—¡Mira, princesa, allá en el cielo! ¿Ves el caballo alado galopando por el firmamento?
La chiquilla escudriñó el cielo nocturno, pero sólo vio el gran océano de las estrellas. Sacudió la cabeza y recibió un cariñoso abrazo. Mientras contemplaba el cielo, tratando de ver el caballo alado entre las estrellas, oyó en la distancia un rumor semejante a un trueno.
De pronto, se oyó un grito y la mujer que la abrazaba exclamó:
—¡Que Alá se apiade de nosotros!
Inmediatamente, unas negras sombras descendieron de la oscuridad; eran unos gigantescos caballos montados por jinetes vestidos de negro. Creyendo que habían bajado del cielo, la niña trató de distinguir sus grandes alas cubiertas de plumas.
Después, mujeres y niños corrieron a esconderse mientras las espadas brillaban bajo la luz de las hogueras del campamento y los gritos se elevaban hacia las frías e impasibles estrellas.
La niña se aferró a la mujer detrás de un enorme baúl.
—No te muevas, princesa —dijo la mujer—. No hagas ruido.
Miedo. Terror. Y después… La niña fue arrancada violentamente de los brazos protectores y lanzó un grito.
Amira se despertó. La habitación estaba a oscuras, pero ella vio que la luna primaveral había extendido su manto plateado sobre la cama. Se incorporó, encendió la lámpara de la mesita de noche y, cuando la luz se derramó consoladoramente por todos los rincones de la estancia, se comprimió una mano contra el pecho como si con ello pudiera calmar los fuertes latidos de su corazón mientras pensaba: «Ya empiezan otra vez los sueños».
Amira no se había despertado descansada porque las inquietantes pesadillas turbaban su sueño… Tal vez fueran recuerdos, aunque ella no sabía muy bien si eran acontecimientos reales o imaginarios. Sin embargo, cuando volvían los sueños, como había ocurrido en aquellos momentos, sabía que la perseguirían a lo largo de todo el día, obligándola a vivir el pasado en el presente, en caso de que fueran efectivamente recuerdos del pasado, como si se desarrollaran simultáneamente dos vidas, una de ellas perteneciente a una chiquilla asustada y la otra a la mujer que trataba de comprender racionalmente un mundo imprevisible.
Eso le ocurría porque estaba a punto de nacer una criatura, se dijo Amira mientras se incorporaba y trataba de calcular cuánto rato había dormido. La casa estaba extrañamente silenciosa.
Cada vez que se producía un nacimiento en la gran mansión de la calle de las Vírgenes del Paraíso, las visiones volvían a poblar sus sueños, como presagios de acontecimientos venideros o tal vez recuerdos de un lejano pasado. Procurando serenarse, Amira se dirigió al lujoso cuarto de baño de mármol que antaño compartiera con su marido, Alí Rashid, el cual llevaba cinco años enterrado, y abrió el grifo de oro del agua fría. Se detuvo para mirarse al espejo y vio que la luz de la luna le había decolorado el rostro. Aunque ella no se consideraba una belleza, la gente así lo creía y lo comentaba.
—Prométeme que te volverás a casar —le había dicho Alí en su lecho de muerte poco antes de que estallara la guerra en Europa—. Aún eres joven, Amira, y estás llena de vida. Cásate con Skouras, sé que estás enamorada de él.
Se lavó el rostro con agua fría y se lo secó con una toalla de lino.
¡Andreas Skouras! ¿Cómo había averiguado Alí que estaba enamorada de él? Amira creía haber ocultado cuidadosamente sus sentimientos, hasta el punto de que ni siquiera su mejor amiga hubiera podido adivinar el vuelco que le daba el corazón cada vez que el apuesto Skouras visitaba la casa. «Cásate con Skouras». ¿Tan sencillo era todo? Pero ¿cuáles eran los sentimientos del ministro de Cultura del Rey con respecto a ella?
Alisándose el cabello y la ropa, pues se había tendido a echar una breve siesta antes del parto de su nuera previsto para aquella noche, Amira cruzó la estancia para dirigirse a la puerta. Pero la luz de la luna estaba iluminando una fotografía de su mesita de noche y el apuesto hombre del marco de plata parecía llamarla en silencio.
Tomó la fotografía de Alí y se consoló contemplándola, tal como siempre le ocurría cuando estaba preocupada.
—¿Qué significan los sueños, esposo de mi corazón? —preguntó en un susurro. La noche era tranquila y sosegada y la enorme casa, normalmente animada con el bullicio y los sonidos de las generaciones que habitaban dentro de sus muros, estaba en silencio a aquella hora tan tardía de la noche. Los únicos signos de vida, pensó, procederían de las estancias de abajo, donde vivía su nuera y donde la joven estaba a punto de traer al mundo a su primer hijo—. Dime —añadió sin apartar los ojos de la fotografía del hombre de impresionantes bigotes y nariz aguileña… Alí Rashid, rico y poderoso, el último vástago de una generación ya desaparecida—. ¿Por qué tengo estos sueños siempre que está a punto de nacer un niño? ¿Son acaso presagios o son fruto de mi propio temor? Oh, esposo mío, ¿qué me debió de ocurrir en mi infancia para que experimente semejante temor cada vez que surge una nueva vida en nuestra familia? —Amira soñaba a veces con una niña que sollozaba desesperada, pero no sabía quién era—. ¿Soy yo acaso? —le preguntó a la fotografía—. Sólo tú conoces el secreto de mi pasado, esposo de mi corazón. Tal vez sabías algo más, pero nunca me lo dijiste. Tú eras un hombre y yo era sólo una niña cuando me trajiste a esta casa. ¿Qué secretos dejamos a nuestra espalda cuando me sacaste del harén de la calle de las Tres Perlas? ¿Y por qué no puedo recordar nada de mi vida antes de los ocho años?
Sólo escuchó el susurro de las ramas de los álamos del jardín mientras una brisa primaveral soplaba sobre la dormida ciudad de El Cairo cuando dejó de nuevo la fotografía sobre la mesita. Las respuestas que pudiera tener Alí se habían ido a la tumba con él. Y, de este modo, Amira Rashid se quedó con toda una serie de preguntas sin respuesta sobre su familia, su origen y su verdadero nombre. Un secreto que ni siquiera los suyos conocían; cuando sus hijos eran pequeños y le hacían preguntas sobre su rama de la familia, contestaba evasivamente:
—Mi vida comenzó cuando me casé con vuestro padre y su familia se convirtió en la mía.
No guardaba ningún recuerdo de su propia infancia que pudiera compartir con sus hijos.
Pero soñaba…
—¿Ama? —dijo una voz desde la puerta.
Amira se volvió a mirar a la criada, una anciana que llevaba al servicio de la familia desde antes de que ella naciera.
—¿Ya es la hora? —preguntó.
—La señora está casi a punto, ama.
Dejando sus sueños y los recuerdos de Andreas Skouras a su espalda, Amira avanzó presurosa por el largo pasillo, pisando con sus chinelas las mullidas y lujosas alfombras mientras los jarrones de cristal y los relucientes candelabros de oro reflejaban su imagen y en la noche primaveral se aspiraban los perfumes de la cera y el aceite de limón.
En el dormitorio de su nuera, Amira encontró a la joven asistida por las tías y las primas que vivían en la casa y trataban de confortarla, tranquilizándola en susurros y rezando oraciones. Como siempre, la anciana astróloga Qettah ocupaba un oscuro rincón de la estancia con sus misteriosas tablas e instrumentos, disponiéndose a registrar el momento exacto del nacimiento de la criatura. Mientras se acercaba a la cama para comprobar en qué fase del parto se encontraba la muchacha, Amira no pudo sacudirse de encima los efectos del reciente sueño. Había sido algo más que un sueño, tenía la sensación de haber estado en un campamento del desierto contemplando las estrellas y de haber sido brutalmente arrebatada de los brazos de alguien que trataba de protegerla. ¿Quién era la mujer de su recurrente sueño? ¿Pertenecían aquellos amorosos brazos a su madre? Amira no recordaba a su madre, en su sueño sólo veía una extraña noche cuajada de estrellas hasta el punto de que a veces creía no haber nacido de una mujer sino directamente de las refulgentes y lejanas estrellas.
Sin embargo, si mi sueño es efectivamente el fragmento de un recuerdo, pensó mientras tomaba un paño frío para aplicarlo sobre la frente de su nuera, ¿qué sucedió después de que me arrancaran de aquellos amorosos brazos? ¿Mataron a la mujer? ¿Fui yo testigo de su muerte? ¿Por eso sólo puedo recordar el pasado en sueños?
—¿Cómo estás, hija de mi corazón? —le preguntó a la joven esposa que estaba luchando por dar a luz un hijo; la pobrecilla sufría los dolores del parto desde las primeras horas del día. Amira preparó un té de hierbas según una antigua receta que, al parecer, la madre del profeta Moisés había bebido para aliviar los dolores del alumbramiento de su hijo, y mientras animaba a su nuera a beberlo, examinó el dilatado abdomen bajo la colcha de raso y se alarmó repentinamente: algo fallaba.
—Madre… —musitó la joven apartando el rostro del té mientras sus febriles ojos brillaban como negras perlas—. ¿Dónde está Ibrahim? ¿Dónde está mi esposo?
—Ibrahim está con el Rey y no puede venir. Ahora bébete el té que tiene el poder de la bendición de Dios.
Se produjo otra contracción y la joven se mordió el labio para no gritar.
—Quiero a Ibrahim —dijo en un susurro.
Las otras mujeres de la estancia que estaban rezando en silencio por su prima, llevaban la cabeza cubierta con velos de seda, se habían rociado el cuerpo con costosos perfumes y vestían prendas muy caras, pues vivían en la casa de un hombre muy rico. En el ala reservada a las mujeres de la mansión Rashid, residían veintitrés mujeres y niños, cuyas edades oscilaban entre el mes y los ochenta y seis años. Todas estaban emparentadas, pertenecían a la familia Rashid, el fundador del clan; también estaban las viudas de sus hijos, sobrinos y primos. Los únicos varones que había en aquellos aposentos eran los niños de menos de diez años, edad a partir de la cual, según la costumbre islámica, éstos debían apartarse de sus madres y trasladarse al ala de los hombres, en el otro extremo de la mansión. Amira reinaba en los aposentos de las mujeres, antaño llamados el harén, donde el espíritu de Alí Rashid seguía presente desde un gran retrato que colgaba sobre la cabecera de la cama y en el cual se le veía rodeado de esposas, concubinas y numerosos hijos. Todas las mujeres se cubrían con velos y adornaban sus manos con gruesas sortijas de oro… Alí Rashid Bajá, sentado en un sillón semejante a un trono, un hombre corpulento y poderoso, vestido con túnicas y tocado con un fez, parecía un potentado del siglo pasado, cuyo nombre seguía siendo invocado cinco años después de su muerte. Amira había sido su última esposa; tenía trece años cuando se casó con él y Alí cincuenta y tres.
La boca de su nuera se abrió en un silencioso grito, pero no se oyó el menor sonido, pues el hecho de que una mujer diera muestras de debilidad durante el parto se consideraba una deshonra para la familia. Amira cambió la almohada empapada por otra seca y enjugó el sudor de la frente de la muchacha.
—Bismillah! ¡En nombre de Alá! —exclamó en voz baja una joven que estaba atendiendo a la parturienta con el rostro tan blanco como las flores de almendro dispuestas en todos los rincones de la estancia—. ¿Qué le sucede?
Amira retiró la colcha de raso y observó consternada que la criatura ya no se encontraba situada en la posición normal del alumbramiento sino en sentido transversal. Recordó otra noche de hacía casi treinta años en que ella, recién casada, acababa de llegar a la mansión. Una de las esposas de su flamante marido estaba de parto y el niño se presentaba al través.
Amira recordó ahora que madre e hijo habían muerto.
Para disimular su inquietud, dirigió unas tranquilizadoras palabras a su nuera y llamó por señas a una de las mujeres que estaban quemando incienso para alejar a los yinns y otros malos espíritus del lecho del parto. Después le explicó a su nuera en voz baja que tendrían que mover a la criatura para colocarla en la posición normal cabeza abajo. Se acercaba el momento del parto: si la criatura se quedara atascada en el canal del alumbramiento, madre e hijo podrían morir.
Como todas las mujeres de la casa, la prima tenía mucha experiencia en cuestión de partos, tanto por los suyos propios como por los de otras mujeres a quienes había asistido. Sin embargo, al contemplar el deformado vientre, se quedó petrificada: ¿en cuál de los dos extremos se encontraba la cabeza de la criatura y en cuál los pies?
Amira tomó el amuleto que previamente había colocado entre los instrumentos del parto. Era un objeto de extraordinario poder, pues había sido «estrellado», es decir, dejado durante siete noches en una azotea para que absorbiera la luz y la fuerza de las estrellas; lo comprimió con sus manos para extraerle la magia mientras una voz en la radio, sintonizada con la lectura nocturna del Corán, entonaba:
—«Está escrito que nada nos ocurrirá que Alá no haya decretado. Él es nuestro Guardián. Que los fieles depositen su confianza en Alá».
Con un delicado movimiento, Amira consiguió dar la vuelta a la criatura y colocarla en la debida posición, pero, en cuanto retiró las manos, observó que el vientre volvía a cambiar lentamente de forma al colocarse la criatura nuevamente de lado en el canal del parto.
—¡Rezad por nosotras! —murmuró una de las mujeres.
Al ver la expresión atemorizada de las demás mujeres, Amira dijo serenamente:
—Alá es nuestro guía. Deberemos sujetar a la criatura en la debida posición hasta que nazca.
—Pero ¿esto es la cabeza? ¿Y si la estamos colocando con los pies hacia abajo?
Amira trató de sujetar a la criatura en la debida posición, pero, a cada contracción, ésta volvía a colocarse obstinadamente de lado.
Al final, comprendió lo que se tenía que hacer.
—Preparad el hachís —dijo.
Mientras un nuevo y penetrante aroma llenaba la estancia, mezclándose con el perfume de las flores de albaricoquero y los efluvios del incienso, Amira recitó un versículo del Corán y se frotó las manos y los brazos, secándoselos a continuación con una toalla limpia. Estaba utilizando los conocimientos adquiridos a través de su suegra, la madre de Alí Rashid, una sanadora que había transmitido sus artes secretas a la joven esposa de su hijo. Sin embargo, algunos de sus conocimientos se remontaban a una época anterior, al período de su estancia en el harén de la calle de las Tres Perlas.
Su nuera dio unas chupadas a la pipa de hachís hasta que se le nublaron los ojos. Después, guiando suavemente a la criatura con una mano, Amira trató de sujetarla con la otra.
—Dadle otra vez la pipa —dijo en voz baja, intentando visualizar la posición de la criatura.
La joven trató de aspirar el humo del hachís, pero el dolor le estaba resultando insoportable; apartó la cabeza y, sin poderlo evitar, emitió un grito desgarrador.
Al final, Amira se volvió hacia una de las mujeres y dijo serenamente:
—Telefonead a Palacio. Decidles que Ibrahim tiene que regresar a casa inmediatamente.
—¡Bravo! —exclamó el rey Faruk.
Como acababa de ganar un cheval, sus ganancias serían de diecisiete a uno, por cuyo motivo sus acompañantes se congregaban alrededor de la ruleta y estallaron en vítores.
Sin embargo, Ibrahim Rashid, el hombre que había aplaudido la victoria del Rey y le había dicho: «Os podéis arriesgar, Majestad. ¡La suerte está de vuestra parte esta noche!», no estaba de humor para las diversiones de aquella velada. Se estaba haciendo tarde y hubiera deseado telefonear a casa para preguntar cómo estaba su esposa. Pero Ibrahim no era libre de abandonar la mesa, pues formaba parte del séquito real y, en su calidad de médico personal del Rey, estaba obligado a permanecer al lado de Faruk.
Ibrahim se había pasado toda la noche bebiendo champán, un hábito al que no estaba acostumbrado, pero al que aquella noche había recurrido para calmar su inquietud. Su joven esposa iba a dar a luz su primer hijo y jamás, en sus veintiocho años de vida, recordaba haber estado tan nervioso como en aquellos momentos.
Sin embargo, en lugar de levantarle el ánimo tal como él esperaba, el champán estaba ejerciendo el efecto contrario. Cuanto más bebía y cuanto más gritaban los hombres congregados alrededor de la mesa de la ruleta, tanto más deprimido se sentía y tanto más se preguntaba qué estaba haciendo allí y por qué perdía el tiempo con diversiones que no lo divertían. Contempló a los acompañantes del Rey y vio todo un regimiento de jóvenes exactamente iguales que él. Somos como abejas obreras todas idénticas, pensó mientras aceptaba la copa que le ofrecía un camarero. Todo el mundo sabía que Faruk elegía a sus cortesanos basándose en su refinado aspecto y su elegancia, jóvenes de piel aceitunada como Ibrahim Rashid, de hermosos ojos castaños y negro cabello, todos de veintitantos o treinta y tantos años, ricos y ociosos, vestidos con esmóquines confeccionados por Savile Row de Londres, y todos hablando un afectado inglés aprendido en las escuelas inglesas en las que solían matricularse casi todos los hijos de la aristocracia cairota. Y, sin embargo, observó Ibrahim con un cinismo impropio de él, todos se tocaban con el rojo fez, el símbolo celosamente guardado de las clases altas de Egipto. Algunos lo llevaban ladeado y tan encasquetado sobre la frente que casi les rozaba las cejas. Unos árabes que procuraban no serlo, pensó con amargura Ibrahim, unos egipcios que se las daban de caballeros ingleses y no hablaban ni una sola palabra de su lengua natal, pues el árabe sólo servía para dar órdenes a los criados. Aunque Ibrahim ocupaba una posición envidiable, a veces se sentía deprimido en su fuero interno. No podía enorgullecerse de ser el médico personal del Rey, dado que el puesto se lo había conseguido su poderoso padre.
En realidad, ser el médico personal de Faruk tenía muchos inconvenientes; uno de ellos consistía en tener que pasarse las noches perdiendo el tiempo bajo unas arañas brillantemente iluminadas, escuchando las rumbas que interpretaba una orquesta mientras unas mujeres sucintamente vestidas bailaban con hombres vestidos de esmoquin. Siendo el médico del Rey, Ibrahim tenía que permanecer constantemente al lado del regio personaje o, por lo menos, estar disponible en todo momento, por cuyo motivo un teléfono de su dormitorio de la casa de la calle de las Vírgenes del Paraíso estaba directamente conectado con Palacio. Llevaba cinco años ocupando aquel privilegiado puesto, desde la muerte de su padre acaecida poco antes del estallido de la guerra, y, durante aquel tiempo, había tenido ocasión de conocer a Faruk mejor que nadie, incluida la reina Farida. A pesar de los rumores que circulaban, según los cuales Faruk tenía un pene muy pequeño y una colección pornográfica muy grande, Ibrahim sabía que sólo uno de ellos era cierto y también sabía que, a sus veinticinco años, Faruk era en el fondo un chiquillo. Le encantaban los helados, las bromas pesadas y las historietas de Uncle Scrooge, que importaba regularmente de los Estados Unidos. Entre sus demás aficiones figuraban las películas de Katherine Hepburn, los juegos de azar y las vírgenes, como la muchacha de diecisiete años y lechosa piel que aquella noche se aferraba al regio brazo.
El número de los que rodeaban la mesa de ruleta iba aumentando por momentos, pues todo el mundo quería codearse con el esplendor real… banqueros egipcios, hombres de negocios turcos, oficiales británicos impecablemente uniformados y varios representantes de la nobleza europea que habían huido ante los ejércitos de Hitler. Tras haberse preparado para la marcha de Rommel sobre El Cairo, la ciudad se había entregado a un frenesí de festejos; no había espacio en aquella ruidosa sala de fiestas para el rencor, ni siquiera hacia los ingleses, los cuales iban a retirar de Egipto sus fuerzas de ocupación ahora que la guerra había terminado.
—Voisins! —gritó el Rey, colocando sus fichas en el 26 y el 32.
Ibrahim aprovechó para echar otro furtivo vistazo a su reloj de pulsera. Su mujer entraría en los dolores del parto de un momento a otro y él quería estar a su lado para confortarla. Sin embargo, su inquietud obedecía a otra razón más vergonzosa, por lo menos, para él. Necesitaba saber si había cumplido la obligación contraída con su padre de engendrar un varón.
—Me lo debes a mí y a tus antepasados —le había dicho Alí Rashid la noche de su muerte—. Tú eres mi único hijo varón y la responsabilidad recae en ti.
El hombre que no engendraba hijos, decía Alí, no era un verdadero hombre. Las hijas no contaban para nada, tal como demostraba el viejo dicho: «Lo que hay bajo un velo sólo causa quebrantos». Ibrahim recordó ahora con qué ansia esperaba Faruk que la reina Farida le diera un hijo, hasta el extremo de haberle pedido consejo sobre brebajes de la fertilidad y afrodisíacos. Ibrahim jamás olvidaría las salvas el día en que nació el primer fruto del matrimonio de Faruk; toda la ciudad de El Cairo las escuchó conteniendo la respiración y todo el mundo sufrió una amarga decepción cuando los cañonazos se detuvieron al llegar al número cuarenta y uno sin llegar al ciento uno que hubiera significado el nacimiento de un varón.
Pero, por encima de todo, Ibrahim quería estar con su esposa, la niña-mujer tal como él llamaba a su pequeña mariposa.
El Rey se apuntó otro triunfo, los presentes lanzaron vítores e Ibrahim contempló su copa de champán, recordando el día en que la había visto por primera vez. Fue en el transcurso de una fiesta en uno de los palacios reales y ella era una de las encantadoras jóvenes que acompañaban a la Reina. Le llamó la atención por su fragilidad y su belleza, pero el momento preciso del flechazo se produjo cuando una mariposa se posó en su nariz y ella lanzó un grito. Mientras todas las muchachas se apretujaban a su alrededor, Ibrahim se abrió paso con un frasco de sales y, tras romper el cerco femenino y encontrarla a ella en el centro, creyó verla llorar. Al darse cuenta de que se reía, pensó para sus adentros: «Algún día esta mariposita será mía».
Ibrahim consultó nuevamente su reloj y, mientras trataba de inventarse alguna excusa para retirarse de la presencia del Rey, se le acercó un camarero portando una bandeja de oro.
—Disculpe, doctor Rashid —dijo el camarero—, se acaba de recibir este mensaje para usted desde Palacio.
Ibrahim leyó la breve nota. Tras intercambiar unas palabras en privado con el Rey, que era muy comprensivo en semejantes cosas, Ibrahim abandonó corriendo el club casi sin acordarse de recoger el abrigo en el guardarropa mientras se envolvía apresuradamente la bufanda de seda alrededor del cuello. Cuando se sentó al volante de su Mercedes, pensó de pronto que ojalá no hubiera bebido tanto champán.
Enfilando la calzada particular de la calle de las Vírgenes del Paraíso, Ibrahim apagó el motor y contempló la fachada de la mansión de tres pisos construida en el siglo XIX. Prestó atención un instante y, al reconocer el extraño sonido procedente del interior, cruzó a toda prisa el jardín, subió la gran escalinata, avanzó por un ancho pasillo y entró en el ala de la casa ocupada por las mujeres; los llantos y gemidos eran tan desgarradores que toda la calle los hubiera podido oír.
Se detuvo al ver una cuna de mimbre vacía al pie de la cama de cuatro pilares con un abalorio azul suspendido por encima de él para alejar el mal de ojo. Su hermana se acercó y le arrojó los brazos al cuello, diciéndole entre lágrimas:
—¡Se ha ido! ¡Nuestra hermana se ha ido!
Apartándola suavemente, Ibrahim se aproximó a la cama donde su madre se hallaba sentada sosteniendo en sus brazos a una criatura recién nacida. En sus oscuros ojos brillaban las lágrimas.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, pensando que ojalá tuviera la mente más clara.
—Alá ha liberado a tu esposa de la prueba —contestó Amira, apartando la manta que cubría el rostro de la criatura—. Pero te ha concedido este hermoso regalo. Oh, Ibrahim, hijo de mi corazón…
—¿Ya estaba de parto? —preguntó Ibrahim, aturdido.
—Le empezaron los dolores poco después de que tú te fueras a Palacio esta mañana.
—¿Y ha muerto?
Las mujeres que llenaban la estancia estaban lanzando lastimeros gritos de duelo.
—Hace unos momentos —contestó Amira—. Telefoneé a Palacio, pero ya era demasiado tarde.
Al final, Ibrahim contempló la cama. Los ojos de su joven esposa estaban cerrados y su pálido rostro marfileño aparecía tan sereno como si estuviera dormida. La colcha de raso le llegaba hasta la barbilla, ocultando las pruebas del combate a vida o muerte que había librado. Ibrahim cayó de hinojos, hundió su rostro en el raso y musitó:
—En el nombre de Alá, el Clemente, el Misericordioso. No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta.
Amira apoyó una mano en la cabeza de su hijo diciendo:
—Ha sido la voluntad de Alá. Ella está ahora en el Paraíso.
Hablaba en árabe, la lengua de la casa Rashid.
—¿Cómo podré resistirlo, madre? —dijo Ibrahim en un susurro—. Me ha dejado y yo ni siquiera lo sabía. —Levantó el rostro surcado por las lágrimas—. Hubiera tenido que estar aquí. Tal vez la hubiera salvado.
—Sólo Alá puede salvar, ensalzado sea. Consuélate, hijo mío, pensando que tu esposa era una mujer muy piadosa y el Corán promete a los devotos que, al morir, alcanzarán la suprema recompensa de contemplar el rostro de Alá. Ven a ver a tu hija. Su estrella natal es Vega, en la octava casa lunar… una buena señal según me ha asegurado la astróloga.
—¿Una hija? —murmuró Ibrahim—. ¿He sido doblemente maldecido por Alá?
—Alá no te maldice —dijo Amira, acariciando el rostro de Ibrahim mientras recordaba cómo ambos habían crecido juntos… ella, una niña de trece años, y él, una criatura en su vientre—. ¿Acaso Alá, el Glorioso, el Todopoderoso, no ha creado a tu esposa? ¿Acaso no tiene derecho a llamarla junto a sí cuando lo desee? Alá no hace nada que no sea acertado, hijo mío. Proclama la unidad de Alá.
Ibrahim inclinó la cabeza y dijo con emoción:
—Declaro que Alá es único. Aminti billah. Mi confianza está en Alá —añadió.
Se levantó, miró aturdido a su alrededor y, después, tras dirigir una última y afligida mirada a la cama, abandonó apresuradamente la estancia.
Minutos más tarde, al volante de su Mercedes, se dirigió a toda velocidad al Nilo y cruzó a continuación el puente para adentrarse finalmente por los caminos que discurrían entre las plantaciones de caña de azúcar. Apenas se daba cuenta de la enorme luna primaveral que parecía burlarse de él ni del cálido viento que azotaba la arena arrojándola contra su vehículo. Conducía ciego de rabia y de dolor.
De pronto, perdió el control del volante y el automóvil empezó a dar vueltas, yendo a estrellarse contra las cañas.
Descendió tambaleándose. La cabeza le daba vueltas por efecto del champán. Avanzó unos cuantos metros a trompicones sin prestar atención al paisaje que lo rodeaba ni a la aldea situada a escasa distancia, y permaneció inmóvil un instante contemplando el cielo nocturno. Al final, emitió un amargo sollozo, levantó el puño hacia el cielo y, con voz de trueno, maldijo varias veces a Alá.