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Viajar, creo yo, es lo más aburrido que hay en la vida, por consiguiente, no les cansaré con el relato de nuestro viaje desde Calcuta a Kabul. Fue largo, sofocante y terriblemente tedioso; si Basset y yo no hubiéramos seguido el consejo de Muhammed Iqbal y no hubiéramos cambiado nuestros uniformes por prendas nativas, dudo que hubiéramos podido sobrevivir. En el desierto, en las llanuras llenas de matorrales, en las pedregosas colinas, en los bosques, en las pequeñas aldeas, en los campos y en las ciudades el calor era horrible e implacable; se te quemaba la piel, te ardían los ojos y notabas que el cuerpo se te convertía en una reseca bolsa de huesos. Sin embargo, con aquellas holgadas túnicas y aquellos pantalones parecidos a los de un pijama, uno se sentía más fresco… quiero decir, que uno se freía sin achicharrarse.

Basset, Iqbal y yo íbamos a caballo, y los criados nos seguían a pie llevando la litera de Fetnab. Pero nuestro ritmo era tan lento que, al cabo de una semana, nos deshicimos de todos ellos menos del cocinero. Despedimos a los criados entre grandes lamentos, y vendí a Fetnab a un comandante de artillería por cuyo campamento acertamos a pasar. Lo sentí mucho, pues ya se había convertido en algo así como una costumbre para mí, pero durante el viaje se puso muy pesada y, por la noche estaba demasiado exhausta y apática como para que yo pudiera solazarme con ella. No obstante, no recuerdo haber conocido en mi vida a otra moza con quien haya disfrutado más.

A partir de aquel momento viajamos más rápidamente, hacia el oeste y después hacia el noroeste, por las llanuras y los grandes ríos del Punjab, cruzando el territorio de los sikhs y subiendo hacia Peshawar, que es donde termina la India. Ahora ya nada nos recordaba Calcuta, pues allí el calor era tan seco y feroz como los habitantes… unas criaturas de aspecto ajudiado tremendamente feas y escuálidas que iban perennemente armadas y que, a juzgar por su aspecto, parecían dispuestas a cometer cualquier atrocidad. Sin embargo, el más feo y el que parecía más dispuesto a cometer maldades era el gobernador del lugar, un corpulento sujeto de barba gris y pinta de toro, vestido con una vieja y manchada chaqueta de uniforme, unos abombados pantalones y un quepis adornado con borlas doradas. Era nada menos que italiano, lucía unos tiesos mostachos encerados como los que hoy en día llevan los organilleros, y hablaba inglés con un espantoso acento ítalo-americano. Se llamaba Avitabile[13], y tanto los sikhs como los afganos le tenían más miedo que al mismísimo demonio; había llegado a la India como soldado mercenario, estaba al mando del ejército de Shah Sujah y ahora cumplía la misión de mantener abiertos los pasos para nuestra gente de Kabul.

Lo hacía admirablemente bien, de la única forma que aquellos brutos entendían… por medio de la fuerza y la intimidación. Al entrar, vimos cinco afganos muertos colgando del arco de la puerta bajo los ardientes rayos del sol, lo cual nos resultó tranquilizador y desconcertante a la vez. La gente les prestaba muy poca atención, como si fueran unas moscas aplastadas, y el que menos se la prestaba era el propio Avitabile, justamente el que los había mandado ahorcar.

—Maldita sea, muchacho —me dijo—, ¿cómo cree usted que podría mantener la paz si no matara constantemente a estos bastardos? Éstos son gilzai, ¿sabe? Gilzai buenos, ahora que yo me encargo de ellos. Los gilzai malos están en las colinas que hay entre aquí y Kabul, vigilando los pasos, pensando y humedeciéndose los labios con la lengua. Pensar es lo único que están haciendo ahora a causa de Avitabile. Como es natural, les pagamos para que se estén quietos, pero ¿cree usted que eso sería suficiente para que obedecieran? No señor, el temor a Avitabile —dijo, señalándose el pecho con un grueso pulgar—… el temor es el que los obliga a obedecer. Sin embargo, si yo dejara de ahorcarlos de vez en cuando, dejarían de tenerme miedo, ¿comprende?

Aquella noche me invitó a cenar, y saboreamos un excelente estofado de pollo y fruta en una terraza que daba a los sucios tejados de Peshawar, hasta la cual llegaban todos los rumores y olores del bazar. Avitabile fue un estupendo anfitrión, y se pasó toda la noche hablando de Nápoles, de mujeres y de bebida; me pareció que le había caído bien, y ambos cogimos una borrachera impresionante. Era uno de esos borrachos a los que les da por gritar y armar alboroto, y recuerdo que nos pasamos un buen rato cantando a pleno pulmón. Pero al amanecer, mientras regresábamos haciendo eses a nuestras camas, se detuvo delante de mi habitación, apoyó una mugrienta manaza en mi hombro, me miró con sus brillantes ojos grises y me dijo con voz muy suave y serena:

—Me parece, muchacho, que en el fondo es usted igual que yo: un condottiero y un bribón. Quizá con un poco más de honor y valentía. No sé. Pero, mire, ahora ustedes se dirigen más allá del Khyber, y un día no muy lejano los gilzai y los demás dejarán de tener miedo. Para estar preparado, escoja un caballo rápido y a unos cuantos afganos de confianza (hay algunos, como los kuzzibashis) y, cuando llegue ese día, no espere a morir en el campo de batalla —lo dijo sin el menor sarcasmo—. Los héroes no cobran mejores salarios que los otros, muchacho. Que descanse.

Asintió con la cabeza y se alejó pesadamente pasillo abajo, con el dorado quepis todavía firmemente encasquetado. En mi estado de embriaguez, apenas presté atención a lo que me dijo, pero más tarde lo recordé.

A la mañana siguiente, nos dirigimos al norte hacia uno de los lugares más horribles del mundo: el gran paso del Khyber, donde el camino serpentea entre unos peñascos abrasados por el sol y las cumbres parecen aguardar al viajero para tenderle una emboscada. El camino estaba bastante transitado y nos cruzamos con un convoy de suministros que se dirigía a Kabul, pero la mayoría de las personas que vimos eran montañeses afganos, unos guerreros de elevada estatura que llevaban una especie de casquetes o turbantes y unas largas chaquetas. Iban armados con unos rifles tremendamente largos llamados jezzais, y con las típicas navajas del Khyber (una especie de cuchillos de carnicero muy puntiagudos) metidas en el cinto. Muhammed Iqbal se alegraba mucho de regresar a su lugar de origen, y me obligó a chapurrear el pashto con las personas con quienes nos cruzamos; la gente, que en general fue bastante amable con nosotros, se llevaba una notable sorpresa al ver a un oficial inglés que hablaba su propio idioma, por más que yo lo hiciera con mucha dificultad. Sin embargo, a mí no me gustó su aspecto; se adivinaba la traición en sus ojos oscuros… y me parecía un poco raro que aquellos hombres con pinta de Satanás lucieran ricitos y bucles por debajo de los turbantes.

Tras cruzar el Khyber, nos pasamos tres días recorriendo un camino cada vez más infernal. No comprendo cómo un ejército británico con sus miles de seguidores, carretas, carros y armas pudo superar aquellos pedregosos senderos. Pero, al final, llegamos a Kabul. La gran fortaleza de Bala Hissar dominaba la ciudad, y un poco más allá, hacia la derecha, se veían los nítidos perfiles del acantonamiento situado junto a la orilla del río; los hombres, enfundados en sus rojas chaquetas, semejaban muñecos de juguete desde lejos, y el sonido del clarín se propagaba débilmente sobre las aguas. Todo era muy hermoso bajo la luz de la tarde estival, los huertos y los jardines se extendían ante nuestros ojos, y la mole del Bala Hissar ocultaba la miseria de la ciudad de Kabul. Sí, en aquellos momentos, todo era hermoso.

Cruzamos el puente sobre el río Kabul y, en cuanto me hube presentado, bañado y puesto el uniforme del regimiento, me enviaron ante el comandante a quien yo tenía que hacer entrega de los despachos de Elphy Bey. Se llamaba sir Willoughby Cotton[14] y el nombre le iba que ni pintado, pues era redondo, grueso y rubicundo. Cuando entré, un apuesto oficial de alto rango, enfundado en un descolorido uniforme, le estaba echando una bronca, e inmediatamente descubrí dos cosas… que en la guarnición de Kabul no existía el menor respeto por la intimidad ni el menor comedimiento, y que los oficiales de mayor graduación no tenían el menor reparo en discutir sus asuntos delante de los subordinados.

—… es el mayor insensato que haya este lado del Indo —estaba diciendo el oficial cuando yo me presenté— o Le digo, Cotton, que este ejército es como un oso en una trampa. Si se produce un levantamiento, ¿dónde estará usted? Atrapado entre unas gentes que le odian con toda su alma y a una semana de distancia de la más cercana guarnición amiga, mientras el muy imbécil de McNaghten le escribe cartas a ese Auckland de Calcuta que es todavía más imbécil que él, diciéndole que todo va bien. ¡Dios nos coja confesados! Y ahora, lo van a relevar a usted…

—A Dios gracias —dijo Cotton.

—… y nos enviarán a Elphy Bey, que estará enteramente dominado por McNaghten y que, de todos modos, no está en condiciones de mandar una escolta. ¡Y lo peor de todo es que McNaghten y los demás asnos políticos creen que estamos tan seguros como en la Meseta de Salisbury![15]

Burnes es tan inútil como los otros, no piensa más que en las mujeres afganas, pero todos están seguros de que tiene razón. Eso es lo que más me fastidia. ¿Y usted quién demonios es?

Eso me lo dijo a mí. Incliné la cabeza y le entregué las cartas a Cotton, el cual pareció alegrarse de la interrupción.

—Me alegro de verle, señor —dijo, depositando las cartas encima del escritorio—. Conque el heraldo de Elphy, ¿eh? Vaya, vaya. ¿Flashman ha dicho usted? Qué curioso. En Rugby yo tenía un compañero que se llamaba Flashman hace unos cuarenta años. ¿Acaso es pariente suyo?

—Mi padre, señor.

—¡No me diga! Vaya, cuánto me alegro. El hijo de Flashy —dijo, mientras su rubicundo rostro se iluminaba con una sonrisa—. Debe de hacer unos cuarenta años… Su padre está bien, supongo. Estupendo, estupendo. ¿Qué le apetece tomar, señor? ¿Una copita de vino? Ven aquí, chico —le dijo a un criado nativo—. Seguro que su padre le habrá hablado de mí. Menudo pillastre estaba yo hecho. Me expulsaron de la escuela, ¿sabe usted? Era una ocasión tan fabulosa que no la podía desaprovechar.

—A mí también me expulsaron de Rugby, señor —me apresuré a decir.

—¡Dios bendito! ¡No me diga! ¿Y por qué razón, señor?

—¡Por embriaguez, señor!

—¡No! ¡Qué barbaridad! ¿Cómo se puede expulsar a alguien por eso? Acabarán expulsando a los alumnos por violación. En mis tiempos no lo hubieran hecho. Yo fui expulsado por amotinamiento, señor… ¡sí, amotinamiento! ¡Encabecé la revuelta de toda la escuela![16]

¡Espléndido! Bueno, pues, ¡a su salud, señor!

El oficial de la chaqueta descolorida, que nos había estado mirando con expresión avinagrada, comentó que la expulsión de una escuela le parecía muy bien, pero que lo que a él le preocupaba era la expulsión de Afganistán.

—Disculpe, señor —dijo Cotton, secándose los labios con un pañuelo—. ¡Qué descortesía por mi parte! Señor Flashman, le presento al general Nott. El general Nott acaba de regresar de Kandahar, donde ostenta el mando. Estábamos discutiendo la situación del ejército en Afganistán. No, no, Flashman, siéntese. Aquí no estamos en Calcuta. En el servicio activo, cuanto más aprende uno, mejor. Siga, por favor, Nott.

Por consiguiente, permanecí sentado, un poco perplejo y halagado mientras Nott reanudaba su parrafada, pues no es costumbre que los generales hablen en presencia de los subalternos. Me pareció que estaba ofendido por algún comunicado de McNaghten, es decir, sir William McNaghten, delegado en Kabul y primera autoridad civil británica en el país. Nott trataba de convencer a Cotton de que lo apoyara en su protesta, pero Cotton no estaba por la labor.

—Es una simple cuestión de táctica —dijo Nott—. El país, por más que McNaghten no lo crea, es hostil a nuestra presencia, y como tal lo tenemos que tratar. Podemos hacerlo de tres maneras: a través de la influencia que ejerce Sújah sobre sus maldispuestos súbditos, que es muy poca, por cierto; a través de la fuerza de nuestro ejército de aquí, el cual, con todos los respetos, no es tan poderoso como imagina McNaghten, pues una de las más fieras naciones guerreras del mundo lo supera en la proporción de cincuenta a uno; y, en tercer lugar, comprando con dinero la colaboración de los jefes más importantes. ¿Es así?

—Habla usted como un libro —dijo Cotton—. Llénese la copa, señor Flashman.

—Si fracasa uno de estos tres instrumentos tácticos, Sujah, nuestra fuerza o nuestro dinero, estamos perdidos. Sí, ya sé que soy un «pájaro de mal agüero», tal como diría McNaghten; él cree que aquí estamos tan seguros como en la Guardia Montada. Pero se equivoca, se lo digo yo. Existimos porque nos lo toleran, pero eso terminará en cuanto él lleve a la práctica su propósito de cortar los subsidios a los jefes gilzai.

—Nos ahorraría dinero —dijo Cotton—. Sea como fuere, no es más que una idea, según tengo entendido.

—Nos ahorraría dinero si usted no comprara una venda cuando se está desangrando —dijo Nott, provocando una carcajada por parte de Cotton—. Sí, ríase usted, sir Willoughby, pero se trata de un asunto muy importante. Dice usted que lo de cortar los subsidios no es más que una idea. Muy bien, pues puede que nunca se lleve a efecto. Pero si los gilzai llegan a sospechar tan siquiera esta posibilidad, ¿cuánto tiempo cree usted que seguirán manteniendo los pasos abiertos? Ellos dominan el Khyber, que es nuestra línea vital de comunicación, no lo olvide, y dejan entrar y salir nuestros convoyes. Bastará con que piensen que sus subsidios corren peligro para que busquen otra fuente de ingresos. Lo cual quiere decir que tenderán emboscadas y saquearán los convoyes y que usted se verá metido en un embrollo tremendo. Por eso creo que McNaghten no debiera tan siquiera pensar en la posibilidad de cortar los subsidios, y tanto menos hablar de ella.

—¿Qué quiere usted que haga? —preguntó Cotton, frunciendo el ceño.

—Dígale que abandone la idea de inmediato. A mí no me hará caso. Y que envíe a alguien para hablar con los gilzai y le lleve unos regalos a ese viejo de Mogala cuyo nombre no recuerdo… Sher Afzul, creo. Me han dicho que es el que manda sobre los restantes jefes gilzai.

—Sabe usted mucho acerca de este país —dijo Cotton, sacudiendo la cabeza—. Teniendo en cuenta que éste no es su territorio.

—Alguien tiene que saberlo —replicó Nott—. Treinta años al servicio de la compañía le enseñan a uno unas cuantas cosas. Ojalá pudiera creer que McNaghten también las ha aprendido. Pero él sigue alegremente su camino sin ver más allá de su nariz. Bueno, bueno, Cotton, usted será uno de los más afortunados. Se irá de aquí justo a tiempo.

Cotton protestó, señalando que Nott era efectivamente un «pájaro de mal agüero». Muy pronto descubrí que el término se aplicaba a todos los que se atrevían a criticar a McNaghten o a manifestar sus dudas acerca de la seguridad de las fuerzas británicas en Kabul. Ambos militares se pasaron un buen rato hablando. Cotton fue muy amable conmigo, y me pareció que estaba tratando por todos los medios de que yo me sintiera a gusto. Cenamos en su cuartel general con los miembros de su estado mayor, y allí conocí por primera vez a algunos de los hombres, muchos de ellos oficiales subalternos, cuyos nombres se harían famosos en cuestión de un año… «Sekundar» Burnes, con su vocecilla escocesa y su bigotito; George Broadfoot, otro escocés, sentado a mi lado; Vincent Eyre, «Gentleman Jim» Skinner, el coronel Oliver y otros. Todos ellos hablaban con una asombrosa libertad, criticando o defendiendo a sus superiores en presencia de los generales, censurando una táctica o elogiando otra, e intercambiando comentarios con Cotton y Nott. No se habló demasiado bien de McNaghten, y todos expresaron opiniones muy negativas acerca de la situación del ejército. Pensé que se asustaban muy fácilmente, y así se lo dije a Broadfoot.

—Cuando lleve uno o dos meses aquí, pensará lo mismo que los demás —me contestó bruscamente—. El lugar es malo y la población también lo es; me sorprendería mucho que dentro de un año no estallara la guerra. ¿Ha oído usted hablar de Akbar Khan? ¿No? Es el hijo del antiguo rey Dost Mohammed que nosotros derrocamos para poner en su lugar a ese payaso de Sujah, y ahora está en las montañas yendo de un jefe a otro y buscando apoyos para el día en que levante el país contra nosotros. McNaghten no lo quiere aceptar, naturalmente, pero es un estúpido.

—¿Cree que no podremos defender Kabul? —pregunté—. Unas fuerzas de cinco mil hombres tendrían que ser suficientes contra unos salvajes indisciplinados.

—Esos salvajes son unos hombres extraordinarios —dijo—. Entre otras cosas, son unos tiradores mucho mejores que nosotros. Y nuestra situación deja bastante que desear, pues el acantonamiento no dispone de unas fortificaciones como Dios manda (hasta los almacenes se encuentran fuera del perímetro) y el ejército está muy mal preparado a causa de la buena vida y la falta de disciplina. Además, tenemos con nosotros a nuestras familias, y eso no es nada bueno cuando empiezan a volar las balas… ¿quién piensa en su deber cuando tiene que cuidar de la mujer y los hijos? Y Elphy Bey asumirá el mando cuando se vaya Cotton —sacudió la cabeza—. Usted le conocerá sin duda mejor que yo, pero daría toda mi paga del año próximo para que no viniera y, en su lugar, nombraran a Nott. Por lo menos dormiría tranquilo por la noche.

Todo aquello me pareció muy descorazonador, pero en las semanas siguientes oí el mismo tipo de comentarios por todas partes… estaba claro que nadie confiaba en las autoridades políticas y militares, y los afganos parecían adivinarlo, pues se mostraban insolentes con nosotros y no nos tenían el menor respeto. En mi calidad de ayudante de Elphy Bey, que aún se encontraba de camino hacia el norte, yo disponía de tiempo para pasear por Kabul, un inmenso, sucio y maloliente lugar, lleno de tortuosas y angostas callejuelas. Pero nosotros raras veces íbamos por allí, pues la gente no nos dispensaba una acogida demasiado cortés y nos encontrábamos más a gusto en el acantonamiento, donde apenas se prestaba atención a la instrucción y más bien nos pasábamos el rato disputando carreras de caballos, paseando por los jardines y contando chismes en las galerías mientras nos tomábamos bebidas con hielo. Incluso se disputaban partidos de cricket, y yo mismo jugué algunos. Había sido un excelente lanzador en Rugby, y mis nuevos amigos me admiraban más por los palos que abatía que por el hecho de que ya estuviera empezando a hablar el pashto mejor que cualquiera de ellos, exceptuando a Burnes y a los políticos.

Durante uno de aquellos encuentros vi por primera vez al rey Shah Sujah, que estaba allí invitado por McNaghten. Era un corpulento sujeto de barba castaña que presenció el partido solemnemente de pie y que, al preguntarle McNaghten si le gustaba, contestó:

—Múltiples e inescrutables son los caminos del Señor.

En cuanto a McNaghten, me fue antipático desde que lo vi. Tenía el rostro muy moreno y una nariz y una barbilla muy puntiagudas, y miraba con recelosa cara de asco a través de las gafas. Era tan presumido como un pavo real, y tenía por costumbre pasearse con su sombrero y su levita, mirando a su alrededor con expresión autoritaria y desdeñosa. Era evidente, tal como alguien había dicho, que sólo veía lo que quería ver. Cualquier otro se hubiera dado cuenta de que su ejército estaba hecho un desastre, pero él ni se enteraba. Incluso pensaba que Sujah era apreciado por su pueblo y que nosotros éramos unos huéspedes bien recibidos en el país; si hubiera oído a los hombres del bazar llamándonos «cafres», puede que hubiera comprendido su equivocación. Pero era demasiado arrogante como para eso.

A pesar de todo, yo me lo pasaba bastante bien. Burnes, al agente político, empezó a interesarse un poco por mí al enterarse de que yo hablaba el pashto y, puesto que su mesa era espléndida y se trataba de un hombre muy influyente, decidí cultivar su amistad. Era un necio descomunal, naturalmente, pero sabía muchas cosas acerca de los afganos y, de vez en cuando, se disfrazaba con el atuendo de los nativos y se mezclaba con la gente del bazar para enterarse de los chismes que corrían y estar al tanto de todo. Tenía otro motivo, como es natural, y era la constante búsqueda de mujeres afganas. Yo le acompañaba a menudo en tales correrías, y debo decir que resultaban de lo más satisfactorias.

Las mujeres afganas son bellas y bastante agraciadas, y tienen la ventaja de que sus hombres no les prestan demasiada atención. Los hombres afganos suelen ser unos pervertidos y les encantan los chicos; se hubieran ustedes muerto de asco si hubieran visto cómo se les caía la baba ante aquellos jovencitos pintarrajeados que parecían muchachas. Nuestras tropas se tronchaban de risa. Pero la consecuencia de todo ello era que las mujeres afganas siempre estaban hambrientas de machos y uno podía elegir la que quisiera. Eran unas altas y gráciles criaturas de largas narices y bocas orgullosas, muy activas en la cama y con unos cuerpos que tiraban más al músculo que a la grasa.

Como es natural, a los afganos todo eso les daba igual, pero, aun así, nos la tenían jurada.

Tal como ya he dicho, las primeras semanas fueron muy agradables y, cuando Kabul ya estaba empezando a gustarme a pesar del pesimismo general, tuve que abandonar mi placentera rutina gracias a mi amigo Burnes y a los temores del general Nott, el cual había regresado a Kandahar no sin antes haber hecho unas serias advertencias a sir Willoughby Cotton. Éstas debieron de ser muy alarmantes, pues, cuando me mandó llamar a su despacho en el acantonamiento, Cotton, que estaba acompañado por Burnes, tenía el semblante muy serio.

—Flashman —me dijo—, sir Alexander me dice que se lleva usted de maravilla con los afganos.

Pensando en las mujeres, convine en que, efectivamente, era cierto.

—Bueno, pues, ¿habla usted también su endiablado dialecto?

—Aceptablemente bien, señor.

—Eso significa que es usted mucho más previsor que la mayoría de nosotros. No debería hacerlo, pero, siguiendo la sugerencia de sir Alexander… —aquí Burnes me dirigió una sonrisa que, a mi modo de ver, no presagiaba nada bueno—… y puesto que es usted el hijo de un antiguo amigo mío, voy a encomendarle una tarea. Una tarea que contribuirá a favorecer su ascenso si la cumple usted como es debido, ¿comprende? —me miró fijamente un instante y después añadió, dirigiéndose a Burnes— ¡Maldita sea, Sandy, es tremendamente joven!

—No más de lo que yo era —replicó Burnes.

—Bueno, supongo que eso no importa. Vamos a ver, Flashman… habrá usted oído hablar de los gilzai, ¿no? Controlan los pasos que nos separan de la India y son unos individuos tremendamente marrulleros. Estaba usted presente cuando Nott habló de los subsidios que recibían de nosotros y de la posibilidad de que los insensatos políticos los cortaran, discúlpeme la expresión, Sandy. Bueno, pues los van a cortar a su debido tiempo, pero, de momento, es de todo punto necesario que tranquilicemos a los afganos y les digamos que todo va bien, ¿comprende? Sir William McNaghten ha dado su autorización… de hecho, ha escrito unas cartas a Sher Afzul en Mogala, que es el amo del cotarro por así decirlo.

Me pareció una descarada hipocresía por parte de McNaghten, pero, tal como muy pronto descubriría, semejante comportamiento era típico en nuestros tratos con los afganos.

—Va usted a ser nuestro correo, como hacen los hombres del señor Rowland Hill en Inglaterra. Llevará nuestros mensajes de buena voluntad a Sher Afzul, se los entregará, le dirá que todo marcha estupendamente bien, se mostrará amable con ese viejo demonio que, por cierto, está medio loco, y le tranquilizará en caso de que todavía esté preocupado por los subsidios y cosas por el estilo.

—Todo estará en las cartas —terció Burnes—. Usted deberá limitarse a darle todas las seguridades que sean necesarias.

—¿Qué le parece, Flashman? —dijo Cotton—. Será una buena experiencia para usted. Una misión diplomática, ¿comprende?

—Y muy importante —añadió Burnes—. Porque, si pensaran que ocurre algo o empezaran a sospechar, nuestra situación aquí se podría agravar.

«Y la mía mucho más», pensé yo. La propuesta no me hacía la menor gracia. Lo único que sabía de los gilzai era que tenían fama de ser unos brutos y unos asesinos, como todos los afganos del país, y la idea de visitar sus guaridas en la montaña sin la menor esperanza de que alguien acudiera en mi ayuda en caso de que surgieran problemas… bueno, Kabul no es que fuera precisamente Hyde Park, pero por lo menos era un lugar seguro de momento. Y lo que las mujeres afganas hacían a los prisioneros era suficiente argumento como para que se me revolviera el estómago con sólo pensarlo. Me habían contado unas historias tremendas.

Parte de mis reflexiones debieron reflejarse en mi rostro, pues Cotton me preguntó con la cara muy seria qué ocurría. ¿Acaso no quería ir?

—Por supuesto que sí, señor —contesté, mintiendo descaradamente—. Pero… bueno, es que todavía estoy un poco verde. Un oficial más experto…

—No se preocupe —dijo Burnes, sonriendo—. Se compenetra usted mejor con esa gente que algunos hombres que llevan veinte años de servicio aquí —me miró, guiñando un ojo—. Le he visto, Flashman, recuérdelo. ¡Ja, ja! Tiene usted eso que se llama «cara de tonto», sin ánimo de ofender. Significa que parece honrado. Además, el hecho de que hable usted un poco el pashto le permitirá ganarse su confianza.

—Pero, en mi calidad de ayudante del general Elphinstone, ¿no tendría que estar aquí…?

—Elphy aún tardará una semana en llegar —contestó secamente Cotton—. Maldita sea, hombre de Dios, ésta es una oportunidad extraordinaria para usted. Cualquier joven en su lugar estaría deseando ir.

Comprendí que no le parecería nada bien que siguiera dando excusas, y dije que tenía mucho interés, por supuesto, y que sólo quería asegurarme de que era el hombre adecuado. La cuestión quedó definitivamente resuelta, y entonces Burnes me acompañó junto a un gran mapa que había en la pared y me mostró dónde estaba Mogala… Huelga decir que estaba en el quinto infierno, a unos ochenta kilómetros de Kabul, en una inhóspita región montañosa al sur del paso de Jugdulluk. Me indicó el camino que debería seguir, asegurándome que me proporcionarían un buen guía, y me dio el paquete sellado que debería entregar al medio loco (y, sin duda, medio humano) Sher Afzul.

—Encárguese de que llegue a sus manos —me dijo—. Es un buen amigo nuestro, de momento, pero no me fío de su sobrino Gul Shah. Ha sido demasiado amigo de Akbar Khan en otros tiempos. Si alguna vez surgen divisiones entre los gilzai, será por culpa de Gul; por consiguiente, tenga cuidado con él. No es necesario que le recuerde que ha de tener asimismo cuidado con el viejo Sher Afzul… es muy listo cuando está cuerdo, cosa que suele suceder casi siempre. Es señor de la vida y de la muerte en su parroquia, y en ella está usted incluido. No es probable que le cause ningún daño, pero procure ganarse su favor por si acaso.

Empecé a preguntarme si no habría alguna forma de que pudiera caer enfermo en las próximas dos horas. De ictericia, a ser posible, o de alguna dolencia infecciosa. Cotton puso el remate final.

—Si surgiera alguna dificultad —me dijo—, deberá usted resolverla.

A este paternal consejo, él y Burnes añadieron unas cuantas consideraciones acerca de la forma en que debería comportarme en caso de que el jefe decidiera discutir conmigo la cuestión de los subsidios, subrayando especialmente la necesidad de que yo me mostrara tranquilizador a toda costa —debo decir que nadie se tomó la molestia de indicarme quién me iba a tranquilizar a mí—, tras lo cual me despidieron. Burnes dijo que tenían depositadas grandes esperanzas en mí, un sentimiento que yo difícilmente podía compartir.

Sin embargo, no hubo nada que hacer y, a la mañana siguiente, emprendí el camino hacia el Este flanqueado por Iqbal y un guía afgano, y escoltado por cinco soldados del 16 de Lanceros. La escolta era lo bastante minúscula como para que sólo sirviera contra un salteador de caminos —cosa que nunca faltaba en Afganistán—, pero me dio un poco de ánimo, al cual se sumaron el fresco y vigorizante aire matinal y la idea de que probablemente todo iría bien y la misión supondría acceder a un nuevo escalón en la brillante carrera del teniente Flashman.

El sargento que estaba al mando de los lanceros se llamaba Hudson y ya había dado cumplidas muestras de su aptitud y determinación. Antes de emprender la marcha, me había sugerido que dejara el sable —nuestras espadas eran muy poco eficaces y le resbalaban a uno de la mano[17]— y tomara en su lugar una de las cimitarras persas que utilizaban algunos afganos. Eran fuertes, ligeras y tremendamente afiladas. Tanto en esta cuestión como en el asunto de las raciones de los hombres y el forraje de los caballos se había mostrado muy práctico y capacitado. Era uno de esos hombres de talla media, complexión robusta y modales reposados que saben exactamente lo que hacen, y yo me alegraba de contar con su ayuda y la de Iqbal.

Nuestro primer día de marcha nos llevó hasta Khoord-Kabul y, al segundo día, abandonamos el camino en Tezeen y nos desviamos al sudesde hacia las colinas. La marcha, que por terreno llano ya había sido muy dificultosa, se había convertido ahora en una terrible pesadilla, pues el territorio era una sucesión de rocas abrasadas por el sol y mellados picachos, con unos pedregosos desfiladeros cuyos sueltos guijarros hacían tropezar y resbalar a los mulos. Tras abandonar Tezeen apenas vimos criaturas vivientes a lo largo de casi cuarenta kilómetros y, al caer la noche, acampamos en un elevado paso, al amparo de un peñasco que hubiera podido ser la pared del infierno. Hacía un frío espantoso y el viento soplaba con fuerza a través del desfiladero; se oía a lo lejos el aullido de un lobo, y apenas teníamos leña para mantener encendida nuestra hoguera. Me tendí sobre la manta, maldiciendo el día en que me había emborrachado en Rugby y pensando que ojalá pudiera estar cómodamente acostado en una cálida cama con Elspeth, o Fetnab, o Josette.

Al día siguiente, mientras subíamos por una larga y pedregosa ladera, Iqbal murmuró unas palabras por lo bajo y me señaló algo con la mano. En lo alto de la rocosa cumbre, distinguí una figura que desapareció casi inmediatamente.

—Un explorador gilzai —me explicó Iqbal. A lo largo de una hora, vimos algo así como una docena.

Mientras cabalgábamos, los veíamos en las colinas de ambos lados y detrás de las rocas y los salientes. En los últimos kilómetros divisamos a varios jinetes que nos seguían a derecha e izquierda y a nuestra espalda. Al salir de un desfiladero, el guía me señaló una cumbre coronada por una gran fortaleza de color gris, con una torre redonda detrás de su muralla exterior y toda una serie de cabañas agrupadas junto a su puerta almenada. Era Mogala, la plaza fuerte del caudillo gilzai Sher Afzul. Raras veces había yo contemplado un lugar que me resultara más desagradable a primera vista.

Nos adelantamos a medio galope, mientras los jinetes que nos habían estado siguiendo galopaban a ambos lados en dirección al fuerte, sin acercarse demasiado a nosotros. Montaban jacas afganas, iban armados con largos jezzais y lanzas, y tenían un aspecto terrible; algunos llevaban cotas de malla sobre las túnicas, y unos cuantos se cubrían la cabeza con cascos puntiagudos. Con sus exóticos atuendos y sus fieros rostros barbados, parecían guerreros de un cuento de hadas oriental… y, de hecho, lo eran.

Cerca de la entrada había una hilera formada por cuatro cruces de madera. Comprobé para mi horror que las cuatro cosas retorcidas y ennegrecidas clavadas en ellas eran cuerpos humanos. Estaba claro que Sher Afzul tenía sus propias ideas acerca de la disciplina. Uno o dos soldados murmuraron por lo bajo al ver las cruces, y varios miraron con inquietud a los jinetes que nos habían estado siguiendo como sombras y que ahora se habían alineado a ambos lados de la entrada. Por mi parte, yo me sentía dominado por una cierta inquietud, pero pensé: «Que se vayan al infierno estos negros del carajo, nosotros somos ingleses». Así que dije con voz recia y decidida:

—¡Adelante, muchachos, en posición de firmes!

Así cruzamos ruidosamente la siniestra entrada.

Calculo que Mogala debe de medir algo más de cuatrocientos metros de muralla a muralla, pero, en el interior de sus almenas, aparte la gigantesca torre del homenaje, había cuarteles y establos para los guerreros de Sher Afzul, almacenes, depósitos de armas y la casa del propio kan. En realidad, más que una casa, era un pequeño palacio, pues se levantaba a la sombra de un ciprés en medio de un precioso jardín junto a la muralla exterior, y por dentro parecía un decorado de la versión de Las mil y una noches de Burton. Había tapices en las paredes, alfombras sobre los suelos embaldosados, y biombos de madera labrada con enrevesados dibujos bajo los arcos. Se respiraba una atmósfera general de lujo… el jefe vivía muy bien, pero no quería correr ningún riesgo. Por todas partes se veían corpulentos centinelas armados hasta los dientes.

Sher Afzul resultó ser un hombre de unos sesenta años, con una barba teñida de un tono negro tan oscuro como el azabache y un feo rostro arrugado cuyo rasgo más destacado eran unos fieros y ardientes ojos que parecían traspasarle a uno de lado a lado. Me recibió con mucha cortesía en su sala de audiencias, sentado en un pequeño trono y rodeado por su corte, pero yo no dudé ni por un instante de las palabras de Burnes, en el sentido de que aquel hombre estaba medio loco. Sus manos no paraban de moverse y, mientras hablaba, tenía la costumbre de sacudir violentamente la cabeza tocada con un turbante. Sin embargo, prestó mucha atención mientras uno de sus ministros leía en voz alta la carta de McNaghten y, al término de la lectura, pareció darse por satisfecho. Después, él y sus cortesanos lanzaron exclamaciones de complacencia al ver el regalo que Cotton le había enviado: un precioso par de pistolas de Manton en un estuche de terciopelo, con una bolsa de municiones a juego y un frasco de pólvora. Tuvimos que salir todos inmediatamente al jardín para que el kan las pudiera probar; era un pésimo tirador, pero, al cuarto intento, consiguió volarle la cabeza a un loro muy bonito que estaba posado con las patas encadenadas a un palo y que, a cada disparo, soltó un estridente chillido hasta que el tiro final acabó con él.

Hubo fuertes aplausos y Sher Afzul meneó la cabeza complacido.

—Un regalo espléndido —me dijo, mientras yo comprobaba satisfecho que mis conocimientos de pashto eran más que suficientes para entenderle—. Sea usted bienvenido, Flashman bahadur[18], porque estas armas son una verdadera maravilla. ¡Por Dios, que son armas dignas de un soldado!

Le dije que lo celebraba, y se me ocurrió la feliz idea de regalarle de inmediato una de mis pistolas al hijo del kan, un apuesto y despierto mozalbete de unos dieciséis años, llamado Ilderim. El chico empezó a soltar exclamaciones de alegría, y los ojos le brillaron de emoción mientras estudiaba el arma… había empezado con buen pie.

A continuación, uno de los cortesanos se adelantó y yo sentí que un estremecimiento me recorría la columna vertebral mientras lo miraba. Era un hombre alto —tanto como yo—, con unos hombros muy anchos y una fina cintura de atleta. Vestía una ajustada chaqueta negra, calzaba botas de caña alta y lucía alrededor de la cintura una faja de seda para llevar el sable. Se cubría la cabeza con un puntiagudo casco de acero, y tenía un rostro extremadamente hermoso, aunque con unas marcadas facciones orientales que a mí personalmente no me gustaban. Ustedes ya me entienden… nariz recta, labios muy carnosos y mejillas y mandíbulas suavemente femeninas. Lucía una barba bifurcada, y tenía los ojos más fríos que jamás he visto en mi vida. Me pareció que era un aguafiestas, y no me equivoqué.

—Yo puedo matar loros con un tirachinas —dijo—. ¿Sirven las pistolas del feringhee para alguna otra cosa?

Sher Afzulle dirigió una mirada más o menos asesina por poner en duda las excelencias de sus nuevas armas y, depositando una de ellas en su mano, le dijo que la probara. Para mi asombro, el muy bruto dio media vuelta y le pegó un tiro a uno de los esclavos que estaban trabajando en el jardín, que murió en el acto.

Les aseguro que se me heló la sangre en las venas. Contemplé las sacudidas del cuerpo sobre la hierba, vi que el kan sacudía la cabeza, y observé que el asesino le devolvía el arma encogiéndose de hombros. Había matado a un simple negro, y yo sabía que entre los afganos la vida se cotizaba muy barata; el hecho de matar a un ser humano tiene para ellos tan poca trascendencia como la tiene para nosotros disparar contra un faisán o pescar un pez. Pero resultaba un poco inquietante para un hombre con un temperamento como el mío saber que me encontraba en poder —pues, tanto si era un invitado como si no, yo estaba en su poder— de unos sinvergüenzas capaces de matar con semejante crueldad y sin el menor motivo. Me inquietaba más aquella idea que el asesinato propiamente dicho.

El joven Ilderim se dio cuenta y reprendió al tipo de la chaqueta negra… ¡no por la muerte del esclavo, que conste, sino por su descortesía para con un huésped!

—No se muerde la moneda de un honorable huésped, Gul Shah —le dijo, queriendo indicar con ello que a caballo regalado no había que mirarle el dentado. De momento, yo estaba tan asombrado por lo que acababa de ver que no le presté demasiada atención, pero, mientras el kan me acompañaba de nuevo al interior del palacio sin dejar de hablar atropelladamente, según su costumbre, recordé que el tal Gul Shah era el tipo contra el cual me había advertido Burnes… el amigo del gran rebelde Akbar Khan. Le vigilé mientras conversaba con Sher Afzul, y me pareció que él también me vigilaba a mí.

Sher Afzul se expresaba con bastante cordura, hablando de temas cinegéticos y de otro tipo de derramamientos de sangre más significativos, pero uno no podía por menos que reparar en el salvaje brillo de sus ojos y en el malévolo carácter que pugnaba constantemente por aflorar a la superficie. Estaba acostumbrado a comportarse como un tirano y sólo se mostraba amable con el joven Ilderim, a quien adoraba. De vez en cuando soltaba un gruñido dirigiéndose a Gul, pero éste le miraba a los ojos sin pestañear.

Aquella noche, sentados entre almohadones, cenamos en el salón de audiencias del kan, introduciendo directamente los dedos en los cuencos de estofado, arroz y fruta, y bebiendo un agradable licor afgano que, por cierto, no tenía demasiado cuerpo. Éramos unos doce, incluido Gul Shah. Al terminar la cena, y tras haber soltado el eructo de rigor, Sher Afzul ordenó que comenzara la diversión, la cual consistió en un excelente prestidigitador, unos cuantos escuálidos jovenzuelos con flautas y tam-tams nativos y tres o cuatro bailarinas. Yo había simulado divertirme con el prestidigitador y los músicos, pero, en cuanto salieron las bailarinas, una de ellas me llamó particularmente la atención y me pareció digna de algo más que de una mirada de cortesía. Era una alta y preciosa criatura de largas piernas, frío rostro enfurruñado y una preciosa melena teñida de color rojo fuego y recogida en una cola de caballo que le caía sobre la espalda. Era prácticamente lo único que la cubría; por lo demás, llevaba unos pantalones de raso ajustados alrededor de las caderas y un peto de latón que se quitó a instancias de Sher Afzul.

Éste le hizo señas de que se acercara y bailara delante de él, y entonces la contemplación de las torsiones y los estremecimientos de aquel dorado cuerpo semidesnudo me hizo olvidar por un instante dónde estaba. Cuando terminó de bailar, mientras los tam-tams seguían sonando y el sudor brillaba sobre su rostro pintado, yo me la debía de estar comiendo con los ojos. Saludó con un salaam a Sher Afzul, y éste la asió de repente por el brazo y la atrajo hacia sí. Observé entonces que Gul Shah se inclinaba hacia adelante en su almohadón.

Sher Afzul también lo observó, pues miró a derecha e izquierda con una pícara sonrisa en los labios y, con la mano libre, empezó a acariciar el cuerpo de la chica. Ésta aceptó las caricias con rostro imperturbable, mientras Gul contemplaba la escena sin apenas disimular su furia. Sher Afzul soltó una carcajada y me preguntó:

—¿Le gusta, Flashman bahadur? ¿Es la clase de gatita que usted se complace en acariciar? ¡Pues aquí tiene, es suya!

La empujó con tal fuerza hacia mí que cayó de cabeza sobre mis rodillas. Mientras yo la recibía, Gul Shah se levantó de repente y, soltando un rugido, acercó la mano a la empuñadura de su sable.

—¡No es para un perro europeo! —gritó.

—¿Por qué no, maldita sea? —contestó Sher Afzul—. ¿Y eso quién lo ha dicho?

Gul Shah le explicó quién lo había dicho, y entonces se produjo un pequeño intercambio de palabras que terminó cuando Sher Afzul ordenó a Gul que abandonara el salón. Me pareció que la muchacha lo miraba con decepción mientras él se retiraba de la estancia a grandes zancadas. Sher Afzul pidió disculpas por la molestia, y me dijo que no me preocupara por Gul Shah, un desvergonzado bastardo siempre ávido de mujeres. ¿Me gustaba la chica? Se llamaba Narriman y, en caso de que no me complaciera, yo no debería vacilar en azotarla sin la menor compasión.

Comprendí que todo aquello estaba deliberadamente dirigido contra Gul Shah, el cual seguramente codiciaba a la chica, y Sher Afzul había aprovechado la ocasión para atormentarlo. Se me planteaba un dilema: no quería enemistarme con Gul Shah, pero no podía permitirme el lujo de rechazar, por así decirlo, la hospitalidad de Sher Afzul. Además, la hospitalidad me resultaba muy cálida y apetecible, y me estaba produciendo una considerable excitación, desnuda sobre mis rodillas y jadeando todavía a causa del esfuerzo de la danza.

Por consiguiente, acepté de inmediato y esperé con impaciencia mientras Sher Afzul hablaba interminablemente acerca de sus caballos, sus perros y sus halcones. Al final, todo terminó y Narriman me siguió a la habitación privada que me habían asignado. Era una tibia y hermosa noche, los perfumes del jardín penetraban a través de la ventana, y yo ya estaba soñando con los placeres que se avecinaban. La chica fue una auténtica decepción, pues se quedó allí tendida sin hacer nada, mirando al techo como si yo no estuviera presente. Al principio, traté de convencerla con halagos, después la amenacé y, finalmente, siguiendo el consejo de Sher Afzul, la coloqué sobre mis rodillas y, tomando la fusta de montar, le propiné una buena tanda de azotes. Entonces se revolvió repentinamente contra mí como una pantera, se puso a gruñir, me clavó las uñas y poco faltó para que me arañara los ojos. Me enfurecí tanto que la zurré con todas mis fuerzas, pero ella luchó valerosamente y, sólo tras haber recibido varios latigazos especialmente dolorosos, trató de escapar corriendo. La agarré cuando ya había alcanzado la puerta y, tras un tremendo forcejeo, conseguí violarla… la única vez en mi vida en que me he visto obligado a hacerlo, por cierto. La cosa tiene también su aliciente, qué duda cabe, pero no me gustaría tener que hacerlo con carácter habitual. Prefiero que las mujeres se sometan voluntariamente.

Después la saqué de mi habitación —no tenía el menor deseo de que me clavara la uña del pulgar en un ojo durante la noche— y los guardias se la llevaron. En todo el rato no había dicho ni una sola palabra.

Al verme la cara arañada a la mañana siguiente, Sher Afzul me pidió que le facilitara detalles y, cuando yo se los conté, él y sus serviles aduladores se partieron de risa. Aunque Gul Shah no estaba presente, comprendí que no faltaría quien se apresurara a contarle la historia.

No me importaba demasiado, pero en eso me equivoqué. Gul era un simple sobrino de Sher Afzul y un malnacido, pero ejercía poder sobre los gilzai por su habilidad como luchador y estaba deseando derribar al viejo Sher Afzul y robarle el trono. En caso de que lo consiguiera, las perspectivas de la guarnición de Kabul no serían muy buenas, pues los gilzai mantenían constantemente el equilibrio con nosotros y Gul hubiera inclinado sin duda el platillo de la balanza en nuestra contra. Odiaba a los británicos y, nada más ocupar el puesto de Afzul, hubiera cerrado los pasos, aunque con ello perdiera los muchos lahks que se pagaban desde la India para mantenerlos abiertos. Sin embargo, Afzul, a pesar de que ya estaba un poco viejo, era demasiado listo y poderoso como para que alguien lo derrocara en aquellos momentos, e Ilderim, aunque sólo fuera un muchacho, gozaba de general aprecio y estaba considerado su indiscutible sucesor. Ambos mantenían buenas relaciones y podían imponer su dominio sobre los restantes jefes gilzai.

Gran parte de esta información la obtuve durante los dos días siguientes, en los que yo y los hombres de mi grupo fuimos huéspedes de honor en Mogala y yo mantuve los ojos y los oídos muy abiertos. Los gilzai, desde Afzul hasta los más humildes aldeanos cuyas chozas se apretujaban en la parte exterior de la muralla, se mostraron extremadamente hospitalarios con nosotros. Tengo que reconocerlo en honor de los afganos… son unos sujetos traicioneros e incluso malvados cuando quieren, pero si consigues ganarte su amistad, se convierten en unos tipos estupendos. Sin embargo, tienes que saber descubrir justo en qué segundo van a dejar de ser tus amigos. Raras veces se producen señales de advertencia.

Recordando aquel período de mi vida, puedo decir que probablemente me llevé mejor con los afganos que la mayoría de los británicos. Supongo que Thomas Hughes hubiera dicho que, en muchos rasgos de mi carácter, yo me parecía a ellos, y yo no lo habría negado. Sea como fuere, el caso es que me lo pasé muy bien durante aquellos dos primeros días: disputamos carreras de caballos y otras competiciones de equitación, y yo me hice muy famoso mostrándoles cómo se podía refrenar el nerviosismo de una jaca persa. Practicamos también la cetrería, a la que tan aficionado era Sher Afzul, por las noches se celebraron fastuosos banquetes, y Sher Afzul me ofreció entre risas otra bailarina, dándome consejos acerca de la mejor manera de manejarla, aunque esta vez los consejos fueron innecesarios.

Sin embargo, a pesar de lo bien que lo estábamos pasando, en Afganistán uno no puede olvidar jamás que camina constantemente sobre el filo de una navaja y que aquellos individuos son unos salvajes crueles y sanguinarios. El segundo día se ejecutó en el patio a cuatro hombres por robo a mano armada en presencia de una enfervorizada multitud, y un quinto individuo, un pequeño cacique, fue cegado por el médico de Sher Afzul. Se trata de un castigo muy corriente entre los afganos: si un hombre es demasiado importante como para ser ejecutado como un delincuente común, se le quita la vista para que no pueda causar más daño. Fue algo tan espantoso que uno de mis hombres se enzarzó en una pelea con un gilzai y le dijo que todos eran unos asquerosos extranjeros, cosa que ellos no entendieron. «Un hombre ciego es un hombre muerto», decían ellos, y yo tuve que presentar mis disculpas a Sher Afzul y ordenar al sargento Hudson que impusiera al soldado un ejercicio de castigo.

A todo esto, ya casi me había olvidado de Gul Shah y del enojoso asunto de Narriman, lo cual fue un imperdonable descuido por mi parte. Recibí el recordatorio al llegar la mañana del tercer día, cuando menos lo esperaba.

Sher Afzul había dicho que teníamos que salir a la caza de jabalíes, por lo que nos pasamos una hora larga entre los matorrales de las hondonadas del valle de Mogala, donde tanto abundaban dichos animales. Éramos unos veinte, incluyendo a Hudson, Muhammed Iqbal y yo mismo, y Sher Afzul dirigía las operaciones. Fue todo muy emocionante, aunque agotador, pues el terreno era muy accidentado y teníamos que separarnos muchas veces. Muhammed Iqbal y yo efectuamos una salida que nos llevó muy lejos del grupo principal, hasta un angosto desfiladero en el que terminaba el bosque y en el que nos esperaban cuatro jinetes con las lanzas en ristre, los cuales, sin hacer el menor ruido, cargaron directamente contra nosotros. Comprendí que eran hombres de Gul y que su intención era matarme… y poner, al mismo tiempo, en un compromiso a Sher Afzul con los británicos.

Iqbal, que era un tipo muy aficionado a las peleas, soltó un grito de júbilo.

—¡Vamos, huzoor! —me dijo, lanzándose al ataque. Yo no lo dudé ni un instante; si él quería probar suerte, era asunto suyo. Di media vuelta con mi jaca y regresé al bosque como alma que lleva el diablo, volviendo de vez en cuando la cabeza para ver si alguien me seguía.

No sé si él se dio cuenta de que lo dejaba solo, aunque le hubiera dado igual. Iba armado con una lanza lo mismo que yo, pero llevaba, además, una espada y una pistola al cinto, por lo cual se deshizo inmediatamente de la lanza hundiéndola en el pecho del gilzai que iba en cabeza, para inmediatamente atacar con el sable a los tres que lo seguían. A uno de ellos lo derribó, pero los dos restantes pasaron casi rozándole por ambos flancos, ya que era a mí a quien querían dar alcance.

Espoleé mi montura mientras ellos me perseguían al galope e Iqbal daba media vuelta para perseguirlos a ellos, diciéndome a voz en grito que diera la vuelta y les hiciera frente, el muy insensato. Sin embargo, mi único deseo era alejarme de aquellas infernales puntas de lanza y de los barbudos rostros de lobo de quienes las blandían. Galopé desesperadamente… hasta que la jaca tropezó y salí disparado hacia adelante por encima de la cabeza del animal, yendo a caer sobre un montón de rocas casi sin resuello.

Los arbustos me salvaron, pues los gilzai no pudieron llegar fácilmente hasta el lugar donde yo me encontraba. Tuvieron que rodear el montículo, y mientras tanto yo me levanté como pude y me oculté detrás del tronco de un árbol. Una de las jacas se encabritó y estuvo a punto de hacer perder el equilibrio a la otra; el jinete soltó un grito y tuvo que arrojar la lanza para evitar ser despedido. Entonces Iqbal se le echó encima, aullando su grito de guerra. El gilzai, que se había agarrado a las crines de su montura para no caer, me miró enfurecido y soltó una maldición. De repente, su siniestro rostro quedó literalmente partido por la mitad, pues el sable de Iqbal bajó silbando sobre su cabeza y atravesó el casco y el cráneo como si fueran de masilla. El otro jinete, que estaba tratando de rodear el tronco del árbol para llegar hasta mí, dio media vuelta en el momento en que Iqbal retiraba su espada de la cabeza del otro, y las monturas de ambos chocaron entre sí.

Por un terrible y angustioso instante ambos quedaron trabados, mientras Iqbal intentaba hundir la punta de su espada en el costado del otro y el gilzai, blandiendo una daga, trataba de clavarla en el cuerpo de Iqbal. Oí el sordo rumor de los golpes y la voz de Iqbal, gritando:

¡Huzoor!, ¡huzoor!

Después las jacas se separaron y los hombres cayeron al suelo.

Desde detrás del árbol vi de repente que mi lanza se encontraba a cosa de un metro de distancia, en el lugar donde yo la había soltado en el momento de caer. No sé por qué razón no seguí mi instinto de supervivencia y no eché a correr, dejando que ellos dos se las arreglaran solos en su lucha. Probablemente pasó por mi mente la idea de una posible ignominia. Sea como fuere, el caso es que salí corriendo de detrás del árbol, recogí mi lanza y, mientras el gilzai luchaba encima de Iqbal y levantaba su ensangrentada daga para clavársela, le hundí la punta de la lanza directamente en la espalda. El gilzai lanzó un grito, soltó la daga, cayó sobre el polvoriento suelo y murió, agitando las piernas y retorciéndose de dolor.

Iqbal trató de incorporarse, pero ya estaba perdido. Tenía el rostro ceniciento y en la pechera de su camisa se veía una gran mancha carmesí. Me miró enfurecido mientras yo me acercaba corriendo, y consiguió incorporarse sobre un codo.

Soor kabaj —me dijo, con un entrecortado jadeo—. ¡Ya, huzoor! ¡Soor kabaj! Después soltó un gruñido y cayó hacia atrás, pero, mientras yo me arrodillaba y me inclinaba hacia él, abrió los ojos un instante, emitió un leve gemido e intentó escupirme a la cara. Así murió, llamándome «hijo de cerdo» en hindi, el peor insulto para los musulmanes. Comprendí su punto de vista, como es natural.

Por consiguiente, allí estaba yo y allí estaban también cinco muertos… por lo menos, cuatro estaban muertos, y el que había sido atacado por Iqbal en segundo lugar se encontraba tendido un poco más arriba en el desfiladero, gimiendo de dolor con la cabeza partida. Estaba muy trastornado a causa de mi caída y de la refriega, pero se me ocurrió pensar que cuanto antes exhale uno el último aliento, mejor. Por consiguiente, me acerqué corriendo al herido con mi lanza, apunté con mano ligeramente insegura, y se la hundí en la garganta. La acababa de extraer, y estaba contemplando la carnicería cuando oí un grito y el rumor de los cascos de un caballo, y vi al sargento Hudson emergiendo del bosque al galope.

Lo captó todo de un solo vistazo… los cadáveres, el terreno cubierto de sangre y al gallardo Flashy de pie en el centro, único superviviente de aquel desastre. Sin embargo, en su calidad de experto soldado, quiso comprobar en primer lugar que no me hubiera ocurrido nada, después examinó los cuerpos para asegurarse de que nadie se estuviera haciendo el muerto, soltó un triste silbido al ver a Iq bal, y me preguntó sin inmutarse:

—¿Manda usted algo, señor?

Mientras recuperaba el resuello y el sentido, me pregunté qué iba a hacer a continuación. Estaba seguro de que aquello era obra de Gul, pero ¿qué haría Sher Afzul al respecto? Puede que, ante la posibilidad de perder la confianza de los británicos como consecuencia de aquellos hechos, decidiera sacar el mejor provecho posible de la situación cortándonos a todos la garganta. La idea no resultaba demasiado reconfortante que digamos, pero antes de que yo tuviera tiempo de digerirla, oí un gran estruendo acompañado de unos estentóreos gritos en el bosque y, de repente, apareció el resto de la partida de caza, con Afzul al frente.

Quizá el temor agudizó mi ingenio… tal como suele ocurrir en tales ocasiones. Sea como fuere, comprendí en un santiamén que lo mejor que podía hacer era actuar con la mayor audacia posible. Por consiguiente, casi inmediatamente después de que ellos lanzaran sus gritos de asombro y sus invocaciones al nombre de Dios, y desmontaran apresuradamente de sus jacas, avancé hacia el lugar desde donde Afzul contemplaba la escena montado en su caballo y sacudí la ensangrentada punta de mi lanza bajo su nariz.

—¡Ésta es la hospitalidad gilzai! —rugí—. ¡Fíjese en eso! ¡Mi criado asesinado, y yo salvado de puro milagro! ¿Es éste el honor de los gilzai?

Me miró enfurecido con su cara de loco, haciendo unos visajes tan horribles que, por un instante, pensé que estábamos perdidos. Después se cubrió el rostro con las manos y empezó a proferir lamentos a propósito de la vergüenza y el deshonor de haber tratado de semejante manera a los huéspedes que habían comido su sal. Su desmesurada reacción de loco, que, por cierto, me pareció una buena señal, se prolongó con otros lamentos del mismo cariz, mientras se mesaba la barba, desmontaba y empezaba a aporrear el suelo con las manos. Sus cortesanos lo rodearon de inmediato, haciendo invocaciones a Alá… menos el joven Ilderim, el cual se limitó a contemplar la matanza diciendo:

—¡Esto es obra de Gul Shah, padre!

Las palabras del joven hicieron que el viejo Afzul se levantara de un salto y cambiara repentinamente de actitud, gritando que le arrancaría a Gul los ojos y las entrañas y lo colgaría de unos garfios para que muriera poquito a poco, y otras lindezas por el estilo. Yo me volví de espaldas y monté en la jaca que Hudson había traído, y entonces Afzul se me acercó corriendo, me agarró la bota y juró, echando espumarajos por la boca, que aquel ultraje contra mi persona y su honor sería vengado de la forma más espantosa que imaginar cupiera.

—Mi persona es cosa mía —dije yo, muy en mi papel de oficial británico— y su honor es cosa suya. Acepto sus disculpas.

Siguió desvariando como si no me hubiera oído, y después me suplicó que le dijera qué podía hacer para enderezar el entuerto. Estaba curiosamente preocupado por su honor —y sin duda por los subsidios—, y juró que cualquier cosa que yo le pidiera me sería otorgada, con tal de que les perdonara a él y a los suyos.

—¡Mi vida! ¡La vida de mi hijo! ¡Tributos, tesoros, Flashman bahadur! ¡Rehenes! ¡Me presentaré ante McNaghten huzoor y me humillaré ante él! ¡Pagaré lo que sea!

Se pasó un rato farfullando palabras incoherentes hasta que, al final, yo lo corté diciendo que no teníamos por costumbre aceptar tales cosas como pago de las deudas de honor. Sin embargo, comprendí la conveniencia de mostrarme razonable mientras él persistiera en su actitud, por lo que, al final, le dije que la muerte de mi sirviente era una cuestión sin importancia, y que mejor sería que la apartáramos de nuestros pensamientos.

—¡Pero recibirá usted pruebas de mi honor! —me replicó él—. ¡Sí, usted verá cómo pagan sus deudas los gilzai! ¡En el nombre de Dios! ¡Mi hijo, mi hijo Ilderim, se lo entregaré como rehén! ¡Llévelo a la presencia de McNaghten huzoor como señal de la fidelidad de su padre! ¡No me abochorne en mi vejez, Flashman huzoor!

La cuestión de los rehenes era una práctica habitual entre los afganos, y yo pensé que en aquel momento me podría ser muy útil. Teniendo a Ilderim bajo mi custodia, no era probable que aquel viejo loco y medio histérico cometiera alguna maldad contra mí en cuanto le diera otro arrebato de locura. Al joven Ilderim parecía gustarle la idea; probablemente soñaba con la emoción de visitar Kabul, ver el gran ejército de la Reina e incluso incorporarse a él en calidad de protegido mío.

Por consiguiente, tomé inmediatamente la palabra a Sher Afzul y juré que el deshonor sería borrado y que Ilderim cabalgaría a mi lado hasta que yo lo liberara. Al oír mis palabras, el viejo kan se puso sentimental, extrajo su navaja del Khyber, e hizo jurar a Ilderim sobre ella que me obedecería. El muchacho así lo hizo, y entonces todo el mundo manifestó en voz alta su complacencia. Sher Afzul se acercó a los cadáveres de los gilzai, empezó a propinarles puntapiés, y suplicó a Dios que los maldijera. Tras lo cual regresamos a Mogala, donde yo contesté negativamente a las insistentes súplicas del viejo kan de que me quedara un poco más en prueba de mi amistad. Tenía órdenes, le dije, y estaba obligado a regresar a Kabul. No estaría bien, añadí, que me entretuviera, teniendo bajo mi custodia a un rehén tan importante como el hijo del kan de Mogala.

El viejo se tomó mis palabras muy en serio, juró que su hijo viajaría como un príncipe (lo cual era un poco exagerado) y ofreció una escolta de doce jinetes gilzai para él y para mí. Hubo más juramentos y Sher Afzul terminó de muy buen humor, señalando que era un honor para los gilzai servir a un guerrero tan espléndido como Flashman huzoor, el cual había derrotado en solitario a cuatro enemigos (el pobre Iqbal ya había sido debidamente olvidado) y siempre sería estimado por los gilzai por su gran valentía y magnanimidad. Como prueba de ello, me enviaría las orejas, la nariz, los ojos y otros órganos esenciales de Gul Shah en cuanto pudiera echarle las manos encima.

Abandonamos Mogala con una escolta personal de guerreros afganos y la fama que yo me había ganado con mi trabajo de aquella mañana. Los doce gilzai e Ilderim fueron lo mejor que encontré en Afganistán. El título de Lanza Ensangrentada que me otorgó Sher Afzul tampoco me vino del todo mal. Por cierto que, como consecuencia de todo aquello, Sher Afzul tuvo más empeño que nunca en mantener su alianza con los británicos, lo cual significó que mi misión fuera todo un éxito. Por consiguiente, me sentía considerablemente satisfecho de mí mismo cuando emprendimos el viaje de regreso a Kabul.

Pero no podía olvidar que también me había creado un poderoso enemigo en la persona de Gul Shah. A su debido tiempo descubriría todo el alcance de aquella amarga hostilidad.