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Hay a veces en la vida ciertos despertares tan dichosos que uno desearía que perduraran para siempre. Con harta frecuencia se despierta uno perplejo y entonces recuerda alguna mala noticia con la que se acostó en la víspera, pero, de vez en cuando, uno abre los ojos con la certeza de que todo va bien y que se encuentra a salvo en el lugar adecuado y lo único que puede hacer es permanecer tendido con los ojos suavemente cerrados, disfrutando de aquel delicioso momento.

Comprendí que todo iba bien cuando noté el roce de las sábanas bajo la barbilla y una suave almohada bajo la cabeza. Me encontraba, no sabía dónde, en una cama británica y el suave susurro que percibía por encima de mí era el de un abanico punkah[32]. Incluso cuando me moví y experimenté un punzante dolor en la pierna derecha, no me asusté, pues comprendí inmediatamente que sólo la tenía rota y que, en su extremo, aún había un pie que se podía menear.

No me importaba de qué forma había llegado hasta allí. Estaba claro que en el último minuto me habían rescatado del fuerte, malherido, pero entero, y me habían conducido a lugar seguro. Desde lejos oía los distantes disparos de la mosquetería, pero allí disfrutaba de paz y me sorprendía de mi buena suerte, me deleitaba en mi situación y estaba tan a gusto, que ni siquiera me molestaba en abrir los ojos.

Cuando finalmente lo hice, me encontré en una agradable estancia de paredes encaladas en la que el sol penetraba oblicuamente a través de los listones de unas persianas de madera y un wallah[33] dormitaba apoyado contra la pared, tirando automáticamente de la cuerda del enorme abanico. Al volver la cabeza, descubrí que la tenía completamente vendada y noté que me pulsaba dolorosamente la nuca, pero ni siquiera eso me desanimó. Me había salvado de los afganos que me perseguían, de los enemigos implacables, de las mujeres bestiales y de los comandantes imbéciles… estaba muy a gusto en la cama y cualquiera que esperara algo más de Flashy… ¡podría esperar sentado! Traté de moverme otra vez, la pierna me dolió y solté una maldición y entonces el wallah que se encargaba de mover el abanico se levantó de un salto y salió de la estancia, anunciando a gritos que me había despertado. Se oyeron unos murmullos y enseguida apareció un hombrecito calvo y con gafas vestido con una larga bata de hilo, seguido por dos o tres sirvientes indios.

—¡Finalmente se ha despertado! —me dijo—. Vaya, vaya, cuánto me alegro. No se mueva, señor. Quieto, quieto. Se ha roto una pierna por aquí y una cabeza por allá, pero ahora vamos a ver si conseguimos que hagan las paces entre sí, ¿de acuerdo? —Me miró sonriendo, me tomó el pulso, me examinó la lengua, me dijo que se llamaba Bucket, arrugó la nariz y señaló que estaba bastante bien dentro de lo que cabía—. Fractura de fémur, señor… el hueso del muslo; grave, pero sin complicaciones. Dentro de unos cuantos meses, volverá a saltar como si tal cosa. Pero ahora todavía no… lo pasó muy mal, ¿verdad? Tiene unos cortes muy profundos en la espalda… pero eso no importa ahora, ya nos lo contará más tarde. Y ahora Abdul —añadió—, ve a decirle al comandante Havelock que el paciente ya está despierto, juldi jao. Le ruego que no se mueva, señor. ¿Cómo?… sí, un poco de bebida. ¿Mejor? No mueva la cabeza, eso es… de momento, lo único que puede hacer es permanecer tendido y procurar no moverse.

Siguió parloteando, pero no le presté la menor atención. Curiosamente, la contemplación de la chaqueta azul bajo la bata de hilo me hizo recordar a Hudson… ¿qué habría sido de él? Mi último recuerdo era el del momento en que lo había visto alcanzado por el disparo y probablemente muerto. Pero ¿de veras habría muerto? Por mi bien, mejor sería que sí, pues el recuerdo de nuestras últimas relaciones perduraba claramente en mi mente y, de pronto, se me ocurrió pensar que si Hudson viviera y hablara, yo estaría perdido. Podría jurar que yo era un cobarde, si quisiera… pero ¿se atrevería a hacerlo? ¿Y lo creerían? No lo podría demostrar, pero, si tuviera fama de hombre formal —y seguro que la tenía—, puede que le hicieran caso. Lo cual significaría mi ruina y mi deshonra… y, aunque tales cosas me importaban un pimiento cuando la muerte nos rondaba a mí y a todos los que estábamos en aquel fuerte, ahora que estaba nuevamente a salvo, me importaban muchísimo.

«Dios mío —me dije—, haz que esté muerto; los cipayos, si alguno ha sobrevivido, no saben nada y, aunque supieran, no hablarían ni nadie les creería. Pero Hudson… ¡tiene que estar muerto!».

Unos pensamientos muy caritativos, dirán ustedes. Pues sí, el mundo es muy duro y, aunque los hijos de puta como Hudson tienen su utilidad, no cabe duda de que a veces también resultan muy molestos. Deseaba su muerte con más vehemencia de lo que jamás hubiera deseado cualquier otra cosa.

La incertidumbre se me debía de leer en la cara, pues el pequeño médico empezó a musitar palabras de consuelo; inmediatamente se abrió la puerta y entró Sale, con su afable, mofletudo y estúpido rostro tan colorado como la chaqueta que llevaba, seguido de un individuo alto de severo rostro y con pinta de púlpito; otros estaban mirando desde la puerta cuando Sale se acercó y se sentó en una silla al lado de la cama, inclinándose hacia adelante para tomarme la mano en su manaza mientras me miraba con cara de vaca lechera.

—¡Muchacho mío! —dijo casi en un susurro—. ¡Mi valiente muchacho!

«Vaya, eso no está nada mal», pensé. Pero tenía que averiguarlo y cuanto antes, mejor.

—Señor… —dije y, para mi asombro, la voz me salió como un trémulo graznido, de tanto tiempo como llevaba sin usarla, supongo—, señor, ¿cómo está el sargento Hudson?

Sale soltó un gruñido como si alguien acabara de propinarle un puntapié, inclinó la cabeza y después miró al médico y al sepulturero que lo acompañaba. Ambos me miraron con expresión solemne.

—Sus primeras palabras —dijo el pequeño médico, sacando un pañuelo para sonarse ruidosamente la nariz.

Sale sacudió tristemente la cabeza y volvió a mirarme.

—Muchacho mío —dijo—, lamento tener que comunicarle que su compañero, el sargento Hudson, ha muerto. No sobrevivió al último asalto contra el fuerte de Piper. —Hizo una pausa y me miró compasivamente antes de añadir—: Murió… como un verdadero soldado.

—Nicanor murió al pie del cañón —terció el sepulturero, levantando los ojos hacia el techo—. Murió en el cumplimiento del máximo deber y dio sobradas muestras de su valor.

—Gracias a Dios —dije yo—. Quiero decir, que Dios se apiade de él… Y le conceda el eterno descanso.

Por suerte, mi voz sonaba tan débil que sólo pudieron oír un murmullo. Puse semblante abatido y Sale me comprimió la mano.

—Creo que ya sé lo que su camaradería debió de significar para usted. Suponemos que debieron ustedes de salir juntos de las ruinas del ejército del general Elphinstone y ya nos imaginamos las penalidades que debieron de sufrir los dos juntos… oh, muchacho mío, bien claras están escritas en su cuerpo. Hubiera deseado comunicarle la noticia más adelante, cuando ya hubiera usted recuperado un poco las fuerzas…

Hizo un gesto para frotarse el ojo.

—No, señor —dije, levantando un poco más la voz—, yo quería saberlo ahora.

—No esperaba menos de usted —dijo Sale, comprimiéndome de nuevo la mano—. ¿Qué puedo decirle, muchacho mío? Es el destino del soldado. Debemos consolarnos con la idea de que gustosamente nosotros nos sacrificaríamos por nuestros compañeros tal como ellos lo hacen por nosotros. Y no los olvidamos.

Non omnis moriar[34] —dijo el sepulturero—. Tales hombres nunca mueren del todo.

—Amén —dijo el pequeño doctor, lloriqueando.

Lo único que les faltaba era un órgano y un coro de iglesia.

—Pero no debemos molestarle tan pronto —dijo Sale—. Necesita descansar —añadió levantándose—. Pero piense que todas sus cuitas ya han terminado y que ha cumplido usted con su deber como pocos hombres lo han cumplido. O hubieran podido cumplirlo. Entretanto, permítame que le diga lo que había venido a decirle: que me alegro con todo mi corazón de verle tan recuperado, pues su salvación es lo mejor que nos ha ocurrido en todo este oscuro catálogo de desastres. Que Dios le bendiga, muchacho. Vamos, caballeros.

Salió con paso decidido, seguido por los demás; el sepulturero hizo una solemne reverencia y el pequeño médico inclinó la cabeza, haciendo señas a los criados negros de que salieran delante de él. Y me quedé no sólo aliviado, sino también asombrado de lo que Sale me había dicho… una cosa son los cumplidos cotidianos de tipos como Elphy Bey, pero aquel hombre era nada menos que Sale, el famoso Bob el Luchador, de legendaria valentía. Y él había dicho que mi salvación había sido «lo mejor» y que yo había cumplido con mi deber como pocos lo hubieran podido hacer… Se había referido a mí como si yo fuera un héroe digno de ser reverenciado con aquella sorprendente y respetuosa veneración con que, por un incomprensible motivo, mi siglo solía admirar a sus ídolos. Nos trataban (puedo decir «nos») como si, en condiciones normales, fuéramos tan delicados de manejar como unos viejos jarrones chinos.

Bueno pues, en cuanto desperté, me di cuenta de que estaba a salvo y que me tenían aprecio, pero la visita de Sale me hizo comprender que había algo más de lo que yo imaginaba. Sin embargo, no descubrí lo que era hasta el día siguiente cuando Sale regresó en compañía del sepulturero… que, por cierto, era el comandante Havelock, una polilla bíblica de la peor especie que ahora se ha convertido en un personaje muy famoso[35]. El viejo Bob, que estaba de inmejorable humor, me comunicó la última noticia, que era la de que Jallalabad estaba resistiendo estupendamente bien el asedio y unas fuerzas de relevo ya estaban en camino al mando de Pollock, aunque, de todos modos, no importaba, pues nosotros ya les habíamos cogido el tranquillo a los afganos y probablemente efectuaríamos una salida y romperíamos el asedio cuando nos diera la gana. Havelock puso una cierta cara de asco al oír sus palabras y yo deduje de ello que no debía de tener demasiada buena opinión de Sale —nadie la tenía, aparte de la admiración que despertaba su valor— y no estaba demasiado seguro de sus aptitudes para romper asedios.

—Y eso —añadió Bob con entusiasmo—, eso se lo debemos a usted. Sí, y al gallardo grupo de hombres que defendió ese fuerte contra un ejército. Usted es testigo, Havelock, ¿acaso no le comenté en aquel momento que nunca hubo una hazaña más grande? Puede que no beneficie a todo el mundo, por supuesto; la catástrofe de Afganistán suscitará una unánime reacción de horror en Inglaterra, pero, por lo menos, hemos redimido algo. Estamos resistiendo en Jallalabad y expulsaremos a esa chusma de Akbar de nuestras puertas… sí, y después regresaremos a Kabul antes de que termine este año. Y, cuando lo hagamos… —añadió, volviéndose para mirarme—, será gracias a que un puñado de cipayos bajo el mando de un caballero inglés desafió en solitario a un gran ejército hasta el duro y amargo final.

Se había dejado arrastrar tanto por su propia elocuencia que tuvo que retirarse a un rincón a tomar un trago mientras Havelock me miraba, asintiendo solemnemente con la cabeza.

—Su proeza tuvo todo el valor del heroísmo —dijo— y bien sabe el cielo que de eso ha habido muy poco últimamente. En casa se hablará mucho de esta hazaña.

Debo decir que raras veces me desconcierto (exceptuando el caso en que me enfrento con un peligro físico, naturalmente), pero aquello me dejó sin habla. ¿Heroísmo? Bueno, pues si eso era lo que creían, allá ellos; yo no pensaba contradecirlos. Además, se me ocurrió pensar que si lo hiciera y fuera lo bastante idiota como para revelarles la verdad tal como ahora la escribo, habrían creído simplemente que me había vuelto loco a causa de las heridas. Sólo Dios sabía qué pensaban que yo había hecho para ser tan valiente, pero ya tendría ocasión de averiguarlo a su debido tiempo. Sólo veía que todas las apariencias estaban de mi parte… ¿qué más necesitaba? A mí que me den siempre la sombra y que otros se queden con la esencia… es un principio al que me he atenido a lo largo de toda la vida y da muy buen resultado si uno sabe aprovecharlo.

Lo que estaba claro era que nada tenía que destruir el hermoso sueño de Sale; hubiera sido una crueldad para con el pobre viejo. Por consiguiente, puse manos a la obra de inmediato.

—Cumplimos con nuestro deber, señor —dije modestamente mientras Havelock asentía de nuevo con la cabeza y el viejo Bob se acercaba otra vez a la cama.

—Y yo he cumplido con el mío —dijo Sale mientras rebuscaba en su bolsillo— incluyendo, en mi último despacho a lord Ellenborough, que ahora ejerce el mando en Delhi, un informe sobre su acción. Se lo leeré —añadió— porque habla con mucha más claridad de lo que yo podría hacer con mis palabras y le permitirá ver de qué manera otros juzgaron su conducta. —Carraspeó y empezó—. Bueno, vamos a ver… las fuerzas afganas… exigen mi rendición… ah, sí… fuertes combates con participación de Dennie… ah, ya lo tengo. «Había enviado una fuerte guardia al mando del capitán Little al fuerte de Piper situado en lo alto de un cerro a escasa distancia de la ciudad, donde temía que el enemigo pudiera emplazar sus cañones. Cuando comenzó el asedio, el fuerte de Piper quedó totalmente aislado de nosotros y recibió todo el impacto del asalto enemigo. No puedo explicar con detalle cómo resistió, pues sólo han sobrevivido cinco de los hombres de su guarnición, cuatro de los cuales son cipayos mientras que el otro es un oficial inglés que todavía no ha recuperado el conocimiento a causa de sus heridas, aunque espero que lo recupere muy pronto. Ignoro cómo llegó hasta el fuerte, pues no pertenecía a la guarnición inicial, sino al estado mayor del general Elphinstone. Se apellida Flashman y es probable que él y el doctor Brydon sean los únicos supervivientes del ejército que tan cruelmente fue destruido en Jugdulluk y Gandamack. Supongo que debió de escapar de la matanza final y llegó al fuerte de Piper después de que se iniciara el asedio». Corríjame, muchacho, si me equivoco —me dijo, levantando la vista—, pero considero justo que usted sepa lo que le he dicho a Su Excelencia.

—Es usted muy amable, señor —repliqué humildemente.

«Demasiado si lo supiera», pensé.

—«El asedio prosiguió muy despacio en nuestro frente, tal como ya he informado a Vuestra Excelencia —dijo Sale, reanudando la lectura—, pero la violencia de los ataques contra el fuerte de Piper no cesó en ningún momento. El capitán Little resultó muerto junto con su sargento, pero la guarnición siguió luchando sin desmayo. El teniente Flashman, según lo que he podido saber a través de uno de los cipayos, se encontraba en unas condiciones más propias de un hospital que de un campo de batalla, pues era evidente que había sido hecho prisionero por los afganos, los cuales lo habían azotado bárbaramente hasta el extremo de que no podía tenerse en pie y se veía obligado a permanecer tendido en un jergón de la torre. Su compañero el sargento Hudson participó valerosamente en la defensa hasta que el teniente Flashman, a pesar de sus heridas, decidió incorporarse a la acción. Se resistieron varios asaltos y el enemigo fue valerosamente rechazado. Para los que estábamos en Jallalabad, semejante obstáculo al avance del Sirdar fue una ayuda de valor inestimable. Y es muy probable que fuera decisiva».

«Bueno, Hudson —pensé yo—, eso es lo que usted quería y lo consiguió, por más que no le sirviera de nada». Entretanto, Sale hizo una pausa, se secó una lágrima del ojo y reanudó la lectura, haciendo un esfuerzo para que no le temblara la voz. Sospecho que lo estaba pasando en grande.

—«Sin embargo, en aquellos momentos no podíamos acudir en auxilio del fuerte de Piper, por lo que el enemigo adelantó el emplazamiento de los cañones y abrió varias brechas en las murallas. Para entonces, yo había decidido efectuar una salida e intentar hacer todo lo que pudiéramos por nuestros compañeros, por lo que el coronel Dennie avanzó para prestarles ayuda. En un violento combate sobre las mismísimas ruinas del fuerte (pues éste había sido casi totalmente destruido por los cañones), los afganos sufrieron una derrota total y nosotros pudimos apoderarnos de la posición y retirar a los supervivientes de la guarnición que con tanta fidelidad y arrojo habían resistido».

Temí que aquel viejo insensato rompiera a llorar, pero consiguió sobreponerse y prosiguió la lectura:

—«Con inmenso dolor debo señalar que, de ellos, sólo quedaban cinco. El valiente Hudson había resultado muerto y, al principio, pensamos que ningún europeo había sobrevivido. Pero después encontraron al teniente Flashman herido y sin conocimiento junto a las ruinas de la entrada, donde había ocupado su posición final en defensa no sólo del fuerte, sino también del honor de su país. Pues, en aquella apurada y peligrosa situación, lo encontraron mirando de frente al enemigo, estrechando fuertemente la bandera contra su malherido cuerpo y desafiándolo hasta la muerte».

«Aleluya y buenas noches, dulce príncipe —me dije a mí mismo—, lástima que no tuviera una espada rota y un cerco de enemigos muertos a mi alrededor». Pero me había precipitado.

—«Los cadáveres de sus enemigos yacían delante de él —añadió el viejo Bob—. Al principio, lo dieron por muerto, pero, para nuestra gran alegría, descubrieron que la llama de su vida todavía no se había apagado. No creo que jamás haya habido una hazaña más noble que la suya y desearía que nuestros compatriotas británicos hubieran podido presenciarla y, de este modo, supieran con cuán generosa entrega es protegido su honor en los confines más alejados de la tierra. ¡Fue una hazaña heroica y espero que el nombre del teniente Flashman sea recordado en todos los hogares de Inglaterra! Por muchas cosas que se puedan decir acerca de los desastres que nos han ocurrido en estas tierras, su valor es testimonio de que el espíritu de nuestros jóvenes retoños no es menos ardiente que el de sus predecesores, los cuales, en palabras de Pitt, salvaron Europa con su ejemplo».

Bueno pues, si así es cómo ganamos la batalla de Waterloo, demos gracias a Dios de que los franceses no lo saben, de lo contrario, se nos volverían a echar encima en un santiamén. ¿Quién habría escuchado alguna vez semejante patraña? Y que conste que la idea me encantaba y me llenaba de júbilo. ¡Ésa era la fama! Yo no sabía entonces que la noticia de lo ocurrido en Kabul y Gandamack haría estremecer a Inglaterra y que nuestros orgullosos e indignados compatriotas se agarrarían a cualquier clavo ardiente que les permitiera sanar el orgullo nacional herido y repetir la antigua y absurda mentira, según la cual un inglés vale por cien extranjeros. Pero, aun así, imaginaba el efecto que el informe de Sale ejercería en el nuevo gobernador general y, a través de éste, en el Gobierno y en el país, sobre todo, cuando lo compararan con las noticias que ya estarían a punto de llegar a Inglaterra acerca de las humillantes carnicerías sufridas por Elphy y McNaghten.

Lo único que yo tendría que hacer sería comportarme con viril modestia y esperar las coronas de laurel.

Sale se había guardado la copia de la carta en el bolsillo y me estaba mirando con los ojos húmedos a causa de la emoción. Havelock estaba muy serio y adiviné que, a su juicio, Sale se estaba pasando un poco de la raya, pero él no podía decirlo. (Más tarde descubrí que la defensa del fuerte de Piper no había sido tan importante para Jallalabad como Bob el Luchador imaginaba; fueron más bien sus dudas las que lo indujeron a retrasar el ataque contra Akbar y, de hecho, hubiera podido acudir en nuestro auxilio mucho antes).

Todo dependía de mí, por consiguiente, miré a Sale a los ojos, de hombre a hombre.

—Nos ha hecho un gran honor, señor —le dije—. Le doy las gracias. Por lo que respecta a la guarnición, las alabanzas son enteramente merecidas; en cuanto a mí, más bien parece… la hazaña de san Jorge con el dragón, si se me permite decirlo. Me limité… a combatir con los demás, señor, eso fue todo.

Hasta Havelock no pudo por menos que sonreír al oír mis humildes palabras. Rebosante de orgullo, Sale replicó que la empresa había sido extraordinaria y que ya corría de boca en boca por toda la guarnición. Después se serenó un poco y me pidió que le contara cómo había llegado al fuerte de Piper y de qué forma Hudson y yo nos habíamos separado del ejército. Elphy se encontraba todavía en poder de Akbar, junto con Shelton, Mackenzie y los oficiales casados y sus mujeres, pero ellos creían que los demás habían sido aniquilados por entero excepto Brydon, el cual había llegado al galope en solitario, con un sable roto colgando del cinto. Bajo la atenta mirada de Havelock, contesté con la mayor brevedad y sinceridad que pude. Durante los combates en Jugdulluk, nos separamos del ejército, expliqué, conseguimos escapar por los pelos de la persecución de los ghazi a través de las hondonadas y tratamos de reunirnos con el ejército en Gandamack, pero llegamos justo a tiempo para ser testigos de la carnicería. Describí la escena con toda precisión mientras el viejo Bob soltaba gruñidos y maldiciones y Havelock fruncía el ceño como si fuera un ídolo de piedra, y después les conté de qué forma los afridi nos habían capturado y hecho prisioneros. Éstos me azotaron para que les facilitara información sobre las fuerzas de Kandahar y otras cuestiones, pero, gracias a Dios, no les revelé nada («¡Bravo!», gritó el viejo Bob) y logré soltarme las esposas aquella misma noche. Después liberé a Hudson y juntos nos abrimos paso entre nuestros captores y emprendimos la huida.

No dije nada de Narriman —cuantas menos cosas dijera, mejor—, pero terminé con el relato de cómo conseguimos esquivar el ejército afgano y lanzarnos después al galope hasta llegar al fuerte.

Allí di por finalizada mi historia mientras el viejo Bob volvía a ensalzar mi valor y mi coraje. Sin embargo, lo que más me tranquilizó fue el hecho de que Havelock, sin decir ni una sola palabra, estrechara mi mano derecha entre las suyas. Puedo decir que lo conté todo muy bien… con naturalidad, pero sin excesiva modestia; como un simple soldado que informara a sus superiores. Esta modalidad de fanfarronería exige un tiento muy especial; uno tiene que ser sencillo, pero no en demasía; y tiene que sonreír en muy raras ocasiones. La clave consiste en dejar que adivinen más de lo que uno dice y en mostrarse turbado e incómodo cuando a uno lo felicitan.

Como era de esperar, difundieron la historia por todas partes y, en los días sucesivos, creo que no hubo ni un solo oficial de la guarnición que no acudiera a estrecharme la mano y a felicitarme por haber conseguido salvarme. George Broadfoot fue uno de los primeros, con su bigote pelirrojo y sus gafas; me dijo con una radiante sonrisa en los labios que era un tipo extraordinario… y eso me lo dijo nada menos que Broadfoot, a quien los afganos consideraban el más valiente entre los valientes. Les aseguro que el hecho de que hombres como él, Mayne y Bob el Luchador, me dedicaran tan encendidos elogios fue una gran satisfacción para mí y no me hizo sentir el menor remordimiento. ¿Por qué lo hubiera tenido que sentir? Yo no les había pedido sus favorables opiniones; me había limitado a no contradecirles. ¿Quién lo hubiera hecho en mi lugar?

Fueron unas semanas auténticamente espléndidas. Mientras yo descansaba y me cuidaba la pierna, el asedio de Jallalabad fue perdiendo progresivamente fuerza hasta que, al final, Sale hizo otra salida que puso en fuga a todo el ejército afgano. Unos días después llegó Pollock con las fuerzas de relevo desde Peshawar y la banda de la guarnición las recibió entre vítores y aclamaciones. Estuve presente, como es natural; me sacaron a la galería y, de este modo, pude presenciar la entrada triunfal de Pollock. Aquella noche, Sale lo acompañó a mi habitación y contó una vez más mis proezas para mi gran turbación. Pollock aseguró que era algo impresionante y juró vengarme cuando marchara sobre Kabul; Sale lo acompañaría para despejar los pasos, arreglarle las cuentas a Akbar si fuera posible y liberar a los prisioneros —entre los cuales figuraba lady Sale— en caso de que todavía estuvieran con vida.

—Usted se quedará aquí disfrutando de un merecido descanso mientras se le cura la pierna —me dijo Bob el Luchador.

A lo cual consideré apropiado responder con un enfurecido frunce del entrecejo y un murmullo.

—Preferiría acompañarles —dije—. Maldita sea esta pierna del demonio.

—Un momento —dijo Sale riéndose—, tendríamos que llevarle en una litera. ¿Acaso no se ha hartado todavía de Afganistán?

—No mientras Akbar Khan siga pisando esta tierra —contesté—. Quisiera tomar estas tablillas y obligarle a comérselas.

Ambos se rieron al oír mis palabras y Broadfoot, que también estaba allí, exclamó:

—Ya vuelve a ser un viejo caballo de batalla nuestro Flashy. Quiere presenciar una muerte, ¿no es cierto, buen mozo? Pierda cuidado y deje a Akbar de nuestra cuenta; además, dudo mucho de que lo que encontremos en Kabul sea lo suficientemente animado para su gusto.

Mientras se retiraban, oí que Broadfoot le comentaba a Pollock mi arrojo en el combate.

—Cuando combatíamos en los pasos, siempre era Flashman quien nos transmitía los mensajes al galope: lo veías volar sobre los sangars como un ghazi enloquecido mientras los enemigos lo perseguían rugiendo de rabia. Pero él les hacía tan poco caso como a un enjambre de moscas.

En eso convirtió él la vergonzosa ocasión en que yo, perseguido por el enemigo, entré galopando como un desesperado en su campamento. Habrán comprobado ustedes sin duda que, cuando un hombre se ha ganado una fama, buena o mala, la gente siempre se complace en aderezarla con detalles que la acrecientan; no había en todo Afganistán ni un solo hombre que no me conociera y no recordara haberme visto protagonizar una acción desesperada, pero el pobre Broadfoot era, con toda sinceridad, exactamente igual que los demás.

Al final, Pollock y Sale no consiguieron apresar a Akbar, pero liberaron a los prisioneros que éste mantenía en su poder y la llegada del ejército a Kabul pacificó el país. No era probable que se produjeran graves represalias; nos habían mordido una vez y no nos apetecía repetir la experiencia. Sin embargo, el único prisionero al que no liberaron fue el viejo Elphy Bey, el cual había muerto durante su cautiverio, presa del desánimo y la desesperación. Su muerte fue lamentada universalmente, pero no participé en el duelo. No cabe duda de que era un viejo amable y simpático, pero era un auténtico desastre como comandante. Él más que nadie fue el asesino del ejército de Afganistán y, cuando pienso en las pocas probabilidades que yo tenía de sobrevivir en medio de aquel caos… no puedo por menos que decir que el responsable de mi salvación no fue precisamente Elphy.

Sin embargo, mientras se producían todos esos acontecimientos; mientras los afganos regresaban presurosos a sus colinas y Sale, Pollock y Nott izaban la bandera y volaban el bazar de Kabul en represalia por la rebelión; mientras la noticia del catálogo de desastres llegaba a una horrorizada Inglaterra; mientras el anciano duque de Wellington maldecía la locura de Auckland por haber enviado un ejército a ocupar «rocas, arenas, desiertos, hielo y nieve»; mientras todos los ciudadanos y Palmerston[36] pedían venganza y el primer ministro contestaba que no pensaba declarar otra guerra para difundir el estudio de las teorías de Adam Smith entre los pashtos… mientras todo eso sucedía, yo estaba disfrutando de un triunfal viaje de regreso a la India. Con la pierna todavía entablillada, me estaban trasladando al sur como el máximo héroe del momento o, por lo menos, como el más útil de los pocos héroes que había por aquel entonces.

Está claro que la administración de Delhi me consideraba algo así como un regalo del cielo. Tal como Greville dijo más tarde a propósito de la guerra de Afganistán, no había muchos motivos para las celebraciones, pero Ellenborough en Delhi era lo bastante listo como para comprender que la mejor manera de aplicar un poco de brillo a todos aquellos horribles desastres consistía en realzar los pocos aspectos más honrosos que pudiera haber en ellos, y yo era el que tenía más a mano.

Por consiguiente, mientras emitía órdenes del día acerca de la «ilustre guarnición» que había resistido en Jallalabad bajo el mando del noble Sale, aún le quedó tiempo para proclamar a los cuatro vientos las hazañas del «valeroso Flashman», y toda la India siguió su ejemplo. Mientras todos brindaban a mi salud, podían fingir que lo de Gandamack no había ocurrido.

Saboreé las primeras mieles de mi triunfo cuando, al salir de Jallalabad en una litera, para bajar posteriormente por el Khyber en un convoy, toda la guarnición se congregó a mi alrededor para vitorearme. Al llegar a Peshawar, el viejo bribón italiano de Avitabile me recibió con una guardia de honor, me besó en ambas mejillas y me emborrachó como una cuba para celebrar mi regreso. Fue una noche memorable por un detalle… pude acostarme con una mujer por primera vez en varios meses, pues Avitabile tenía consigo a un par de afganas muy divertidas y juntos nos comportamos como unas fieras. Debo decir que no resulta nada fácil manejar a una mujer cuando uno tiene la pierna rota, pero, cuando hay buena voluntad, siempre se encuentra la manera y, a pesar de que Avitabile por poco se muere de risa al contemplar el espectáculo de mis esfuerzos para conectar con la moza, al final conseguí culminar satisfactoriamente la empresa.

A partir de allí, durante todo el camino ocurrió lo mismo… en todas las ciudades y campamentos me recibían con guirnaldas, felicitaciones, vítores, aclamaciones y sonrisas hasta que, al final, estuve casi a punto de creerme que era un héroe de verdad. Los hombres me estrechaban la mano emocionados y las mujeres me besaban y lloriqueaban; en los comedores de oficiales, los coroneles hacían brindar a sus hombres por mi salud, los hombres de la compañía me daban palmadas en la espalda, un subalterno irlandés y su joven esposa me hicieron padrino de su hijo recién nacido, el cual inició su andadura por la vida con el impresionante nombre de Flashman O’Toole y las damas de la Liga Eclesiástica de Lahore me regalaron un pañuelo de seda rojo, blanco y azul con un rollo de pergamino que decía «Firme». En Ludhiana, un clérigo predicó un impresionante sermón, basado en el texto bíblico que dice «No hay amor más grande que el de aquel que da la vida por sus amigos», reconociendo indirectamente que yo no había dado propiamente la mía, pero no por falta de voluntad, aunque había estado a punto de hacerlo. La esencia de su sermón era que la próxima vez tendría mejor suerte y, entre tanto, venga lanzar hosannas y hurras por Flashy y ahora vamos todos a cantar «quién descubre el verdadero valor».

Sin embargo, todo eso no fue nada comparado con lo que ocurrió en Delhi, donde una banda me recibió a los acordes de «ya viene el héroe triunfador» y el mismísimo Ellenborough me ayudó a bajar de la litera y a subir los peldaños. Una inmensa multitud me recibió lanzando enfervorizados vítores y después hubo una guardia de honor y un discurso pronunciado por un orondo individuo enfundado en una chaqueta roja y más tarde una cena de gala, en cuyo transcurso Ellenborough pronunció una sentida alocución de más de una hora. Una idiotez insoportable acerca de las Termópilas y la Armada Invencible y el valor que yo había demostrado abrazando la bandera contra mi pecho ensangrentado mientras contemplaba con sereno y noble semblante las bárbaras huestes ávidas de sangre, como un cristiano en presencia de Apolyon, el apocalíptico ángel del abismo, o Roldán en Roncesvalles, no recuerdo cuál de ellos, pero creo que fueron los dos. Era un orador tan tremebundo y tan amante de las citas de Shakespeare y los clásicos, que no tuve demasiadas dificultades en sentirme un imbécil mucho antes de que él terminara de hablar. No obstante, resistí como un valiente, contemplando la larga mesa de blanco mantel, alrededor de la cual todos los máximos representantes de la alta sociedad de Delhi me miraban boquiabiertos de asombro y se tragaban todas las memeces de Ellenborough. Tuve la delicadeza de no emborracharme en público y, gracias a que puse una cara muy seria y a que me pasé el rato frunciendo el entrecejo, conseguí mostrar un noble semblante; oí que las mujeres hacían comentarios en voz baja detrás de sus abanicos, vi que me miraban a hurtadillas y comprendí que debían de preguntarse qué tal sería en la cama mientras sus maridos golpeaban la mesa con las palmas de las manos y gritaban «¡bravo!» cada vez que Ellenborough decía alguna imbecilidad de especial magnitud.

Al final, el muy estúpido empezó a entonar «es un muchacho excelente» y entonces todo el mundo se levantó y se desgañitó cantando mientras yo permanecía sentado con la cara más colorada que un tomate y hacía todo lo posible por reprimir la risa, preguntándome qué habría dicho Hudson si hubiera podido verme. Fue una lástima, desde luego, pero lo cierto es que jamás se hubiera armado tanto alboroto por un simple sargento y, aunque se hubiera armado, éste no habría podido representar el papel con la propiedad con que yo lo hice, insistiendo en levantarme a pesar de mi cojera y permitiendo que Ellenborough me dijera que, si tanto me empeñaba en levantarme, tendría que hacerlo apoyándome en su hombro, con lo cual él se enorgullecería toda la vida.

Al oírlo, los presentes prorrumpieron en ensordecedoras aclamaciones y yo, mientras el congestionado rostro del gobernador me arrojaba vaharadas de clarete a la cara, dije que todo aquello me parecía demasiado para alguien que era tan sólo un simple caballero inglés («amén —exclamó Ellenborough en respuesta a mis palabras— y jamás título tan honroso se había llevado con más orgullo») y me había limitado a cumplir ni más ni menos que con mi deber, tal como correspondía a un soldado y, aunque no creía que tuviera el menor mérito (gritos de «¡no!, ¡no!»), bueno, si ellos decían que sí, el honor no me correspondía a mí sino al país que me había visto nacer y a la vieja escuela donde había sido educado por mis maestros como cristiano. (Nunca comprenderé qué me indujo a decir semejante bobada, como no fuera el simple placer de mentir, pero la reacción fue verdaderamente antológica). Y, a pesar de lo amables que eran todos conmigo, no debíamos olvidar a aquellos que habían llevado la bandera y todavía la estaban llevando («¡bravo!, ¡bravo!») y derrotarían a los afganos y los obligarían a regresar al lugar de donde habían venido, demostrando con ello lo que todo el mundo ya sabía, es decir, que los ingleses jamás serían esclavos (atronadores aplausos). Y, bueno, lo que yo había hecho no había sido demasiado, pero me había esforzado al máximo y esperaba seguir esforzándome siempre. (Más vítores, pero menos entusiastas que los anteriores, me pareció, por cuyo motivo decidí abreviar). Por consiguiente, que Dios los bendijera a todos y que brindaran conmigo a la salud de nuestros esforzados camaradas que todavía se encontraban en el campo de batalla.

—Su sencilla honradez, no menos que su viril aspecto y sus nobles sentimientos, le han granjeado la admiración y el aprecio de cuantos le han escuchado —me dijo más tarde Ellenborough—. Yo le rindo homenaje, Flashman. Y además —añadió—, tengo intención de que Inglaterra también se lo rinda. Cuando regrese de su victoriosa campaña, el general Robert Sale será enviado a Inglaterra, donde no me cabe la menor duda de que se le dispensarán todos los honores que corresponden a un héroe[37]. —Se pasaba casi todo el rato hablando de esta manera, como un pésimo actor[38] cosa que solía hacer mucha gente hace sesenta años—. Es justo, por tanto, que un digno heraldo lo preceda y comparta su gloria. Me estoy refiriendo a usted, naturalmente. De momento, usted ya ha cumplido su misión aquí, y muy noblemente, por cierto. Le enviaré a Calcuta con toda la rapidez que permita su actual invalidez y allí embarcará de inmediato rumbo a Inglaterra.

Me lo quedé mirando fijamente sin poder creerlo. Ni siquiera se me había ocurrido pensarlo. Abandonar aquel país infernal —pues, tal como ya he dicho anteriormente, aunque ahora creo que la India fue extremadamente benévola conmigo, en aquellos momentos la sola idea de dejarla me llenaba de un júbilo inenarrable—, volver a ver Inglaterra, mi casa, Londres, los clubes y los comedores de oficiales y a la gente civilizada, ser festejado tal como me habían asegurado que me festejarían, regresar triunfalmente, sabedor de que mi partida había estado envuelta en la ignominia, sentirme a salvo y lejos del alcance de aquellos salvajes negros, del calor, la mugre, la enfermedad y el peligro, volver a ver a las mujeres blancas, dormir tranquilo por las noches, devorar la suavidad de Elspeth, pasear por el parque y ser señalado como el héroe del fuerte de Piper y volver de nuevo a la vida… todo aquello era algo así como despertar de una pesadilla. De sólo pensarlo, me puse a temblar.

—Tenemos que presentar otros informes sobre el estado de los asuntos de Afganistán —añadió Ellenborough— y no se me ocurre ningún mensajero más idóneo.

—Bien, señor, estoy a sus órdenes —dije yo—. Si usted se empeña, iré.