En 1969 el mundo estaba dividido en dos, metafórica y físicamente: el eje occidental y el eje oriental o comunista. Los que estaban a un lado del muro y los que estaban al otro lado. Ambos se miraban de reojo y con cautela.
Ninguno se metía con el otro, al menos no de una manera directa. Sin embargo, ambos bloques vivían bajo la amenaza constante del otro bloque. ¿Una amenaza real? ¿Una amenaza imaginaria? Una amenaza al fin y al cabo. Es lo que se ha denominado en la historia Guerra Fría. No había muertos, no había disparos, no había combates, no había batalla en sentido estricto, pero eso no quiere decir que no hubiese guerra. Había miedo, mucho, y eso es más que suficiente para hablar de guerra. A veces los disparos no son necesarios para asustar a alguien: basta con que el otro sienta que una pistola le apunta por la espalda o que camine en una noche oscura sin saber quién está detrás de cualquier esquina. Simplemente esta sensación puede volver loco a cualquiera.
Trasladada a las relaciones internacionales, esto es lo que sentían ambos bloques. Ambos sentían la respiración del otro en su nuca y, por lo tanto, sentían una necesidad imperiosa de defenderse de un posible ataque. Comenzó una carrera sin fin para armarse contra el enemigo. Un enemigo difuso pero real. Ambos comenzaron a acumular un arsenal de armas, que ponían en conocimiento del otro con hábiles campañas publicitarias, incluso se empezó a especular con la bomba atómica. Esto ha dado lugar a toda una gran literatura sobre espías y contraespías (se realizaron unas cuantas películas del tema, entre ellas Cortina rasgada, de Alfred Hitchcock), que no fue solo literatura.
Los máximos representantes de estos dos bloques fueron EE. UU. por parte del eje occidental y la antigua URSS por parte del eje oriental.