S

Hudson y yo esperamos a que cayera la noche, entonces montamos en nuestros caballos y nos alejamos en la oscuridad en dirección al este. Fue tan fácil que hasta me entraron ganas de reír. Nadie nos preguntó nada y, cuando unos diez minutos después nos tropezamos con un grupo de gilzai en medio de la oscuridad, les di las buenas noches en pashto y nos dejaron en paz. No brillaba la luna, pero la luz era suficiente como para que pudiéramos avanzar a través de las nevadas rocas. Al cabo de dos horas, nos detuvimos a descansar al abrigo de un pequeño peñasco. Teníamos unas buenas mantas con que cubrirnos y, como no había nadie que roncara a nuestro alrededor, dormí el sueño más reparador que jamás hubiera dormido en una semana.

Cuando desperté, ya había amanecido por completo y el sargento Hudson había encendido una pequeña hoguera para preparar el café. Era la primera bebida caliente que tomaba en varios días; el sargento le había puesto incluso un poco de azúcar.

—¿Dónde demonios lo ha encontrado, Hudson? —le pregunté, pues, en el transcurso de los últimos días de marcha, sólo habíamos comido un poco de carne salada de carnero y unas cuantas galletas.

—Lo birlé, señor —me contestó, más fresco que una lechuga.

No le hice más preguntas y me limité a seguir bebiendo, sentado muy a gusto sobre las mantas.

—Un momento —dije al cabo de un rato mientras él añadía un poco más de leña al fuego—. ¿Y si algún maldito ghazi viera esta hoguera? Nos caerían todos encima y estaríamos perdidos.

—Disculpe, señor —replicó—, pero esta leña apenas hace humo.

Y era cierto, tal como pude comprobar cuando le eché un vistazo.

Al cabo de un rato, me volvió a pedir disculpas y me preguntó si tenía intención de que reanudáramos enseguida el camino o si prefería que aquel día nos quedáramos descansando donde estábamos. Señaló que las jacas estaban agotadas a causa de la escasez de forraje, pero que, si descansaran un poco y al día siguiente les diéramos bien de comer, muy pronto podríamos dejar atrás la nieve y llegar a unos parajes en los que seguramente sería más fácil encontrar pastos. Yo estaba indeciso, pues pensaba que, cuanta más distancia interpusiéramos entre nosotros y los bribones de Alkbar —y especialmente de Gul Shah—, tanto mejor. Por otra parte, al igual que las bestias, necesitábamos un buen descanso, y en aquel territorio tan escarpado no era probable que nos vieran, a no ser por pura casualidad. Acepté la sugerencia y, por primera vez, empecé a estudiar al sargento Hudson, pues, aparte de haber observado que era un hombre muy formal, apenas me había fijado en él. A fin de cuentas, ¿por qué razón tiene uno que fijarse en sus hombres? Debía de tener unos treinta años, supongo, y era de figura corpulenta, con un cabello rubio que tendía a caerle sobre un ojo hasta que se lo apartaba con un gesto de la mano, un rudo rostro cuadrado de trabajador, unos grandes ojos grises y una barbilla hendida, y sabía hacerlo todo con gran habilidad y diligencia. Por su acento, hubiera dicho que era de alguna localidad del oeste, pero hablaba con mucha propiedad y, aunque sabía mantenerse en su sitio, no era uno de esos soldados que tanto abundan, medio patanes y medio rufianes. Me pareció, mientras le observaba cuidar de la hoguera y cepillar a las jacas, que mi elección había sido acertada.

A la mañana siguiente nos levantamos y emprendimos la marcha antes del amanecer, en cuanto Hudson hubo dado a las bestias el último forraje que guardaba en sus alforjas, según me confesó… «por si acaso nos hiciera falta una buena jornada de galope». Sirviéndome del sol como guía, emprendimos la marcha hacia el sureste, lo cual significaba que el principal camino de Kabul a la India se encontraba aproximadamente a nuestra derecha; mi intención era seguir aquella línea hasta que llegáramos al río Soorkab. Una vez allí, lo vadearíamos y seguiríamos el curso de su margen sur hasta llegar a Jallalabad, situada a cien kilómetros de distancia. De este modo, nos mantendríamos bien apartados del camino y de las posibles bandas errantes de afganos.

No me preocupaba demasiado por la historia que íbamos a contar cuando llegáramos allí; bien sabía Dios la cantidad de gente que se había separado del cuerpo principal del ejército como Hudson y como yo; o cuántas personas aparecerían finalmente en Jallalabad. Dudaba mucho que el grueso de las fuerzas llegara hasta allí, lo cual daría a todo el mundo demasiado que pensar como para que alguien se preocupara por la desaparición de algún que otro rezagado como nosotros. En caso de apuro podría decir que nos habíamos separado en medio de la confusión: no era probable que Hudson se fuera de la lengua a propósito de las presuntas órdenes que yo había recibido de Elphy… y sólo Dios sabía cuándo regresaría Elphy a la India, si es que regresaba.

Por consiguiente, me encontraba muy a gusto cuando cruzamos los pequeños desfiladeros nevados. Poco antes del mediodía vadeamos el Soorkab y nos lanzamos al galope, siguiendo su orilla sur. El terreno era muy pedregoso, pero, en algunos tramos, podíamos cabalgar muy rápidamente, por lo que pensé que, a aquel paso, muy pronto nos alejaríamos de la nieve y podríamos viajar por parajes más secos y tranquilos. Cabalgábamos a un ritmo muy fuerte, pues el territorio estaba dominado por los gilzai, y Mogala, el lugar desde el que Gul Shah ejercía su poder cuando estaba en casa, no quedaba muy lejos de allí. El recuerdo de aquella siniestra fortaleza con los crucifijos a la entrada arrojó una sombra de inquietud sobre mis pensamientos, pero justo en aquel momento el sargento Hudson acercó su jaca a la mía.

—Señor —me dijo—, creo que nos están siguiendo.

—¿Qué quiere usted decir? —pregunté, desagradablemente sorprendido—. ¿Quiénes son?

—No lo sé —contestó—, pero lo presiento, no sé si usted me comprende, señor. —Miró a su alrededor; estábamos en un tramo bastante llano, con el susurro de las aguas del río a nuestra izquierda y las quebradas colinas a nuestra derecha—. A lo mejor, este camino no es tan solitario como pensábamos.

Yo llevaba el tiempo suficiente en las montañas como para saber que, cuando un veterano soldado presiente algo, generalmente no se equivoca; un oficial menos experto y nervioso hubiera podido quitar importancia a sus temores, pero yo me guardé mucho de hacerlo. Nos apartamos inmediatamente del río y subimos por una angosta hondonada hacia las laderas de los montes; si hubiera afganos a nuestras espaldas, los dejaríamos pasar dando un gran rodeo para subir a las colinas. Con ello no nos apartaríamos de nuestra ruta a Jallabalad, sino que simplemente nos desviaríamos a una zona intermedia entre el Soorkab y el camino principal.

Ahora nuestro avance era lógicamente mucho más lento, pero, al cabo de aproximadamente una hora, Hudson tuvo la sensación de que ya nos habíamos librado de quienquiera que nos hubiera seguido. Aun así, procuramos mantenernos bien apartados del río hasta que no tuvimos más remedio que volver a detenernos: a lo lejos y a nuestra derecha, en medio de la quietud de la tarde, oímos el débil sonido de unos disparos. Era un sonido irregular, pero lo bastante prolongado como para permitirnos suponer la participación de unas fuerzas de considerable tamaño.

—¡Santo cielo! —exclamó Hudson—. ¡Es el ejército, señor!

Lo mismo estaba pensando yo. Cabía la posibilidad de que el ejército, o lo que quedaba de él, hubiera llegado hasta allí. Calculé que Gandamack debía de estar un poco más adelante y, sabiendo que el Soorkab serpea hacia el sur en aquella zona, no tuvimos más remedio que seguir cabalgando en dirección al lugar del que procedían los disparos, so pena de tropezarnos con nuestros misteriosos perseguidores en el río.

Por consiguiente, seguimos adelante a pesar de que los malditos disparos sonaban cada vez más cerca. Calculé que debíamos de estar a cosa de un kilómetro y medio de distancia y, cuando ya estaba a punto de llamar al sargento Hudson, que cabalgaba un poco más adelante, éste volvió la cabeza y me hizo señas de que me acercara, presa de una gran excitación. Había llegado a un lugar en el que dos grandes rocas flanqueaban la entrada de un barranco que bajaba en una empinada pendiente en dirección al camino de Kabul; desde aquellas alturas se dominaba todo el panorama de abajo y, al mirar, vi algo que jamás olvidaré.

A nuestros pies, a cosa de un kilómetro y medio de distancia, había un pequeño agrupamiento de cabañas, de las cuales se escapaban unas nubes de humo. Pensé que debía de ser la aldea de Gandamack. Muy cerca de allí, en el lugar donde el camino volvía a girar hacia el norte, se veía una suave ladera constelada de rocas que subía hacia una cumbre plana que se levantaba unos cien metros más allá. Toda la ladera estaba cubierta de afganos cuyos gritos se elevaban con toda claridad hasta nosotros a través del barranco. En la cumbre de la ladera había un grupo de hombres de tamaño similar al de una compañía; al principio, al ver sus azules poshteens, los tomé por afganos, pero después reparé en sus chacós y la trémula y emocionada voz del sargento Hudson confirmó mis suposiciones:

—¡Son los del 44! ¡Mírelos, señor! ¡Son los pobres desgraciados del 44!

Se encontraban en una especie de escarpada plaza, hombro con hombro en lo alto de la colina. Vi el brillo de las bayonetas mientras apuntaban hacia abajo y una descarga cerrada estallaba hacia el otro lado del valle. Los afganos arreciaron en sus gritos, retrocedieron y volvieron a recuperar sus posiciones mientras intentaban abrirse paso hasta la cumbre, dando tajos con sus temibles navajas del Khyber. Otra descarga los obligó a retroceder mientras una de las figuras de la cumbre blandía la espada en señal de desafío. Pensé que parecía un soldado de juguete y, de pronto, observé una cosa muy rara: me pareció ver que llevaba un largo chaleco de color rojo, blanco y azul debajo del poshteen.

Debí de comentarle algo a Hudson, pues éste gritó:

—¡Dios mío, es la bandera! ¡Malditos bastardos negros, dales fuerte, 44! ¡Mándalos al fuego del infierno!

—¡Cállese, insensato! —le grité, sabiendo muy bien que no hubiera tenido que preocuparme, pues nos encontrábamos demasiado lejos como para que nos pudieran oír.

Pero Hudson se calló y se conformó con soltar maldiciones por lo bajo, musitando palabras de aliento a los hombres atrapados en la cumbre de la colina.

Pues estaban atrapados. Las figuras envueltas en túnicas grises y negras volvieron a subir por la ladera desde todas direcciones. Se produjo otra descarga desde arriba y, al final, la oleada de afganos se les echó encima. Subió y retrocedió como una marea hacia la cumbre en medio del brillo de las navajas y las bayonetas y después volvió a bajar muy despacio soltando un fuerte y prolongado grito de triunfo. En la cumbre de la colina no quedaba ni una sola figura de pie. Del hombre que lucía la bandera anudada alrededor de la cintura no se veía ni rastro. Sólo quedaba un confuso amasijo de vagas sombras diseminadas entre las rocas y una bruma formada por el humo de la pólvora que, poco a poco, se fue disipando en el gélido aire de la cumbre.

Comprendí entonces que acababa de ser testigo del final del ejército de Afganistán. Cualquiera hubiera imaginado que el 44 era lo último que nos quedaba, pues era el único regimiento británico de nuestras fuerzas, pero, aunque no lo hubiera sabido, lo habría adivinado. A eso había quedado reducido en sólo una semana el espléndido ejército de más de catorce mil hombres de Elphy Bey. Puede que hubiera algunos prisioneros, pero no habría supervivientes, pensé. Pero me equivoqué: un hombre, el doctor Brydon, consiguió abrirse paso y comunicó la noticia a Jallalabad, aunque yo entonces no podía saberlo.

Hay un cuadro de la escena de Gandamack[30] que tuve ocasión de ver hace unos años y que se parece muchísimo a lo que yo recuerdo. Es muy bonito y despierta sentimientos marciales en los muchos asnos amantes de la gloria que lo contemplan. Mi único pensamiento cuando lo vi fue: «¡Pero qué tontos son ustedes!», y así lo dije en voz alta entre las miradas de reproche de los presentes. Pero es que yo estuve allí, ¿comprenden?, temblando de horror mientras contemplaba aquel desastre, a diferencia de los buenos londinenses que dejan su Imperio en manos de los palurdos y los presidiarios; son lo bastante buenos como para que los acuchillen en todos los Gandamacks a los que suelen conducirlos los necios como Elphy y McNaghten, sin que ello suponga una gran pérdida para nadie.

El sargento Hudson contemplaba la escena sin poder evitar que las lágrimas rodaran por sus mejillas. Creo que, de haber tenido ocasión de hacerlo, hubiera bajado al galope para reunirse con ellos.

—¡Bastardos! ¡Negros bastardos de mierda! —se limitó a decir hasta que le ordené severamente dar media vuelta y entonces reanudamos a toda velocidad nuestro camino, dejando que las rocas cerraran aquel horrible espectáculo a nuestras espaldas.

Estaba trastornado por lo que habíamos visto y el afán por alejarnos todo lo que pudiéramos de Gandamack fue lo que aquel día me impulsó a galopar peligrosamente por los caminos. Los cascos de nuestras monturas volaban sobre los pedregosos caminos y las jacas bajaban por las laderas, con tan vertiginosa rapidez que se me hiela la sangre en las venas cuando lo recuerdo. Sólo la oscuridad nos obligó a detenernos, y a la mañana siguiente ya habíamos recorrido un buen trecho del camino; atrás había quedado la nieve y el calor del sol me elevó nuevamente el ánimo.

Estaba clarísimo que éramos los únicos supervivientes del ejército de Afganistán que todavía se desplazaban ordenadamente hacia el este. La idea me resultaba extremadamente placentera. ¿Por qué no tendría que ser sincero? Ahora que el ejército había sido aniquilado, no era probable que nos tropezáramos con tribus hostiles más al este del lugar donde se había producido su definitiva destrucción. Por consiguiente, estábamos a salvo y el hecho de salir ileso de un desastre resulta mucho más satisfactorio que salir ileso de algo que no lo es en absoluto. Cierto que era una lástima lo que les había ocurrido a los demás, pero ¿acaso no hubieran experimentado ellos la misma satisfacción en mi lugar? Grande es el placer que uno siente cuando se libra de una catástrofe; miente como un bellaco quien diga lo contrario. ¿No han visto ustedes la cara que pone el portador de una mala noticia y no han oído las hipócritas frases que se pronuncian junto al pórtico de la iglesia después de un funeral?

Eso pensé yo alegrándome en mi fuero interno, y puede que ello me indujera a ser un poco imprudente. En cualquier caso, los moralistas dirían que fue un castigo por mis malos pensamientos, pues lo que interrumpió mis reflexiones mientras cabalgábamos a lomos de nuestras jacas fue el súbito descubrimiento, en el otro extremo del cañón de un jezzai, del rostro de uno de los más horribles e impresionantes badmashes afridi que jamás hubiera visto en mi vida. Surgió de repente de las rocas como un genio, acompañado de una docena de bribones como él que inmediatamente se abalanzaron sobre nosotros, tomaron las bridas de nuestras monturas y nos sujetaron por el brazo derecho sin darnos tiempo tan siquiera a abrir la boca.

¡Khabadar, sahib! —dijo el gigantesco jezzailchi, esbozando una sonrisa que le iluminó todo el siniestro semblante como si hubiera hecho falta advertirme de que tuviera cuidado—. Haga el favor de desmontar —añadió mientras sus compañeros me bajaban de la silla y me sujetaban con fuerza.

—¿Pero eso qué es? —exclamé, tratando de aparentar una valentía que no tenía—. Somos amigos y nos dirigimos a Jallalabad. ¿Qué quieren de nosotros?

—Los británicos son amigos de todo el mundo —dijo el tipo sonriendo— y todos se dirigen a Jallalabad… o se dirigían. —Sus compañeros se partieron de risa al oír sus palabras—. Tendrán que venir con nosotros.

Hizo un gesto con la cabeza a los que me sujetaban y en un abrir y cerrar de ojos, éstos me ataron las muñecas con una cuerda que posteriormente anudaron alrededor de uno de los estribos.

No hubiera podido oponer la menor resistencia, ni siquiera en el caso de no haber perdido los pocos ánimos que me quedaban. Por un instante, había abrigado la esperanza de que fueran unos simples bandidos de las colinas que, a lo mejor, nos robarían y nos permitirían proseguir nuestro camino, pero, por lo visto, pretendían retenernos como prisioneros. ¿A cambio de un rescate? Era lo mejor que podía esperar. Jugué una carta desesperada.

—Soy Flashman huzoor —dije—, el amigo de Akbar Khan Sirdar. ¡Y éste le arrancará el corazón y las entrañas a cualquiera que cause daño a Lanza Ensangrentada!

—¡Qué Alá nos proteja! —contestó el jezzailchi, haciendo gala de un sentido del humor tan especial como el de todos los malditos individuos de su especie—. Sujétalo bien, Raisul, de lo contrario, te ensartará con su pequeña lanza tal como hizo con los gilzai en Mogala. —Montó de un salto en mi jaca y me miró sonriendo desde arriba—. Usted puede combatir, Lanza Ensangrentada. ¿Puede también caminar?

Se lanzó al trote en mi jaca y me obligó a correr a su lado mientras me gritaba obscenas palabras de aliento. Hudson había sido objeto del mismo trato y ahora ambos no teníamos más remedio que correr a trompicones entre las burlas de nuestros andrajosos conquistadores.

Todo aquello era demasiado; haber llegado tan lejos tras haber soportado tantas penalidades, haber escapado tan a menudo del peligro y haber estado tan cerca de la salvación para que ahora nos ocurriera aquel percance. Lloré y solté maldiciones, le dediqué a mi captor los peores epítetos que se me pudieron ocurrir en pashto, urdu, inglés y persa, le supliqué que nos dejara en libertad a cambio de la promesa de una gran recompensa, lo amenacé con la venganza de Akbar Khan, le imploré que nos llevara ante la presencia del Sirdar, forcejeé como un niño enfurecido en un intento de librarme de las ataduras… pero él se limitó a soltar unas carcajadas tan sonoras que a punto estuvo de caerse de la silla.

—¡Repítalo! —gritó—. ¿Cuántos lhaks de rupias ha dicho? Y’allah, tendré la vida resuelta. ¿Qué es eso? ¿Desnarigado retoño bastardo de un mono leproso y una puerca indecente? ¡Menuda descripción! Anótala, Raisul, hermano mío, pues yo no tengo cabeza para la educación y quiero recordarlo. Siga, Flashman huzoor, ¡tenga la bondad de compartir conmigo las riquezas de su espíritu!

Así se burló de mí, pero no aminoró el paso, de tal forma que muy pronto ya no tuve fuerzas para soltar más maldiciones ni suplicar ni hacer otra cosa que no fuera seguir adelante a trompicones. Me ardían las muñecas de dolor y un nudo de temor me encogía el estómago. No sabía adónde nos dirigíamos e incluso cuando cayó la oscuridad los muy brutos siguieron adelante sin detenerse hasta que Hudson y yo nos desplomamos al suelo de puro agotamiento. Entonces nos permitieron descansar unas cuantas horas, pero, al amanecer, nos obligaron a levantarnos y nos pasamos todo el infernal y sofocante día caminando y tropezando sin cesar, descansando tan sólo cuando estábamos demasiado agotados para seguir. Después nos obligaban a levantarnos y a reanudar la marcha, atados a los estribos.

Poco antes del anochecer nos detuvimos por última vez en uno de aquellos fuertes de piedra que puntean la mitad de las laderas de las montañas de Afganistán. Vi una entrada con una vieja verja que alguien abrió sobre unos oxidados goznes y, al otro lado, un patio con suelo de tierra. No nos permitieron entrar, sino que cortaron las cuerdas que nos sujetaban y nos empujaron a través de una estrecha puerta que se abría en el muro de la garita. Unos peldaños bajaban a una especie de sótano del que se escapaba un insoportable hedor. Nos dieron un empujón y caímos sobre un suelo de sucia paja y cualquiera sabe qué otras porquerías. La puerta se cerró ruidosamente a nuestras espaldas y allí nos quedamos, tan cansados que ni siquiera nos podíamos mover.

Supongo que debimos de permanecer muchas horas tendidos allí entre gemidos de dolor y agotamiento antes de que ellos regresaran con un cuenco con comida y un chatti de agua. Nos moríamos de hambre y nos lanzamos a comer como cerdos mientras el gigantesco jezzailchi nos miraba, haciendo jocosos comentarios. No le hice el menor caso. Poco después se retiró. A través de un alto ventanuco del muro penetraba suficiente luz como para que pudiéramos ver lo que había a nuestro alrededor y echar un vistazo al sótano o la mazmorra en la cual nos habían encerrado.

He estado en una variada serie de cárceles de muy variada clase a lo largo de toda mi vida, desde México (donde son realmente abominables) hasta Australia, América, Rusia y nuestra querida y vieja Inglaterra, y jamás he visto ninguna que fuera buena. Aquel pequeño agujero afgano no estaba del todo mal en su conjunto, pero en aquellos momentos me pareció horrible. Tenía unas paredes desnudas y bastante altas, un techo que se perdía en las sombras y, en el centro del sucio suelo, dos anchas losas de piedra semejantes a unas plataformas cuyo aspecto me pareció más bien sospechoso, pues, colgando del techo por encima de ellas, había un revoltijo de herrumbrosas cadenas cuya contemplación me provocó un frío estremecimiento en la espalda. Acudieron a mi mente las imágenes de unas negras figuras encapuchadas y pensé en la Inquisición y en las cámaras de tortura, que tanta gracia me hacían cuando leía ciertos libros prohibidos en la escuela. Pero una cosa es leerlo y otra muy distinta vivirlo.

Le dije a Hudson lo que pensaba de aquella gente, pero él se limitó a mascullar algo y a soltar un escupitajo, aunque enseguida me pidió perdón. Le dije que no fuera tan tonto, que nos encontrábamos en una situación muy apurada y que más le valía dejar de comportarse como si estuviéramos en la Guardia Montada. Jamás he visto a nadie que haya mantenido las formas en cualquier circunstancia tal como hacía él, cosa que allí me parecía algo totalmente ridículo. Sin embargo, Hudson tardó un poco en acostumbrarse a conversar con un superior y, al principio, me escuchaba en silencio, asentía con la cabeza y decía «sí, señor» y «muy bien, señor», hasta que finalmente perdí la paciencia y solté una maldición, porque me moría de miedo y le hacía pagar las consecuencias a él. No sabía por qué razón nos retenían, pero pensaba que seguramente pedirían un rescate. Cabía la posibilidad de que Akbar Khan se enterara de nuestra apurada situación; por lo menos, eso era lo que yo esperaba… pero en lo más hondo de mi mente temía también que nuestra situación llegara a oídos de Gul Shah. Como es natural, Hudson no comprendía por qué razón me horrorizaba tanto semejante posibilidad hasta que le conté toda la historia… de Narriman y de cómo Akbar me había rescatado de las serpientes de Gul en Kabul. ¡Santo cielo, la de cosas que le conté!, pero, si les digo que llevábamos una semana juntos en un sótano sin saber qué había al otro lado de la puerta, dominados por una terrible inquietud y sin saber el destino que nos esperaba, comprenderán ustedes mi necesidad de tener un público que me escuchara. Es lo que les ocurre siempre a los cobardes; cuanto más miedo tienen, tanto más hablan. No sé qué debí de contarle a Hudson en aquella mazmorra. Claro que no le conté la historia como la he contado aquí… el incidente de la Lanza Ensangrentada, por ejemplo, se lo conté de manera que yo saliera bien parado. Pero, por lo menos, lo convencí de que teníamos motivos más que sobrados para temer que Gul Shah descubriera que nos encontrábamos en manos afganas.

No sé muy bien cómo se lo tomó. En general, se limitó a escucharme con los ojos clavados en la pared, pero, de vez en cuando, me miraba a la cara como si estuviera sopesando lo que yo le decía. Al principio, apenas me di cuenta, tal como uno apenas se da cuenta de que un vulgar soldado lo está mirando, pero, al cabo de un rato, empecé a sentirme un poco incómodo y le dije en tono francamente desabrido que tuviera la bondad de no hacerlo. Si se moría de miedo a causa de la situación en la que nos encontrábamos, lo disimulaba muy bien y reconozco que hubo una o dos ocasiones en las que tuve que admirarlo muy a mi pesar; no se quejaba, se mostraba muy cortés en el trato y me pedía con todo respeto que le tradujera lo que decían los guardias afridi cuando nos llevaban la comida… pues él no hablaba ni el pashto ni el indostaní.

Lo que decían era más bien poco y nosotros no podíamos saber hasta qué extremo era verdad. El gigantesco jezzailchi era el más hablador, pero, por regla general, se limitaba a comentar cómo habían acuchillado a los británicos durante la marcha de Kabul, sin dejar ni uno solo vivo, y a decir que muy pronto no quedaría ningún feringhee en Afganistán. Akbar Khan estaba avanzando hacia Jallalabad, nos dijo, y pasaría por la espada a toda la guarnición. Después bajaría a través del paso del Khyber y nos expulsaría de la India con una gran jihad que establecería la verdadera fe desde Peshawar hasta el mar. Y cosas por el estilo, bobadas y tonterías, le dije a Hudson, pero éste me miró con aire pensativo y, al cabo de un rato, dijo que no sabía cuánto tiempo podría resistir Sale en Jallalabad en caso de que lo sitiaran en serio.

Me sorprendí de que un simple soldado manifestara su opinión acerca de los asuntos de un general.

—¿Qué sabe usted de eso? —le repliqué.

—No demasiado, señor —me contestó—. Pero, con el debido respeto al general Elphinstone, me alegro muchísimo de que en Jallalabad esté el general Sale y no él.

—Eso parece, en efecto —dije—. ¿Y cuál es su opinión acerca del general Elphinstone si es que se puede saber?

—Prefiero no expresarla, señor —me contestó, mirándome fijamente con sus grandes ojos grises—. Él no estaba con el 44 en Gandamack, ¿verdad, señor? Y muchos de los oficiales tampoco. ¿Dónde estaban, señor?

—¿Y cómo quiere que yo lo sepa? ¿Y a usted qué le importa?

Bajó la vista un instante.

—Pido perdón por haberlo preguntado —contestó al final—. No me importa en absoluto, señor.

—Así lo espero —dije yo—. De todos modos, cualquier cosa que usted piense de Elphy Bey, tenga por seguro que el general Sale le dará a Akbar su merecido como se atreva a asomar la nariz por Jallalabad. Ojalá yo pudiera estar allí, lejos de este agujero infernal y de los pestilentes afridi. Tanto si piensan pedir un rescate como si no, le aseguro que no tienen buenas intenciones con respecto a nosotros.

En aquel momento, no di demasiada importancia a las preguntas de Hudson sobre Gandamack y Elphy; de habérsela dado, no sólo me hubieran hecho gracia sino que también me hubieran indignado, pues para mí eran algo así como un idioma extranjero. Ahora, en cambio, lo comprendo, a pesar de que la mitad de nuestros modernos generales sigue sin comprenderlo. Y sigue pensando que sus hombres son ejemplares de otra especie… afortunadamente, muchos de ellos lo son, aunque no en el sentido que creen los generales.

Bueno, pues tras pasarnos otra semana en aquella celda infernal, Hudson y yo estábamos terriblemente sucios y con una barba tremenda, pues no nos habían dado nada para lavarnos ni afeitarnos. Mis temores disminuyeron un poco, tal como suele ocurrir cuando no pasa nada, pero era muy aburrido no tener otra cosa que hacer como no fuera hablar con Hudson, habida cuenta de que nuestros únicos intereses en común eran los caballos. Al parecer, al sargento ni siquiera le interesaban las mujeres. De vez en cuando comentábamos la posibilidad de escapar, sabiendo muy bien que tal cosa estaba completamente excluida, pues la única salida era la puerta, la cual se encontraba situada en lo alto de un angosto tramo de escalones y, cuando uno de los afridi nos traía la comida, siempre había otro arriba, apuntándonos con un enorme trabuco. Yo no tenía ninguna prisa especial en correr el riesgo de que me soltara una descarga, por lo que, cuando Hudson me propuso que pegáramos una carrerilla y nos lo echáramos encima, le ordené severamente que desechara aquella idea. ¿Adónde hubiéramos ido, de todos modos? Ni siquiera sabíamos en qué lugar nos encontrábamos, sólo sabíamos que no podíamos estar muy lejos del camino de Kabul. Pero no merecía la pena arriesgarnos, dije yo… de haber sabido lo que nos esperaba, no sólo me hubiera enfrentado a aquel trabuco sino a cien más, pero, por desgracia, no lo sabía. Dios bendito, jamás lo podré olvidar. Jamás en la vida.

A última hora de la tarde, cuando ambos estábamos medio dormidos sobre la paja del suelo, oímos el rumor de los cascos de unos caballos en la entrada y un murmullo de voces acercándose a la puerta de la celda. Hudson se levantó de un salto y yo me incorporé sobre un codo, con el corazón en un puño, preguntándome quién sería. A lo mejor era un mensajero con la noticia del rescate, pues pensaba que los afridi debían estar intentando seguir aquel camino… Se oyó el chirrido de los goznes, la puerta se abrió de golpe y un hombre de elevada estatura apareció en lo alto de los peldaños. Al principio, no le pude ver la cara, pero enseguida entró un afridi con una antorcha encendida, la introdujo en una grieta de la pared y entonces su luz cayó de lleno sobre el rostro del visitante. Hubiera preferido que fuera el del demonio en persona, pues no podía creer que fuera el del personaje que yo había visto en mis pesadillas, nada menos que el rostro de Gul Shah.

Clavó los ojos en mí, lanzó un grito de entusiasmo y empezó a batir palmas. Yo chillé horrorizado y retrocedí hacia la pared.

—¡Flashman! —dijo mientras bajaba los peldaños como si fuera un gigantesco gato y me miraba enfurecido con una siniestra sonrisa en los labios—. Cuán grande es la bondad divina. Cuando me comunicaron la noticia, no podía creerlo, pero ahora veo que es verdad. Me enteré por pura casualidad de que había sido usted apresado —añadió respirando hondo sin quitarme los ojos de encima.

Me había quedado sin habla. Aquel hombre me había dejado mudo de terror. Cuando volvió a reírse, noté que se me erizaban los pelos de la nuca.

—Y aquí no tenemos a ningún Akbar Khan que pueda venir a molestarnos —añadió. Hizo una indicación a los afridi y señaló a Hudson—. Llevaos a éste arriba y vigiladlo. —Mientras dos de ellos se acercaban inmediatamente a Hudson y lo arrastraban a la fuerza por los peldaños, Gul Shah bajó a la celda y golpeó con su látigo las cadenas que colgaban del techo, haciéndolas resonar—. Colocadlo… aquí —añadió señalándome—. Tenemos muchas cosas de que hablar.

Mientras se me echaban encima, lancé un grito y forcejeé todo lo que pude, pero ellos me levantaron los brazos por encima de la cabeza y me colocaron sendas esposas alrededor de las muñecas; me quedé estirado como un conejo en el tenderete de un vendedor. Acto seguido, Gul les mandó retirarse y se situó delante de mí, mirándome con expresión burlona mientras se daba unos golpecitos en la bota con el látigo.

—El lobo sólo se acerca una vez a la trampa —dijo al final—. Pero usted se ha acercado dos. Juro por Dios que esta vez no se me escapará. Me engañó una vez en Kabul por puro milagro y mató a mi enano con malas artes. Pero esta vez no podrá conmigo, Flashman. Y me alegro… ¡no sabe lo que me alegro de que las cosas hayan ocurrido de esta manera, pues esta vez tendré todo el tiempo que quiera para hacer con usted lo que se me antoje, perro asqueroso!

El sobresalto me soltó la lengua, pues inmediatamente grité:

—¡No lo haga, por el amor de Dios! ¿Qué es lo que he hecho? ¿Acaso no pagué mi culpa con sus malditas serpientes?

—¿Qué la pagó dice? —replicó en tono burlón—. Ni siquiera ha empezado a pagar. ¿Quiere saber cómo lo pagará, Flashman?

Como no lo sabía, no contesté y entonces él se volvió y gritó algo hacia la puerta. Ésta se abrió y apareció alguien, oculto en las sombras.

—La última vez sentí mucho tener que desprenderme de usted con tantas prisas —dijo Gul Shah—. Me parece recordar haberle manifestado, en aquella ocasión, mi deseo de que la mujer a la que usted mancilló participara en su despedida de este mundo, ¿no es cierto? Por suerte, yo estaba en Mogala cuando me enteré de la noticia de su captura y, por consiguiente, he podido reparar aquella omisión. Baja —añadió, dirigiéndose a la figura que aguardaba en lo alto de los peldaños, y entonces Narriman avanzó muy despacio hacia la luz.

Comprendí que era ella, a pesar de que iba envuelta de pies a cabeza con una capa y llevaba la parte inferior de la cara cubierta con un fino velo; recordaba la furia con que me habían mirado aquellos ojos de serpiente la noche en que la forcé en Mogala. Ahora me estaban mirando y me parecían más aterradores si cabe que las amenazas de Gul. Bajó en silencio los peldaños y se situó a su lado.

—¿No quiere saludar a la señora? —me dijo Gul—. Ya lo hará, no se preocupe. Aunque sólo sea una bailarina y una suripanta, ¡es la esposa de un príncipe de los gilzai! —añadió, escupiéndome las palabras a la cara.

—¿La esposa? —grazné—. No lo sabía… le suplico que me crea, señor, no lo sabía. Si yo…

—Entonces no lo era —dijo Gul, interrumpiéndome—. Lo es ahora… sí, a pesar de haber sido ultrajada por una bestia como usted. Es mi esposa, a pesar de todo. Sólo nos resta lavar la deshonra.

—Dios mío, le suplico que me escuche —dije—. Le juro que no quería causarle el menor daño… ¿cómo podía saber que usted la apreciaba tanto? ¡No quería causarle ningún daño, se lo juro! Haré cualquier cosa que usted quiera, le pagaré cualquier cosa que me pida…

Gul esbozó una perversa sonrisa y asintió con la cabeza mientras los ojos de basilisco de la mujer me miraban fijamente.

—Por supuesto que pagará. Habrá oído hablar, sin duda, de la delicada habilidad con la cual las mujeres afganas suelen cobrar las deudas, ¿verdad? Por la cara que pone, ya veo que sí. Narriman está deseando poner a prueba su habilidad. Recuerda con toda claridad una noche de Mogala; recuerda con toda claridad el arrogante trato que usted le dispensó… —se inclinó hacia adelante hasta casi rozarme el rostro con el suyo—. Y, para no olvidarlo, quiere quitarle a usted ciertas cosas, muy despacito y con mucho cuidado, para guardarlas como recuerdo. ¿No le parece justo? Usted se complació en su dolor; ahora ella se complacerá en el suyo. Tardará mucho más y será un trabajo infinitamente más artístico… con un toque femenino. —Soltó una carcajada—. Eso para empezar.

No podía creerlo; me parecía imposible, indignante y espantoso; el solo hecho de imaginarlo me volvía loco.

—¡No puede hacer eso! —chillé—. ¡No, no, no, no puede! ¡Por favor, por favor, no permita que me toque! ¡Fue una equivocación! ¡Yo no lo sabía y no quería hacerle daño!

Grité y supliqué mientras él se reía de contento y se burlaba de mí y ella me miraba fijamente a la cara sin mover ni un solo músculo.

—Esto va a ser mucho mejor de lo que yo esperaba —dijo Gul—. A lo mejor, después lo mandamos desollar o quizá asar sobre unas brasas. O podemos arrancarle los ojos y después cortarle los dedos de las manos y los pies y obligarle a cumplir tareas de esclavo en Mogala. Sí, eso será lo mejor, pues rezará cada día pidiendo la muerte, pero no la tendrá. ¿Le parece un precio demasiado alto por su noche de placer en Mogala, Flashman?

No podía creerlo y cerré los ojos como si no quisiera ver aquel horror mientras le suplicaba con voz entrecortada que me perdonara. Me escuchó sonriendo y después se volvió hacia la mujer y le dijo:

—Primero el negocio y después el placer. Vamos a dejarle pensar en la gozosa reunión que próximamente tendrá contigo, paloma mía… Vamos a dejar que espere… ¿cuánto tiempo? Creo que es mejor que lo vaya pensando. De momento, hay una cuestión más importante. —Se volvió hacia mí—. El hecho de que usted me diga lo que yo quiero saber no reducirá para nada sus padecimientos, pero creo que me lo dirá de todos modos. Desde que su cobarde y patético ejército fue aniquilado en los pasos, el ejército del Sirdar ha proseguido su avance hacia Jallalabad. Pero no tenemos noticias de Nott y sus tropas en Kandahar. Dicen que han recibido órdenes… ¿de marchar sobre Kabul? ¿O quizá sobre Jallalabad? Exigimos saberlo. ¿Y bien?

Tardé un momento en apartar de mi mente las infernales imágenes que Gul había puesto en ella y en comprender su pregunta.

—No lo sé —contesté—. Juro por Dios que no lo sé.

—Embustero —dijo Gul Shah—. Usted era el ayudante de Elfistan; tiene que saberlo.

—¡Pues no lo sé! ¡Le juro que no! —grité—. No puedo decirle lo que no sé, ¿no me cree?

—Estoy seguro de que sí puede —dijo mientras le indicaba por señas a Narriman que se apartara, él se quitaba el poshteen y se quedaba con la camisa y los holgados pantalones estilo pijama, el casquete en la cabeza y el látigo en una mano. Alargando la mano, me arrancó la camisa de la espalda.

Lancé un grito cuando levantó el látigo y pegué un brinco cuando me golpeó. En mi vida jamás había sufrido tanto; el látigo parecía una afilada navaja. Gul soltó una carcajada y me azotó una y otra vez. Tuve la sensación de que unas barras de hierro al rojo vivo se hundían en mis hombros; la cabeza me daba vueltas mientras trataba de apartarme, pero las cadenas me mantenían inmovilizado y el látigo me golpeaba los puntos vitales.

—¡Ya basta! —recuerdo haber gritado una y otra vez—. ¡Ya basta!

Gul retrocedió sonriendo, pero lo único que pude hacer fue abrir la boca y murmurar que no sabía nada. Gul volvió a levantar el látigo y, sintiéndolo mucho, no pude soportarlo.

—¡No! —grité—. ¡Yo no! El sargento Hudson, el que estaba conmigo… ¡estoy seguro de que él lo sabe! ¡Me dijo que lo sabía!

Fue lo único que se me ocurrió para conseguir que cesaran aquellos infernales azotes.

—¿Lo sabe el havildar, pero no el oficial? —preguntó Gul—. No, Flashman, eso no ocurre ni siquiera en el ejército británico. Creo que miente usted como un bellaco.

Y el malvado volvió a la carga hasta que debí desmayarme de dolor, pues, cuando recuperé el conocimiento y me noté la espalda tan ardiente como un horno encendido, él estaba recogiendo su capa del suelo.

—Me ha convencido —dijo, mirándome con desprecio—. Un cobarde como usted me hubiera dicho todo lo que sabía nada más recibir el primer golpe. No es usted valiente, Flashman. Pero muy pronto lo será todavía menos.

Hizo una seña a Narriman y ésta le siguió por los peldaños. Al llegar a la puerta, se detuvo para volver a burlarse de mí.

—Piense en lo que le he prometido —me dijo—. Espero que no enloquezca demasiado pronto en cuanto empecemos.

La puerta se cerró de golpe y empecé a sollozar y a vomitar, colgado de las cadenas. Sin embargo, el dolor de mi espalda no era nada comparado con el terror que me atenazaba la mente. Era imposible, me repetía una y otra vez, no pueden hacerlo… pero sabía muy bien que sí podían. Por alguna horrible razón que aún hoy no puedo definir, acudieron a mi mente las torturas que yo había infligido a otras personas… bueno, unas torturas más bien ridículas e insignificantes como, por ejemplo, gastarles bromas de mal gusto a los fámulos en la escuela; farfullé en voz alta que me arrepentía de haberlos atormentado, recé suplicando salvación y recordé lo que el viejo Arnold había dicho una vez en un sermón: «Invoca a Nuestro Señor Jesucristo y te salvarás».

Dios mío, ¡cuánto llegué a invocarlo!, mugí como un ternero, pero no obtuve nada a cambio, ni siquiera un eco. Sin embargo, ahora lo volvería a hacer si me encontrara de nuevo en la misma situación, a pesar de que no creo en Dios y jamás he creído en Él. Gimoteé como un niño, suplicándole a Jesucristo que me salvara, jurando enmendarme e invocando sin cesar al buen Jesús manso y humilde de corazón. La oración es una cosa extraordinaria. Aunque nadie te responde, por lo menos te impide pensar.

De repente, me di cuenta de que alguien entraba en la celda, cerré los ojos y me puse a gritar de terror, pero nadie me tocó y, cuando los abrí, vi a Hudson encadenado a mi lado con los brazos en el aire, mirándome horrorizado.

—Por Dios, señor —me dijo—, pero ¿qué le han hecho esos demonios?

—¡Me están torturando a muerte! —contesté—. ¡Oh, señor y salvador nuestro!

Debí de pasarme un buen rato hablando, pues, cuando me detuve, Hudson también estaba rezando en voz baja el Padrenuestro, creo. Aquella noche fuimos los presos más piadosos de Afganistán.

Dormir estaba excluido; aunque no hubiera tenido la mente llena de los horrores que me esperaban, no habría podido descansar con los brazos atados por encima de la cabeza. Cada vez que me aflojaba, las oxidadas esposas se me clavaban cruelmente en las muñecas y tenía que volver a estirar las piernas doloridas de tanto permanecer de pie. Me dolía la espalda y no paraba de gemir. Hudson hacía todo lo posible por animarme, diciéndome lo que siempre suele decirse, que no todo estaba perdido todavía y que procurara levantar la cabeza, cosa que, por lo visto, eleva el espíritu en los momentos difíciles… pero a mí jamás me lo ha elevado. Sólo podía pensar en la mirada de odio de aquella mujer, en la cruel sonrisa de Gul a su espalda, en el cuchillo que me rasgaría la piel y después me cortaría… Oh, Dios mío, no podía resistirlo, me volvería loco. Así lo dije levantando la voz y entonces Hudson me contestó:

—Vamos, señor, aún no estamos muertos.

—¡Será idiota! —le grité—. ¿Y usted qué sabe, zoquete? ¡A usted no le van a cortar la maldita polla! ¡Le aseguro que antes me tengo que morir! ¡Tengo que morirme primero!

—Aún no lo han hecho, señor —me replicó—. Y no lo harán. Mientras estaba allí arriba, he visto que la mitad de los afridi se iban… para reunirse con los demás en Jallalabad, supongo… y sólo deben de quedar unos seis, aparte de su amigo y la mujer. No puedo…

No le escuché. Estaba demasiado aterrorizado como para pensar en otra cosa que no fuera lo que me iban a hacer… ¿Cuándo? Pasó la noche y, aparte de la visita que nos hizo un jezzailchi para darnos un poco de agua y comida al mediodía del día siguiente, nadie se acercó a nosotros. Nos dejaron colgando de las cadenas como unos desventurados cerdos. Yo me notaba las piernas unas veces ardientes y otras entumecidas. De vez en cuando oía que Hudson murmuraba algo para sus adentros como si estuviera tramando algo, pero no le hacía ni caso; de pronto, cuando ya estaba empezando a oscurecer, le oí gemir de dolor y exclamar:

—¡Listo, gracias a Dios!

Me volví a mirarle y el corazón me dio un vuelco en el pecho. Se encontraba de pie con sólo el brazo izquierdo inmovilizado por la esposa; el derecho, ensangrentado hasta el codo, colgaba a lo largo de su costado.

Sacudió enérgicamente la cabeza mientras le miraba en silencio. Movió un momento la mano y el brazo derecho y después levantó el brazo hacia la otra esposa; las piezas que sujetaban las muñecas estaban unidas por una barra, pero el cierre de las esposas era un simple perno. Lo manipuló un instante y se abrió. Ya era libre.

Se acercó a mí, ladeando la cabeza hacia la puerta.

—Si lo suelto, señor, ¿podrá sostenerse en pie?

No lo sabía, pero asentí con la cabeza y, a los dos minutos, ya estaba sentado en el suelo, gimiendo a causa del dolor que sentía en los hombros y las piernas por haber permanecido inmovilizado tanto tiempo en la misma posición. Me aplicó un masaje en las articulaciones y soltó unas maldiciones en voz baja al ver las ronchas que me había dejado el látigo de Gul Shah.

—Cochino bastardo negro —murmuró—. Mire, señor, tenemos que procurar que no nos pillen desprevenidos. Cuando vengan, tenemos que estar de pie con las esposas alrededor de las muñecas para que parezca que aún estamos esposados.

—¿Y después qué?

—Pensarán que no podemos movernos y podremos pillarlos desprevenidos, señor.

—Para lo que nos va a servir —repliqué—. Dice usted que quedan unos seis, aparte de Gul Shah.

—No vendrán todos. Por el amor de Dios, señor, es nuestra única esperanza.

No creía que lo fuera y así se lo dije. Hudson contestó que bueno, pero que, de todos modos, sería mejor que ser mutilado por la puta afgana, con perdón, señor, y no pude por menos que estar de acuerdo con él. Aun así, pensé que lo más que conseguiríamos en el mejor de los casos sería que nos mataran por lo que habíamos hecho.

—Bueno —dijo él—, pero, en tal caso, venderemos caras nuestras vidas. Moriremos como unos ingleses y no como unos perros.

—¿Y qué diferencia hay entre morir como un inglés y morir como un maldito esquimal? —dije yo.

Hudson me miró en silencio y siguió aplicándome el masaje en los brazos. No tardé en poder levantarme y moverme con toda normalidad, pero procuramos no apartarnos demasiado de las cadenas e hicimos bien. De repente, se oyó un rumor de pisadas junto a la puerta y apenas habíamos tenido tiempo de ocupar nuestras posiciones con las manos en las esposas cuando la puerta se abrió de par en par.

—Déjelo todo de mi cuenta, señor —dijo Hudson en voz baja, colocando las manos en sus esposas mientras yo hacía lo mismo e inclinaba la cabeza, mirando hacia la puerta por el rabillo del ojo.

Eran tres y, al verles, se me encogió el corazón de angustia. Primero entró Gul Shah y después lo hizo el corpulento jezzailchi con una antorcha encendida, seguido de la esbelta figura de Narriman. Todos mis terrores se enseñorearon de nuevo de mi mente mientras ellos bajaban los peldaños.

—Ha llegado la hora, Flashman —dijo Gul Shah, acercando su despectivo rostro al mío—. Despierta, perro, y prepárate para tu última escena de amor —añadió riéndose mientras me abofeteaba con fuerza la mejilla. Me tambaleé, pero no me solté de las cadenas. Hudson no movió ni un solo músculo.

—Bueno, preciosa mía —le dijo Gul a Narriman—, aquí lo tienes y es todo tuyo.

Narriman se adelantó y se situó a su lado mientras el gigantesco jezzailchi, tras haber colocado la antorcha en su sitio, se acercaba a ella, sonriendo como un sátiro. El jezzailchi se encontraba a cosa de un metro de Hudson, pero sus ojos estaban clavados en mí.

Narriman se había quitado el velo que le cubría el rostro, pero llevaba un turbante y una capa y su rostro parecía de piedra. Sonrió mostrando los dientes como una tigresa. Le dijo algo a Gul Shah y alargó la mano hacia la daga que éste llevaba en el cinto.

El temor me tenía paralizado, de lo contrario, hubiera soltado las cadenas y habría echado a correr como un insensato. Gul acercó la mano al puño de la daga y, poco a poco para que yo lo viera, empezó a desenvainar la hoja.

Hudson atacó. Su mano derecha descendió como un relámpago hacia el cinto del gigantesco jezzailchi, hubo un destello de acero, un jadeo entrecortado y un grito desgarrador mientras Hudson hundía la daga hasta la empuñadura en el vientre del hombre. Mientras el individuo se desplomaba al suelo, Hudson trató de abalanzarse sobre Gul Shah, pero tropezó con Narriman y cayeron al suelo. Gul pegó un salto hacia atrás acercando la mano a su sable y entonces solté mis cadenas y me aparté. Gul soltó una maldición y trató de pincharme, pero estaba tan furioso que la espada fue a dar en las cadenas; justo en aquel momento, Hudson se había levantado y, acercándose al moribundo jezzailchi, desenvainó el sable que éste llevaba al cinto y echó a correr hacia los peldaños de la puerta. Por un instante, pensé que me abandonaba, pero lo que hizo al llegar a la puerta fue cerrarla y correr el pestillo interior; después se volvió con el sable en la mano mientras Gul, que había pegado un brinco para perseguirle, se detenía al pie de los peldaños. Por un momento, los cuatro nos quedamos petrificados. Después Gul gritó:

—¡Mahmud! ¡Shadman! ¡Idderao juldi!

—¡Cuidado con la mujer! —me advirtió Hudson. Vi a Narriman tratando de recoger la ensangrentada daga que él había soltado. Se encontraba todavía a gatas en el suelo cuando le pegué un puntapié en el centro del cuerpo que la dejó sin resuello y la arrojó contra la pared. Por el rabillo del ojo vi a Hudson bajando los peldaños con el sable en la mano mientras yo me abalanzaba sobre Narriman, le golpeaba la cabeza cuando ya estaba a punto de levantarse y la sujetaba fuertemente por las muñecas. Mientras las hojas de acero entrechocaban a mi espalda y se oía el eco de los golpes contra la puerta desde el exterior, le coloqué los brazos a la espalda y se los retorcí con todas mis fuerzas.

—¡Perra indecente! —rugí retorciéndole dolorosamente los brazos mientras ella gritaba y se desplomaba al suelo sin poder moverse. Sin soltarla, apoyé la rodilla en su espalda y miré a mi alrededor en busca de Hudson.

Él y Gul se hallaban enzarzados en un fiero combate en el centro de la celda. Menos mal que enseñan a manejar bien la espada en el arma de caballería[31], incluso a los lanceros, pues Gul era más ágil que una pantera y tanto la punta como el filo de su sable giraban en todas direcciones mientras soltaba reniegos y amenazas y ordenaba a gritos a sus secuaces que derribaran la puerta. Pero ésta era demasiado sólida para ellos. Hudson luchaba tan fríamente como si estuviera en el gimnasio, esquivando todos los golpes y acometidas, revolviéndose y abalanzándose sobre Gul y obligándole a retroceder para salvar el pellejo. Me quedé donde estaba, pues no me atrevía a soltar a aquella gata infernal ni por un instante, temiendo que Gul aprovechara la oportunidad para atacarme.

De repente, Gul se abalanzó sobre Hudson dando tajos a derecha e izquierda y el lancero empezó a perder terreno; era lo que esperaba Gul, el cual se acercó de un salto a los peldaños, tratando de llegar a la puerta. Sin embargo, Hudson lo persiguió de inmediato y le obligó a volverse para evitar que lo traspasara por la espalda. Gul esquivó el golpe, pero resbaló en los peldaños y, por un instante, ambos cayeron trabados sobre los escalones. Gul se levantó como una pelota de goma, blandiendo el sable para atravesar a Hudson, el cual aún no había conseguido incorporarse; el sable descendió y golpeó la piedra, despidiendo chispas. La fuerza del golpe hizo que Gul perdiera el equilibrio y se quedara por un instante inclinado sobre Hudson; antes de que pudiera recuperarse, vi una reluciente punta asomando por el centro de su espalda; soltó un horrible grito entrecortado, trató de incorporarse echando la cabeza hacia atrás y bajó rodando por los peldaños hasta el suelo de la celda. Allí se retorció un momento con la boca abierta y los ojos rebosantes de odio; después se quedó inmóvil.

Hudson se levantó con el sable ensangrentado hasta el puño y yo lancé un grito de triunfo.

—¡Bravo, Hudson! ¡Bravo, shabash!

Él echó un vistazo a Gul, soltó el sable y, para mi asombro, empezó a arrastrar el muerto desde el centro del suelo a la parte más oscura de la celda. Lo dejó tendido boca arriba y se me acercó corriendo.

—¡Átela fuerte, señor! —me dijo.

Até los brazos de Narriman con el cinturón del jezzailchi y Hudson la amordazó. Mientras la dejábamos tendida sobre la paja, el sargento añadió:

—Sólo tenemos una oportunidad, señor. Tome el sable, el limpio, y monte guardia junto al muerto. Acerque la punta a su garganta y, cuando yo abra la puerta, dígales que matará a su jefe si no hacen lo que les mandamos. Con tan poca luz, no verán que es un cadáver, y la mujer no puede hablar. Vamos, señor, dese prisa.

No había tiempo para discusiones. La puerta estaba crujiendo bajo los golpes de los afridi. Me acerqué corriendo a Gul, recogí el sable por el camino y me situé a horcajadas encima suyo con la punta sobre su pecho. Hudson miró a su alrededor, subió los peldaños, descorrió el pestillo y saltó al suelo de la celda. Se abrió la puerta y aparecieron los alegres chicos de la aldea.

—¡Quietos ahí! —rugí yo—. ¡Un paso más y mando a Gul Shah a hacer las paces con Shaitan! ¡Atrás, hijos de lechuzas y cerdos!

Los cinco o seis hirsutos bárbaros se detuvieron de golpe en lo alto de los peldaños. Al ver a Gul aparentemente impotente a mis pies, uno de ellos soltó un reniego y otro lanzó un gemido.

—¡Ni un solo centímetro más! —grité—. ¡De lo contrario, lo mato!

Se quedaron donde estaban, boquiabiertos de asombro, pero la verdad es que yo no tenía ni la menor idea de lo que iba a hacer a continuación. Hudson habló en tono apremiante.

—Unos caballos, señor. Estamos junto a la entrada. Dígales que lleven dos… mejor dicho, tres jacas a la puerta y que después se retiren todos al otro lado del patio.

Les rugí la orden, muriéndome de miedo de que no la cumplieran, pero la cumplieron. Supongo que mi aspecto, desnudo de cintura para arriba, mugriento, con barba y con el rostro tan enfurecido como el de un loco, debía parecer el de alguien desesperado hasta el extremo de ser capaz de cualquier cosa. Estaba dominado por el miedo y no por la furia, pero ellos no lo sabían. Discutieron acaloradamente entre sí y después se retiraron. Les oí gritar y soltar maldiciones en la oscuridad y después llegó a mis oídos un rumor que fue para mí como la más dulce de las músicas… el rumor de los cascos de las jacas.

—Dígales que se queden fuera y bien apartados, señor —añadió Hudson; yo di la orden con voz de trueno.

Después Hudson se acercó corriendo a Narriman, la levantó en brazos haciendo un esfuerzo y la colocó de pie sobre los peldaños.

—Camina, maldita sea tu estampa —le dijo y, tomando su propio sable, la empujó hacia arriba, apoyándole la punta en la espalda. Desapareció al otro lado de la puerta, hubo una pausa y después le oí gritar:

—¡Suba enseguida, señor, y cierre la puerta!

Jamás en mi vida había obedecido más gustosamente una orden. Dejé a Gul Shah mirando ciegamente al techo, subí a toda prisa los peldaños y cerré la puerta a mi espalda. Sólo cuando miré hacia el patio y vi a Hudson montado en una jaca, a Narriman atada en la otra y al pequeño grupo de afganos al otro lado del patio, acariciando sus navajas y murmurando por lo bajo… sólo entonces me di cuenta de que nos habíamos dejado a nuestro rehén. Pero Hudson estaba allí para sacarme las castañas del fuego, como de costumbre.

—Dígales que destriparé a la chica y repartiré sus entrañas por todo el patio como muevan un solo dedo. ¡Pregúnteles qué dirá su amo… y qué castigo les impondrá después! —me dijo, apoyando la punta de su espada sobre el cuerpo de Narriman.

Fue suficiente para que no se movieran y ni siquiera hizo falta que yo les repitiera la amenaza mientras montaba en la otra jaca. La puerta se abría ante nosotros. Hudson tomó la brida de la montura de Narriman, espoleamos a las bestias y, en medio del repiqueteo de los cascos, salimos bajo la luz de la luna y nos alejamos por el camino que serpeaba desde la pequeña loma del fuerte hacia el llano.

Cuando llegamos abajo, volví la vista hacia atrás. Hudson cabalgaba a mi espalda, pero tenía dificultades para mantener a Narriman sobre la silla de la tercera cabalgadura. La siniestra silueta del fuerte se recortaba contra el cielo, pero no había la menor señal de que nadie nos persiguiera.

Cuando se situó a mi lado, Hudson me dijo:

—Me parece que allí abajo encontraremos el camino de Kabul, señor. Lo cruzamos a la ida. ¿Cree que podemos arriesgarnos, señor?

Estaba tan alterado y temblaba tanto de alivio y emoción que todo me daba igual. Lo mejor hubiera sido no acercarnos al camino, naturalmente, pero yo era partidario de cualquier cosa que nos permitiera alejarnos de aquel maldito sótano, por lo que asentí con la cabeza y seguimos adelante. Con un poco de suerte, no nos tropezaríamos con nadie por el camino y, en cualquier caso, sólo allí podríamos orientarnos.

No tardamos en encontrarlo. Las estrellas nos señalaron el camino del este. Nos encontrábamos a, por lo menos, cinco kilómetros del fuerte y pensamos que, en caso de que hubieran salido en nuestra persecución, los afridi nos habrían perdido. Hudson me preguntó qué haríamos con Narriman.

Entonces recobré el juicio y, pensando en todo lo que ella había estado a punto de hacerme, me enfurecí tanto que sentí deseos de descuartizarla.

—Démela a mí —contesté, aflojando las riendas y apoyando la mano en la empuñadura del sable.

Sujetándola con una mano, Hudson la empujó hacia abajo y ella resbaló al suelo, donde cayó de rodillas con las manos atadas a la espalda y la mordaza en la boca, mirando enfurecida a su alrededor. Mientras yo me acercaba con mi jaca, Hudson se interpuso súbitamente en mi camino.

—Un momento, señor —me dijo—. ¿Qué va usted a hacer?

—Voy a cortar a esta perra en pedazos —contesté—. Para quitarla de en medio.

—Espere, señor —dijo—. No puede hacer eso.

—¿Cómo que no, maldita sea?

—Mientras yo esté aquí, no, señor —contestó en tono pausado.

Al principio, no pude dar crédito a mis oídos.

—No se puede, señor —me dijo—. Es una mujer. No está usted en su sano juicio, señor, después de los azotes que le han dado y todo lo demás. La dejaremos en paz, señor; le cortaremos las ataduras y la dejaremos libre.

Me puse furioso, empecé a insultarlo y le dije que era un perro rebelde, pero él se quedó allí sentado, sacudiendo la cabeza sin moverse. Al final, tuve que darme por vencido —se me ocurrió pensar que lo que Hudson le había hecho a Gul Shah me lo podría hacer a mí sin ninguna dificultad— y entonces él desmontó y le desató las manos a la chica. Narriman hizo ademán de darle un puñetazo, pero él le puso la zancadilla y volvió a montar en su cabalgadura.

—Disculpe, señora —le dijo—, pero no se merece otra cosa, ¿comprende?

Se quedó allí tendida jadeando y mirándonos con odio reconcentrado como una auténtica fiera infernal. Era muy guapa y lamenté no disponer de tiempo para dispensarle el mismo trato que la primera vez. Pero el hecho de entretenernos hubiera sido una locura; por consiguiente, me conformé con soltarle unos cuantos azotes con mi larga brida y tuve la satisfacción de arrearle un doloroso latigazo en la espalda que la obligó a echar a correr hacia las rocas. Después giramos al este y bajamos por el camino en dirección a la India.

Hacía un frío espantoso y yo iba medio desnudo, pero había un poshteen sobre la silla y me lo puse. Hudson tenía otro y también se cubrió la túnica y los pantalones con él. Parecíamos un par de auténticos bashi-bazouks, de no haber sido por el cabello y la barba rubia de Hudson.

Acampamos antes del anochecer en una pequeña hondonada, pero no por mucho tiempo, pues, cuando amaneció, me di cuenta de que estábamos en la campiña justo al oeste de la localidad de Futtehabad, la cual se encuentra a unos treinta kilómetros de Jallalabad. No me sentiría a salvo hasta que tuviéramos a nuestro alrededor los muros de la ciudad, por lo que decidimos seguir cabalgando y sólo nos apartábamos del camino cuando unas nubes de polvo por delante de nosotros nos indicaban la presencia de otros viajeros.

Nos pasamos el día rodeando Futtehabad a través de las colinas y por la noche nos detuvimos a descansar, pues estábamos muertos de cansancio. A la mañana siguiente, reanudamos la marcha sin acercarnos al camino, pues cada vez que mirábamos desde arriba, veíamos muchos afganos, todos viajando hacia el este. Ahora había más tráfico en las colinas, pero nadie se fijaba en un par de viajeros, pues Hudson se había cubierto el cabello rubio con un pañuelo y yo siempre había tenido toda la pinta de un badmash del Khyber. Sin embargo, cuanto más nos acercábamos a Jallalabad, tanto más crecía mi inquietud, pues, a juzgar por lo que habíamos visto en el camino y por los campamentos que punteaban las hondonadas, sabía que estábamos siguiendo el movimiento de un ejército. Eran las huestes de Akbar marchando sobre Jallalabad. De pronto, oímos a lo lejos un matraqueo de disparos de mosquete y comprendimos que ya se había iniciado el asedio.

Menuda situación; sólo en Jallalabad podríamos estar seguros, pero un ejército afgano se interponía entre nosotros y la ciudad. Después de todas las penalidades sufridas, estaba desesperado; por un instante, pensé en la posibilidad de no pasar por Jallalabad y dirigirnos a la India, pero eso hubiera significado tener que atravesar el Khyber y, dado que Hudson se parecía tanto a un afgano como un cerdo de Berkshire, jamás lo hubiéramos conseguido. Maldije mi suerte por haber elegido a un compañero de cabello rubio y clara tez de Somerset, pero ¿cómo hubiera podido yo prever lo que ocurriría después? No podíamos hacer nada como no fuera seguir adelante y ver qué posibilidades teníamos de llegar a Jallabalad y evitar ser descubiertos.

Nuestra situación era muy apurada, pues muy pronto llegamos a unos campamentos llenos de afganos por todas partes, en los que Hudson estuvo a punto de morir asfixiado en el interior del lienzo que le envolvía toda la cabeza a modo de turbante. En determinada ocasión, un grupo de pashtos nos saludó y yo les contesté con el corazón en un puño. Al ver que mostraban un especial interés por nosotros, me pegué un susto mayúsculo y lo único que se me ocurrió fue ponerme a cantar aquella antigua canción pashta que dice:

Hay una chica al otro lado del río

Con unas nalgas de melocotón,

Pero, ay de mí, que no sé nadar.

Ellos se echaron a reír y nos dejaron en paz, pero yo di gracias a Dios de que se encontraran a unos veinte metros de distancia, pues, de lo contrario, quizá se hubieran dado cuenta de que yo no era tan afgano como parecía de lejos.

Pensé que no tardarían en descubrirnos. Estaba seguro de que, en cuestión de un minuto, alguien se daría cuenta a pesar de nuestros disfraces, pero, de repente, el terreno empezó a descender y enseguida llegamos a lo alto de una pendiente, en cuyo fondo, aproximadamente a unos cuatro kilómetros de distancia, se encontraba Jallalabad, con el río Kabul a su espalda.

Fue una escena memorable. En la alargada loma, a ambos lados del lugar que nosotros ocupábamos, las rocas estaban llenas de afganos que cantaban o permanecían agachados alrededor de sus hogueras; en el llano los había a miles, agrupados por todas partes menos en las inmediaciones de Jallalabad, donde habían formado una enorme media luna de cara a la ciudad. Vimos tropas de caballería que iban de un lado para otro y varios cañones y carros entre los sitiadores. En la parte anterior de la media luna se veían pequeños destellos de fuego y se oían las detonaciones de los disparos de mosquete y, más adelante, casi rozando las defensas, había varios pequeños sangars, detrás de los cuales permanecían agachadas unas figuras envueltas en ropajes blancos. Estaba claro que aquello era un asedio en toda regla. Mientras contemplaba las inmensas huestes que se interponían entre nosotros y la seguridad, sentí que el corazón se me encogía en el pecho: jamás podríamos atravesar aquella barrera.

Y que conste que el asedio no parecía preocupar demasiado a los de Jallalabad. Los disparos se intensificaron y vimos cómo un enjambre de figuras huía despavorido delante de los terraplenes… Jallalabad no es muy grande y no tenía murallas propiamente dichas, pero los zapadores habían levantado unas magníficas defensas delante de la ciudad. Al ver lo ocurrido, los afganos que nos flanqueaban desde las alturas lanzaron un estentóreo grito de burla, como para dar a entender que ellos lo hubieran hecho mejor que los hombres que habían emprendido la retirada. A juzgar por las figuras que yacían delante de los terraplenes, los sitiadores habían recibido una considerable paliza.

Para lo que nos iba a servir, pensé yo mientras Hudson acercaba su jaca a la mía y me decía:

—Por aquí podremos entrar, señor.

Seguí la dirección de su mirada y vi abajo a nuestra izquierda, aproximadamente a unos dos kilómetros de la ciudad, un pequeño fuerte en lo alto de un cerro con la bandera británica ondeando en la entrada. En sus murallas se encendían de vez en cuando los destellos de unos disparos de mosquete. Algunos afganos habían reparado en el fuerte, pero demasiados; las avanzadas de los afganos en la llanura lo habían aislado de las principales fortificaciones, pero nadie le prestaba demasiada atención. Vimos que una pequeña nube de jinetes afganos descendía hacia él, pero retrocedía ante los disparos que se estaban efectuando desde las murallas.

—Si bajamos muy despacio hacia el lugar desde donde esos negros están disparando —dijo Hudson—, podríamos pegar una carrerilla, señor.

«Y que nos derriben a balazos de las sillas, no, gracias», pensé yo. Nada más hacerme Hudson la sugerencia, alguien nos llamó desde las rocas de nuestra izquierda, por lo que, sin una palabra más, nos lanzamos al galope por la pendiente. La voz nos llamó a gritos, pero nosotros seguimos adelante, llegamos abajo y cabalgamos entre los afganos que permanecían agachados entre las rocas, vigilando el pequeño fuerte. Mientras los jinetes atacantes daban media vuelta entre gritos y maldiciones, uno de los tiradores nos llamó cuando pasamos por su lado, pero no nos detuvimos. Ahora sólo nos quedaba la última línea de tiradores y más allá estaba el pequeño fuerte a cosa de un kilómetro de distancia en lo alto del pequeño cerro, con su bandera ondeando al viento.

—Ahora, señor —dijo Hudson.

Clavamos las espuelas en los flancos de las jacas y nos lanzamos a un furioso galope más allá de los últimos sangars. Los afganos nos miraban lanzando gritos de asombro, pues no comprendían qué demonios estábamos haciendo, pero nosotros inclinamos la cabeza hacia adelante y proseguimos nuestro avance hacia la puerta del fuerte. Oí a nuestra espalda otros gritos y el rumor de los cascos de unos caballos. De pronto, las balas empezaron a silbar a nuestro alrededor… procedentes del fuerte, maldita sea. «¡Oh, Dios mío —pensé—, nos han tomado por afganos, y ahora no podemos detenernos porque nos persiguen los jinetes!».

Hudson arrojó al suelo su poshteen y lanzó un grito, incorporándose sobre los estribos. Al ver su chaqueta y sus calzones azules de lancero, los afganos que nos perseguían se pusieron a gritar, pero, afortunadamente, los disparos del fuerte habían cesado y ahora se trataba de una simple carrera entre los afganos y nosotros. Nuestras jacas estaban al borde del agotamiento, pero nosotros las lanzamos a un endiablado galope. Mientras nos acercábamos a las murallas, vi que se abría la puerta. Solté un grito de emoción y seguí cabalgando mientras Hudson me pisaba los talones. En cuanto cruzamos la puerta, caí desde la silla a los brazos de un hombre con unos enormes mostachos de color jengibre y unos galones de sargento en el brazo.

—¡Maldita sea! —rugió—. ¿Quién demonios es usted?

—El teniente Flashman —contesté—, del ejército del general Elphinstone.

Su boca se abrió como la de un bacalao.

—¿Dónde está su comandante?

—¡Me deja usted de piedra! —replicó—. Si aquí hay algún comandante, ése soy yo. Sargento Wells, de los Granaderos de Bombay, señor. Nosotros creíamos que todos ustedes habían muerto…

Tardamos algún tiempo en convencerle y en averiguar lo que estaba ocurriendo. Mientras sus cipayos disparaban desde el parapeto de arriba contra los decepcionados afganos, nos acompañó a la pequeña torre, nos invitó a sentarnos en un banco, nos ofreció unas frutas de sartén con un poco de agua —era lo único que tenían— y nos contó que los afganos llevaban tres días asediando Jallalabad con unos contingentes de fuerzas cada vez más numerosos y que, de momento, su pequeño destacamento había quedado aislado en aquel apartado fuerte.

—Sería un lugar estupendo para armar los cañones si pudieran sacarnos de aquí, ¿comprende, señor? —dijo—. Por eso el capitán Little… el que está en la torre de allí atrás con la cabeza traspasada por una bala, señor… dijo que teníamos que resistir al precio que fuera. «Hasta el último hombre, sargento», dijo y después murió. Eso fue anoche, señor. Nos han estado atacando muy fuerte, señor, y no han parado en ningún momento. No sé si podremos resistir mucho tiempo, señor, porque se nos está acabando el agua y anoche llegaron casi hasta la muralla.

—Pero ¿no le pueden relevar desde Jallalabad, por el amor de Dios? —dije yo.

—Supongo que deben de tener muchas cosas que hacer, señor —contestó, sacudiendo la cabeza—. Ellos tampoco podrán resistir mucho tiempo allí; el viejo Bob Sale… el general Sale, quiero decir… no está muy preocupado. Pero hacer una salida para relevarnos ya sería otra cosa.

—¡Oh, Dios mío —dije yo—, hemos escapado del fuego para ir a parar a las brasas!

Me miró fijamente, pero me dio igual. Era el cuento de nunca acabar; parecía que un genio del mal me estuviera persiguiendo por todo Afganistán con la aviesa intención de aniquilarme. ¡Haber llegado hasta tan lejos una vez más para sucumbir cuando ya tenía la salvación al alcance de la mano! Vi un jergón de paja en un rincón de la torre y me acerqué a él para tenderme. Me ardía la espalda y estaba medio muerto de cansancio, atrapado en aquel fuerte infernal, solté una maldición y rompí a llorar con el rostro contra la paja sin que me importara lo que pudieran pensar de mí.

Oí que Hudson y el sargento hablaban en voz baja y que éste decía:

—¡Me parece que es un tipo un poco raro!

Después debieron de salir al exterior, pues ya no les oí más. Permanecí tendido sobre el camastro y debí de quedarme dormido de puro agotamiento, pues cuando volví a abrir los ojos, la estancia estaba a oscuras. Oí hablar a los cipayos en el exterior, pero no salí; tomé un trago del cuenco que había sobre la mesa, volví a tenderme y dormí hasta la mañana siguiente.

Algunos de ustedes levantarán las manos horrorizados ante el hecho de que un oficial de la Reina pudiera comportarse de semejante manera y, por si fuera poco, en presencia de sus soldados. A lo cual yo podría contestar diciendo que no pretendo, tal como ya he dicho antes, ser otra cosa más que un cobarde y un bribón y que nunca he interpretado ningún papel cuando me ha parecido que no merecía la pena. Y en aquellos momentos, no merecía la pena. Puede que delirara un poco a causa de los sobresaltos sufridos —convendrán ustedes conmigo en que Afganistán no había sido precisamente una alegre excursión campestre para mí—, pero, mientras permanecía acostado en el jergón de aquella torre, escuchando los ocasionales disparos del exterior y los gritos de los sitiadores, dejé de preocuparme por las apariencias. Que piensen lo que les dé la gana; seguramente nos harán pedazos a todos, ¿y qué más le dan las buenas opiniones a un cadáver?

Sin embargo, al sargento Hudson le seguían importando las apariencias. Fue él quien me despertó después de aquella primera noche. Estaba ojeroso y sucio cuando se inclinó sobre mí con la chaqueta hecha jirones y el desgreñado cabello sobre los ojos.

—¿Cómo está, señor? —me preguntó.

—Fatal —contesté—. Me arde la espalda y me temo que no le vaya servir de mucho durante algún tiempo, Hudson.

—Vamos a ver, señor —me dijo—. Permítame que le eche un vistazo a la espalda.

Me di la vuelta soltando un gruñido y él me examinó.

—No está muy mal —dijo—. La piel tiene algunos arañazos, pero no hay heridas infectadas. Lo demás son simples ronchas. —Guardó silencio un instante—. El caso es, señor, que necesitamos todos los mosquetes que podamos reunir. Los sangars están más cerca esta mañana y los negros son cada vez más numerosos. Parece que vamos a tener una auténtica batalla, señor.

—Lo siento muchísimo, Hudson —repliqué con un hilillo de voz—, lo haría si pudiera, bien lo sabe usted. Pero, aunque no tenga la espalda muy mal, apenas puedo hacer nada. Creo que debo de tener algo roto por dentro.

Se incorporó y me miró fijamente.

—Sí, señor —dijo—, creo que sí.

Después dio media vuelta y se retiró.

Sentí que me ruborizaba de vergüenza al comprender lo que Hudson había querido decir; por un instante, estuve casi a punto de levantarme del jergón y echar a correr tras él. Pero no lo hice, pues justo en aquel momento se oyó un repentino grito en los parapetos, los mosquetes empezaron a disparar y el sargento Wells se desgañitó dando órdenes; pero lo que más se oía eran los espantosos gritos de los ghazi y entonces comprendí que éstos ya habían alcanzado el muro. Fue demasiado para mí; permanecí tendido sobre la paja temblando de miedo mientras fuera proseguían los combates. Todo aquello estaba durando una eternidad y, de un momento a otro, esperaba oír en el patio los gritos de guerra y el rumor de los pies de los afganos y ver aparecer a aquellos barbados y horribles bárbaros en la puerta de la estancia con sus navajas del Khyber. Le pedí a Dios que acabaran conmigo rápidamente.

Tal como digo, puede que en aquellos momentos me encontrara bajo los efectos de un sobresalto o que incluso tuviera un poco de fiebre, pero lo dudo; más bien creo que me volví loco de puro miedo. En cualquier caso, no tengo una idea muy precisa de lo que duró aquel combate ni de cuándo terminó y empezó el siguiente ataque o ni siquiera de cuántos días y noches transcurrieron. No recuerdo haber comido ni bebido, aunque supongo que debí de hacerlo, y tampoco recuerdo las exigencias de la naturaleza. Por cierto que el miedo no ejerce ese efecto en mí; no me mojo ni me ensucio encima, aunque reconozco que en una o dos ocasiones he estado casi a punto de hacerlo. En Balaclava, por ejemplo, cuando cabalgaba con la Brigada Ligera… ¿saben ustedes que George Paget se pasó todo el rato fumando un cigarro hasta llegar a los cañones? Bueno pues, mis intestinos no pararon de moverse ni un momento hasta que llegamos a los cañones, pero dentro no había más que viento, pues llevaba varios días sin comer.

Sin embargo, en aquel fuerte en el que me encontraba al límite de mis fuerzas, perdí el sentido del tiempo; el delirium panicus me tenía atrapado en sus garras. Sé que Hudson me fue a ver, y sé que me habló, pero no recuerdo lo que me dijo, exceptuando algunas frases aisladas hacia el final. Recuerdo que me comunicó la muerte de Wells y que yo le contesté:

—Qué mala suerte, por Dios, ¿ha sufrido heridas graves?

Por lo demás, mis momentos de vigilia fueron mucho menos nítidos que mis sueños, muy claros, por cierto. Me encontraba de nuevo en la celda con Gul Shah y Narriman, con Gul burlándose de mí; de pronto se convertía en Bernier y me apuntaba con su pistola y después se transformaba en Elphy Bey y me decía: «Tendremos que quitarle lo más esencial, Flashman, me temo que no habrá más remedio. Le enviaré una nota a sir William».

Y los ojos de Narriman cada vez más grandes hasta que yo los veía en el rostro de Elspeth… Elspeth muy bella y sonriente, desvaneciéndose poco a poco hasta convertirse en Arnold, el cual me amenazaba con soltarme una tanda de azotes por no haber hecho la traducción. «Desventurado joven, me lavo las manos con respecto a usted; hoy mismo tendrá que abandonar mi nido de serpientes y enanos». Entonces alargó el brazo y apoyó la mano en mi hombro. Lancé un grito y traté de soltarme y entonces me di cuenta de que estaba tratando de apartar los dedos de Hudson de mi hombro, mientras éste permanecía arrodillado al lado de mi camastro.

—Señor —me dijo—, tiene que levantarse.

—¿Qué hora es? —pregunté—. ¿Y qué es lo que quiere? Déjeme en paz, haga el favor, déjeme en paz…, estoy enfermo, maldita sea.

—No puede ser, señor. Ya no puede quedarse aquí por más tiempo. Tiene que levantarse y salir fuera conmigo.

Le contesté que se fuera al infierno y, de repente, él se inclinó hacia adelante y me asió por los hombros.

—¡Levántese! —me ordenó en tono perentorio, y entonces observé que su rostro estaba más ojeroso y macilento de lo que yo jamás lo hubiera visto y que su expresión era tan fiera como la de un animal salvaje—. ¡Levántese! ¡Es usted un oficial de la Reina, maldita sea, y como tal se tendrá que comportar! ¡No está usted enfermo, señor Melindroso Flashman, es simplemente un cobarde! ¡Ésa es toda su enfermedad! ¡Pero se va usted a levantar y parecerá un hombre, aunque no lo sea! —gritó, haciendo ademán de levantarme a la fuerza del jergón.

Le pegué un puñetazo, lo llamé perro rebelde y le dije que lo mandaría azotar en el ejército por su insolencia, pero él acercó el rostro al mío y me dijo con voz sibilante:

—¡No, no lo hará! Ni ahora ni nunca. Porque usted y yo no vamos a regresar a ningún sitio donde haya tambores ni flagelaciones ni nada por el estilo, ¿comprende? Estamos atrapados aquí y aquí moriremos, ¡porque no podemos salir! Estamos perdidos, mi teniente. ¡Esta guarnición está acabada! ¡No nos queda nada que hacer más que morir!

—Maldita sea su estampa, pues entonces, ¿qué quiere usted de mí? ¡Váyase a morir a su manera y déjeme morir a la mía! —grité, tratando de apartarlo.

—De eso ni hablar, señor. No será tan fácil. Soy lo único que queda para luchar en este fuerte, un puñado de exhaustos cipayos… y usted.

—¡Pues luche usted todo lo que quiera! —le grité—. ¡Usted que es tan cochinamente valiente! ¡Usted que es un maldito soldado de cuerpo entero! ¡Pues mire por dónde, yo no lo soy! Tengo miedo, maldita sea, y ya no puedo luchar… ¡me importa un bledo que los afganos tomen el fuerte, Jallalabad y toda la India! —dije mientras las lágrimas rodaban profusamente por mis mejillas—. ¡Y ahora váyase al infierno y déjeme en paz!

Permaneció arrodillado, mirándome fijamente mientras se apartaba un mechón de cabello de los ojos.

—Ya lo sé —dijo—. Lo medio adiviné en cuanto salimos de Kabul y estuve casi seguro en aquella celda por su forma de comportarse. Pero lo estuve el doble cuando usted quiso matar a aquella pobre afgana… los hombres no hacen eso. Sin embargo, no se lo podía decir. Usted es un oficial y un caballero, tal como suele decirse. Pero ahora ya no importa, ¿verdad, señor? Los dos vamos a morir y, por consiguiente, puedo decir lo que pienso.

—Pues espero que se divierta —le dije—. De esta manera, va a matar a un montón de afganos.

—Es posible, señor —replicó—. Pero necesito su ayuda. Y vaya si me ayudará, pues pienso quedarme aquí todo el tiempo que haga falta.

—Es usted un pobre tonto —le dije—. ¿De qué le va a servir si ellos lo matan al final?

—Me servirá para que esos negros no armen sus cañones en esta colina. No podrán tomar Jallalabad mientras nosotros resistamos… y, a cada hora que pase, aumentarán las posibilidades del general Sale. Y eso es lo que vaya hacer, señor.

Hay muchos así, desde luego. Yo los he conocido a cientos. Si les das la oportunidad de cumplir lo que ellos llaman su deber, si les permites entrever una esperanza de martirio… ellos mismos se abrirán paso hacia la cruz y pedirán a gritos que venga el hombre que los tiene que clavar con los clavos y el martillo.

—Le deseo lo mejor —dije—. No se lo pienso impedir.

—Sí me lo impediría, señor, si yo se lo permitiera. Le necesito… aquí afuera hay veinte cipayos que combatirán mejor si los anima un oficial. Ellos no saben lo que es usted… de momento. —Se levantó—. Sea como fuere, no vaya discutir, señor. Tendrá usted que levantarse… ahora mismo. De lo contrario, lo sacaré a rastras y lo haré pedazos con el sable, trocito a trocito. —La expresión de su rostro era tremenda. Sus ojos grises, hundidos en las cuencas, me miraban con un brillo siniestro. Comprendí que hablaba en serio—. Por consiguiente, levántese, señor, haga el favor.

Me levanté, naturalmente. Me encontraba muy bien físicamente; mi dolencia era puramente moral. Salí con él al patio, en el que unos seis cadáveres de cipayos yacían en fila cubiertos con mantas cerca de la entrada. Los vivos que estaban en el parapeto volvieron la cabeza cuando Hudson y yo subimos por la desvencijada escalera. Vi sus cansados y oscuros rostros bajo los chacós y sus huesudos y oscuros pies asomando ridículamente bajo las chaquetas rojas y los calzones blancos.

El tejado de la torre no debía de medir más allá de tres metros cuadrados y ésta era ligeramente más alta que las murallas que la rodeaban, cuya longitud no debía de superar los veinte metros… aquello no era un fuerte, sino más bien un castillo de juguete. Desde el tejado de la torre se podía ver Jallalabad a cosa de un kilómetro y medio de distancia, aparentemente inalterada, pero con las líneas afganas cada vez más cerca. En nuestro frente las líneas estaban efectivamente más cerca, por lo que Hudson me llevó rápidamente a un lugar protegido, antes de que los afganos nos lanzaran la primera bala.

Mientras contemplábamos aquella enorme multitud de jinetes y montañeses a pie, reunidos justo fuera del alcance de nuestros mosquetes, Hudson me señaló un par de cañones que los afganos habían emplazado en su flanco derecho. Llevaban allí desde el amanecer, me explicó, y pensaba que empezarían a disparar en cuanto hubieran reunido la pólvora y los proyectiles. Nos estábamos preguntando en qué momento empezarían a disparar —más bien se lo estaba preguntando Hudson, pues yo ni siquiera le dirigía la palabra— cuando se oyó un gran rugido de los jinetes y éstos se lanzaron al galope en dirección al fuerte. Hudson me empujó hacia los peldaños de la escalera y me hizo cruzar el patio y subir al parapeto; alguien depositó un mosquete en mis manos y contemplé a través de una aspillera la muchedumbre que se estaba acercando a nosotros. Vi que el terreno que había delante de las murallas estaba sembrado de cadáveres y que éstos se amontonaban sin el menor orden ni concierto delante de la puerta, como el pescado en el tenderete de un pescadero.

El espectáculo era repugnante sin duda, pero no tanto como el de aquellos demonios que se estaban acercando al fuerte. Calculé que debían de ser unos cuarenta, seguidos por los soldados de infantería, que corrían y gritaban, blandiendo sus navajas. Hudson ordenó a gritos que cesaran los disparos y los cipayos se comportaron como si ya hubieran pasado anteriormente por aquella situación… tal como efectivamente habían pasado. Cuando los atacantes se encontraban a unos cincuenta metros de distancia y yo pensé que no manifestaban un excesivo entusiasmo por la empresa, Hudson rugió:

—¡Fuego!

Sonó una descarga y cayeron unos cuatro; eso fue una señal de que la puntería era buena. Los afganos se desconcertaron un poco, pero siguieron adelante. Los cipayos tomaron sus mosquetes de repuesto y miraron a Hudson.

—¡Fuego! —contestó de nuevo el sargento y cayeron otros seis, lo cual indujo a los demás a retirarse.

—¡Allá van! —gritó Hudson—. ¡Rápido, vuelvan a cargar! ¡Si tuvieran el valor de cargar como Dios manda contra el fuerte —dijo—, nos podrían derribar como si fuéramos bolos!

A mí también se me había ocurrido pensarlo. Había centenares de afganos al fondo y en el fuerte éramos apenas veinte; con una carga decidida, se hubieran podido aproximar a las murallas y, una vez dentro, nos habrían devorado en cuestión de cinco minutos. Sin embargo, comprendí que aquél habría sido su comportamiento desde el principio… unas desganadas cargas que habían sido repelidas y sólo una o dos que habían conseguido llegar hasta las murallas. Habían sufrido considerables bajas y creo que nuestro pequeño fuerte no les interesaba demasiado y hubieran preferido participar con sus compañeros en el ataque a Jallalabad, pues era allí donde estaba el botín. Muy listos.

A pesar de todo, la situación no podía prolongarse demasiado, lo estaba viendo. A pesar de que nuestras bajas no habían sido demasiadas, los cipayos estaban agotados; sólo nos quedaba un poco de harina como único alimento y apenas un cuenco de agua por hombre en un gran tonel que había junto a la entrada; Hudson lo vigilaba como un halcón.

Aquel día hubo otras tres descargas o quizá cuatro, pero ninguna tuvo más éxito que la primera. Nosotros disparamos y ellos se retiraron y yo volví a sentir que la cabeza me daba vueltas. Me apoyé contra la pared junto a mi aspillera y me cubrí con un poshteen para protegerme un poco del calor infernal; las moscas volaban incesantemente a mi alrededor y el cipayo que tenía a mi derecha no paraba de gemir. Por la noche la situación no mejoró; el frío era tan intenso que no podía por menos que sollozar de dolor. Una espléndida luna lo bañaba todo con su plateada luz, pero cuando se puso, la oscuridad no fue suficiente como para permitir que los afganos se acercaran subrepticiamente a nosotros, gracias a Dios. Hubo unas cuantas alarmas y unos cuantos gritos, pero eso fue todo. Al amanecer, los francotiradores empezaron a disparar. Nosotros permanecimos agachados bajo el parapeto mientras las balas arrancaban fragmentos de piedra de la torre situada a nuestras espaldas.

Debí de quedarme dormido, pues me despertó un impresionante estruendo y una atronadora explosión; de pronto, nos vimos envueltos en una gran nube de polvo y, cuando ésta se disipó, vi que una esquina de la torre había desaparecido y que en el patio había un montón de escombros.

—¡El cañón! —gritó Hudson—. ¡Están utilizando el cañón!

Al otro lado del llano vimos uno de sus grandes cañones dirigido hacia el fuerte y rodeado por un numeroso grupo de afganos. Tardaron cinco minutos en volver a cargarlo. El fuerte se estremeció como si lo hubiera sacudido un terremoto y la bala abrió un enorme boquete en la muralla junto a la entrada. Los cipayos empezaron a gimotear y Hudson les rugió que resistieran; hubo otra terrible explosión y después otra; el aire estaba lleno de polvo y fragmentos de piedra; a mi lado, una parte del parapeto desapareció y el cipayo que se encontraba detrás cayó con ella al vacío. Corrí hacia la escalera, resbalé y caí sobre los escombros. Me debí de golpear la cabeza con algo, pues, de repente, me encontré de pie sin saber dónde estaba, de cara a una muralla destrozada, más allá de la cual se extendía una desierta explanada en la que unas figuras estaban corriendo hacia mí.

Se encontraban muy lejos y tardé un momento en darme cuenta de que eran afganos; estaban cargando contra las ruinas del fuerte. De pronto, oí el disparo de un mosquete y allí, junto a la muralla derruida, vi a Hudson con la cara cubierta de sangre reseca, manipulando una baqueta sin dejar de soltar maldiciones por lo bajo. Al verme, me gritó:

—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Écheme una mano, hombre!

Me acerqué a él con unos pies que me pesaban una tonelada cada uno; una figura con chaqueta roja se estaba moviendo a la sombra de la muralla junto a la puerta; era uno de los cipayos. Curiosamente, la muralla había sido derribada a ambos lados, pero la puerta aún se mantenía en pie con la bandera ondeando arriba en lo alto del mástil y las cuerdas colgando. Mientras los gritos de los ghazi sonaban cada vez más cercanos, se me ocurrió una idea; me acerqué a trompicones a la puerta y agarré las cuerdas.

—Cáete —dije, tirando de las cuerdas—. ¡Cáete y haz que se detengan!

Volví a tirar de las cuerdas y entonces se oyó otro impresionante estruendo, la doble hoja de la puerta se abrió como si una gigantesca mano la hubiera empujado hacia adentro y el arco superior se hundió junto con la bandera; una asfixiante nube de polvo se elevó en el aire y yo me abrí paso entre ella, extendiendo los brazos para tomar la bandera que ahora tenía al alcance de mi mano.

Sabía con toda claridad lo que quería hacer. Levantaría la bandera y me rendiría a los afganos y entonces nos dejarían en paz. Hudson, en medio de aquel fragor infernal, debió de comprender en cierto modo lo que yo me proponía, pues vi que también se acercaba a rastras hacia la bandera. 0, a lo mejor, quería salvarla, no lo sé. El caso es que no lo consiguió; otra bala rasa se estrelló contra el montón de escombros que había delante de mí y la sucia figura vestida de azul fue engullida de repente como un muñeco de trapo por una densa nube de polvo y cascotes. Avancé tabaleándome sobre los escombros y caí de rodillas; la bandera estaba al alcance de mi mano, la tomé y la sostuve en alto. Desde algún lugar sonó otra descarga de mosquetería y pensé: «Bueno, esto es el final y no es ni la mitad de malo de lo que yo pensaba, aunque lo es bastante, desde luego, y yo no me quiero morir todavía, Dios mío».

Se oyó un fragor como el de una cascada de agua y me empezaron a llover cosas encima; sentí un horrible dolor en la pierna derecha y oí el estridente grito de un ghazi casi en el oído. Yo estaba tendido boca abajo, agarrando la bandera y musitando:

—Toma este maldito trasto, no lo quiero para nada. Tómalo, por favor, me rindo.

La mosquetería volvió a disparar, el ensordecedor ruido se intensificó y después ya no oí ni vi nada.