La travesía de vuelta a casa duró cuatro meses, exactamente igual que la de ida, pero debo confesar que esta vez no me importó. Entonces iba al exilio mientras que ahora regresaba a casa como un héroe. Si hubiera tenido alguna duda al respecto, el viaje las habría disipado. El capitán, los oficiales y los pasajeros se mostraron muy amables conmigo y me trataron como si fuera el mismísimo duque de Wellington. Cuando descubrieron que yo era amante del jolgorio, el vino y la conversación, congeniamos enseguida, pues, al parecer, jamás se cansaban de oírme contar las historias de mis enfrentamientos con los afganos —varones y hembras— y muchas noches nos emborrachábamos juntos. Uno o dos tipos de edad más madura me miraban con cierto recelo e incluso uno de ellos llegó a insinuar que hablaba demasiado, pero a mí no me importó y así se lo dije. Eran un par de vejestorios amargados o de civiles celosos.
Ahora me sorprende, con la distancia de los años, que la defensa de Jallalabad causara tanto revuelo, pues, en realidad, no fue nada del otro jueves. Pero efectivamente lo causó y, como, de entre todos los que habían desempeñado un destacado papel en dicha defensa, yo fui el primero que abandonó la India, la parte del león de la admiración me correspondió enteramente a mí. Así fue en el barco y así sería también en Inglaterra.
Durante la travesía, la pierna rota se me curó casi por completo, pero como a bordo, dejando aparte las borracheras con los chicos, no había demasiada actividad ni mujeres con que entretenerme, disponía de mucho tiempo para pensar en mis asuntos. Todo ello, combinado con la ausencia de mujeres, hizo que mis pensamientos giraran incesantemente en torno a Elspeth; la idea de regresar a casa junto a una esposa me resultaba extremadamente placentera y, cada vez que soñaba con ella, experimentaba una extraña sensación en lo más hondo de mis entrañas. Tampoco era todo lujuria, una novena parte todo lo más… al fin y al cabo, ella no sería la única mujer de Inglaterra… pero, aun así, cuando evocaba la imagen de aquel plácido y hermoso rostro y del rubio cabello que lo enmarcaba, se me hacía un nudo en la garganta y experimentaba un temblor en las manos que nada tenía que ver con lo que los clérigos llaman el apetito carnal. Era la sensación que había experimentado aquella primera vez en que tanto la alarmé a orillas del Clyde… una especie de anhelo de su presencia, del sonido de su voz y de la soñadora estupidez de sus ojos azules. Me pregunté si me estaría enamorando de ella y llegué a la conclusión de que sí y de que no me importaba de todos modos… lo cual era una inequívoca señal.
Por consiguiente, estuve durante la larga travesía en ese estado de ensoñación permanente y, cuando fondeamos en Londres en medio del bosque de barcos que llenaba su puerto, me sentía dominado por una extraña mezcla de sentimientos románticos y lujuriosos a la vez. Me dirigí a toda prisa a la casa de mi padre, emocionado por la idea de sorprenderla —pues, como es natural, ella no tenía conocimiento de mi regreso—, y aporreé la puerta con la aldaba con tal fuerza que los viandantes se volvieron a mirar a aquel alto y moreno sujeto que tanta prisa tenía.
Como de costumbre, abrió la puerta el viejo Oswald y se quedó tan boquiabierto como una oveja cuando entré en la casa gritando. El desierto vestíbulo me resultaba extraño y familiar a la vez, tal como siempre ocurre después de una prolongada ausencia.
—¡Elspeth! —contesté—. ¡Hola! ¡Elspeth! ¡Ya estoy en casa!
Oswald se había acercado a mí y me estaba diciendo que mi padre había salido. Le di una palmada en la espalda y tiré de las guías de su bigote.
—Mejor para él —dije—. Espero que esta noche lo tengan que llevar a casa en brazos. ¿Dónde está la señora? ¡Elspeth! ¡Ya estoy aquí! Él me miró sonriendo con una mezcla de asombro y complacencia y entonces oí que se abría una puerta a mi espalda, me volví y me encontré nada menos que a Judy. Me desconcerté un poco; no esperaba verla allí.
—Hola —le dije sin demasiado entusiasmo, a pesar de que estaba tan guapa como siempre—. ¿Es que el jefe aún no se ha buscado otra puta?
Judy estaba a punto de contestar cuando se oyó una pisada en la escalera y, al levantar la vista, vi a Elspeth, mirándome desde arriba. Dios mío, menudo espectáculo: cabello rubio como el maíz, rojos labios entreabiertos, grandes ojos azules, pecho agitado por su afanosa respiración… debía de llevar algún vestido, pero no recuerdo cuál. Parecía una ninfa sorprendida. De repente, el viejo sátiro de Flashy subió los peldaños de dos en dos y la estrechó en sus brazos diciendo:
—¡Ya estoy en casa! ¡Estoy en casa! ¡Elspeth, estoy en casa!
—Oh, Harry —exclamó ella, rodeándome el cuello con sus brazos mientras me cubría los labios con los suyos.
Si en aquel momento la Brigada de Guardias hubiera entrado en el vestíbulo para ordenarme que me dirigiera a la Torre, no habría obedecido. La levanté audazmente en mis brazos y, sin decir ni una sola palabra, la llevé al dormitorio y me acosté con ella sin más. Fue algo extraordinario, pues yo estaba medio embriagado de emoción y anhelo. Cuando todo terminó, permanecí tendido, escuchando sus incesantes preguntas, estrechándola en mis brazos, besándole todos los centímetros del cuerpo y respondiendo cualquiera sabía qué idioteces. No puedo precisar cuánto rato permanecimos allí, pero fue una larga y dorada tarde que sólo terminó cuando la doncella llamó a la puerta para decir que mi padre había vuelto a casa y quería verme.
Tuvimos que vestirnos y arreglarnos riéndonos como niños traviesos y, cuando ya había terminado de vestirse, la doncella volvió a llamar para decir que mi padre se estaba impacientando. Para demostrar que a los héroes nadie les daba órdenes, volví a estrechar a mi amada entre mis brazos y, a pesar de sus amortiguados gritos de protesta, me acosté de nuevo con ella, prescindiendo de la ceremonia de desnudarnos. Sólo entonces bajamos.
Habría podido ser una espléndida velada, en cuyo transcurso la familia hubiera tenido que dar la bienvenida al pródigo Aquiles, pero no lo fue. Mi padre había envejecido mucho en dos años; su rostro estaba más congestionado, había echado barriga y tenía las sienes plateadas. Se mostró bastante amable conmigo, me llamó joven sinvergüenza y me dijo que estaba muy orgulloso de mí: en la ciudad no se hablaba de otra cosa más que de los acontecimientos de la India y de los elogiosos comentarios de Ellenborough acerca de mí, de Sale y de Havelock. Sin embargo, su alegría duró muy poco, durante la cena bebió más de la cuenta y, al final, se sumió en un profundo silencio. Comprendí que algo ocurría, aunque no presté demasiada atención.
Judy cenó con nosotros y deduje que se había convertido en un miembro más de la familia, lo cual era una mala noticia. Me importaba tan poco como dos años atrás después de nuestra pelea, y así se lo hice saber con toda claridad. Me parecía un poco raro que mi padre tuviera en casa a su querida junto con mi mujer y que las tratara a las dos con la misma igualdad, por cuyo motivo decidí hablar con él a la primera ocasión que tuviera. Sin embargo, Judy también se comportaba con mucha frialdad y cortesía, de lo cual deduje que estaba dispuesta a mantener la paz, siempre y cuando yo también lo hiciera.
Y no es que ni mi padre ni ella me importaran demasiado. Estaba enteramente volcado en Elspeth y me deleitaba en su soñadora manera de oírme hablar… había olvidado lo tonta que era, pero todo tenía sus compensaciones. Escuchaba con los ojos enormemente abiertos los relatos de mis aventuras y no creo que los otros dos tuvieran ocasión de decir una sola palabra a lo largo de toda la cena. Gozaba de su sencilla y deslumbradora sonrisa y deseaba convencerla de lo maravilloso que era su marido. Más tarde, cuando nos fuimos a la cama, la convencí todavía más.
Pero fue entonces cuando noté algo raro en su comportamiento. Se quedó dormida mientras yo permanecía tendido a su lado, escuchando su respiración y sintiéndome en cierto modo insatisfecho… lo cual era un poco extraño, dadas las circunstancias. Después, la pequeña duda se insinuó de nuevo en mi mente, traté de rechazarla, pero volvió.
Yo tenía mucha experiencia con las mujeres, tal como ustedes saben, y creo que podía juzgar su comportamiento en la cama tan bien como el que más y me parecía, por más que tratara de apartar aquel pensamiento de mi mente, que Elspeth no era la misma de antes. He dicho a menudo que sólo cobraba vida cuando luchaba cuerpo a cuerpo con un hombre… y no puedo negar que se había mostrado más que dispuesta a lo largo de las primeras horas de mi estancia en casa, pero no había advertido en ella la arrebatadora pasión que yo recordaba. Son cosas muy delicadas y muy difíciles de explicar… cierto que estuvo muy combativa y que después me pareció que estaba satisfecha, pero la vi un poco indiferente en cierto modo. De haberse tratado de Fetnab o de Josette, creo que no me hubiera dado cuenta, pues era algo que formaba parte de su trabajo y de su juego. Sin embargo, en Elspeth adiviné un sentimiento distinto, el cual me hizo comprender que algo extraño ocurría. Fue sólo una sombra que, cuando desperté a la mañana siguiente, ya había olvidado.
Y, de no haberla olvidado, los acontecimientos matutinos la hubieran borrado de mi mente. Bajé bastante tarde y acorralé a mi padre en su estudio antes de que se largara a su club. Lo encontré sentado con los pies en el sofá, preparándose para los rigores de la jornada con una copa de brandy y me pareció que no estaba de muy buen humor, pero, aun así, fui directamente al grano y le dije lo que pensaba acerca de la presencia de Judy en la casa.
—Las cosas han cambiado —le dije— y ahora ya no la podemos tener en casa.
Habrán comprendido ustedes que, después de haberme pasado dos años entre los afganos, mi actitud con respecto a la disciplina paterna había cambiado; ya no me acobardaba tan fácilmente como antes.
—Ah, ya —replicó—, ¿y en qué sentido han cambiado?
—Te darás cuenta de que ahora me conocen en toda la ciudad —le contesté—. Por lo de la India y demás. Ahora todo el mundo estará pendiente de nosotros y la gente hablará. Y no quiero que esto ocurra, sobre todo, por Elspeth.
—A Elspeth le gusta —dijo mi padre.
—¿Ah, sí? Bueno, pero eso no importa. No se trata de que a Elspeth le guste o no le guste, sino de lo que le gusta a la ciudad. Y nosotros no le vamos a gustar si tenemos a esta… putita en casa.
—Vaya, qué finos nos hemos vuelto —dijo mi padre en tono burlón, tomando un buen trago de coñac. Adiviné por la arrebolada expresión de su rostro que estaba a punto de perder los estribos y me extrañó que todavía no los hubiera perdido—. No sabía que en la India la gente fuera tan delicada —añadió—. Más bien imaginaba lo contrario.
—Mira, papá, eso no puede ser y tú lo sabes muy bien. Envíala a Leicestershire si quieres o ponle una maison aparte… pero aquí no se puede quedar.
Me miró un buen rato en silencio.
—Vaya por Dios, a lo mejor me he equivocado contigo desde el principio. Sé que eres un vago, pero nunca pensé que tuvieras madera de valiente… a pesar de todas esas historias que se cuentan de la India. A lo mejor la tienes o a lo mejor es simple insolencia. En cualquier caso, te equivocas de medio a medio, muchacho. Tal como ya te he dicho, a Elspeth le gusta… y, si ella no quiere que se vaya, se quedará.
—Pero, por el amor de Dios, papá, ¿qué importa lo que a Elspeth le guste? Ella hará lo que yo diga.
—Lo dudo mucho —dijo mi padre.
—¿Y eso qué quiere decir?
Mi padre posó la copa, se secó los labios y me dijo:
—Creo que no te va a gustar, Harry, pero es lo que hay. El que paga manda. Y resulta que Elspeth y su maldita familia se han pasado todo el año pasado pagando. Espera un momento. Déjame terminar. Sé que tendrás muchas cosas que decir, pero espera.
Me lo quedé mirando en silencio sin comprender.
—Estamos arruinados, Harry. Ni yo mismo sé cómo ha ocurrido, pero es la verdad. Supongo que me he pasado la vida corriendo demasiado de acá para allá sin darme cuenta de cómo se me iba el dinero… para qué sirven los abogados, ¿eh? Tuve unos cuantos reveses en las carreras de caballos, nunca vigilé los gastos de esta casa ni los de la de Leicestershire, jamás quise ahorrar… pero lo que de verdad me hundió fueron las malditas acciones de los ferrocarriles. Muchos están ganando fortunas con ellas… con las buenas. Pero yo elegí las malas. Hace un año estaba completamente arruinado, los judíos me tenían cogido por el cuello y yo tenía que venderlo todo. Preferí no escribirte… ¿de qué hubiera servido? Esta casa no es mía y la de Leicestershire tampoco; es de Elspeth… o lo será cuando el viejo Morrison la palme. Así reviente y que Dios lo maldiga, nunca será demasiado pronto.
Se levantó del sofá, empezó a pasear arriba y abajo y, al final, se detuvo delante de la chimenea.
—Él se hizo cargo de todo por su hija. ¡Hubieras tenido que verlo! ¡Qué hipocresía más descarada, en mi vida he visto cosa igual, ni siquiera en todos los años que llevo en el Parlamento! ¡Tuvo la desfachatez de plantarse en el vestíbulo de mi propia casa y decirme que era un castigo divino para él, por haber permitido que su hija se casara con alguien de inferior condición! ¡De inferior condición, lo oyes! ¡Y yo tuve que aguantarlo y reprimir las ganas que tenía de derribar al suelo de un puñetazo al muy cerdo asqueroso! ¿Qué podía hacer? Yo era el pariente pobre. Y lo sigo siendo. Él sigue pagando las facturas… a través de esta bobalicona con quien te casaste. ¡Le deja hacer lo que quiere y eso es lo que hay!
—Pero si le ha concedido una asignación…
—¡No le ha concedido nada! Ella pide y él le da. Menudo sería yo en su lugar… pero a lo mejor cree que merece la pena. Se le cae la baba por ella y tengo que reconocer que la chica no es nada tacaña. Pero es la que paga, Harry, hijo mío, y será mejor que no lo olvides. Eres un mantenido, ¿comprendes?; por consiguiente, ni tú ni yo podemos decidir quién entra y quién sale y, puesto que tu queridísima Elspeth tiene unos puntos de vista asombrosamente liberales… ¡la señorita Judy se quedará y tú tendrás que aguantarte!
Al principio, le escuché estupefacto, pero, tal vez porque tenía un sentido más práctico que él o quizá porque mi concepto de la dignidad, heredado de mi aristocrática madre, era superior al suyo, yo veía las cosas de otra manera, Mientras él se volvía a llenar la copa de brandy, le pregunté:
—¿Cuánto dinero le da?
—¿Cómo? Ya te lo he dicho, le da lo que quiere. Por lo visto, el viejo bastardo está bien forrado. Pero tú de eso no podrás tocar nada, te lo aseguro.
—Me da igual —repliqué—. Mientras haya dinero, me importa un bledo quién dé la orden.
Me miró boquiabierto de asombro.
—Pero bueno —me dijo con voz entrecortada—, ¿es que no tienes orgullo?
—Tanto como tú —contesté fríamente—. Tú sigues en la casa, ¿no?
Se le puso la acostumbrada cara de alguien que está a punto de sufrir un ataque, por lo que decidí retirarme antes de que me lanzara una botella y subí arriba para pensar. La noticia no era buena, claro, pero no me cabía la menor duda de que podría llegar a un entendimiento con Elspeth, que era en definitiva lo único que importaba. Pero lo cierto era que yo no tenía tanto orgullo como mi padre; al fin y al cabo, no sería como tener que sacarle los cuartos al viejo Morrison. Está claro que hubiera tenido que disgustarme ante la idea de no poder heredar la fortuna de mi padre —lo que había sido su fortuna—, pero, cuando el viejo Morrison dejara de incordiar al mundo, yo tendría la parte de la herencia que le correspondiera a Elspeth, lo cual era muy probable que lo compensara con creces.
Entretanto, aproveché la primera oportunidad que se me ofreció para plantearle la cuestión a Elspeth y tuve la satisfacción de comprobar que estaba estúpidamente de acuerdo, lo cual me pareció altamente satisfactorio.
—Todo lo que yo tengo es tuyo, amor mío —me dijo, mirándome como si se estuviera derritiendo por dentro—. Basta con que me lo pidas… cualquier cosa que tú quieras.
—Muchas gracias —dije—, pero eso podría resultar un poco engorroso en ciertas ocasiones. Estaba pensando que si hubiera, por ejemplo, un pago regular, te ahorrarías un montón de molestias inútiles.
—Me temo que mi padre no lo permitiría. En eso ha dejado las cosas muy claras, ¿comprendes?
Lo comprendía perfectamente. Traté de convencerla, pero no hubo manera. Por muy tontita que fuera, siempre hacía lo que le decía su papá y el viejo tacaño no era tan necio como para dejar un hueco a través del cual la familia Flashman pudiera introducirse y aligerarle la bolsa. El hombre prudente es el que mejor conoce a su yerno. Por consiguiente, tendría que pedir dinero cada vez que lo necesitara… lo cual era mucho mejor que no tener dinero en absoluto. Cuando le hice la primera petición, Elspeth estuvo muy dispuesta a darme cincuenta guineas… lo tenían todo arreglado con un abogado de Johnson’s Court que le entregaba cualquier cantidad que ella pidiera, dentro de unos límites razonables.
No obstante, dejando aparte esos mezquinos asuntos, hubo un montón de cosas que me mantuvieron ocupado durante aquellos primeros días en casa. Nadie de la Guardia Montada sabía exactamente qué hacer conmigo, por lo que me pasaba el día yendo de un club a otro y allí me sorprendía de que, de pronto, hubiera tanta gente que me conocía. Me saludaban en el parque o me estrechaban la mano por la calle y en casa no paraba de recibir visitas. Muchos amigos de mi padre que llevaban años sin verle acudían para conocerme a mí y saludarle a él; nos inundaban de invitaciones, en la mesa del vestíbulo se amontonaban tantas cartas de felicitación que hasta caían al suelo. En la prensa se hablaba del «regreso del primero de los héroes de Cabool y Jellulabad», y la nueva revista cómica Punch había publicado una historieta ilustrada en su serie titulada «Pencillings»[39] en la que una figura vagamente parecida a mí blandía una enorme cimitarra como un bandido de una pieza teatral infantil mientras unas fieras hordas de negros (que, más que afganos, parecían esquimales) trataban en vano de arrebatarme la bandera británica. Debajo había una leyenda que decía: «Una Espada Flash(ante)», lo cual les dará a ustedes cierta idea del habitual humor de dicha publicación.
Sin embargo, a Elspeth le encantó y compró una docena de ejemplares. Le entusiasmaba ser el centro de tantas atenciones, pues la esposa de un héroe suele ser objeto de tantos agasajos como él, sobre todo si es guapa. Hubo una noche en el teatro en que el director insistió en sacarnos de nuestras localidades y conducirnos a un palco. El público puesto en pie nos saludó con vítores y una ensordecedora salva de aplausos. Elspeth, radiante de felicidad, empezó a soltar grititos de alegría y a juntar las manos sin dar la menor muestra de turbación mientras yo saludaba benignamente con la mano a la multitud.
—¡Oh, Harry —exclamó Elspeth, emocionada—, qué feliz soy! Pero si eres famoso, Harry, y yo…
Dejó la frase sin terminar, pero yo sé que estaba pensando que ella también lo era. En aquel momento la quise más que nunca por pensar tal cosa.
Durante la primera semana, hubo tantas fiestas que ni siquiera las pude contar y en todas ellas fuimos la principal atracción. Todas tenían un cierto sabor militar, pues, gracias a las noticias de Afganistán y de China —donde tampoco lo estábamos haciendo del todo mal[40]—, el ejército estaba más de moda que nunca. Los oficiales más veteranos y las mamás me hacían objeto de todas sus atenciones, lo cual permitía que los oficiales más jóvenes se dedicaran a cortejar a Elspeth, cosa que a ella le encantaba ya mí me complacía… no sólo no estaba celoso, sino que más bien me satisfacía verlos apretujarse a su alrededor como moscas en torno a una jarra de confitura, que podían mirar pero no saborear. Muchos de ellos la conocían, pues yo había averiguado que durante mi permanencia en la India, algunos la habían acompañado en sus paseos a pie por el parque o en sus paseos a caballo por el Row… cosa muy natural, tratándose de la esposa de un militar. Aun así, yo mantenía los ojos abiertos y traté a más de uno con frialdad cuando se acercaba demasiado a ella… había uno en particular, un joven capitán del Real Regimiento de Caballería llamado Watney, que la visitaba a menudo en casa y la acompañaba en sus paseos a caballo dos veces a la semana; era un tipo alto, de labios exquisitamente curvados y lánguida mirada soñadora que se habría hecho el amo de la casa si yo no le hubiera parado los pies.
—Puedo cuidar muy bien de la señora Flashman, muchas gracias —le dije.
—No me cabe la menor duda —replicó—. Pensaba que, a lo mejor, la dejaría usted media hora abandonada más o menos.
—Ni un solo minuto —dije.
—Vamos —me dijo en tono condescendiente—, eso es muy egoísta de su parte. Estoy seguro de que la señora Flashman no estaría de acuerdo.
—Pues yo estoy seguro de que sí.
—¿Quiere que hagamos la prueba? —me preguntó con una irritante sonrisa.
Sentí deseos de soltarle un manotazo, pero reprimí el impulso.
—Váyase al infierno, maldito bribón —le contesté, dejándolo allí de pie en el vestíbulo.
Me fui directamente a la habitación de Elspeth, le conté lo ocurrido y le dije que no volviera a ver a Watney.
—¿Cuál de ellos es? —me preguntó, admirando su preciosa melena en el espejo.
—Un tipo con cara de caballo y voz tartajosa.
—Hay muchos así —dijo—. No los puedo distinguir. Harry, cariño, ¿crees que los bucles me sentarán bien?
Tal como ustedes pueden imaginar, la respuesta me satisfizo y enseguida olvidé el incidente. Lo recuerdo ahora porque fue el día en que todo ocurrió de golpe. Hay días así, termina un capítulo de tu vida y empieza otro y nada vuelve a ser igual a partir de aquel momento. Tenía que ir a ver a mi tío Bindley en la Guardia Montada y le dije a Elspeth que no regresaría a casa hasta la tarde, en que teníamos que ir a tomar el té a casa de no sé quién. Sin embargo, en cuanto llegué a la Guardia Montada, mi tío me metió directamente en un coche y me llevó a ver nada menos que al duque de Wellington. Yo siempre le había visto de lejos, por lo que, cuando mi tío entró en su despacho, me puse bastante nervioso esperando en la antesala mientras oía el murmullo de sus voces al otro lado de la puerta. De pronto, se abrió la puerta y apareció el duque; tenía ya el cabello blanco y estaba bastante arrugado por aquel entonces, pero su maldita nariz aguileña no le hubiera permitido pasar inadvertido en ningún lugar y sus penetrantes ojos de lince le traspasaban a uno cual si fueran puñales.
—Ah, aquí está el joven —dijo, estrechando mi mano. A pesar de sus años, caminaba con tanta agilidad como un jinete y estaba muy elegante con su chaqueta de color gris—. La ciudad no habla más que de usted —añadió, mirándome a los ojos—. Tal como debe ser. Fue una acción muy valerosa… prácticamente lo único bueno de todo aquel asunto, digan lo que digan Ellenborough y Palmerston.
«Hudson —pensé—, ahora me tendría usted que ver; a no ser que se abrieran los cielos, no se hubiera podido añadir nada más».
El duque me hizo unas cuantas preguntas muy atinadas sobre Akbar Khan y los afganos en general y sobre el comportamiento de las tropas durante la retirada, a las cuales contesté lo mejor que pude. Me escuchó con la cabeza echada hacia atrás, después la inclinó, murmurando un «mmmm» y se apresuró a decir:
—Es una pena que lo hayan llevado todo tan mal. Pero la culpa la tienen siempre esos malditos políticos; no hay forma de convencerlos. Si yo hubiera tenido conmigo en España a alguien como McNaghten, Bindley, apuesto a que aún estaría en Lisboa. ¿Y qué se hará con el señor Flashman? ¿Ha hablado usted con Hardinge?
Bindley contestó que me tendrían que buscar un regimiento y el duque asintió con la cabeza.
—Sí, es un hombre muy indicado para un regimiento. Estuvo usted en el Undécimo de los Húsares si no recuerdo mal, ¿verdad? Bueno, mejor que no regrese allí —añadió, mirándome con intención—. Su Señoría sigue estando ahora tan desfavorablemente dispuesto hacia los oficiales indios como antes, pero peor para él. Muchas veces he estado a punto de decirle que yo también soy un oficial indio, pero probablemente me hubiera hecho un desaire. Bueno, señor Flashman, esta tarde tengo que acompañarle a ver a Su Majestad, lo cual significa que tiene usted que estar aquí a la una.
Dicho lo cual, dio media vuelta para regresar a su despacho, intercambió unas palabras con Bindley y cerró la puerta.
Bueno, ya se pueden ustedes figurar mi deslumbramiento; haber estado charlando con el duque, saber que me iban a presentar a la Reina… tuve la sensación de estar caminando sobre las nubes. Regresé a casa como en un sueño, imaginándome cómo recibiría Elspeth la noticia; eso haría que su maldito padre se diera cuenta de quién era su yerno y raro sería que yo no pudiera sacarle algo como consecuencia de ello, siempre y cuando supiera jugar bien mis cartas.
Subí corriendo al piso de arriba, pero no estaba en su habitación; la llamé y, al final, salió Oswald y me dijo que había salido.
—¿Adónde?
—Pues no lo sé exactamente, señor —me contestó, mirándome con expresión malhumorada.
—¿Con la señorita Judy?
—No, señor —me contestó—, no con la señorita Judy. La señorita Judy está abajo, señor.
Noté algo raro en su forma de hablar, pero no pude sacarle nada más. Bajé y encontré a Judy jugando con un gatito en el salón de la mañana.
—¿Dónde está mi mujer? —le pregunté.
—Ha salido con el capitán Watney —me contestó en tono glacial—. A montar. Ven aquí, gatito bonito. Por el parque, supongo.
Por un instante, no lo comprendí.
—Te equivocas —dije—. Hace un par de horas lo eché de aquí.
—Pues han salido a montar hace media hora. Eso significa que habrá vuelto.
—¿Qué demonios quieres decir?
—Quiero decir que han salido juntos. ¿Qué otra cosa pensabas?
—Maldita sea —exclamé, enfurecido—. Le dije que no lo volviera a ver.
Siguió acariciando el gatito, con una leve sonrisa en los labios.
—Eso significa que no te ha entendido —dijo—. De lo contrario, no hubiera salido, ¿no crees?
Me la quedé mirando mientras un frío estremecimiento me revolvía las entrañas.
—¿Qué estás insinuando, maldita sea tu estampa? —pregunté.
—Nada en absoluto. Todo son figuraciones tuyas. ¿Sabes una cosa?, creo que estás celoso.
—¿Yo celoso? ¿Y por qué tendría que estar celoso?
—Tú sabrás.
La miré con rabia mal contenida, debatiéndome entre la cólera y el temor a lo que aparentemente me estaba dando a entender.
—Bueno, vamos a ver si lo entiendo —dije—, quiero saber qué demonios pretendes insinuar. Si tienes algo que decir acerca de mi mujer, te aconsejo que tengas mucho cuidado…
En aquel momento, mi padre, maldita fuera su estampa, entró tambaleándose en el vestíbulo y empezó a llamar a Judy. Ésta se levantó y pasó por mi lado con el gatito en brazos. Al llegar a la puerta se detuvo, me miró con una torcida sonrisa de desprecio y me dijo:
—¿Qué hacías tú en la India? ¿Leías? ¿Cantabas himnos? ¿O ibas de vez en cuando a pasear a caballo por el parque?
Dicho lo cual, salió dando un portazo y me dejó hecho trizas mientras unos horribles pensamientos surgían de repente en mi mente. Las sospechas no crecen poco a poco; brotan de golpe y se van desarrollando a medida que pasa el tiempo y, si uno tiene una mente sucia como yo, es más fácil que se le ocurran pensamientos sucios, por lo cual, mientras me decía que Judy era una puta embustera que pretendía asustarme con sus insinuaciones y que Elspeth hubiera sido incapaz del menor engaño, me la imaginé retozando desnuda en la cama con los brazos alrededor del cuello de Watney. ¡Dios mío, no era posible! Elspeth era una tonta inocente y totalmente honrada que ni siquiera conocía el significado de la palabra «fornicación» cuando nos conocimos… Pero eso no le había impedido correr a los arbustos conmigo a la primera invitación que le hice. Aun así, ¡era algo impensable! Era mi mujer, la chica más amable y decente que cabría imaginar; no se parecía para nada a un cerdo como yo; no se podía parecer.
Me estaba torturando con todas aquellas festivas reflexiones cuando, de repente, el sentido común acudió en mi auxilio. Dios mío, lo único que había hecho era salir a pasear a caballo con Watney… ni siquiera sabía quién era cuando aquella mañana yo le había dicho que no saliera con él. Y era la muchacha más atolondrada que pudiera haber en este mundo y, además, no tenía madera de pelandusca. Demasiado dulce, cariñosa y sumisa… jamás se hubiera atrevido a hacer semejante cosa. La sola idea de lo que yo hubiera podido hacer la habría aterrorizado… ¿qué iba a hacer? ¿Repudiarla? ¿Divorciarme de ella? ¿Echarla de casa? ¡No podía, Dios mío! Me faltaban medios. ¡Mi padre tenía razón!
Por un instante, me quedé pasmado. Si Elspeth fuera la amante de Watney o de cualquier otro, yo no hubiera podido hacer nada. Hubiera podido cortarla en pedazos, por supuesto, pero, y después, ¿qué?, ¿echarme a la calle? No hubiera podido permanecer en el ejército y ni siquiera en la ciudad sin un medio de vida…
Pero bueno, que se fuera todo al infierno. Todo aquello no eran más que unos disparates que la morena querida de mi padre me había metido deliberadamente en la cabeza para ponerme celoso. Era su manera de vengarse de mí por la paliza que yo le había dado tres años atrás. Eso era. No tenía el menor motivo para pensar mal de Elspeth; todo en ella negaba las acusaciones de Judy… y por Dios que le haría pagar a la muy puta todas sus insinuaciones y sus desprecios. Ya encontraría la manera, vaya si la encontraría, y entonces que Dios se apiadara de ella.
Tras haber encauzado mis pensamientos por caminos más favorables, recordé la noticia que quería comunicarle a Elspeth al llegar a casa… bueno, pues tendría que esperar a que yo regresara de Palacio. Le estaría bien empleado por haber salido con Watney, maldita fuera su estampa. Entretanto, me pasé una hora buscando mis mejores galas, arreglándome el cabello, que, por cierto, me había crecido mucho y me confería un aspecto muy romántico, y maldiciendo a Oswald mientras éste me anudaba el corbatín… hubiera preferido ir de uniforme, pero no tenía ninguno medianamente decente a mi nombre, pues había vestido constantemente de paisano desde mi regreso. Estaba tan emocionado que ni siquiera me molesté en almorzar. Me vestí de punta en blanco y salí corriendo para reunirme con Su Narizota.
Había una berlina en la puerta cuando llegué y sólo tuve que aguardar dos minutos antes de que él apareciera elegantemente vestido, pegándoles una bronca a un secretario y un criado que le seguían visiblemente nerviosos.
—Probablemente no hay ni un maldito calentador de cama en toda la casa —rugió—. Y es necesario que todo esté impecablemente en orden. Y hay que averiguar si Su Majestad se lleva su propia ropa de cama cuando viaja. Supongo que sí, pero no vayan haciendo preguntas indiscretas por ahí. Pregúntenselo a Arbuthnot; él lo sabrá. Tengan por seguro que, al final, siempre habrá algún fallo, pero eso no se puede evitar. Ah, Flashman —dijo, revisándome de arriba abajo como si fuera un sargento instructor—. Vamos allá.
Cuando salió, un pequeño grupo de personas, entre las cuales había varios pilluelos, empezó a lanzar vítores y se oyeron algunas voces que decían:
—¡Éste es el Flash! ¡Viva!
Se referían a mí. Nuestra salida se demoró un poco, pues, tras haber subido a la berlina, el cochero tuvo ciertas dificultades con las riendas y, entretanto, los mirones eran cada vez más numerosos.
—Maldita sea, Johnson —dijo el duque a punto de perder los estribos—, dese prisa, de lo contrario, aquí se reunirá todo Londres.
La gente nos vitoreó una vez más y nosotros nos pusimos en marcha bajo el cálido sol otoñal mientras los pilluelos nos seguían corriendo y gritando y los viandantes se descubrían en las aceras para saludar el paso del ilustre duque.
—Si yo supiera cómo se transmiten las noticias, sería un hombre más prudente —me dijo—. ¿Se imagina? Apostaría cualquier cosa a que, en estos momentos, en Dover ya saben que lo estoy acompañando a usted a la presencia de Su Majestad. No ha tenido usted jamás ningún trato con la realeza, ¿verdad?
—Sólo en Afganistán, milord —contesté.
El duque soltó una risita.
—Probablemente allí no son tan ceremoniosos como nosotros —dijo—. Es una pesadez insoportable. Permítame darle un consejo, señor, no se convierta jamás en mariscal de campo y comandante supremo. Es algo que está muy bien, pero significa que su soberano lo honrará, alojándose en su residencia y usted no tendrá en toda la casa una sola cama digna de tal personaje. Estoy más preocupado por el acondicionamiento de Walmer, señor Flashman, de lo que estuve por las obras de Torres Vedras[41].
—Si tiene usted tanto éxito esta vez como el que tuvo entonces, milord —repliqué, dándole coba—, no habrá el menor motivo de inquietud.
—¡Ya! —dijo, mirándome severamente. Hizo una pausa de uno o dos minutos y después me preguntó si estaba nervioso—. No hay razón para que lo esté —añadió—. Su Majestad es extremadamente amable, aunque nunca es tan fácil como era con sus antecesores, claro. El rey Guillermo era un hombre muy sencillo y hacía que la gente se sintiera a gusto a su lado. Ahora todo es más rígido y ceremonioso, pero, si permanece a mi lado y mantiene la boca cerrada, saldrá airoso del trance.
Me atreví a decir que hubiera preferido mil veces cargar contra una banda de ghazi que pasar por la prueba de acudir a Palacio, lo cual era una estupidez, naturalmente, pero me pareció lo más apropiado.
—No diga disparates —replicó secamente el duque—. Eso no se puede ni pensar. Pero sé lo que siente porque yo también he experimentado esta sensación. Lo importante es que no se le note, tal como nunca me cansaré de decirles a los jóvenes. Y ahora hábleme de los ghazi que, según tengo entendido, son los mejores soldados que tienen en Afganistán.
Estaba en mi propio terreno y no me fue nada difícil hablarle de los ghazi, los gilzai, los dourani y los pashtos. El duque me escuchó con mucha atención hasta que, de pronto, me di cuenta de que estábamos cruzando la verja de Palacio y la guardia presentaba armas, un lacayo se acercaba corriendo para abrir la portezuela y colocar la escalerilla y los oficiales daban taconazos y adoptaban posición de firmes mientras un enjambre de personas rodeaba el vehículo.
—Vamos —me dijo el duque, cruzando conmigo una puertecita.
Conservo el vago recuerdo de unas escaleras y unos lacayos vestidos con librea, unos largos pasillos alfombrados, unas grandes arañas de cristal y unos silenciosos funcionarios que nos escoltaban… pero mi principal recuerdo corresponde al de la frágil figura vestida de gris que me precedía con paso firme mientras la gente se apartaba a su paso. Llegamos a una impresionante puerta de doble hoja flanqueada por dos lacayos con peluca, delante de la cual un tipo bajito y muy grueso vestido con un frac de color negro se inclinó ante nosotros y se acercó presuroso a mí para dar un pequeño tirón al cuello de mi camisa y alisarme la solapa de la chaqueta.
—Pido disculpas —gorjeó—. Un cepillo.
Chasqueó los dedos e inmediatamente apareció un cepillo, con el cual me empezó a cepillar hábilmente la chaqueta mientras miraba de soslayo al duque.
—Aparte este maldito trasto —le dijo el duque— y deje de zangolotear. Ya sabemos cómo tenemos que vestirnos sin su ayuda.
El gordito le miró con cara de reproche y se apartó a un lado, haciendo una seña a los lacayos. Éstos abrieron la puerta y, mientras el corazón me latía violentamente contra las costillas, oí que una poderosa y sonora voz anunciaba:
—Su Excelencia el duque de Wellington. El señor Flashman.
Era un espacioso salón soberbiamente amueblado, con una alfombra que se extendía entre unas paredes cubiertas de espejos y una enorme araña de cristal en el techo. Al fondo había unas cuantas personas, dos hombres de pie junto a una chimenea, una joven sentada en un sofá, una mujer de más edad de pie detrás del sofá y creo que otro hombre y dos mujeres a su lado. Avanzamos hacia ellos, el duque un poco más adelantado que yo. Al final, éste se detuvo delante del sofá e hizo una reverencia.
—Majestad —dijo—, tengo el honor de presentaros al señor Flashman.
Sólo entonces comprendí quién era la chica. Estamos acostumbrados a imaginárnosla como una anciana reina, pero entonces no era más que una niña más bien regordeta y agraciada de cuello para abajo. Tenía unos ojos grandes y un poco saltones y unos dientes ligeramente salidos, pero sonrió amablemente mientras musitaba una respuesta… para entonces, yo ya había doblado el espinazo, naturalmente.
Cuando enderecé de nuevo la espalda, la Reina me estaba mirando y Wellington le estaba refiriendo brevemente la historia de Kabul y Jallalabad… «la distinguida defensa» y «el destacado comportamiento del señor Flashman» son las únicas frases que me han quedado grabadas en la memoria. Cuando terminó, la Reina inclinó la cabeza hacia él y me dijo:
—Es usted el primero que vemos de todos los que tan valerosamente sirvieron en Afganistán, señor Flashman. Es realmente una gran alegría verle de vuelta sano y salvo. Hemos oído los más brillantes informes acerca de su gallardía y nos es muy grato poderle manifestar nuestra gratitud y admiración por tan esforzado y leal servicio.
Supongo que no hubiera podido expresarlo mejor de lo que lo hizo, a pesar de que lo recitó como un loro. Me limité a emitir un sonido gutural Y volví a inclinar la cabeza. La Reina hablaba con un fuerte y extraño acento y, de vez en cuando, subrayaba algunas palabras y asentía con la cabeza.
—¿Está usted completamente recuperado de sus heridas? —me preguntó.
—Sí, Majestad, muchas gracias —contesté.
—Está usted muy moreno —dijo uno de los hombres, cuyo fuerte acento alemán me llamó inmediatamente la atención. Le había visto por el rabillo del ojo, apoyado contra la repisa de la chimenea con las piernas cruzadas. «O sea que éste es el príncipe Alberto, menudo bigotazo lleva», pensé.
—Debe de estar tan moreno como un afgano —añadió el egregio personaje mientras los demás se reían cortésmente.
Le dije que más de una vez me habían tomado por tal y entonces abrió enormemente los ojos, me preguntó si hablaba el idioma y me pidió que dijera algo. Dije sin pensar las primeras palabras que me vinieron a la mente: Hamare ghali ana, achha din, que es lo que les dicen las prostitutas a los viandantes y significa «buenos días, ven a nuestra calle». Aunque el príncipe parecía muy interesado, vi que el hombre que lo acompañaba tensaba los músculos y me miraba con dureza.
—¿Y eso qué significa, señor Flashman? —preguntó la Reina.
—Es un saludo indio, señora —se apresuró a contestar el duque.
Se me revolvieron las tripas al recordar que el duque había servido en la India.
—Ah, claro —dijo la Reina—, es que ésta es una reunión muy india, pues aquí tenemos también al señor Macaulay.
Aunque aquel nombre no significaba nada para mí en aquellos momentos, observé que mantenía los labios fuertemente apretados y me seguía mirando con expresión severa. Más tarde averigüé que había pasado varios años en el gobierno de allí, lo cual significaba que mi imprudente frase tampoco le había pasado inadvertida.
—El señor Macaulay nos ha estado leyendo sus nuevos poemas[42] —añadió la Reina—. Son muy bellos y conmovedores. Creo que su Horacio le debe de haber servido de modelo, señor Flashman, pues usted sabe que este personaje desafió grandes peligros en la defensa de Roma. Es una balada espléndida y muy inspirada. ¿Conoce la historia, señor duque?
El duque contestó afirmativamente, situándose con ello un peldaño por encima de mí, y añadió que no la creía, en cuya respuesta la Reina lanzó una exclamación y le preguntó por qué.
—Tres hombres no pueden impedir el avance de un ejército, señora —contestó el duque—. Tito Livio no era un soldado, de lo contrario no hubiera podido afirmar semejante cosa.
—Vamos —terció Macaulay—. Ocupaban un puente muy estrecho y no los pudieron desalojar.
—¿Lo ve usted, señor duque? —dijo la Reina—. ¿Cómo los hubieran podido vencer?
—Con arcos y flechas, señora —contestó el duque—. Con hondas. De este modo los hubieran abatido. Y es lo que yo hubiera hecho.
A lo cual la Reina replicó que los toscanos eran más caballerosos que él y el duque convino con ella en que muy probablemente así era.
—Lo cual explica tal vez por qué razón hoy en día no existe ningún imperio toscano sino un vasto Imperio británico —terció el príncipe en tono pausado.
Después se inclinó hacia la Reina y ésta asintió levemente con la cabeza y se levantó —era muy bajita—, indicándome por señas que me acercara. Me acerqué muy sorprendido mientras el duque se situaba a mi lado y el príncipe me estudiaba, ladeando la cabeza. La dama que se encontraba de pie detrás del sofá se adelantó y le entregó algo a la Reina, la cual levantó la vista para mirarme desde una distancia inferior a los treinta centímetros.
—Nuestros valientes soldados de Afganistán recibirán cuatro medallas del gobernador general —dijo—. Las lucirá usted a su debido tiempo, pero también recibirán una medalla de su Reina y justo es que usted la luzca primero que nadie.
Era tan menuda que tuvo que ponerse de puntillas para prendérmela en la chaqueta. Después me miró sonriendo y yo me emocioné tanto que no supe qué decir. Al verlo, la Reina me miró, conmovida.
—Es usted un caballero muy valiente —me dijo—. Que Dios lo bendiga.
«Oh, Dios mío —pensé—, si lo supieras, romántica mujercita, mira que calificarme de moderno Horacio». (Decidí estudiar más tarde los Cantos populares de Macaulay, y la verdad es que la Reina no anduvo del todo desencaminada; sólo que el tipo a quien yo me parecía era un tal Falso Sexto, un hombre mucho más de mi gusto). Sin embargo, algo tenía que decir, por lo que farfullé algo a propósito del servicio a Su Majestad.
—Más bien el servicio a Inglaterra —contestó ella, mirándome con vehemencia.
—Es lo mismo —dije yo, rebosante de inspiración, y entonces la Reina bajó la vista con expresión pensativa mientras el duque emitía una especie de gruñido.
Hubo una pausa y después la Reina me preguntó si estaba casado. Le contesté que sí, pero que mi esposa y yo habíamos estado dos años separados.
—Una cruel separación —dijo la Reina con el mismo tono de voz con que hubiera podido decir «qué mermelada de fresas tan exquisita».
Sin embargo, estaba segura, añadió, de que nuestra reunión habría sido mucho más dulce, precisamente a causa de nuestra separación.
—Sé muy bien lo que significa ser la abnegada esposa del más amable de los maridos —añadió, mirando a Alberto, el cual la miró a su vez con noble y afectuosa expresión.
«Dios mío —pensé yo—, vaya luna de miel habrán tenido esos dos».
Después, el duque intervino discretamente para despedirse y comprendí que me estaba haciendo una indicación. Ambos nos inclinamos en reverencia y retrocedimos hacia la puerta mientras la regordeta Reina se sentaba de nuevo en el sofá. Una vez en el pasillo, el duque se abrió paso entre un grupo de servidores.
—Bueno —me dijo—, le ha sido concedida una medalla que nadie más recibirá. Se graban muy pocas, ¿sabe?, y, cuando Ellenborough anunció que pensaba conceder cuatro, a Su Majestad no le hizo ninguna gracia. Por consiguiente, su medalla se tendrá que dejar de grabar[43].
El duque tuvo razón. La medalla, con su cinta verde y rosa (sospecho que Alberto eligió los colores), no le fue concedida a nadie más. Me la pongo en las ceremonias junto con mi Cruz Victoria, mi Medalla de Honor Americana (por la cual la República me paga amablemente diez dólares al mes), mi Orden de la Pureza y la Verdad de San Serafino (ampliamente merecida) y toda la variada quincallería que sirve para que un pícaro y un cobarde pase por un heroico veterano.
Superamos el saludo de un enjambre de guardias y las reverencias de los funcionarios y los lacayos que nos acompañaron al coche, pero, al principio, no hubo manera de cruzar la verja a causa de la multitud que se agolpaba en el exterior y no paraba de vitorearme.
—¡Aquí está Flashy! ¡Viva Flashy Harry! ¡Hip!, ¡hip!, ¡hurra!
La gente me aclamaba pegada a la verja, saludaba con la mano, arrojaba los sombreros al aire, empujaba a los centinelas y se arremolinaba junto a la entrada hasta que, al final, consiguió abrir la verja y la berlina avanzó muy despacio a través de una apretada masa de rostros sonrientes, aclamaciones y ondear de pañuelos.
—Descúbrase, hombre —me dijo el duque y yo así lo hice mientras arreciaban los vítores y la gente empujaba los costados del vehículo y alargaba los brazos para estrecharme la mano, golpeando los cristales y armando un barullo espantoso.
—¡Le han concedido una medalla! —rugió alguien—. ¡Dios salve a la Reina!
El eco se repitió y, por un momento, pensé que iban a volcar el coche. Mientras sonreía y saludaba con la mano, ¿a que no saben en qué estaba yo pensando? ¡Aquello era la auténtica gloria! Allí estaba yo, el héroe de la guerra de Afganistán con la medalla de la Reina prendida en la chaqueta y sentado al lado del soldado más ilustre del mundo mientras el pueblo de la ciudad más grande del mundo me aclamaba sin cesar… ¡nada menos que a mí!, y el duque ponía cara de palo y le decía secamente al cochero:
—Johnson, ¿es que no puede sacarnos de este maldito atolladero?
¿En qué estaba pensando? ¿En el azar que me había llevado a la India? ¿En Elphy Bey? ¿En el horror de los desfiladeros durante nuestra retirada de Afganistán, en mi salvación por los pelos en Mogala cuando murió Iq bal? ¿En la pesadilla del fuerte de Piper o en aquel horrible enano en el nido de las serpientes? ¿En Sekundar Burnes? ¿Tal vez en Bernier? ¿O en las mujeres… Josette, Narriman, Fetnab y las demás? ¿En Elspeth? ¿En la Reina?
En ninguna de estas cosas. Es curioso, pero, mientras el coche se abría paso lentamente y bajábamos por el Mall y el clamor se iba disipando a nuestra espalda, me pareció oír la voz de Arnold diciéndome: «Hay mucha bondad en usted, Flashman», e imaginé que en aquel momento éste se sentiría justificado y predicaría un sermón en la capilla sobre el tema del «valor» y fingiría alegrarse de la regeneración del pródigo, sabiendo en lo más hondo de su hipócrita corazón que yo seguía siendo un sinvergüenza[44]. Sin embargo, ni él ni nadie se hubieran atrevido a decirlo. El mito de la llamada valentía, que está hecho mitad de miedo y mitad de locura (en mi caso, sólo de miedo) resulta beneficioso para todo el mundo; en Inglaterra, uno no puede ser un héroe y una mala persona. Existe prácticamente una ley que lo prohíbe. Wellington estaba comentando en tono malhumorado la creciente insolencia de la multitud, pero interrumpió sus comentarios para decirme que me dejaría en la Guardia Montada. Al llegar allí, mientras yo bajaba del vehículo y le agradecía su amabilidad, me miró con la cara muy seria y me dijo:
—Le deseo lo mejor, Flashman. Llegará muy lejos y que conste que no le considero un segundo Marlborough, pero parece valiente y está claro que ha tenido muchísima suerte. Con la primera de sus cualidades, es posible que obtenga fácilmente el mando de uno o dos ejércitos y los conduzca a los dos a la ruina, pero, con la suerte que tiene, probablemente conseguirá salvarlos de la destrucción. En cualquier caso, ha tenido un buen comienzo y hoy ha recibido el máximo honor que cabe imaginar y que no es otro que la prueba palpable del favor de su soberana. Quede usted con Dios.
Nos estrechamos la mano, el duque se alejó en su coche y jamás volví a tener ocasión de hablar con él. Años más tarde, sin embargo, comentándole el episodio al general norteamericano Robert Lee, éste me dijo que Wellington había tenido razón… había recibido, en efecto, el máximo honor al que un soldado pudiera aspirar. Pero dicho honor no había sido la medalla; a juicio de Lee, había sido la mano de Wellington.
Permítaseme señalar que ninguna de las dos cosas tenía el menor valor intrínseco.
Como era de esperar, en la Guardia Montada y más tarde en el club, fui objeto de general admiración y, al final, regresé a casa rebosante de entusiasmo. Había estado lloviendo a cántaros, pero ya había escampado y subí los peldaños bajo los rayos del sol. Oswald me comunicó que Elspeth estaba en el piso de arriba. «¡Estupendo! —pensé—, ahora veremos cuando se entere de dónde he estado y a quién he visto. Puede que ahora esté un poco más pendiente de su amo y señor y preste menos atención a los niñatos de la Guardia». Subí con una sonrisa en los labios, pues los acontecimientos de aquella tarde habían hecho que mis celos de la mañana me parecieran una tontería, fruto de las intrigas de aquella pequeña bruja de Judy.
Entré en el dormitorio, cubriéndome la medalla con la mano izquierda para darle una sorpresa. La encontré sentada delante del espejo, como de costumbre, mientras la doncella la peinaba.
—¡Harry! —exclamó—, pero ¿dónde te habías metido? ¿Has olvidado que tenemos que ir a tomar el té a casa de lady Chalmers a las cuatro y media?
—Que se vayan al infierno lady Chalmers y todos los Chalmers —contesté—. Que esperen.
—Pero ¿cómo puedes decir eso? —me preguntó, mirándome con una sonrisa a través del espejo—. ¿Y de dónde vienes tan peripuesto?
—Pues, de visitar a unos amigos. Un matrimonio joven, Bert y Vicky. No creo que los conozcas.
—¡Bert y Vicky! —Si Elspeth había adquirido algún defecto en mi ausencia, era el de haberse convertido en una esnob insoportable… cosa bastante frecuente entre la gente de su clase—. ¿Pero quiénes son ésos?
Me situé a su espalda, contemplando su imagen reflejada en el espejo, y dejé al descubierto la medalla. Sus ojos se posaron en ella y se abrieron enormemente. Después volvió la cabeza diciendo:
—¡Harry! Pero…
—Vengo de Palacio. He estado allí con el duque de Wellington. He recibido esto de manos de la Reina… Después nos hemos pasado un buen rato, charlando sobre poesía y…
—¡La Reina! —chilló Elspeth—. ¡El duque! ¡El Palacio!
Se levantó de un salto, empezó a batir palmas, me arrojó los brazos al cuello mientras la doncella se reía por lo bajo e iba de un lado para otro para disimular y entonces yo la estreché en mis brazos entre risas y la besé. A partir de aquel momento, no hubo manera de hacerla callar. Me inundó de preguntas mirándome con un brillo especial en los ojos y quiso saber quiénes habían estado presentes en la ceremonia, qué habían dicho, cómo iba vestida la Reina, qué me había dicho y qué le había contestado yo y un sinfín de preguntas más. Finalmente, la empujé a una silla, mandé retirarse a la doncella y me senté en la cama, recitándole toda la historia desde el principio hasta el final.
Elspeth permaneció sentada, mirándome con asombro, conteniendo la respiración y lanzando de vez en cuando un grito de emoción. Cuando le dije que la Reina había preguntado por ella, emitió un jadeo y se miró al espejo, supongo que para comprobar que no tuviera ninguna tiznadura en la nariz. Después me pidió que se lo volviera a contar todo y así lo hice, pero no sin antes haberle quitado el vestido y haberla colocado encima de mí sobre la cama, lo cual significa que toda la emocionante historia se volvió a contar entre jadeos y suspiros de placer. Confieso que perdí varias veces el hilo de la narración.
Aun así, ella no salía de su asombro y me seguía haciendo preguntas hasta que le señalé que ya eran más de las cuatro y, ¿qué diría lady Chalmers? Soltó una risita y dijo que mejor sería que nos arregláramos, aunque no cesó de parlotear mientras se vestía y yo me alisaba perezosamente el traje.
—¡Oh, qué maravilla! —repetía una y otra vez—. ¡La Reina! ¡El duque! ¡Oh, Harry!
—Pues sí —dije yo—, ¿y tú dónde estuviste? Paseando toda la tarde a caballo por el Row con uno de tus admiradores, seguro.
—Es un pelmazo que no veas —me dijo entre risas—. No sabe hablar de otra cosa más que de sus caballos. ¡Nos hemos pasado toda la tarde paseando a caballo por el parque y hemos estado dos horas seguidas hablando de lo mismo!
—¿De veras? Pues te habrás quedado empapada.
En aquel momento, Elspeth estaba rebuscando entre sus vestidos del armario y no me oyó. Alargué distraídamente el brazo hacia la chaqueta de montar color verde botella que había al pie de la cama, la toqué y el corazón se me quedó repentinamente petrificado. La chaqueta estaba completamente seca. Me volví para echar un vistazo a las botas que ella había dejado junto a una silla; brillaban como un espejo y no había en ellas la menor señal ni salpicadura.
Sentí que me mareaba mientras el corazón me martilleaba en el pecho y ella seguía charlando como si tal cosa. Había estado lloviendo desde que yo me había despedido de Wellington en la Guardia Montada hasta que había abandonado el club una hora más tarde para regresar a casa. No era posible que hubiera estado paseando a caballo por el parque bajo aquel aguacero. En tal caso, ¿dónde demonios habían estado ella y Watney y qué…?
Sentí que la cólera y el rencor me subían por la garganta, pero me contuve, pensando que, a lo mejor, me equivocaba. Mientras ella se empolvaba la cara con una pata de conejo delante del espejo sin prestarme atención, le pregunté como el que no quiere la cosa:
—¿Y por dónde habéis estado paseando?
—Pues por el parque, ya te lo he dicho. Dando vueltas por allí.
«Bueno, eso sí que es una mentira», pensé, y, sin embargo, no podía creerlo. Parecía tan ingenua y sincera, tan tonta y atolondrada mientras comentaba con emoción la hora tan maravillosa que yo había pasado en Palacio; y, además, hacía apenas diez minutos que me había acostado con ella y me había dejado un poco… sí, me había dejado. De repente, me vino a la mente el recuerdo de mi primera noche en casa… recordé que me había parecido menos ardiente que antes. Puede que no me hubiera equivocado; puede que efectivamente hubiera sido menos apasionada. Lo cual habría sido comprensible si, en mi ausencia, ella hubiera encontrado a alguien que fuera más de su gusto en la cama. Dios mío, como fuera verdad, sería capaz de…
Mientras permanecía sentado temblando como una hoja, aparté la cabeza para que ella no me viera a través del espejo. Entonces, ¿era cierto lo que me había insinuado la muy puta de Judy? ¿Me habría estado poniendo los cuernos con Watney… y cualquiera sabía con cuántos más? Me hervía la sangre de vergüenza y de rabia sólo de pensarlo. ¡Pero no podía ser verdad! No, Elspeth no se hubiera atrevido. Sin embargo, no podía olvidar la burlona sonrisa de Judy mientras contemplaba aquellas botas que parecían guiñarme pícaramente el ojo… ¡no habían estado en el parque aquella tarde, maldita sea!
Cuando regresó la doncella para terminar de peinar a Elspeth, intenté cerrar los oídos a los femeninos y estridentes gorjeos de su conversación y procuré serenarme. A lo mejor, estaba equivocado… Oh, Dios mío, con cuánta ansia lo deseaba. No sólo por el extraño anhelo que sentía por Elspeth, sino también por mi… bueno pues, por mi honor, si ustedes quieren. En realidad, me importaba un bledo eso que el mundo llama el honor, pero la idea de que otro hombre u otros hombres retozaran con mi mujer, la cual hubiera tenido que ser absolutamente incapaz de imaginar tan siquiera la existencia de un amante más heroico y magistral que el gran Flashman —el héroe cuyo nombre corría de boca en boca, por el amor de Dios—, ¡esa idea!…
El orgullo es un sentimiento infernal; sin él no existen los celos ni la ambición. Y yo estaba orgulloso de mi imagen… en la cama y en el cuartel. Y allí estaba yo, el león del momento, con la medalla que acababan de concederme y con el apretón de manos del duque y la mirada de la Reina todavía tan recientes… reconcomiéndome por dentro por culpa de una rubia potranca sin dos centímetros de frente. Y tenía que morderme el labio y no decir ni una sola palabra por temor a lo que pudiera ocurrir en caso de que hiciera alguna alusión a mis sospechas… tanto si éstas fueran fundadas como si no, se armaría la de Dios y yo no podía permitirme aquel lujo.
—Bueno, ¿qué tal estoy? —me preguntó, situándose delante de mí con su vestido y su sombrerito—. ¡Pero qué pálido estás, Harry! ¡Ya lo sé, son las emociones del día! ¡Pobrecito mío! —exclamó, tomando mi cabeza entre sus manos para darme un beso. «No —pensé, contemplando aquellos preciosos ojitos azules—, no puedo creerlo». Ya, pero ¿qué decir de aquellas preciosas botitas negras?—. Ahora vamos a casa de lady Chalmers —añadió—. La sorpresa que se va a llevar cuando se lo contemos. Supongo que habrá muchos invitados. Me sentiré muy orgullosa, Harry… ¡pero que muy orgullosa! Deja que te arregle el corbatín; dame un cepillo, Susan… te sienta de maravilla esta chaqueta. Tienes que ir siempre a este sastre… por cierto, ¿cómo me dijiste que se llamaba? Listo. ¡Oh, Harry, qué guapo estás! ¡Mírate al espejo!
Me miré y, al verme tan tremendamente apuesto y verla a ella tan radiante de felicidad a mi lado, luché con todas mis fuerzas contra la desdicha y la rabia. No, no podía ser verdad…
—Susan, mira que eres boba, no has colgado mi chaqueta. Cuélgala ahora mismo antes de que se arrugue.
Pero yo sabía que era verdad. O creía saberlo. Que se fueran al diablo las consecuencias, no pensaba consentir que una tonta de capirote me hiciera semejante faena.
—Elspeth —dije, volviéndome a mirarla.
—Cuélgala con cuidado cuando la hayas cepillado. Eso es. ¿Decías algo, mi amor?
—Elspeth…
—Oh, Harry, pero qué guapísimo estás, Dios mío. Me parece que no estaré muy tranquila cuando vea a todas esas elegantes señoras de Londres mirándote con ojos tiernos.
Hizo un gracioso mohín y me rozó los labios con el dedo.
—Elspeth, yo…
—Ah, por poco se me olvida… será mejor que lleves algo de dinero por si acaso. Susan, tráeme el bolso. Por si surgiera alguna necesidad, ¿comprendes? Veinte guineas, cariño.
—Muchísimas gracias —dije yo.
Qué demonios, hay que sacar el mayor provecho que se pueda de las situaciones; más vale pájaro en mano que ciento volando. Sólo se vive una vez.
—¿Te parece que veinte serán suficiente?
—Pongamos mejor cuarenta.
(Aquí termina bruscamente el primer paquete de Los Diarios Flashman).