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Puede que haya habido en la historia de la guerra desastres mucho mayores que el de nuestra retirada de Kabul, pero lo más probable es que no sea así. Aún ahora, tras toda una vida de reflexión, me faltan palabras para describir la sobrehumana estupidez, la monumental ineptitud y la ceguera absoluta ante la razón de que hicieron gala Elphy Bey y sus asesores. Si hubieran ustedes reunido a los más grandes genios militares de todos los tiempos y los hubieran colocado al mando de nuestro ejército, pidiéndoles que lo destrozaran totalmente y a la mayor rapidez posible, no habrían podido hacerlo —y hablo completamente en serio— con la velocidad con que él lo hizo. Y eso que creyó estar cumpliendo con su deber. El más humilde barrendero de nuestro convoy hubiera sido un comandante mil veces mejor.

Hasta la tarde del día cinco de enero Shelton no fue informado de que la marcha se iniciaría por la mañana del día seis. Como consecuencia de ello, se tuvo que pasar toda la noche trabajando como un loco, cargando el enorme convoy de equipajes, reuniendo a las tropas del acantonamiento en su orden de marcha y dando órdenes acerca de la conducta y distribución de todas las fuerzas. Sobre el papel son unas cuantas palabras, pero yo recuerdo que fue una oscura noche en que nevaba intensamente, los faroles de seguridad parpadeaban, las tropas caminaban invisiblemente en la oscuridad en medio de un constante murmullo de voces, de relinchos del gran rebaño de acémilas, el fragor de los carros, las apresuradas idas y venidas de los mensajeros, las maletas y baúles amontonados en el exterior de las casas, los aturdidos oficiales que preguntaban dónde estaba el regimiento tal o cual, la llamada de las cornetas resonando en el aire nocturno, el ruido de pies que corrían, el llanto de los niños y, en la galería iluminada de su despacho, Shelton, con el rostro congestionado, tirándose constantemente del cuello del uniforme mientras sus ayudantes corrían de un lado para otro a su alrededor y él trataba de poner un poco de orden en aquel infierno.

Cuando el sol asomó por las colinas de Seeah Sung, pareció que lo había conseguido. El ejército de Afganistán estaba preparado para emprender la marcha —todo el mundo muerto de cansancio, naturalmente— a lo largo de toda la longitud del acantonamiento, con todas las cosas cargadas (excepto comida suficiente) y todas las tropas armadas (sin apenas pólvora ni municiones) y en formación mientras Shelton daba las últimas órdenes con la voz ronca y Elphy Bey terminaba pausadamente un desayuno a base de jamón con pimienta, tortilla y un poco de faisán. (Lo sé porque me invitó a desayunar con él en compañía de los restantes oficiales del Estado Mayor).

Mientras él hacía su aseo final, rodeado por los oficiales y los criados, y el ejército esperaba en medio de un frío glacial, yo cabalgué hasta la entrada del acantonamiento para ver qué ocurría en Kabul. La ciudad ya se había despertado y había gente en los tejados de las casas y en la zona comprendida entre el Bala Hissar y el río; querían presenciar la partida de los feringhees, pero, de momento, todo parecía muy tranquilo. Estaba nevando ligeramente y hacía un frío espantoso.

Sonaron los clarines del acantonamiento, se oyó la orden de «¡Adelante!» y, en medio de un estruendo de crujidos, gemidos, arrastramientos y rugidos, se inició finalmente la marcha.

En cabeza iba Mackenzie, seguido de sus jezzahilchis, sus fieles y rudos tiradores. Como yo, llevaba una capa poshteen, un turbante y las pistolas al cinto y parecía un auténtico jefe Afridi, con sus largos bigotes y su séquito de temibles guerreros. Le seguía el brigadier Anquetil con el 44, el único regimiento británico de infantería del ejército, muy elegante con sus chacós, sus chaquetas rojas y sus bandas blancas; los soldados parecían dispuestos a repeler todas las hordas de Afganistán y, al verles, se me levantó el ánimo. Unos cuantos pífanos estaban interpretando nada menos que Yankee Doodle[25], mientras los hombres marchaban con aire marcial.

A continuación, un escuadrón de caballería sikh escoltando los cañones, los gastadores y los minadores y un pequeño grupo de mujeres y familias inglesas, a lomos de camellos o jacas, los niños y las ancianas en howdahs[26] sobre los camellos, y las mujeres más jóvenes cabalgando a mujeriegas en jamugas. Lady Sale, luciendo un enorme turbante, ocupaba uno de los primeros lugares, cabalgando a mujeriegas en una pequeña jaca afgana.

—Le estaba diciendo a lady McNaghten que, a mi juicio, nosotras las esposas seríamos los mejores soldados —explico de repente—. ¿Usted qué opina, señor Flashman?

—Yo aceptaría a Su Señoría encantado… —contesté mientras ella esbozaba una horrible sonrisita—, pero puede que entonces los caballos se pongan celosos —añadí mientras los lanceros soltaban una sonora carcajada.

Había unas treinta mujeres de raza blanca y varios niños, desde tiernos infantes hasta abuelas. Betty Parker me sonrió con intención y me saludó con la mano al pasar al trote por mi lado. «Ya verás esta noche —pensé yo—, en el camino de Jallalabad seguro que encontraremos un buen saco de dormir».

Después venía Shelton a lomos de su caballo de batalla, muerto de cansancio, pero soltando maldiciones como siempre, y los tres regimientos indios de infantería con sus negros rostros, sus chaquetas rojas y sus pantalones blancos, pisando descalzos la nieve. Y detrás de ellos, el rebaño —pues de eso se trataba— de las bestias de carga, mugiendo y rugiendo con sus bamboleantes bultos y sus chirriantes carros. Había centenares de camellos y el olor era tremendo; tanto ellos como los mulos y las jacas estaban transformando el camino del acantonamiento en un mar de chocolate líquido, a través del cual las hordas de criados con sus familias avanzaban hundidas hasta las rodillas, entre gritos e imprecaciones. Había miles de hombres, mujeres y niños que, con sus pocas pertenencias a la espalda, caminaban sin seguir un orden determinado, aterrorizados por la idea del viaje de regreso a la India; no se había tomado ninguna disposición para su avituallamiento o su alojamiento durante la noche. Al parecer, tendrían que recoger la comida que pudieran y dormir en los ventisqueros.

La gran muchedumbre, de un confuso color marrón, siguió adelante, seguida por la retaguardia de la infantería india y algunos soldados de caballería. La larga procesión se extendía por todo el llano hasta el río, formando una inmensa masa que avanzaba lentamente a través de la nieve en medio de un vapor que se elevaba en el aire como si fuera humo. Por último, el séquito de Elphy Bey, avanzando al paso a lo largo de la columna para ocupar su lugar en el cuerpo principal de la expedición, al lado de Shelton. Sin embargo, Elphy no las tenía todas consigo y le oí comentar en voz alta con Grant si no sería mejor demorar un poco la partida.

Llegó incluso a enviar un mensajero para detener la vanguardia junto al río, pero Mackenzie desobedeció deliberadamente la orden y siguió adelante. Elphy se retorció las manos diciendo:

—¡No tiene que hacerlo! ¡Díganle a Mackenzie que se detenga, que yo se lo ordeno!

Pero, para entonces, Mac ya se encontraba en el puente y Elphy tuvo que darse por vencido y seguir adelante como todo el mundo.

En cuanto nosotros abandonamos el recinto, los afganos se enseñorearon de él. La muchedumbre que nos había estado observando y se había acercado poco a poco hasta una distancia prudencial, irrumpió en el acantonamiento, gritando, incendiando y saqueando lo que quedaba en las casas e incluso abriendo fuego contra nuestra retaguardia. Hubo algunas refriegas en la entrada y algunos soldados indios fueron derribados de sus monturas y asesinados antes de que los demás consiguieran alejarse.

Ello sembró el pánico entre los porteadores y los criados, muchos de los cuales abandonaron sus cargas y echaron a correr como alma que lleva el diablo. La nieve que se amontonaba a ambos lados del camino quedó muy pronto punteada por numerosos bultos y sacos y se calcula que por lo menos una cuarta parte de nuestros suministros se perdió de esta manera antes incluso de llegar al río.

Con el populacho pegado a los talones de la columna, cruzamos el río, pasamos por delante del Bala Hissar y enfilamos el camino de Jallalabad. Avanzábamos a paso de caracol, pero, aun así, algunos criados indios ya estaban empezando a desfallecer y se desplomaban entre gemidos sobre la nieve mientras los espectadores afganos más audaces se acercaban para burlarse de nosotros y arrojarnos piedras. Hubo algunos enfrentamientos y se efectuaron uno o dos disparos, pero, en general, los habitantes de Kabul parecían alegrarse simplemente de nuestra marcha… y, de momento, nosotros nos alegrábamos de irnos. Si hubiéramos imaginado lo que nos esperaba, habríamos dado media vuelta aunque todos los afganos se nos hubieran echado encima, pero entonces no lo sabíamos.

Siguiendo las instrucciones de Elphy, Mackenzie y yo, junto con nuestras tropas, patrullábamos constantemente a lo largo de los flancos de la columna para disuadir a los afganos de acercarse demasiado y evitar las deserciones. Algunos grupos de afganos avanzaban con nosotros a ambos lados del camino, pero a una considerable distancia, y nosotros los vigilábamos en todo momento. Uno de los grupos, encaramado en lo alto de una pequeña loma, me llamó particularmente la atención; decidí no acercarme demasiado a él hasta que oí que alguien me llamaba por mi nombre y, al mirar, vi que estaba encabezado nada menos que por el mismísimo Akbar Khan.

Mi primer impulso fue dar media vuelta y regresar a la columna, pero él se apartó un poco de sus acompañantes y volvió a llamarme y entonces yo subí con mi jaca por la ladera y me detuve a una distancia equivalente al alcance del disparo de una pequeña pistola. Llevaba su coraza, su puntiagudo casco y su turbante verde y sonreía de oreja a oreja.

—¿Qué demonios quiere? —le pregunté, haciendo señas al sargento Hudson de que se acercara.

—Desearle un buen viaje y que Dios lo acompañe, mi querido amigo —me contestó jovialmente—. Y darle también un pequeño consejo.

—Si es como el que les dio a Trevor y McNaghten, maldita la falta que me hace —repliqué.

—Dios es testigo de que no fue culpa mía —dijo—. Yo hubiera respetado su vida tal como respetaría la de todos ustedes y desearía ser su amigo. Por este motivo, Flashman huzoor, lamento verles marchar antes de que yo haya podido reunir la escolta que estaba preparando para su seguridad.

—Ya hemos tenido ocasión de ver cómo las gastan sus escoltas —dije—. Nos las arreglaremos muy bien por nuestra cuenta.

Se acercó un poco más a mí, sacudiendo la cabeza.

—Usted no lo entiende. Yo y muchos de nosotros les deseamos lo mejor, pero, si se dirigen a Jallalabad antes de que yo tome las disposiciones necesarias para su protección durante la marcha, no seré culpable de nada en caso de que les ocurra algún percance.

Parecía hablar en serio y con toda sinceridad. Aún hoy no estoy seguro de si Akbar Khan era un bribón de tomo y lomo o un hombre fundamentalmente honrado, pero inmerso en toda una serie de circunstancias contra las cuales no podía luchar. Sin embargo, yo no podía fiarme de él, después de lo ocurrido.

—¿Qué quiere que hagamos? —le pregunté—. ¿Sentarnos sobre la nieve y esperar a que usted reúna una escolta mientras nosotros nos morimos congelados? —Di media vuelta con mi jaca—. Si tiene alguna propuesta que hacernos, envíesela a Elfistan sahib, aunque dudo mucho que la acepte. De momento, los malditos habitantes de Kabul ya han empezado a disparar contra nuestra retaguardia; ¿le parece que ésa es manera de cumplir su palabra?

Estaba a punto de alejarme, cuando él espoleó su montura para acercarse un poco más.

—Flashman —me dijo, bajando la voz—, no sea tonto. A no ser que Elfistan sahib me permita ayudarle, proporcionándole una escolta a cambio de rehenes, puede que ninguno de ustedes llegue a Jallalabad. Usted podría ser uno de los rehenes; le juro sobre la tumba de mi madre que estaría seguro. Si Elfistan sahib accede a esperar, todo se arreglará. Dígaselo y pídale que le envíe a mí con la respuesta.

Hablaba tan en serio que estuve a punto de dejarme convencer. Ahora creo que lo que más le interesaba eran los rehenes, pero también es posible que no estuviera seguro de poder controlar las tribus y temiera que éstas provocaran una matanza en los desfiladeros. En caso de que eso ocurriera, lo más probable era que, al año siguiente, otro ejército británico penetrara en Afganistán y se abriera paso a tiros. En aquel momento, sin embargo, lo que más me preocupaba era el interés que Akbar estaba manifestando por mi persona.

—¿Y por qué iba usted a proteger mi vida? —le pregunté—. ¿Qué me debe?

—Hemos sido amigos —me contestó, esbozando su cautivadora sonrisa de siempre—. También le agradecí mucho los cumplidos que me hizo usted el otro día al salir del fuerte de Mohammed Khan.

—No tenía la menor intención de halagarle —dije yo.

—Los insultos de un enemigo son un homenaje a los valientes —replicó entre risas—. Piense en lo que le he dicho, Flashman. Y dígaselo a Elfistan sahib.

Me saludó con la mano mientras subía de nuevo a lo alto de la colina. Vi a sus hombres por última vez, siguiéndonos lentamente desde la ladera de la loma con las puntas de sus lanzas brillando sobre la nevada pendiente.

Nos pasamos toda la tarde avanzando penosamente y aún nos encontrábamos muy lejos de Khoord-Kabul cuando cayó la gélida noche. Los afganos seguían pegados a nuestros flancos y cuando los hombres —y, por desgracia, también las mujeres y los niños— caían exhaustos al borde del camino, esperaban a que la columna se alejara y entonces se abalanzaban sobre ellos y los asesinaban sin contemplaciones. Los afganos se habían dado cuenta de que nuestros jefes no estaban en condiciones de repeler los ataques y nos mordían los talones, haciendo pequeñas incursiones contra el convoy de equipajes, apuñalando a los camelleros nativos y dispersándose entre las rocas sólo cuando se acercaba nuestra caballería. La columna ya se estaba empezando a desordenar; el cuerpo principal de la expedición no se preocupaba en absoluto por los miles de criados nativos que estaban sufriendo los efectos del frío y la falta de alimento; cientos de ellos cayeron por el camino hasta el punto de que, a nuestra espalda, dejamos no sólo una estela de bultos y equipajes sino también de cadáveres. Y todo ello a una distancia de Kabul de sólo veinte minutos al galope.

Yo había transmitido a Elphy el mensaje de Akbar nada más regresar a la columna y Elphy se había puesto muy nervioso. Volvió a dudar, consultó con los miembros de su estado mayor y, al final, decidieron seguir adelante.

—Todo será para bien —dijo Elphy en tono quejumbroso—, pero, de momento, tendríamos que mantener buenas relaciones con el Sirdar. Mañana por la mañana, Flashman, regresará usted a él y le transmitirá mis más cordiales saludos. Así es como hay que hacer las cosas.

El muy estúpido hijo de puta no parecía percatarse del caos que reinaba a su alrededor. Sus fuerzas ya estaban empezando a encogerse. Cuando acampábamos, lo único que hacían las tropas era tenderse en grupos sobre la nieve para darse mutuamente calor mientras los desventurados negros se quejaban y gimoteaban en la oscuridad. Teníamos algunas hogueras, pero no había cocinas de campaña ni tiendas para los hombres; ya habíamos perdido una buena parte del equipaje, el orden de la marcha era un tanto confuso, algunos regimientos disponían de comida y otros no, y todo el mundo estaba helado hasta el tuétano.

Los únicos que no estaban del todo mal eran las mujeres británicas y sus hijos. La arpía de lady Sale se había encargado de que los criados montaran pequeñas tiendas o cobertizos; cuando ya hacía un buen rato que había anochecido, aún se podía oír su estridente voz, elevándose sobre los gemidos y las protestas generalizadas de los sirvientes. Mis soldados y yo nos habíamos situado al amparo de unas rocas, pero yo me había separado de ellos al anochecer para ayudar a levantar las tiendas de las damas y, en particular, para ver dónde estaba Betty. La vi bastante contenta a pesar del frío. Tras haberme cerciorado de que Elphy ya se había ido a dormir, regresé al pequeño grupo de carros, junto al cual se encontraban las mujeres. Todo estaba oscuro y había empezado a nevar, pero yo había marcado la pequeña tienda de Betty y la encontré sin ninguna dificultad.

Rasqué la lona y, cuando ella preguntó quién era, le pedí que mandara salir a la criada que estaba con ella para darle calor. Bajando la voz, le dije que quería hablar con ella.

La criada nativa salió inmediatamente y yo la ayudé a alejarse en la oscuridad con la punta de mi bota. Estaba demasiado emocionado para que me importaran los chismes que pudiera contar, y, por su parte, ella debía de estar, como el resto de los negros, demasiado asustada para preocuparse por otra cosa que no fuera su propio pellejo.

Entré a gatas bajo la pequeña tienda de lona que sólo medía unos sesenta centímetros de altura y oí que Betty se movía en la oscuridad. Un montón de mantas cubría el suelo de la tienda y percibí su cuerpo debajo de ellas.

—¿Qué ocurre, señor Flashman? —me preguntó.

—Una simple visita amistosa —contesté—. Lamento no haberle podido enviar una tarjeta.

Soltó una risita en la oscuridad.

—Es usted un bromista —me dijo en un susurro— y no está nada bien que haya venido de esta manera. Pero, dado que la situación es un tanto insólita, le agradezco su interés por mí.

—Perfecto —dije yo, deslizándome bajo las mantas para estrecharla en mis brazos sin la menor dilación.

Estaba todavía medio vestida para protegerse del frío, pero el contacto con aquel joven cuerpo me encendió la sangre en las venas y, en un instante, me situé encima suyo y le cubrí la boca con la mía. Emitió un jadeo y un gemido y, antes de que pudiera darme cuenta de lo que ocurría, se empezó a agitar y me propinó una tanda de puñetazos mientras soltaba unos estridentes chillidos de ratón asustado.

—¡Cómo se atreve! —gritó—. ¡Pero cómo se atreve! ¡Salga de aquí! ¡Salga inmediatamente!

Dando golpes a ciegas en la oscuridad, me dio directamente en el ojo.

—Pero, bueno —dije yo—, ¿qué es lo que pasa?

—¡Es usted un desvergonzado! —me dijo en un susurro, teniendo buen cuidado en bajar la voz—, ¡bárbaro indecente! ¡Salga de mi tienda ahora mismo! Ahora mismo, ¿me ha oído?

Yo no entendía nada y así se lo dije.

—¿Qué es lo que he hecho? Yo sólo quería ser amable. ¿A qué vienen todos estos malditos remilgos?

—¡Miserable! —replicó—. Es usted… es un…

—Vamos, no me venga ahora con ésas —le dije—. Se encuentra usted en una situación muy apurada, desde luego. No puso tantos reparos cuando la pellizqué la otra noche.

—¿Qué usted me pellizcó? —preguntó como si yo acabara de pronunciar una palabrota.

—Pues sí, señora, la pellizqué. Así.

Alargué la mano y, buscando rápidamente a tientas en la oscuridad, apresé uno de sus pechos. Para mi asombro, no pareció importarle.

—¡Ah, bueno!…, —dijo—. ¡Es usted una criatura perversa! Sabe muy bien que eso no es nada; todos los caballeros lo hacen en prueba de afecto. Pero es usted un bárbaro por haberse aprovechado de mi amistad para intentar… ¡Oh, me muero de vergüenza!

De no haberlo oído, no me lo hubiera podido creer. Bien sabe Dios que ha llovido mucho desde entonces y he aprendido muchas cosas acerca de los errores y deficiencias de la educación de las mujeres inglesas, pero aquello me parecía auténticamente increíble.

—Pues, si está acostumbrada a que los caballeros le hagan eso en prueba de afecto —le dije—, significa que trata usted con unos caballeros muy raros.

—¡Es usted… un ser despreciable! —exclamó, indignada—. ¡Eso es algo equivalente a un simple apretón de manos!

—¡No me diga! —repliqué—. ¿Dónde demonios se educó usted?

Al oír mis palabras, hundió el rostro en las mantas y rompió a llorar.

—Señora Parker —le dije—, le ruego que me perdone. He cometido un error y lo lamento en el alma.

Cuanto antes saliera de la situación, mejor, pues igual ella empezaba a proclamar a grito pelado por todo el campamento que la estaban violando. Debo reconocer en su honor que, a pesar de su ignorancia y de sus sorprendentes y erróneas ideas, se mostró más enojada que asustada y tuvo buen cuidado en insultarme en voz baja. Tenía que pensar en su reputación, naturalmente.

—Ya me voy —dije, empezando a gatear para salir—. Pero permítame decirle —añadí— que, en la buena sociedad, no es correcto que los caballeros pellizquen las tetas a las damas, por más que a usted le hayan contado lo contrario. Y tampoco es correcto que las damas se lo permitan; eso causa más bien una mala impresión, ¿sabe usted? Le pido nuevamente disculpas. Buenas noches.

Soltó otro gritito ahogado y salí nuevamente a la nieve. En mi vida había oído cosa semejante, pero es que entonces no sabía hasta qué extremo podían ser ignorantes las mujeres y qué extrañas ideas les podían inculcar. Sea como fuere, estaba claro que me habían dejado con un palmo de narices. A juzgar por la situación, no tendría más remedio que refrenar mi entusiasmo hasta que regresáramos a la India, lo cual no fue precisamente un consuelo cuando me arrebujé bajo las mantas al lado de mis soldados, sintiendo que la temperatura bajaba progresivamente a cada minuto que pasaba.

Recordando ahora aquel incidente, supongo que debió de resultar bastante gracioso, pero en aquellos momentos, mientras temblaba de frío bajo las mantas y pensaba en todas las molestias que me había tomado para quitar de en medio al capitán Parker, sentí deseos de retorcer el hermoso cuello de la señora Betty.

Fue una noche espantosa en la que apenas pude dormir, pues, por si el frío no hubiera sido suficiente, los gemidos y lamentos de los negros habrían sido capaces de despertar a los muertos. Por la mañana, muchos de aquellos pobres desgraciados habían muerto, pues sólo llevaban encima unos pocos andrajos. Amaneció sobre una escena semejante a un infierno nevado; por todas partes se veían morenos y rígidos cadáveres diseminados por los ventisqueros mientras los vivos trataban de incorporarse envueltos en sus crujientes ropas congeladas. Vi a Mackenzie llorando sobre el diminuto cadáver de una niña nativa que acunaba en sus brazos.

—¿Qué vamos a hacer? —me preguntó al verme—. Esta gente se nos muere y los que aún no han muerto van a ser asesinados por esos lobos de las colinas de allí abajo. Pero ¿qué podemos hacer nosotros?

—¿Qué podemos hacer, en efecto? —repliqué—. Déjelos; no podemos evitarlo.

Pensé que se preocupada demasiado por una simple negra. Y eso que era un hombre más duro que un pedernal.

—Si, por lo menos, me la pudiera llevar —dijo, depositando el cuerpecillo sobre la nieve.

—No se los puede llevar a todos —le dije—. Vamos a desayunar un poco, hombre.

Le pareció un consejo sensato y tuvimos la suerte de poder comer un poco de carne de carnero caliente en la tienda de Elphy.

Nos costó un trabajo enorme poner la columna en marcha; la mitad de los cipayos estaba tan congelada que apenas podían sostener los mosquetes y la otra mitad había desertado durante la noche para regresar a Kabul. Tuvimos que azotarlos para que se pusieran en fila, lo cual sirvió para calentarlos un poco. En cambio, los criados no necesitaron semejante estímulo. Se amontonaron todos delante temiendo que los dejáramos abandonados y provocaron un tremendo desconcierto en la vanguardia de Anquetil. En aquel momento, una nube de ghazi a caballo surgió de repente de un nullah[27] de la colina, se lanzó sobre nosotros y atacó todo lo que encontraba a su paso, tanto soldados como civiles, apoderándose de dos de los cañones de Anquetil sin que éste pudiera impedirlo.

Sin embargo, Anquetil los persiguió con un puñado de soldados de caballería y entonces se produjo una violenta escaramuza; no pudo recuperar los cañones, pero los clavó mientras los del 44 se quedaban parados sin hacer nada. Lady Sale los maldijo y los llamó cobardes y gandules —el mando lo hubiera tenido que ostentar la muy bruja en lugar de Elphy—, pero, en mi fuero interno, yo no le reproché al 44 que no interviniera. Me encontraba hacia el fondo de la columna y no decidí acercarme al lugar de los hechos hasta que vi regresar a Anquetil. Entonces subí poquito a poco con mis lanceros (muy propio de mí, ¿verdad, Tom Hughes?). De todos modos, los cañones ya no nos iban a servir de nada.

Avanzamos penosamente unos dos o tres kilómetros, flanqueados por las tropas afganas que de vez en cuando bajaban de las colinas y se abalanzaban sobre la parte más débil de la columna, acuchillando a la gente y robándonos los suministros antes de volver a retirarse. Shelton ordenaba constantemente a todo el mundo que se mantuviera en su sitio y no saliera en su persecución y aproveché aquella oportunidad para maldecirle y preguntarle para qué estábamos los soldados sino para combatir contra nuestros enemigos cuando los teníamos delante.

—Calma, Flash —terció Lawrence, que en aquellos momentos estaba con Shelton—. De nada sirve perseguirlos y que nos acuchillen en la montaña; son demasiados.

—¡Lástima! —rugí, dando una palmada a mi sable—. ¿Entonces tenemos que esperar a que nos devoren cuando les venga en gana? ¡Mire, Lawrence, yo podría despejar esta colina con veinte franceses o veinte ancianitas!

—¡Bravo! —exclamó lady Sale, aplaudiendo—. ¿Lo han oído ustedes, caballeros?

Unos oficiales del Estado Mayor que se encontraban junto a la litera de Elphy en compañía de Shelton no parecieron recibir de muy buen grado las críticas de la vieja arpía. Shelton se picó y me ordenó permanecer en mi sitio y hacer lo que se me había mandado.

—A la orden, señor —dije, visiblemente molesto.

Elphy decidió intervenir.

—No, no, Flashman —me dijo—. El brigadier tiene razón. Tenemos que mantener el orden.

Y eso lo dijo en medio de una columna que era una impresionante masa de tropas, civiles y animales diseminados sin orden ni concierto y con todo el equipaje desperdigado por todas partes.

Mackenzie se me acercó y me dijo que mi grupo y sus jezzailchis deberían flanquear estrechamente la columna y repeler sin contemplaciones a los afganos cada vez que se acercaran… haciendo eso que los americanos llaman «arrear el rebaño». Ya pueden ustedes figurarse lo que pensé al oírlo, pero me mostré totalmente de acuerdo con Mac, sobre todo cuando llegó el momento de elegir los lugares donde probablemente se producirían los ataques, pues, conociéndolos, me sería más fácil mantenerme bien apartado de ellos. En realidad, fue muy sencillo, pues los afganos sólo se acercaban a los lugares donde nosotros no estábamos y esta vez no les interesaba matar a los soldados, sino acuchillar a los negros y saquear las bestias de carga.

Lo hicieron varias veces a lo largo de la mañana, bajando inesperadamente, cortando gargantas y retirándose de nuevo a toda prisa. Tuve una excelente actuación, llamando a mis lanceros con voz de trueno y cabalgando velozmente a lo largo de la columna, sobre todo cerca de la zona donde se encontraba el cuartel general. Sólo una vez en que me encontraba cerca de la retaguardia me vi cara a cara con un ghazi; el muy estúpido debió de confundirme con un negro, pues, al verme con mi poshteen y mi turbante, se lanzó contra un grupo de criados que había por allí y degolló a una anciana y a un par de chiquillos. No lejos de aquel lugar se encontraba un destacamento de caballería de Shah y, por consiguiente, no convenía que me entretuviera demasiado; el ghazi iba a pie y entonces solté un rugido y cargué contra él, confiando en que se retirara a toda prisa, muerto de miedo al ver a un jinete. Así lo hizo, en efecto, pero yo, como un imbécil, traté de pisotearlo con mi montura en la creencia de que no tendría la menor dificultad en hacerlo. Sin embargo, el muy bruto se revolvió y me atacó con su navaja del Khyber y, sólo por la gracia de Dios, el golpe fue a dar en mi sable. Cuando ya me estaba alejando, di la vuelta justo a tiempo para ver cómo uno de mis lanceros cargaba contra él y lo traspasaba limpiamente con su lanza. Aproveché para darle un buen pinchazo y subí al trote flanqueando la columna con la cara muy seria y la punta de mi sable ostentosamente ensangrentada.

De todos modos, aquella experiencia fue una gran lección para mí y, a partir de aquel momento, procuré mantenerme debidamente alejado cada vez que los afganos bajaban de las colinas. El esfuerzo me destrozaba los nervios, pero era lo único que podía hacer para aparentar un valor que no tenía; a medida que transcurría la mañana, los bárbaros actuaban cada vez con más audacia y, por si los ataques no hubieran sido suficientes, los francotiradores no paraban de disparar.

Al final, Elphy se hartó y ordenó que nos detuviéramos, lo cual fue lo peor que hubiéramos podido hacer. Shelton soltó una maldición por lo bajo, golpeó el suelo con los pies y dijo que teníamos que seguir adelante; era nuestra única esperanza de cruzar el Khoord-Kabul antes del anochecer. Por su parte, Elphy insistía en la conveniencia de detenernos e intentar llegar a una especie de acuerdo con los jefes afganos para, de este modo, poner fin a la lenta sangría del ejército a manos de las tribus que nos hostigaban. Yo era partidario de que así se hiciera. Cuando Pottinger avistó a una enorme muchedumbre de afganos encabezados por Akbar en lo alto de la ladera, no tuvo ninguna dificultad para convencer a Elphy de que le enviara unos mensajeros.

Juro por Dios que lamenté con toda mi alma estar allí en aquellos momentos, pues, como era de esperar, los ojos de Elphy se posaron inmediatamente en mí. Como es natural, no pude hacer nada por impedirlo. Cuando me dijo que debería dirigirme al lugar donde se encontraba Akbar y preguntarle por qué razón el salvoconducto no estaba siendo respetado, tuve que escuchar la orden como si las entrañas no se me estuvieran desintegrando por dentro y decir con voz muy firme:

—Muy bien, señor.

La tarea no fue nada fácil, se lo aseguro, pues la idea de subir a la colina para reunirme con aquellos bribones me helaba hasta el tuétano. Y lo peor de todo fue que Pottinger dijo que debería ir solo, pues, de lo contrario, cabía la posibilidad de que los afganos confundieran el grupo con unas fuerzas atacantes.

Sentí deseos de pegarle a Pottinger una patada en el culo al verle allí de pie tan seguro de sí mismo y de su importancia como si fuera Jesucristo, con su preciosa barbita castaña y su bigotito, pero tuve que asentir con la cabeza como si ello fuera una simple parte de mis obligaciones cotidianas. A nuestro alrededor había un montón de gente, pues, como es natural, las mujeres y las familias inglesas procuraban permanecer lo más cerca posible de Elphy —para gran irritación de Shelton— y la mitad de los oficiales del principal cuerpo expedicionario se había acercado para ver qué ocurría. Vi a Betty Parker en el howdah de un camello, mirando a su alrededor con expresión perpleja y melindrosa hasta que sus ojos se cruzaron con los míos y entonces apartó rápidamente la mirada.

Por consiguiente, puse al mal tiempo buena cara. Mientras daba la vuelta con mi jaca, le grité a «Gentleman Jim» Skinner:

—Si no regreso, Jim, ¿tendrá usted la bondad de arreglarle las cuentas a Akbar Khan de mi parte?

Después, espoleé mi montura y subí al galope por la ladera, pensando que, cuanto más rápido cabalgara, menos posibilidades habría de que me atacaran y que, cuanto más cerca estuviera de Akbar, más seguro estaría.

Mis suposiciones resultaron acertadas; nadie se me acercó y los grupos de ghazi de la ladera se quedaron boquiabiertos a mi paso. Cuando ya estaba muy cerca del lugar donde Akbar, montado en su cabalgadura, permanecía al frente de sus huestes —debía de haber quinientos o seiscientos hombres por lo menos— me animé un poco al ver que éste me saludaba con la mano.

—Nos volvemos a ver, príncipe de los mensajeros —me dijo con voz cantarina—. ¿Qué noticias me trae de Elfistan sahib?

Me acerqué a él, sintiéndome más seguro ahora que ya había dejado atrás a los ghazi de la ladera. No creía que Akbar permitiera que me causaran ningún daño a poco que pudiera impedirlo.

—No traigo ninguna noticia —contesté—. Quiere saber si ésa es la manera que tiene usted de cumplir su palabra, dejando que sus hombres saqueen nuestros bienes y asesinen a los nuestros.

—¿Acaso usted no se lo dijo? —replicó Akbar—. Él es el que no ha cumplido su palabra, abandonando Kabul antes de que yo le preparara una escolta. Pero aquí la tengo —añadió, señalando con un gesto de la mano a los hombres que se encontraban a su espalda—. Puede seguir adelante en paz y con toda tranquilidad.

En caso de que fuera cierto, era la mejor noticia que hubiera oído en muchos meses. Cuando dirigí la vista hacia los hombres, tuve la sensación de haber recibido de golpe un puntapié en el estómago: inmediatamente detrás de él, esbozando su lobuna sonrisa y mirándome con furia asesina estaba mi antiguo enemigo, Gul Shah. El hecho de verle allí fue algo así como recibir un jarro de agua fría en pleno rostro. Allí había un afgano por lo menos que no deseaba que yo me fuera en paz y tranquilidad.

Al ver la dirección de mi mirada, Akbar se echó a reír. Después acercó su caballo al mío para que nadie nos pudiera oír y me dijo:

—No le tenga ningún miedo a Gul Shah. Ya no comete los errores como el que tan desafortunadas consecuencias estuvo a punto de tener para usted. Le aseguro, Flashman, que no tiene que preocuparse por él. Además, sus pequeñas serpientes están todas en Kabul.

—Se equivoca —dije yo—. Hay muchísimas sentadas a su derecha y a su izquierda.

Akbar echó la cabeza hacia atrás y rompió nuevamente a reír, dejando al descubierto la fulgurante blancura de sus dientes.

—Yo creía que los gilzai eran amigos suyos —dijo.

—Algunos lo son. Pero no Gul Shah.

—Lástima —dijo Akbar— porque, ¿no sabe usted que ahora Gul es el kan de Mogala? ¿No? Resulta que el viejo murió… como todos los viejos. Gul siempre ha estado muy unido a mí, tal como usted sabe, y, como recompensa por sus servicios, le he otorgado el señorío.

—¿Y qué ha sido de Ilderim? —pregunté.

—¿Quién es Ilderim? Un amigo de los británicos. Eso ya no está de moda, Flashman, por mucho que yo lo deplore, y necesito amigos… amigos fuertes como Gul Shah.

Aunque, en realidad, me daba igual, lamentaba el ascenso de Gul Shah y más todavía lamentaba verle allí, mirándome tal como una serpiente mira una mosca.

—Pero no es fácil complacer a Gul, ¿sabe usted? —añadió Akbar—. Él y muchos otros estarían encantados de ver destruido su ejército y eso es lo único que yo puedo hacer para contenerlos. Mi padre aún no es el rey de Afganistán y, por consiguiente, mi poder es muy limitado. Le puedo garantizar un salvoconducto para salir del país sólo con ciertas condiciones y mucho me temo que, cuanta más resistencia oponga Elfistan sahib, tanto más duras serán las condiciones que le exijan mis jefes.

—Si no recuerdo mal —dije—, usted ya había empeñado su palabra.

—¿Mi palabra? ¿Acaso mi palabra puede sanar una garganta cortada? Yo le digo lo que hay; espero que Elfistan sahib haga lo mismo. Puedo conseguir que llegue sano y salvo a Jallalabad si ahora mismo me entrega seis rehenes y me promete que Sale se retirará hacia Jallalabad antes de que su ejército llegue allí.

—Eso no se lo puede prometer —protesté yo—. Sale no está ahora bajo su mando; permanecerá en Jallalabad hasta que reciba una orden de retirada desde la India.

Akbar se encogió de hombros.

—Ésas son las condiciones. Créame, mi querido amigo, Elfistan sahib las tiene que aceptar… ¡tiene que hacerlo! —dijo, golpeándome el hombro con su puño—. En cuanto a usted, Flashman, si sabe lo que le conviene, será uno de los seis rehenes. Estará más a salvo aquí conmigo que allá abajo. —Me miró con una sonrisa mientras refrenaba su jaca—. Y ahora vaya con Dios y vuelva pronto con una respuesta juiciosa.

Yo sabía muy bien que no se podía esperar semejante cosa de Elphy Bey, por lo que, cuando le transmití el mensaje de Akbar, éste empezó a protestar y a ponerse nervioso, tal como solía hacer en tales casos. Tenía que pensarlo, dijo, y, como el ejército estaba muy cansado, aquel día ya no proseguiríamos la marcha. Eran sólo las dos de la tarde.

Shelton se puso hecho una furia y le dijo a Elphy que teníamos que seguir adelante. Una buena marcha nos permitiría cruzar el paso de Khoord-Kabul y, sobre todo, alejarnos de la nieve, pues, al otro lado del paso, la situación era distinta. Si pasáramos otra noche en medio de aquel frío glacial, el ejército perecería.

Se pasaron un rato discutiendo, pero, al final, Elphy se salió con la suya. Nos quedamos donde estábamos, miles de pobres desgraciados temblando de frío en un camino cubierto de nieve, con la mitad de los suministros ya perdidos y sin combustible. Algunos soldados llegaron al extremo de quemar sus mosquetes y sus equipos para poder calentar un poco sus ateridos miembros. Aquella noche los negros murieron como moscas, pues el mercurio alcanzó el grado de congelación, y los soldados sólo consiguieron mantenerse vivos porque se acurrucaron en grandes grupos y se apretujaron los unos contra los otros como animales.

Yo tenía mis mantas y guardaba en las alforjas la suficiente cecina como para no pasar hambre. Los lanceros y yo nos pusimos a dormir formando un apretado anillo y cubiertos con nuestras capas tal como hacen los afganos. Hudson se había encargado de que cada hombre dispusiera de una botella de ron y, gracias a ello, pudimos resistir el frío bastante bien.

Por la mañana estábamos enteramente cubiertos de nieve; cuando me levanté con los miembros entumecidos y vi el estado en que se encontraba el ejército, pensé: «De aquí no pasamos». Al principio, casi todos los hombres estaban demasiado entumecidos como para poder moverse, pero, al ver que los afganos se congregaban en las laderas bajo las primeras luces del alba, los criados que nos acompañaban se llenaron de espanto y echaron a correr despavoridos por el camino. Shelton consiguió que el grueso del ejército se levantara y los siguiera y de este modo reanudamos la marcha como un gran animal herido sin cerebro ni corazón entre las infernales detonaciones de los disparos de los francotiradores mientras las primeras bajas del día empezaban a separarse de nuestras filas y morían en los ventisqueros de ambos lados del camino.

A otros relatos de aquella terrible marcha que he tenido ocasión de leer —principalmente los de Mackenzie, Lawrence, y lady Sale[28]— podría añadir mis propios recuerdos, pero, en su conjunto, fue una pesadilla tan espantosa que aún ahora, más de sesenta años después, me estremezco sólo de pensarlo. Hielo, sangre, gemidos, muerte y desesperación, gritos de hombres y mujeres moribundos, aullidos de los ghazi y de los gilzai. Los afganos se acercaban a nosotros y atacaban, se alejaban, se acercaban de nuevo y volvían a atacar, especialmente a los criados, hasta que, al final, quedó un moreno cuerpo acuchillado a cada metro del camino. El único lugar seguro era el centro del grueso de las tropas de Shelton, donde los cipayos aún mantenían un poco el orden. Cuando reanudamos la marcha, le sugerí a Elphy la conveniencia de que yo y mis lanceros escoltáramos a las mujeres, cosa que él aceptó de inmediato. Fue una sabia medida por mi parte, pues los ataques a los flancos eran ahora tan frecuentes que la tarea que en la víspera habíamos desempeñado se estaba convirtiendo en una empresa altamente arriesgada. Los jezzailchis de Mackenzie fueron cortados a tiras mientras trataban de repeler los ataques.

En los parajes que rodeaban el Khoord-Kabul, las altas colinas se levantaban a ambos lados y la boca de aquel temible paso semejaba la puerta del infierno. Sus paredes eran tan impresionantes que el rocoso fondo estaba sumido en una perenne penumbra; el lento avance del ejército, los aullidos de las bestias, los gritos, los gemidos y el rumor de los disparos resonaban en las escarpadas rocas. Los afganos se habían situado en los salientes y, al verlos, Anquetil mandó que la vanguardia se detuviera, pensando que el hecho de seguir adelante hubiera significado una muerte segura.

Hubo más reuniones y discusiones con Elphy hasta que vimos a Akbar y a los suyos en las rocas más próximas a la entrada del paso. Entonces me enviaron otra vez para que le comunicara que, al final, Elphy había atendido a razones: entregaríamos los seis rehenes con la condición de que Akbar mandara retirarse a sus asesinos. Akbar se mostró de acuerdo, me dio una palmada en la espalda y me aseguró que, a partir de aquel momento, todo iría muy bien; yo tendría que ser uno de los rehenes, dijo, y ya vería lo bien que lo íbamos a pasar. Sin embargo, yo me debatía en la duda: cuanto más lejos estuviera de Gul Shah, mejor; por otro lado, ¿hasta qué punto estaría seguro si me quedaba en el ejército?

Por mi parte, ya estaba todo decidido. Elphy eligió personalmente a Mackenzie, Lawrence y Pottinger para que se entregaran como rehenes a Akbar. Eran los mejores hombres que tenía y supongo que debió de pensar que Akbar se sentiría más impresionado. Sea como fuere, si Akbar cumplía su palabra, no importaba quién permaneciera en el ejército, pues éste no tendría que luchar para llegar a Jallalabad. Lawrence y Pottinger accedieron inmediatamente; Mac tardó un poco más en decidirse. Estaba un poco frío conmigo… supongo que era porque mis lanceros no habían participado en los combates de aquel día y sus hombres habían sufrido considerables bajas. Pero no dijo nada, y cuando Elphy le expuso la situación ni siquiera contestó, sino que se limitó a contemplar la nieve en silencio. Su aspecto era lamentable. Había perdido el turbante, su cabello estaba alborotado, tenía el poshteen salpicado de sangre y mostraba una herida reseca en el dorso de la mano.

Inmediatamente después extrajo el sable, clavó su punta en el suelo y se reunió con Lawrence y Pottinger sin decir ni una sola palabra. Mientras contemplaba cómo su alta figura se alejaba lentamente, experimenté un ligero estremecimiento; puede que en mi calidad de bribón redomado sepa identificar mejor que nadie a los hombres de valía, y Mac era uno de los mayores puntales de nuestro ejército. Y que conste que era un presumido insufrible y se daba unos humos tremendos, pero era el mejor soldado que jamás haya visto en mi vida, si mi palabra sirve de algo.

Akbar quería también a Shelton, pero éste se negó en redondo a convertirse en rehén.

—Me fío tan poco de este negro bastardo como de un perro mestizo —dijo— y, además, ¿quién cuidaría del ejército si yo me fuera?

—Yo seguiré ostentando el mando —le contestó Elphy, mirándole con asombro.

—Ya —dijo Shelton—, a eso precisamente me refería.

Como es natural, el comentario dio lugar a otra disputa que terminó cuando Shelton dio media vuelta y se alejó hecho una furia mientras Elphy se quejaba entre gimoteos de la falta de disciplina. Después se dio la orden de reanudar la marcha y nos volvimos de cara hacia el Khoord-Kabul.

Al principio, todo fue bien y nadie nos molestó. Al parecer, Akbar había conseguido controlar a los suyos. De repente, los jezzails abrieron fuego desde los saledizos y los hombres empezaron a caer mientras el ejército avanzaba a ciegas sobre la nieve. Estaban disparando hacia el interior del paso, casi a quemarropa, mientras los negros chillaban y corrían, los soldados rompían filas desobedeciendo las órdenes de Shelton y todo el mundo echaba a correr o se lanzaba al galope a través de aquel desfiladero infernal. Fue una huida general de sálvese quien pueda, en cuyo transcurso vi cómo un afgano disparaba contra un camello que llevaba a dos mujeres blancas con dos niños y cómo el animal se tambaleaba sobre la nieve y arrojaba al suelo a los cuatro. Un oficial acudió en su socorro y se desplomó con una bala en el vientre mientras los guerreros afganos se acercaban en tropel. Un jinete gilzai se apoderó de una niña de unos seis años, la sentó en el arzón de su silla y se alejó con ella mientras la criatura gritaba, «¡mamá!, ¡mamá!». Los cipayos estaban arrojando al suelo sus mosquetes y echaban a correr como locos. Un oficial de la caballería de Shah que cabalgaba entre ellos los golpeó con la parte plana de la hoja de su espada, profiriendo estentóreos gritos. El equipaje era arrojado de cualquier manera, los hombres que conducían a los animales los estaban abandonando y nadie pensaba en otra cosa más que en cruzar el paso a la mayor velocidad posible para alejarse de aquel espantoso infierno.

Yo tampoco perdí demasiado el tiempo: incliné la cabeza sobre el cuello de mi jaca, clavé las espuelas en sus flancos y me lancé al galope, pidiéndole a Dios que no me alcanzara ninguna bala perdida. Las jacas afganas eran tan ágiles como los gatos y la mía no tropezó ni una sola vez. No tenía la menor idea de dónde estaban mis lanceros, pero no me importaba; cada cual, fuera hombre o mujer, tenía que arreglárselas por su cuenta, por cuyo motivo no tuve demasiados reparos en atropellar a quienquiera que se cruzara en mi camino. Aquello parecía una auténtica carrera de obstáculos en medio del eco de los disparos y los estremecedores gritos de miles de voces; sólo en una ocasión me detuve un instante al ver cómo el joven teniente Sturrt era alcanzado por un disparo, caía de su silla sobre un ventisquero y allí se quedaba, pidiendo socorro a gritos, pero de nada hubiera servido detenerme. De nada le hubiera servido a Flashy, en cualquier caso, y eso era lo que en definitiva me importaba.

Ignoro cuánto tardamos en cruzar el paso, pero, cuando el camino empezó a ensancharse y la masa de fugitivos que corrían delante de nosotros y a nuestro alrededor empezó a serenarse, refrené mi montura para calibrar la situación. La intensidad de los disparos había disminuido y la vanguardia de Anquetil estaba tratando de cubrir la huida de los que todavía nos seguían. Poco después, una inmensa multitud integrada por militares y civiles salió del desfiladero y, en cuanto emergió a la luz del otro lado, se desplomó sobre la nieve, muerta de agotamiento.

Dicen que en el Khoord-Kabul murieron tres mil personas, casi todas ellas negras, y que allí perdimos todo el equipaje que nos quedaba. Cuando levantamos nuestro campamento al otro lado del límite oriental del paso, estaba cayendo una nevada impresionante y el orden brillaba por su ausencia; por la noche, aún seguían llegando rezagados y recuerdo en particular a una mujer que se había pasado todo el día caminando con su hijo en brazos. Lady Sale había sufrido una herida de bala en un brazo y aún me parece verla cuando extendió la mano hacia el cirujano y cerró fuertemente los ojos mientras éste le extraía la bala; la muy bruja era muy valiente y no emitió el más leve gemido. Un sargento trataba de calmar a su histérica esposa, la cual estaba empeñada en regresar para ir en busca de su hija perdida. El sargento lloraba mientras intentaba esquivar los puñetazos que ella estaba descargando contra su pecho.

—¡No, no, Jenny! —le repetía una y otra vez—. ¡La niña ha muerto! ¡Pídele a Jesús que cuide de ella!

Otro oficial, no recuerdo quién, estaba cegado por la nieve y no hacía más que caminar en círculo hasta que alguien se compadeció de él y se lo llevó. Un soldado británico, borracho como una cuba a lomos de una jaca afgana, estaba entonando a grito pelado una canción cuartelera; sólo Dios sabía de dónde había sacado la bebida, pero, al parecer, debía de haber mucha, pues inmediatamente se desplomó sobre la nieve y allí se quedó, roncando como un bendito. A la mañana siguiente, lo encontramos muerto por congelación. La noche volvió a convertirse en un infierno en el que sólo se oían gritos y lamentos. Sólo nos quedaban unas pocas tiendas, en una de las cuales se apretujaban todas las mujeres y los niños ingleses. Recuerdo que me pasé toda la noche dando vueltas por el campamento, pues hacía demasiado frío para poder dormir y, además, estaba medio muerto de miedo. Había comprendido que la destrucción de nuestro ejército sería irremediable y que yo sería destruido con él. El hecho de ser un rehén de Akbar no me serviría de nada, pues para entonces ya me había convencido de que, cuando Akbar hubiera terminado la matanza, mataría también a los prisioneros. Sólo veía una posibilidad y era la de permanecer en el ejército hasta que hubiéramos dejado atrás la nieve y largarme por mi cuenta por la noche. Si los afganos me veían, me lanzaría al galope.

Al día siguiente apenas avanzamos, en parte porque todas las fuerzas tenían tanto frío y estaban tan hambrientas que hubieran sido incapaces de llegar muy lejos, pero en parte también porque Akbar había enviado un mensajero al campamento, rogándonos que nos detuviéramos para que él pudiera enviarnos provisiones. Elphy le creyó, a pesar de las protestas de Shelton, el cual estuvo casi a punto de caer de rodillas delante de él, señalando que, si pudiéramos seguir avanzando hasta dejar atrás la nieve, cabía la posibilidad de que consiguiéramos salvarnos. Sin embargo, Elphy no creía que pudiéramos llegar tan lejos.

—Nuestra única esperanza es la de que el Sirdar se compadezca de nosotros y acuda en nuestro auxilio en el último momento —dijo—. Usted sabe muy bien, Shelton, que es un caballero y cumplirá su palabra.

Shelton se limitó a retirarse, asqueado y enfurecido. Como era de esperar, las provisiones jamás se recibieron, pero, a la mañana siguiente, se presentó otro mensajero de Akbar, insinuando que puesto que nosotros estábamos decididos a seguir adelante, las esposas y las familias de los oficiales británicos deberían permanecer bajo su custodia. Aquella misma sugerencia que anteriormente se había hecho en Kabul y tanta indignación había provocado, fue acogida ahora con entusiasmo por todos los hombres casados. Por mucho que se dijera y por mucho que Elphy diera por sentado que llegaríamos a Jallalabad, todo el mundo sabía que, en las penosas condiciones en que en aquellos momentos se encontraban, nuestras fuerzas estaban condenadas al fracaso. Muertos de frío y de hambre, agobiados todavía por la presencia de los criados, que nos seguían como si fueran unos oscuros esqueletos, negándose obstinadamente a morir y que a duras penas podían avanzar a causa de las mujeres y los niños, los hombres de nuestro ejército estaban contemplando la muerte cara a cara.

Por consiguiente, Elphy dio su conformidad y nosotros vimos cómo el pequeño convoy, con los últimos camellos que nos quedaban, emprendía la marcha sobre la nieve, seguido de los hombres casados que acompañaban a sus esposas. Recuerdo que Betty no llevaba sombrero y estaba muy guapa con el cabello iluminado por el sol matinal, y que lady Sale, con el brazo herido en cabestrillo, asomó la cabeza desde el howdah para reprender a un nativo que trotaba a su lado, llevando el resto de su equipaje en un fardo. Sin embargo, yo no compartía la satisfacción general que se respiraba en el campamento por el hecho de que ellos se hubieran ido. Procuraba alejarme al máximo de las situaciones de peligro permaneciendo al lado de Elphy, pero sabía que aquella seguridad no iba a durar demasiado.

Aún me quedaba bastante cecina en las alforjas y el sargento Hudson parecía contar con un almacén secreto de forraje para su caballo y para los de los lanceros supervivientes; creo que nos quedaba una media docena de hombres del grupo inicial, aunque no los conté. Sin embargo, aunque cabalgara al lado de la litera de Elphy con el pretexto de servirle de guardaespaldas, no me hacía ilusiones acerca de lo que inevitablemente tendría que ocurrir. Durante los dos días siguientes la columna sufrió incesantes ataques. En quince kilómetros perdimos a los últimos criados que nos quedaban y, en el transcurso de una violenta refriega que oí a mis espaldas, pero que no quise ver, las últimas unidades cipayas fueron prácticamente liquidadas. A decir verdad, mis recuerdos de aquellos días son bastante confusos; estaba demasiado agotado y atemorizado para prestar atención a lo que ocurría a mi alrededor. Sin embargo, ciertas cosas quedaron indeleblemente grabadas en mi mente y son como las coloreadas imágenes de una linterna mágica que jamás podré olvidar.

Una de ellas, por ejemplo, es que Elphy mandó que todos los oficiales de las fuerzas formaran en la retaguardia para mostrar a nuestros perseguidores un «frente unido»[29], tal como decía él. Y allí permanecimos media hora larga, plantados como unos espantapájaros mientras ellos se burlaban de nosotros desde lo lejos y abatían a tiros a uno o dos de los nuestros. Recuerdo a Grant, el ayudante general, cubriéndose el rostro con las manos mientras gritaba: «¡Me han dado! ¡Me han dado!» y a un joven oficial que tenía al lado —un chico con las rubias patillas cubiertas de escarcha—, diciendo, «¡oh, pobrecillo!».

Vi también a un muchacho afgano partiéndose de risa mientras acuchillaba una y otra vez a un cipayo herido; el muchacho no tendría más de diez años y también recuerdo la mirada empañada de los ojos de los caballos moribundos y un par de pies morenos que caminaban delante de mí, dejando unas ensangrentadas huellas sobre la nieve. Recuerdo el cetrino rostro de Elphy, sus trémulas mejillas, el chirriante sonido de la voz de Shelton y las miradas de los indios que todavía nos quedaban, de los soldados y de los criados… pero lo que más recuerdo es el temor que me encogía el estómago y convertía mis piernas en gelatina mientras escuchaba los disparos que estallaban delante y detrás de mí, los gritos de los hombres heridos y los alaridos triunfales de los afganos.

Ahora sé que, cuando llegamos a Jugdulluk a los cinco días de haber abandonado Kabul, nuestro ejército de catorce mil hombres había quedado reducido a unos tres mil, de los cuales sólo quinientos eran tropas de combate. El resto, aparte los pocos rehenes que se encontraban en manos del enemigo, había muerto. Y fue allí donde recobré el juicio, en un granero de Jugdulluk, en el cual Elphy había establecido su cuartel general.

Fue como si despertara de un sueño mientras le oía discutir con Shelton y algunos miembros de su plana mayor acerca de una propuesta de Akbar según la cual ellos dos acudirían a negociar con él bajo una bandera de paz. Sabe Dios lo que hubieran podido negociar, pero el caso es que Shelton se mostró absolutamente contrario; se quedó allí con las mejillas congestionadas y los pelos de los bigotes de punta, jurando que reanudaría la marcha hacia Jallalabad, aunque tuviera que hacerlo solo. Sin embargo, Elphy era partidario de negociar. Acudiría a negociar, dijo, y Shelton debería acompañarle; Anquetil se quedaría al mando del ejército.

«Muy bien —pensé yo con un cerebro más claro que el hielo—, aquí es donde Flashy emprenderá una acción independiente». Era evidente que aquellos dos jamás regresarían de su entrevista con Akbar. Éste no dejaría escapar a unos rehenes tan valiosos. Y si yo también cayera en manos de Akbar, correría el inminente peligro de ser víctima de su secuaz Gul Shah. Por otra parte, si me quedara en el ejército, moriría irremisiblemente en él. La salida más lógica saltaba a la vista. Los dejé discutiendo y me retiré subrepticiamente para ir en busca del sargento Hudson.

Lo encontré almohazando su caballo, el cual estaba tan escuálido y maltrecho que más parecía un viejo jamelgo de Londres.

—Hudson —le dije—, usted y yo nos vamos.

Me miró sin pestañear.

—Sí, señor. ¿Adónde, señor?

—A la India —contesté—. Ni una palabra a nadie. Órdenes especiales del general Elphinstone.

—Muy bien, señor —dijo, y allí lo dejé, sabiendo que cuando volviera ya tendría nuestras monturas a punto, con las alforjas llenas a rebosar y todo preparado para la partida. Regresé al granero de Elphy y allí estaba él, disponiéndose a partir para su entrevista con Akbar. Iba de un lado para otro como siempre, preocupándose por cosas tan importantes como el paradero de su precioso frasco de plata y de bolsillo, que pensaba ofrecer como regalo al Sirdar… todo eso mientras el resto de su ejército agonizaba sobre la nieve de Jugdulluk.

—Flashman —me dijo mientras se arrebujaba en su capa y se cubría la cabeza con un gorro de lana—, le dejo por muy breve tiempo, pero, en estas circunstancias tan desesperadas, no es prudente hacer previsiones a largo plazo. Confío en encontrarle en buenas condiciones dentro de uno o dos días, muchacho. Que Dios le bendiga.

«Y que Dios te maldiga a ti, viejo insensato; dentro de uno o dos días no me vas a encontrar, a no ser que cabalgues mucho más rápidamente de lo que yo creo que puedes cabalgar», pensé yo. Siguió quejándose de la pérdida de su frasco mientras iba de un lado para otro en compañía de su asistente. Shelton aún no estaba preparado y las últimas palabras que le oí decir a Elphy fueron:

—Es una verdadera lástima.

Serían su epitafio. En aquellos momentos yo estaba furioso en mi fuero interno por la apurada situación en la que yo creía que él me había metido. Ahora, en mis años de madurez, he cambiado de opinión. Mientras que entonces gustosamente le hubiera pegado un tiro, ahora lo ahorcaría y lo descuartizaría sin piedad por ser un viejo cerdo inútil, egoísta y chapucero. Ningún destino hubiera podido ser suficientemente malo para él.