Cuando recuperé el conocimiento, estaba tendido sobre un suelo de madera, con la mejilla apoyada en las tablas. Tenía la sensación de que la cabeza se me abría y cerraba a causa del dolor y, cuando traté de levantarla, descubrí que mi propia sangre reseca me había pegado la cara al suelo, por lo que no pude reprimir un grito cuando finalmente conseguí despegarla.
Lo primero que vi fue un par de botas de excelente cuero amarillo a unos dos metros de distancia sobre las tablas del suelo; por encima de ellas vi unos holgados calzones parecidos a los de un pijama, los faldones de una chaqueta negra, una faja verde, dos ahusadas manos con los pulgares introducidos en ella y, rematándolo todo, un moreno y sonriente rostro con unos pálidos ojos grises bajo un casco metálico coronado por una afilada aguja. Conocía aquel rostro por mi visita a Mogala y, en medio de mi confusión, pensé: mal asunto. Era mi viejo enemigo Gul Shah.
Se acercó y me propinó un puntapié en las costillas. Traté de hablar, pero las primeras palabras que me salieron en un áspero murmullo fueron:
—Estoy vivo.
—De momento —dijo Gul Shah. Se agachó a mi lado y me miró con una lobuna sonrisa en los labios—. Dígame, Flashman, ¿qué se nota cuando uno se muere?
—¿Qué quiere decir? —conseguí graznar.
Señaló hacia atrás con el pulgar.
—En la calle de ahí afuera. Usted estaba en el suelo con varios cuchillos a punto de hundirse en su garganta y sólo mi oportuna intervención le salvó de correr el mismo destino que Sekundar Burnes. Lo cortaron a trocitos, por cierto. Ochenta y cinco trocitos para ser más preciso. Los contaron, ¿sabe? Pero usted, Flashman, debió de saber en aquel momento lo que siente uno cuando se muere. Dígamelo, tengo mucha curiosidad.
Comprendí que semejantes preguntas no podían presagiar nada bueno. La siniestra mirada de aquel bruto hizo que se me pusiera la carne de gallina. Pero llegué a la conclusión de que sería mejor contestar.
—Fue algo espantoso —expliqué.
Gul Shah se rió echando la cabeza hacia atrás y se balanceó sobre sus tacones mientras otros se reían con él. Calculé que en la estancia debía de haber una media docena de hombres, casi todos ghazi. Se congregaron a mi alrededor para mirarme con desprecio y me pareció que su aspecto era todavía más temible que el de Gul Shah.
Cuando terminó de reírse, éste se inclinó hacia mí.
—Pues aún puede ser más horrible —me dijo, escupiéndome a la cara. Apestaba a ajo.
Traté de incorporarme, le pregunté por qué razón me había salvado y entonces él se levantó y volvió a propinarme un puntapié.
—¿Por qué? —replicó en tono burlón.
No acertaba a comprenderlo y tampoco lo deseaba. Pero decidí comportarme como si todo tuviera que ser para bien.
—Le agradezco con toda el alma su oportuna ayuda, señor —le dije—. Será usted debidamente recompensado… todos ustedes lo serán… y…
—Por supuesto que lo seremos —dijo Gul Shah—. Levantadlo.
Me levantaron sin miramientos y me retorcieron los brazos a la espalda. Les dije que, si me llevaban al acantonamiento, serían recompensados generosamente, pero ellos se partieron de risa al oír mis palabras.
—Cualquier recompensa de los británicos será de sangre —dijo Gul Shah—. La suya en primer lugar.
—¿Y por qué, maldita sea? —pregunté a gritos.
—¿Por qué cree usted que impedí que los ghazi lo descuartizaran? ¿Para salvar su preciosa piel quizá? ¿Para entregarlo como un ofrecimiento de paz a su pueblo? —Acercó el rostro al mío—. ¿Ha olvidado usted acaso a una bailarina llamada Narriman, maldito hijo de cerdo? Una puta sin importancia para la gente como usted, a la que uno puede violar cuando le apetezca y después olvidar. Son todos iguales, ustedes los cerdos feringhees. Creen que pueden apoderarse de nuestras mujeres, de nuestro país y de nuestro honor y pisotearlos a su antojo. Nosotros no importamos, ¿verdad? Y, una vez cometidas sus fechorías, cuando ya han violado a nuestras mujeres y nos han robado nuestros tesoros, se pueden ustedes reír y encogerse de hombros como si tal cosa, ¡malditos perros bastardos!
Estaba tan furioso que echaba espumarajos por la boca.
—No quería causarle ningún daño —dije yo.
Me abofeteó el rostro y se me quedó mirando entre jadeos. Hizo un esfuerzo y consiguió dominarse.
—Ella no está aquí —dijo al final—, de lo contrario, lo dejaría a usted en sus manos y ella le causaría unos sufrimientos eternos antes de darle muerte. Pero nosotros intentaremos hacer lo posible para no ser menos.
—Mire —le dije yo—, le pido perdón por cualquier cosa que haya hecho. Ignoraba su interés por aquella chica, se lo juro. Le daré todas las compensaciones que sean necesarias y en la forma que usted quiera. Soy un hombre rico, muy rico.
Le ofrecí cualquier cosa que él me pidiera a modo de rescate y compensación por la chica y me pareció que se calmó momentáneamente.
—Siga —me dijo al ver que hacía una pausa—. Es bueno saberlo.
Lo hubiera hecho, pero la cruel y despectiva mueca de su rostro me hizo comprender que se estaba burlando de mí. Guardé silencio.
—Bueno, pues estamos como al principio —dijo—. Puede creerme, Flashman, quisiera hacerle morir cientos de veces, pero el tiempo apremia. Hay otras gargantas aparte de la suya y nosotros somos impacientes por naturaleza. De todos modos, procuraremos que su tránsito sea lo más memorable posible y así usted tendrá la ocasión de volver a explicarme qué siente uno cuando se muere. Vamos.
Me sacaron a rastras de la estancia y me empujaron por un pasadizo mientras yo pedía socorro a gritos y le dedicaba a Gul Shah los peores insultos que acudieron a mi mente. Pero él caminaba delante de mí sin hacerme ni caso. Al final abrió una puerta, me hicieron cruzar el umbral y descubrí que me encontraba en un cuarto de bajo techo; abovedado y de unos dieciocho metros de largo. Esperaba que hubiera potros de tortura, empulgueras y otros horrores parecidos, pero la estancia estaba completamente vacía. El único detalle curioso consistía en que, por el centro, estaba dividida en dos por un profundo sumidero de unos tres metros de anchura y casi dos de profundidad. Estaba seco y los orificios de las paredes de ambos lados habían sido tapados con grava. Era un trabajo reciente cuya finalidad yo no acertaba a comprender.
Gul Shah se volvió a mirarme.
—¿Es usted fuerte, Flashman?
—¡Maldita sea su estampa! —le grité—. ¡Lo pagará muy caro, negro asqueroso!
—¿Es usted fuerte? —repitió—. Responda si no quiere que le mande cortar la lengua.
Uno de los bellacos me agarró la mandíbula con su vellosa mano y me acercó la navaja a la boca. Fue un argumento de lo más convincente.
—Bastante fuerte, miserable.
—Lo dudo —Gul Shah me miró sonriendo—. Aquí hemos ejecutado últimamente a dos sinvergüenzas y ninguno de ellos era un enclenque. Pero ya veremos. —Dirigiéndose a uno de los suyos, le dijo—: Que venga Mansur. Tendría que explicarle en qué consiste la nueva diversión que me he inventado —añadió, mirándome con expresión burlona—. Está inspirada en primer lugar en la insólita forma de esta estancia, con esta zanja tan grande que tiene en el centro, y, en segundo lugar en un estúpido juego al que suelen jugar los soldados británicos. Estoy seguro de que usted habrá jugado a él, lo cual será un aliciente más para usted y para nosotros. Ah, Mansur, ven aquí.
Mientras Gul hablaba entró en la estancia una grotesca figura. Por un instante, no pude creer que fuera un hombre, pues apenas levantaba un metro veinte del suelo. Era algo espantoso, literalmente tan ancho como largo, con unos enormes y nudosos brazos y un tórax como el de un simio. El tronco descansaba sobre unas piernas muy gruesas, no se le veía el cuello y su amarillenta cara era tan plana como un plato, con una fea narizota en el centro, una boca que parecía una simple rendija y un par de ojillos negros que parecían botones. Su cuerpo estaba cubierto por un espeso vello negro, pero la cabeza era tan lisa como un huevo. Llevaba un sucio taparrabo y, mientras se acercaba a Gul Shah, la luz de la antorcha que iluminaba aquel cuarto sin ventanas le confirió el aspecto de un monstruoso nibelungo, avanzando penosamente por las oscuras madrigueras de las entrañas de la tierra.
—Un maniquí precioso, ¿verdad? —dijo Gul Shah, contemplando al repugnante enano—. Su alma debe de ser tan hermosa como él, Flashman. Lo cual está muy bien, pues él será su verdugo.
Dio una orden y el enano, mirándome de reojo y haciendo con su repugnante boca una torcida mueca que yo interpreté como una sonrisa, saltó repentinamente al interior del sumidero y, dando un tremendo brinco, saltó al otro lado agarrándose por el borde y dio una voltereta cual si fuera un acróbata. Después se volvió hacia nosotros con los brazos extendidos. Parecía un asqueroso gigante amarillo en miniatura.
Los hombres que me sujetaban me colocaron los brazos delante y me ataron fuertemente las muñecas con una cuerda resistente. A continuación, uno de ellos tomó el rollo de cuerda y lo llevó al otro lado de la zanja donde estaba el enano; el maniquí emitió un sonido burbujeante, ofreció ansiosamente las muñecas y ellos se las ataron tal como habían hecho con las mías. Nos encontrábamos uno a cada lado del sumidero, atados a los dos extremos de una misma cuerda cuya parte floja descansaba en el interior de la zanja.
Nadie dio la menor explicación y, en la infernal incertidumbre de lo que estaba a punto de ocurrir, mi temple se vino abajo. Traté de echar a correr, pero ellos me sujetaron entre risas mientras el enano Mansur hacía cabriolas al borde de la zanja y chasqueaba los dedos de entusiasmo al ver mi terror.
—¡Soltadme, hijos de la gran puta! —rugí.
Gul Shah esbozó una sonrisa y empezó a batir palmas.
—Mal empezamos —dijo, sonriendo con desprecio—. Contemple esta sustancia. Yah, Asaf.
Uno de sus bribones se acercó al borde de la zanja con una bolsa de cuero atada al cuello. Desatándola con mucho cuidado y sosteniéndola por la parte de abajo, la invirtió de repente sobre la zanja. Para mi horror, media docena de viscosas y plateadas formas que despedían un siniestro brillo bajo la luz de la antorcha cayeron culebreando al interior del sumidero, tocaron suavemente su fondo y serpentearon con asombrosa velocidad hacia las paredes. Pero, como no pudieron subir, siguieron arrastrándose por el suelo de su extraña prisión en medio de un silencio mortal. Se adivinaba su irritada furia mientras reptaban delante de nosotros.
—Su mordedura es mortal —dijo Gul Shah—. ¿Empieza a comprenderlo, Flashman? Es lo que ustedes llaman el juego de la cuerda… usted contra Mansur. Uno de ustedes tendrá que conseguir arrastrar al otro al interior del sumidero y entonces… el veneno tarda sólo unos minutos en matar. Puede creerme, las serpientes serán más benévolas con usted de lo que hubiera sido Narriman.
—¡Socorro! —grité, a pesar de que bien sabía Dios que no esperaba ninguna ayuda.
Sin embargo, la contemplación de aquellas cosas tan repulsivas, el solo hecho de pensar en su viscoso tacto y en el pinchazo de sus afilados dientes… creí volverme loco. Me enfurecí y supliqué, pero el cerdo afgano batía palmas y se tronchaba de risa. El enano Mansur brincaba de impaciencia hasta que, al final, Gul Shah se apartó, le dio una orden y, volviéndose hacia mí, me dijo:
—Tire con todas sus fuerzas, Flashman. Y presente mis salaams a Shaitan.
Yo me había apartado todo lo posible del borde de la zanja y me encontraba de pie, medio paralizado por el miedo, cuando el enano dio con sus muñecas un impaciente tirón a la cuerda. La sacudida me ayudó a recuperar el sentido; tal como ya he dicho antes, el terror es un poderoso estimulante. Apoyé con firmeza los tacones de mis botas en el áspero suelo de madera y me preparé para resistir con todas mis fuerzas.
El enano sonrió y se alejó a toda prisa hasta que la cuerda se tensó entre nosotros. Adiviné cuál sería su primer movimiento, por lo que ya estaba preparado cuando se produjo el repentino tirón. A punto estuvo de levantarme los pies del suelo, pero yo me volví pasándome la cuerda por el hombro y tirando a mi vez con la misma fuerza. La cuerda se tensó como la de un arco y volvió a aflojarse; el enano me miró con desprecio y emitió una especie de silbido entrecortado. Después contrajo los poderosos músculos de sus hombros e, inclinándose hacia atrás, empezó a tirar.
Qué fuerza tenía, Señor. Resistí hasta que me crujieron los hombros y me temblaron los brazos, pero, poco a poco, centímetro a centímetro, mis tacones empezaron a resbalar por la áspera superficie del suelo hacia el borde de la zanja. Los ghazi daban ánimos al enano y gritaban de alegría mientras Gul Shah se acercaba al borde para observar cómo me deslizaba inexorablemente hacia el límite. Sentí que uno de mis talones resbalaba en el espacio, la cabeza me estallaba a causa del esfuerzo y me silbaban los oídos. De repente, el insoportable dolor de mis muñecas se calmó y me quedé tendido en el suelo junto al borde mientras el enano brincaba y se reía al otro lado y la cuerda se aflojaba entre nosotros.
Los ghazi se lo estaban pasando en grande e instaban al enano a que diera un tirón final y me arrojara al sumidero, pero él sacudió la cabeza, retrocedió una vez más y dio un pequeño tirón a la cuerda. Miré hacia abajo; parecía que las serpientes supieran lo que iba a ocurrir, pues se habían concentrado en una sibilante y ondulante masa justo bajo el lugar donde yo me encontraba. Retrocedí sudando de temor y de rabia y tiré utilizando todo el peso de mi cuerpo para tratar de hacerle perder el equilibrio, pero, a pesar de la violencia del tirón, fue como si el enano estuviera atado a un árbol.
Estaba jugando conmigo; no cabía duda de que era más fuerte que yo puesto que me había arrastrado dos veces hasta el borde del sumidero y me había vuelto a soltar. Gul Shah aplaudió y los ghazi lanzaron vítores de júbilo; después Gul dio una orden al enano y comprendí horrorizado que estaban a punto de acabar conmigo. En mi desesperación, me alejé rodando desde el borde y me levanté; tenía las muñecas destrozadas y ensangrentadas y las articulaciones de los hombros me ardían a causa del esfuerzo. Cuando el enano volvió a dar otro tirón, me tambaleé hacia adelante y, al hacerlo, a punto estuve de arrastrarlo, pues el muy bruto esperaba una resistencia mucho mayor y poco faltó para que perdiera el equilibrio. Tiré con fuerza, pero él se recuperó a tiempo y me miró con rabia, soltando un silbido mientras golpeaba el suelo con los pies para asentarlos en él con firmeza.
Cuando finalmente estuvo preparado, empezó a tirar de nuevo de la cuerda, pero no con todas sus fuerzas, pues sólo me arrastraba un par de centímetros cada vez. Supongo que lo hacía como una especie de repugnante refinamiento final; luché como un pez atrapado en un anzuelo, pero no había forma de resistir aquel terrible y continuado tirón. Me encontraba a unos tres metros del borde cuando él me dio la espalda, tal como suelen hacer en tales contiendas los miembros de uno de los equipos cuando ven que los del otro ya se han dado por vencidos. Entonces comprendí que, si quería aprovechar la última y desesperada ocasión que me quedaba, tendría que hacerlo en aquel momento en que todavía se me ofrecía un poco de espacio para maniobrar. Recordé que había estado casi a punto de hacerle perder el equilibrio con un aflojamiento accidental. ¿Y si pudiera hacer lo mismo de una forma deliberada? Haciendo acopio de las últimas fuerzas que me quedaban, planté firmemente los tacones en el suelo y di un tremendo tirón; el enano se volvió a mirarme por encima del hombro mientras su repulsivo rostro se contraía en una mueca de sorpresa. Después sonrió y volvió a tirar echando el cuerpo hacia atrás. Mis pies empezaron a resbalar.
—Va usted a reunirse con Dios, Flashman —me dijo Gul Shah en tono burlón.
Busqué una posición donde apoyar el pie, la encontré a menos de dos metros del borde y salté hacia adelante. El salto me llevó al borde del sumidero; entonces Mansur cayó de bruces al suelo y la cuerda se aflojó. Sin embargo, el enano, temblando de rabia, se levantó de inmediato como el muñeco de una caja sorpresa; plantó los pies en el suelo, dio un fuerte tirón que a punto estuvo de dislocarme los huesos del hombro y caí boca abajo. Siguió tirando y me arrastró por el suelo acercándome cada vez más al borde mientras los ghazi rugían y yo gritaba horrorizado.
—¡No! ¡No! —chillé—. ¡Mande que se detenga! ¡Espere! Cualquier cosa… ¡haré cualquier cosa! ¡Dígale que se detenga!
Mis manos rebasaron el borde y las siguieron los codos inmediatamente después. De repente, no sentí nada debajo de la cara y, a través de las copiosas lágrimas que brotaban de mis ojos, vi el fondo del sumidero con los repugnantes gusanos serpenteando con un movimiento incesante. Los hombros y el tórax estaban suspendidos ya; en cuestión de un instante caería. Traté de girar y levantar la cabeza para implorar la compasión del enano; le vi de pie junto al otro lado del borde, esbozando una perversa sonrisa mientras enrollaba la cuerda alrededor de su mano y de su codo derechos, tal como hace una lavandera con una cuerda de tender la ropa. Miró a Gul Shah, disponiéndose a dar el tirón final que me arrojaría al interior del sumidero. De pronto, sobre el trasfondo de mis entrecortadas palabras de súplica, oí el ruido de una puerta que se abría de par en par a mi espalda, mientras los presentes murmuraban entre sí y una sonora voz pronunciaba unas palabras en pashto.
El enano se quedó paralizado y miró hacia la puerta situada a mi espalda. No supe lo que vio ni falta que me hacía saberlo; aunque estaba medio muerto de terror y agotamiento, me di cuenta de que algo había distraído su atención, que la cuerda estaba momentáneamente floja y que se encontraba al borde de la zanja. Era mi última oportunidad.
Sólo podía hacer palanca con el tronco y las piernas desde el suelo; los brazos los tenía extendidos hacia adelante. De repente, los retiré con una brusca sacudida mientras unos sollozos se escapaban de mi garganta. No fue un tirón demasiado fuerte, pero bastó para pillar a Mansur totalmente desprevenido, pues sus redondos ojos estaban mirando fijamente hacia la puerta desde su cara de gárgola. El enano comprendió demasiado tarde que se había distraído demasiado pronto. El tirón, a pesar de su escasa fuerza, le hizo perder el equilibrio y una de sus piernas resbaló hacia el borde; lanzó un grito y trató de echarse hacia atrás, pero su grotesco cuerpo aterrizó justo sobre el borde y permaneció por un instante colgando como un balancín. Después, con un horrible y estridente chillido, cayó al interior del sumidero.
Se levantó de un salto y estaba a punto de pegar un brinco hacia el borde, pero, por la misericordia de Dios, había caído casi encima de una de aquellas infernales criaturas y, mientras se incorporaba, la serpiente le mordió una pierna. Lanzó un grito y agitó la pierna para sacársela de encima, pero el tiempo que perdió en hacerlo dio ocasión a que una segunda serpiente le mordiera una mano. Se revolvió presa de la desesperación en medio de un terrible estruendo y empezó a tambalearse con, al menos, dos bichos pegados a la piel. Corrió en círculo con sus cortas extremidades y cayó de bruces al suelo. Una y otra vez las serpientes le mordieron; hizo un débil intento de levantarse, pero enseguida se desplomó al suelo y su deforme cuerpo empezó a experimentar una serie de sacudidas.
Yo estaba tan agotado por la angustia y el esfuerzo que permanecí tendido donde estaba, respirando afanosamente sin poderme levantar. Gul Shah se acercó al borde del sumidero, soltó una sarta de maldiciones contra el enano muerto, después se volvió y, señalándome con el dedo, gritó:
—¡Arrojad a este bastardo ahí dentro junto con él!
Me agarraron y me llevaron al borde de la zanja, pues yo no estaba en condiciones de oponer la menor resistencia. Sin embargo, recuerdo que protesté, diciendo que no era justo y que yo había ganado y merecía que me soltaran. Me mantuvieron suspendido sobre el sumidero, esperando la palabra final de mi enemigo. Cerré los ojos para no ver los crueles rostros de aquellos hombres ni los reptiles de abajo. De pronto, alguien tiró de mí y las manos se apartaron de mi cuerpo. Sin saber qué ocurría, volví lentamente la cabeza. Todos habían enmudecido, Gul Shah junto con los demás.
Había un hombre en la puerta. Era de estatura más baja que la media, tenía tórax y espalda de luchador, y una pequeña y bien formada cabeza que movía de un lado a otro como si quisiera asimilar la escena. Lucía una sencilla chaqueta de color gris con un cinturón de malla metálica y llevaba la cabeza descubierta. Estaba claro que era un afgano, con la misma apostura que tan repulsiva resultaba en Gul Shah, pero con unas facciones más fuertes y redondeadas. Emanaba de él un cierto aire de serena autoridad, aunque sin la arrogancia propia de las gentes de su raza.
Se acercó, saludó con una inclinación de la cabeza a Gul Shah y me miró con comedido interés. Observé con asombro que sus ojos de típico corte oriental eran de un intenso color azul. Este detalle, junto con el cabello negro ligeramente ondulado, le conferían un aspecto europeo, muy en consonancia con su recia y vigorosa figura. Se aproximó al borde del sumidero, chasqueó tristemente la lengua al ver al enano muerto y preguntó con indiferencia:
—¿Qué es lo que ha pasado aquí?
Su tono de voz era tan suave que parecía un vicario en un salón. Al ver que Gul Shah guardaba silencio, yo me apresuré a contestar:
—¡Estos cerdos pretendían asesinarme!
Me miró con una radiante sonrisa en los labios.
—Pero no lo han conseguido —dijo—. Le felicito. Se ve a las claras que ha corrido usted un grave peligro, pero se ha salvado por su habilidad y valentía. Una hazaña extraordinaria, ¡y qué historia para contarles a sus nietos!
Todo aquello me parecía demasiado. Dos veces, y en cuestión de pocas horas, había estado a punto de sufrir una muerte violenta. Estaba destrozado, muerto de cansancio y manchado con mi propia sangre y, de pronto, me encontraba conversando como si tal cosa con un chiflado. Estuve a punto de echarme a llorar y musité para mis adentros:
—Oh, Jesús.
El fornido sujeto enarcó una ceja.
—¿El profeta cristiano? Pero bueno, entonces, ¿quién es usted?
—¡Soy un oficial británico! —contesté—. ¡He sido capturado y torturado por estos desalmados y me hubieran matado con sus infernales serpientes! Quienquiera que usted sea, tiene que…
—¡Por los cien nombres de Dios! —exclamó, interrumpiéndome—. ¿Un oficial feringhee? Es evidente que ha estado a punto de producirse un gravísimo incidente. ¿Por qué no les ha dicho usted quién era?
Le miré boquiabierto de asombro y la cabeza me empezó a dar vueltas. Uno de los dos tenía que estar loco.
—Lo sabían —grazné—. Gul Shah lo sabía.
—Imposible —dijo el desconocido, sacudiendo la cabeza—. No puede ser. Mi amigo Gul Shah sería incapaz de cometer semejante barbaridad; tiene que tratarse de un lamentable error.
—Mire —le dije extendiendo las manos hacia él—, tiene usted que creerme. Soy el teniente Flashman del Estado Mayor de lord Elphinstone y este hombre ha intentado matarme… y no es la primera vez. ¡Pregúntele cómo he llegado hasta aquí! ¡Pregúnteselo a este embustero y traidor bastardo!
—No intente jamás halagar a Gul Shah —dijo jovialmente el hombre—. Se creerá todo lo que le diga. No, por desgracia, ha sido un error, pero no irreparable. Gracias a. Dios… y a mi oportuna llegada, por supuesto. —Volvió a sonreír—. Pero no tiene usted que echarle la culpa a Gul Shah ni a su gente; no sabían quién era usted.
Mientras pronunciaba estas palabras dejó de ser un bromista medio chiflado; su voz era tan suave como al principio, pero se advertía en ella una inequívoca dureza. De pronto, las cosas volvieron a ser reales y yo comprendí que el sonriente sujeto que tenía delante poseía la fuerza que los hombres como Gul Shah jamás podrían poseer; una fuerza peligrosa. Y me di cuenta con inmenso alivio de que con él estaba a salvo, Gul Shah también lo debió de intuir, pues se adelantó y dijo que yo era su prisionero y que, tanto si era un oficial feringhee como si no, él me arreglaría las cuentas.
—No, es mi huésped —le replicó el hombre en tono de reproche—. Ha tenido un percance al venir aquí y necesita descanso y cuidados para sus heridas. Te has vuelto a equivocar, Gul Shah. Ahora le vamos a desatar las muñecas y yo lo agasajaré tal como corresponde a un huésped de su categoría.
Inmediatamente me cortaron las ataduras y dos de los ghazi —los mismos pestilentes bárbaros que unos momentos atrás habían estado a punto de arrojarme a las serpientes— me apartaron de aquel lugar infernal. Sentí que los ojos de Gul Shah se clavaban en mi espalda, pero no le oí decir ni una sola palabra; la única explicación que se me ocurría era la de que aquélla debía de ser la casa del desconocido y, de acuerdo con las severas normas de la hospitalidad musulmana, su palabra era la ley. Pero, en el estado de agotamiento en el que me encontraba, no estaba en condiciones de pensar con claridad, por lo que me limité a seguir con pasos vacilantes a mi benefactor.
Me llevaron a un apartamento muy bien amueblado y, bajo la supervisión de mi anfitrión, me limpiaron la cabeza, me lavaron la sangre de las destrozadas muñecas, me aplicaron vendajes con ungüentos y, finalmente, me ofrecieron un fuerte té a la menta y un plato de pan con fruta. A pesar de que me dolía terriblemente la cabeza, estaba muerto de hambre, pues no había comido nada en todo el día. Mientras yo comía, el hombre siguió hablando.
—No se preocupe por Gul Shah —me dijo, jugueteando con su barbita, sentado delante de mí—. Es un salvaje, ¿qué gilzai no lo es?, pero, ahora que lo pienso, su nombre me recuerda el incidente que tuvo lugar en Mogala hace algún tiempo. Lanza Ensangrentada, ¿verdad? —volvió a dirigirme una radiante sonrisa—. Supongo que le debió de dar algún motivo para que le guardara rencor…
—Hubo una mujer —expliqué—. No sabía que fuera suya.
Lo cual no era cierto, pero daba igual.
—Siempre suele haber una mujer —dijo—. Pero supongo que debió de haber algo más. La muerte de un oficial británico en Mogala hubiera sido conveniente para Gul desde un punto de vista político… Sí, sí, ya comprendo lo que debió de ocurrir. Pero eso pertenece al pasado. —Hizo una pausa y me miró con expresión pensativa—. Lo mismo que ese desafortunado incidente que hoy ha tenido lugar en el sótano. Es mejor que sea así, créame. No sólo para usted personalmente, sino también para todos los británicos que están aquí.
—¿Y qué me dice de Sekundar Burnes y de su hermano? —repliqué—. Sus amables palabras no les devolverán la vida.
—Una terrible tragedia —dijo, coincidiendo conmigo—. Yo admiraba mucho a Sekundar. Esperemos que los rufianes que lo han asesinado sean detenidos y debidamente juzgados.
—¿Rufianes? —dije—. Pero, por el amor de Dios, si eran unos guerreros de Akbar Khan, no una banda de ladrones. Ignoro quién es usted y qué influencia puede ejercer, pero no está muy al día sobre los hechos que ocurren. El asesinato de Burnes y el saqueo de su residencia han sido el comienzo de la guerra. Si los británicos aún no han salido de su acantonamiento de Kabul, no tardarán en hacerlo, ¡le apuesto a usted lo que quiera!
—Creo que exagera usted —dijo en un suave susurro—. Eso que dice de los guerreros de Akbar Khan, por ejemplo…
—Mire —le dije—, no intente convencerme. Anoche regresé del este; las tribus ocupan los pasos desde aquí hasta Jugdulluk e incluso más allá, hay millares de hombres. Están tratando de acabar con las fuerzas de Sale, estarán aquí en cuanto Akbar Khan decida tomar Kabul, cortarle la garganta a Shah Sujah y apoderarse de su trono. Y Dios se apiade de la guarnición británica y de los partidarios del Gobierno británico que le prestan ayuda, tal como usted me la ha prestado a mí. Intenté hacérselo comprender a Burnes, pero él se rió y no me hizo caso. Y ahora, ya ve usted lo que ha ocurrido. —Me detuve porque se me había quedado la garganta seca de tanto hablar. Tomé un sorbo de té y añadí—: Créame si quiere, o no me crea.
Mi anfitrión permaneció en silencio un momento y después comentó que mi relato era muy alarmante, pero que seguramente yo estaba equivocado.
—Si la situación fuera la que usted dice, los británicos ya se habrían puesto en marcha a esta hora… para abandonar Kabul o encerrarse en el fuerte de Bala Hissar, donde estarían a salvo. Al fin y al cabo, no son tontos.
—Está claro que usted no conoce a Elphy Bey —dije—. Y tampoco a ese necio de McNaghten. No quieren creerlo, ¿comprende? Quieren creer que todo va bien. Creen que Akbar Khan aún está escondido en el Hindu-Kush; se niegan a creer que las tribus se están concentrando a su alrededor, dispuestas a expulsar a los británicos de Afganistán.
—Es muy posible que sea tal como usted dice. —Mi anfitrión lanzó un suspiro—. Esos errores son muy frecuentes. O puede que ellos tengan razón y que el peligro no sea realmente tan grande como usted cree. —Se levantó—. Pero soy un anfitrión muy desconsiderado. La herida le está causando muchas molestias y necesita descansar, Flashman huzoor. No quiero molestarle más. Aquí podrá disfrutar de un poco de paz y mañana seguiremos hablando, entre otras cosas, acerca de la mejor manera de devolverle sano y salvo junto a los suyos. —Me dirigió una sonrisa mientras en sus ojos azules se encendía un extraño fulgor—. No queremos que otros fanáticos como Gul Shah sigan cometiendo «errores». Y ahora quede usted con Dios.
Traté de levantarme, pero estaba tan débil y cansado que él insistió en que volviera a sentarme. Le manifesté mi profunda gratitud por toda su amabilidad y le dije que hubiera deseado recompensárselo, pero él se rió y dio media vuelta para retirarse. Musité otras palabras de agradecimiento y, de pronto, se me ocurrió pensar que seguía sin saber quién era y con qué poder me había salvado de Gul Shah. Se lo pregunté y él se detuvo junto a los cortinajes de la puerta.
—En cuanto a eso —me contestó—, soy el dueño de esta casa. Mis amigos íntimos me llaman Bakbook porque suelo hablar mucho. Otros me llaman con distintos nombres. —Inclinó la cabeza—. Usted puede llamarme por mi nombre propio, que es Akbar Khan. Buenas noches, Flashman huzoor, y que descanse. Hay criados a los que puede llamar si los necesita.
Dicho lo cual, desapareció mientras yo me quedaba contemplando la puerta boquiabierto de asombro, sintiéndome el tonto más grande del mundo.