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En realidad, Akbar Khan no regresó al día siguiente ni al cabo de una semana, lo cual me permitió disponer de mucho tiempo para reflexionar y hacer conjeturas. Estaba altamente custodiado en la habitación, pero me encontraba muy a gusto. Me daban muy bien de comer y me permitían hacer un poco de ejercicio en una pequeña galería cerrada, vigilado por dos miembros armados de la tribu de los baruzki. Pero nadie respondía a mis preguntas y exigencias de liberación. Ni siquiera pude averiguar qué estaba ocurriendo en Kabul o qué hacían nuestras tropas… o qué estaba tramando Akbar Khan. 0, lo más importante de todo, por qué razón éste me mantenía prisionero.

Al llegar el octavo día, Akbar Khan regresó muy contento y satisfecho. Tras haber despedido a los guardias y haberse interesado por mis heridas, que ya estaban bastante mejor, me preguntó si había estado bien atendido y después me dijo que, en caso de que yo deseara saber algo, él haría todo lo posible por satisfacer mi curiosidad.

Inmediatamente le comuniqué mis deseos mientras él me escuchaba, acariciándose la barbita negra con una sonrisa en los labios. Al final, me cortó levantando la mano.

—Basta, basta, Flashman huzoor. Veo que está usted muy sediento; tenemos que saciar su sed poquito a poco. Ahora siéntese, tome un poco de té y preste atención.

Me senté mientras él paseaba por la estancia con su corpulenta figura envuelta en una túnica de color verde y unos holgados pantalones remetidos en unas botas de montar de caña corta. Observé que era un hombre muy presumido; la túnica estaba adornada con encajes dorados y la camisa que llevaba debajo tenía unos ribetes de plata. Sin embargo, lo que más me impresionó fue la evidente fuerza latente que emanaba de él; era algo que se advertía incluso en su porte, en su ancho tórax, como si estuviera siempre a punto de respirar hondo, y en sus largas y poderosas manos.

—En primer lugar —dijo—, le retengo a usted aquí porque le necesito. El cómo lo verá usted más tarde… hoy no. En segundo lugar, en Kabul todo está muy tranquilo. Los británicos permanecen en su acantonamiento y los afganos disparan contra ellos de vez en cuando y meten mucho ruido. El rey de Afganistán Shah Sujah —aquí sus labios se curvaron en una mueca burlona— está sentado con sus mujeres en el Bala Hissar sin mover ni un dedo y recurre a los británicos para que lo ayuden a luchar contra su levantisco pueblo. Las bandas imperan en Kabul y cada una de ellas está a las órdenes de un cabecilla que piensa que él solito ha conseguido asustar a los británicos. Saquean un poco, violan a algunas mujeres y cometen algunos asesinatos, contra su propio pueblo, no lo olvide, y, de momento, están contentos. Ésta es la situación, bastante satisfactoria, por cierto. Ah, bueno, y después están las tribus de las colinas que se han enterado de la muerte de Sekundar Burnes y de los rumores que corren sobre la presencia en Kabul de Akbar Khan, el hijo del verdadero rey Dost Muhammed, y se están concentrando para bajar a la capital. Aspiran el olor de la guerra y de los pillajes. Ahora, Flashman huzoor, ya tiene usted la respuesta a sus preguntas.

Pero lo cierto era que, al responder a media docena de preguntas, había dejado sin respuesta otras cien. Sin embargo, yo necesitaba respuesta a una sola por encima de todas las demás.

—Dice usted que los británicos permanecen en su acantonamiento —repliqué—. Pero ¿qué me dice del asesinato de Burnes? ¿Acaso no han hecho nada al respecto?

—Pues no, nada en absoluto —me contestó—. Son imprudentes, pues su pasividad se considera una cobardía. Usted y yo sabemos que no son unos cobardes, pero las bandas de Kabul no lo saben y me temo que eso las anime a cometer mayores desmanes de los que han cometido hasta ahora. Pero ya veremos. Eso me lleva a hablarle del propósito de mi visita de hoy… aparte de mi deseo de interesarme por su salud. —Volvió a esbozar aquella sonrisa suya aparentemente burlona que, a pesar de todo, no acababa de desagradarme—. Como usted comprenderá, si satisfago su curiosidad respondiendo a ciertas preguntas es porque yo también tengo preguntas para las que quisiera una respuesta.

—Ya puede empezar —dije con cierto recelo.

—Usted dijo en nuestro primer encuentro o, por lo menos, dio a entender que Elfistan sahib y McLoten sahib eran… ¿cómo diría?… unos hombres no demasiado inteligentes. ¿Es ésa una opinión ponderada?

—Elphinstone sahib y McNaghten sahib —contesté— son un maldito par de estúpidos de nacimiento, tal como le diría cualquiera con quien usted hablara en el bazar.

—La gente del bazar no tiene la ventaja de prestar servicio en el estado mayor de Elfistan sahib —replicó secamente Akbar—. Por eso doy tanta importancia a su respuesta. Dígame, ¿son dignos de fiar?

Menuda preguntita viniendo de un afgano, pensé, y, por un instante, estuve casi a punto de contestar que eran unos oficiales británicos, ¿qué se había creído? Sin embargo, hablarle de esta manera a Akbar Khan hubiera sido una pérdida de tiempo.

—Sí, son dignos de fiar —contesté.

—¿Uno más que otro? ¿A quién de ellos confiaría usted su caballo, su mujer? Tengo entendido que no tiene hijos.

No tuve que pensarlo demasiado.

—Estoy seguro de que Elphy Bey haría cuanto estuviera en su mano, como un caballero que es —contesté—. Pero probablemente lo que estaría en su mano sería muy poco.

—Gracias, Flashman —me dijo—, es todo lo que necesito saber. Y ahora, lamento tener que interrumpir nuestra interesante charla, pero tengo muchos asuntos que resolver. Volveré y seguiremos hablando.

—Espere un momento —le dije, pues quería saber cuánto tiempo pensaba retenerme y muchas cosas más, pero él me acalló cortésmente con un gesto de la mano y se retiró. Y allí me quedé dos semanas, maldita fuera su estampa, sin más compañía que la de los silenciosos baruzki.

No me cabía la menor duda de que lo que me había dicho acerca de la situación de Kabul era verdad, pero no acertaba a comprenderlo. Me parecía absurdo. Un destacado oficial británico había sido asesinado y no se había hecho nada para vengar su muerte. Sin embargo, resultó que eso era justamente lo que había ocurrido. Al enterarse de que el populacho había saqueado la residencia y de que Sekundar había sido cortado en pedazos, el viejo Elphy y McNaghten se habían enojado muchísimo, pero no habían hecho prácticamente nada. Se habían escrito el uno al otro varias notas, preguntándose sobre la conveniencia de efectuar una marcha sobre la ciudad o dirigirse al fuerte de Bala Hissar o disponer el regreso de Sale —que aún estaba atrapado en Gandamack por los gilzai— a Kabul. Pero, al final, no hicieron nada y las bandas siguieron campando por sus respetos en Kabul y haciendo lo que les daba la gana, tal como había dicho Akbar Khan, mientras los nuestros permanecían prácticamente bajo asedio en el acantonamiento.

Elphy hubiera podido aplastar a las bandas con enérgicas medidas, pero no lo hizo. Se limitó a retorcerse las manos y a irse a la cama mientras McNaghten le escribía, haciéndole pequeñas sugerencias sobre el avituallamiento del acantonamiento con vistas al invierno. Entre tanto, los habitantes de Kabul, que al principio se habían muerto de miedo al darse cuenta de la monstruosidad que habían cometido asesinando a Burnes, se envalentonaron y empezaron a atacar nuestras avanzadas en las proximidades del acantonamiento y a disparar contra nuestros cuarteles por la noche.

Se hizo un intento, uno sólo, de aplastarlos, pero el muy idiota y antipático del brigadier Shelton lo estropeó todo. Se dirigió con un destacamento a Beyrnaroo y los habitantes de Kabul —que no eran más que un maldito hato de tenderos y mozos de cuadra, no unos auténticos guerreros afganos— los rechazaron a él y a sus tropas y los obligaron a regresar al acantonamiento. Después ya no hubo nada que hacer; la moral de los hombres del acantonamiento se hundió por los suelos y los afganos del campo que habían estado esperando a ver qué ocurría, decidieron que la situación les era favorable y se desplazaron a la ciudad, donde empezaron a provocar tumultos. Todo parecía indicar que, si las bandas y las tribus decidieran poner en serio manos a la obra, podrían abatirse sobre el acantonamiento cuando les diera la gana. Todo eso lo averigüé más tarde, claro. Colin Mackenzie, que fue testigo directo de todo lo que ocurrió, comentó que resultaba patético ver cómo el viejo Elphy vacilaba y cambiaba de idea y McNaghten seguía negándose a creer en la inminencia del desastre. Lo que había empezado como una simple revuelta callejera propiciada por la violencia de las bandas se estaba transformando rápidamente en un levantamiento general, y lo único que se echaba en falta en el bando de los afganos era un dirigente capaz de asumir el mando de la situación. Pero lo que naturalmente ignoraban Elphy, McNaghten y los demás era que semejante dirigente existía y que estaba observando los acontecimientos desde una casa de Kabul, donde de vez en cuando me hacía preguntas a la espera de que se presentara una ocasión más favorable. Tras una pausa de quince días, Akbar Khan, tan cortés y considerado como siempre, me hizo una nueva visita, me habló de esto y de aquello e hizo varias conjeturas sobre distintas cuestiones como, por ejemplo, el plan de acción británico en la India y el ritmo de la marcha de las tropas británicas bajo condiciones meteorológicas adversas. Venía a verme aparentemente para chismorrear, pero me sonsacaba todo lo que podía y yo me dejaba sonsacar. No hubiera podido hacer otra cosa.

Akbar adquirió la costumbre de visitarme a diario hasta que, al final, yo me cansé de pedir mi liberación y de que mis preguntas fueran hábilmente dejadas de lado. Pero la situación no tenía remedio. Lo único que podía hacer era tener paciencia y esperar a ver qué planes había forjado para mí aquel amable e inteligente caballero. De los que había forjado para sí mismo ya me estaba haciendo una idea bastante clara, y los acontecimientos me dieron la razón.

Al final, cuando ya había transcurrido más de un mes del asesinato de Burnes, Akbar me visitó y me anunció mi liberación. Fue tal mi alegría que a punto estuve de darle un beso de gratitud, pues ya estaba harto de aquel encierro, en el que ni siquiera había podido contar con la compañía de una bint afgana que me sirviera de distracción. Pero Akbar me miró con la cara muy seria y me dijo que me sentara mientras él me hablaba «en nombre de los caudillos de los Creyentes». Lo acompañaban tres hombres y yo me pregunté si se debía de referir a ellos.

A uno de los tres, su primo Sultan Jan, un tipo muy raro de mirada siniestra y barba bifurcada, ya lo había traído otras veces. Los otros se llamaban Muhammed Din, un hermoso anciano de barba plateada, y Khan Hamet, un tuerto con cara de ladrón de caballos. Los tres permanecieron sentados mientras Akbar hablaba.

—En primer lugar, mi querido amigo Flashman —me dijo Akbar, mirándome con simpatía—, debo decirle que ha sido usted retenido aquí no sólo por su propio bien sino también por el de los suyos. La situación en la que ahora se encuentran ustedes es mala. Ignoro por qué razón, pero Elfistan sahib se ha comportado como una débil anciana. Ha permitido que las bandas hicieran de las suyas por todas partes, no ha vengado las muertes de sus servidores, ha condenado a sus hombres al peor destino que puede haber, el de la humillación, manteniéndolos encerrados en los acantonamientos mientras la chusma afgana se burlaba de ellos. Y ahora sus tropas están desmoralizadas y ya no les queda el menor espíritu de combate. —Hizo una pausa para elegir cuidadosamente las palabras y después añadió—: Han perdido su poder y nosotros los afganos queremos librarnos de ellos. Hay quienes dicen que deberíamos matarlos a todos sin piedad… huelga decir que yo no estoy de acuerdo —puntualizó con una sonrisa en los labios—. En primer lugar, porque no sería una tarea tan fácil como parece…

—Nunca es fácil —terció el anciano Muhammed Din—. Esos mismos feringhees tomaron el fuerte de Ghuznee; yo los vi, bien lo sabe Dios.

—… y, en segundo, ¿cuál sería el resultado? —prosiguió diciendo Akbar—. La Reina Blanca siempre venga a sus hijos. No, tiene que haber una retirada pacífica de la India; eso es lo que yo preferiría. No soy enemigo de los británicos, pero llevan demasiado tiempo en mi país.

—Uno de ellos lleva un mes de más —dije yo y él se rió de buena gana.

—Usted, Flashman, es un feringhee que puede quedarse aquí todo el tiempo que desee —me replicó—. Pero los demás se tienen que ir.

—Vinieron para sentar en el trono a Sujah —dije yo—. No van a dejarlo ahora en la estacada.

—Ya han dado su conformidad —dijo Akbar en un amable susurro—. Yo mismo he negociado los términos de la retirada con McLoten sahib.

—¿Ha visto usted a McNaghten?

—En efecto. Los británicos han acordado conmigo y con los jefes de las tribus su marcha de Peshawar en cuanto hayan reunido provisiones para el viaje y levantado el campamento. Se ha acordado que Sujah permanezca en el trono y que ellos dispongan de salvoconductos para atravesar los pasos.

O sea que nos íbamos de Kabul; no me importaba demasiado, pero me preguntaba qué explicaciones darían Elphy y McNaghten a los de Calcuta. Su ignominiosa retirada tras ser expulsados del país por los negros no sería muy bien recibida. Como es natural, el comentario acerca de la permanencia de Sujah en el trono me había llamado especialmente la atención; en cuanto nosotros nos retiráramos, lo cegarían discretamente, lo encerrarían en una fortaleza y se olvidarían de él. Y el hombre que ocuparía su lugar estaba sentado delante de mí, observando cómo me tomaba yo la noticia.

—Bueno pues, qué le vamos a hacer —dije al final—, pero ¿qué tengo yo que ver con todo eso? Quiero decir que me largare de aquí con los demás, ¿no?

Akbar se inclinó hacia adelante.

—Quizá le he descrito la situación de una forma un tanto simplista. Hay problemas. Por ejemplo, McLoten ha firmado un tratado de retirada no sólo conmigo, sino también con los gilzai, los dourani, los kuzzilbashi y otros… todos como iguales. Ahora bien, cuando los británicos se vayan, todas esas facciones se quedarán, ¿y quién será el jefe?

—Shah Sujah según usted.

—Sólo podrá gobernar si cuenta con el apoyo de la mayoría de las tribus. Tal como están las cosas, eso será muy difícil, pues las tribus se miran unas a otras con recelo. McLoten no es tan tonto como usted piensa, pues se ha esforzado por todos los medios en dividirnos.

—¿Y usted no puede unir las tribus? Es el hijo de Dost Muhammed, ¿no es cierto?… y en todos los pasos que crucé hace un mes no oí hablar más que de Akbar Khan y de lo extraordinario que era.

Akbar soltó una carcajada y batió palmas.

—¡Cuánto me alegro! Es verdad que tengo seguidores…

—Todo Afganistán está contigo —graznó Sultan Jan—. En cuanto a Sujah…

—Están conmigo los que están —dijo Akbar, cortándolo en seco—. Pero eso no basta para que yo pueda apoyar a Sujah tal como él necesita.

Se produjo un instante de embarazoso silencio antes de que Akbar añadiera:

—Los dourani no me aprecian y son muy poderosos. Convendría que se les cortaran las alas… a ellos y a unos cuantos más. Pero eso no se podrá hacer cuando se hayan ido los británicos. En cambio, con la ayuda de los británicos se podrá hacer a tiempo.

«Ya, ahora lo comprendo todo», pensé.

—Propongo lo siguiente —añadió Akbar, mirándome directamente a los ojos—. McLoten tiene que incumplir su tratado con los dourani; tiene que ayudarme a echarlos. A cambio, le permitiré permanecer ocho meses más en Kabul, pues, con la desaparición de los dourani y sus aliados, tendré el poder en mis manos. Durante este tiempo, me convertiré en visir de Sujah, su mano derecha. Para entonces, el país estará tan apaciguado que el chirrido de un ratón en Kandahar se podrá oír en Kabul y los británicos se podrán retirar con honor. ¿No le parece un trato justo? La alternativa es una retirada a toda prisa cuya seguridad nadie podría garantizar, pues nadie tiene poder para pararles los pies a las tribus más salvajes, y Afganistán quedará en manos de las facciones enfrentadas entre sí.

He observado a lo largo de mi desvergonzada existencia que, cuando un tunante esboza los pormenores de una traición, se esfuerza más en convencerse a sí mismo que en ganarse la simpatía de sus oyentes. Akbar quería malograr los planes de sus enemigos afganos, eso era todo, lo cual es perfectamente comprensible, pero seguía empeñado en parecer un caballero… especialmente a sus propios ojos.

—¿Querrá usted transmitir en secreto mi propuesta a McLoten sahib, Flashman? —me preguntó.

Si me hubiera pedido que transmitiera su propuesta de matrimonio a la reina Victoria, habría contestado afirmativamente, por lo que me apresuré a responder que sí.

—Puede añadir que, como parte del trato, espero una retribución de veinte lahks de rupias —añadió— y cuatro mil vitalicias. Creo que a McLoten sahib le parecerá razonable, pues con ello yo preservaré probablemente su carrera política.

«Y la suya también», pensé. Nada menos que visir de Sujah. En cuanto se eliminara el obstáculo de los dourani, adiós Sujah y viva el rey Akbar. Y no es que a mí me importara. A fin de cuentas, yo podría decir que había mantenido relaciones de amistad con un rey… aunque sólo fuera un rey de Afganistán.

—Ahora —prosiguió diciendo Akbar—, tiene usted que transmitirle personalmente mis propuestas a McLoten sahib en presencia de Muhammed Din y Khan Hamet, que le acompañarán en su misión. Si le parece que no me fío de usted, mi querido amigo —añadió con una sonrisa—, permítame decirle que no me fío de nadie. Y el comentario no es de tipo personal.

—El hijo prudente —graznó Khan Hamet— no se fía ni de su madre.

Seguramente sabía muy bien cómo las gastaba su familia.

Señalé que, a lo mejor, McNaghten lo consideraría una traición a los demás jefes y pensaría que su papel en el plan era una indignidad. Akbar asintió con la cabeza diciendo:

—Recuerde que he hablado con McLoten sahib. Es un político.

Debió de pensar que la respuesta era suficiente, por lo que decidí dejarlo correr. Después Akbar añadió:

—Deberá decirle a McLoten que, si está conforme, tal como creo que lo estará, tendrá que reunirse conmigo pasado mañana en el fuerte de Mohammed, más allá de los muros del acantonamiento. Deberá tener a mano un poderoso contingente de fuerzas en el interior del acantonamiento, preparado para salir en cuanto reciba la orden y apoderarse de los dourani y de sus aliados, que estarán conmigo. A partir de aquel momento, tomaremos las decisiones que mejor convengan a nuestros intereses. ¿Entendido?

—Dígale a McLoten sahib —terció Sultan Jan con una desagradable sonrisa en los labios— que, si quiere, le entregaremos la cabeza de Amenoolah Khan, el que encabezó el asalto contra la residencia de Sekundar Burnes. Y que, en toda esta cuestión, nosotros los baruzki contamos con la amistad de los gilzai.

El hecho de que tanto los gilzai como los baruzki estuvieran confabulados, pensé, significaba que Akbar pisaba terreno seguro. McNaghten opinaría lo mismo. Sin embargo, mientras contemplaba aquellas cuatro caras, el amable rostro de Akbar y los de sus tres infames acompañantes, me pareció que aquel asunto apestaba más que un camello muerto. Todos juntos me inspiraban menos confianza que las serpientes de Gul Shah.

No obstante, les miré con la cara muy seria y aquella misma tarde la guardia de la entrada del acantonamiento se llevó una sorpresa al ver aparecer al teniente Flashman, envuelto en la cota de malla de un guerrero baruzki, en compañía de Muhammed Din y de Khan Hamet[21], cabalgando con gran pompa desde la ciudad de Kabul. Me habían dado por muerto un mes atrás y pensaban que me habían cortado en pedazos como a Burnes, pero allí estaba yo, vivito y coleando. La noticia corrió como la pólvora y, cuando llegamos a las puertas, nos esperaba una gran multitud, encabezada por Colin MacKenzie[22].

—¿De dónde demonios viene usted? —me preguntó éste, abriendo enormemente sus claros ojos azules.

Me incliné hacia él para que nadie más pudiera oír mis palabras y le dije:

—Akbar Khan.

Me miró con extrañeza, como si estuviera loco o quisiera gastarle una broma, e inmediatamente me ordenó:

—Venga enseguida a ver al legado.

Después nos abrió paso entre la gente que se había reunido para recibirnos. Entre murmullos, gritos y preguntas, Mackenzie nos acompañó directamente a los aposentos del legado y a la presencia de MacNaghten.

—¿El asunto no puede esperar, Mackenzie? —preguntó éste en tono irritado—. Me disponía a cenar.

Una docena de palabras de Mackenzie fueron suficientes para que el legado cambiara de actitud. Éste me miró a través de los cristales de sus gafas, apoyadas como siempre en la punta de la nariz.

—¿Y ésos quiénes son? —inquirió, señalando a mis acompañantes.

—Una vez me aconsejó usted que le trajera rehenes de Akbar, sir William —contesté—. Bueno, pues aquí los tiene para lo que guste mandar.

No le hizo gracia, pero chasqueó los dedos para indicarme que lo acompañara y cenara con él. Como es natural, los dos afganos jamás se hubieran sentado a comer a la mesa de un infiel, por cuyo motivo se quedaron esperando en el despacho de McNaghten, donde les sirvieron la comida. Muhammed Din me recordó que el mensaje de Akbar sólo debería ser transmitido en su presencia, por lo que le dije a McNaghten que, aunque tenía la sensación de llevar encima una carga de explosivos, todo debería esperar hasta después de la cena.

No obstante, durante la cena, le ofrecí un informe sobre el asesinato de Burnes y mis aventuras con Gul Shah; se lo conté todo con la mayor naturalidad del mundo y como el que no quiere la cosa, pero él no paró de exclamar «¡Dios bendito!» a lo largo de todo mi relato. Cuando le conté el suplicio de la cuerda, las gafas se le cayeron en el plato de curry. Mackenzie me estaba observando detenidamente sin dejar de atusarse el rubio bigote. Cuando terminé y McNaghten me estaba manifestando su asombro con palabras entrecortadas por la emoción, Mackenzie se limitó a decir:

—Buen trabajo, Flash.

Viniendo de él, el comentario se podía considerar un encendido elogio, pues era el hombre más frío e inflexible que jamás hubiera visto en mi vida y estaba considerado el más valiente de la guarnición de Kabul, con la excepción tal vez de George Broadfoot. Si él contara mi historia —y yo estaba seguro de que lo haría—, las acciones de Flash alcanzarían alturas insospechadas y todo redundaría en mi beneficio.

Mientras nos tomábamos una copa de oporto, McNaghten trató de sonsacarme algo acerca de Akbar, pero le dije que teníamos que esperar a que los dos afganos se reunieran con nosotros; y no es que me importara demasiado, pero McNaghten había adoptado conmigo una actitud de profundo desdén y eso siempre era para mí una excusa más que suficiente para fastidiarlo. Me replicó en tono sarcástico que, por lo visto, me había vuelto muy nativo y que no era necesario que me comportara con tanta corrección, pero Mackenzie lo cortó diciendo que yo tenía razón, lo cual molestó sobremanera a Su Excelencia. El legado replicó en un susurro que le parecía muy bien que unos mequetrefes militares pudieran desafiar abiertamente a unos importantes funcionarios y que, cuanto antes resolviéramos el asunto, mejor.

Por consiguiente, pasamos a su estudio y, poco después, entraron Muhammed y Bamet, saludaron cortésmente al arrogante legado británico y recibieron como respuesta una fría inclinación de la cabeza. Fue entonces cuando transmití la propuesta de Akbar.

Todavía me parece verles; McNaghten reclinado contra el respaldo de su asiento de mimbre con las, piernas cruzadas y los dedos de ambas manos entrelazados, mirando hacia el techo; los dos silenciosos afganos con los ojos clavados en él; y el alto y rubio Mackenzie, apoyado contra la pared, fumando un cigarro de extremos recortados sin apartar los ojos de los afganos. Nadie dijo una sola palabra y todos permanecieron inmóviles como estatuas mientras yo hablaba. Me pregunté si McNaghten comprendía lo que le estaba diciendo, pues no movió ni un solo músculo en ningún momento.

Cuando terminé, McNaghten esperó un minuto largo, se quitó muy despacio las gafas, las limpió y dijo en tono pausado:

—Muy interesante. Tenemos que estudiar detenidamente lo que ha dicho Sirdar[23] Akbar. Su mensaje es de la máxima trascendencia e importancia. Pero, como es natural, no se le puede dar una respuesta precipitada. Ahora me limitaré a decir una cosa: el legado de la Reina no puede tomar en consideración la sugerencia de derramamiento de sangre que se incluye en el ofrecimiento de la cabeza de Amenoolah Khan. Eso me parece repugnante. —Volviéndose hacia los dos afganos, les dijo—: Estarán ustedes cansados, señores, por consiguiente, no quiero entretenerles más. Mañana seguiremos hablando.

Eran sólo las primeras horas del anochecer y estaba claro que hablaba con ironía, pero los dos afganos parecieron comprender el lenguaje diplomático; inclinaron la cabeza con la cara muy seria y se retiraron. En cuanto vio cerrarse la puerta a su espalda, McNaghten se levantó de un salto.

—¡Nos hemos salvado por los pelos! —exclamó—. ¡Divide y vencerás! Mackenzie, yo llevaba mucho tiempo soñando con algo así. —Su pálido y arrugado rostro se iluminó con una sonrisa—. ¡Lo sabía, sabía que estas gentes no eran capaces de mantenerse fieles entre sí y, como ve, no estaba equivocado!

Mackenzie estudió su cigarro.

—¿Quiere decir que aceptará?

—¿Qué si aceptaré? Por supuesto que sí. Es una oportunidad llovida del cielo. Ocho meses nada menos. Pueden ocurrir muchas cosas en todo ese tiempo; puede que nunca tengamos que abandonar Afganistán, pero, en caso de que nos veamos obligados a hacerlo, será con honor. —Se frotó las manos de contento y depositó los papeles encima de su escritorio—. Eso animará incluso a nuestro amigo Elphinstone, ¿no le parece, Mackenzie?

—Eso no me gusta —dijo Mackenzie—. Creo que es un complot.

McNaghten se detuvo y le miró fijamente.

—¿Un complot? —replicó, soltando una breve carcajada—. ¡Vaya por Dios, un complot! Eso lo arreglo yo en un santiamén… ¡Déjeme a mí y no se preocupe!

—No me gusta ni un pelo —repitió Mackenzie.

—¿Y por qué no, si se puede saber? Dígame por qué. ¿No le parece lógico? Akbar tiene que ser el amo del catarro y, por consiguiente, es natural que sus enemigos los dourani tengan que desaparecer. Por supuesto que se aprovechará de nosotros, pero saldremos beneficiados.

—El plan tiene un agujero —dijo Mac—. Él jamás será visir de Sujah. En eso por lo menos, miente.

—¿Y qué? Le digo a usted, Mackenzie, que a nosotros nos da igual quién gobierne en Kabul, tanto si lo hace él como si lo hace Sujah, pues sus luchas nos serán muy útiles. Que se peleen entre ellos todo lo que quieran.

—No podemos fiarnos de Akbar —dijo Mac, pero McNaghten rechazó sus objeciones.

—Usted no conoce una de las primeras reglas de la política; la de que un hombre siempre busca su propio interés. Sé muy bien que Akbar pretende alcanzar un poder indiscutible por encima de los suyos, pero ¿quién se lo puede reprochar? Y le diré más, a mi juicio, está usted equivocado con respecto a Akbar Khan; en las reuniones que he mantenido con él siempre me ha causado mejor impresión que todos los demás afganos que he conocido. Le considero un hombre de mundo.

—Probablemente los dourani dirán lo mismo —señalé yo.

Las frías gafas se volvieron hacia mí en agradecimiento por mis palabras. Sin embargo, Mackenzie se apresuró a intervenir y me preguntó cuál era mi opinión.

—Yo tampoco me fío de Akbar —contesté—. Y eso que me gusta como persona, pero no es honrado.

—Probablemente Flashman le conoce mejor que nosotros —dijo Mackenzie y entonces McNaghten estalló.

—¡Pero bueno, capitán Mackenzie! Creo que puedo fiarme de mis propias opiniones, ¿sabe usted? Aunque no coincidan con las de un diplomático tan ilustre y distinguido como el señor Flashman aquí presente. —Soltó un bufido y se sentó en el sillón de su escritorio—. Me interesaría mucho saber qué gana exactamente Akbar Khan traicionándonos. ¿Qué otro objetivo puede tener su propuesta sino el que parece a primera vista? ¿Me lo puede usted decir?

Mac apagó la colilla de su cigarro.

—Si se lo pudiera decir, señor. Si pudiera ver con claridad la trampa que encierra todo eso, sería el hombre más feliz del mundo. En los tratos con los afganos, lo que más me preocupa es lo que no veo y no comprendo.

—¡Eso es una filosofía de chiflados! —exclamó McNahgten y no quiso oír ni una sola palabra más.

Estaba claro que le encantaba el plan de Akbar y estaba tan decidido a aceptarlo que, a la mañana siguiente, mandó llamar a Muhammed y Hamet y puso su aceptación por escrito para que éstos se la entregaran a Akbar Khan. Me pareció una estupidez descomunal, pues sería la demostración palpable de su participación en algo que, en realidad, era una traición. Uno o dos de sus asesores trataron de convencerlo de que, por lo menos, no pusiera nada por escrito, pero no hubo manera.

—Lo malo es que este hombre está desesperado —me dijo Mackenzie—. La propuesta de Akbar ha llegado justo en el momento adecuado, cuando McNaghten ya creía que no le quedaba el menor rayo de esperanza y tendría que abandonar Kabul con el rabo entre las piernas. Necesita creer que el ofrecimiento de Akbar es sincero. Bueno, mi joven Flash, no sé usted, pero mañana cuando vayamos a ver a Akbar, yo me llevaré mis armas.

Yo estaba más nervioso que un flan y el aspecto de Elphy Bey no contribuyó precisamente a animarme cuando McNaghten me acompañó aquella tarde a verle. El viejo estaba tumbado en un canapé en la galería mientras una de las damas de la guarnición —no recuerdo cuál de ellas— le leía las Sagradas Escrituras. Se mostró encantado de verme y elogió mis hazañas, pero se le veía tan viejo y cansado con su gorro y su camisa de noche que pensé: «Dios mío, ¿qué posibilidades podemos tener con un comandante como éste?».

McNaghten estuvo muy brusco con él, pues, al enterarse del plan de Akbar, el viejo le había mirado con semblante preocupado y le había preguntado si no temía que se produjera una traición.

—En absoluto —contestó McNaghten—. Quiero que prepare usted con la mayor rapidez y discreción posibles dos regimientos y dos cañones para la toma del fuerte de Mohammed Khan, donde mañana por la mañana nos reuniremos con Sirdar Akbar. El resto déjelo de mi cuenta.

Elphy no parecía muy convencido.

—Todo eso es muy vago —dijo sin poder disimular su inquietud—. Me temo que no son muy de fiar, ¿comprende? No cabe duda de que es una confabulación muy extraña.

—¡Vaya por Dios! —exclamó McNaghten—. Si eso es lo que piensa, salgamos a combatir contra ellos. Estoy seguro de que los derrotaremos.

—No puedo, mi querido sir William —dijo el viejo Elphy. Su trémula voz me pareció insoportablemente patética—. Las tropas no están en condiciones, ¿comprende?

—En tal caso, tenemos que aceptar las propuestas del Sirdar.

Al ver que Elphy seguía receloso, McNaghten estuvo a punto de perder la paciencia. Al final no se pudo contener.

—¡Sé de eso mucho más que usted! —dijo, dando media vuelta para abandonar la galería, hecho una furia.

Elphy estaba muy disgustado y lamentaba la situación y la falta de acuerdo.

—Supongo que él tiene razón y sabe más que yo. Por lo menos, eso espero. Pero tenga mucho cuidado, Flashman; conviene que todos ustedes lo tengan.

Entre él y McNaghten habían conseguido desmoralizarme, pero la noche me levantó un poco el ánimo, pues fui a la casa de lady Sale, donde se estaba celebrando una fiesta de la guarnición a la que también asistían las esposas de los oficiales, y allí descubrí que me había convertido en algo así como un león. Mackenzie había contado mi historia y todas ellas revoloteaban a mi alrededor. Hasta lady Sale, que era una vieja y avinagrada bruja con una lengua tan afilada como un cuchillo de trinchar carne, se mostró amable conmigo.

—El capitán Mackenzie nos ha ofrecido un extraordinario relato de sus aventuras —me dijo—. Debe de estar usted muy cansado; venga a sentarse a mi lado.

Procuré quitar importancia a mis aventuras, pero me obligaron a callarme.

—Tenemos muy pocas cosas de las que presumir —dijo lady Sale— y, por consiguiente, conviene que saquemos el máximo partido de lo que tenemos. Usted, por lo menos, ha actuado con valentía y sentido común, lo cual es mucho más de lo que puede decirse de ciertos ancianos que hay por aquí.

Se refería, como es lógico, al pobre Elphy, a quien ella y las restantes damas no tardaron en arrancar la piel a tiras. Las señoras tampoco tenían demasiada buena opinión de McNaghten y me sorprendí de la crueldad de sus comentarios. Sólo más tarde me di cuenta de que, en el fondo, no eran más que unas mujeres asustadas; y con razón.

Sin embargo, todo el mundo parecía complacerse en denostar a Elphy y allegado, por lo cual la fiesta resultó de lo más divertida. Me retiré hacia la medianoche. Estaba nevando y brillaba la luna. Cuando entré en mi cuarto, me di cuenta de que estaba pensando en la Navidad en Inglaterra, en el viaje a casa en coche desde Rugby cuando terminaba el semestre, en el ponche de brandy caliente que me tomaba en el recibidor y en la chimenea encendida del comedor, junto a la cual mi padre y sus amigos conversaban, se reían y se calentaban la espalda. Pensé que ojalá estuviera allí con mi joven esposa. Al recordarla, sentí que se me encogían las entrañas. Qué barbaridad, llevaba varias semanas sin acostarme con una mujer y en los acantonamientos no tenía la menor esperanza de encontrar ninguna. Eso era algo que pensaba resolver a la mañana siguiente, en cuanto terminara el asunto que nos llevábamos entre manos con Alkbar y la situación se normalizara. Puede que mi cambio de actitud fuera una reacción a los quejumbrosos comentarios de aquellas mujeres, pero el caso es que, cuando me fui a la cama, pensé que probablemente McNaghten tenía razón y nuestro acuerdo con Akbar sería para bien.

Me levanté antes del amanecer y me puse mis ropas afganas; era más fácil ocultar un par de pistolas debajo de ellas que en un uniforme. Me ajusté el talabarte y me dirigí con mi montura a la puerta donde McNaghten y Mackenzie ya estaban esperando con un reducido contingente de tropas nativas; MacNaghten, montado en un mulo con su levita y su chistera, estaba maldiciendo a un corneta de la Brigada de Caballería de Bombay; al parecer, la escolta no estaba preparada y el brigadier Shelton aún no había reunido las tropas que tenían que someter a los dourani.

—Puede decirle al brigadier que él nunca tiene las cosas preparadas ni hace nada como es debido —estaba diciendo McNaghten—. Tiene que estar todo listo; estamos rodeados de militares incompetentes; pero eso se va a acabar. Acudiré a la cita y Shelton deberá tener las tropas a punto para el avance antes de media hora. ¡He dicho deberá! ¿Está claro?

El corneta se retiró a toda prisa mientras McNaghten se sonaba la nariz y le juraba a Mackenzie que ya no quería esperar más. Mac le rogó que esperara por lo menos a que se viera alguna señal de que Shelton se había puesto en movimiento, pero McNaghten replicó:

—Probablemente aún está en la cama. Pero he enviado un recado a Le Geyt; él se encargará de resolverlo todo. Ah, aquí están Trevor y Lawrence. Bueno, caballeros, ya hemos perdido demasiado el tiempo. ¡Adelante!

No me gustaba nada lo que estaba ocurriendo. Los planes eran que Akbar y los jefes, incluidos los dourani, se reunieran en las inmediaciones del fuerte de Mohammed, el cual se encontraba a menos de cuatrocientos metros de las puertas del acantonamiento. En cuanto McNaghten y Akbar se hubieran intercambiado los saludos de rigor, Shelton tendría que salir rápidamente del acantonamiento y rodear a los dourani para que éstos quedaran atrapados entre nuestras tropas y los hombres de los demás jefes. Pero Shelton no estaba preparado y nosotros ni siquiera teníamos escolta, por lo que mucho me temía que nosotros cinco y los soldados nativos —en total una media docena de hombres— lo pasáramos un poco mal antes de que Shelton apareciera en escena.

El joven Lawrence también se lo temía, pues le preguntó a McNaghten mientras cruzaba la puerta al trote si no sería mejor esperar; McNaghten levantó bruscamente la cabeza y contestó que podríamos limitarnos a conversar con Akbar hasta que saliera Shelton y llevara a cabo la tarea que le había sido encomendada.

—¿Y si hubiera una traición? —preguntó Lawrence—. Sería mejor que las tropas estuvieran preparadas para intervenir en cuanto recibieran la orden.

—¡Ya no puedo esperar más! —contestó MacNaghten, temblando no sé si de frío, temor o emoción. Después le oí decirle a Lawrence en voz baja que ya sabía que podía haber una traición, pero ¿qué podía hacer? Tendría que confiar en que Akbar cumpliera su palabra. En cualquier caso, él prefería poner en peligro su propia vida antes que sufrir la deshonra de ser expulsado de Kabul como un cobarde.

—El éxito salvará nuestro honor y nos compensará de todo lo demás.

Cruzamos los nevados prados en dirección al canal. Era una clara y fría mañana; la gris y silenciosa ciudad de Kabul se extendía ante nuestros ojos; a nuestra izquierda, el grasiento río Kabul serpenteaba entre sus bajas orillas y, al otro lado, la gran fortaleza de Bala Hissar parecía un perro guardián que vigilaba los blancos campos nevados. Cabalgábamos en silencio y sólo se oía el crujido de la nieve bajo los cascos de los caballos; por encima de los hombros de los cuatro hombres que cabalgaban delante de mí se elevaban las blancas nubes del vapor de sus alientos. Todo estaba tranquilo y en silencio.

Llegamos al puente del canal, al otro lado del cual se encontraba la ladera que bajaba del fuerte de Mohammed junto al río. La pendiente estaba punteada de afganos; en el centro, donde se había extendido una alfombra azul de Bujara, un grupo de jefes rodeaba a Akbar. Sus seguidores aguardaban a cierta distancia, pero calculé que debía de haber unos cincuenta hombres de las tribus de los baruzki, los gilzai, los dourani y también varios ghazi[24]. El espectáculo era impresionante. «Estamos locos si nos metemos aquí dentro —pensé—; aunque Shelton avance a toda velocidad, nos podrían cortar a todos la garganta antes de que él se encuentre a medio camino». Volví la cabeza hacia el acantonamiento, pero no se veía ni rastro de los soldados de Shelton. Sin embargo, que conste que de momento eso no importaba. Cuando llegamos al pie de la ladera, yo estaba temblando, aunque no de frío.

Akbar, protegido por una coraza de acero como si fuera un soldado y con el puntiagudo casco rodeado por un turbante de color verde, bajó a recibirnos a lomos de un negro caballo de batalla. Con una radiante sonrisa en los labios, levantó la voz para saludar a McNaghten; a su espalda, Sultan Jan y los demás jefes inclinaron respetuosamente la cabeza e hicieron reverencias con un semblante tan risueño como el de Papá Noel.

—Todo eso me huele a chamusquina —murmuró Mackenzie.

Los jefes se estaban acercando directamente a nosotros, pero observé que los demás afganos situados en las pendientes de ambos lados se iban acercando poco a poco. Me tragué el miedo, pues no teníamos más remedio que seguir adelante. Akbar y McNaghten ya se habían reunido y se estaban estrechando las manos sin desmontar de sus cabalgaduras.

Uno de los soldados nativos que conducía una pequeña y encantadora yegua blanca se adelantó con ella y entonces McNaghten se la ofreció a Akbar, el cual la recibió con visibles muestras de complacencia. Al verle tan contento traté de tranquilizarme, pensando que todo iría bien… la intriga ya estaba en marcha; McNaghten sabía lo que hacía y yo no tenía realmente nada que temer. De todos modos, los afganos ya nos tenían rodeados, aunque su actitud seguía pareciendo amistosa. A juzgar por la forma en que mantenía ladeada la cabeza y por la frialdad de su mirada, sólo Mackenzie parecía estar preparado para acercar la mano a la culata de su pistola al menor signo de movimiento en falso.

—Vaya, vaya —dijo Akbar—. ¿Le parece que desmontemos?

Así lo hicimos. Akbar acompañó a McNaghten a la alfombra. Lawrence los siguió con semblante preocupado; debió de decir algo, pues Akbar se rió y dijo, levantando la voz:

—Lawrence sahib no tiene por qué estar nervioso. Aquí somos todos amigos.

De pronto, el anciano Muhammed Din se situó a mi lado, inclinó la cabeza y me dirigió un saludo. Observé que otros se habían acercado a Trevor y a Mackenzie y habían iniciado una cordial conversación con ellos. Todo aquello era tan amistoso que yo hubiera podido jurar que allí había gato encerrado, pero, al parecer, McNaghten ya había recuperado la confianza y estaba charlando animadamente con Akbar. Algo me impulsó a no permanecer inmóvil donde estaba sino a seguir adelante; me acerqué a McNaghten para oír su conversación con Akbar mientras el cerco de afganos se iba aproximando a la alfombra.

—Como puede ver, llevo las pistolas que usted me regaló y que recibí de manos de Lawrence sahib —estaba diciendo Akbar—. Ah, aquí está Flashman. Acérquese, amigo mío, y deje que le vea. McLoten sahib, permítame decirle que Flashman es mi huésped preferido.

—Cuando usted me lo envía, príncipe —contestó McNaghten—, es mi mensajero preferido.

—Ah, sí —dijo Akbar, esbozando una radiante sonrisa—, es el príncipe de los mensajeros. —Después, volviendo la cabeza para mirar a McNaghten a los ojos, añadió—: Tengo entendido que el mensaje que él transmitió halló el favor ante los ojos de Vuestra Excelencia, ¿no es cierto?

De repente, cesó el murmullo de voces que nos rodeaba, como si todo el mundo estuviera observando a McNaghten. Éste así pareció intuirlo, pero, a pesar de todo, asintió con la cabeza a modo de respuesta.

—¿Entonces estamos de acuerdo? —preguntó Akbar.

—Estamos de acuerdo —contestó McNaghten y entonces Akbar le miró un instante directamente a la cara y, de repente, se inclinó hacia adelante, le rodeó el cuerpo con los brazos y lo inmovilizó, sujetándole los costados con las manos.

—¡Apresadlos! —gritó.

Entonces yo vi cómo Lawrence, que se encontraba inmediatamente detrás de McNaghhten, era retenido por dos afganos que se habían situado uno a cada lado suyo. Oí el grito de asombro de Mackenzie y le vi adelantarse hacia McNaghten, pero un baruzki se cruzó en su camino, empuñando una pistola. Trevor corrió hacia Akbar, pero los afganos le cerraron el paso antes de que pudiera recorrer un metro.

Me enorgullezco al recordar aquel momento; mientras los demás se adelantaban instintivamente en un intento de ayudar a McNaghten, yo fui el único que se quedó donde estaba. Aquél no era un lugar adecuado para Flashman y yo sólo veía una salida. Recuerden que me estaba dirigiendo hacia Akbar y McNaghten. En cuanto observé el movimiento del Sirdar, pegué un salto hacia adelante, pero no para abalanzarme sobre él, sino para pasar por su lado, tan cerca de su cuerpo que mi manga le rozó la espalda. Un poco más allá, justo al borde de la alfombra, se encontraba la pequeña yegua blanca que McNaghten le había ofrecido como regalo; un mozo permanecía de pie junto a su cabeza, pero mi movimiento fue demasiado rápido para él.

Monté de un salto y la pequeña criatura se encabritó a causa de la sorpresa, derribando al mozo al suelo y obligando a los demás a apartarse de sus veloces cascos delanteros. Corveteó momentáneamente antes de que yo pudiera controlarla, sujetándole las crines con una mano; sólo tuve tiempo de echar un rápido vistazo a mi alrededor en busca de una ruta de huida, pero fue suficiente para que viera el camino.

Los afganos se aproximaban desde todas las direcciones hacia el grupo de la alfombra; todos habían extraído sus navajas y los ghazi estaban lanzando exclamaciones de asombro. Me pareció que delante de mí, al pie de la ladera, eran menos numerosos; clavé las espuelas en los costados de la yegua y el animal saltó súbitamente hacia adelante, empujando a un lado a un bellaco que había intentado sujetarle la cabeza. El impacto la obligó a desviarse bruscamente y, antes de que yo pudiera refrenarla, se lanzó hacia el confuso grupo que estaba forcejeando en el centro de la alfombra.

Era una de esas fogosas purasangres todo nervio y velocidad; por consiguiente, lo único que pude hacer fue apretar las rodillas contra sus costados y resistir. Sólo dispuse de una décima de segundo para calibrar la escena antes de que el animal se lanzara directamente sobre ella. McNaghten, sin las gafas, con la chistera a punto de caérsele de la cabeza y la boca abierta en una mueca de horror, estaba siendo empujado pendiente abajo por los dos afganos que lo sujetaban por los brazos. Vi que Mackenzie era arrojado como si fuera un travesero sobre los costados de un caballo en cuya silla se sentaba un corpulento baruzki, y que Lawrence, luchando a brazo partido como un loco, era objeto del mismo trato. A Trevor no le vi, pero me pareció oírle; mientras mi pequeña yegua se lanzaba contra el grupo como un rayo, oí un horrible grito entrecortado y un exultante alarido de voces ghazi. Sólo tuve tiempo para aferrarme a la yegua; sin embargo, observé en medio de mi terror que Akbar, blandiendo un sable, empujaba hacia atrás a un ghazi que estaba tratando de acercarse a Lawrence con una navaja. Mackenzie lanzó un grito mientras otro ghazi hacía ademán de atacarlo con una lanza, pero Akbar, con pasmosa frialdad, apartó a un lado la lanza con su espada y soltó una sonora carcajada.

—Son ustedes los señores de mi país, ¿verdad? —gritó—. Usted me protegerá, ¿no es cierto, Mackenzie sahib?

De repente, mi yegua pegó un brinco y pasó por su lado dejándolos atrás; dispuse de unos metros para dominarla, dar media vuelta y lanzarme al galope pendiente abajo.

—¡Atrapadlo! —gritó Akbar—. ¡Apresadlo vivo!

Varias manos asieron la cabeza de la yegua y también mis piernas, pero, gracias a Dios, el animal ya había tomado impulso. Directamente al pie de la pendiente, al otro lado del puente del canal, había un tramo recto que bordeaba al río, más allá del cual se encontraba el acantonamiento. Una vez alcanzara el puente con aquella yegua, no habría ningún jinete afgano capaz de darme alcance. Jadeando a causa del temor, me agarré a las crines del animal y lo espoleé con fuerza. Debí de tardar más tiempo de lo que yo imaginaba en apoderarme de la montura, abrirme paso entre ellos y emprender la huida, pues de repente me di cuenta de que McNaghten y los dos afganos que lo llevaban preso se encontraban a unos veinte metros más abajo, casi directamente situados en mi camino. Al ver que yo estaba a punto de arrollarlos, uno de ellos pegó un salto hacia atrás y se sacó la pistola del cinto. No había forma de evitarlo, por lo que extraje como pude la espada con una mano y la así con la otra. Sin embargo, en lugar de disparar contra mí, el afgano apuntó con su arma a McNaghten.

—¡Por Dios bendito! —exclamó McNaghten mientras se escuchaba un disparo y él se tambaleaba hacia atrás, cubriéndose el rostro con las manos.

Hundí la espada hasta la empuñadura en el hombre que le había disparado y entonces la yegua se encabritó, varios hombres nos rodearon hiriendo con sus lanzas a McNaghten y éste se desplomó al suelo mientras otros se acercaban a mí, avanzando con dificultad sobre la nieve. Solté un aullido de terror y empecé a dar tajos ciegamente, y en todas direcciones; el sable silbaba en el aire y estuve a punto de perder el equilibrio, pero la yegua me enderezó, di otro tajo y esta vez alcancé algo que crujió y se apartó. El aire se llenó de gritos y amenazas; me incliné furiosamente hacia adelante y conseguí cortar una mano que me estaba agarrando la pierna izquierda; algo crujió junto a mi muslo y la yegua soltó un relincho y pegó otro brinco hacia adelante.

La yegua pegó otro brinco, di un nuevo tajo a ciegas con la espalda y conseguimos alejarnos del grupo de guerreros que nos perseguía por la pendiente, soltando maldiciones. Agaché la cabeza, hundí las espuelas en el flanco del animal y salimos disparados como el vencedor de un derby en los últimos doscientos metros.

Mientras galopaba por la pendiente y cruzaba el puente, vi delante de mí una pequeña partida de jinetes trotando muy despacio hacia nosotros. En cabeza cabalgaba Le Geyt… era la escolta que hubiera tenido que acompañar a McNaghten, pero de Shelton y sus tropas no se veía ni rastro. Bueno, a lo mejor llegarían a tiempo para recoger su cadáver en caso de que los ghazi dejaran algo; me incorporé sobre las espuelas, volví la cabeza para asegurarme de que mis perseguidores aún estaban muy lejos y llamé a gritos a los jinetes de la escolta.

Pero sólo conseguí con ello que los muy cobardes dieran media vuelta para regresar a toda velocidad al acantonamiento; Le Geyt hizo un ligero intento de reunir a los hombres, pero no le obedecieron. La verdad es que, a pesar de que yo también soy un cobarde, aquello me pareció completamente ridículo; poco les hubiera costado fingir que hacían algo y salvar así las apariencias. Aplicándome el cuento a mí mismo, di media vuelta con la yegua y vi que los afganos más próximos se encontraban a unos cien metros de distancia y habían desistido de perseguirme. A su espalda, un numeroso grupo de hombres se había congregado alrededor del lugar donde McNaghten había caído; mientras yo miraba, se pusieron a gritar y a bailar y vi que alguien levantaba una lanza con algo de color gris ensartado en su punta. Por un instante, pensé: «Bueno, ahora Burnes conseguirá su puesto». Inmediatamente recordé que Burnes había muerto. Por mucho que se diga, la política es un negocio muy peligroso.

Distinguí a Akbar con su reluciente peto de acero en medio de una enfervorizada multitud, pero no veía por ninguna parte ni a Mackenzie ni a Lawrence. «Dios mío, yo soy el único superviviente», pensé. Mientras Le Geyt me salía al encuentro al galope, me adelanté hacia él y, obedeciendo a un repentino impulso, levanté la espada por encima de mi cabeza. Estaba completamente ensangrentada después de la refriega.

—¡Akbar Khan! —rugí mientras los rostros de los hombres de la ladera se volvían para mirar hacia abajo donde me encontraba—. ¡Akbar Khan, perro perjuro y traidor!

Le Geyt murmuró algo a mi lado, pero no le preste atención.

—¡Baja, infiel malnacido! —grité—. ¡Baja y lucha como un hombre!

Confiaba en que no lo hiciera aunque pudiera oírme, cosa bastante improbable. Pero algunos afganos que estaban más cerca sí me oyeron e hicieron ademán de bajar.

—¡Aléjese, señor, se lo suplico! —gritó Le Geyt—. ¡Mire que están avanzando!

Aún se encontraban a una distancia segura.

—¡Perro asqueroso! —rugí—. ¿No te da vergüenza llamarte Sirdar? Te atreves a asesinar a ancianos desarmados, pero ¿tendrás el valor de luchar contra Lanza Ensangrentada? —grité, blandiendo una vez más mi sable.

—¡Por el amor de Dios! —dijo Le Geyt—. ¡No puede usted enfrentarse en solitario a todos ellos!

—¿Acaso no es eso lo que he estado haciendo? Por Dios que pienso…

Me agarró por el brazo y me señaló algo con el dedo. Los ghazi estaban avanzando y unos grupos dispersos se disponían a cruzar el puente. No vi ninguna pistola entre ellos, pero estaban acortando distancias de forma peligrosa.

—Me envías tus chacales, ¿verdad? —troné—. ¡Es contigo con quien yo quiero luchar, bastardo afgano!

¡Bueno pues, si no quieres, no quieres, pero ya habrá ocasión otro día!

Dicho lo cual, di media vuelta y alcanzamos la entrada del acantonamiento antes de que los ghazi pudieran cargar contra nosotros; Shelton se estaba ajustando el talabarte mientras daba órdenes a sus hombres. Al verme, preguntó:

—¡Dios mío, Flashman! ¿Qué ocurre? ¿Dónde está el legado?

—Muerto —contesté yo—. Cortado en pedazos y lo mismo le ha ocurrido a Mackenzie, supongo. Se me quedó mirando boquiabierto de asombro.

—Pero… ¿quién… qué… cómo?

—Akbar Khan los ha cortado en pedazos, señor —contesté fríamente—. Le esperábamos a usted con el regimiento —añadí—, pero no ha venido.

Estábamos rodeados por un nutrido grupo de oficiales, funcionarios e incluso algunos soldados que habían roto filas.

—¿Qué no hemos venido? —replicó Shelton—. Por Dios bendito, señor, ahora mismo iba a salir. ¡Ésta es la hora que nos había indicado el general!

Me quedé de una pieza.

—Pues lo decidió demasiado tarde —dije yo—. Demasiado tarde, por desgracia.

A nuestro alrededor se levantó un clamor de voces.

—¡Una matanza!

—¡Todos muertos menos Flashman!

—¡Dios mío, fijaos en la cara que tiene!

—¡El legado ha sido asesinado!

Le Geyt se abrió paso entre todos ellos y dejamos a Shelton ordenando a gritos a sus hombres que no rompieran filas hasta que él averiguara qué demonios era aquello. Se acercó a mí preguntándome qué había ocurrido y, cuando se lo dije, empezó a maldecir a Akbar, llamándolo villano y traidor.

—Tenemos que ir a ver inmediatamente al general —dijo—. ¿Cómo demonios ha conseguido usted escapar con vida, Flashman?

—¡Bien lo puede usted preguntar, señor! —contestó Le Geyt, adelantándose a mi respuesta—. ¡Fíjese en eso! —añadió, señalando mi silla de montar.

Recordé haber sentido un golpe cerca de la pierna durante la escaramuza. Bajé los ojos y vi una navaja del Khyber con la punta clavada en mi silla de montar. Me la debía de haber arrojado uno de los ghazi; unos cinco centímetros más a la derecha o la izquierda y me hubiera dejado inválido a lomos de la yegua. El solo hecho de pensar en lo que hubiera podido ocurrir borró de golpe toda la bravuconería de que había estado haciendo gala hasta aquel momento. De repente, me sentí débil y cansado.

Le Geyt me afianzó en la silla y, cuando llegamos a la puerta de Elphy, me ayudaron a desmontar y los hombres se arremolinaron a mi alrededor. Eché los hombros hacia atrás y, mientras Shelton y yo subíamos los peldaños, oí que Le Geyt explicaba:

—Se ha abierto paso entre todos ellos, ¡y aún habría tenido el valor de regresar si yo no se lo hubiera impedido! ¡Quería enfrentarse él solo a Akbar, lo juro por Dios!

Aquellas palabras me levantaron un poco el ánimo mientras pensaba para mis adentros: «Cría fama y échate a dormir». A continuación, apartando a un lado a todo el mundo, Shelton entró conmigo en el despacho de Elphy y empezó a contar su historia o, mejor dicho, la mía.

Elphy le escuchó como si no pudiera dar crédito a lo que estaba viendo y oyendo. Nos miraba consternado y en su cetrino rostro los labios se movían sin articular ni una sola palabra. «Santo cielo, ¿ése es el comandante que tenemos?», volví a preguntarme. Curiosamente, no era la expresión desvalida de sus ojos ni el encorvamiento de sus hombros, ni siquiera su evidente mal estado de salud lo que más me descorazonaba, sino la contemplación de sus escuálidos tobillos, de sus pies y de las zapatillas de estar por casa que asomaban por debajo de la bata. Resultaba un espectáculo totalmente ridículo tratándose de alguien que era nada menos que el general de un ejército.

Cuando terminamos, se limitó a mirarnos fijamente y preguntó:

—Dios mío, ¿qué vamos a hacer ahora? ¡Oh, sir William, sir William, qué fatalidad!

Al cabo de un momento, sacó fuerzas de flaqueza y dijo que tendríamos que celebrar un consejo para establecer lo que se tenía que hacer. Después me miró diciendo:

—Flashman, gracias a Dios que, por lo menos, usted se ha salvado. Es como Randolph Murray, el único portador de malas noticias. Dígale a mi asistente que mande llamar a los oficiales de alta graduación, por favor, y vaya a que los médicos le echen un vistazo.

Debió de pensar que me habían lastimado y me dije entonces y me sigo diciendo ahora que era un enfermo de alma y de cuerpo. Parecía un poco «ido», tal como hubieran dicho los parientes de mi mujer.

Nos dio buena prueba de ello en las horas siguientes. Como es natural, en el acantonamiento se armó un gran revuelo y corrieron toda suerte de rumores. Uno de ellos decía, tanto si ustedes lo creen como si no, que McNaghten no había resultado muerto en absoluto, sino que había ido a Kabul para proseguir las negociaciones con Akbar. Pues bien, a pesar de haber oído mi relato, eso fue lo que Elphy acabó creyendo. El viejo estúpido se empeñó en creer lo que hubiera querido creer, en lugar de dar crédito a lo que le decía el sentido común. Sin embargo, sus ensoñaciones no duraron mucho tiempo. Akbar dejó en libertad a Mackenzie y a Lawrence por la tarde y ambos confirmaron mis datos. Los habían mantenido encerrados en el fuerte de Mohammed y habían visto las extremidades cortadas de McNaghten que los ghazi estaban exhibiendo como un trofeo. Más tarde, los asesinos colgaron lo que quedaba de él y de Trevor en los ganchos de los tenderetes de los carniceros del bazar de Kabul.

Evocando ahora aquellos acontecimientos, creo que Akbar hubiera preferido respetar la vida de McNaghten en lugar de matarle. Las discusiones a este respecto aún no han terminado, pero creo que Akbar atrajo deliberadamente a McNaghten hacia aquel complot contra los dourani para ponerle a prueba; al ver que McNaghten aceptaba, comprendió que no se podía fiar de él. Jamás había tenido intención de ejercer el poder en Afganistán estando asociado a nosotros; lo quería todo para él y la mala fe de McNaghten le ofreció el pretexto que buscaba. Sin embargo, hubiera preferido mantener a McNaghten como rehén en lugar de matarle.

En primer lugar, la muerte del legado le hubiera podido costar la pérdida de todas sus esperanzas y de su vida. Un comandante más decidido que Elphy —de hecho, cualquier otro que no fuera él— hubiera marchado desde el acantonamiento para vengarse y expulsar a los asesinos de Kabul. Y lo hubiéramos podido hacer sin dificultad; las tropas de las que Elphy decía no fiarse estaban furiosas por el asesinato de McNaghten y ansiaban luchar, pero Elphy no quiso. Vaciló como de costumbre y nosotros nos pasamos todo el día holgazaneando en el acantonamiento en unos momentos en que los afganos estaban muertos de miedo y temían que los atacáramos de un momento a otro. Eso lo averigüé más tarde; Mackenzie pensaba que si hubiéramos actuado, los afganos habrían huido despavoridos.

Sea como fuere, ésta es la historia de lo que ocurrió. Por aquel entonces yo sólo sabía lo que veía y oía, y no me gustaba ni un pelo. Pensé que, tras haber dado muerte al legado, los afganos decidirían ir a por los demás y, puesto que Elphy se limitaba a gimotear y retorcerse las manos, temí que nada pudiera detenerlos. Quizá se debió a mi fuga por los pelos de aquella mañana, pero el caso es que me pasé el resto del día profundamente abatido. Recordaba aquellas navajas del Khyber y me imaginaba a los ghazi profiriendo gritos mientras nos cortaban en pedazos. Llegué a preguntarme si no sería mejor tomar un caballo muy veloz y abandonar Kabul a la mayor rapidez posible, pero aquella perspectiva era tan peligrosa como la de quedarme.

Sin embargo, en los días sucesivos la situación ya no me pareció tan dramática. Akbar envió a unos cuantos jefes para expresar su condolencia por la muerte de McNaghten y reanudar las negociaciones… como si nada hubiera ocurrido. Y Elphy, que hubiera estado dispuesto a agarrarse a un clavo ardiendo, accedió a hablar con él. No veía qué otra cosa hubiera podido hacer, dijo. El resumen de todo aquello fue que los afganos nos dijeron que teníamos que abandonar Kabul de inmediato y dejar no sólo nuestras armas, ¡sino también a ciertos oficiales casados y a sus esposas como rehenes!

En estos momentos parece increíble, pero lo cierto fue que Elphy aceptó y ofreció una retribución en efectivo a cualquier oficial casado que accediera a convertirse en rehén de Akbar junto con su familia. Cuando los oficiales se enteraron, se armó un alboroto tremendo; muchos dijeron que preferían pegarles un tiro a sus mujeres antes que dejarlas a la merced de los ghazi. Hubo ciertos intentos por convencer a Elphy de que, por una vez, emprendiera una acción, marchando y ocupando el Bala Hissar, donde hubiéramos podido desafiar a los afganos con las armas, pero él no acabó de decidirse y, al final, no se hizo nada.

Al día siguiente de la muerte de McNaghten se celebró un consejo de oficiales presidido por Elphy, el cual se encontraba en muy malas condiciones físicas y, por si fuera poco, aquella mañana había sufrido un accidente. Dada la situación de emergencia, había decidido ir armado y mandó que le llevaran sus pistolas. Mientras su criado cargaba una de ellas, ésta se le cayó al suelo, se disparó, atravesó el asiento de Elphy y le hirió levemente en el trasero sin mayores consecuencias.

Shelton, que no soportaba a Elphy, trató de armar el mayor escándalo posible.

—Los afganos asesinan a nuestra gente, intentan llevarse a nuestras mujeres y nos ordenan que abandonemos el país, ¿y qué hace nuestro comandante? Se pega un tiro en el trasero… sin duda en un intento de saltarse la tapa de los sesos. No creo que haya errado demasiado el tiro.

Mackenzie, que tampoco apreciaba demasiado a Elphy, pero aborrecía todavía más a Shelton, le aconsejó que procurara echarle una mano al viejo en lugar de burlarse de él. Shelton le replicó:

—¡Más bien me burlaré de él, Mackenzie! ¡Me encanta burlarme de él!

Dicho lo cual, para poner en práctica lo que pensaba, se llevó sus mantas al consejo y se pasó todo el rato tendido encima de ellas, fumando un cigarro y resoplando ruidosamente cada vez que Elphy decía algo especialmente estúpido; a lo largo de la reunión, resopló varias veces.

Tomé parte en el consejo, supongo que debido al papel que había desempeñado en las negociaciones, y, basándome en los disparates que allí se dijeron, puedo afirmar que fue algo comparable a las restantes locuras que han jalonado mi carrera militar… Recuerden que también estuve con Raglan en Crimea. Ya desde un principio estuvo muy claro que Elphy quería hacer todo lo que los afganos le dijeran; y quería convencerse de que no había ningún otro camino posible.

—Con la muerte del pobre sir William, nos hemos quedado todos desconcertados —repetía una y otra vez, mirando tristemente a su alrededor en busca de alguien que estuviera de acuerdo con él—. Nuestra permanencia en Afganistán no sirve para nada a mi juicio.

Hubo algunos que no se mostraron de acuerdo, pero no muchos. Pottinger, un sujeto muy listo que había sucedido a Burnes en el cargo a falta de otra cosa mejor, era partidario de marchar sobre el Bala Hissar; le parecía una locura, dijo, que tratáramos de retirarnos a la India a través de los pasos en pleno invierno, con un ejército cuyo avance estaría entorpecido por centenares de mujeres, niños y criados. En cualquier caso, no se fiaba de los salvoconductos de Akbar. Advirtió a Elphy de que, aunque quisiera, el Sirdar no podría impedir que los ghazi nos cerraran los pasos.

Aquellas reflexiones me parecieron muy sensatas; yo era partidario de marchar sobre el Bala Hissar, siempre y cuando la marcha la encabezara otro y Flashy ocupara su puesto al lado de Elphy Bey, con todo el resto del ejército a nuestro alrededor. Pero todos se opusieron a las propuestas de Pottinger, no porque estuvieran de acuerdo con Elphy, sino porque no les hacía ninguna gracia la idea de quedarse todo el invierno en Kabul bajo su mando. Querían librarse de él y sólo podrían conseguir su propósito regresando con el ejército a la India.

—Sólo Dios sabe lo que es capaz de hacer si nos quedamos aquí —murmuró alguien por lo bajo—. Probablemente, nombrar oficial político a Akbar.

—Una marcha rápida a través de los pasos —dijo otro—. Preferirán dejarnos pasar antes que correr el riesgo de provocar un conflicto.

Se pasaron un buen rato discutiendo hasta que finalmente se cansaron y se dieron por vencidos. Elphy miró sombríamente a su alrededor en medio del silencio, pero no tomó ninguna decisión. Al cabo de un rato, Shelton se levantó, apagó el cigarro y preguntó bruscamente:

—Bueno pues, ¿debo entender que nos vamos? Como usted comprenderá, necesitamos contar con instrucciones muy claras. ¿Desea que dé la orden de que el ejército se retire a la India a la mayor brevedad posible, señor?

Elphy permaneció sentado con expresión de profundo abatimiento, apoyando sus trémulas manos sobre las rodillas.

—Puede que sea para bien —dijo al final—. Ojalá pudiéramos evitarlo y no tuvieran ustedes un comandante incapacitado por enfermedad. ¿Será usted tan amable, brigadier Shelton, de dar la orden que estime más oportuna?

Por consiguiente, sin tener una idea definida acerca de lo que nos esperaba ni de cómo deberíamos retirarnos, con un ejército desmoralizado, unos oficiales divididos y un comandante que nos anunciaba a cada hora que no estaba en condiciones de asumir el mando, se tomó la decisión. Tendríamos que abandonar Kabul.

Tardaron aproximadamente una semana en ultimar el acuerdo con los afganos y más todavía en reunir al ejército y a todos sus acompañantes y medio prepararlos por lo menos para el camino. En mi calidad de ayudante de Elphy, yo estaba extremadamente ocupado, transmitiendo órdenes y contraórdenes, escuchando los balidos del comandante y los burlones comentarios de Shelton. Había algo sobre lo cual no tenía la menor duda: Flashy regresaría de la manera que fuera a la India, aunque los demás no lo hicieran. Tenía mis propias ideas sobre cómo lo podría hacer y éstas no consistían en limitarme a correr los riesgos a que se vería expuesto el resto de la expedición. La tarea de conseguir que el ejército arrancara sus raíces, proporcionarle avituallamiento y equiparlo para el viaje fue una complicación tan tremenda que, al final, pensé que la mayoría de sus integrantes jamás vería Jallalabad situada al otro lado de los pasos, donde Sale estaba resistiendo y podríamos considerarnos a salvo.

Por consiguiente, fui en busca del sargento Hudson, que había estado conmigo en Mogala y era tan digno de confianza como estúpido. Le dije que quería formar un destacamento especial de lanceros escogidos bajo mi mando… no aspiraba a que fueran mis gilzai dada la situación que en aquellos momentos estaba viviendo el país, pues dudaba mucho que estuvieran dispuestos a dejarse degollar por mí. Los doce serían la mejor escolta con la que yo pudiera soñar y, cuando el ejército se viniera abajo, nos separaríamos y nos dirigiríamos a Jallalabad por nuestra cuenta. Todo eso no se lo dije a Hudson, claro, pero le expliqué que aquellos hombres y yo actuaríamos como un cuerpo especial de mensajeros durante la marcha, puesto que constantemente se transmitirían órdenes arriba y abajo de la columna. A Elphy le dije lo mismo, añadiendo que también podríamos servir como cuerpo montado de reconocimiento y correveidiles generales. Me miró con cara de vaca cansada.

—Será mi trabajo muy peligroso, Flashman —me dijo—. Temo que el viaje sea muy azaroso y eso lo obligará a llevar la carga más pesada.

—No se preocupe, señor —repliqué virilmente—. Conseguiremos salir adelante y, en cualquier caso, ninguno de esos afganos podía medirse conmigo.

—Oh, muchacho —exclamó el viejo hijo de puta, poniendo los ojos en blanco—, ¡muchacho mío! ¡Tan joven y tan valiente! ¡Oh, Inglaterra —exclamó, mirando a través de la ventana—, cuán grande es tu deuda con tus renuevos más tiernos! Que así sea, Flashman, y que Dios le bendiga.

Necesitaba más seguridades que ésa y, por consiguiente, ordené a Hudson que llenara nuestras alforjas con el doble de provisiones de las que necesitaríamos; estaba claro que los suministros escasearían y creía en la conveniencia de abastecernos debidamente. Aparte de la preciosa yegua blanca que le había birlado a Akbar, tomé otra jaca afgana para mi uso particular; si una montura me fallaba, tendría la otra.

Ésos eran los elementos esenciales para el viaje, pero yo también pensaba en algunos lujos. Obligado a permanecer confinado en el acantonamiento, llevaba siglos sin acostarme con una mujer y ya me estaba empezando a poner nervioso. Para agravar la situación, durante la semana de Navidad había llegado un mensajero de la India con muchas cartas; una de ellas era de Elspeth. Reconocí la escritura y el corazón me dio un vuelco en el pecho; cuando la abrí, me llevé un sobresalto, pues empezaba con las palabras «A mi queridísimo Héctor», y pensé: «Me está engañando con otro y me ha enviado la carta equivocada por error». Pero en la segunda línea había una referencia a Aquiles y otra a Áyax y entonces comprendí que se estaba dirigiendo a mí, utilizando los términos que ella consideraba más apropiados para un marcial paladín. Qué podía saber ella. Por aquel entonces era costumbre que las mujeres más románticas vieran a sus esposos y prometidos soldados como héroes griegos y no como los putañeros y borrachos payasos que eran casi todos ellos. Sin embargo, lo más probable era que los héroes griegos no fueran mucho mejores; por consiguiente, no iban demasiado desencaminadas.

La carta era muy tópica, supongo, y me informaba de que tanto ella como mi padre estaban bien y de que ella estaba «Desolada sin su Verdadero Amor» y «Contaba las Horas que faltaban para mi Triunfal Regreso de la Boca del Cañón» y cosas por el estilo. Sabrá Dios cómo creen las chicas que se ganan la vida los soldados. Pero me hablaba mucho de sus deseos de estrecharme en sus brazos y acunar mi cabeza sobre su pecho y demás (Elspeth siempre había sido muy directa, mucho más que la mayoría de las inglesas de su época); el hecho de pensar en su pecho y en los fogosos galopes a los que nos habíamos entregado juntos hizo que me subiera la temperatura. Cerrando los ojos, imaginé su blanco cuerpo y el de Fetnab y el de Josette y, mientras soñaba con ellos, llegué rápidamente a un punto en el que incluso lady Sale hubiera tenido que echar a correr de haberla tenido al alcance de mi mano.

Sin embargo, yo había puesto los ojos en una presa más joven, representada por la excelente figura de la señora Parker, la risueña y menuda esposa de un capitán de la Quinta Brigada Ligera de Caballería. Su marido era un sujeto muy serio que le llevaba unos veinte años de edad y estaba tan locamente enamorado de ella como sólo lo puede estar un hombre de mediana edad que se haya casado con una mujer más joven. Betty Parker era una dama bonita, pero un poco regordeta y con dientes de conejo, a la que yo apenas hubiera prestado la menor atención de haber tenido a mano a alguna mujer afgana. Pero, con la ciudad de Kabul fuera de nuestro alcance, tal cosa estaba completamente excluida, por cuyo motivo me puse rápidamente a trabajar durante la semana siguiente a la Navidad.

Vi que me había echado el ojo, lo cual no era de extrañar en una mujer casada con Parker, y aproveché una de las veladas de lady Sale —por aquel entonces la muy bruja mantenía su casa abierta para demostrar que, aunque los demás estuvieran desmoralizados, ella rebosaba de entusiasmo— para jugar a las cartas con Betty y con otras señoras y rozarle las rodillas con las mías bajo la mesa. No pareció que le importara en absoluto, por lo que más tarde decidí tantear un poco más el terreno. Esperé hasta que la encontré sola y le pellizqué el busto cuando menos lo esperaba. Experimentó un sobresalto y emitió un jadeo, pero, como no se desmayó, pensé que la cosa iba bien, y que todavía iría mejor.

Lo malo era Parker. No había la menor esperanza de que se pudiera hacer algo mientras estuviéramos en Kabul y lo más probable era que, durante la marcha, permaneciera tan cerca de su esposa como una gallina de sus polluelos. Pero la suerte me sonrió, tal como siempre ocurre cuando uno aguza el ingenio, aunque me hizo sufrir lo suyo y sólo cuando faltaban dos días para nuestra partida conseguí eliminar el inoportuno obstáculo del marido. Fue durante una de aquellas interminables discusiones en el despacho de Elphy, en las que se hablaba de todo lo humano y lo divino, pero jamás se hacía nada de provecho. Entre la decisión de permitir que nuestros hombres se envolvieran las piernas con trapos tal como hacían los afganos para evitar la congelación, y las instrucciones de la comida que se debería llevar para alimentar a sus perros raposeros, Elphy Bey recordó de pronto que tendría que enviar las últimas instrucciones acerca de nuestra partida al general Nott en Kandahar. Sería mejor, dijo, que el general Nott estuviera completamente informado de nuestros movimientos, y Mackenzie, más a punto de perder la paciencia de lo que yo jamás le hubiera visto, convino en que efectivamente lo más apropiado era que una mitad del ejército británico en Afganistán supiera lo que estaba haciendo la otra.

—Excelente —dijo Elphy, muy complacido, aunque no por mucho tiempo—. ¿A quién podríamos enviar a Kandahar con los despachos? —se preguntó nuevamente con semblante preocupado.

—Lo puede hacer cualquiera que galope bien —contestó Mac.

—No, no —dijo Elphy—, tiene que ser un hombre en quien tengamos depositada toda nuestra confianza. Se necesita un oficial experto —añadió, y empezó a divagar acerca de la madurez y el sentido común mientras Mac tamborileaba con las yemas de los dedos sobre su cinturón.

Vi inmediatamente una oportunidad. Por regla general, yo jamás expresaba mi opinión, en primer lugar porque era más joven y, en segundo, porque me importaba un bledo, pero ahora pregunté si podía decir una cosa.

—El capitán Parker es un oficial muy serio, si se me permite decirlo —señalé—. Y es tan buen jinete como yo, señor.

—No lo sabía —dijo Mac—. Pero, si usted afirma que es un buen jinete, lo debe ser. Que lo haga Parker entonces —le indicó a Elphy.

Elphy dudó un poco.

—Está casado, Mackenzie. Su mujer se vería privada de su presencia durante nuestro viaje a la India, el cual me temo que va a ser muy arduo. —El viejo estúpido siempre era demasiado considerado—. Su esposa estará muy preocupada por su seguridad…

—El camino a Kandahar es tan seguro como cualquier otro —replicó Mac— y, además, él procurará darse prisa tanto a la ida como a la vuelta. Cuantas menos parejas enamoradas tengamos en esta marcha, mejor.

Mac era soltero, naturalmente; uno de esos hombres de hierro que están casados con el servicio y se pasan la luna de miel con un manual de instrucciones de infantería en la mano y una toalla húmeda anudada alrededor de la cabeza; si pensaba que el hecho de encomendar aquella misión a Parker reduciría el número de parejas enamoradas, se equivocaba de medio a medio; yo pensaba más bien que lo aumentaría.

Elphy dio su conformidad sacudiendo la cabeza y murmurando por lo bajo. Y redondeé más tarde el trabajo de la mañana, diciéndole a Mac al salir que lamentaba haber mencionado a Parker, pues había olvidado que estaba casado.

—¿Usted también? —dijo Mac—. ¿Le ha contagiado Elphy su enfermedad de preocuparse por las cosas que no tienen importancia y olvidarse de las que sí la tienen? Permítame decirle, Flash, que nos vamos a pasar tanto tiempo sacudiendo la cabeza por tonterías como lo de Parker, los perros de Elphy y la valiosa cómoda de lady McNaghten, que tendremos mucha suerte si al final conseguimos llegar a Jallalabad. —Se acercó un poco más a mí y me miró con sus fríos e inquietantes ojos—. ¿Sabe a qué distancia está eso? A unos ciento cincuenta kilómetros. ¿Tiene usted alguna idea de lo que tardaremos con un ejército de catorce mil hombres, de los cuales apenas una cuarta parte está integrada por tropas de combate y el resto es un tremendo revoltijo de porteadores y sirvientes indios, por no hablar de las mujeres y los niños? Y tenga en cuenta que la marcha la efectuaremos a pie a través de la nieve sobre el peor terreno que existe en este mundo y a temperatura de congelación. Dudo mucho que con un ejército de soldados de las Tierras Altas de Escocia lo pudiéramos hacer en menos de una semana. Con un poco de suerte, lo podríamos hacer en dos… si los afganos nos dejan en paz, la comida y las municiones nos alcanzan y Elphy no se pega otro tiro en la otra nalga.

Jamás había visto a Mackenzie tan furioso. Por regla general, era más fresco que una trucha, pero supongo que el hecho de ser un profesional responsable y de tener que trabajar con Elphy había acabado con su paciencia.

—Eso no se lo diría a nadie más que a usted o a George Broadfoot si estuviera aquí —añadió—, pero, si salimos de ésta, será por pura suerte y por los esfuerzos de uno o dos de nosotros, como usted y yo. Ah, y también de Shelton. Es un tipo muy desabrido, pero un buen soldado y, si Elphy lo deja en paz, puede que nos lleve a Jallalabad. Bueno pues, ya le he dicho todo lo que pienso y dudo mucho que alguna vez pueda hacer un pronóstico más acertado. —Me miró con una de sus melancólicas sonrisas habituales—. ¡Y usted se preocupa por Parker!

Tras haber escuchado sus comentarios, ya sólo me preocupaba por mí. Conocía a Mackenzie y sabía que no era un pájaro de mal agüero y que, si él creía que nuestras posibilidades eran muy pocas, significaba que efectivamente lo eran. Sabía por mi trabajo que en el despacho de Elphy las cosas no iban bien; los afganos nos dificultaban la tarea de reunir suministros y había señales de que los ghazi estaban abandonando Kabul a través de los pasos… Pottinger estaba seguro de que nos aguardarían al acecho e intentarían despedazarnos en los desfiladeros más difíciles como, por ejemplo, el Khoord-Kabul y el Jugdulluk. Pero yo trataba de tranquilizarme pensando que un ejército de catorce mil hombres forzosamente tenía que estar seguro, aunque algunos de los nuestros cayeran por el camino. Mac me lo había hecho ver todo bajo una perspectiva distinta y ahora yo volvía a sentir una extraña flojedad en las tripas y una sensación de mareo en la garganta. Procuraba convencerme de que a unos soldados como Shelton, Mackenzie y el sargento Hudson no les podrían parar los pies unos enjambres de afganos, pero todo era inútil. Burnes e Iqbal también eran buenos soldados y eso no había sido suficiente para salvarlos; aún me parecía oír el terrible crujido de las navajas hundiéndose en el cuerpo de Burnes y no podía apartar de mis pensamientos a McNaghten colgando muerto de un gancho ni los gritos de Trevor cuando los ghazi lo alcanzaron. Me entraban ganas de vomitar de sólo recordarlo. Y media hora antes yo estaba urdiendo maquinaciones para poder darme un revolcón con la señora Parker en una tienda de campaña durante nuestro camino de regreso a Jallalabad. Eso me hizo recordar lo que les hacían las mujeres afganas a los prisioneros y les aseguro que era algo que, sólo de pensarlo, le ponía a uno los pelos de punta.

Me costó un gran esfuerzo poner al mal tiempo buena cara durante la última fiesta de lady Sale, dos noches antes de nuestra partida. Betty estaba presente y la mirada que me dirigió me levantó un poco el ánimo; su amo y señor ya estaría en aquellos momentos a medio camino de Kandahar, por lo que acaricié la idea de pasarme por su bungaló aquella noche, pero, habiendo tantos criados en el acantonamiento, hubiera sido demasiado peligroso. Mejor esperar hasta que ya nos hubiéramos puesto en camino, pensé, donde nadie podría distinguir una tienda de otra en medio de la oscuridad.

Lady Sale se pasó la velada como de costumbre, criticando a Elphy y comentando la ineptitud general de su Estado Mayor.

—Nunca hubo semejante partida de indecisos. Aquí lo único seguro es que nuestros jefes no pueden pasarse ni dos minutos sosteniendo la misma opinión. Al parecer, sólo piensan en contradecirse los unos a los otros, precisamente ahora en que lo que más se necesita es armonía y orden.

Lo dijo con una cierta satisfacción, sentada en la última silla que le quedaba mientras los criados arrojaban los muebles a la estufa para caldear un poco la estancia. Lo habían arrojado todo al fuego menos la cómoda, la cual serviría de combustible para preparar las comidas antes de la partida; estábamos sentados sobre las maletas y baúles amontonados junto a las paredes o bien agachados en el suelo mientras la vieja arpía nos miraba desde lo alto de su ganchuda nariz con las manos protegidas por mitones y entrelazadas sobre su regazo. Lo más curioso era que nadie la consideraba un pájaro de mal agüero a pesar de sus incesantes quejas; estaba tan visiblemente segura de que ella llegaría a Jallalabad a pesar de los errores de Elphy que la gente se animaba con sólo escucharla.

—El capitán Johnson me ha comunicado —dijo resollando— que hay comida y forraje para diez días todo lo más y que los afganos no tienen la menor intención de facilitarnos una escolta para cuando crucemos los pasos.

—Mejor —dijo Shelton—. Cuanto menos veamos a esa gente, más tranquilo estoy.

—¿De veras? Pero entonces, ¿quién nos defenderá de los malhechores y los bandidos que acechan en las colinas?

—Por Dios bendito, señora, ¿acaso nosotros no somos un ejército? —replicó Shelton—. Creo que estamos en condiciones de protegernos.

—Puede que usted lo espere, pero yo no estoy tan segura de que algunas de nuestras tropas nativas no aprovechen la primera oportunidad para desaparecer. Y entonces nos quedaremos sin amigos, sin comida y sin leña.

A continuación, lady Sale añadió alegremente que, a su juicio, los afganos estaban firmemente decididos a destruir por completo nuestras fuerzas, apoderarse de nuestras mujeres y dejar vivo sólo a un hombre, «a quien cortarán las piernas y las manos y después colgarán a la entrada del paso del Khyber para disuadir a los feringhees de cualquier intento de volver a penetrar en su país».

—Felicito efusivamente al afgano que se apodere de ella —masculló Shelton al salir—. A poco sentido común que tenga, la colgará a ella en el Khyber… eso evitará con toda seguridad la entrada de los feringhees.

Me pasé el día siguiente comprobando que mis lanceros escogidos estuvieran en perfectas condiciones, que nuestras alforjas estuvieran llenas y que todos los hombres tuvieran suficientes cartuchos y pólvora para sus carabinas. Llegó la última noche y el caos de los preparativos de última hora en medio de la oscuridad, pues Shelton estaba empeñado en salir antes del amanecer para que pudiéramos atravesar el paso de Khoord-Kabul el primer día, lo cual significaba que deberíamos cubrir una distancia de veinticinco kilómetros.