Puede que haya otros países mejores que la India para un soldado, pero yo no los he visto. Los novatos se quejan a veces del calor, las moscas, la suciedad, los nativos y las enfermedades; a las tres primeras cosas tiene uno que acostumbrarse, la quinta hay que evitarla —lo cual se puede hacer perfectamente con un mínimo de sentido común— y, en cuanto a los nativos, ¿en qué otro lugar se podrían encontrar unos esclavos tan dóciles y humildes como ellos? En cualquier caso, a mí me gustaban más que los escoceses; su lenguaje me era más fácil de comprender.
Y, aunque todo aquello se pudiera considerar un inconveniente, había también la otra cara de la moneda. En la India se respiraba poder, el poder del hombre blanco sobre el de piel oscura… y el poder es algo muy agradable. Por si fuera poco, se disfrutaba de tranquilidad y tiempo para practicar cualquier deporte y gozar de buenas compañías sin ninguna de las restricciones que existen en casa. Uno podía vivir como le diera la gana, ejercer autoridad sobre los negros y, si tenía dinero y estaba bien relacionado como yo, codearse con los representantes de la alta sociedad que giraban en torno al gobernador general. Y tener a su disposición la mayor cantidad de mujeres que se pueda imaginar.
También se podía ganar dinero si uno tenía suerte en las campañas y sabía cómo buscarlo. Durante todos mis años de servicio, jamás gané ni la mitad del dinero que gané en la India con los saqueos… pero ésa ya es otra historia.
Aunque yo no sabía nada de todo esto cuando anclamos en el Hooghly, cerca de Calcuta, y contemplé las rojas orillas del río, sudando la gota gorda bajo los ardientes rayos del sol. Aspirando un insoportable hedor, pensé que antes hubiera preferido estar en el infierno que en aquel lugar. Había sido una horrible travesía de cuatro meses a bordo de un abarrotado y caluroso barco de la Compañía de las Indias Orientales en el que no disfruté de la menor diversión, y ya me había hecho a la idea de que la India no iba a ser mejor.
Tenía que incorporarme a uno de los regimientos[11] de lanceros nativos de la Compañía del Distrito de Benarés, pero no lo hice. La ineptitud del ejército me obligó a pasar varias semanas divirtiéndome en Calcuta, hasta que finalmente se recibieron las órdenes oportunas. Para entonces, ya me había ganado a mi manera cierta fama con el prepucio. Al principio, comía en el fuerte con los oficiales de artillería del servicio nativo, los cuales eran unos pobres desgraciados cuyo rancho hubiera sido capaz de marear a un cerdo. Era una comida tan repugnante que, cuando los cocineros negros terminaban de prepararla, yo no me hubiera atrevido a dársela ni siquiera a un chacal.
Así lo dije durante la primera comida, provocando las airadas protestas de aquellos caballeros que me consideraban un neófito.
—No es suficiente buena para los fulleros, ¿verdad? —me soltó uno—. Lamentamos no tener foie gras para Su Señoría, y pedimos disculpas por la ausencia de vajilla de plata.
—¿Siempre se come lo mismo? —pregunté—. ¿Qué es eso?
—¿Quiere usted decir qué es este plato, Excelencia? —preguntó el gracioso—. Pues eso se llama curry, ¿no lo sabía usted? Disimula el mal sabor de la carne podrida.
—Me sorprende que sólo disimule eso —repliqué asqueado—. Ningún ser humano normal se puede tragar esta porquería.
—Pues nosotros nos la tragamos —dijo otro—. ¿Acaso no somos seres humanos?
—Eso ustedes lo sabrán —contesté—. Sigan mi consejo y ahorquen al cocinero.
Dicho lo cual, me retiré a grandes zancadas mientras ellos murmuraban a mi espalda. Pronto descubrí que aquel rancho no sólo no era peor que muchos otros que se servían en la India sino que era incluso mejor que algunos. Los ranchos de los soldados eran tan indescriptibles que yo me pregunté con asombro cómo podían sobrevivir a una comida tan horrenda en un clima como aquél. La respuesta era, naturalmente, que muchos de ellos no podían.
Enseguida comprendí que lo mejor sería ingeniármelas por mi cuenta, así que llamé a Basset, a quien había llevado conmigo desde Inglaterra —el pequeño hijo de puta se puso a lloriquear, temiendo perderme cuando dejé el Undécimo, sólo Dios sabe por qué—, le di un puñado de dinero y le dije que buscara un cocinero, un mayordomo, un mozo y media docena de criados. Se podía contratar a toda aquella gente prácticamente por una miseria. Después me fui al cuarto de la guardia, encontré a un nativo que hablaba medianamente bien el inglés y me fui a buscar una casa[12].
Encontré una no muy lejos del fuerte, un lugar muy agradable con un jardincito de arbustos y una galería con persianas, y entonces mi negro fue en busca del propietario, un obeso bribón, tocado con un turbante rojo; regateamos rodeados por una multitud de negros que farfullaban una jerigonza incomprensible y, al final, le di la mitad de lo que me había pedido y me instalé en la casa con mi servidumbre.
En primer lugar, mandé llamar al cocinero y le dije a través de mi negro:
—Cocinarás y lo harás con higiene. Tendrás que lavarte las manos, ¿entendido?, y comprarás únicamente carne y verdura de la mejor calidad. Si no lo haces, te mandaré azotar hasta que no te quede ni una sola tira de piel sana en la espalda.
Se retiró parloteando, asintiendo con la cabeza, sonriendo y haciendo reverencias. Entonces yo lo agarré por el pescuezo, lo arrojé al suelo y lo azoté con mi fusta de jinete hasta que rodó por la galería, gritando de dolor.
—Dile que lo azotaré mañana y noche si su comida no es apta para comer —le dije a mi negro—. Los demás pueden tomar nota.
Todos soltaron gruñidos de temor, pero me hicieron caso, especialmente el cocinero. Cada día aprovechaba para propinarle una tanda de azotes a alguno de ellos, por su bien y para mi diversión, y a esas precauciones atribuyo el hecho de que, a lo largo de todo mi servicio en la India, apenas cayera enfermo como no fuera a causa de la fiebre, cosa ésta inevitable. Resultó que el cocinero era estupendo y, como Basset metía en cintura a los otros con la lengua y la bota, nos lo pasamos muy bien.
Mi negro, que se llamaba Timbu no sé qué, me fue muy útil al principio porque hablaba inglés, pero, al cabo de unas semanas, me deshice de él. Ya he dicho que tengo don de lenguas, pero sólo me di cuenta de ello cuando llegué a la India. En la escuela había sido muy flojo en griego y latín, pues apenas les había dedicado la menor atención, pero un idioma que oyes hablar es muy distinto. Para mí cada idioma tiene un ritmo y mi oído capta y retiene los sonidos; comprendo lo que está diciendo un hombre aunque no entienda las palabras y mi lengua reproduce los nuevos acentos sin ninguna dificultad. Sea como fuere, tras pasarme quince días escuchando a Timbu y haciéndole preguntas, empecé a hablar el indostaní lo bastante bien como para que me entendiera, y lo despedí pagándole lo acordado. Entre otras cosas, porque había encontrado una profesora más interesante.
Se llamaba Fetnab y yo la compré (no oficialmente, claro, aunque en el fondo se redujo a lo mismo) a un mercader cuyo ganado eran mujeres para los oficiales y los civiles ingleses residentes en Calcuta. Me costó quinientas rupias, que eran aproximadamente unas cincuenta guineas, y fue una auténtica ganga. Calculo que debía de tener unos dieciséis años y su cara era bastante bonita; tenía un remache de oro en la ventana de la nariz y unos grandes y oblicuos ojos castaños. Como casi todas las bailarinas indias, tenía forma de reloj de arena, con una cintura que yo podía rodear con mis dos manos, unos pechos tan redondos como melones y un bamboleante trasero.
Puede que fuera excesivamente gordita, pero se conocía las noventa y siete maneras de hacer el amor que, al parecer, tanto aprecian los indios… aunque yo les aseguro que son una soberana tontería, pues la septuagésimo cuarta posición resulta ser exactamente igual que la septuagésimo tercera, sólo que con los dedos cruzados. Sin embargo, ella me las enseñó todas a su debido tiempo, pues se entregaba por entero a su trabajo y se pasaba horas y horas untándose con perfume todo el cuerpo y practicando ejercicios indios para mantenerse elástica con vistas a nuestras actividades nocturnas. Tras pasarme dos días con ella, empecé a olvidarme de Elspeth y hasta Josette palideció a su lado.
No obstante, también la utilizaba para otros menesteres. Entre tanda y tanda de ejercicios, nos dedicábamos a conversar, pues era una charlatana tremenda y me enseñó más refinamientos del hindi que los que me hubiera podido enseñar cualquier munshi. Doy un consejo por si a alguien le interesa: si desea usted aprender debidamente un idioma extranjero, estúdielo en la cama con una nativa… aprendí más sobre los clásicos en una hora de lucha con una chica griega que en cuatro años con Arnold.
Por consiguiente, así fue cómo pasé el tiempo en Calcuta… mis noches con Fetnab, mis veladas en algún comedor de oficiales o en casa de alguien, y mis días montando a caballo, haciendo prácticas de tiro, cazando o simplemente paseando por la ciudad. Me convertí en una figura bastante famosa entre los negros porque podía hablar con ellos en su propia lengua, a diferencia de la inmensa mayoría de oficiales de aquella época… Incluso los que llevaban muchos años sirviendo en la India, o no querían tomarse la molestia de intentar aprender el hindi, o lo consideraban impropio de su categoría.
Otra cosa que aprendí gracias al regimiento al que tenía que incorporarme fue el manejo de la lanza. El manejo de la espada se me había dado muy bien en los húsares, pero la lanza es otra cosa. Cualquier imbécil puede enristrarla y cabalgar en línea recta, pero, si uno quiere utilizarla con provecho, tiene que ser capaz de manejarla desde cualquier punto de sus dos metros y medio de longitud para poder recoger un naipe del suelo o traspasar un conejo en movimiento. Yo estaba firmemente decidido a destacar entre los hombres de la compañía y, para ello, contraté a un rissaldar nativo de la caballería bengalí para que me enseñara; entonces no pensaba en otra cosa que no fuera traspasar muñecos o pinchar jabalíes, y no me detenía demasiado en la idea de utilizar una lanza contra la caballería enemiga. Sin embargo, aquellas lecciones me salvaron la vida por lo menos una vez. Por consiguiente, fue un dinero muy bien gastado, y, de una manera muy curiosa, resolvieron también la cuestión de mi futuro inmediato.
Una mañana salí al maidan con mi rissaldar, un feo diablo alto y delgado llamado Muhammed Iqbal, procedente de la población afgana que habitaba en la frontera. Era un jinete extraordinario, sabía manejar la lanza a la perfección y, bajo su guía, yo estaba aprendiendo con gran rapidez. Aquella mañana me estaba haciendo alancear unos ganchos, y yo atravesé tantos que, al final, me dijo sonriendo que me tendría que cobrar más por las clases.
Estábamos a punto de retirarnos al trote del maidan, que aquella mañana estaba vacío exceptuando una litera escoltada por un par de oficiales, cosa que despertó un poco mi curiosidad, cuando Iqbal gritó de repente:
—¡Mire, huzoor, un blanco mucho mejor que los ganchos!
Me señaló un perro callejero que estaba husmeando en el suelo a unos cincuenta metros de distancia. Enristró la lanza y fue a por él, pero el perro se desvió como una flecha de su camino.
—¡Ánimo! —le grité yo, lanzándome en persecución del animal.
Iqbal me llevaba la delantera, y yo me encontraba tan sólo a un par de cuerpos a su espalda, cuando él acometió de nuevo contra el perro, que corría por delante esquivándole y aullando. Volvió a fallar, soltó una maldición, y entonces el perro se volvió de repente casi bajo los cascos de la montura y pegó un brinco para morderle el pie. Incliné la punta de mi lanza y, por pura suerte, ensarté el cuerpo del animal. Soltando un grito de triunfo, lo levanté en el aire todavía retorciéndose y aullando, y el cuerpo cayó a mi espalda.
—¡Shabash! —gritó Iqbal.
—¡Oiga! —oí que decía una voz mientras yo lanzaba exclamaciones de entusiasmo—. ¡Usted, señor! Acérquese un momento, por favor.
La voz procedía de la litera. Se descorrieron las cortinas y apareció un orondo caballero de aspecto impresionante, vestido con levita y con el rostro bronceado por el sol y una preciosa cabeza calva. Se había quitado el sombrero y me estaba haciendo insistentes señas con la mano. Me acerqué a él.
—Buenos días —me dijo cortésmente—. ¿Puedo preguntarle su nombre?
No hubiera sido necesaria la presencia de los dos lechuguinos que escoltaban la litera para comprender que se trataba de un oficial de alta graduación. Sin saber a qué venía todo aquello, me presenté.
—Bueno, pues le felicito, señor Flashman —me dijo—. Es el mejor trabajo que he visto este año. Si dispusiéramos de un regimiento en el que todos supieran manejar la lanza tan bien como usted, no tendríamos la menor dificultad con los malditos sikhs y los afganos, ¿verdad, Bennet?
—En efecto, señor —contestó uno de los distinguidos ayudantes, mirándome de soslayo—. Señor Flashman, me parece que le conozco. ¿Últimamente no estaba usted en el Undécimo de Húsares en casa?
—Pero bueno, ¿eso qué es? —dijo su jefe, clavando en mí sus claros ojos grises—. Pero si es él; fíjense en sus pantalones de color cereza… —Yo llevaba todavía mis calzones de húsar, que ya no tenía derecho a utilizar, aunque lo hacía porque realzaban admirablemente mi figura—. Es él, Bennet. Es Flashman, maldita sea. Pues claro… ¡Flashman, el del famoso incidente del año pasado! ¡Usted es el que desvió el tiro! Cuánto me alegro. ¿Pero qué está usted haciendo aquí, señor, en nombre de Dios?
Se lo expliqué con sumo cuidado, procurando insinuar, sin decirlo abiertamente, que mi llegada a la India había sido una consecuencia directa de mi duelo con Bernier (cosa que, de todos modos, era casi cierta). Entonces mi interrogador soltó un silbido y una exclamación de entusiasmo. Por lo visto, mi presencia allí había sido una novedad capaz de despertar su interés. Después me hizo muchas preguntas de tipo personal, a las cuales yo contesté con bastante sinceridad; por mi parte, descubrí en el transcurso de las preguntas que se trataba del general Crawford y pertenecía a la plana mayor del gobernador general. Era, por tanto, un militar de considerable influencia e importancia.
—Por Dios que ha tenido usted mala suerte, Flashman —me dijo—. Conque lo han desterrado del regimiento de los arrogantes pantalones cereza, ¿eh? Me parece un solemne disparate, pero es que esos malditos coroneles de la milicia como Cardigan no tienen ni una pizca de sentido común. ¿Verdad, Bennet? Y va usted a prestar servicio en la compañía, ¿verdad? En fin, la paga es buena, pero me parece una lástima. Se pasará usted el rato enseñando a los sowars lo que tienen que hacer durante los días de ejercicios de galope. Un trabajo muy polvoriento. Bueno, bueno, Flashman, le deseo mucho éxito. Que tenga un buen día, señor.
Y así hubiera terminado todo, de no haber sido por una curiosa casualidad. Mientras permanecía allí sentado con la lanza en posición de descanso y la punta de ésta a cosa de un metro setenta por encima de mi cabeza, parte de la sangre del perro me goteó en la mano; pronuncié una exclamación de desagrado y, volviéndome hacia Iqbal, que estaba sentado en silencio a mi espalda, le dije:
—¡Khabadar, rissaldar! ¡Larnce sarf karo, juldi!
Lo cual significaba: «¡Cuidado, brigada! Tome esta lanza y límpiela enseguida». Y se la arrojé. Él la atrapó al vuelo y yo me volví para despedirme de Crawford. Éste se había detenido a medio correr las cortinas.
—Oiga, Flashman —me dijo—. ¿Cuánto tiempo lleva en la India? ¿Me ha dicho que tres semanas? ¡Y ya habla esta jerga, maldita sea!
—Sólo una o dos palabras, señor.
—No sea modesto, señor; he oído varias. Muchas más de las que yo he aprendido en treinta años. ¿Verdad, Bennet? Demasiadas «is» y «ums» para mí. Es algo extraordinario, joven. ¿Cómo lo ha conseguido?
Le expliqué mi facilidad para los idiomas, y él sacudió su calva cabeza como si nunca en su vida hubiera oído nada igual.
—Un lingüista nato y un lancero nato, no cabe duda. Qué combinación tan insólita… demasiado bueno para la caballería de la compañía… de todos modos, todos cabalgan como cerdos. Mire, joven Flashman, yo no estoy en condiciones de pensar a esta hora de la mañana. Venga a verme esta noche, ¿me oye? Estudiaremos el asunto con más detenimiento. ¿Verdad, Bennet?
Dicho lo cual se fue, y yo acudí a visitarle aquella noche impecablemente vestido con mis pantalones «color cereza», tal como él los llamaba.
—¡Por Dios que Emily Eden no puede perderse el espectáculo! —exclamó al verme—. ¡Jamás me lo perdonaría!
Para mi sorpresa, fue así como me anunció que tenía que acompañarlo al palacio del gobernador general, donde él iba a cenar. Por consiguiente, le acompañé y tuve el privilegio de beber limonada en la gran galería de mármol de Sus Excelencias, entre un selecto grupo de invitados que parecían una pequeña corte y en la cual vi más calidad en treinta segundos que en las semanas que llevaba en Calcuta. Todo fue sumamente agradable, pero Crawford estuvo a punto de estropearlo, comentando con lord Auckland mi duelo con Bernier, cosa que ni a él ni a lady Emily, que era su hermana, les hizo la menor gracia —pensé que eran una pareja un poco aburrida— hasta que yo contesté fríamente a Crawford y le dije que, de haber podido, lo hubiera evitado, ya que prácticamente me había visto obligado a hacerlo. Entonces Auckland asintió con la cabeza en señal de aprobación. Al enterarse de que había estudiado bajo la dirección de Arnold en Rugby, el viejo bastardo mostró amablemente su complacencia y lo mismo hizo lady Emily —gracias a Dios que llevaba los pantalones «color cereza»—; y cuando descubrió que sólo tenía diecinueve años, la dama asintió tristemente con la cabeza y se refirió a los jóvenes y hermosos brotes del árbol del Imperio.
Me preguntó por mi familia y, al enterarse de que tenía una esposa en Inglaterra, comentó:
—Demasiado jóvenes para que los hayan separado. Qué duro es el servicio.
Su hermano observó secamente que nada impedía que un oficial llevara a su esposa consigo a la India, pero yo musité algo acerca de mi deseo de hacer méritos, una inspirada sarta de sandeces que fue muy del gusto de lady E. Su hermano señaló que un número sorprendentemente elevado de jóvenes oficiales se las arreglaba en cierto modo para sobrevivir a la ausencia de los consuelos de una esposa. Crawford soltó una risita por lo bajo, pero lady E. se me acercó y, dándoles la espalda, me preguntó si sabía ya dónde me iban a destinar.
Se lo dije y, pensando que si jugaba bien las cartas, quizá podría conseguir un destino más cómodo gracias a sus gestiones —estaba pensando en concreto en el puesto de ayudante del gobernador general—, le manifesté que el servicio en la compañía no despertaba en mí demasiado entusiasmo.
—No se le puede reprochar —dijo Crawford—. Este hombre es una auténtica pértiga a caballo. No se puede desperdiciar algo así, ¿verdad, Flashman? Por si fuera poco, habla el indostaní. Yo mismo lo he oído.
—¿De veras? —dijo Auckland—. Eso denota un celo extraordinario en el estudio, señor Flashman. Pero a lo mejor habría que darle las gracias al doctor Arnold por eso.
—¿Por qué tienes que quitarle el mérito al señor Flashman? —dijo lady E—. Creo que eso es algo extremadamente insólito y que se le debería buscar un puesto en el que pudiera emplear debidamente sus cualidades. ¿No está usted de acuerdo, general?
—Soy exactamente de la misma opinión, señora —contestó Crawford—. Hubiera tenido usted que oírle. «Oye, rissaldar, um-tidi-o-caro», dice, y el tipo va y lo entiende todo.
Ya pueden ustedes figurarse lo aturdido que yo estaba en aquellos momentos; por la mañana no era más que un pobre subalterno y ahora allí estaba, recibiendo los cumplidos de un gobernador general, un general y la primera dama de la India… por más que sólo fuera una vieja estúpida. «Lo has conseguido, Flashy, vas a entrar en la plana mayor», me dije. Las palabras que Auckland pronunció a continuación parecieron confirmar mis esperanzas.
—Pues, en tal caso, ¿por qué no hacer algo por él? —le preguntó a Crawford—. Ayer precisamente el general Elphinstone estaba diciendo que necesitaba unos cuantos edecanes de primera.
Bueno, no es que fuera una maravilla, pero el puesto de edecán de un general era más que suficiente de momento.
—Por Dios que Vuestra Excelencia tiene razón —dijo Crawford—. ¿Qué le parece, Flashman? ¿Le gustaría ser ayudante de campo de un comandante? Es mejor que un trabajo de mala muerte en la compañía, ¿verdad?
Como es natural, contesté que me sentiría muy honrado y, cuando ya estaba a punto de darle las gracias, él me interrumpió.
—Más me lo agradecerá cuando sepa adónde lo llevará el servicio a las órdenes de Elphinstone —me dijo sonriendo—. Por Dios que me gustaría tener su edad y gozar de la misma oportunidad. Se trata sobre todo de un ejército de la Compañía de las Indias Orientales, y muy bueno, por cierto, pero necesitaron varios años de servicio, tal como hubiera necesitado usted, para llegar adonde querían llegar.
Le miré ansiosamente mientras lady E. sonreía y suspiraba al mismo tiempo.
—Pobre chico —dijo ésta—. No debe usted burlarse de él.
—Bueno, de todos modos mañana se sabrá —añadió Crawford—. Como es natural, usted no conoce a Elphinstone, Flashman… está al mando de la División de Benarés, o lo estará hasta las doce de esta noche. Después asumirá el mando del Ejército del Indo. ¿Qué le parece?
Me parecía muy bien, por lo que hice los entusiastas comentarios de rigor.
—Pues sí, es usted un joven muy afortunado —añadió Crawford, rebosante de satisfacción—. ¿Cuántos jóvenes oficiales darían su pierna derecha por la oportunidad de servir a sus órdenes? ¡Es un lugar muy apropiado para que un deslumbrante lancero pueda hacer méritos y distinguirse!
Experimenté una desagradable sensación en la columna vertebral, y le pregunté qué lugar era aquél.
—Pues Kabul, naturalmente —me contestó—. ¿Qué otro lugar sino Afganistán?
El viejo estúpido pensaba en serio que yo tenía que estar encantado con la noticia y, como es lógico, tuve que simular que lo estaba. Supongo que cualquier joven oficial de la India hubiera brincado de contento ante aquella oportunidad, por cuyo motivo yo hice lo posible por mostrarme entusiasta y agradecido, pero la verdad es que estaba tan furioso que de buena gana hubiera derribado al suelo de un puñetazo a aquel sonriente imbécil. Pensaba que todo me iría a salir a pedir de boca tras haber sido súbitamente presentado a los personajes más encumbrados del país, pero lo único que había conseguido era un puesto en el lugar más sofocante, duro y peligroso del mundo a juzgar por todos los relatos. Por aquel entonces en Calcuta no se hablaba de otra cosa más que de Afganistán y de la expedición de Kabul, y buena parte de los comentarios giraban en torno a las atrocidades de los nativos y la desagradable situación del país. Si hubiera sido más juicioso, me habrían destinado a un tranquilo puesto en Benarés… Pero no, me había empeñado en agradar a lady Emily y ahora todos mis esfuerzos sólo me servirían para que me cortaran la garganta.
Mientras pensaba vertiginosamente sin dejar de sonreír con entusiasmo, pregunté si el general Elphinstone no tendría sus propias preferencias en el momento de elegir a un edecán; puede que hubiera otros con más méritos que yo, dije…
Tonterías, contestó Crawford, apostaba a que Elphinstone se mostraría encantado de contar con los servicios de un hombre que hablaba el idioma y, al mismo tiempo, manejaba la lanza como un cosaco. Lady Emily expresó su confianza en que el general encontrada un sitio para mí. Por consiguiente, no tenía escapatoria; tendría que aceptarlo y simular que me gustaba.
Aquella noche le propiné a Fetnab la mayor paliza de su regalada vida y estrellé un cacharro contra la cabeza del portero.
Ni siquiera me iban a dar tiempo para prepararme debidamente. El general Elphinstone (o Elphy Bey tal como lo llamaban los guasones) me recibió al día siguiente, y resultó ser un anciano quisquilloso de moreno y arrugado rostro y grandes bigotes blancos. Estuvo muy amable conmigo, a su alelada manera, y era el más inverosímil comandante de ejército que imaginar se pudiera, pues estaba a punto de cumplir los sesenta años y, por si fuera poco, su salud no era demasiado buena.
—Es un gran honor para mí —dijo, refiriéndose a su nuevo mando—, pero hubiera preferido que recayera sobre unos hombros más jóvenes que los míos… es más, lo considero necesario.
Sacudió la cabeza y miró tristemente a su alrededor, mientras yo pensaba: «Pues arreglado estoy si tengo que iniciar una campaña con éste».
Sin embargo, me dio la bienvenida a su plana mayor, maldita fuera su estampa, y me dijo que mi llegada era de lo más oportuna; me encomendada inmediatamente una misión. Puesto que los edecanes que tenía en aquellos momentos estaban acostumbrados a servirle, los conservaría momentáneamente a su lado para preparar el viaje; y a mí me enviaría por adelantado a Kabul… lo cual significaba, pensé yo, que tendría que anunciar su llegada y encargarme de que todo estuviera arreglado y a punto. Por consiguiente, tuve que reunir mis efectivos, contratar camellos y mulos para el transporte, hacer acopio de provisiones para el viaje, gastarme una considerable cantidad de dinero y enfrentarme a toda suerte de molestias. Mis criados procuraron mantenerse apartados de mi camino durante aquellos días, pueden creerme, y Fetnab se pasó todo el tiempo lloriqueando y poniendo los ojos en blanco. Al final, le dije que se callara si no quería que la entregara a los afganos cuando llegáramos a Kabul. Ella se aterrorizó tanto al oír mis palabras que se calló de verdad.
No obstante, tras sufrir la primera decepción, comprendí que era absurdo lamentarse por algo que ya no tenía remedio y procuré ver el lado bueno de la situación. A fin de cuentas, iba a ser edecán de un general, lo cual podía serme muy útil en el futuro y me convertida en un personaje muy distinguido. De momento, por lo menos, Afganistán estaba tranquilo y el término del mando de Elphy Bey no podía estar muy lejos, dada su edad. Podría llevarme a Fetnab y a mis criados, incluido Basset, y, gracias a la influencia de Elphy Bey, pude incorporar también a mi grupo a Muhammed Iqbal. Como es natural, éste hablaba el pashto, que es el idioma de los afganos, y podría darme lecciones por el camino. Además, me resultaba muy agradable tenerlo a mi lado y sería para mí un valioso compañero y guía. Antes de iniciar el viaje, recabé toda la información que pude acerca de los asuntos de Afganistán. Éstos se me antojaron bastante peligrosos, y había otras personas en Calcuta —no Auckland, que era un asno— que compartían aquella opinión. La razón de que se hubiera enviado una expedición a Kabul, situada en el mismísimo centro de uno de los peores países del mundo, era el miedo que le teníamos a Rusia. Afganistán era algo así como una valla amortiguadora entre la India y el territorio del Turquestán, en el que Rusia ejercía una considerable influencia. Los rusos se entremetían constantemente en los asuntos afganos, con la esperanza de poder expandirse hacia el sur y apoderarse a ser posible de la India. Por consiguiente, Afganistán tenía mucha importancia para nosotros y, gracias al presumido payaso escocés de Burnes, el Gobierno británico había invadido el país, por así decirlo, y había colocado a nuestro soberano títere Shah Sujah en el trono de Kabul en lugar del viejo Dost Mohammed, sospechoso de simpatías rusas.
Creo, a juzgar por todo lo que vi y oí, que si éste tenía simpatías rusas, era porque nosotros lo habíamos empujado hacia los rusos con nuestra insensata política; en cualquier caso, la expedición de Kabul consiguió sentar a Sujah en el trono y el viejo Dost fue cortésmente encerrado en la India. De momento todo iba bien, pero Sujah no gustaba ni un pelo a los afganos, por lo que tuvimos que dejar un ejército en Kabul para mantenerlo en el trono. Era el ejército cuyo mando estaba a punto de asumir Elphy Bey. Se trataba de un ejército bastante bueno, integrado en parte por tropas de la Reina y, en parte, por tropas de la compañía, con regimientos británicos y nativos, pero no podía desarrollar eficazmente su labor porque constantemente se veía obligado a imponer el orden entre las distintas tribus. Aparte de los partidarios de Dost, había centenares de caciques y tiranos que no perdían la menor ocasión por causar problemas en tiempos difíciles, y a todo ello había que sumar los habituales pasatiempos afganos de las contiendas entre los clanes, los robos y los asesinatos por pura diversión. Nuestro ejército impedía cualquier rebelión —por lo menos de momento—, pero tenía que estar patrullando constantemente, dotar los pequeños fuertes de efectivos militares y tratar de pacificar y comprar a los jefes de las bandas de ladrones, por lo que la gente se preguntaba cuánto tiempo se podría prolongar aquella situación. Los más sensatos decían que se avecinaba una explosión, por lo que, cuando iniciamos nuestro viaje desde Calcuta, mi primer pensamiento fue el de que, quienquiera que tuviera que estallar, no sería yo. Quiso la suerte que acabara precisamente en el lugar donde se encendió la hoguera.