después, estuvieron hablando hasta bien entrada la noche, preguntándose cómo podían seguir trabajando la tierra de los ricos como si fueran unos burros y cómo podían postrarse sumisamente bajo el talón de los amos británicos.

—¿Acaso por el hecho de ser fellahin no somos hombres? ¿Acaso no tenemos alma? ¿No estamos hechos a imagen y semejanza de Alá?

De pronto, habían contemplado una visión que se extendía más allá de la aldea y de su pequeño tramo de río; Abdu comprendió que había sido creado para fines más altos.

Pero se reservaba sus nuevos pensamientos y, al final, acompañó a Sahra a la casa de sus padres. De pie en la soleada callejuela, le habló en silencio con la mirada. El amor que sentía por ella le estaba obligando a librar una batalla con un dilema interior: casarse con Sahra y vivir y envejecer a su lado o bien responder a la llamada de los Hermanos Musulmanes y servir a Dios y a Egipto. Sin embargo, Sahra estaba encantadora bajo el sol, su redondo rostro y su graciosa barbilla parecían invitarle a darle un beso y su cuerpo estaba madurando con tal rapidez que a través de la galabeya ya empezaban a adivinarse las redondeces de sus caderas.

Tuvo que vencer el impulso de besarla.

Allah ma’aki —murmuró—. Que Alá te acompañe.

Y allí la dejó, bajo la dorada luz del sol.

Sahra entró corriendo en la casa, ansiosa de contarle a su madre su encuentro con el desconocido y de enseñarle la bufanda que éste le había regalado. Ya había decidido regalársela sabiendo que jamás en su vida había tenido ninguna cosa bonita, a pesar de que ella la había sorprendido a menudo contemplando con anhelo los hermosos tejidos que a veces vendían en el mercado. Temiendo por un instante que su madre la regañara por haber tardado tanto en regresar del río con el agua, se inventó inmediatamente la excusa de haber tenido que ir en busca de una cebra perdida. Para su asombro, su madre la acogió con una alegría desbordante.

—¡Tengo una maravillosa noticia! —le dijo—. ¡Dentro de un mes te vas a casar, demos gracias a Alá! ¡Tu boda superará incluso la de tu hermana, que, según nuestros vecinos, ha sido la mejor boda celebrada en la aldea en muchos años!

Sahra contuvo el aliento y entrelazó las manos. ¡Su madre había hablado con los padres de Abdu! ¡Al final, había accedido a la boda!

—Alabado sea Alá, es el jeque Hamid quien te ha pedido en matrimonio —añadió su madre—. Qué suerte has tenido, hija mía.

La preciosa bufanda de seda le resbaló de los dedos.