Cualquier conmoción que el asunto de Mogala hubiera podido causar en Kabul cuando regresamos y contamos nuestra historia quedó eclipsada por la llegada aquel mismo día del nuevo comandante del ejército, el general Elphinstone, mi jefe y protector. En un principio, me ofendí un poco, pues pensaba que lo había hecho todo muy bien y me molestaba que mi escaramuza con los gilzai y la toma de rehenes no hubiera merecido más que un enarcamiento de cejas y un «ah, ¿sí?».
Sin embargo, con la distancia que el paso del tiempo otorga, puedo decir que, sin querer, Kabul y el Ejército hicieron bien en atribuir mayor importancia a la llegada de Elphy, pues ésta abrió un nuevo capítulo de la historia y fue el preludio de unos acontecimientos que dieron la vuelta al mundo. Con la inestimable ayuda de McNaghten, Elphy estaba a punto de alcanzar la cima de su carrera, y llegaría a ser el artífice del más vergonzoso y ridículo desastre de toda la historia militar británica.
Thomas Hughes consideraría sin duda muy significativo el hecho de que, en semejante desastre, yo me ganara fama, honor y distinción… todo ello indignamente adquirido. Pero ustedes, que han seguido mis andanzas hasta ahora, no se sorprenderán en absoluto.
Permítanme señalar que, cuando hablo de desastres, sé muy bien lo que me digo. He servido en Balaclava, Kanpur y Little Big Horn. Recuerden a los mayores insensatos de nacimiento que hayan vestido un uniforme en el siglo XIX —Cardigan, Sale, Custer, Raglan, Lucan—, porque yo los he conocido a todos. Piensen en todas las desgracias imaginables que se pueden producir como consecuencia de la combinación de locura, cobardía y simple mala suerte, y yo les podría facilitar una exhaustiva información. Por consiguiente, puedo afirmar sin temor a equivocarme que, por la magnitud de su indecisión y estupidez, por su alto grado de incompetencia para el mando y su ignorancia combinada con la ausencia de criterio —en resumen, por su talento innato para las catástrofes—, Elphy Bey se llevaba la palma. Hay otros que también podrían incluirse en dicha categoría, pero Elphy los eclipsa a todos en su calidad de mayor idiota militar de nuestra época y de cualquier otra.
Sólo él hubiera podido permitir el estallido de la primera guerra afgana y dejar que ésta se convirtiera en una derrota de tan devastadoras consecuencias, y conste que no fue nada fácil: empezó con un buen ejército, una posición segura, unos excelentes oficiales, un enemigo desorganizado y reiteradas oportunidades de salvar la situación. Pero Elphy, con el toque que suele adornar a los verdaderos genios, superó todos esos obstáculos con infalible precisión y tuvo la habilidad de convertir el orden en un caos total. Con un poco de suerte, jamás volveremos a tropezarnos con alguien que se le pueda comparar.
Sin embargo, no les cuento todo esto como prefacio de la historia de aquella guerra sino a modo de explicación, pues, para poder juzgar debidamente mi carrera y comprender de qué manera el juerguista expulsado de Rugby se convirtió en un héroe, tienen ustedes que saber cuál era la situación en aquel extraordinario año de 1841. La historia de la guerra y de sus comienzos constituye el fondo del cuadro, pero el deslumbrante Harry Flashman es la figura que aparece en primer plano.
Elphy llegó por tanto a Kabul, y fue acogido con grandes festejos y con las calles abarrotadas de gente. Sujah lo recibió en el Bala Hissar, el ejército del acantonamiento situado a unos tres kilómetros de la ciudad desfiló ante él, las damas de la guarnición lo llenaron de agasajos, McNaghten lanzó un suspiro de alivio ante la inminente partida de Willoughby Cotton, y todo el mundo se mostró satisfecho de tener un comandante tan bondadoso y popular. Sólo Burnes pareció no compartir la alegría general, y así lo hizo notar el primer día en que me presenté en su despacho.
—Creo que es justo que nos alegremos —me dijo, acariciándose vanidosamente el bigotito negro—. Pero ¿sabe usted una cosa?, la llegada de Elphy no cambiará nada. Sujah no está firmemente asentado en el trono y las defensas del acantonamiento no serán mejores por el simple hecho de que Elphy nos ilumine con la serenidad de su semblante. Bueno, supongo que todo irá bien, pero hubiera sido mucho mejor que Calcuta nos enviara a un hombre más fuerte y decidido.
Hubiera tenido que molestarme un poco el tono condescendiente que Burnes había utilizado para referirse a mi jefe, pero, cuando más tarde vi a Elphy Bey, no me cupo la menor duda de que Burnes tenía razón. En las semanas transcurridas desde que me había despedido de él en Calcuta —y entonces ya no gozaba de demasiada buena salud— su estado físico se había deteriorado considerablemente. Estaba pálido y demacrado, evitaba caminar siempre que podía, le temblaba la mano cuando estrechó la mía y su aspecto era el de un saco de resecos huesos. Sin embargo, se alegró mucho de verme.
—Se ha distinguido usted entre los gilzai, Flashman —me dijo—. Sir Alexander Burnes me comenta que se ha llevado usted unos rehenes muy importantes; me parece una excelente noticia, sobre todo para nuestro amigo el representante diplomático —añadió, volviéndose hacia McNaghten, el cual estaba sentado tomando una taza de té, que sostenía en la mano con ademanes de solterona.
McNaghten tensó los músculos.
—Creo que los gilzai no tienen por qué preocuparnos demasiado —dijo—. Son unos bandidos extraordinarios; por supuesto, pero unos simples bandidos. Hubiera preferido tener rehenes a cambio de la buena conducta de Akbar Khan.
—¿Le parece que enviemos al señor Flashman para que nos traiga unos cuantos? —preguntó Elphy, mirándome con una sonrisa para darme a entender que no me tomara a mal el desprecio de McNaghten—. Por lo visto, tiene un don especial.
Después quiso conocer varios detalles de mi misión, añadió que tendría mucho gusto en conocer a Ilderim Khan, y se comportó conmigo con exquisita cortesía.
Sin embargo, yo tuve que hacer un gran esfuerzo para recordar que aquel frágil caballero con tanta capacidad para la charla intrascendente era nada menos que el comandante de nuestro ejército. Me pareció un hombre demasiado débil e indeciso, incluso en los comentarios que estaba haciendo en aquel momento, y que buscaba demasiado la opinión de McNaghten como para que sus dotes de jefe militar pudieran inspirar confianza.
—¿Qué cree usted que haría en caso de que surgiera algún problema con los afganos? —me preguntó Burnes más tarde—. En fin, esperemos que no tengamos que averiguarlo.
En las semanas sucesivas, mientras prestaba asiduamente servicio a Elphy, descubrí que yo también compartía aquella esperanza. No sólo por el hecho de que Elphy fuera demasiado débil y anciano como para ser un enérgico dirigente militar, sino también porque había estado sometido a los dictados de McNaghten desde el principio y, puesto que McNaghten se había empeñado en creer que todo marchaba bien, Elphy no tenía más remedio que creer lo mismo. Además, ninguno de los dos se llevaba bien con Shelton, el pelmazo y antipático segundo comandante en jefe de Elphy, y semejantes desavenencias en la cumbre no podían por menos que generar desconfianza e inquietud en los escalones inferiores.
Por si eso no fuera suficiente, la situación del ejército dejaba mucho que desear. El acantonamiento no era un lugar adecuado para una guarnición, pues carecía de defensas eficaces, los principales almacenes se encontraban en la parte exterior de las murallas y algunos de los más altos oficiales —el propio Burnes, por ejemplo— estaban acuartelados a más de tres kilómetros de distancia, en la ciudad de Kabul pero, siempre que alguien protestaba ante McNaghten —y eran muchos los que lo hacían, especialmente hombres enérgicos como Broadfoot—, éste le decía que era un «pájaro de mal agüero» y añadía secamente que, de todos modos, no era probable que el ejército se viera obligado a combatir. Cuando este tipo de comentarios se filtra al exterior, se pierde la confianza y los soldados se vuelven perezosos. Lo cual es peligroso en cualquier lugar, pero sobre todo en un país extranjero en el que el comportamiento de los nativos es imprevisible.
Como es natural, Elphy, dejando pasar los días en el acantonamiento, y McNaghten, profundamente enfrascado en su correspondencia con Calcuta, no veían nada que les permitiera suponer que la pacífica situación era, en realidad, una situación más bien intranquila. Y tampoco lo veían los miembros del ejército en general, los cuales despreciaban en su ignorancia a los afganos y desde un principio habían considerado la expedición a Kabul algo así como una fiesta. Pero algunos sí lo veíamos.
A las pocas semanas de la llegada de Elphy, Burnes consiguió que me separaran del cuerpo de oficiales administrativos del estado mayor, pues quería utilizar mis conocimientos de pashto y mi interés por el país.
—Vaya por Dios —se quejó Elphy—, sir Alexander siempre se entremete en todo. Hasta se lleva a mis ayudantes, como si yo pudiera prescindir de ellos así, por las buenas. Hay muchas cosas que hacer, y yo no estoy en condiciones de encargarme de todo.
Sin embargo, yo no lamenté marcharme; estar al lado de Elphy era algo así como ser un asistente en una sala de hospital.
Burnes estaba empeñado en que yo saliera y viera el país, mejorara mis conocimientos del idioma e hiciera amistad con la mayor cantidad de influyentes afganos posible. Para ello, me encomendó pequeñas tareas como la de Mogala —en realidad, se trataba de entregar mensajes, pero la experiencia resultaba muy instructiva—, y yo tuve que trasladarme a otras ciudades y a las aldeas de los alrededores de Kabul. Conocí a los dourani, los kohistani, los baruzki y otros muchos, y empecé a «cogerle el tranquillo al lugar», tal como decía Burnes.
—La labor de los soldados está muy bien —me decía—, pero los hombres que hacen o deshacen el ejército en un país extranjero somos nosotros, los políticos. Nosotros nos reunimos con los hombres que cuentan, mantenemos tratos con ellos y olfateamos la situación; somos los ojos, los oídos… y también las lenguas. Sin nosotros, los militares están ciegos, sordos y mudos.
Por consiguiente, aunque los pelmazos como Shelton despreciaran a los «jóvenes cachorros que andan por las colinas, perdiendo el tiempo con los negros», yo seguí los consejos de Burnes y procuré olfatear la situación. Muchas veces me llevaba a Ilderim e incluso a sus gilzai y, gracias a ellos, aprendí muchas cosas sobre las costumbres en las colinas y los hábitos de los personajes más significativos. Averigüé con qué tribus nos convenía mantener tratos y por qué razón, por qué los kohistani estaban más favorablemente dispuestos hacia nosotros que los abizai, qué familias estaban enemistadas entre sí, cuáles eran las relaciones entre los persas y los rusos, dónde se podían conseguir los mejores caballos, o cómo se cultivaba y cosechaba el mijo. Es decir, toda la trivial información que constituye la calderilla de la vida de un país. No quisiera dar a entender que me convertí en un experto en pocas semanas y que conseguí «conocer» Afganistán, pero descubrí algo por aquí y algo por allá y empecé a comprender que los que sólo estudiaban el país desde el acantonamiento de Kabul conocían tan poco como lo que ustedes podrían averiguar acerca de una casa desconocida si permanecieran constantemente encerrados en una sola de sus habitaciones.
Sin embargo, para cualquiera que tuviera ojos para mirar más allá de Kabul, los signos estaban muy claros. En las colinas crecía el descontento entre las salvajes tribus que rechazaban a Shah Sujah como rey y odiaban las bayonetas británicas que protegían su aislamiento en la fortaleza de Bala Hissar. Corrían insistentes rumores de que Akbar Khan, hijo del viejo Dost Muhammed que fue derrocado por Sujah, había descendido finalmente del macizo del Hindu-Kush y estaba buscando el apoyo de los jefes tribales; se decía que era el preferido de los clanes guerreros, y que muy pronto se abatiría sobre Kabul con sus hordas, expulsaría a Sujah del trono y, o bien empujaría a los feringhees de nuevo a la India, o bien los asesinaría a todos en su acantonamiento.
Resultaba muy fácil, si uno era McNaghten, burlarse de semejantes rumores desde la seguridad de un cómodo despacho en Kabul; sin embargo, la situación era muy distinta vista desde los peñascos del otro lado de Jugdulluk, o desde abajo, hacia Ghuznee, donde se convocaban consejos, se enviaban mensajeros a caballo, los santones arengaban a los hombres y se encendían hogueras de señales a lo largo de los desfiladeros. Las disimuladas sonrisas, las tranquilizadoras promesas, la contemplación de unos arrogantes gilzai armados hasta los dientes y la creciente atmósfera de inquietud… eran cosas que solían erizarme los pelos de la nuca.
No quisiera que me interpretaran mal. Aquel trabajo no me gustaba. Cabalgar con mis gilzai y con el joven Ilderim era muy agradable, porque tenían unos ojos y unos oídos infalibles y, habiendo comido la sal de la Reina, estaban dispuestos a servirla incluso contra su propio pueblo en caso necesario. Pero, aun así, mis actividades eran muy peligrosas. Aunque me vistiera como los nativos, en algunos lugares la gente me dirigía siniestras miradas y veladas amenazas, y yo la oía burlarse de los británicos y aclamar el nombre de Akbar. En mi calidad de amigo de los gilzai y de personaje ligeramente famoso —Ilderim no perdía ninguna ocasión para presentarme como Lanza Ensangrentada— la gente me toleraba, pero yo sabía que la tolerancia podía desaparecer en cualquier momento. Al principio vivía en un constante estado de temor, pero, al cabo de algún tiempo, me volví un poco fatalista, seguramente a causa de mi trato con unas personas que creen que el destino de un hombre está indeleblemente escrito en su frente.
Por consiguiente, las nubes se estaban empezando a acumular en las montañas, mientras el ejército británico jugaba al cricket en Kabul y Elphinstone y McNaghten se escribían mutuamente cartas comentando lo tranquilo que estaba todo. El verano pasaba lentamente, los centinelas dormitaban en medio del sofocante calor del acantonamiento, Burnes bostezaba y escuchaba con aire ausente mis informes, cenaba opíparamente conmigo y me llevaba de putas al bazar… cuando un claro día McNaghten recibió una carta de Calcuta en la que se manifestaban quejas sobre el coste del mantenimiento de nuestro ejército en Kabul. Inmediatamente empezó a buscar la forma de ahorrar.
Fue una lástima que, justo en aquellos momentos, McNaghten estuviera esperando su ascenso y traslado al cargo de gobernador de Bombay. Creo que el hecho de saber que se tenía que ir lo indujo a mostrarse negligente. Sea como fuere, mientras buscaba el medio de reducir gastos, recordó la idea que tanto había consternado al general Nott y decidió recortar los subsidios de los gilzai.
Yo acababa de regresar a Kabul tras visitar la guarnición de Kandahar, cuando me enteré de que los jefes gilzai habían sido convocados para comunicarles que, en lugar de las ocho mil rupias al año que percibían a cambio de mantener los pasos abiertos, iban a recibir cinco mil. El bello y juvenil rostro de Ilderim se entristeció al enterarse de la noticia.
—Habrá dificultades, Flashman huzoor —me dijo—. Más le hubiera valido ofrecer carne de cerdo a un ghazi que escatimar el dinero a los gilzai.
Tenía razón, naturalmente. Conocía mejor que nadie a su pueblo. Los jefes gilzai sonrieron afablemente cuando McNaghten les comunicó su decisión, le desearon buenas tardes, abandonaron tranquilamente Kabul a lomos de sus cabalgaduras… y, tres días después, el convoy de municiones de Peshawar fue cortado en tiritas en el paso de Khoord-Kabul por unas fuerzas de rugientes gilzai, mientras los gilzai, que saqueaban la caravana, mataban a los conductores y se apoderaban de un par de toneladas de pólvora y municiones.
McNaghten se irritó sobremanera, pero no se preocupó demasiado. Bombay lo estaba llamando, y él no quería alarmar a los de Calcuta por una simple escaramuza sin importancia, tal como decía él.
—Hay que propinar una buena paliza a los gilzai por haber armado este alboroto —dijo, y enseguida se le ocurrió otra brillante idea: reduciría gastos devolviendo un par de batallones a la India, que por el camino podrían dar de paso una buena zurra a los gilzai. De esta manera, se matarían dos pájaros de un tiro. Lo malo fue que sus dos batallones tuvieron que luchar prácticamente centímetro a centímetro hasta llegar a Gandamack, mientras los gilzai disparaban a mansalva desde las rocas y se abatían velozmente sobre ellos en repentinas cargas de caballería. Todo ello ya era grave de por sí, pero lo peor fue que nuestras tropas combatieron rematadamente mal. Incluso bajo el mando del general Sale —el alto y apuesto Bob el Luchador, quien solía invitar a sus hombres a abrir fuego contra él cuando sintieran deseos de amotinarse—, la tarea de dejar expeditos los pasos fue un proceso muy lento y dificultoso.
Yo fui parcialmente testigo de ella, pues Burnes me envió en dos ocasiones con mensajes de McNaghten a Sale, exhortándole a seguir adelante.
La primera vez fue una experiencia terrible. Me puse en camino pensando que aquello iba a ser algo así como un paseo, cosa que efectivamente fue hasta el último kilómetro que me faltaba para llegar a la retaguardia de Sale, constituida por el campamento de George Broadfoot más allá de Jugdulluk. Todo había permanecido muy tranquilo hasta entonces. Yo iba considerando que los informes que Sale enviaba a Kabul eran una exageración cuando, de un nullah[19] que había a mi lado, surgió una partida montada de ghazi aullando como lobos y blandiendo sus cuchillos.
Espoleé mi montura, agaché la cabeza y me alejé por el camino como si me estuvieran persiguiendo todos los demonios del infierno… lo cual era en cierto modo verdad. Entré dando tumbos en el campamento de Broadfoot, medio muerto de terror. Pero, por suerte, éste pensó que todo era consecuencia del agotamiento. George tuvo el mal gusto de considerarlo muy gracioso. Era uno de esos zoquetes que jamás pierden la calma, y tenía por costumbre pasear como si tal cosa bajo el fuego de los francotiradores limpiándose las gafas, a pesar de constarle que su roja chaqueta y su barba todavía más roja lo convertían en un blanco ambulante.
Al parecer, pensaba que todo el mundo era tan despreocupado como él, pues aquella misma noche me envió a Kabul con otra nota, en la cual le decía claramente a Burnes que no había ninguna esperanza de mantener los pasos abiertos mediante el uso de la fuerza; tendrían que negociar con los gilzai. Se lo recalqué con especial vehemencia a Burnes, pues, a pesar de que en mi camino de vuelta a Kabul no había sufrido el menor percance, era evidente que los gilzai no estaban para bromas y en todos los acantonamientos por los que había pasado se habían recibido informes acerca de las tribus que se estaban congregando en las colinas más allá de los desfiladeros.
Burnes me miró con una cara muy rara mientras yo le facilitaba el informe; debió de pensar que estaba asustado y probablemente exageraba. Sea como fuere, no protestó cuando McNaghten dijo que Broadfoot era un burro y Sale un inepto, y que mejor sería que espabilaran si querían dejar abierto el camino de Jallalabad —localidad situada a unos dos tercios de la distancia entre Kabul y Peshawar— antes de que llegara el invierno. Por consiguiente, la brigada de Sale tuvo que seguir luchando y Burnes (que estaba muy ocupado con la idea de conseguir el puesto de representante diplomático cuando McNaghten ocupara el cargo de gobernador en Bombay) escribió que el país estaba «muy tranquilo en general». Pues bien, pagó muy cara su insensatez.
Una o dos semanas más tarde —ya estábamos a mediados de octubre—, me envió de nuevo con una carta para Sale. Apenas se habían hecho progresos en la cuestión de dejar expeditos los pasos, los gilzai estaban más alborotados que nunca, disparaban constantemente contra nuestras tropas y corrían insistentes rumores de que algo muy grave se estaba cociendo en la ciudad de Kabul. Burnes tuvo el suficiente sentido común como para mostrarse ligeramente preocupado, pero McNaghten seguía estando tan apaciblemente ciego como de costumbre y Elphy Bey se limitaba a mirar de uno a otro, mostrándose de acuerdo con cualquier cosa que ellos dijeran. Sin embargo, Burnes no estaba aún demasiado alarmado, y se limitaba a reprender a Sale por no haber conseguido meter en cintura a los gilzai.
Esta vez salí con una buena escolta de gilzai al mando del joven Ilderim, pensando que, aunque técnicamente tuvieran que luchar contra los suyos, no era probable que en la práctica se enzarzaran en ningún tiroteo con ellos. Sin embargo, jamás tuve ocasión de comprobar la exactitud de mis suposiciones, pues, mientras nos dirigíamos hacia el este atravesando los distintos pasos, comprendí que la situación era mucho más grave de lo que pensaban en Kabul y llegué a la conclusión de que, en cualquier caso, no haría el menor intento de llegar hasta Sale. Todo el país más allá de Jugdulluk se había levantado y las colinas estaban llenas de afganos hostiles que, o bien se habían puesto en camino para ayudar a los suyos a derrotar a las fuerzas de Sale, o bien se estaban preparando para algo mucho más importante. En efecto, corrían rumores entre los aldeanos de que estaba a punto de estallar una gran jihad o guerra santa, en cuyo transcurso todos los feringhees serían aniquilados. La guerra comenzaría de un momento a otro, decían. Sale se había quedado irremediablemente aislado; no había ninguna posibilidad de que llegaran refuerzos desde Jallalabad, y tampoco desde Kabul. Bastante ocupada estaría Kabul cuidando de sí misma.
Todo eso lo oí temblando de miedo junto a una hoguera de campamento en el camino de Soorkab. Ilderim sacudió la cabeza en medio de las sombras y me dijo:
—Es peligroso que siga adelante, Flashman huzoor: Debe regresar a Kabul. Deme la carta para Sale; a pesar de que he comido la sal de la Reina, mi pueblo me dejará pasar.
Era algo tan sensato que le entregué la carta sin discusión y aquella misma noche emprendí el camino de vuelta a Kabul, acompañado de cuatro de los rehenes gilzai. En aquellos momentos, mi único deseo era interponer la mayor cantidad de kilómetros posible entre mi persona y las hostiles tribus afganas, pero, de haber sabido lo que me esperaba en Kabul, hubiera seguido adelante hasta reunirme con Sale.
Nos pasamos todo el día siguiente cabalgando sin descanso y, cuando llegamos a Kabul al anochecer, me pareció que la ciudad estaba más tranquila que nunca. La mole del Bala Hissar se levantaba por encima de las desiertas calles; las pocas personas que se veían formaban pequeños grupos junto a las puertas de las casas o en las esquinas de las calles, y en todas partes se respiraba una extraña atmósfera de destrucción. No se veía ningún soldado británico en la ciudad propiamente dicha, y yo lancé un suspiro de alivio cuando llegué a la residencia donde vivía Burnes en el centro de la ciudad y oí que la verja del patio se cerraba ruidosamente a mi espalda. Los hombres armados de la guardia personal de Burnes se encontraban en el patio, mientras que otros permanecían apostados junto a los muros de la residencia. La luz de las antorchas arrancaba destellos de las hebillas de los cinturones y las bayonetas, y todo el lugar daba la impresión de estar preparándose para resistir un asedio.
Sin embargo, Burnes estaba leyendo tranquilamente en su estudio cuando me presenté. Al ver mi visible alteración y mi aspecto —iba vestido con ropa afgana y bastante sucio tras haberme pasado varios días sobre la silla de montar—, se levantó de un salto.
—¿Qué demonios está usted haciendo aquí? —me preguntó.
Se lo dije, añadiendo que lo más probable era que muy pronto apareciera un ejército afgano para confirmar mi historia.
—Mi mensaje a Sale —dijo en tono cortante—. ¿Dónde está? ¿Acaso no lo ha entregado?
Le expliqué lo que me había dicho Ilderim y, por una vez, el pequeño lechuguino olvidó su calma tan cuidadosamente cultivada.
—¡Maldita sea! —gritó—. ¿Se lo ha dado a un gilzai para que lo entregue?
—Un gilzai amigo —le aseguré—. Recuerde que es un rehén.
—¿Pero está usted loco? —dijo, mientras el bigotito le temblaba de furia—. ¿Es que no sabe que no se puede confiar en un afgano, tanto si es un rehén como si no?
—Ilderim es el hijo de un kan y un caballero a su manera —repliqué—. En cualquier caso, tenía que ser eso o nada. A mí no me hubieran permitido pasar.
—¿Y por qué no? Usted habla el pashto y viste ropa nativa… bien sabe Dios que es usted lo bastante listo como para pasar. Su deber era cuidar de que Sale recibiera el mensaje en mano… y traerme la respuesta. Por Dios, Flashman, menuda faena, si no se puede uno fiar ni siquiera de un oficial británico…
—Mire usted, Sekundar —dije yo, pero él se abalanzó inmediatamente contra mí como un gallo de pelea y me cortó.
—Sir Alexander, si no le importa —dijo fríamente, como si yo jamás le hubiera visto con los pantalones bajados, persiguiendo a una moza afgana. Me miró de soslayo y dio uno o dos pasos alrededor de la mesa—. Creo que ya lo entiendo —añadió—. Últimamente tenía ciertas dudas sobre usted, Flashman… no sabía si era completamente de fiar o no… Bueno, eso tendrá que decidirlo un consejo de guerra…
—¿Un consejo de guerra? ¿Pero qué demonios está usted diciendo?
—Por incumplimiento deliberado de órdenes —dijo él—. Puede que se formulen también otras acusaciones. En cualquier caso, considérese usted bajo arresto y confinado en esta casa. De todos modos, aquí estamos todos confinados… los afganos no permiten el paso de nadie entre esta residencia y el acantonamiento.
—Pero bueno, ¿y no le parece a usted que eso demuestra precisamente lo que yo le estoy diciendo? —repliqué—. Se ha producido una insurrección hacia el este del país, hombre de Dios, y ahora aquí, en Kabul…
—No ha habido ningún levantamiento en Kabul —dijo, muy seguro de sí mismo—. Simplemente unos pequeños disturbios sin importancia que pienso resolver mañana por la mañana. —Permaneció allí de pie el muy estúpido, con su traje de hilo cuidadosamente planchado y una flor en el ojal, como si fuera un director de escuela prometiendo reprender a unos fámulos indisciplinados—. Puede que le interese saber, usted que pone pies en polvorosa en cuanto oye el más mínimo rumor, que esta noche he sido dos veces objeto de amenazas directas contra mi vida. Dicen que mañana por la mañana no estaré vivo. Pues bueno, eso ya lo veremos.
—Vaya si lo verá —dije yo—. Y, en cuanto a eso que dice usted de que yo pongo pies en polvorosa en cuanto oigo rumores, más le valdría hacer lo mismo. Puede que el mismísimo Akbar Khan le haga una visita.
Me miró con una sonrisa muy poco risueña.
—Está en Kabul. Incluso he recibido un mensaje suyo y confío en que no quiera causarnos el menor daño. Hay algunos disidentes, por supuesto, y a lo mejor no tendremos más remedio que darles una pequeña lección. Sin embargo, sé que podré hacerlo sin la menor dificultad.
No se podía luchar con su complacencia, pero insistí y le supliqué que no cumpliera su amenaza de someterme a un consejo de guerra. Cualquier hombre medianamente sensato hubiera comprendido mi situación. En cambio, él rechazó mis protestas y terminó ordenándome que me retirara a mi habitación. Salí presa de un insólito arrebato de furia contra el insensato aire de suficiencia de aquel hombre, deseando con toda mi alma que su orgullo le hiciera dar un traspié. Siempre tan inteligente y tan seguro… ése era Burnes. Hubiera dado cualquier cosa por verle alguna vez desorientado y sin saber qué hacer.
Pero tendría ocasión de verlo a cambio de nada. Sucedió de repente, justo antes de la hora del desayuno, cuando yo me estaba frotando los ojos tras una noche de insomnio que había transcurrido muy despacio mientras en Kabul reinaba un profundo silencio. La mañana era gris y los gallos estaban cantando: de repente, oí un lejano murmullo que enseguida se convirtió en un sordo retumbo y corrí a la ventana. La ciudad parecía tranquila y una ligera bruma cubría los tejados de las casas; los guardias aún estaban vigilando el muro que rodeaba el recinto de la residencia y, a lo lejos, el ruido cada vez más cercano parecía el del griterío de una multitud, mezclado con el de muchos pies corriendo. Se oyó una orden en el patio, seguida de unas apresuradas pisadas en la escalera y la voz de Burnes llamando a su hermano, el joven Charlie, que vivía en la residencia con él. Descolgué a toda prisa mi bata de la percha y bajé, colocándome el puggaree por el camino. Al llegar al patio, oí el estallido de un disparo de mosquete y un grito desgarrador procedente del otro lado del muro; una descarga de golpes empezó a aporrear la puerta y, por encima del muro, vi la vanguardia de una horda desenfrenada avanzando por los espacios que separaban las casas más cercanas. Con sus barbados rostros y sus relucientes cuchillos, se acercaban al muro y caían hacia atrás gritando y soltando maldiciones mientras los guardias los golpeaban con las culatas de sus mosquetes. Por un instante pensé que volverían a acercarse y saltarían irremediablemente el muro, pero se quedaron abajo gritando, empujando y agitando los puños y las armas mientras los guardias que rodeaban el muro miraban nerviosamente hacia atrás esperando órdenes, con los pulgares apoyados en los cerrojos de sus mosquetes.
Burnes apareció en la puerta principal de la residencia y permaneció de pie a la vista de todo el mundo en lo alto de los peldaños. Estaba tan tranquilo y reposado como un terrateniente que hubiera salido para aspirar la primera bocanada de aire matinal. Al verle, el populacho arreció en sus gritos e intentó acercarse de nuevo al muro, profiriendo amenazas e insultos mientras él recorría la escena con la vista de derecha a izquierda, sacudiendo la cabeza con una sonrisa en los labios.
—Que no se abra fuego, havildar —le dijo al comandante de la guardia—. Todo se calmará en cuestión de un momento.
—¡Muerte a Sekundarl! —gritó el populacho—. ¡Muerte al cerdo feringhee!
Jim Broadfoot, el hermano menor de George, y el pequeño Charlie Burnes habían salido a la puerta y se encontraban de pie al lado de Sekundar temblando de miedo, pero Burnes seguía sin perder el aplomo. De pronto, éste levantó la mano y la muchedumbre congregada al otro lado del muro se calló. Entonces sonrió, se acarició el bigotito con su habitual gesto confiado y empezó a dirigirles la palabra en pashto. Su voz sonaba muy tranquila y probablemente sólo llegaban hasta ellos unos débiles ecos, pero, aun así, le escucharon durante un rato mientras les decía fríamente que se fueran a casa y se dejaran de tonterías, recordándoles que él siempre había sido su amigo y jamás les había causado el menor daño.
La cosa hubiera podido dar resultado, pues Burnes tenía mucha labia, pero, como era un presumido, la situación se le fue un poco de las manos y empezó a hablarles en un condescendiente tono de superioridad. Al principio, sólo hubo murmullos, pero enseguida se levantó un clamor más salvaje que el del principio. De repente, un afgano se pegó una carrerilla y se lanzó contra el muro, derribando al centinela; el guardia que estaba más cerca lo empujó hacia atrás con su bayoneta, alguien de entre la muchedumbre efectuó un disparo con su jezzail y, en medio de un rugido infernal, la multitud se arrojó contra el muro y empezó a escalarlo.
El havildar gritó una orden, se oyó el entrecortado matraqueo de una andanada de disparos y el patio se llenó de encolerizados afganos que blandían cuchillos mientras los guardias retrocedían, clavaban bayonetas y eran derribados al suelo. Ya no hubo forma de contenerlos. Vi que Broadfoot agarraba a Burnes y lo empujaba al interior de la casa. Poco después yo también entré, cerrándole la puerta lateral en las narices a un ghazi que gritaba como un loco, seguido de una docena de vociferantes compañeros.
La puerta, como todas las de la residencia, era muy sólida, gracias a Dios; de lo contrario, nos hubieran matado a todos en cinco minutos. Unos golpes la astillaron por el exterior mientras yo la cerraba por dentro. Cuando ya me encontraba en el pasillo, dirigiéndome a toda prisa al vestíbulo principal, oí, sobre el trasfondo de los gritos y los disparos del patio, el fragor de incontables puños y mangos de arma blanca contra los cristales y las persianas. Era como estar en el interior de una caja aporreada por unos demonios enloquecidos. De repente, elevándose por encima del infernal estruendo, se oyó el estallido de una andanada de disparos desde el patio, uno detrás de otro; mientras cesaba momentáneamente el griterío, se oyó la voz del havildar instando al resto de la guardia a entrar en la casa. Para lo que nos iba a servir, pensé yo. Nos tenían rodeados y sólo sería cuestión de decidir entre cortarnos la garganta enseguida o bien más tarde.
Burnes y los demás se encontraban en el vestíbulo. Como de costumbre, Sekundar estaba presumiendo de poseer entereza en medio de la adversidad.
—«Despertarás a Duncan con tus golpes» —dijo citando el verso de Macbeth mientras ladeaba la cabeza en dirección al fragor de la multitud—. ¿Cuántos guardias tenemos aquí dentro, Jim?
Broadfoot contestó que aproximadamente una docena.
—Espléndido —dijo Burnes—. O sea que, vamos a ver, doce, los criados y nosotros tres… ¡Ah, aquí está Flashman! Buenos días, Flash, ¿ha dormido bien? Disculpe este ruidoso despertar… unos veinticinco diría yo; veinte hombres armados en cualquier caso.
—Muy pocos —dijo Broadfoot, estudiando sus pistolas— o Los negros no tardarán en entrar… no podemos cubrir todas las puertas y las ventanas, Sekundar.
Una bala de mosquete atravesó una persiana y arrancó una nube de yeso de la pared del otro lado. Todos se agacharon excepto Burnes.
—¡No diga disparates! —replicó Burnes—. No podemos cubrirlas desde aquí abajo, naturalmente, pero ni falta que hace. Ahora, Jim, suba arriba con todos los guardias y ordene que disparen desde los balcones. Eso obligará a los chiflados de aquí abajo a apartarse de los muros de la casa. Calculo que no deben contar con muchas armas y, por consiguiente, se puede apuntar bien contra ellos sin demasiado peligro de que lo alcancen a uno. ¡Arriba, muchacho, y tenga mucho cuidado!
Broadfoot se retiró corriendo y, poco después, los jawans, vestidos con sus chaquetas rojas, empezaron a subir los peldaños mientras Burnes les gritaba «¡Shabash!» para darles ánimos, se ajustaba el talabarte alrededor de la cintura y se guardaba la pistola en el cinto. Parecía que se lo estuviera pasando muy bien, el muy estúpido. Me dio una palmada en el hombro y me preguntó si no hubiera preferido seguir cabalgando hasta reunirme con Sale, pero no dijo ni una sola palabra acerca del acierto de las advertencias que yo le había hecho la víspera. Yo se las recordé y añadí que, si me hubiera hecho caso, ahora no habríamos corrido peligro de que nos cortaran la garganta. Soltó una carcajada y se alisó el ojal.
—No sea tan pesimista, Flashy —me dijo—. Yo podría defender esta casa con dos hombres y un rufián. —Se oyó el sincopado rumor de unos disparos sobre nuestras cabezas—. ¿Lo ve? Jim ya les está empezando a poner las peras a cuarto. ¡Vamos a divertirnos un poco, Charlie!
Él y su hermano subieron corriendo por la escalera y me dejaron solo en el vestíbulo.
—¿Y qué hay de mi maldito consejo de guerra? —le pregunté, pero ni siquiera me oyó.
Bueno pues, su plan dio resultado al principio. Los hombres de Broadfoot consiguieron apartar a aquellos bribones de los muros disparando desde las ventanas y balcones del piso de arriba y, cuando yo subí, había unos veinte cadáveres de ghazi en el patio. Los rebeldes habían efectuado algunos disparos y uno de los jawans resultó herido en un muslo, pero buena parte del populacho se había retirado a la calle y ahora se limitaba a gritar maldiciones desde el otro lado del muro.
—¡Excelente! ¡Bahut achha! —dijo Burnes, dando caladas a un puro de extremos recortados mientras miraba a través de una de las ventanas—. Como ves, Charlie, ya se han retirado y ahora Elphy se estará preguntando allá abajo en el acantonamiento a qué viene todo este alboroto y enviará a alguien a ver qué ocurre.
—¿Entonces no enviará tropas? —preguntó el pequeño Charlie.
—Por supuesto que sí. Probablemente un batallón… eso es lo que yo enviaría. Pero, tratándose de Elphy, igual nos envía una brigada, ¿verdad, Jim?
Broadfoot, agachado junto a otra ventana, miró a lo largo del cañón de su pistola, disparó, soltó una maldición y dijo:
—Con tal de que envíe a alguien.
—No se preocupe —le dijo Burnes—. Venga, Flashy, tome un cigarro. Después podrá probar su puntería contra esos individuos del otro lado del muro. Calculo que Elphy se pondrá en marcha dentro de un par de horas y que saldremos de aquí dentro de unas tres. ¡Buen disparo, Jim! ¡A eso llamo yo tener estilo!
Burnes se equivocó, naturalmente. Elphy no envió tropas; es más, por lo que he podido saber, no hizo nada en absoluto. Aunque sólo hubiéramos recibido un pelotón durante aquella primera hora, creo que la muchedumbre se habría dispersado; en su lugar, los rebeldes cobraron valor, volvieron a encaramarse al muro y se desplazaron a la parte de atrás, donde los establos les podían servir de protección. Nosotros seguíamos disparando desde las ventanas… yo mismo me cargué a tres hombres, entre ellos un sujeto enormemente grueso. Al verlo, Burnes me dijo:
—Elija a los delgados, Flashy. Ése no hubiera podido pasar por la puerta de todos modos.
Sin embargo, al cabo de dos horas se le empezaron a pasar las ganas de bromear e incluso hizo otro intento de dirigir la palabra a los atacantes desde el balcón, pero éstos le obligaron a retirarse al interior con uno o dos disparos y un masivo lanzamiento de armas arrojadizas.
Entretanto, unos cuantos ghazi habían prendido fuego a los establos y el humo estaba empezando a penetrar en la casa. Burnes soltó un reniego y todos los demás aguzamos la vista, mirando por encima de los tejados de las casas hacia el acantonamiento, pero no se veía la menor señal de ayuda. El miedo me estaba empezando a pulsar de nuevo en la garganta, los aullidos de la muchedumbre eran cada vez más fuertes, algunos jawans a duras penas podían disimular su temor y hasta Burnes miraba a su alrededor frunciendo el ceño.
—Maldito sea Elphy Bey —dijo—. Por lo visto, quiere dejarlo todo para el último momento. Y me parece que a esos brutos alguien les está facilitando mosquetes. Presten atención.
Era cierto. Se oían disparos tanto desde el exterior como desde el interior de la casa. Estaban disparando contra los muros y arrancando astillas de las persianas. De pronto, otro jawan lanzó un grito de dolor y entró tambaleándose en la estancia con el hombro destrozado y toda la pechera de la camisa ensangrentada.
—Vaya —dijo Burnes—, la cosa se empieza a animar. Se pasean por aquí como Pedro por su casa, ¿verdad, Charlie?
Charlie le dirigió una leve sonrisa espectral; estaba muerto de miedo, pero procuraba disimularlo.
—¿Cuántos cartuchos le quedan, Flashy? —me preguntó Burnes.
Sólo me quedaban seis y Charlie no tenía ninguno; entre los diez jawans sumaban apenas cuarenta.
—¿Y a usted, Jim? —preguntó Burnes, levantando la voz para que Broadfoot pudiera oírle desde la ventana del otro extremo.
Broadfoot contestó algo que yo no entendí; después se levantó muy despacio y se volvió hacia nosotros, mirándose la pechera de la camisa. Vi en ella un punto rojo que, de repente, se convirtió en una enorme mancha roja mientras él se tambaleaba hacia atrás y caía de cabeza por encima del alféizar de la ventana. Se oyó el rumor de un terrible choque cuando su cuerpo se estrelló contra el suelo del patio. La multitud arreció en sus gritos y los disparos parecieron multiplicarse; mientras, desde la parte de atrás donde el humo de los establos incendiados seguía elevándose en el aire y penetrando en la casa, nos llegaba el pausado y rítmico rumor de un ariete golpeando la puerta posterior de la casa.
Burnes efectuó un disparo desde su ventana y se apartó. Se agachó a mi lado, volteó la pistola sujetándola por la culata, soltó uno o dos silbidos entre dientes y dijo:
—Charlie, Flashy, creo que ya es hora de irnos.
—¿Adónde demonios quiere que vayamos? —le pregunté.
—Fuera de aquí —me contestó—. Charlie, ve a mi habitación. En el armario encontrarás unas prendas nativas. Tráelas. Date prisa. —En cuanto Charlie se retiró, me dijo—: No nos quedan muchas posibilidades, pero creo que es lo único que tenemos. Lo intentaremos por la puerta de atrás; allí el humo es muy denso, ¿sabe?, y, en medio de la confusión, puede que consigamos pasar inadvertidos. Ah, buen chico, Charlie, y ahora mándame al havildar.
Mientras él y Charlie se ponían las túnicas y los puggarees, Burnes intercambió unas palabras con el havildar, el cual se mostró de acuerdo en que lo más probable era que la multitud se concentrara más bien en saquear la casa y no les causara el menor daño ni a él ni a sus hombres, no siendo feringhees como nosotros.
—Pero a usted, sahib, seguro que lo matan —dijo—. Aproveche para salir mientras pueda y que Dios le acompañe.
—Qué Él os guarde a ti y a tus hombres —contestó Burnes, estrechándole la mano— o Shabash y salaam, havildar. ¿Todo preparado, Flash? Vamos, Charlie.
Bajamos por la escalera, Burnes en cabeza y yo cerrando la marcha, cruzamos el vestíbulo y avanzamos por el pasillo que conducía a la cocina. A través de la puerta de atrás, fuera de nuestro campo visual y hacia la derecha, se escuchaba un crujido de madera; eché un rápido vistazo a través de una mirilla y vi que el jardín estaba lleno de ghazi.
—Justo a tiempo —dijo Burnes cuando alcanzamos la puerta de la cocina. Yo sabía que ésta se abría a un pequeño patio vallado donde se guardaban los cubos de la basura. Si consiguiéramos salir sin que nos vieran abandonar la casa, tendríamos muchas posibilidades de escapar.
Burnes descorrió silenciosamente el pestillo y abrió un resquicio.
—¡Qué la suerte nos acompañe! —dijo—. ¡Vamos, juldi!
Nos deslizamos al exterior detrás de él; el pequeño patio estaba vacío. Lo delimitaban dos altos tabiques construidos a ambos lados de la puerta y no se veía a nadie a través de la abertura del otro extremo. El humo se estaba condensando en unas grandes nubes oscuras mientras la multitud armaba un estruendo infernal a ambos lados del patio.
—¡Ciérrela bien, Flashy! —me gritó Burnes, y yo cerré la puerta a nuestra espalda—. Eso es… ¡y ahora trate de derribarla! —Se acercó a la puerta cerrada y empezó a aporrearla con los puños—. ¡Abre, cerdo asqueroso! —rugió—. ¡Ha llegado vuestra hora, cerdos feringhees! ¡Por aquí, hermanos! ¡Muerte al bastardo Sekundar!
Al comprender su intención, su hermano y yo nos pusimos a aporrear la puerta como él e inmediatamente unos cuantos ghazi rodearon el otro extremo del patio para ver qué ocurría. Y lo único que vieron, como es natural, fue a tres creyentes tratando de echar abajo una puerta. Inmediatamente se incorporaron a la tarea y, al poco rato, nos retiramos sin el menor disimulo como si quisiéramos ir en busca de otra entrada mientras Burnes seguía soltando maldiciones sin parar.
Los afganos ocupaban todo el jardín y habían rodeado los establos incendiados; me dio la impresión de que casi todos ellos se limitaban a correr enloquecidos de un lado para otro profiriendo gritos y agitando sus cuchillos Y sus lanzas sin saber muy bien por qué. De repente, se oyó un impresionante aullido seguido de un terrible estruendo mientras la puerta de atrás se venía finalmente abajo y todos corrían en aquella dirección. Experimenté una extraña sensación de angustia mientras corría entre la confusa multitud de nuestros enemigos, temiendo que el pequeño Charlie, que no estaba acostumbrado a la ropa nativa y no era tan moreno como Burnes y yo, hiciera algo que llamara la atención. Pero él se había echado la capucha sobre el rostro y así pudimos cruzar la entrada sin ninguna dificultad y mezclarnos con los mirones que se habían congregado en la calle y que estaban contemplando la residencia entre gritos y carcajadas a la espera, sin duda, de poder ver arrojar los cuerpos de los odiados feringhees a través de las ventanas del piso de arriba.
—¡Qué los perros profanen la tumba del muy cerdo de Burnes! —rugió Sekundar soltando un escupitajo en dirección a la residencia mientras los presentes acogían con vítores sus palabras—. De momento, todo va bien —añadió, dirigiéndose a mí—. ¿Qué le parece si ahora nos damos un paseo hasta el acantonamiento y le decimos unas cuantas palabritas a Elphy? ¿Preparado, Charlie? Pues entonces, adelante y procura contonearte como un auténtico badmash. Toma ejemplo de Flashy; ¿no te parece el Bashie-Bazouk más feo que jamás hayas visto en tu vida?
Dicho lo cual, Burnes encabezó audazmente la marcha y salió a la calle, apartando a un lado a los que se interponían en su camino como si fuera un bravucón Yusufzai cualquiera. Hubiera querido decirle que tuviera cuidado, pues temía que llamara demasiado la atención, ya que los habitantes de Kabul estaban muy familiarizados con su rostro. Pero todos le abrieron paso soltando alguna que otra maldición por lo bajo y conseguimos llegar al final de la calle sin que nadie nos hubiera reconocido. «Ahora —pensé yo— estaremos en casa en un santiamén». Había mucha gente por todas partes, pero no era tan ruidosa como la que rodeaba a la residencia y cada paso que dábamos nos acercaba un poco más al punto en el que, en el peor de los casos, podríamos pegar una carrerilla hacia el acantonamiento. Fue entonces cuando Burnes, en un estúpido exceso de confianza, lo estropeó todo.
Cuando ya habíamos llegado al final de la calle, el muy necio se detuvo para gritar otra maldición contra los feringhees a modo de bravata final. Ya me lo imaginaba presumiendo más tarde delante de las esposas de los hombres de la guarnición con su relato sobre cómo había engañado a los afganos con sus insultos contra sí mismo. Pero se pasó. Tras haberse llamado a sí mismo nieto de setenta perros bastardos, le murmuró algo en voz baja a Charlie y celebró su propia broma, riéndose entre dientes.
Lo malo es que un afgano no se ríe como un inglés. Se ríe con unos grititos estridentes mientras que Burnes soltó una risotada. Observé que una cabeza se volvía para mirarnos y entonces agarré a Burnes por un brazo y a Charlie por otro, pero, mientras apuraba el paso con ellos calle abajo, un corpulento ghazi me apartó a un lado y, asiendo a Burnes por los hombros, lo estudió detenidamente.
—¡Jao, hubshi! —le gritó Burnes despectivamente, propinándole un golpe en la mano, pero el hombre seguía sin apartar los ojos de su rostro hasta que, de pronto, gritó:
—¡Masahllah! ¡Es Sekundar Burnes, hermanos! Se produjo un instante de silencio, seguido de un rugido ensordecedor.
El gigantesco ghazi extrajo su navaja del Khyber, pero Burnes lo inmovilizó y le rompió el brazo con una llave para evitar que se la clavara. Para entonces, media docena de hombres se estaba acercando a nosotros. Uno de ellos se me echó encima y yo le propiné un puñetazo tan fuerte que perdí el equilibrio y caí al suelo; me incorporé y, en el momento en que trataba de desenvainar la espada, vi a Burnes quitándose de encima al ghazi herido mientras le gritaba a su hermano:
—¡Corre, Charlie, corre!
Había una angosta travesía a través de la cual Charlie, que estaba más cerca, hubiera podido escapar, pero éste vaciló un instante con el rostro más pálido que la cera mientras Burnes pegaba un brinco, interponiéndose entre él y los afganos. Sekundar ya había extraído su navaja del Khyber; esquivó un golpe del hombre que encabezaba el grupo de atacantes, forcejeó con él y volvió a gritar:
—¡Huye, Charlie! ¡Lárgate, hombre de Dios!
Mientras Charlie permanecía de pie, inmóvil como una estatua, Burnes le gritó en tono desesperado:
—¡Corre, niño, por favor! ¡Corre, por lo que más quieras!
Fueron las últimas palabras que pronunció. Una navaja del Khyber se hundió en su hombro y se tambaleó hacia atrás mientras la sangre se escapaba a borbotones de la herida; inmediatamente después la muchedumbre se le echó encima y lo empezó a golpear y atacar con sus cuchillos. Debió de recibir media docena de heridas mortales antes de desplomarse al suelo. Charlie lanzó un grito de terror y corrió hacia él; lo cosieron a navajazos antes de que diera tres pasos.
Yo lo vi todo porque ocurrió en cuestión de segundos; después estuve muy ocupado; salté por encima del hombre al que había derribado al suelo y corrí hacia la callejuela, pero un ghazi llegó primero, lanzando gritos y tratando de clavarme el cuchillo. Al final, yo había conseguido desenvainar la espada y paré el golpe, pero el camino estaba bloqueado y la gente me perseguía, soltando aullidos. Me volví dando violentos tajos a derecha e izquierda y entonces mis perseguidores retrocedieron momentáneamente; apoyé la espalda contra el muro más próximo mientras ellos se abalanzaban de nuevo sobre mí y sus navajas brillaban ante mis ojos. Empecé a soltar reveses contra los temibles rostros y oí sus gritos y maldiciones. De pronto, sentí un fuerte golpe en el estómago y me desplomé al suelo delante del amasijo de cuerpos de mis agresores; un pie me golpeó la cadera y, mientras yo pensaba, «Dulcísimo Jesús mío, esto es la muerte», recordé fugazmente la vez en que me pisotearon en una refriega durante un partido en la escuela. Algo me golpeó la cabeza y me preparé para recibir el horrible mordisco del afilado acero. Después, ya no recuerdo nada más[20].