—Henry Braxton se presentó como la mano derecha del secretario general del Estado, hablaba en su nombre; más aún, me dijo, en nombre del propio presidente de los EE. UU., Richard Nixon. Los otros dos presentes, que apenas intervinieron en la conversación y cuyos sus nombres no recuerdo, eran agentes de la CIA.
Me preguntó si deseaba algo de beber: café, whisky, Coca-Cola, limonada…
—Agua estaría bien.
Me contaron todo lo que ellos sabían de mí, que era más de lo que yo mismo sabía. Yo no abría la boca y simplemente me limitaba a escuchar al tal Henry Braxton a la espera de acontecimientos. Él, en cada frase, en cada palabra, en cada pausa, observaba mi cara, mis gestos, me escrutaba minuciosamente.
Por fin abordó el tema de mi padre. Sin tapujos, sin rodeos, de un modo directo, algo que contrastaba con ese otro tono lleno de circunloquios que había utilizado antes para describir la crudeza de mi infancia y lo pronto que había tenido que aprender a ganarme la vida solo. Era increíble todo lo que conocían acerca de mi vida.
—Esta es la situación, señor Toole —dijo—. Su padre, del que deduzco que usted no sabe nada desde hace algún tiempo —más que deducirlo, estaba completamente seguro de ello—, lleva más de siete años en la cárcel. Siete años que es muy probable que se conviertan en el resto de su vida, si usted no lo remedia —fijó su mirada en mí unos segundos—. Mató al dueño de una licorería con un revólver, disparándole en plena cara: ¡BANG! —hizo un gesto teatral con el dedo índice imitando una pistola—. Le voló la tapa de los sesos. Le disparó a menos de un metro de distancia. Cuando llegó la policía aquello parecía una auténtica casquería. Las fotos no le ayudaron mucho en el juicio. Es cierto que el hispano también le apuntaba con una pistola, pero aun así le cayó cadena perpetua. Toda su puta vida encerrado entre rejas. ¿Qué le parece?
Sinceramente no supe qué contestarle. Todo aquello me tenía aturdido. Desde que me había marchado de mi casa, hacía ya unos años, no había tenido ninguna noticia de mi padre, ni quería tenerla, me importaba un comino lo que hubiese sido de él. Y de pronto suena el teléfono y resulta que el Gobierno y la CIA se ponen en contacto conmigo para informarme de que mi padre se ha cargado a un dependiente de una licorería y que va a estar en chirona hasta que se pudra. ¿Qué coño quería que me pareciese? En primer lugar me dio pena por el viejo: ¡Qué leches, no dejaba de ser mi padre! En segundo lugar me sorprendí: nunca hubiese pensado que sería capaz de llegar a tanto. En tercer lugar también me alegré, a fin de cuentas había sido un hijo de puta conmigo; y para acabar, y en último lugar, no entendía qué cojones podía tener que ver yo en todo aquello y sobre todo qué podía hacer por él. Henry Braxton había dicho en un momento de su discurso: si usted no lo remedia.
—No sé qué me parece, sinceramente —le contesté—. Para empezar le diré que no entiendo nada, no entiendo qué hago aquí. Supongo que no me habrán llamado simplemente para informarme de que mi padre se encuentra en la cárcel por haberse cargado a un tío. En la cárcel hay muchos asesinos y no creo que el secretario general del Estado o su número dos, hablando en nombre del propio presidente Nixon, reúnan a sus familias para informarles de la situación. Así que, con honestidad, lo único que me parece es que falta la segunda parte de la historia y que ahí es donde entro yo. Entonces, si es así, le pediría que pasemos a esa segunda parte cuanto antes y acabemos con esta farsa y le podré contestar qué es lo que me parece.
—Es usted un chico listo, señor. Toole. Por supuesto que hay una segunda parte. Pero tranquilo, todo llegará. No se anticipe a las cosas. Entiendo su impaciencia y entiendo el shock que le ha podido producir recibir una noticia como esta, pero todo a su debido tiempo. Quizá sea ahora el momento de tomar ese whisky.
—No, gracias.
—Bien, como quiera… Antes de nada le diré que aunque usted no sea capaz de verlo en este momento, estoy seguro de que llegaremos a un acuerdo muy interesante para todos y de que saldrá muy contento de esta sala. No crea que solo estamos aquí para dar malas noticias. No nos gusta dar malas noticias. No es algo grato, créame. Pero es nuestro trabajo y aunque rara vez es agradable, en ocasiones sí que lo es. Por eso hoy estoy realmente contento, porque en el fondo la noticia que tengo que darle es una muy buena noticia. Pero antes de que lleguemos a esa parte quiero que vea usted algo.
Hizo una seña con su dedo índice y uno de los dos agentes de la CIA desplegó una pantalla gigante que había en la pared y puso en marcha un proyector.
—Quiero que observe esta grabación atentamente —continuó Henry Braxton—. Después hablamos.
Ramiro se puso otro café y ofreció otro a Albert, que rechazó con un gesto de su mano mientras continuaba con la historia.
—Las luces se apagaron y comenzó la filmación como si se tratase de un cine. Observé atentamente la pantalla y sin entender qué tenían que ver todas esas imágenes que aparecían en ella con mi padre y conmigo.
La cinta arrancaba con el muro de Berlín y posteriormente alternaba imágenes opresoras del régimen comunista con otras bélicas, misiles, laboratorios, etc., para acabar con el discurso de lo que supuse era un líder comunista (yo no estaba nada puesto en política), donde anunciaba el triunfo del Partido Comunista en numerosos países como la única solución para la salvación del planeta.
La cinta terminó y todos permanecimos en silencio a oscuras unos segundos, que a mí me parecieron horas, hasta que por fin Henry Braxton se levantó y encendió las luces dando por concluida la sesión.
—Y bien, ¿qué le ha parecido? —preguntó mirándome fijamente.
Tardé unos instantes en responder. Lo único que deseaba es que todo acabase de una vez y me explicase qué era lo que estaba haciendo allí, sin más dilaciones ni fuegos de artificio.
—¿Cómo que qué me ha parecido? —dije—. No sé qué quiere que le conteste. No me ha parecido nada. ¿Qué es lo que ha de parecerme? Recibo una llamada en mi casa en la que la CIA me cita en un edificio oficial para hablarme acerca de mi padre. Cuando llego aquí me recibe usted, en nombre del propio presidente, y me cuenta que mi padre está en la cárcel cumpliendo una condena por asesinato y que yo soy el único que puede ayudarle, pero no me explica cómo. En vez de eso, me planta una película de comunistas, cohetes y discursos políticos y me pregunta que qué me parece. Sinceramente, se me están pasando muchas cosas por la cabeza que podrían contestar a su pregunta, pero no creo que usted quiera oírlas, ni siquiera que sea bueno para mí expresarlas. Lo único que le pediría por favor es que acabemos ya de una vez con esta pantomima y me diga qué es lo que pasa y qué es lo que quieren de mí. Se lo pido por favor.
—Está bien, señor Toole —me dijo Braxton—. Yo esperaba que lo comprendiese usted solo, por sus propios medios, pero veo que es una persona impaciente y que hoy se ha levantado con pocas ganas de utilizar la parte gris de su cerebro. Así que abreviaremos esto, yo soy el primero que quiero irme a casa cuanto antes, sabe, tengo mujer e hijos a los que no veo muy a menudo.
Antes de nada he de decirle que una vez que le explique qué es lo que queremos de usted ya no habrá marcha atrás, no existe otra posibilidad que la de colaborar con nosotros. Es decir, yo simplemente le explico y usted pregunta las dudas que tenga al respecto. Usted ha elegido la opción rápida, y la opción rápida no tiene vuelta atrás. Esto, en ningún caso, quiere decir que el Gobierno no sepa ser generoso con usted y por extensión con su padre, que lo será y mucho, créame, para eso estamos aquí. Lo único que quiero decirle es que al Gobierno no le gustan los ciudadanos que no saben agradecer su generosidad. De todos modos es una tontería, señor Toole, que yo le diga esto, pues nosotros estamos completamente convencidos de que usted no es una de esas personas, por eso nos hemos puesto en contacto con usted, porque sabemos que es una persona agradecida, a la que le ha costado mucho abandonar una vida marginal y hacerse con una vida digna, que no estará dispuesto a perder. Más aún, no estará dispuesto a rechazar la posibilidad de mejorarla y de paso ayudar a su país. Porque usted ama a su país, ¿verdad, señor Toole?
Si he de ser sincero —continuó Albert sin mirar a Ramiro—, el giro que habían dado sus palabras me asustó muchísimo y ya no fui capaz de interrumpirle hasta que acabó. No sabía qué es lo que podrían ellos esperar de alguien como yo, aunque en el fondo esto era lo de menos, lo que más me preocupaba era eso de la marcha atrás. No había posibilidad de marcha atrás. ¿Qué había querido decir exactamente? O colaboras con nosotros, sea lo que sea, o te hacemos desaparecer de esta habitación y por lo tanto del mundo y nadie vuelve a saber nunca más de ti. En el fondo, ¿cuántas personas sabían que me encontraba allí en ese momento? Ninguna. Bueno, estaba Charline, aunque tampoco sabía que estaba allí. Pero sí que sabía lo de la llamada, y además el mensaje estaba grabado en el contestador. Pero realmente aquello qué leches les importaba a ellos. Si me hacían desaparecer a mí, cómo no iban a hacer desaparecer un simple mensaje en un contestador o a la propia Charline. Ni siquiera tenían por qué cargarse a Charline, ellos eran la CIA. ¿Qué caso le iban a hacer a Charline en cualquier comisaría de Manhattan? Esa denuncia nunca llegaría a ningún lado. Temí por ella. Estaba completamente aterrado, deseando que aquello simplemente fuese un mal sueño del que de un momento a otro fuese a despertar.